CACERÍA EN LA RUTA DE LA HEROÍNA
Publicado en
abril 21, 2013
Un asunto de poca monta, pensó Ed Madonna al trasponer el umbral de su casa. Pero lo que empezó como una investigación común y corriente habría de convertirse en una de las cacerías humanas más grandes de la historia. En ella, un equipo de jóvenes agentes antinarcóticos se enfrentó a una enorme e implacable organización de contrabandistas de heroína llamada la Banda del Gran Círculo.
Al principio, Madonna tuvo dificultad para convencer del alcance de su caso a la Administración Ejecutora de Leyes sobre Drogas (DEA), de Estados Unidos. Al fin y al cabo, él era un investigador cualquiera de Seattle, Washington, y sus colegas de la Costa Oriental —conocidos como el Grupo 41— carecían del personal necesario y eran inexpertos.
Para llevar a buen término la empresa, deberían hacer lo que nunca habían hecho otros agentes antinarcóticos: infiltrarse en el tenebroso mundo del cártel chino de las drogas y engatusar a Johnny Kon, su astuto jefe, para que saliera a la luz.
Kon, que tenía fama de emplear asesinos desalmados para regir su imperio, era un contrincante muy superior a estos novatos investigadores.
¿O no... ?
EDWARD MADONNA, de 33 años, agente especial de la oficina en Seattle, Washington, de la Administración Ejecutora de Leyes sobre Drogas, de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés), se disponía a pasar un domingo tranquilo trabajando en su jardín. Pero pocos minutos después del mediodía del 23 de junio de 1985 comenzó a sonar el localizador electrónico que llevaba sujeto al cinturón. Entró en la sala, marcó el número telefónico de su oficina, y luego colgó de golpe el auricular.
"La aduana acaba de arrestar a dos sujetos que traían droga en un vuelo procedente de Tokio", le explicó Madonna a su esposa. "Parece ser un asunto de poca monta. Seguramente no se trata más que de unos cuantos gramos".
Una hora después, el agente especial Madonna vio a los inspectores aduanales del aeropuerto perforar 138 hieleras metálicas que dos pasajeros habían declarado como muestras comerciales. De los costados huecos de los recipientes, los inspectores sacaron 96 kilos de heroína pura. Era el cargamento más grande de heroína de Asia Oriental que se hubiera decomisado en Estados Unidos.
Sin embargo, también le dieron a Madonna una mala noticia. Antes de que él llegara, le habían permitido ir solo al sanitario a uno de los correos —un chino de Hong Kong, delgado y bigotudo, que se había identificado como Fang Han-sheng—. A los pocos minutos, los inspectores fueron a buscarlo y encontraron en el suelo un bigote falso, y la ventanita abierta de par en par. El contrabandista se había escapado.
El otro pasajero se hallaba en un cuarto de detención, bien vigilado. Aseguró que era ingeniero electricista y que se hallaba en viaje de negocios. "No sé nada de heroína", declaró en un inglés vacilante. "Un amigo mío me encargó que entregara las hieleras. Debo llevarlas a Chicago y esperar ahí una llamada telefónica".
El agente especial Madonna pidió a los inspectores que los dejaran solos a él y al sospechoso. Leyó el pasaporte del detenido.
—¿Es usted Chen Tsung-ming?
Aquel hombre tenía poco más de 30 años y era pequeño y enjuto, pero fuerte.
—Sí—respondió—. Soy Tommy Chen.
La frente se le empezó a perlar de sudor.
Madonna, ex sargento de la policía, había ingresado en la DEA apenas ocho meses antes con la esperanza de aportar algo en la guerra contra el narcotráfico. Pero hasta ese día únicamente le había tocado investigar casos locales relacionados con la cocaína y la mariguana, que constituían el aspecto menos importante de la lucha contra el narcotráfico. Observó unos momentos al hombre. Era evidente que estaba aterrorizado; pero, ¿a quién le tenía tanto miedo?
—Cálmate, Tommy —le dijo Madonna—. Nadie te va a hacer daño. Pero tenemos un grave problema con las hieleras. No te queda más que una salida...
Entonces le propuso un trato: Chen seguiría adelante con el plan y llevaría las hieleras a Chicago. Y tal vez se salvara de pasar los siguientes 20 años en prisión si, además, revelaba los nombres de los dueños del cargamento y atestiguaba en su contra.
—No —replicó Chen al mismo tiempo que negaba con la cabeza—. De ninguna manera.
Madonna miró furioso a aquel tipo y le advirtió una y otra vez que no tenía alternativa. Al cabo, el chino accedió a ir a Chicago y esperar el telefonema que le habían dicho que recibiría, pero eso sería todo. No iba a atestiguar.
—Si lo hago, nos matarán a mí y a mi familia.
—¿Quién te matará?
Chen no dijo nada más.
Dos horas después, Madonna acompañaba al hombre en un vuelo a Chicago. Siguiendo las instrucciones que, según Chen, se le habían dado, se registraron en el Hotel Hilton del aeropuerto. Tres agentes de la DEA se apostaron en el vestíbulo, y uno más vigilaba a Chen en su cuarto. Madonna se instaló en el contiguo.
Poco antes de las 11 de la noche sonó el teléfono de Ed: era una llamada para el agente que custodiaba a Chen. Madonna dio unos golpecitos en la pared, y el agente entró en la habitación.
Chen llevaba apenas unos segundos de estar solo cuando Ed oyó un fuerte ruido. "¡Entren allí!", gritó al equipo de vigilancia, mientras corría al cuarto contiguo. Chen había desaparecido.
El contrabandista había forzado una ventana sellada... y había caído seis pisos hasta un dosel de concreto. Luego consiguió saltar otros dos pisos hasta la calle. Por increíble que parezca, no sólo había sobrevivido, sino que se había esfumado en la oscuridad de la noche.
Mientras Madonna radiaba a la policía, a los hospitales y a las terminales de transportes las señas personales de Chen, sintió un estremecimiento. ¿Qué clase de terror impulsaría a un hombre a saltar desde un octavo piso?
Media hora después, un patrullero alcanzó a ver en una estación de autobuses al sangrante y desaliñado asiático, que estaba a punto de subir a un autobús con destino a Nueva York. El hombre tenía un tobillo fracturado y varias lesiones internas. No obstante, había conseguido detener un taxi cerca del hotel y, sobreponiéndose al intenso dolor, poco faltó para que escapara.
A la mañana siguiente, Madonna se presentó, en el hospital, y al llegar junto al lecho del correo de narcotraficantes, le recordó: "Veinte años es mucho tiempo, Tommy".
Chen clavó la mirada vacía en la pared. Ya había tomado una decisión: prefería ir a prisión a hablar. Evidentemente, huía de un terror cuya causa Ed sólo podía columbrar.
UNA CORAZONADA
YA DE REGRESO en su oficina de Seattle, Ed Madonna redactó su informe, en el que detalló el intento de fuga de Chen y su renuencia a colaborar. Las pistas no conducían a ninguna parte: 138 hieleras, 96 kilos de heroína y un correo del hampa baldado. Madonna no tenía el menor indicio de si aquel cuantioso cargamento representaba una acción aislada o parte de una operación en gran escala; lo más frustrante era que no tenía la mínima pista acerca de quién lo había enviado.
Mientras transcurría el verano de 1985 y Tommy Chen seguía negándose a hablar, Madonna revisó una y mil veces los billetes de avión y los documentos personales de Chen. Se enviaron fotocopias de su libreta de direcciones a las oficinas de la DEA en todo el mundo. No aportaron ninguna pista. Nadie había oído jamás hablar de Tommy Chen ni de Fang Han-sheng, el correo que seguía prófugo.
