UN PASILLO VIEJO… Y UN BALAZO PREMATURO
Publicado en
enero 13, 2013
Por Omar Ospina.
Su nombre era Fabio. Lo recuerdo con nitidez y recuerdo su nombre, pero, por más esfuerzos que le impongo a la memoria, no logro recordar el título ni los versos de la canción que martilló el gatillo del revólver con que le puso fin a sus veinticinco años. Pero era un pasillo ecuatoriano...
Era el año 52. El pueblo tenía calles anchas, divididas por hileras de árboles centenarios que ridiculizaban la edad del villorrio. Fundado en 1924 por una tropa de antioqueños que se empeñaron en desbrozar las riberas de un río cantarino y transparente que torcía su cauce a través de un pequeño valle cerrado por lomas boscosas, el caserío de Medio Pañuelo empezó su viacrucis con algo más de diez casas con solar posterior, que casi enmarcaban la plaza española por tres de sus cuatro costados.
El fundador, que tenía algo de ecólogo espontáneo, promulgó un Edicto mediante el cual disponía que las calles futuras tuviesen nueve metros de ancho: tres y medio a cada lado de una franja central de dos metros que conservaría los árboles que quedasen al desbrozar el predio.
El cuarto costado, de cara al sol iniciático, daría espacio a la iglesia, a la alcaldía... y al Café. Pues don Leocadio, el patricio antioqueño andariego y tomatrago que comandaba la hueste de fundadores de pueblos que caminó la cordillera Occidental desde Riosucio hasta Caloto (cuando sus ochenta años lo vencieron confinándolo a un butacón en el corredor de una de sus haciendas, había fundado media docena de pueblos en el Gran Caldas y el Valle del Cauca), no concebía que un pueblo nacido de su estirpe, no tuviese un lugar donde jugar dominó y tomarse un "resacao", ese aguardiente amarillo, producto de la segunda destilación del jugo de caña, que arde garganta abajo mucho más que el blanco envilecido por químicos purificadores: aquél era para machos de pelo en pecho y machete a la cintura...
El paso de los años incrementó casas, calles y habitantes. Y cuando mi familia emigró de las breñas de Antioquia a fines de los treintas, se estableció en una de las montañas vecinas al poblacho que entonces se denominaba La Esneda, y pasó después a ocupar una de las casas de la urbanía. Por esta época el pueblo ya había cambiado de nombre, ascendido a municipio y contaba con cerca de setecientas casas y cinco mil vecinos.
En una casa grande en la calle que conducía al Hospital y a las más bellas playas del río, los padres de Fabio se ufanaban de tres vástagos varones bien plantados y un par de doncellas que, a sus quince y diecisiete años, preludiaban un camino de pasiones.
Fabio lo tenía todo en aquellos años. Un padre terrateniente en una de las regiones más feraces de la comarca, una madre a quien todos veíamos como nuestra, hermanos imitables, hermanas queribles. Nada que ver con la muerte. Pero amó a quien no debió haber amado. El amor, como la muerte, no escoge...
Don José, su padre, había llegado al pueblo con una mano adelante y otra atrás. Originario de Antioquia, como todos los inmigrantes a esa tierra de promisión, tenía lo que pocos en esos momentos y en esos andurriales: audacia, alevosía, valor, falta de escrúpulos. Todo eso le sirvió para que el fundo de diez hectáreas que adquiriera al llegar, con los exiguos ahorros de su mujer, se convirtiera muy pronto en cinco o seis haciendas y en cerca de veinte casas en el perímetro urbano. Don Leocadio, quien conocía su carácter agresivo y requería de un lugarteniente que le garantizara el futuro político que ya deseaba, le había escrito para que abandonara su oficio de arriero y se estableciera en el pueblo recién fundado. Así lo hizo don José y, al retiro del patriarca, heredó de él canongías y cacicazgos.
En el pueblo nacieron tres de sus cinco hijos. Fabio, el tercero, fue el primero en dejar el ombligo en el nuevo terruño. Y a los quince años, extraviado y anacrónico Billy the Kid, mató de un tiro a un vecino que pretendía un par de hectáreas de una finca de su padre, apoyado en una discutida controversia de límites: allí terminó el litigio y empezó la leyenda. El olor de la pólvora y la rapidez de la solución, encauzaron sus posteriores andanzas, sibilinamente apoyadas por un padre que necesitaba de un hijo con sus ambiciones y objetivos. Pero el viejo cacique no contaba con la huéspeda: el amor.
Los años siguientes significaron para el pueblo la consolidación de la hegemonía conservadora, sustentada por una fuerza militar cuyos oficiales provenían de lo más granado de una sociedad con reminiscencias feudales, y por una iglesia cuyos representantes tenían origen semejante y amenazaban con las llamas del averno a quienes no comulgaran con la superioridad de los elegidos. De manera que don José encontró, para sus ambiciones, sustento legal, moral y religioso, y su hijo Fabio impunidad a sus arrebatos de adolescente.
