DAN FORTUNE Y EL EMBROLLO DE HOLLYWOOD (Michael Collins)
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enero 29, 2012
Alguien intentó matarme a tiros —me decía Isabelle Kucera—. ¿No es maravilloso?
Isabelle trabaja en los archivos de una oficina del centro de la ciudad, donde se pasa el día delante de la pantalla de un CRT alimentando una computadora. Trabaja de nueve a cinco, y media jornada los sábados. Aquel día era sábado, nos encontrábamos en el cuchitril de una sola habitación que yo tenía —daba a la Octava Avenida—, y ella había venido a contratar mis servicios.—¡Nunca antes me había disparado nadie! —continuó llena de alegría. Sé que ha sido Grace Kelly, Danny, Grace Kelly nunca suelta a John Ireland.Isabelle, además, es la personificación ambulante de un millar de películas viejas. Como muchos otros niños de barrios pobres que se quedaban solos en un sexto piso sin ascensor mientras la madre estaba trabajando, Isabelle se crió delante de un televisor. Más adelante, se dedicó también a ir a los cines de reestreno de Chelsea y el Village. Sólo que no deja las películas dentro del televisor o del cine de reestreno. Las vive.—Es un asesino a sueldo, como Alan Ladd —dijo Isabelle con los ojos muy brillantes—. Grace Kelly lo ha contratado para matarme, y quiero que tú le sigas la pista, Danny, exactamente igual que Elliot Gould.Una vez, después de ver una película en la que Ingrid Bergman hacía de una noble monja que estaba en China, Isabelle trató de entrar en una orden de misioneras. Las monjas se portaron bien. Cuando tenía trece años el Ayuntamiento la envió a un campamento de verano. Tuvieron que llevarla a rastras hasta el asiento del autobús. Era Bonita Granville y la enviaban a un campo de concentración nazi. Ahora que tiene veintitrés años y es guapa y rubia, representa que es la mujer que ocasiona la ruina de John Ireland.—¡Esta vez va a dar resultado, Danny! —dijo muy animada—. ¡Pauli es en realidad John Ireland!No se refiere al verdadero John Ireland, se refiere a los personajes que interpreta. No en las películas importantes, como Río Rojo o Todos los hombres del rey, donde Ireland era tan buen actor como cualquier otro que se pusiera alguna vez delante de la cámara, sino en las más modestas. Las películas en las que Ireland es el oficial de las Fuerzas Aéreas que se une a una banda de atracadores a fin de conseguir dinero para ella; o el autostopista que ella recoge en el coche y seduce para que mate a su marido; o el ex falsificador que se está rehabilitando y que se ve arrastrado de nuevo al crimen para que ella pueda tener lo que desea; o el empleado de gasolinera que ella necesita para que conduzca el coche en la huida.—¿Quién es Pauli? —le pregunté.—Ya sabes —repuso ella haciendo un mohín—. Paul Bambara. ¿No te acuerdas del gerente de esa librería de viejo de la Sexta Avenida? ¡Es un sueño!—¿Uno alto —recordé yo—, más bien flacucho? ¿Con el pelo oscuro? ¿Ese que siempre parece falto de sueño?—El mismo. Pálido y muy chupado, Danny. Sufre muchísimo. Vamos a huir a México. Pauli quiere dedicarse a trabajar en lo que en realidad desea, que es hacer cosas con las manos. Estatuas y cosas de ésas. Está que revienta de ganas de ser libre, Danny. La esposa de John Ireland nunca le permite ser libre.La mujer que le busca la perdición a John Ireland, la que lo destruye al final, es Gloria Grahame. Para Ireland, tropezarse con la Grahame en una película significa siempre la ruina para él. Ella también destruye a Dick Powell, el honrado detective privado, a Robert Mitchum, el abnegado médico joven, y a Broderick Crawford, el marido desesperado por retenerla.—¿Cuánto hace que viene sucediendo esto, Isabelle?