Con todo, Madonna no estaba dispuesto a darse por vencido. Basándose en los documentos de viaje confiscados en el aeropuerto, trazó un "perfil" del episodio: dos chinos que volaban juntos desde Bangkok o Tokio, llevaban artefactos metálicos y se hospedaban en hoteles Hilton. Luego telefoneó al banco de datos del Servicio de Aduanas.
En Estados Unidos, a cada extranjero que entra al país se le exige llenar unos formularios de aduanas e inmigración, y es posible tener acceso a estos datos por medio de un programa de computadora llamado Sistema Nacional de Prohibición de Narcóticos en las Fronteras (SNPNF). ¿Sería posible que el SNPNF identificara a las personas que correspondieran a ese perfil?
No ignoraba que sería una labor descomunal. Sería necesario revisar cientos de miles de fichas de inmigración y declaraciones aduanales. No obstante, el coordinador de los servicios secretos del SNPNF prometió que pondría a trabajar al sistema en esa investigación.
A fines de agosto, el SNPNF notificó a Ed que tenía una lista de 19 visitantes que se ajustaban al perfil. Se le advirtió que sólo eran "posibles" sospechosos y que tal vez los datos no le sirvieran en absoluto.
Encorvado sobre su computadora en Seattle, Madonna tecleó la clave de acceso a los datos del SNPNF que había almacenado y fue leyendo los nombres que aparecían en la pantalla. Los viajes de esos visitantes habían sido tan extensos que tardó cerca de una hora en localizar las fechas de llegada y salida, los números de los vuelos, los países de origen y las direcciones en Estados Unidos.
Ya cerca del final de la trasmisión, Madonna se irguió en su asiento. Su palo de ciego había dado en el blanco.
Cada uno de los sospechosos presentaba notables semejanzas con los demás: muchos habían hecho por lo menos una docena de viajes desde 1983 y, con frecuencia, traían consigo hieleras u otros recipientes metálicos, que declaraban como "muestras comerciales". Rara vez variaba su destino final: un hotel Hilton, casi siempre en la Ciudad de Nueva York.
Fang Han-sheng ya había efectuado cuatro de esos viajes. Apenas un mes antes de su detención, Tommy Chen había transportado 98 hieleras. Ambos correos habían viajado en compañía de otros, cuyos nombres aparecían en la pantalla de la computadora. Al parecer, provenían de todos los rincones del Extremo Oriente.
Atónito, Madonna se arrellanó en su silla. A juzgar por el banco de datos del SNPNF, acababa de descubrir una vasta y compleja operación de narcotráfico. Por fin, después de pasarse meses enteros topándose con callejones sin salida, podría avanzar en alguna dirección.
Madonna pidió a los servicios de aduanas e inmigración que estuvieran al acecho de todos los sospechosos, por si volvían a entrar en el país. Luego ordenó que se llevara un registro de todas las llamadas de larga distancia que se hicieran desde las habitaciones de hotel de los sospechosos mientras permanecieran en Estados Unidos. Efectivamente, hicieron llamadas, y por centenares, a lugares tan remotos como Hong Kong y Taiwán.
Madonna envió también un informe a las oficinas centrales de la DEA en Washington, D. C. Las pruebas con las que contaba hacían pensar que los proveedores chinos controlaban ya el mercado de la heroína en Estados Unidos, escribió..., y que, de este, hasta el 65 por ciento lo manejaba una sola organización.
Después, el agente se puso en contacto con la DEA en Nueva York. Supo de inmediato que entre las tareas más urgentes de la agencia no figuraba ninguna que estuviera relacionada con los narcotraficantes orientales. A decir verdad, sólo le podían asignar a un agente abrumado de trabajo, y esta persona le serviría de muy poco. Por el momento, Madonna tendría que actuar por cuenta propia.
El 30 de agosto, de la máquina de télex de la oficina del agente especial salió un mensaje breve, pero urgente. Los agentes de la DEA en Bangkok habían localizado el paradero de Fang, el correo fugitivo. Había sido víctima de lo que, en opinión de la DEA, era un asesinato profesional. Le habían atravesado el corazón de un balazo.
LA RUTA DE LA HEROINA
MADONNA SOSPECHÓ que las piezas de su rompecabezas estaban dispersas en el otro extremo del mundo. Tendría que ir allá a buscarlas. Concertó una reunión con el equipo de la DEA en Tailandia y, como presumía que había una conexión en Hong Kong, consiguió también que la Real Policía de Hong Kong enviara a un investigador a la reunión.
Las guías de turismo describen a Bangkok como una encantadora capital de 5.5 millones de habitantes,en cuyos pacíficos canales se reflejan las pagodas doradas. Pero, por pintoresca que sea, Bangkok también hace las veces de estación terminal de la Ruta de la Heroína: más de 1000 kilómetros de carreteras pavimentadas, brechas y escarpados senderos selváticos que comunican los ocultos campos de amapola de Myanmar (Birmania) con el golfo de Tailandia y con el mar de China meridional. En ese mundo secreto, detrás de los monjes de mantos color azafrán y de las gráciles bailarinas tailandesas, hay corrupción, codicia y muerte violenta.
La mañana del 12 de noviembre de 1985, Ed Madonna entró en la oficina de la DEA y conferenció con varios agentes y analistas. "Soy John Pritchard", se presentó el inspector detective de Hong Kong —ciudadano inglés—, al tiempo que le tendía la mano. Así se inició la amistad entre ambos.
Madonna escuchó con atención mientras John Pritchard les explicaba cómo se estructuraban los grupos de traficantes chinos en Hong Kong. Por desgracia, agregó, ninguna de las llamadas de larga distancia que Ed había identificado pudo rastrearse hasta una organización criminal conocida.
"Sea quien sea, el hombre al que nos enfrentamos es muy astuto", comentó el inspector.
Pritchard y Madonna revisaron los ocho pasaportes y otros documentos que las autoridades tailandesas habían descubierto después del asesinato de Fang. Uno de los pasaportes era de Hong Kong, otro de Singapur y un tercero se había expedido en La Paz, Bolivia.
"Nuestro Fang era un hombre de muchos lugares", observó Pritchard, y enseguida exclamó: "¡Un momento! ¿Qué es esto?"
Estaba escudriñando el pasaporte de Hong Kong. Aunque se veía borroso y arrugado, advirtió que la fotografía no se parecía a Fang. "Yo conozco a este hombre", le dijo a Madonna. "Se hace llamar Lee Kwun, alias El Tigre. Perteneció a la Guardia Roja. Lo estamos vigilando".
Un año antes, el 26 de noviembre de 1984, un barco de la aduana de Hong Kong había interceptado a un barco de pesca rastreador cargado con 135 kilos de heroína tailandesa, empacada en tambores de combustible, y un pequeño arsenal de pistolas automáticas y silenciadores. Por boca del oficial de derrota de ese barco —único tripulante dispuesto a colaborar—, los agentes antinarcóticos se enteraron de que los organizadores del envío eran residentes de Hong Kong. Pero antes de que se les echara el guante todos huyeron del territorio. El Tigre Lee era uno de los fugitivos.
Por fin, Madonna tenía una prueba que establecía un nexo entre el asesinato de Fang, el caso de Seattle y Hong Kong. Además, había encontrado un aliado.
