Publicado en
enero 06, 2013
Por Ralph Kinney Bennett
"BIEN NIÑOS, es hora de irse a la cama". Roger, mi hermano gemelo, y yo subíamos corriendo a ponernos la piyama. Mamá nos seguía, llevando varios libros bajo el brazo. Después de rezar, nos apoyábamos en un codo, mientras ella se sentaba al borde de la cama. Todavía puedo verla; pasaba la mano sobre las hojas para abrir bien el libro, tomaba aliento y empezaba a leer.
No teníamos la menor idea de quién llegaría en aquellas maravillosas noches: tal vez el misterioso jinete que galopaba al ritmo de las ominosas cadencias de "Windy Nights", poema de Robert Loui Stevenson; o el extraño Rumpelstiltskin del cuento de los hermanos Grimm; o el humilde Abou Ben Adhem, del poema de Leigh Hunt; o bien el valiente David, sereno frente a Goliat, o el imperturbable Jesús ante Pilato.
Sin darnos cuenta nos acercábamos a ella, para seguir de cerca las pequeñas palabras negras que llenaban las páginas, mientras Mamá las transformaba con su voz en vívidas imágenes. Por ahí andaban el capitán Nemo, en el fondo del mar; Tom Sawyer junto a la barda a medio pintar; Horacio, blandiendo su espada, en medio del puente romano, en el poema de Thomas Babington Macaulay.
Cuando Roger y yo llegamos al primer año de escuela primaria, ya sabíamos leer. Llevábamos una doble vida literaria. Durante el día nos abríamos paso por insípidos textos escolares en que risueños niños y niñas jugaban a la pelota en inmaculados jardines, visitaban granjas lecheras y charlaban con sonrientes policías. Durante la noche —como los reyes de la antigüedad, que apoyaban el mentón en las palmas de las manos mientras escuchaban, embelesados, a los bufones de la corte— nos deleitábamos con las lecturas de Mamá. Nos hizo vivir una aventura en el París de Edgar Allan Poe, para resolver Los crímenes de la calle Morgue. Recorrimos las brumosas calles de Londres con el doctor Fu Manchú —en La máscara de Fu Manchú, de Sax Rohmer— la siniestra oscuridad del paso de Borgo con el conde Drácula. No imaginábamos siquiera el respeto que nos tenía, el vigor que estaba dando a nuestro intelecto, al escoger, para sus lecturas, a Shakespeare, Dickens y O. Henry.
Cuando cumplimos ocho o nueve años, terminaron las lecturas nocturnas. Ya teníamos nuestra propia pila de libros. En las tardes hacíamos los deberes escolares en la mesa de la cocina cubierta con mantel de hule, hasta que Mamá, libro en mano, nos interrumpía. "¡Escuchen esto!", decía. Hacíamos a un lado la tarea escolar, y pronto estábamos riéndonos mientras nos encaramábamos precariamente sobre las sillas de la cocina, a escuchar a Mamá leernos sobre los sobresaltos nocturnos en el hogar del escritor James Thurber.
Pasaron los años; Roger y yo crecimos y nos fuimos, primero a la universidad, y después a trabajar. Yo me hice reportero, y mi hermano, profesor de lengua y literatura inglesas. Mamá sólo tenía certificado de educación media superior, pero este era apenas un adorno comparado con los conocimientos que adquirió de sus lecturas. Había sido secretaria, lavandera, vendedora de cosméticos de puerta en puerta, cocinera de una escuela y contadora en una tienda de partes de automóvil. Finalmente, "siguió mis pasos en el oficio". Aceptó un puesto de correctora de pruebas en una cadena de publicaciones semanales, y fue ascendiendo hasta llegar a directora de The Ligonier Echo, el semanario de nuestro pueblo.
LUEGO, Mamá contrajo la diabetes. Posteriormente tuvo varios ataques cerebrales. Ahora es una inválida de corta estatura y pelo cano, confinada a su cama y su silla. Su habla es lenta y torpe, y está casi ciega. Pero su mente sigue tan lúcida como siempre. Su fe y su paciencia en todo este calvario son tan heroicas como los relatos que me leía.
Ahora yo soy quien le lee a ella, y lo hago con gran placer. La llamo por teléfono y le digo: "Mamá, mañana iré a verte". Por un segundo tropieza con las palabras en esta llamada de larga distancia, pero al fin exclama: "¡Oh, qué bueno!"
Conduzco mi auto durante tres horas; llevo una pila de libros en el asiento trasero; algunos son los que ella me leyó hace tanto tiempo, ya muy gastados. Cuando llego, está sentada junto a la cama, con las manos entrelazadas. Charlamos. Después me pregunta con habla vacilante: "¿Qué... trajiste?"
A veces le leo algunos de sus propios poemas, reproducidos en los anuarios de la Sociedad de Poetas de Fort Ligonier. Otras, un capítulo de la Biblia o alguno de mís artículos. Nos engolfamos de nuevo en las profundidades y alcanzamos las cimas; desde la inspiración de la poesía de John Milton y las epístolas de San Pablo, hasta el sentimentalismo de James Whitcomb Riley y el humorismo de Mark Twain.
Nada me place tanto como escuchar a mi madre reír con los cuentos que nos divirtieron hace más de 40 años. Mamá cierra los ojos, entrelaza las manos y asiente con la cabeza. Como viajeros que ansían ver el hogar a la vuelta del camino, caminamos de puntillas a lo largo del viejo y conocido sendero que forman las pequeñas palabras negras, para redescubrir momentos siempre frescos y divertidos.
En ocasiones, al volver a casa, rememoro las noches en que el destartalado Plymouth de Mamá se detenía frente a la casa. Ella llegaba agotada del recorrido de 50 kilómetros desde su trabajo, pero nunca tanto que no pudiera abrir un libro para compartirlo con nosotros. Y mientras conduzco, le doy gracias a Dios por las palabras y los libros, y por el exquisito placer de retribuir el regalo imperecedero de una madre que leía para su hijo.
ILUSTRACIÓN. DAVID WOMERSLEY