—¡Casi un mes entero! Es tan sensible, Danny... Se siente tan desgraciado en aquella tienda, tan desgraciado con su esposa... ¡Yo voy a proporcionarle una vida totalmente nueva!Porque, naturalmente, Isabelle es Gloria Grahame. Cuando la Grahame, bastante joven, murió trágicamente hace algunos años, Isabelle encontró su mejor papel. Se parece lo suficiente a la Grahame, y el resto lo añade llevando a cabo una actuación tan buena romo la verdadera G. G. habría hecho. Tiene el mohín de la boca húmedo, los hombros estrechos y encogidos, como si siempre tuviese frío, la fina mano curvada como para sujetar el pie de una copa de martini. Los ojos somnolientos, desnudos y cubiertos al mismo tiempo. Las muñecas finas como tallos y el cigarrillo colgando. El cuerpo esbelto y un habla lenta y perezosa que oculta al tigre. Isabelle vive el papel empezando por la ropa y acabando por los modales y los hombres que frecuenta, pues va por ahí con la mitad de los jugadores, traficantes de droga y timadores de Little Italy y el Village. Sólo que para ella no son importantes. No pueden ser John Ireland.—¡Sé que esta vez es verdad! —dijo Isabelle muy animada—. Sobre todo ahora.Me estaba entrando un dolor de cabeza en la parte de atrás de los ojos. Las fantasías de Isabelle tienen la virtud de levantar dolor de cabeza.—¿Has visto a la persona que te disparó, Isabelle?—Pues no estoy segura, pero por allí andaba aquel tipo grande con gabardina y sombrero, uno que cojeaba un poco, igualito que Robert Ryan.Me sentía como si tuviera el cerebro flotando en la neblina de algún espectáculo nocturno. Con Isabelle es fácil que la realidad se le haga a uno borrosa.—Tratándose de Grace Kelly, no podía contratar a otro que no fuese Ryan, Danny —dijo Isabelle.—¿Te refieres a la mujer de Paul Bambara, Isabelle? —Sentí un fuerte impulso de ponerme a darle vueltas a un dólar de plata con la mano, igual que George Raft.—Claro, tonto —dijo Isabelle, radiante; luego frunció el ceño—. A no ser que se tratara de Eddie. Ya sabes, que estuviera celoso y se emborrachara porque yo le di calabazas. Y que saliera por ahí a buscarme.Eddie Bauer había sido el John Ireland del año anterior. Un taxista cuya esposa lo había echado de casa después de que él se liara con Isabelle y perdiese el empleo. Isabelle lo había dejado plantado para echar una cana al aire con un tipo musculoso de dientes radiantes: Burt Lancaster.—¿Estás segura de que hay algo en todo esto que haya sucedido de verdad, Isabelle?Durante un momento me sentí como Jack Nicholson, con los pies sobre la mesa y el sombrero inclinado cayéndome sobre los ojos. Sólo que yo no llevaba sombrero. Isabelle le hacía a uno cosas así.—¡Dan Fortune! ¡Sabes que yo nunca miento! ¿Crees que me he inventado todo esto?Levantó un bolso del mismo tamaño que un saco de comida apropiado para un caballo Clydesdale. En él había un limpio agujero que lo atravesaba de lado a lado. Un agujero grande, más o menos del tamaño que haría la bala de una Magnum 357. Agujeros auténticos.—Vale, Isabelle, echaré un vistazo. Mientras tanto, ten cuidado. Y más vale que te alejes de ese Paul Bambara.Se puso en pie como una indignada Gloria Grahame.—¡Pauli me necesita! ¡Vamos a ir a muchos sitios, a hacer grandes cosas, a ser alguien! Tenemos planeado todo. ¡Vamos a hacer algo grande, Danny!Suspiré.—De acuerdo. Págame por adelantado antes de irte.—Bueno —Se puso a revolver en el interior de aquel bolso y sacó la mano con un arrugado billete de veinte dólares—. Voy algo corta de dinero esta semana, pero te pagaré lo que sea. Pauli y yo vamos a hacernos ricos.—Fenómeno —dije yo; y me esforcé por resistir la tentación de emitir la desagradable risa de Robert Montgomery.2
Opening credits voiceover: ¿quién querría matar a Isabelle? ¿Por qué? Una chica romántica e inocente. Una soñadora que únicamente quería encontrar a su John Ireland y arruinarlo. Arruinarlo ante los ojos del mundo de aquel hombre, es decir, del mundo mediocre de cada día que él en realidad odiaba. Arruinado y libre para escapar hacia una vida mejor. Una vida mejor que consistía en hacer lo que verdaderamente quería hacer, ser lo que realmente quería ser, aunque se diera de bruces y acabara emborrachándose solo en alguna olvidada aldea mexicana.Para Isabelle los perdedores son los ganadores. Ha visto todas las películas que tratan de perdedores, y