Al igual que Madonna, Pritchard había iniciado su carrera como policía uniformado, como guardia que hacía su ronda a pie en una ruta asignada en su natal Bedfordshire, Inglaterra. En 1981 ingresó en la Real Policía de Hong Kong, pero apenas ocho meses antes lo habían adscrito a la Oficina de Narcóticos. En esos momentos, su labor consistía en investigar la conexión existente entre las bandas locales de distribuidores de heroína y el caso que investigaba Ed Madonna. Su única ventaja consistía en que hablaba cantonés.
—Eres un ciego que guía a otro ciego —comentó Madonna en el pegajoso calor que hacía afuera del aeropuerto de Bangkok, mientras se disponía a partir.
—¡Ten mucho cuidado, Ed! —le advirtió Pritchard.
Ambos sabían que los agentes de la DEA eran el blanco del violento mundo de las drogas cada vez que salían a las calles.
—Tenlo por seguro —contestó el aludido.
Dicho esto, se echó al hombro el equipaje y se dirigió a la terminal.
LA BANDA DEL GRAN CIRCULO
CUANDO JOHN PRITCHARD regresó a su oficina de Hong Kong, un cuartito en el décimo piso del cuartel de la policía en la calle del Arsenal, lo esperaba una gruesa pila de informes de vigilancia, que representaban cientos de horas de trabajo que había realizado su unidad desde que la DEA le notificó de la confiscación de las hieleras y de la sospecha de una conexión en Hong Kong.
Su equipo había localizado en Bangkok la agencia de viajes donde se habían comprado los billetes de avión de los correos capturados en Seattle. Pero los pasajes se habían pagado en efectivo, por lo que no había comprobantes de tarjetas de crédito. Pritchard seguiría investigando los telefonemas de Hong Kong, y los números de teléfono de Taiwán, copiados de la libreta de direcciones de Tommy Chen.
Pero por el momento se dedicó a revisar el expediente de la investigación sobre el barco pesquero; preparó un índice e hizo referencias cruzadas, en lo que trabajó hasta altas horas de la noche. Le llamó la atención un informe: se trataba de un análisis ultrasecreto que describía las actividades de un nuevo cártel criminal de Hong Kong.
Lo llamaban la Banda del Gran Círculo, una alianza de aproximadamente 350 criminales de la peor calaña, establecidos tiempo atrás en Cantón, en la República Popular de China. A fines de los setentas habían trasladado sus operaciones a Hong Kong, pero la información reunida hacía pensar que seguían en estrecho contacto con grupos de la China continental, y que los utilizaban para traer heroína de Myanmar. El Tigre Lee era uno de sus cabecillas.
Pritchard prosiguió su investigación. En otro expediente aparecía una referencia anterior a la Banda del Gran Círculo: un caso canadiense, ventilado en 1983. La policía de Toronto había arrestado a dos hombres con 3.5 kilos de heroína ocultos en el doble fondo del equipaje que llevaban a Nueva York. Los registros indicaban que aquellos correos se habían detenido en Singapur antes de volar a Canadá. Y había algo más: mientras estaban en Singapur, uno de ellos había hecho una llamada a un comerciante en pieles de Hong Kong. El comerciante se llamaba Kon Yu-leung.
"Apuesto a que usted comercia con algo más que pieles, señor Kon", dijo Pritchard en voz alta. Y se enfrascó en el expediente con renovado interés.
Kon Yu-leung, llamado Johnny Kon, decía ser tan sólo un exportador. Nacido en Shanghai, vivía a la sazón con su esposa en un lujoso apartamento, al otro lado de la bahía de la sección central de Hong Kong.
La policía no creyó la explicación de Kon en el sentido de que la llamada de Singapur era de alguien que intentaba comunicarse con uno de los huéspedes que tenía en su casa. No obstante, no había pruebas fehacientes que lo vincularan con el cargamento de Toronto.
Pritchard dejó a un lado el expediente mientras daba un mordisco a los restos de un sandwich rancio. Kon Yu-leung. Johnny Kon. El nombre le daba vueltas en la cabeza. Le molestaba como una sensación de comezón en algún lugar del cuerpo que no alcanzara para rascarse.
Descubrió la causa de ese escozor al releer la declaración del oficial de derrota del barco pesquero. Este hombre había identificado a Johnny Kon como a uno de los pagadores de la travesía; ahora era un fugitivo que había ido a ocultarse en Taiwán.
Pritchard cogió el siguiente legajo. La policía había obtenido una orden de cateo para registrar el apartamento de Kon, y había confiscado varias cajas de archivos en donde se detallaban las operaciones de seis o siete empresas que Johnny Kon controlaba en Hong Kong.
En los libros de contabilidad se asentaban depósitos de cientos de miles de dólares que no se justificaban con las ventas de pieles de Kon. Había nóminas de 60 empleados, muchos de los cuales se habían mencionado en otros expedientes como miembros de la Banda del Gran Círculo. Entre ellos figuraba El Tigre Lee.
Todas las piezas encajaban para formar un intrincado mosaico. Madonna y Pritchard habían sacado a la luz una gigantesca operación para meter heroína de contrabando en Estados Unidos. En otras palabras, estaban persiguiendo a algunos de los narcotraficantes más peligrosos del mundo.
CADENA DE PRUEBAS
EN DICIEMBRE de 1985, John Pritchard voló a Seattle para presentar pruebas en el juicio de Tommy Chen. El inspector atestiguaría sobre los billetes de avión del contrabandista, y sobre una escala que habían hecho este y Fang Han-sheng en Hong Kong, en su viaje a Estados Unidos.
Cuando Pritchard llegó, Madonna estaba esperándolo.
—John, no nos estamos acercando a Kon ni al resto de esos tipos —comentó desalentado—. Bien podrían haber metido aquí una tonelada de heroína desde que descubrimos las hieleras, sin que nos percatáramos de nada.
—Estamos avanzando —replicó Pritchard—, y no hemos terminado aún con los números de la libreta de direcciones de Chen. Allí podría estar la solución.
Durante el juicio, Pritchard vio entre los espectadores a un chino delgado, de unos 40 años, vestido con un traje caro. Tenía estrabismo, y a tal grado que con uno de los ojos parecía mirar al techo. Estaba solo, tomaba notas y no hablaba con nadie. Pritchard lo observó atentamente. Cuando este hombre y Chen cruzaron sus miradas, John advirtió en sus ojos un tenue destello, como si se reconocieran.
Pritchard se acercó más. El desconocido tenía a su lado una carpeta y había un nombre impreso en la parte superior. Pritchard logró leerlo de cabeza: "So & Karbhari, Abogados. Kowloon, Hong Kong".
Pritchard recordó que esos eran los mismos abogados que habían representado al correo enjuiciado en Canadá, y a los acusados en el caso del barco pesquero. Ahora seguían de cerca el caso de Tommy Chen. ¿Sería coincidencia?
El 23 de diciembre se declaró culpable a Chen. Lo sentenciaron a 20 años en una prisión federal. En Navidad, Pritchard ya estaba de regreso en Hong Kong, comiéndose otro sandwich rancio con café tibio en la jefatura de policía.
Cuanto más leía los informes de sus detectives, tanto más seguro estaba de que iba por la senda correcta. A fines de los sesentas Kon había vendido joyería de oro, pieles y relojes de contrabando a los soldados estadunidenses que se hallaban en Vietnam. En 1974 empezó a traficar con heroína en Tailandia y, en 1980, tan sólo en sus compañías de Hong Kong tenía 300 empleados; en las de la China continental tenía otros 150. También era dueño de dos firmas en Nueva York: una distribuidora de pieles y una agencia de bienes raíces en el barrio chino.
