ALFREDO PALACIO: EL ARTISTA Y SU MUNDO
Publicado en
enero 06, 2013
Por Rodrigo Villacís Molina
De carácter vivaz y alegre, a sus 81 años de edad bien cumplidos, el escultor Alfredo Palacio (Loja, 1912) nos habla con entusiasmo de su vida, ufano de haber hecho todo lo que ha hecho, de haber ganado mucho dinero y de haberlo gastado en la misma medida; de haber conocido a mucha gente que ahora está en las páginas de la historia de la literatura y del arte universales, de haber dejado, él mismo, una huella indeleble con sus obras monumentales, como el Eloy Alfaro, de Guayaquil, y tantas otras esculturas que se hallan especialmente en nuestro puerto principal. "Creo que no hay un solo rincón de esta ciudad donde no se encuentre algo mío", dice, mientras señala la urbe que se encuentra abajo y al sur de donde estamos, en su casa de la ciudadela Cimas.
–Pero ninguna de esas obras está firmada –le recuerdo–, ¿por qué?
–Porque tenía la pretensión de que se las reconociera solo por mi estilo. ¡Imagínate mi vanidad! Y ahora ya no es tiempo de andar firmándolas; pero lo importante es que están ahí.
–¿Cuál es tu concepto del arte?
–Yo creo que el artista debe decir algo; debe dar un testimonio de su tiempo. Por eso no comulgo con el abstraccionismo, que me parece un callejón sin salida; una confesión de que no se tiene nada que decir. En mi caso influyeron mucho las corrientes sociales de los años 30, y el hecho de haber sido testigo, en mi infancia, de la crueldad de un tío abuelo con un niño indígena de su hacienda, a quién sometió a torturas por haber robado un huevo. Más tarde pinté un cuadro terrible con ese tema, titulado El cepo.
–¿Podría decirse que tu obra maestra es el monumento a Alfaro?
–Creo que sí, porque en tal sentido se ha pronunciado también la crítica, que dice que esa es quizás la primera obra escultórica en la cual la masa desempeña un papel protagónico, empujando al líder, quien recoge el anhelo popular. El único antecente sería "Los burgueses de Calais", de Rodin; pero este es un grupo estático, mientras el mío está en acción. Sin embargo, ahora se halla disminuido por el contexto urbano y todos los letreros de publicidad que le rodean.
–¿Otras obras que pondrías en una retrospectiva imaginaria?
–El Monumento al Bombero, aunque por razones políticas se quedó en maqueta, y algunos cuadros como el Nuca llacta, que está en la Galería Watson, de Nueva York, y Las hermanitas, que se halla en el Museo de La Magdalena, de Lima. Además, mi retrato de García Lorca y mis afiches sobre la caída de la monarquía española, que dieron la vuelta al mundo el año 30.
–Tú has esculpido muchos rostros, ¿cuál ha sido en ese trabajo tu principal preocupación?
–Fijar en el bronce los rasgos que expresen el espíritu del hombre. Hay que estudiar a fondo la vida y la obra del personaje, a fin de conseguir tal propósito, y el escultor, por supuesto, tiene que entusiasmarse con esa obra y con esa vida para capturarlas con sus manos, en un gesto revelador.
—¿Quieres hablarme sobre tus comienzos?
—Angel Felicísimo Rojas dijo una vez que "los hermanos Palacio supieron desde niños que iban a ser artistas"; se refería mi hermano Daniel, ya fallecido, y a mí, que un poco me crié a su sombra. Daniel era un tipo realmente extraordinario, creo que genial, con un gran talento para la ironía, le tomaba el pelo a todo el mundo, poniendo permanentemente en peligro su físico; pero yo era un buen peleador y le defendía. Vine a Quito con él, sin acabar la escuela, a pesar de lo cual me aceptaron en el Colegio Mejía, donde estuve hasta quinto curso y, paralelamente, siempre con mi hermano, en la Escuela de Bellas Artes, entre cuyos profesores recuerdo especialmente a Cassadío, Jorge Mideros y Pedro León.