hay tanta vida en la miseria en que se desenvuelven que, comparado con la monotonía de nuestras vidas, su sufrimiento se convierte en felicidad. Como una fantasía romántica. Pero, ¿cuál era el motivo para querer asesinarla?Cogí el sombrero y el abrigo de tres cuartos y salí a la calle. Sumido en la tenue lluvia de noviembre me encaminé hacia la librería de viejo de la Sexta Avenida. Paul Bambara estaba ausente, había ido al almacén y no sabían cuándo volvería. Conseguí que me dieran la dirección de su casa.Resultó ser uno de esos típicos edificios de piedra marrón situado en la calle 9, cerca de la Quinta Avenida. Una zona cara, y tenía un apartamento caro: segunda planta, y todo el apartamento era exterior. No era precisamente lo que me hubiera esperado del encargado de una librería de la Sexta Avenida. Llamé al timbre desde abajo y me abrieron con el portero electrónico. Cuando subí, una mujer me estaba esperando ante la puerta abierta del segundo piso, todo exterior.—¿Qué desea?—¿La señora de Paul Bambara?Me miró con frialdad. Era una mujer baja, rechoncha, con el pelo de color negro azabache y unos ojos mediterráneos oscuros y sombreados.—Si busca usted a Paul, no está en casa.—¿Puedo hablar con usted?—¿Conmigo? —La desconfianza se le ponía de manifiesto en la voz. No me invitó a pasar. A lo mejor resultaba que aquella forma de hospitalidad era la única que conocía.—¿Ha oído usted hablar de Isabelle Kucera, señora Bambara?Su actitud cambió de inmediato. Se quedó mirándome con ojos fríos, pero la voz le tembló.—¿Qué le sucede?—Alguien le ha disparado.—¿Que le han disparado? ¿Es usted policía?—Detective privado —repuse yo—. Trabajo para la señorita Kucera. ¿Puede decirme dónde estaba usted esta mañana?—Aquí mismo. Tengo tres testigos para probarlo. ¿Quiere usted que los llame?—Puede que más tarde —Seguro que tenía testigos, reales o falsos—. ¿Se le ocurre a usted alguien que quiera ver muerta a la señorita Kucera?—¿A una mujer como ésa? Escuche, señor...—Fortune. Dan Fortune.—Escuche, señor Fortune. Lo sé todo sobre esa mujer y los hombres con que trata. Todos están casados. —Ahora se estaba abrazando los pechos y me miraba directamente a los ojos. Aquellos labios carnosos tenían una expresión triste, temblaban incluso, y en la voz se advertía una remota vibración. No era Grace Kelly, no. Era Ingrid Bergman. Las fantasías de Isabelle eran insidiosas—. La conozco, pero no quiero pelear con ella. No de ese modo. Paul es un buen hombre, un buen marido. Éste es su hogar. Y volverá conmigo, señor Fortune. Descubrirá que éste es el lugar que le corresponde.—Espero que así sea, señora Bambara —dije yo, lo cual, en parte, era verdad; Isabelle se merecía algo mejor—. ¿Está segura de que no se le ocurre nadie que pueda haberle disparado?—No, y yo le aconsejaría que se fijase usted en su pasado, señor Fortune.Parecía un buen consejo, de modo que regresé a la oficina e hice algunas averiguaciones sobre Eddie Bauer. Era ya a última hora de la tarde cuando lo localicé en un hotelucho del West Side. Estaba en casa, con una botella por única compañía. Era un tipo alto y enjuto, con barba de tres días y una expresión obstinada en el rostro. Me miró con desprecio.—No le conozco, amigo.Era Dan Duryea cuando se le acabó la suerte, o puede que sólo fuera mi imaginación. Quizá aquel largo día con el sombrío guión de Isabelle me hubiese reblandecido el cerebro. Me oí a mí mismo balbucear una respuesta.—Yo sí le conozco a usted, amigo. Voy a entrar.Humphrey Bogart. Se echó hacia atrás desganadamente, con las manos colgando. Me puse un cigarrillo en los labios y encendí una cerilla rascándola con la uña del pulgar.—Muy bien, Lou... Bauer —le dije—, quiero que me cuentes dónde has estado esta mañana, y que lo hagas bien.—¿Y a usted qué le importa, compañero? —dijo con desprecio Bauer/Duryea.Le conté lo de Isabelle y los disparos.—¿Está muerta? —preguntó sonriendo.