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octubre 02, 2009
Mi padre vivió para crear belleza. Aunque su memoria estuviese dañada por el mal de Alzheimer, su ideal aún lo trasfiguraba.
Por Kelly Cherry (catedrática de literatura en la Universidad de Wisconsin en Madison, ha publicado cuatro novelas y dos libros de poesía).
EL AÑO en que mi padre era estudiante de posgrado en la Escuela Superior de Música de Chicago, tenía que cumplir con sus estudios, dar un recital, componer un cuarteto para cuerdas y un concierto para violín y orquesta, redactar una tesis y mantener a su esposa y a su hija. A menudo no comía en todo el día más que ensalada de lechuga con café. Estaba tan delgado como una cuerda de violín; su maestro de composición, un budista zen de Indianápolis, atribuía esto a la dieta vegetariana que le había recomendado. Mi padre procuraba complacerlo, porque deseaba, una buena calificación. El maestro pensaba que, con el organismo purificado, su alumno, quien mostraba un claro talento, lograría hazañas de creatividad nunca vistas en el aula.
Esto ocurrió un día: el profesor le pidió que pasara al pizarrón a escribir un rondó en tercera forma. Mi padre empezó a escribir música y no pudo detenerse. Las notas florecían como las campanillas de invierno; como el azafrán. Tres pizarrones quedaron llenos. ¡Qué victoria para el profesor vegetariano! Después, el mentor invitó a cenar a mi padre, para celebrar. En el restaurante les llevaron la minuta, y el talentoso joven ordenó: "A mí, tráigame un filete".
Me gusta contar esta anécdota porque en ella papá hace algo por sí mismo. Tiene la oportunidad de disfrutar de una comida decente. .. y la aprovecha. Aquella debe de haber sido la única ocasión en su vida en que no les cedió el paso a otros por obligación, por timidez o por su tendencia a menospreciarse.
LA VOZ de mi padre, en la grabación en que cuenta esta anécdota, se oye débil. Estábamos sentados, hace cuatro años, ante la mesita de la cocina, en la casa de mis padres en Inglaterra, adonde habían ido a vivir y a escuchar buena música.
Papá mismo hizo aquella mesa, igual que la primera de mis recuerdos, en Ithaca, Nueva York, que tenía una cubierta de linóleo, y junto a la cual mi madre y él solían sentarse después de alguna función del cuarteto de cuerdas. Platicaban de cómo había salido y por qué el condenado chelista no les daba la duración debida a las notas de Acudid a Jesús.
Éramos muy pobres en Ithaca. Nuestro apartamento constaba de varias habitaciones en hilera, tres pisos arriba de una tienda de abarrotes, sin ascensor. Pero mamá y papá, después de los conciertos, encarnaban la alegría misma; eran una prueba palpable de que en cualquier parte puede crearse belleza. Mi madre lucía alguno de sus vestidos de gala para los conciertos, y mi padre, guapo como un actor de cine, vestía de rigurosa etiqueta. Cuando tocaba el violín, se convertía en una persona poderosa, brillante. A menudo decía que la música era un idioma. Cuando hablaba "en música", lo que expresaba resultaba clarísimo, y su voz poseía autoridad.
Su voz en la cinta se oye débil porque padecía de enfisema. Mis padres fumaban mucho.
La razón de que esté yo escuchando tan atentamente la grabación es que en ella no se percibe señal alguna de trastorno mental. Le pregunto a mi padre lo que recuerda de su niñez en aquella gran casa de la Avenida Oakland, en Rockhill, Carolina del Sur. Unos robles copudos se alineaban en la acera. En primavera, los junquillos parecían bombillas eléctricas florales, con su resplandor de oro. La casa tenía pisos de parqué, altos techos y una habitación para los niños. Durante varios años después de que naciera mi padre, la familia vivió en la prosperidad; luego se empobreció, y él recuerda el cambio que sufrió la atmósfera de su hogar, como si la casa misma hubiese envejecido. Lo recuerda todo; posee memoria ágil y minuciosa.
Pero pocos años después, cuando alguien le pregunta el apellido de sus vecinos, responde, desconcertado: "De veras, no lo sé". Parece que sus ojos trataran de escabullirse, como ratones asustados. Así comienza el horrible fin.