–¿Cómo fue que viajaron, también tu hermano y tú, a España?
–Eramos inseparables, y se dió el caso de que ambos quedamos finalistas para una beca del gobierno español. Entonces, un señor Mera, del Ministerio de Educación, le dijo a Luis Veloz, director de la Escuela, que sería una crueldad enfrentar a dos hermanos, y decidieron que ambos debíamos ir a Madrid, con una beca adicional del Municipio de Loja. Los concejales aceptaron la propuesta, pero nunca nos hicieron llegar un centavo; de tal manera que tuvimos que vivir en España los dos con lo que debería haber vivido uno solo... Estamos a fines de la década de los años 20 y a comienzos de los 30.
–Entonces, asististe al triunfo de la República y a la caída de Alfonso XIII de España...
–¡Claro! En vísperas de la guerra civil viví la efervescencia izquierdista que derrocó a la monarquía española. Yo era comunista, y creo que lo soy todavía, pero si bien estuve en las calles gritando por la República, me caía bien el Rey, porque parecía uno de los nuestros; figúrate que salía de incógnito a bailar con las modistillas de Lavapiés. Los que me caían remal eran los generales.
–O sea que tú eras una especie de comunista–monárquico?
–Más o menos, y es que el Rey hacía también cosas como mandarnos alimentos a la Federación Universitaria Hispanoamericana, cuando nos declaramos en huelga contra el gobierno y nos rodearon los soldados.
–¿Cuántos años estuviste en España?
–Los cinco años de estudios en la Real Academia de San Fernando, del 27 al 32; tres de estudios generales y dos de especialización en escultura. Fueron unos tiempos irrepetibles, durante los cuales aprendí, disfruté y conocí a gente que llegó a ser muy importante, como Picasso, Dalí, Sorolla, Romero de Torres, García Lorca, Gregorio Marañón, y los americanos César Vallejo, Mariátegui, Neruda, Gardel... ¡Qué tipos!
–¿Cuál fue la coyuntura para esas relaciones?
–El hecho de pertenecer a la Federación Universitaria, que fundó un ecuatoriano, César Naveda, y de la cual llegué a ser tesorero. Nuestra activa posición de izquierdas, como se dice allá, facilitaba la mutua aproximación.
–¿Fuiste amigo de ellos?
–Ellos eran mayores que yo, de tal manera que podría decirse, más bien, que yo andaba entre ellos. De Julio Romero de Torres sí fui muy amigo; él era uno de mis profesores, una maravillosa persona, gran pintor, gran maestro ¡y un bohemio total! Bueno, y también hice amistad con Gregorio Marañón; con él, gracias a César Naveda, al que ya me referí como fundador de la Federación, chiquito, flaquito, de Guano, que había ido a estudiar Medicina en Madrid; tipo brillantísimo, compañero del futuro sabio y escritor. Con Picasso estuvimos muchas veces mis amigos y yo, porque él todavía no era ni famoso ni rico y se reunía con nosotros, aunque ya se le reconocía un enorme talento. Era un poco ensimismado, como si viviera en su propio mundo. No le perdía de vista cuando estaba cerca, porque sabía que me hallaba ante un monstruo. A veces se ponía a dibujar en la mesa del café, y yo me paralizaba...
–¿Y Dalí?
–Ya le conocíamos como el ególatrata que fue toda la vida, siempre estaba en pose de gran artista; pero nadie dudaba de sus extraordinario talento. En cambio García Lorca era un ser maravilloso; solía leernos su poesía, que nos deslumbraba. Ibamos con él al Café del Pombo y al María Cristina, donde pontificaban Ramón Gómez de la Serna, Valle Inclán, Unamuno. Y una cosa en chiquis: gracias a una joven y activa comunista peruana de quien me enamoré perdidamente, conocí también a esa legendaria mujer que se hacía llamar la Pasionaria; para ella el partido era como una religión y el Manifiesto Comunista, como la Biblia.