Johnny Kon, de 42 años, vestía trajes de la seda más fina, confeccionados a mano, y cenaba en los restaurantes más lujosos. En su muñeca resplandecía un reloj de 30,000 dólares, con incrustaciones de diamante; llevaba las uñas perfectamente arregladas.
Mas Pritchard sabía que, a pesar de todo ese refinamiento, Kon y sus secuaces eran unos desalmados. Sus lugartenientes eran ex guardias rojos, especializados en el tráfico de heroína, el robo a mano armada y el asesinato. Pritchard sospechaba que el propio Kon había dado la orden de asesinar a Fang.
A mediados de enero de 1986, Pritchard trabajaba solo todas las noches en la sala de juntas del escuadrón de la policía. De las cajas de rastreos telefónicos de los números tomados de la libreta de Chen, verificaba cada telefonema que habían hecho Kon o sus compinches. Más tarde o más temprano, la búsqueda tenía que terminar.
Y así ocurrió, por fin, una noche de fines de enero. En 1983 se había hecho una llamada única a Taipei, Taiwán, desde un teléfono de Hong Kong registrado a nombre de uno de los lugartenientes de Kon. El mismo número aparecía en la libreta de direcciones de Tommy Chen.
¡Lotería!
Pritchard localizó a Madonna en la jefatura de la DEA, en Seattle. "Te dije que fueras paciente", le recordó cuando le dio la noticia.
El detective inglés trabajó hasta el amanecer mecanografiando un informe oficial. La cadena de pruebas resultaba irrefutable: la organización que dirigía Johnny Kon era responsable del cargamento de heroína enviado a Seattle en junio... y también, seguramente, de otros muchos envíos hechos desde entonces a Estados Unidos.
El desenmascaramiento de la organización de Kon constituía en sí una victoria increíble, pero era apenas el principio. Sólo había un testigo: el oficial de derrota del barco pesquero. Si no se encontraban más testigos, las acusaciones, los arrestos y las condenas no pasarían de ser una fantasía.
A un océano y un continente de allí, la ayuda iba en camino, representada, por increíble que parezca, por una inexperta unidad de agentes de la DEA llamada "Grupo 41".
"DOCE AL PATIBULO"
"¡ME IMPORTA un rábano lo que hayan sido antes de que llegara yo aquí!", tronó el agente especial Richard LaMagna. "¡El Grupo 41 va a ser el mejor de la DEA!"
LaMagna, de 37 años, estaba en una oficina del Edificio Federal de Nueva York y miraba fijamente a los agentes. A principios de enero se le había ordenado hacerse cargo del grupo, y estaba consternado por lo que había descubierto. Creado para descubrir conspiraciones relacionadas con el narcotráfico, el Grupo 41 no tenía en su haber casi ningún logro. Apenas si habían arrestado a alguien. En rigor, era el patito feo de la DEA, pues se dedicaba más al papeleo que a trabajar en las calles. Ni siquiera contaba con un auto de vigilancia.
La moral andaba por los suelos. De los cinco agentes que habían sido asignados a la unidad, tres querían salirse. Los procuradores federales de justicia que trabajaban en el edificio solían ocuparlos como guardias personales de seguridad, en vez de alentarlos a resolver casos.
En realidad, la DEA contaba con escasos recursos de defensa contra la mortal amenaza de la heroína asiática; pero al menos había elegido al hombre idóneo para tal empresa. LaMagna era el único investigador de raza blanca que hablaba el chino cantonés y el mandarín. Había vivido seis años y medio en Oriente, primero en Hong Kong y luego en Bangkok. Era un hombre que se regía por normas muy severas... y estaba decidido a que sus agentes actuaran como él.
"Si un procurador de justicia les ordena servir de guardias, quiero que me lo digan inmediatamente", ordenó a los agentes. "Ustedes trabajan para mí; no para ellos. Hagamos ahora algunos arrestos".
Pero LaMagna no se contentó con eso. Redobló sus fuerzas reclutando a otros agentes de algunas sucursales pequeñas de la DEA. Le llamó la atención un tal Kevin Donnelly, agente de 29 años muy ducho en peleas callejeras. A él le encargó investigar a Kon. Cuando conoció a sus nuevos colegas, Donnelly, en broma, se refirió a ellos como los "Doce al patíbulo" (alusión a la película del mismo nombre, en que 12 empedernidos prisioneros del ejército de Estados Unidos se convierten en héroes de guerra).
Llevaban menos de una semana juntos, cuando la unidad recibió la primera alerta. A las 8 de la noche del 19 de enero de 1986 informaron a LaMagna que los inspectores aduanales del aeropuerto Kennedy de Nueva York habían arrestado a una mujer china que llevaba 20 kilos de heroína. La droga iba oculta dentro de grandes marcos metálicos para cuadros, y los agentes intentaban llevar a cabo una entrega controlada en un hotel de Manhattan.
LaMagna se reunió con ellos e interrogó a la mujer en mandarín. Ella declaró que venía de Tokio, y que se le había pedido que llevara los marcos a una amistad del remitente. Aseguró que no sabía que contuvieran heroína. Alguien se pondría en contacto con ella en el hotel para recogerlos.
"¡Muy bien!"<.comi>, dijo LaMagna. "Entonces, esperaremos".
La mujer —que, según su pasaporte, tenía 52 años y residía en Taiwán— iba bien vestida y era persona educada. También estaba muy angustiada.
Dos horas después, sonó el teléfono. LaMagna pidió a la mujer que contestara en mandarín y hablara como si nada hubiera ocurrido. Pero, en vez de ello, la detenida empezó a hablar muy rápido en un dialecto chino que LaMagna logró reconocer, pero no entender. Obviamente, informaba del arresto a la persona que había llamado y le advertía que no estaba sola.
LaMagna le arrebató el teléfono y colgó. "¡Basta ya! Se acabó el juego", le dijo enojado a Kevin Donnelly. "¡Nos han engañado!"
Como la mujer no quiso decir ni una palabra más, se la llevaron. Sin embargo, Richard LaMagna no lograba apartar de su pensamiento la sensación de que había algo familiar en ese arresto.
Al día siguiente, en su oficina, revisó los informes de la DEA sobre casos anteriores de decomiso de narcóticos. Entre ellos estaba el de las hieleras de Seattle, ocurrido siete meses antes; había asombrosas semejanzas entre los dos casos. Ambos tenían que ver con correos chinos y objetos metálicos, hábilmente diseñados para ocultar drogas. ¿Tendrían relación entre sí? LaMagna pidió una llamada a Seattle.
Ed Madonna anotó los detalles. Le preguntó cuál había sido el itinerario de la mujer.
—Salió de Tokio en vuelo sin escalas —contestó LaMagna—pero sus billetes revelan que partió de Bangkok.
Madonna sabía que esa era la misma ruta que habían seguido Fang Han-sheng y Tommy Chen. Entonces preguntó:
—¿Sabes en qué hotel de Tailandia se hospedó la mujer?
LaMagna consultó la declaración de la contrabandista:
—El Montien —respondió.
Madonna apretó con fuerza el teléfono. En ese hotel se había quedado Tommy Chen cuando estuvo en Bangkok.
—Es otro cargamento de Kon —comentó Ed—. ¡No me cabe la menor duda!
Entonces, el agente de Seattle puso a su colega de Nueva York al corriente de la investigación, y de lo que había sabido por John Pritchard en Hong Kong. Madonna insistió en que, a menos que se les brindara apoyo, no podrían avanzar más.
—Permíteme hablar al cuartel general —respondió LaMagna.