MI PADRE trabajaba de ujier del Teatro de la Orquesta, en Chicago. "Eso fue lo más maravilloso que me ocurrió en la vida", afirma en la grabación. "Mischa Elman, Heifetz, Milstein, ¡Dios mío!, a todos los escuché. Pero, entre los violinistas, nadie podía compararse con Kreisler. Él era el mejor".
Le pregunto qué tenía de especial Fritz Kreisler, y responde: "Creo que más que nada, era su timbre; la consumada belleza de su sonido. Tenía un vibrato intenso; pero también era su forma de manejar el arco. Podía sostener una nota indefinidamente. Aquello era de una hermosura inenarrable. Los ojos se me llenaban de lágrimas".
Ese era mi padre, y tal su sensibilidad a la belleza musical y su apego a las normas casi inalcanzables que fijaba para sí mismo y para los demás. En su voz asoma el desprecio cada vez que menciona a un músico que él considera menos que "excelente" o "sublime". Y mi madre es aún más exigente. Ambos se odiaban a sí mismos por no ser violinistas perfectos, o, simplemente, personas perfectas.
SE PRONUNCIARON al fin las palabras que nos negábamos a escuchar: mal de Alzheimer. Esta última palabra empieza con un chirrido, parecido a los que produce un niño poco talentoso en su primera lección de violín.
Mi padre sabe que algo anda mal. Se queda silencioso. (El hecho de que apenas le quede aliento para hablar le sirve de excusa.) Si no dice nada, nadie sabrá que tiene dificultades para encontrar las palabras apropiadas. Es muy listo. Cuando se le pregunta qué año es el que corre, guiña un ojo y responde que es El año de la vida peligrosa, título de una película que yo le había comentado recientemente.
En las últimas etapas del mal de Alzheimer, el paciente ya no tiene memoria; carece de pasado; en suma, ha perdido la personalidad. Su cuerpo es como una casa abandonada por la mente. Pero, ¡qué ironía!, sabe lo que le está ocurriendo; Jo niega, pretende que no es tan grave, hasta que lo invade una sensación de pérdida, como si lo hubiera abandonado un ser amado. Su mente, esa leal amiga, se ha ido.
Ya no puede vestirse por sí solo, ni llegar al cuarto de baño. Camina encorvado, a pasitos cortos y recelosos. Aparece el reflejo del "puchero": un fruncimiento de los labios. No tiene ya fuerza de voluntad, porque no puede recordar un pensamiento el tiempo suficiente para que le sirva como base de un acto.
Pero en el caso de mi padre hay una ironía más: hace años, mucho después de la edad en que se supone que las personas ya no pueden cambiar, él empezó a cambiar. Jubilarse había sido una bendición: por primera vez desde niño, no tenía que trabajar, y podía relajarse. Se ponía un sombrero irlandés de pescador, se envolvía el cuello con su gruesa bufanda inglesa, tomaba su bastón y sacaba a pasear al perro, sujetándolo con una traílla. Se detenía a hablar con los niños. Le tomó inmenso cariño al viejo caballo que siempre encontraba pastando, y le llevaba terrones de azúcar. Platicaba con los transeúntes, y hacía amistad con los vecinos. Sencillamente, era más feliz que en cualquier otra época de su vida, salvo cuando había tocado cuartetos.
TODO EMPIEZA a suceder rápidamente. Un día, lo encuentro de pie, mirando absorto el reloj, cuya música se oye en ese momento. Después de un rato, me doy cuenta de que no está tratando de averiguar la hora: intenta comprender por qué alguien dispuso los números en círculo, dificultando así sumarlos o restarlos. Me coloco detrás de él, y le tomo la mano. Tiene los nudillos tan hinchados por la artritis que le sería imposible tocar el violín. La ridícula pregunta que me bulle en la cabeza es: ¿por qué se frustran los sueños inofensivos de personas buenas y trabajadoras?