–Nombraste también a Mariátegui, Vallejo, y Neruda...
–Sí, pero no me dejes olvidar de Carlitos Gardel. A Vallejo y a Neruda les conocí en el círculo que lideraba García Lorca; pero entre los dos eran tremendamente diferentes; Neruda, bien pagado de sí, porque en su patria ya era una personalidad, y él mismo se encargaba de hacerlo saber a todo el mundo. Vallejo, en cambio, quería pasar inadvertido; vivía de una pequeña pensión que le mandaban del Perú y que no le alcanzaba para nada; pero siempre había un cafecito en su cuarto si uno iba a verle. ¡El hombre exhalaba humanidad! Mariátegui en cambio exhalaba sabiduría.
–Dijiste que no te dejara olvidar de Gardel...
–Ah, sí. Vimos un día el anuncio de sus presentaciones en un teatrito de segunda, el Aladino, y fuimos, con otros estudiantes. ¡Qué pena! Había solo cuatro gatos en la platea. Le invitamos a él con sus músicos a cenar y de inmediato nos hicimos íntimos amigos. Para que no pagaran el hotel les llevamos a la Federación, y ésta se convirtió en una cosa lindísima, con camisetas y calcetines puestos a secar por todas partes, y las mesas de billar convertidas en camas. Por las noches, el tango salía con nosotros a pasear por las calles de Madrid.
–Debe de haberte resultado difícil dejar ese mundo...
–Pero tenía que regresar a mi país, y vine una vez que concluí mis estudios. Pensaba llegar a Quito, mas una vez en Guayaquil, me quedé ahí. Entonces le vendí al Municipio la idea de organizar un centro para la enseñanza de las artes plásticas; comenzamos con un curso de modelado que se inauguró el año 32, y el 41 se convirtió en la Escuela de Bellas Artes.
–¿Por qué te quedaste en el puerto?
–De vuelta de España encontré en Gua yaquil un ambiente culturalmente muy dinámico y conocí a gente interesantísima, que me alentó a quedarme: Pepe de la Cuadra, Aguilera Malta, Leopoldo Benites, Enrique Gil, Alfredo Pareja, Gallegos Lara y los Kingman, que vivían entonces ahí y en cuya casa estuve un buen tiempo. ¿Cómo les podía decir que no?
–¿Cómo comenzó la Escuela?
–Busqué profesores y después de Antonio Bellolio, que fue el primero que se ofreció con entusiasmo, encontré al español Roura Oxandaberro y a los alemanes Hans y Elsa Michaelson. Enseguida invité a Enrique Martínez Serrano, y para las materias teóricas a los doctores Pepe Ordeñana Trujillo y Claudio Torres, etc. Además todos los artistas e intelectuales guayaquileños y los que pasaban por la ciudad, como Manuel Viola, Carlos Castagnino, Pedro Lobo, iban a disertar en la Escuela. La fundé bajo el principio del respeto absoluto a la personalidad de cada estudiante, porque no quería que se pareciera a las que había visto en Europa, como una horma en la que calzaban todos.
–¿Por qué desapareció?
–Fíjate que se inició como un proyecto, digamos, romántico. Todos teníamos remuneraciones más bien simbólicas; pero después de cuarenta años vino una ley de nivelación de sueldos, y se les abrió el ojo a los "licenciados" de la Facultad de Ciencias de la Educación, que se tomaron la Escuela para convertirla en colegio de Artes, obligándome a renunciar. Pero de las aulas de la Escuela salieron algunos de los mejores artistas que ahora tiene el país, incluso Tábara, Maldonado, Carreño, Miranda, Villafuerte...
–Tú me decías que has hecho mucha plata y que te la has gastado alegremente.