—Le gustaría, ¿eh? —No lloraría demasiado, amigo, pero a mí no va a colgarme ese muerto. He estado aquí toda la mañana, y puedo probarlo. A éste le obligué a demostrármelo. Y lo hizo. Había estado jugando al póquer en el mismo edificio. De los cinco jugadores, uno de ellos era un policía fuera de servicio. Para entonces ya se había hecho la hora de irme a tomar una cerveza e incluso de cenar algo, así que me largué.Ni siquiera estaba seguro de que lo que la gente decía fuese lo que yo oía. Puede que sólo me estuviese imaginando un diálogo de acuerdo con el guión de Isabelle. Puede que los agujeros del bolso no fueran agujeros de bala. Puede que si me olvidaba de ello, todo el asunto se resolviese rápidamente.3
Jump cut: hacia el apartamento de Isabelle, allá en la calle Spring. Lunes por la tarde, casi por la noche. El apartamento es como el Greenwich Village de la Warner Brothers en los primeros años, igualito que en Reds: cajones de embalar de color naranja, una bañera cubierta haciendo las veces de mesa, librerías construidas con tablas y ladrillos. Excepto por todas aquellas fotografías que había en las paredes. Se habría podido encontrar el reparto de cien epopeyas de Hollywood con los actores y actrices que Isabelle tenía en las paredes.En el apartamento, los ojos de Isabelle, que acaba de llegar a casa del trabajo, brillan como los de Judy Garland cuando vio Oz por primera vez.—¡Han registrado el apartamento mientras yo estaba trabajando!El lugar está todo revuelto, tiene razón.—¿Qué falta?—No lo sé. No guardo dinero aquí. —Luego dio un grito—. ¡Puede que el diario! El hombre aquel que cojeaba es un detective privado, igual que tú. ¡Grace Kelly lo contrató para que me robase el diario y así poder enfrentarse a John Ireland!—Echemos un vistazo. —Yo intentaba por todos los medios aferrarme a lo poco que me quedaba de realidad. Con Isabelle, la realidad siempre encuentra la forma de escapársele a uno.El diario estaba donde ella lo había dejado, con todas las páginas intactas. Recorrí el reducido apartamento centímetro a centímetro con Isabelle, y ésta tardó un buen rato en echar algo en falta. Luego lanzó un grito.—¡El estuche nuevo de maquillaje!—¿Qué estuche de maquillaje?—Es como un maletín pequeño, ¿sabes? De cuero, y tiene dentro un montón de botellas y tarros de plástico. Pauli me lo regaló hace sólo un par de días para las clases de arte dramático a las que suelo asistir.—¿Te lo regaló Bambara?—Eso he dicho, ¿no?—Vamos a buscarle —dije yo.Cogimos un taxi para ir a la librería de viejo de la Sexta Avenida, e Isabelle consiguió que Paul Bambara hiciese un descanso para tomar café y se reuniera con nosotros en el Vesuvius Coffee Shop de Waverly. Bambara era un hombre pálido y descarnado, en la treintena, que llevaba unos pantalones Levis de pana, camisa de rugby y una chaqueta de tweed con coderas de piel de imitación que probablemente había comprado en alguna tienda de ropa de caballeros de la calle 14. Isabelle nos presentó. Él me dio un fuerte apretón e intentó parecer duro y turbulento, como haría John Ireland.Isabelle le explicó lo del registro y lo del maletín de maquillaje.—¿La caja que te regalé? ¿Y para qué iba alguien a querer una cosa así?—¡A lo mejor —dijo Isabelle, ávidamente— tu mujer quiere mis huellas! Recuerdo que una vez la mujer de Ireland consiguió las huellas dactilares de Gloria Grahame para poder comprobar si tenía un pasado criminal.Yo dije:—En el cuero no quedan marcadas las huellas, y en el plástico tampoco.—Y además no tienes antecedentes criminales —dijo Bambara. No pensé que aquel tipo continuase. El realismo no era el punto fuerte de Isabelle.—¡Puede —dijo Isabelle mordiéndose una uña— que quisiera algo que yo hubiese tocado, algo de mi cuerpo! Un cabello, a lo mejor. Como en aquella película de vudú en la que Agnes Moorehead hacía un muñeco con la forma de Gloria Grahame y le va clavando alfileres para hacerla morir.—¿Te encuentras mal? —le pregunté.—Todavía no, tonto. Sólo hace medio día que lo tiene.—Isabelle, esto es Nueva York, no Haití —Me mantenía aferrado con fuerza a mi psique—. Eso sólo funciona bien cuando uno cree en ello.