Publicado en
abril 21, 2013
¿Cómo llegué a convertirme en una preparadora de ensaladas para criaturas inútiles, yo, que soy una mujer de la ciudad?
Por Laura Cunningham.
MI ESPOSO y yo siempre habíamos soñado con producir nuestros propios alimentos. Antes de que adquiriéramos la granja, me imaginaba a mí misma pasando en la mesa unos platones de verdura fresca al tiempo que decía con cierto dejo de modestia: "Son de nuestra cosecha". Hoy, ambos nos tambaleamos bajo el peso de los sacos de forraje de 25 kilos, destinados a alimentar a un hato de 45 bestias obesas, cuya existencia parece transcurrir en perpetuo éxtasis digestivo. ¿Cómo llegué a convertirme en una preparadora de ensaladas para criaturas inútiles, yo, que soy una mujer de la ciudad?
Empezamos por poner nuestro propio huerto, desastre del que no aprendimos nada. Después de pasarnos toda una temporada trabajando con la cultivadora rotatoria, fertilizando, levantando cercas y haciéndonos trizas la espalda, logramos cosechar "el tomate de los 700 dólares". Era un hermoso tomate: el único al que le perdonaron la vida las marmotas, las cuales dejaron sus huellas dentales en todos los demás.
Luego vinieron las cabras. Siempre nos había gustado el queso de estos animales, y pensábamos que unas cuantas cabras lecheras finas nos proveerían de exquisito queso y al mismo tiempo harían las veces de traviesas y adorables mascotas. Así pues, adquirí dos cabras chifladas: Lulú y Lulubella.
Si bien no esperaba yo que, de la noche a la mañana, mis cabras me entregaran, ya envueltas, unas hermosas e inmaculadas barras de queso Montrachet, ignoraba que todo ganadero caprino tiene que habérselas con plataformas de ordeña, enfermedades de las ubres y, más que nada, con aventuras sexuales. Las cabras no producen leche a menos que se hayan apareado y, en nuestro pueblo, el único macho cabrío disponible era Bucky, galán cornudo, de largas patillas y hediondo a más no poder. En su primera visita conyugal, Bucky y "las muchachas" armaron tal jaleo, que causaron daños por más de 2000 dólares al corral, y eso sin contar con que se comieron los antepechos de las ventanas. Hubo que cancelar el idilio.
Ahora, Lulú y Lulubella nos divierten de vez en cuando retozando en el jardín, dándose de topes y ejecutando varias evoluciones coreográficas que evocan algún rito dionisiaco. Pero casi todo el tiempo las muchachas se concretan simplemente a triscar y a satisfacer sus necesidades fisiológicas.
Luego se presentó el sueño de los huevos frescos, recogidos aún tibios por la mañana; un sueño que se materializó en 38 gallinas iracundas. Después de invertir varios cientosde dólares en alimento para aves, por fin encontré una mañana un huevo —rojo, sedoso y tibio—, oculto debajo de una gallina que casi me despedazó la mano a picotazos cuando quise cogerlo.
Pronto descubrí que las gallinas son criaturas caprichosas. Hasta el gallo nos ha decepcionado. Mi esposo y yo esperábamos que nos despertara en las mañanas con su orgulloso canto. Sin embargo, en la Granja Ficticia (así bautizamos nuestra heredad), nosotros tenemos que zarandear al gallo al mediodía para que despierte.
Junto con los pollos vinieron los gansos, cuya adquisición constituyó nuestro más craso error. Los ordenamos sin pensarlo dos veces, pues nos sedujo el anuncio de "Gansitos de Tolosa" del catálogo avícola.
Entre graznidos y comilonas, mis cinco polluelos de pelusa color verde pálido se transformaron al poco tiempo en unas bolas de sebo de nueve kilos. Durante un tiempo abrigué la ilusión de que emigrarían al sur para pasar allí el invierno. Había visto un documental: El increíble vuelo de los gansos blancos de Canadá, y se me ocurrió que podría filmar el de mis gansos con una cámara de video. Por desgracia, mis protegidos vuelan casi tan bien como yo: se deslizan aleteando un par de metros hasta su piscina infantil de plástico.
Me resigné, pues, a administrar un balneario para gansos, pero mi esposo tenía otros planes. "Ya se acerca la Navidad, y la oca está engordando", susurró con un brillo malévolo en los ojos. Me horroricé. ¿Cómo podía él pensar siquiera en asar a un animal que me consideraba su madre?
Los gansitos me habían seguido hasta un estanque cercano, donde unos vecinos me habían asegurado que podía reubicarlos. "En cuanto se metan en el agua, jamás querrán salir de ella", me habían dicho. Pero no fue así: cuando me alejé, los cinco gansos me siguieron en fila india. Me volví a verlos y alcancé a distinguir sus ridículas cabecitas grises, que buscaban afanosamente mis huellas por encima de la maleza.
Aquello me conmovió, y para siempre. Mis gansos, que ya soltaron la pelusa y tienen la voz ronca, se han convertido en mascotas un tanto grotescas. El único macho, Arnoldo, incluso se tomó la libertad de picotearme las posaderas en una ocasión en que le di la espalda. Lo peor de todo es que llegan a vivir más de 30 años...
ACTUALMENTE compro "productos frescos de granja". Escojo mi ganso en una carnicería de primera, y me surto de huevos "recién puestos" y de queso de cabra en un almacén de alimentos selectos. Debo pagar 2.50 dólares por media docena de huevos, pero aun así resultan más baratos que los míos, que cuestan 300 dólares cada uno si incluimos en el precio ciertas pequeñeces, como los gallineros.
Pero lo mejor de todo es que puedo asar un ganso, enlardarlo y disfrutar de su aroma con la conciencia tranquila, pues sé que no es Arnoldo. Mientras tanto, Arnoldo está allá afuera, en la piscina infantil de plástico, en plenas relaciones incestuosas con sus hermanas.
© 1991 POR LAURA CUNNINGHAM. CONDENSADO DEL SUPLEMENTO DOMINICAL DEL "TIMES" DE NUEVA YORK (12-V-1991), DE NUEVA YORK, NUEVA YORK.
ILUSTRACIÓN: PATRICK MCDONNELL.