LA PUNTA DEL ICEBERG
TRES DÍAS después del decomiso del aeropuerto John F. Kennedy, Richard LaMagna se entrevistó con Catherine Palmer, fiscal adjunta del Distrito Este del Departamento de Justicia. Esta mujer de 30 años tenía muy poca experiencia en procesos por conspiración relacionada con el narcotráfico:
"¿En qué puedo servirle, Rich?", le preguntó Catherine.
Examinaron juntos los casos. LaMagna le explicó que en los casos de Seattle y del aeropuerto Kennedy las rutas que habían seguido los correos eran idénticas, y sus técnicas, similares. Le hizo ver que los traficantes asiáticos no tardarían en dominar gran parte del mercado neoyorquino de heroína, y le advirtió que, en su opinión, esos dos decomisos constituían únicamente la punta del iceberg.
LaMagna siguió argumentando. La única manera de desbaratar esa red era trazar una estrategia unificada. Necesitaba más apoyo. ¿Podría contar con Catherine?
"¡Manos a la obra!", contestó sonriente la abogada.
LaMagna sabía que no podría hacer gran cosa sin la colaboración de la Procuraduría Federal. El fiscal adjunto es el que formula la investigación y consigue las órdenes judiciales de cateo. A fin de cuentas, dependería de Catherine Palmer hacer las denuncias y ganar los procesos.
Dos semanas después, Edward Madonna voló a Nueva York para tomar parte en un consejo de guerra. Llevó consigo las direcciones y los números telefónicos que tenía en su poder, además de las notas de Pritchard sobre la organización de Johnny Kon.
El agente se daba cuenta de que la confiscación de los marcos de metal de Nueva York era una repetición del modus operandi de Chen y Fang. La investigación conjunta de LaMagna y Madonna, con el Grupo 41 como punta de flecha, iba cobrando fuerza a ritmo acelerado. Su agrupación trataría de convertir las hipótesis en hechos que fueran materia de juicio.
Durante todo marzo, abril y mayo de 1986, el Grupo 41 siguió rastreando los números telefónicos en busca de pistas y testigos. Tampoco esta vez hubo suerte. En eso, la noche del 18 de junio, el timbre del teléfono instalado en la mesita de noche de Madonna sacó a este de un sueño profundo. Le llamaba Pritchard desde Hong Kong:
—Lo mataron —anunció.
—¿A quién? —preguntó Ed, todavía adormilado.
—A nuestro testigo.
Unos asesinos profesionales habían rastreado al oficial de derrota del barco pesquero y le habían disparado por la espalda con una pistola de calibre .45. En presencia de su familia, uno de los pistoleros se agachó con toda calma y le dio un balazo en el cerebro. Los asesinos habían huido. En un abrir y cerrar de ojos había caído por tierra la única prueba que tenían contra Johnny Kon.
—¡Lo lamento! —le dijo Pritchard a Madonna—. Nos hallamos otra vez en el punto de partida.
Tampoco les estaba yendo bien a LaMagna y al Grupo 41 en Nueva York. Todos los días, Donnelly sacaba a sus agentes a las calles. Estaban aprendiendo los usos y costumbres del bajo mundo asiático, reclutando informantes y allegándose más agentes, pero no habían avanzado en la localización de los distribuidores locales de Johnny Kon.
PENETRANDO EN EL CIRCULO
EN SEATTLE, Madonna se veía cada día más presionado para atender el montón de casos menos importantes que se habían ido rezagando. Otro tanto le ocurría a Pritchard en Hong Kong. La investigación ya tenía 15 meses de iniciada y no progresaba. En eso, el 22 de septiembre, dieron con algo concreto gracias a los perfiles computarizados de Madonna.
En el aeropuerto de Seattle-Tacoma, un inspector de inmigración detuvo a un taiwanés cuyo pasaporte contenía una visa aparentemente falsificada. Pero, salvo que a la DEA le interesara el asunto, la única medida que se tomaría sería deportarlo.
"¿Cómo se llama?", preguntó Madonna mientras estiraba la mano para tomar las listas impresas. Las recorrió con los ojos, y de pronto se detuvo en un nombre.
"¡Deténganlo allí!", ordenó. "¡Voy en seguida!"
Yin Cheng-ling —alias Ahling—, boliviano que había sido adoptado por padres chinos y cuyos pasaportes presentaban diversas fechas de nacimiento y diversas nacionalidades, había entrado en Estados Unidos en cerca de 20 ocasiones desde enero de 1984, según las computadoras del SNPNF. Dos veces había consignado grandes cantidades de recipientes de metal en los formularios de declaración de la aduana; dos veces lo había acompañado Fang Han-sheng, y una vez El Tigre Lee.
Era un hombre pequeño y apuesto que no llegaba a los 40 años. Llevaba un peinado estrafalario, y tenía el cabello teñido de azul. En los dedos lucía sortijas de bisutería y en su rostro había unas pinceladas de maquillaje. Parecía un payaso, pero exteriorizaba mucha confianza en sí mismo. Repetía una y otra vez que debía de tratarse de una equivocación. Dijo ser Ah-ling, hombre de negocios y comerciante en artículos de exportación. Sacó una tarjeta de visita para corroborar sus palabras. Madonna echó un vistazo a la dirección de Taipei y arrojó la tarjeta sobre la mesa.
—Aquí tengo una orden de arresto en su contra —dijo—. Hábleme de las hieleras y recipientes que usted ha entregado por encargo del señor Kon.
Madonna le leyó la fecha de todos los viajes que había efectuado a Nueva York y a Chicago, citó los hoteles en que se había hospedado y las fechas de partida.
—Sabemos todo lo que usted hace —le espetó—. Véalo usted mismo. Esto basta para enviarlo a la cárcel de por vida.
Aquello era una fanfarronada, pero Ah-ling mordió el anzuelo.
Conforme iba hojeando el material impreso de Madonna, el hombre se alarmaba. Cuando recorrió con el dedo la lista de fechas, le empezarona temblar las manos y se hundió en la silla. Transcurrió un largo rato antes de que volviera a hablar.
—Hasta cierto punto, me alegro de que esto termine —comentó con un profundo suspiro—. Yo sabía que esto iba a ocurrir.
Ah-ling reconoció haber trabajado para Kon desde 1983. Contó a los agentes que él mismo le había presentado a Fang (una especie de hermano para él). Fang había realizado solamente tres viajes como correo, y lo habían matado de un tiro porque el último salió mal.
Los agentes encontraron en el portafolio de Ah-ling un sobre con seis fotografías. Ed las desplegó sobre la mesa.
—¿Quiénes son estos sujetos? —preguntó.
Ante la perspectiva de una larga condena en la cárcel, Ah-ling no tuvo más remedio que colaborar. Empezó por golpear con el índice una de las fotografías:
—Aquí está Kon —declaró, señalando a un hombre de cara plana, peluca y bigote postizo. Después señaló al Tigre Lee y a otros principales del Gran Círculo.
En cuanto supo que habían matado a Fang, Ah-ling metió esas fotos en su portafolio en espera de la oportunidad de mostrárselas a alguien, y añadió que aquello no era más que el principio. Sabía cómo operaba la Banda del Gran Círculo, y cuántos cargamentos se habían metido de contrabando en todos esos años. También sabía quiénes los proveían de droga.
Entre el 24 y e126 de septiembre, Madonna y LaMagna interrogaron a Ah-ling en una habitación de hotel fuertemente custodiada, en las afueras de Seattle. Ah-ling informó que Kon seguía cuatro rutas diversas en el contrabando destinado a Estados Unidos.