—Bueno —hizo un gesto con la cara, casi como Shirley Temple—, a lo mejor sólo busca pruebas para pedir el divorcio. Quiero decir que aquello me lo había regalado Pauli.—Ángela no cree en el divorcio —indicó Bambara apesadumbrado.—¿Dónde compró el estuche, Bambara? —pregunté yo. —No lo compré, se lo cogí a Ángela —repuso Bambara—. Los vende, ¿sabe? Tiene un negocio de cosmética y maquillaje a medias con su hermano. Venta a domicilio, de puerta en puerta, como las señoritas de Avon. Sacan una buena pasta.—¿Por eso puede usted permitirse el lujo de tener alquilado ese apartamento? ¿Con el dinero que gana ella?—Desde luego, con el mío no podríamos permitírnoslo. —¿Le compró usted a ella ese estuche de maquillaje?—¡Demonios, no! Quiero decir que ella habría querido enterarse de para qué necesitaba yo un estuche de maquillaje de mujer, ¿verdad? Lo cogí cuando no estaba. Tiene tantos que ni siquiera lo ha echado de menos.Allí había algo raro. ¿Por que querría Ángela Bambara recuperar un estuche de maquillaje, uno más entre los cientos que tenía para vender? Suponiendo que hubiera sido ella quien se lo había llevado. Si es que no había sido otra persona.—¿Hay alguien que tenga motivos para andar detrás de usted, Bambara? —le pregunté—. ¿Alguien de su pasado?—Yo no tengo pasado —repuso Bambara. John Ireland todo el rato—. Sólo un montón de empleos de poca monta, como el que tengo ahora. Nunca he salido de Nueva York. Nunca he hecho nada de nada.—Ya lo harás —le dijo Isabelle fervientemente—. Tiene que haber algo de emoción en la vida, Pauli. Iremos tras ello aunque no logremos alcanzarlo. Puede que nos demos de bruces, que nos pudramos en México, que acabemos odiándonos, pero al menos habremos intentado atrapar nuestra gran ocasión.—Tiene razón, ¿no le parece, Fortune? —Me apretó un brazo como un buitre se agarra a la rama de un árbol—. ¡México, trabajar con las manos, vivir, aunque acabe por matarnos!Tenía en la voz aquel sueño imposible con el que John Ireland siempre conseguía conquistar a Gloria Grahame. Probablemente durase.—¿Seguro que no sabe qué motivos podría tener alguien para robar ese maletín, Bambara? —le pregunté.—Ni la más remota idea.Los dejé arrullándose por encima de un par de jarras de cerveza y viendo en la espuma atardeceres mexicanos. Subí andando por la Sexta Avenida y crucé la Octava en dirección a la oficina. ¿Por qué alguien había robado un simple estuche de maquillaje? ¿Por qué dispararle a una inocente como Isabelle? Un Humphrey Bogart que había en mi interior me susurró al oído: «Algo está pasando, muchacho. Seguro.» Decidí ponerle un cerco de estacas... a Isabelle.Stock shots: un hombre manco tirita en las sombras de noviembre mientras observa cómo una feliz pareja se divierte. El hombre manco no está pasando lo que se dice un rato maravilloso. El hombre manco sigue a la joven pareja. El hombre manco tiene frío. Oscurece, y el hombre manco advierte la presencia de otro hombre, bajo y fornido, que lleva puesto un impermeable negro. Ángulo de la cámara sobre el hombro del manco. El hombre bajo también observa a la joven pareja. ¡Premio!Hay una procesión. John Ireland y Gloria Grahame van cogidos de la mano. El hombre bajo, Peter Lorre, camina disimuladamente tras ellos. El hombre manco, yo, va detrás de Peter Lorre. Hasta que, por fin, Paul Bambara e Isabelle llegan al apartamento de ésta y suben. Peter Lorre mira hacia arriba hasta que se enciende la luz en el apartamento de Isabelle, luego se da la vuelta y se aleja. Fortune/Bogart piensa: «Pégate a este tipo, muchacho; él te conducirá hasta el pez gordo.»Seis manzanas después lo perdí. Se metió a toda prisa en un callejón, salió por el otro extremo y desapareció. No necesitaba un director para que me dijera que me habían descubierto. Al parecer Isabelle y Bambara no pensaban salir aquella noche. No tenía nada que hacer más que irme a casa. Me fui a casa.