–Es que yo creo que para eso es el dinero, para disfrutar de la vida. Pero debo decirte que esa plata no la hice con el arte, porque nunca lo comercialicé; he trabajado en mil cosas: haciendo baldosas, muñecas, estampados en metales finos, joyas, ¡qué sé yo! Incluso arreglando capillas ardientes para los muertos importantes, cuando estaba de moda.
–¿Cómo era eso?
–Se parecía a las "instalaciones" de los artistas modernos: una decoración del espacio donde se velaba al difunto, y cada familia quería que la "capilla" de su ser querido fuera una verdadera obra de arte. De tal manera que era necesario esmerarse, y por eso yo cobraba muy bien. Pero cuando se produjeron los accidentes de Area hubo tantos muertos que me vi obligado a contratar ayudantes, y cada uno descubrió el secreto del negocio e instaló el suyo propio. Entonces, por exceso de oferta, dejó de ser rentable.
–¿Y los "estampados"?
–Estampaba medallas e insignias en oro y plata; lo cual había aprendido en España, con Juan de Avalos, el escultor del Valle de los Caídos. Entre mis mejores clientes tenía a las universidades y a la Federación Deportiva Nacional; pero un nuevo presidente de esta entidad comenzó a encargar esos trabajos al exterior, porque consiguó que se los liberara de impuestos. Así me ví, ya viejo, sin trabajo y me fui quedando pobre... Ahora, después de 40 años de docencia, soy un jubilado con una pensión de 82 mil sucres mensuales.
–No me has hablado de tu familia.
–Me he casado y me he divorciado dos veces, y de cada matrimonio tengo tres hijos, de todos los cuales me siento orgulloso. Mi primera mujer era muy bella y me ayudó mucho cuando comenzaba a vivir; me dejó porque yo encontré un nuevo amor. Mi segunda mujer, también muy bonita, era demasiado joven, tenía 16 años cuando yo había cumplido ya los 42, y esa diferencia de edad, que por supuesto determinaba una gran diferencia en cuanto a la visión de la vida, acarreó también el divorcio.
–Alfredo, yo no recuerdo haber visto una exposición tuya...
–La verdad es que ni yo sé cuándo fue la última vez que expuse; pero precisamente estoy preparando una muestra de acrílicos, porque me hallo entusiasmado con esa técnica.
–¿Qué dices del Premio Eugenio Espejo que acaba de conferirte el Gobierno?
—Es un reconocimiento que me honra, que agradezco, y que viene a aliviar mi situación. Más que un premio, me parece una boya...
PRINCIPALES OBRAS ESCULTORICAS DE PALACIO EN GUAYAQUIL
■ Monumento a Eloy Alfaro, en el redondel de las Avs. Kennedy y de Las Américas;
■ Cabeza de Montalvo, en el parque del mismo nombre;
■ busto del Dr. Francisco Icaza Bustamante, en el Centro Cívico;
■ "Las Artes Plásticas", mural en piedra artificial en el lugar donde funcionaba la Escuela de Bellas Artes;
■ relieve en bronce de Emilio Estrada, en Malecón y Loja;
■ obelisco en homenaje a Baquerizo Moreno, en 10 de Agosto y Pichincha;
■ busto de Eloy Alfaro, en el Palacio Municipal;
■ sendos murales sobre La vida económica del Ecuador, en la Superintendencia de Bancos y en el Banco o Central;
■ incisión en mármol negro sobre Nuestra riqueza agrícola y comercial, en el frontis del Banco de Guayaquil;
■ bustos en bronce, de Luis Vernaza y del Dr. Alfredo Valenzuela, en Santa Ana;
■ busto del Dr. Leopoldo Izquieta Pérez, en el Instituto de Higiene;
■ "La cultura", mural en la Casa de la Cultura;
■ busto de Urbina Jado, en 9 de Octubre y Machala;
■ busto de Ismael Pérez Pazmiño, en el Salado.