Publicado en
octubre 02, 2009
Era algo insólito incorporarlo a la familia... pero, ¿cuándo ha habido lógica en el cariño?
Por. Barnaby Conrád.
Un amigo nos lo envió a nuestro hogar en San Francisco, dentro de una jaula de pericos, con esta nota: "Es un zorro gris trepador de árboles; es huérfano, y tiene cinco semanas de nacido. Aliméntenlo con leche de perra cada tres o cuatro horas".
De momento, cualquiera pensaría que aquella bola de pelusa de color gris rojizo, poco mayor que mi puño, con su tupida cola, era un gatito. Pero las orejas grandes, como las de los felinos de las estatuas egipcias, los ojos de color verde pálido alrededor de húmedas aceitunas negras, y la nariz negra y puntiaguda, proclamaban que no se trataba de un gato.
Metí la mano en la jaula y, sin manifestar temor, la criatura me lamió los dedos y gimió de hambre. Averigüé que en el supermercado no vendían leche de perra, pero encontré lo que buscaba en una tienda de mascotas.
Mi esposa, Mary, posó cuidadosamente al zorrito sobre la mesa de la cocina y lo alimentó con un cuentagotas, mientras Michael, nuestro hijo de siete años, y yo observábamos. Temíamos que Samantha, la arrogante gata himalayo-siamesa, y Tomás, el cachorro de dogo, rechazaran al recién llegado. Pero la gata lo lamió de cabeza a rabo, y el perrillo le colocó enfrente su queridísima pelota de hule, invitándolo a jugar. El zorrito se tambaleó hacia adelante, frotó su nariz con la del perro, y así ambos trabaron amistad para siempre.
Durante el año siguiente, el dócil y cariñoso Zorri se convirtió en un bello animal gris, blanco y bermejo, con una cola magnífica de punta negra. Tenía un agudo y ladino sentido del humor: cuando jugaba con Tomás, disminuía el paso para que lo alcanzara el mofletudo cachorro, le pasaba la cola ante los ojos para aturdirlo y luego saltaba graciosamente a la repisa de la chimenea. Ahí se quedaba mirando a su frustrado perseguidor, con una sonrisa que en verdad le plegaba las comisuras del hocico.
Nuestros seis hijos lo adoraban, y él les correspondía. Por eso, el día que Zorri se escapó del patio y no volvió, los niños estaban abrumados por la pena; daban vueltas por la casa y sus alrededores, llorosos, junto con el gato y el perro, preguntándose dónde estaría su compañero de juegos. Pasaron varios días sin que hubiera noticia de zorro alguno en el encierro municipal de animales extraviados, ni respuesta al anuncio que publicamos en el periódico. Pensé que el animalito no sobreviviría expuesto a la hostilidad de la gran ciudad. Cuando llegó el fin de semana, pedí a los niños que se sentaran y traté —iluso de mí— de consolarlos explicándoles cuan afortunados habíamos sido al tenerlo un tiempo entre nosotros. Les aseguré que nuestro amigo estaba pasándola maravillosamente en el cielo de los zorros.
Pero Michael no se dio por vencido. "Zorri está tratando de volver a la casa, pero no sabe cómo", porfiaba.
Todos los días, cuando salía de la escuela, Michael se iba en bicicleta al Parque Lafayette, sitio al que muy probablemente un zorro acudiría. El chico se pasaba horas llamándolo: "¡Zorri! ¡Zorri!" Además, telefoneaba con frecuencia al encierro municipal, leía las columnas de objetos perdidos y encontrados, detenía en la calle a extraños para preguntarles, e incluso llamó a Herb Caen, conocido periodista, quien publicó en su columna una nota sobre el zorro.
Trascurrieron dos semanas. Michael habló por teléfono con Cárter Smith, popular animador de un programa radiofónico, quien se encargó de difundir el relato del zorro.
El decimoséptimo día después de la desaparición del animal, sonó el teléfono. "Habla el superintendente del garaje del funicular de la Calle Washington. Anda merodeando un zorro por aquí... podría ser ese del que hablan en la radio. Lleva un collar, pero no hemos podido agarrarlo".
Michael y yo saltamos al automóvil y nos dirigimos a toda velocidad a la estructura de ladrillo donde se guardan por la noche los funiculares. "Sale de ahí y se come nuestros emparedados", se quejaba el superintendente, y señalaba una gran abertura donde terminaba la rendija del cable. "Pero no lo agarramos, porque es muy rápido".
Michael gritó: "¡Zorri!"
Por el hoyo asomó la puntiaguda nariz, y después salió todo el hermoso cuerpo gris.
"¡Zorri!"
Ante la sorpresa del empleado y de varios trabajadores vestidos de overol, el zorro atravesó velozmente el patio y saltó a los brazos de Michael. Se me llenaron de lágrimas los ojos cuando aquellos hombres felicitaban al muchacho, y él abrazaba su mascota.
Daba pena ver lo mucho que había enflaquecido el animal. Nos detuvimos en una salchichería y le compramos su cena favorita: rebanadas de pavo. Él engulló un mordisco y luego saltó para lamernos, como si hubiera querido asegurarse de que estábamos allí, antes de despachar el pavo.
Mary, que era a quien el zorro más quería, estaba esperándonos en la sala. Tras un alegre saludo al gato y al perro, Zorri se acostó de lado. Luego se arrastró sobre la alfombra hacia Mary, produciendo una especie de canturreo, con la cabeza echada hacia atrás y la yugular totalmente expuesta: la máxima muestra de sumisión y devoción en el mundo de los zorros.
Y volvimos a ser una familia feliz.
© 1987 POR BARNABY CONRAD. CONDENSADO DEL SUPLEMENTO DOMINICAL DEL "TIMES" (I-III-1987) DE LOS ÁNGELES. CALIFORNIA.