¿Han tenido alguna vez la sensación de estar hundiéndose en arenas movedizas? ¿De estar flotando en alguna densa nube de niebla en forma de remolino? Las arenas movedizas de la imaginación de Isabelle. La niebla de sus fantasías.Mi oficina-apartamento de una sola habitación estaba totalmente destrozada.Me costó una hora averiguar que no faltaba nada. Pero me habían desvalijado el archivo, habían tirado la harina por el fregadero, habían cortado el tubo de pasta de dientes, habían vaciado el azúcar y volcado todas las sillas. Me sentí como si me encontrara sobre una montaña rusa y lo único que pudiera hacer fuese desentenderme. ¿En qué se había visto metida Isabelle por culpa de sus fantasías? ¿En qué me había metido yo? Sonó el teléfono.—¡Danny! —gritó la voz de Isabelle—. ¡Pauli ha matado a una persona!4
Montage sequence: un detective manco corre por las oscuras calles de la ciudad. Una rubia de cara delgada con un mechón de pelo perfectamente arreglado que le cae sobre un ojo, un cigarrillo, y la alarma reflejada como si la hubiesen dibujado en aquella fina boca. Un hombre de treinta y tantos años con una chaqueta barata de tweed y expresión asustada sostiene una Luger humeante.—¿Quién demonios es ése? —pregunté.El cadáver yacía en el suelo del apartamento de Isabelle. El bajo y fornido Peter Lorre, el que los había estado siguiendo. Paul Bambara, que aún sostenía la Luger, estaba sentado en el sofá con los ojos clavados en el cadáver.—Joe Ciaccio —dijo—. Es mi cuñado. Él... intentó matarme.Bambara me contó toda la historia. Estaba solo en el apartamento esperando a que Isabelle volviera con una pizza para cenar, champiñones, anchoas, pimientos, todo eso. Cuando oyó que alguien llamaba a la puerta pensó que sería Isabelle que se habría olvidado las llaves. Fue a abrir. Él hermano de su esposa, Joe Ciaccio, lo metió en la habitación de un empujón y se puso a gritarle violentamente.—¿Qué le decía? —le pregunté yo.—No tenía ningún sentido, ¿sabe? Cosas como que yo era hombre muerto. Que si nos pensábamos que él y Ángela eran tontos. ¡Vaya un romance, con una que estaba empleada en una oficina de poca monta! ¡México! ¡John Ireland! ¡Gloria Grahame! ¿Acaso me creía que eran estúpidos? Una jovencita caliente y un vagabundo de mediana edad como yo. ¡Y, encima, Fortune metiendo la nariz por todas partes! Un detective de tres al cuarto, eso es lo que era.Bambara nos miraba fijamente.—Entonces... entonces sacó esta pistola. Se acercó a mí, gritándome en la cara. Yo me asusté. Quiero decir que parecía haberse vuelto loco. ¡Iba a matarme! Así que me abalancé sobre él. La pistola cayó al suelo. Los dos intentamos cogerla, pero yo pude derribarle de un golpe. Cogí la pistola y él agarró una lámpara de bronce. Arremetió contra mí de nuevo, sin dejar de gritar y maldecir. Yo... yo disparé. ¡Tenía que hacerlo! ¡Iba a matarme!En el silencioso apartamento, todos nos quedamos mirando al muerto.—Pero —dijo por fin Isabelle—, si él no creía que Pauli y yo estuviésemos enamorados, ¿qué es lo que se pensaba?Era la misma pregunta que me estaba haciendo yo. Y oí una débil respuesta en el fondo de la mente.—Isabelle, ¿cómo vais a llegar a México? ¿De qué pensáis vivir mientras Bambara se encuentra a sí mismo?—Pues vamos a vender todo lo que podamos, y Pauli piensa cogerle, en cierto modo «prestado», algo del dinero que su esposa gana en el negocio —Los ojos de la muchacha brillaban llenos de astucia—. Cuando lleguemos a México, compraremos un montón de marihuana y cocaína y después lo venderemos aquí con grandes ganancias. Conozco a muchos tipos que estarían dispuestos a comprarla.—¿Qué tipos? —pregunté.—Ya sabes, tonto. Gangsters y traficantes de drogas. Conozco a muchos. Le di una lista a Pauli y él pensaba hablar con ellos, pero después me dispararon y decidimos esperar.—¿Una lista? —inquirí—. ¿De traficantes de narcóticos? ¿Dónde está ahora?—La tengo yo —dijo Bambara. Sacó una hoja de papel muy manoseada escrita a máquina—. Nunca llegamos a usarla.—¿No contactaron con ningún traficante de droga?—No —repuso Bambara. Isabelle también movió negativamente la cabeza.