Él mismo había hecho tantos viajes, que ya había perdido la cuenta. Después de entregar las drogas a un intermediario chino o a un jefe local de la Mafia, regresaba a Hong Kong con varias maletas llenas de dinero en efectivo: un millón de dólares, o más, en cada viaje. El dinero se entregaba a los representantes de Kon, quienes lo "lavaban" a través del sistema bancario chino, y luego lo reinvertían en más heroína tailandesa, al precio de mayoreo de 8000 dólares el kilo.
Los agentes le preguntaron si estaba dispuesto a colaborar. Ah-ling se quedó callado largo rato, pero luego asintió con la cabeza.
Ambos agentes se inclinaron más hacia él.
—¿Qué le parecería dar un paso más, Ah-ling? —le preguntó LaMagna—. ¿Aceptaría trabajar como agente secreto para nosotros? ¿Estaría dispuesto a seguir a las órdenes de Kon e informarnos de todo: los cargamentos, los proveedores, las nuevas rutas y, sobre todo, las actividades de Johnny Kon?
A cambio de ello, harían todo lo posible por que la ley fuera indulgente con él. Sin embargo, no debería abrigar ilusiones. Si lo descubrían, no sobreviviría.
Nuevamente, Ah-ling asintió:
—Lo haré —musitó.
OTRO GOLPE DE SUERTE
AH-LING REGRESÓ a Hong Kong y se entrevistó con John Pritchard. Revisó las viejas fotos policiacas de los integrantes del Gran Círculo, e identificó a casi todos los lugartenientes de Kon. Comparando los nombres con los rastreos de las llamadas telefónicas que ya tenían archivados, Pritchard y los analistas de la policía pudieron hacer un esquema de la organización. Este esquema, llamado "gráfica de análisis de enlaces", abarcaba todas las conexiones conocidas y supuestas entre los traficantes y las compañías que les servían de fachada, y entre aquellos y los proveedores tailandeses. Una vez terminada, la gráfica tenía el aspecto de una telaraña gigantesca que envolvía y ocultaba a la araña.
Era pasmoso el alcance de esa infraestructura. Había direcciones de escondites y centros de distribución de heroína, tanto en Holanda como en Alemania Occidental; bodegas en Manila y en Panamá; una planta armadora de relojes en Paraguay; un casino en Taiwán; un bar y club en Tokio; varias firmas exportadoras de pieles en China; y en cada uno de aquellos sitios, según Ah-ling, se lavaban las utilidades del narcotráfico o se trasbordaban la heroína y la cocaína. En unas cuantas semanas, esta información hizo avanzar años luz los conocimientos de la DEA al respecto.
Todo aquel otoño de 1986, Ah ling informó fielmente a Pritchard y a Madonna. Sin embargo, Johnny Kon parecía estar manteniendo a distancia a Ah-ling. Este no había recibido encargos nuevos, y aunque conferenciaba a menudo con los miembros de la organización, no había visto a Kon hacía meses. Madonna se inquietó. ¿Se habría descubierto el juego de Ah-ling? No; imposible. Si así fuera, este hombre ya estaría muerto.
Catherine Palmer telefoneaba cada semana para enterarse de las novedades, y Madonna le daba cuenta hasta de la última brizna de información que pasaba por su escritorio. Pero les faltaban bases para actuar. Mientras tanto, las largas e infructuosas horas de trabajo habían hecho estragos en Madonna, que podía ver los resultados en el espejo. La fatiga le había demacrado las facciones juveniles, y sus ojeras delataban muchas noches de insomnio.
El 14 de enero de 1987 Madonna tuvo un golpe de suerte. A las 11 de la noche lo despertó el timbre del teléfono de su mesita de noche. Un funcionario sudamericano de la DEA estaba en la línea. Acababa de llegar un cable a Washington, D. C. El cónsul de Estados Unidos en Paraguay había informado que la policía acababa de arrestar a un chino, acusado de traficar con cocaína. Siguiendo las normas establecidas, el informe enviado por télex se hizo circular entre los agentes que trabajaban en el caso de Kon.
—¿Cómo se llama ese chino? —preguntó Madonna.
—Ricky Chin. (este nombre se ha cambiado para proteger la identidad del testigo)
Chin, de 35 años y residente de Hong Kong, había sido identificado por Pritchard y por Ah-ling como el contador del Gran Círculo. Cuando lo interrogó la policía —procedimiento que a veces es brutal en algunos países sudamericanos—, Chin confesó que había volado de Hong Kong a Paraguay, a través de Nueva York, con 25,000 dólares en efectivo que Kon le había dado para comprar las drogas.
Madonna comprendió en el acto que, si Chin aceptaba colaborar, representaría el segundo testigo clave que necesitaban para acusar formalmente a la Banda del Gran Círculo y a su jefe. Pero había un problema: ¿lo entregarían las autoridades paraguayas? Hasta entonces no existía justificación legal para entregarlo.
A Catherine Palmer se le ocurrió una solución. Sabía que cualquier persona que sacara más de 10,000 dólares en efectivo de Estados Unidos estaba obligada, aunque sólo se tratara de una escala, a declarar esa suma a la aduana. No hacerlo constituye un delito federal.
—Te apuesto lo que quieras a que no declaró el dinero —le dijo Catherine a Richard LaMagna.
—Será bastante fácil verificarlo —respondió LaMagna.
Bastó un telefonema para corroborar que Chin no había hecho declaración alguna.
La señora Palmer tardó menos de una semana en convencer a los funcionarios estadunidenses de que negociaran un convenio para deportar a Chin de Paraguay y ponerlo bajo la custodia de la DEA. Además, a Chin le alegraría sobremanera escapar de sus carceleros sudamericanos. Estaba dispuesto a decir cuanto sabía.
El 9 de marzo de 1987, Chin fue entregado a los agentes de la DEA y trasladado a Nueva York. Al día siguiente, sentado en la oficina de la fiscal adjunta, reveló la extensión del imperio financiero de Kon y la ubicación de sus propiedades en Estados Unidos.
Con su colaboración, Catherine Palmer estaba a sólo un paso de hacer la acusación formal. De pronto, Madonna, LaMagna y el Grupo 41 empezaron a saborear un triunfo tras otro.
CARA A CARA
EN ABRIL, Madonna y LaMagna se enteraron de que Ah-ling había vuelto a tener noticias de Johnny Kon por primera vez desde hacía más de cinco meses. Kon había telefoneado para ordenarle que fuera en avión a Singapur.
"Dile que tenga cuidado", advirtió Madonna.
El 14 de ese mismo mes, Ah-ling llegó a Singapur y tomó un taxi para dirigirse a un hotel de lujo. Johnny Kon lo recibió en la puerta de su suite y lo invitó a tomar asiento. Varios de sus ayudantes guardaron silencio cuando entró Ah-ling. El recién llegado aceptó una taza de té. Kon lo escudriñó a través de la nube de humo de su cigarrillo.
—Hay un traidor entre nosotros —anunció de repente—. ¿Adivinas de quién se trata?
Ah-ling sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
—Estoy de acuerdo —logró responder—. Ha habido mucha mala suerte últimamente. Quienquiera que sea, debemos encontrarlo.
Kon extendió la mano y sacudió el cigarrillo en el cenicero. Estaban atrapando a sus hombres. Había quedado mal con sus proveedores. Ya no le vendían heroína en consignación. Ahora debía pagar cada cargamento por anticipado, en efectivo.
Ya no podía correr más riesgos. Sus fuentes de información le habían comunicado que habían expulsado a Chin del Paraguay, y sospechaban que estaba colaborando con un fiscal de Nueva York. De ser así, Chin no estaba fuera de su alcance. Sus informantes averiguarían dónde se hallaba, y moriría como los demás.
