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octubre 02, 2009
El 23 de febrero de 1987, en la cima de una remota montaña del norte de Chile, un joven canadiense, dejó su huella indeleble en los anales de la astronomía.
Por John Tierney.
"He aquí que, precisamente encima de mí, apareció de repente una estrella desconocida, que despedía un intensísimo resplandor. Quedé atónito; a tal grado, que desconfié de lo que veían mis ojos".
FUE EN 1572 cuando el espectáculo de una supernova, una estrella agonizante, asombró a Tycho Brahe, el gran astrónomo danés, que escribió sobre el suceso en su obra De Nova Stella. En 1604, Johannes Kepler, el famoso ayudante de Brahe, también presenció uno de esos fenómenos. Y eso fue todo durante los siguientes 383 años. Nadie localizó otra supernova visible a simple vista sino hasta febrero de 1987, cuando Ian Shelton, una noche en la que casi echó a perder su telescopio, descubrió una.
Pero Shelton no es un astrónomo de la talla de Brahe y Kepler, sino un canadiense de 31 años, obsesivamente trabajador, que abandonó sus estudios en dos universidades. En el momento de su descubrimiento era astrónomo residente en el norte de Chile, al servicio de la Universidad de Toronto, Canadá, la cual no lo hubiera admitido en su programa de astronomía para graduados porque sus calificaciones eran muy bajas. Fue una casualidad que viera primero que nadie la supernova; en eso está de acuerdo todo el mundo: tanto Shelton, como los cientos de astrónomos que se apresuraron a presenciar a través de sus telescopios el acontecimiento astronómico del siglo.
Ese es uno de los atractivos de la astronomía: que un novicio puede intervenir de manera decisiva. Entre las almas solitarias que pasan las noches en sus observatorios de las montañas hubo consenso general respecto a que nadie merecía más que Ian Shelton el honor de haber descubierto la supernova.
Esta nueva celebridad del ámbito astronómico creció en Winnipeg, donde sus padres ejercían ambos la medicina, en una casa típica de los suburbios. . . típica en todo, excepto por el observatorio de tres metros de altura que Ian construyó en el patio trasero. En 1981, el joven de 23 años se mudó a un pico de 2250 metros de altitud, en Chile.
Para llegar ahí, al monte de Las Campanas, se viaja dos horas en auto hacia el norte, desde la población costera de La Serena, por las faldas de los Andes, atravesando vastos valles poblados de cactos y matorrales, en el desierto de Atacama. Es uno de los mejores lugares en la Tierra para observar el cielo; por eso, muchos norteamericanos y europeos se han dedicado los últimos 20 años a instalar en tres cumbres del norte de Chile los telescopios más grandes de que disponen.
Los cientos de personas que trabajan en los observatorios chilenos permanecen ahí una o dos semanas, y luego regresan unos días a la civilización. Shelton era el único que vivía en la montaña, y era tal su celo, que en sus asuetos se quedaba contemplando el firmamento por la noche, y conservando el telescopio en buen estado durante el día.
EL CIELO SE ENNEGRECE
La noche del 23 de febrero, como de costumbre, Shelton estaba trabajando por cuenta propia en las instalaciones del Observatorio de Las Campanas. Ya había terminado sus labores oficiales: había verificado que el telescopio de 61 centímetros de la Universidad de Toronto estuviera dispuesto para la visita de cierto profesor. A veces se le permitía usarlo, pero no con la frecuencia que él deseaba; por eso, aquella noche se encontraba tiritando en un edificio cercano, de un solo piso.
El edificio, construido con bloques de concreto, tenía en su interior un pequeño telescopio, un astrógrafo abandonado desde hacía algunos años. El instrumento medía 25.4 centímetros de diámetro, y sólo servía para tomar fotografías de amplias zonas del firmamento. La mayoría de los astrónomos prefieren usar telescopios potentes para amplificar un sitio determinado. Cuando Shelton llegó a Las Campanas, aquel astrógrafo no se había usado desde tiempo atrás, pues se había perdido el manual de instrucciones y nadie sabía operarlo. Shelton lo reparó y, en 1986, lo utilizó para fotografiar al cometa Halley.