Mi madre se debate entre la furia y la compasión. Si se permite sentir lástima por él, entonces da rienda suelta a su propio pesar y a su temor. Mi padre desea ayudar en los quehaceres de la casa, y trata de prepararle una taza de chocolate a ella; el chocolate se derrama. Él retira la ollita del quemador y la coloca sobre un estante para platos, que es de plástico; el estante se quema. Pone entonces la ollita sobre otro quemador, y el plástico adherido a la parte baja del recipiente se funde y gotea dentro de la estufa; dos quemadores se han estropeado. Mi madre le grita a mi padre. Él se retira a su habitación, avergonzado. Ella se queda en la cocina, temblando; llora y se maldice por su carácter explosivo. Entonces me ve. "¿Qué estás haciendo allí?", vocifera. "¿No tienes otra cosa que hacer más que ver a dos viejos pelearse?"
Hay días en que todo parece marchar bien. Pero acaso papá menciona demasiado mi nombre. Kelly, ¿trajiste la correspondencia? Kelly, me gusta cómo te peinaste. Kelly, Kelly, Kelly. Tal vez así se recuerda a sí mismo quién soy. Pero luego vienen los otros días: no habla; no nos mira siquiera. Sólo comprende una cosa: el mundo se ha vuelto amenazador, pues está lleno de objetos engañosamente inofensivos, como ollas y estantes para platos, que pueden volverse contra él. Cuando le hago una pregunta, comprendo que su cerebro es como una casa saqueada de sus preciosas posesiones. En esos días, mi padre no es el único que encuentra incomprensible la vida; yo me pregunto qué significa ser persona cuando una acumulación de lesiones cerebrales, un amasijo de nudosidades neurofibrilares y placas neuríticas en el hipocampo y el neopalio de la corteza pueden privarnos de toda identidad.
NOS SENTAMOS en tres sillas, en hilera, frente al televisor. Papá se ha puesto el suéter que yo le envié como regalo de Navidad. Esta noche, Pinchas Zukerman interpreta el Concierto para violín y orquesta de Beethoven, con la Sinfónica de Londres, en el Festival Hall. La música es para él una afirmación.
Miro a mi padre y me doy cuenta de que el bueno de Pinchas Zukerman está tocando un violín de cinco cuerdas: la quinta es invisible y se extiende desde el televisor hasta un asombrado y frágil anciano, que viste un suéter muy querido. El mismo hombre que un día, cuando Oistrakh tocaba aquel concierto en el fonógrafo, comentó: "¡Dios mío! Esto desgarra el corazón, ¿verdad?" La música corre por ese hilo, y él teje con ella la trama de su vida; así me enseña lo que significa consagrar la vida a algo que se ama.
Durante la cadenza, una vez más, es él mismo en plenitud. Por medio de la música conoció el mundo, y por medio de ella se conoce a sí mismo.
Sus manos, esas pobres manos artríticas, descansan a ambos lados de su cuerpo, medio cerradas. Pero de pronto la izquierda empieza a moverse con la digitación del Concierto para violín y orquesta de Beethoven, junto con la interpretación de Zukerman. Mi madre también lo ve: él todavía puede tocar el violín de su mente.
MÁS TARDE, me voy a mi cuarto y vuelvo a escuchar la grabación desde el principio, mientras hago mis maletas. La voz de mi padre me habla, pero no siempre sobre música; él tenía un maravilloso sentido del ridículo, que a veces utilizaba para aminorar su propia seriedad. Casi en cualquier ocasión podía citar alguna frase absurda que venía al caso. Yo quisiera saber hasta qué punto se refería conscientemente a sí mismo cuando, para probar si nuestra grabadora estaba funcionando bien, recitó unos versos absurdos, según él de Lewis Carroll. En aquel momento yo no tenía la menor idea de que estábamos volcando en aquella grabación todo un mundo, una vida que ya empezaba a desvanecerse. Entre sofocos y risas, luchando por cobrar aliento, recita estos versos:
Si meto por casualidad
los dedos en melaza
o el pie derecho, atolondrado,
en el zapato izquierdo,
me da por llorar
y por recordar
a un anciano que conocí
con ojos como brasas
y que bufaba cual búfalo,
sentado en un zaguán.
© 1987 POR KELLY CHERRY, CONDENSADO DE "COMMENTARY" (JUNIO DE 1987). DE NUEVA YORK. NUEVA YORK. FOTO: RAY FISHER/VIOLIN: CORTESÍA DE JACQUES FRANCAIS.