Ah-ling se preguntó: Si Kon ya sabe lo de Chin, ¿qué más habrá indagado? ¿Estará jugando conmigo? ¿Saldré vivo de aquí?
Kon le sonrió lentamente a Ah-ling. Le dijo que esto no tenía nada que ver con que le hubiera pedido viajar a Singapur. El arresto de Chin los había obligado a suspender las operaciones a través de Panamá. Necesitaba idear nuevos métodos y rutas. "En adelante desempeñarás un papel más activo", le confió.
Ah-ling se arrellanó en la silla con sensación de alivio. Kon le explicó que todavía se planeaba enviar cargamentos de heroína, en volúmenes hasta de una tonelada. Pero las compras requerirían de mucho tiempo y de una preparación meticulosa. Las drogas irían desde Tailandia en barcos contenedores, primero a Manila y de allí a la costa occidental de Estados Unidos. Ah-ling se encargaría de arrendar bodegas en Los Ángeles, California. "Contamos contigo", concluyó Kon.
"QUIZA YO SEA YA HOMBRE MUERTO"
DURANTE todo julio, Ah-ling siguió informando de los preparativos que estaba llevando a cabo Kon para los embarques de heroína, de una tonelada cada uno.
El 29 de agosto se reunió clandestinamente con unos agentes de Hong Kong y les comunicó que Kon había empezado a comprar y almacenar heroína en Tailandia para su pedido más reciente. Le pagaría un millón de dólares a Ah-ling por contribuir a llevar a buen término la entrega. Además, Kon le había confirmado que, una vez al mes, se estaba enviando heroína a Europa y a Estados Unidos desde la República Popular de China, en cargamentos de 35 a 45 kilos. Para ese entonces, la idea de liquidar a Ricky Chin se había convertido en una verdadera obsesión para Kon.
Conscientes del peligro, Catherine Palmer y Richard LaMagna hacían todo lo posible por proteger a su testigo. Chin fue puesto bajo reforzada custodia.
A principios de septiembre, la señora Palmer ya se disponía a dar los últimos toques a su actuación ante un gran jurado. Esperaba obtener acusaciones formales contra Kon y por lo menos doce miembros de su Banda del Gran Círculo.
Otro testigo le cayó del cielo a la fiscal Palmer el 23 de septiembre de 1987. Lau Shu-ming, poderoso abogado y consejero de la Banda del Gran Círculo, decidió meter de contrabando un cargamento propio a Estados Unidos. Fue capturado en Los Ángeles con cinco kilos de heroína ocultos en su equipaje.
Madonna voló desde Seattle y se reunió con Lau en el centro federal de detención. El hombre resultó ser el elegante desconocido que había llamado la atención de Pritchard durante el juicio de Tommy Chen, hacía casi dos años. Aún tenía un ojo desviado hacia arriba, y el otro parpadeaba nerviosamente.
"Me he enterado de que está muy dispuesto a ayudarnos", le dijo Madonna. "¿Es verdad?"
En efecto; así era. Lau no tenía la menor intención de ir a prisión. Reveló la manera en que los asesinos de la organización rastreaban a los testigos por medio de oficiales de la policía corruptos y una red mundial de detectives privados. "Después del juicio de Tommy Chen, yo mismo le envié un mensaje de que matarían a su esposa y a su familia si cantaba", declaró. Hizo una pausa y agregó: "Quizá yo mismo sea ya hombre muerto".
Luego, Lau habló de otro asesinato reciente. Viendo que uno de los rivales de Kon en el Gran Círculo estaba tratando de dejar la organización, lo rastrearon hasta Paraguay. Allí, los asesinos le aplastaron el cráneo con un martillo y luego incineraron sus restos.
—¿Acepta usted ser nuestro testigo de cargo? —le preguntó Edward Madonna.
—Sí.
La primera llamada que hizo Madonna fue para darle la noticia a Pritchard; en seguida le habló a LaMagna, que estaba en Nueva York. Dos días después, Lau, sentado delante de Catherine Palmer, repitió su declaración.
El 15 de diciembre se reunió un gran jurado en Nueva York. Se identificó a Kon como el autor intelectual de cinco envíos de droga, empezando con los del barco pesquero y las hieleras de Seattle. El día 21, Catherine Palmer presentó el caso ante el gran jurado.
Dos días después, el gran jurado aprobó acusaciones formales contra Kon y 14 de sus compinches. Las acusaciones estaban selladas y se mantuvieron en el más estricto sigilo, para que Kon y los demás no se enteraran de nada hasta que se efectuaran las detenciones.
TENDIENDO LA TRAMPA
LA BÚSQUEDA de Kon se intensificó. Por lo menos en 12 naciones se puso sobre aviso a la policía antinarcóticos, incluida la Interpol. Pero no podían hallar a Kon, pues nunca permanecía mucho tiempo en el mismo lugar. Sólo Ah-ling estaba en contacto con él, en general por medio de telefonemas crípticos hechos a altas horas de la noche.
Luego, el 25 de febrero de 1988, Kon le ordenó a Ah-ling que fuera a Tokio. La primera remesa de heroína —más de 400 kilos— ya estaba lista para salir de Bangkok rumbo a Manila. Pero Kon tenía un problema de liquidez que requeriría la atención de Ah-ling.
El enorme gasto de las compras de heroína había menguado los recursos en efectivo de Kon. Por ello tendría que vender algunas de sus propiedades de Nueva York y San Francisco, California. Calculaba poder obtener cerca de 20 millones de dólares. Ahling debía volar a Estados Unidos y ponerse a buscar compradores.
"Es muchísima droga", comentó LaMagna con Catherine. Luego, junto con Kevin Donnelly y Ed Madonna, que se hallaba en Seattle, elaboró un plan. Se le diría a Kon que los corredores de bienes raíces reclamaban su presencia para firmar los documentos del cierre de las ventas. Una vez que lograran atraerlo a Estados Unidos, se le arrestaría. Mientras, la policía de Pritchard podría echarles el guante en Hong Kong a los demás miembros de la Banda del Gran Círculo.
Pritchard le explicó el plan a Ah-ling. Este seguiría las instrucciones de Kon y viajaría a Nueva York. A su regreso, explicaría que el comprador insistía en que el dueño de la propiedad asistiera en persona a las formalidades del cierre.
Kon desconfió. ¿No habría otra manera de hacerlo? ¿Para qué les pagaba entonces a sus abogados? Acabó aceptando. El dinero lo atraía como un imán. En una conversación telefónica interceptada, le dio instrucciones a Ah-ling de reunirse con él a las 8 de la noche del 13 de marzo, en el bar del Hotel Hilton de Nueva York.
Siempre cauteloso, Kon se negó a revelar cómo y cuándo llegaría, y de dónde. De hecho, advirtió Ah-ling, cabía la posibilidad de que el tipo ni siquiera se presentara.
Dos días antes de la llegada de Kon, Madonna voló desde Seattle a fin de asistir a una reunión en la que se iba a planear con detalle el arresto, en la jefatura de la DEA, ubicada en la Ciudad de Nueva York. Ninguno de los agentes había visto antes a Kon, quien, además, tenía la habilidad del camaleón para disfrazarse.
Madonna y LaMagna hicieron circular las escasas fotos que tenían. "Grábenlas en su memoria", ordenó LaMagna a los agentes, "Y ándense con tiento porque rara vez sale sin guardaespaldas".
Madonna le telefoneó a Pritchard en Hong Kong. La sincronización debía ser perfecta. En cuanto hubieran aprehendido a Kon, darían la señal para iniciar los demás arrestos. ¿Tenía Pritchard alguna pregunta?