Era un guapo mozo: alto y delgado, de tez blanca quemada por el sol de mil caminos, ojos grises escrutadores y fríos, ademanes felinos. Caricaturescamente yo encontraría, por los días de su muerte impensada, un símil involuntario en las noveletas del oeste, en las que un escritor español que nunca estuvo en los Estados Unidos, Marcial Lafuente Estefanía, pintaría una gesta pionera del Far West más violenta y exagerada que la de Zane Grey. El epígono pueblerino de los Allan Smith del español, era Fabio. Y cuando me hizo su amigo y cómplice, la pasión imposible ya le roía el corazón.
EL AMOR LLEGO A LOMO DE MULA
No diré su nombre, aunque lo recuerde, como a ella, con más claridad que a las lunas llenas que inundaban de luz mortecina las noches del pueblo. Debía tener veinte años de existencia y algunos más de vida. Era bella. Con una belleza inédita en mi pueblo de vírgenes expectantes y casadas insatisfechas. De modo que fue pasión de todos. Pero inabordable... so pena de morir bajo el filo doble del amor y de los celos.
Un alcalde destinado al pueblo por el gobernador de la Provincia, la había conocido en Cali en algún vecindario marginal y miserable. Y la trajo para que lo acompañara en su misión alcaldicia. Ella, Salomé tardía, no pensaba encontrar a su Juan. Pero él ya estaba allí.
Cuando descabalgaron en la Plaza frente a la Alcaldía, yo estaba en la pesebrera mirando herrar un caballo. Veinte kilómetros abajo y un par de días antes, una creciente se había llevado el puente de mampostería y había aislado al pueblo. De manera que el nuevo Alcalde y su caravana de cinco soldados, dos amigos y la compañera conquistada a punta de labia y promesas de poder y respetabilidad, hubieron de llegar a lomo de mula. Era el primer alcalde desconocido y el recibimiento pueblerino contaba con una pequeña multitud de espectadores. Uno de ellos era Fabio.
Hijo menor y preferido del cacique del pueblo, fue designado para recibir las mulas de la pareja y conducirlas a la pesebrera. Lo vi llegar con los ojos idos, las manos temblorosas, sin palabras en la boca. Él que era ojos fijos, manos firmes, palabras prontas. La crónica de su angustia de amor y de su muerte por amor, no tendría importancia si no fuera por su vida, signada desde aquel momento por una mujer ajena que sintió suya y nunca lo fue.
El nuevo Alcalde arrendó una pequeña casa que mi abuelo había adquirido para él y la abuela. Pero la ancianidad de la matriarca y la preocupación de los hijos, impidieron que la ocuparan: vivieron con mis padres. La casa desocupada fue para la pareja recién llegada. Y quien cobraba los arriendos –veinticinco pesos al mes– era este cronista. De manera que a los quince días del arribo, Fabio empezó a enseñarme a jugar billar, a jugar dominó, a jugar tute, a dejarme montar en su caballo... y a pedirme que le llevara esquelas a la arrendataria de la vieja casa de los abuelos. Pero ella ni caso...
El drama se desarrolló sin cambios durante más de un año. Uno pedía un espacio de amor, otra lo negaba tercamente. Sólo en la misa dominical o en las reuniones del Club Social, cuando toda la "jai" del pueblo se juntaba para comer, jugar, charlar y apostarle al bingo de beneficencia, los amantes platónicos se miraban por entre las cabezas de los asistentes, y suspiraban uno por el otro. También ella lo amaba, pero la razón de sus negativas la guardaba en el fondo de su decisión.
El nuevo Alcalde, al acudir a la recepción de bienvenida en el Club Social, se percató de las miradas que cruzaron su amada y el mancebo pintoso y audaz. Y esa misma noche le advirtió –me lo contó Ilorando ella después del suicidio–: "Si algo pasa entre ustedes, lo mato a él o él me mata a mí". Y ella, mujer agradecida, no supo, no quiso o no pudo arriesgar la vida de quien la rescató de un destino incierto y le enseñó la senda de la gratitud, ni la de quien la hubiera rescatado de la gratitud y enseñado el camino del amor. La lealtad existe aunque es una flor muy rara...
Una noche, cuando me preparaba para el sueño que me lanzaría de madrugada al desayuno con chocolate y arepa y al colegio, un silencio extraño y premonitorio me llevó a la ventana de la sala. Allí estaban mis viejos incrédulos y mis abuelos enmudecidos.
En un Café al frente de mi sueño de niño inquieto y cansado, un hombre joven, guapo, triste y enamorado, había decidido que no podría vivir sin la que ya le había arrancado la vida, y se pegó un tiro mientras escuchaba por décima vez una canción de amor que le revolvía las entrañas y le apretujaba el corazón: un pasillo ecuatoriano que no recuerdo... o no me atrevo recordar.