—¿Pero ha andado por ahí con la lista encima? ¿La llevó a su casa? ¿La dejó a la vista encima de la mesilla cuando se fue a la cama, o se la guardó en el bolsillo de la americana?—Supongo que sí, claro.—¿E iba usted a tomar «prestado» un poco del dinero de su esposa? —le pregunté—. ¿Hizo averiguaciones sobre las cuentas de ella? ¿Se enteró de la cantidad que tenía? ¿Le dio un vistazo a los archivos de su esposa?—Hombre, claro —contestó Bambara—. Incluso hice averiguaciones en el banco.Supongo que debí de poner la misma cara que Paul Newman cuando se enteró de que a él y a Sundance todo les había salido mal.—Dan —me preguntó Isabelle—. ¿Sabes lo que está ocurriendo?—Puede —dije yo—. Creo que sí.Luego llamé al teniente Marx y le informé del tiroteo. Marx es el jefe de la brigada de detectives del barrio. Antes de diez minutos ya estaba allí con todo su equipo. Sus hombres se pusieron a inspeccionar el cadáver y el apartamento mientras Marx me escuchaba. Tenía los ojos vidriosos cuando le expliqué la historia de Isabelle y Bambara y le decía que tenía un atisbo de respuesta.—¿Puede probar algo de lo que dice, Fortune? —me preguntó Marx con algo de perplejidad en la voz. —Eso está hecho, hombre —respondí.Marx esperó hasta que los del equipo médico se hubieron llevado el cuerpo; luego les dijo a sus hombres que se llevaran a Bambara y la pistola a la comisaría, le advirtió a Isabelle que no saliese de la ciudad y me hizo una seña con la cabeza.—Bueno, Fortune. Demuéstremelo.Cuando nos marchamos, Isabelle estaba sentada con los ojos fijos en la pared y mirada ausente. Aquello me puso nervioso.5
En la segunda planta del edificio de piedra marrón de la calle 9, cerca de la Quinta Avenida, Ángela Bambara en persona nos abrió la puerta. Se quedó mirándome, y luego volvió los ojos hacia el teniente Marx. Lo conocía. Se tapó la boca con la mano.—¡Señor Fortune! ¡Teniente! ¡Algo le ha ocurrido a Paul!Puede que el mero hecho de conocer a Isabelle le haga a uno ver visiones. Aquella mujer era clavada a Ingrid Bergman, incluso ladeaba ligeramente la cabeza a un lado; los grandes ojos no acababan de mirarle a uno.—Señora Bambara —fue Marx quien tomó la iniciativa—, ¿puede decirnos dónde está su hermano?—¿Mi... mi hermano?Marx consultó el bloc de notas como si lo llevara todo escrito, maldita sea. Todos jugamos a veces.—¿Joseph Ciaccio?—Yo... no lo sé, teniente. Es decir, hace semanas que no he visto a Joe. Pero... ¿por qué le interesa a la policía?—Porque está muerto —dijo Marx—. Hace una hora que el marido de usted le disparó.—Porque él intentó dispararle a su querido Paul —intervine yo—. Ahora, ¿por qué imagina usted que él querría hacer una cosa así, señora Bambara?—¿Muerto? —Parpadeó mirando primero a Marx y luego a mí—. ¿Intentó matar a Paul? ¡No! ¡No les creo! ¡A ninguno de los dos! No me creo ni una palabra.Bergman hasta en el fino temblor del labio inferior; los ojos miraban a todas partes como pájaros atrapados en una habitación pequeña.Lo de Isabelle era contagioso. Tócalo otra vez, Ingrid. No había manera de que yo pudiera resistir.—Finge usted muy bien —le dije—, lo hace de miedo. Sólo que no le dará resultado. Ya no. Usted envió a su hermano Joe para que matara a su marido. Usted y Joe se habían metido juntos en todo este asunto. De ahí es de donde sale el dinero para pagar este apartamento. En efecto, ustedes se dedican a vender, pero no equipos de cosmética o maquillaje. Ustedes venden drogas, preciosa, usted y el pobre Joe. Lo venden en esos estuches de maquillaje, y por eso tenían que recuperar el de Isabelle. Estaba lleno de H, de C o de lo que sea que ustedes venden. Descubrió que Paul andaba metiendo la nariz en las cuentas bancarias de usted. Luego se encontró aquella lista de traficantes de drogas, oyó que Isabelle hablaba de México y se asustó. Intentó matar a Isabelle a tiros, hizo que su hermano la siguiera, registró mi apartamento después de que yo apareciese por aquí, y esta noche envió a Joe a matar a Isabelle y a Paul. Sólo que Isabelle había salido, Paul consiguió quitarle la pistola a Joe, éste ha muerto y usted está apañada.Entonces fue cuando Robert Ryan salió de la habitación. Un hombre alto que cojeaba y llevaba una gabardina y una Magnum 357. Ángela Bambara tenía una Luger de 9 mm que sostenía con ambas manos, y nos apuntaba directamente con ella.