—Esto será pan comido —fue su respuesta.
"¡ATRAPEMOSLO!"
EN LA NOCHE del domingo 13 de marzo hizo un viento fuerte y frío. El Hotel Hilton estaba acordonado por agentes del Grupo 41, ocultos entre las sombras de las entradas, a lo largo de la Avenida de las Américas, frente a la puerta principal...
Sentado ante una mesa en el bar, Madonna miró su reloj. Faltaban unos minutos para que diera la hora. LaMagna esperaba enfrente de él. Cerca se hallaba Kevin Donnelly, su agente principal y el hombre más cercano al sitio de la acción prevista, tamborileando ociosamente en la mesa con un agitador de bebidas. Sentía mariposas en el estómago. Recordó la advertencia acerca de la escolta de Kon, que siempre iba armada hasta los dientes. ¿No estarían ya allí, vigilando y esperando al igual que él?
Pasaron las ocho.
Aunque el recinto ya estaba lleno, nadie se había acercado a Ah-ling, que seguía solo en un rincón. Por fin, un chino bien vestido pasó frente al bar como buscando a alguien. Era de complexión robusta y entrado en carnes. En su muñeca resplandecía un reloj con muchas incrustaciones de piedras preciosas. Su ojos eran oscuros e inquietos.
Madonna contuvo el aliento. ¿Sería solamente un hombre de negocios, o... ? No parecía haber ningún guardaespaldas cerca de la puerta. Se sentía incómodo. Kon nunca iba lejos sin sus pistoleros. Donnelly alzó la vista, le guiñó un ojo a Madonna y siguió tamborileando.
El hombre regresó momentos después. Llamando la atención de Ah-ling, le hizo señas y apuntó al restaurante. Madonna sintió una oleada de emoción.
Ah-ling se puso de pie y salió del bar. Segundos después, lo siguieron los tres agentes. Escogieron una mesa cerca de la entrada del restaurante, desde donde podían vigilar todas las puertas, pero suficientemente lejos de Kon y Ah-ling para no llamar la atención. Madonna observó con el rabillo del ojo mientras ambos chinos hablaban de la venta de las propiedades. Al cabo de una hora, Kon se levantó y se puso el abrigo. Salió por la puerta que daba directamente a la calle.
"¡Ahora!", exclamó LaMagna. "¡Atrapémoslo!" Afuera, Kon ya les llevaba una calle de ventaja, pues caminaba con paso vivo bajo la luz de los faroles, rumbo al sur, por la Avenida de las Américas. Los agentes lo alcanzaron rápidamente. Donnelly sacó su revólver.
—Somos agentes federales, señor Kon —anunció LaMagna—. ¡Queda usted arrestado!
Johnny Kon se volvió lentamente, con el rostro impasible.
—Comete usted un error —replicó el otro sin alterarse. Yo me apellido Wong.
Un auto de la DEA se detuvo junto a ellos. "¡Espósenlo y vámonos de aquí!", gritó LaMagna. Un agente esposó las muñecas de Kon.
Sin dejar de insistir en que se habían equivocado de persona, Kon ocupó el asiento trasero del auto. LaMagna le explicó sus derechos, como ordena la ley, mientras enfilaban hacia la jefatura de la DEA. Era casi la medianoche cuando LaMagna telefoneó a Pritchard y le informó del arresto. En menos de dos horas, Pritchard llamó a su vez para informarle que la policía de Hong Kong había hecho casi todos los arrestos previstos.
Catherine Palmer se preparó para la comparecencia de Kon, que se llevaría a cabo la mañana siguiente. Luego revisó la redacción final de los documentos de extradición para los lugartenientes de Kon aprehendidos en Hong Kong. Extenuada, se quedó dormida en el sofá de su oficina.
A las 10 de la mañana del 14 de marzo de 1988, Johnny Kon fue llevado a la corte federal de Brooklyn, Nueva York. Parecía seguro de sí mismo mientras posaba para los dibujantes del tribunal..., hasta que oyó la lista de acusaciones en su contra y se enteró de los otros arrestos. No tendría derecho a salir libre bajo fianza.
Mientras se le escoltaba de regreso a una celda, Kon se volvió hacia Kevin Donnelly. Los inexpresivos ojos del narcotraficante se fueron cerrando hasta parecer puntas de alfiler: "Morirán otros... ¡y luego, usted!", siseó.
Donnelly no le dio importancia a la amenaza. "Una bravuconada", dijo para su coleto. Sin embargo, después la DEA habría de descubrir un complot para secuestrar al agente e inyectarle una dosis letal de heroína. Y Catherine Palmer apenas logró escapar de la venganza de los narcotraficantes asiáticos, gracias a que unos agentes la detuvieron antes de que abriera un portafolios que había sido entregado en su oficina. El portafolios contenía un fusil de cañón recortado, amartillado.
EL AÑO DEL DRAGON
SIN SU CABECILLA, la Banda del Gran Círculo se dispersó como una casa de naipes en un ventarrón. El 18 de marzo, Pritchard capturó a un agente clave de la organización cuando llegaba a Hong Kong procedente de Manila. El delincuente fue entregado a Estados Unidos el 25 del mismo mes, y luego se ahorcó en su celda. Mientras tanto, la DEA paró en seco a otro distribuidor de Kon en el Barrio Chino de Nueva York, y se supo que otro más se hallaba en China.
La DEA redobló sus medidas de seguridad para proteger a los testigos Chin y Ah-ling; los mudaba continuamente a diferentes sitios. Los agentes habían interceptado varias cartas que había escrito Kon en la prisión, en las que ofrecía fuertes sumas a quien asesinara a los que habrían de atestiguar en su contra. Pero el temor que antes infundía a los miembros de la Banda del Gran Círculo se había evaporado. Hasta Tommy Chen, el correo capturado en Seattle, había aceptado colaborar para que se le tuviera clemencia.
Por último, tras más de un año de dilaciones de procedimiento, Johnny Kon se declaró culpable de todos los cargos que se le imputaban. El 29 de septiembre de 1989 fue sentenciado a pasar 27 años en una prisión federal.
El Grupo 41 no esperó el resultado final para celebrar. A los dos días del arresto de Kon, LaMagna, Madonna y los agentes del Grupo 41 contrataron un pequeño bar de Manhattan para la fiesta de la victoria. Catherine Palmer fue la invitada de honor. Sin ella, no habrían podido hacer nada, dijo LaMagna.
Posteriormente, el procurador general de Estados Unidos, Richard Thornburgh, haría mención formal de la fiscal Catherine Palmer por servicios distinguidos, el honor más alto que confiere el departamento de Justicia.
Catherine Palmer y Richard LaMagna siguieron encabezando el ataque contra los narcotraficantes asiáticos, y hoy, gracias a sus esfuerzos, ya se han desenmascarado casi todas las bandas importantes de tráfico de heroína de ese continente. Rara vez llega un cargamento a Estados Unidos sin que los agentes de la DEA sepan su origen exacto y procedan al contraataque.
Aquella primavera, Ed Madonna disfrutó de una reunión más tranquila con John Pritchard, que había ido a Seattle en viaje de luna de miel. Los dos agentes se sentaron a brindar con champaña en la sala de la casa de Madonna.
Pritchard alzó la copa para que Ed se la llenara otra vez.
—¡Salud! —brindó—. ¡Por el caso... y por el Año del Dragón!
—¿Qué es eso? —preguntó Ed.
Pritchard apuró la copa.
—Nada, en realidad —dijo—; pero los adivinos chinos aseguran que es de muy buena suerte.
Ilustraciones: Dan Brown