Publicado en
abril 21, 2013
"Es un montón de chatarra vieja", murmuraban mis amigos. ¿Viejo? Sí. ¿Chatarra? ¡De ninguna manera!.
Por Bailey White.
REALMENTE me sentí viejo cuando recibí una carta del agente de seguros en que me comunicaba que ya podía considerarse "clásico" el auto que compré, ligeramente usado, el año en que terminé la universidad. "Este cambio de clasificación se reflejará en las primas", advertía la carta.
Salí a mirar el auto y casi pude oír la voz de desaprobación de mi tío:
—Nunca se debe comprar un coche usado —me dijo el día en que llegué con él a casa.
Diez años después fui en ese coche a su entierro. En ese mismo automóvil llevé a mi hermana al hospital para que diera a luz su primer hijo, y en él asistí a la ceremonia de graduación de ese niño cuando concluyó sus estudios universitarios.
—¿Cuándo vas a comprarte un coche nuevo? —me preguntaban mis amigos.
—No necesito uno nuevo —replicaba yo—. Este funciona muy bien.
Siempre me llevó a donde quería yo ir. Sin embargo, el relleno del asiento trasero se salió, y los resortes se asomaron. A los 500,000 kilómetros, el odómetro dejó de funcionar. Se abrió un hoyo en el piso, justo donde yo apoyaba el talón frente al acelerador, y se desprendió el material aislante de la mampara del compartimento del motor. Se desintegró la hebilla del cinturón de seguridad, así que le puse un enorme gancho de bronce. "Es un montón de chatarra vieja", murmuraban mis amigos.
Finalmente, un día el automóvil se detuvo sin más. Hasta aquí llegó, pensé, resignado. El mecánico que acudió a auxiliarme se echó a reír.
—Se le acabó la gasolina —dijo.
Así que eché un poco de combustible en el depósito y seguí conduciéndolo otros diez años.
El indicador del nivel de gasolina nunca funcionó después de aquel incidente; pero, guiándome por el olor, sabía cuándo le quedaba poco combustible (creo que era el olor del fondo del depósito). También había un tufillo a líquido para frenos, a gases del tubo de escape, a aceite y, después de tantos años, un poco de olor a mí.
Y los sonidos... El maravilloso sonido de cuando, en los días fríos, el motor arrancaba después de mucho batallar, y aquel ominoso tic-tic en julio, cuando el radiador trabajaba de más. No me gustaba mucho conversar en el auto, porque tenía que estar atento a un pequeño salto en el ruido del motor, que significaba que debía bajarme de inmediato a ajustar el carburador. "¡Es lentísimo!", se quejaban mis amigos.
No sé a qué velocidad circulaba, pues el velocímetro se había jubilado hacía años. Pero cuando miraba por el agujero del suelo y veía el pavimento pasar zumbando a pocos centímetros de mis pies, y sentía en los muslos el calor del motor que regresaba a través de la mampara, no me parecía que fuera tan despacio. Al llegar a mi destino, me dejaba caer contra el respaldo, me desenganchaba el cinturón de seguridad y me bajaba, tambaleante.
—¡Muchas gracias, señor! —le decía—. Una vez más me trajiste a donde quería venir.
Con todo, luego de recibir la carta comencé a pensar en comprarme otro auto. Vi el anuncio de uno de la misma marca que el mío, pero casi nuevo, y fui a verlo. Era de un elegante color de trigo. Los asientos estaban tapizados de suave terciopelo, y el piso estaba alfombrado. Olía a vinilo y acrílico. Di vuelta a un botón, y de cuatro bocinas salió música de Mozart.
—¿Cómo puede usted oír el motor si pone música? —pregunté al dueño.
Hice girar la llave, y el motor se puso en marcha al instante. Salí a dar una vuelta de prueba. Como el auto literalmente flotaba sobre el asfalto, no conseguí oír ningún ruido, pero pensé que tal vez ya era tiempo de cambiar de velocidad. Di pisotones por todo el piso hasta que me acordé de que en este auto la trasmisión era automática.
Lo compré. Ahora tengo dos automóviles: el nuevo, y mi auto de verdad. Casi siempre viajo en el nuevo, mas algunos días voy al cobertizo y me meto en mi auto de verdad. Echo a andar el motor, aguzo el oído y olfateo el aire. Le pongo un poco de líquido para frenos y un poco de agua. Vuelvo a olfatear. Necesitará gasolina y un cambio de aceite la semana próxima. Rodamos por la calle, y a nuestro paso la gente se detiene y sonríe. "¡Bonito auto!", comentan.
© 1991 POR BAILEY WHITE. CONDENSADO DE "SMITHSONIAN" (SEPTIEMBRE DE 1991), DE WASHINGTON, D.C.
ILUSTRACIÓN: BRADLEY CLARK