—¡Te lo dije, Mario! —gruñó Ángela—. ¡Son agentes de narcóticos! Esa maldita rubia y el sabueso. Embaucaron a Paul en plan amistoso para conseguir el estuche de maquillaje; luego investigaron mis cuentas bancarias y le dieron a Paul esa lista de traficantes. ¡Te dije que todo ese alocado número de escaparse-a-México-por-amor no era más que una gran representación!—De narcóticos los dos —convino Ryan/Mario—. Ahora tenemos, además, al policía. Hay que liquidarlos a los tres.Marx intervino:—Conque trabajando por tu cuenta, ¿eh, De Stefano? Al Don no le gustan los que trabajan a destajo. —El Don no se va a enterar.Yo conocía aquel nombre. Mario de Stefano, un cappo de la Mafia.—La chica también —dijo Ángela Bambara—. Y Paul.Era una joya, aquella mujer. Faye Dunaway dispuesta a destruir. Intenté sonreír, Burt Lancaster interpretando una escena de muerte. No funcionó. Iba a salir de escena como los extras de tercera.Pero no había contado con Gloria Grahame.Entró por la puerta del apartamento, que habíamos dejado entreabierta. Llevaba una ajada trinchera que se le ajustaba a la esbelta figura como una segunda piel. Con las manos en los bolsillos, sin sombrero, el pelo rubio suelto, el mohín húmedo de los labios, el cigarrillo colgando.—Tenía que hablar con ustedes, hacerles comprender. Pauli me necesita. Pauli tiene que ser libre. Ya sé que yo no valgo mucho, pero...Ángela Bambara se giró en redondo, chocó con un sillón y disparó a ciegas al techo. Mario De Stefano dio un salto, se tropezó con un cojín, disparó e hizo migas una lámpara y un espejo. Me abalancé sobre Ángela Bambara. Marx se ocupó de De Stefano. Sus hombres, apostados afuera hasta entonces, subieron a toda prisa por las escaleras y acabaron con ellos.Isabelle hacía pucheros. Le habíamos echado a perder la gran escena del enfrentamiento.Ángela Bambara la miró echando fuego por los ojos antes de que los hombres de Marx tiraran de ella y de De Stefano y los sacaran de allí.—¡Esta mujer no me engañó nunca! ¡Huir a México con alguien como Paul! ¡Una nueva vida! ¿A quién se pensaba que estaba engañando? ¡Supe que era una agente de narcóticos desde el primer momento! Isabelle levantó desafiante la delgada nariz, dejó que el humo del cigarrillo le cegara el ojo izquierdo, frunció el húmedo labio de G. G. y miró a Ángela Bambara. Yo no tuve corazón para contarle a Ángela o a De Stefano la verdad. Prestamos declaración en la comisaría. El polvo que tenía el estuche de maquillaje resultó ser PCP, polvo de ángel. El difunto Joe Ciaccio, Ángela Bambara y De Stefano lo habían estado fabricando en una habitación trasera del elegante apartamento y vendiéndolo luego bajo la tapadera del negocio de cosmética de Ángela Bambara. Poco más tarde yo estaba sentado en compañía de Isabelle en el local de O. Henry. —¡Es un auténtico mafioso, Danny! ¡Igualito que Marlon Brando!Suspiré, y ella continuó:—¡Pensaron en serio que yo era una agente de narcóticos! —Los ojos le brillaban de éxtasis—. Igualito que...Yo tenía bastante. Las fantasías de Isabelle habían matado ya a un hombre, y la próxima vez podrían matarla a ella. O a mí.—¡Basta! —le dije—. Tú no eres Gloria Grahame. Bambara tampoco es John Ireland. ¡De Stefano es un pobre hombre, no Marlon Brando!Ni siquiera me oyó.—Pauli regresará junto a Ángela. Al final, cuando Gloria Grahame lo abandona, John Ireland siempre vuelve al lado de su mujer.Me di por vencido. Isabelle siempre sería Isabelle.—¿Estará mucho tiempo en la cárcel, Danny? —me preguntó—. Me refiero a Ángela.—Mucho tiempo, preciosa —repuse yo—. Y cuando salga Pauli la estará esperando, igualito que Steve McQueen.Isabelle sonrió; aquellos brillantes ojos veían todo el camino que conduce a Hollywood.Fin