Pero el techo del edificio era un problema: el mecanismo para descorrerlo estaba trabado. Shelton tuvo que encaramarse para empujar la lámina corrugada. Apuntó el telescopio hacia el sur, hacia la compañera más cercana de la Vía Láctea, una galaxia satélite llamada la Gran Nube de Magallanes. No tenía un motivo particular para fotografiarla; sólo deseaba ver cómo funcionaba el equipo durante una exposición fotográfica de tres horas.
En cuanto terminó la exposición, comenzó a tomar otra fotografía. A eso de las tres de la mañana, el cielo se ennegreció de repente. "Todas las estrellas comenzaron a desaparecer", relata Shelton. "De pronto, el telescopio quedó en posición horizontal por un golpe. Yo no sabía qué pasaba. El viento aullaba, y no se oía nada más". Cuando se dio cuenta de que el viento estaba cerrando el techo, ya era demasiado tarde para detenerlo. A tientas, en la oscuridad (la luz de una lámpara sorda habría echado a perder la fotografía), verificó que el telescopio no se hubiera estropeado con el movimiento del techo. Cansado y disgustado, pensó en irse a dormir.
Sin embargo, tenía que ir primero a revelar la placa de la exposición. En el cuarto oscuro, lo dejó confuso una enorme mancha redonda en la foto. Lo primero que pensó fue que era un defecto de la placa, pues no había estrellas tan brillantes en esa región. Pero luego se dijo: "¡Es un defecto enorme!"
No pudo correr inmediatamente a echarle otra mirada al cielo, pues no había terminado de revelar la placa. Salió en cuanto le fue posible. La mancha brillante se veía claramente.
Se trataba de un punto titilante, al sur, aproximadamente de quinta magnitud, comparable con las no muy luminosas estrellas de la Osa Menor, y situado a unos 170,000 años luz de la Tierra. Se hallaba cerca del brillante borrón de gas y polvo llamado "30 Dorado", o sea, la nebulosa de la "Tarántula". Shelton había tomado una foto de aquella zona la noche anterior, y no se veía en ella ninguna mancha radiante.
SE DESATA EL PANDEMONIUM
Shelton fue al observatorio, donde estaba instalado un telescopio de 101.6 centímetros. Ahí se encontraban Barry Madore, profesor de la Universidad de Toronto, y Óscar Duhalde, técnico chileno. Shelton procuró que no se notara la emoción en su voz, al preguntar:
—¿Qué opinan de un objeto de quinta magnitud en la Gran Nube de Magallanes?
—Debe de ser una supernova —contestó Madore.
Duhalde asintió con la cabeza.
—Sí. Yo la vi como a las 2 —señaló—, cerca de "30 Dorado".
En esos momentos, Duhalde comprendió por qué la nebulosa de la "Tarántula" le había parecido insólitamente luminosa dos horas antes, cuando fue por un café y salió unos instantes. Pensó en mencionarlo al regresar, pero el trabajo lo absorbió. Así pues, tendría la frustrante distinción de haber sido quizá el primero que vio la supernova, pero el segundo en dar parte de ello.
La Unión Astronómica Internacional difundió la noticia por todo el mundo. Madore anotó sobre el avistamiento, en el registro del observatorio, que era "el sueño de todo astrónomo hecho realidad".
En unas horas, se había extendido el pandemónium por los observatorios del Hemisferio Austral, desde Chile hasta Sudáfrica y Australia. Hubo un raro momento de comunión: todos los telescopios apuntaban a un punto; todos los observadores del cielo contemplaban lo mismo. Era la primera vez que los astrónomos modernos tenían la oportunidad de estudiar, a una distancia relativamente corta, un fenómeno considerado esencial en el origen y la evolución de la vida en la Tierra.
Se cree que el material de construcción de nuestro cuerpo y de nuestro planeta, desde el carbono y el oxígeno hasta el silicio, el hierro, la plata y el oro, se formó en antiguas supernovas. Los teóricos han concebido una complicada explicación de cómo ocurrió eso, y luego dichos elementos fueron arrojados al espacio. Esa teoría es mejor que los datos aislados. Se basa en observaciones de ciertos antiguos restos de materia, en señales de radio procedentes de los pulsares (diminutas estrellas de neutrones que siguen girando después de que han hecho explosión las capas externas de las estrellas originales), y en la débil luz de las 12 o 13 supernovas avistadas cada año en galaxias distantes.
Pero, en esta oportunidad, cuando los astrónomos podían verla de cerca, la supernova no se comportaba como se esperaba. Supuestamente, su brillo aumentaría muchísimo en el término de dos semanas, pero la intensidad no varió durante semana y media, y luego aumentó de manera uniforme en los dos meses siguientes, hasta llegar a una magnitud de 2.88 (el número se reduce en la escala conforme se incrementa la intensidad). A fines de mayo empezó a declinar, hasta llegar más o menos a 5 a mediados de julio.
UN LUGAR ESPECIAL
Se suscitó la cuestión de qué había estallado. Según la creencia más aceptada, debía de ser una estrella roja supergigante, pero en las fotografías tomadas de esa zona del firmamento antes del estallido no aparecía ninguna estrella de tal índole. "Es una supernova muy, muy extraña... o tal vez nos lo parece sólo porque la hemos estudiado tan detalladamente", opinó Nicholas Suntzeff, astrónomo del Observatorio de Cerro Tololo, unos 130 kilómetros al sur de Las Campanas. En las fotografías previas a la explosión figura, en efecto, una estrella conocida como "Sanduleak-69°202", pero era una supergigante azul, considerada demasiado joven y pequeña para estallar. ¿Fue otra cercana la que se convirtió en supernova? ¿Estaba "Sanduleak" todavía ahí? A principios de abril se esclareció que "Sanduleak" era la supernova.
A pocos metros del observatorio de Suntzefí, Jaymie Matthews, estudiante de la Universidad del Oeste de Ontario, observaba espectrogramas de la nube de la supernova. Una computadora imprimía una gráfica de diversas longitudes de onda de la luz procedente del luminar. Jaymie se proponía averiguar lo que ocurría dentro de la supernova a medida que la nube formada por sus restos se expandía a 17,700 kilómetros por segundo.
"Se han acentuado los indicios de helio y sodio", advirtió, señalando dos crestas en la gráfica. "Tal vez esta línea sea de carbono... la opinión de usted es tan buena como la mía. Lo que sucede es que la nube está expandiéndose y enfriándose. Conforme se dispersa, se empieza a ver el material que hay debajo. No obstante, todo se mueve en tantas direcciones, y aparecen tantas cosas en el espectro, que quizá tardemos años en descifrarlo".
Gracias a su descubrimiento, a Shelton se le dio la oportunidad de observar la supernova durante varias semanas con el telescopio de 61 centímetros, en vez del pequeño astrógrafo. Como muchos otros, no comprendió con claridad lo que sucedía en aquel punto de luz. "Se me figura una monstruosa cápsula que se ensancha... como si nuestro Sol aumentara de tamaño", explica. "Pero no es posible hacerse una idea de la velocidad ni de la violencia con que esto ocurre. La supernova es billones de veces más luminosa que el Sol... y un billón no significa nada en nuestra mente".
Los teóricos pronosticaron que la supernova sería visible sin telescopio por lo menos durante algunos meses, y con telescopio durante uno o dos años. Shelton decidió estudiar astronomía en la Universidad de Toronto, y fue aceptado, a pesar de sus calificaciones.
Dejar Las Campanas, donde vivió cuatro años, significó para Shelton abandonar un lugar muy especial. A él le gustaba salir al aire libre en las noches claras de invierno, mirar al cielo y reflexionar. "Se tiende uno boca arriba y contempla el firmamento", explica. "Entonces parece que los planetas están más cerca, que la Gran Nube de Magallanes queda a las afueras de la galaxia". La Vía Láctea llena todo el panorama. En el Hemisferio Boreal no se alcanza a ver el centro de la Vía Láctea, pero en Las Campanas se alza la vista y ahí está la franja de polvo que rodea el centro. De repente todo adquiere sentido: uno sabe que formamos parte de "la galaxia".
© 1987 POR JOHN TIERNEY. CONDENSADO DE "DISCOVER" (JULIO DE 1987) DE NUEVA YORK. NUEVA YORK.