Publicado en
octubre 14, 2009
Acompáñenos en la carrera más formidable del mundo.
Por Selwyn Parker.
EN UNA PLAYA cercana a Auckland, la ciudad más grande de Nueva Zelanda, 524 musculosos atletas miran el oleaje. Yo estoy entre ellos. Clavando los ojos en una boya amarilla, a 1.6 kilómetros de distancia, me pregunto si he perdido el juicio. A mis 51 años de edad me estoy embarcando en la prueba deportiva más difícil del mundo; tan extenuante que, según se dice, lo lleva a uno "al borde de la locura".
Se trata de la carrera Ironman. Cuando el capitán de fragata John Collins la concibió en Hawai, en 1978, hubo quien predijo que los competidores morirían de agotamiento. Collins combinó en un solo reto desquiciante, 3.9 kilómetros de natación en aguas turbulenras frente a la playa de Waikikí, con un circuito ciclista de 180 kilómetros y dos días de duración en la isla Oahú, y con el maratón de Honolulú. Los resultados fueron tan buenos, que en la actualidad se celebran anualmente siete carreras Ironman en todo el mundo. Esta, la de Auckland, es una de ellas.
Suena el disparo de salida, y la multitud de competidores pega la carrera y se zambulle. En la primera carrera Ironman no hubo más que 15 participantes, y sólo 12 la terminaron. Ahora tengo que batallar para abrirme espacio y poder nadar.
El corazón me late con una fuerza alarmante. Calma, digo para mis adentros. Te queda un largo trecho por nadar.
Nos vamos separando poco a poco, y alcanzo un ritmo uniforme. Una fuerte brisa levanta cabrillas en el puerto de Auckland. Comienzo a preguntarme si llegaré siquiera a la boya. Algunos de los mejores participantes nadan 25 kilómetros por semana. Yo, haciendo malabarismos para cumplir con las obligaciones de la familia, el hogar y el trabajo, sólo he podido nadar cuatro.
Para ahorrar energía doy brazadas tranquilas, sin prisa. Al igual que los demás competidores, temo sentir esa debilidad extrema, acompañada de temblor, que indica que las reservas de combustible del cuerpo se han agotado. Un participante de la carrera Ironman consume entre 400 y 800 calorías por hora, lo cual es demasiado para reponerlo con comida normal durante el certamen. Por eso, en los dos últimos días me llené de alimentos ricos en carbohidratos, como pasta y pan.
Al cabo de 40 minutos de meneo en el agua llego a la boya. Empiezo a cansarme. Esto es más difícil de lo que pensé, me digo. Debí entrenarme más. Pero recuerdo a Keith McPherson, un competidor que perdió un brazo en un accidente automovilístico. Debe de estar un kilómetro atrás, luchando tenazmente con las olas. Su reto consiste en volver a la orilla dentro del tiempo límite de dos horas y cuarto. Entonces, avergonzado, me apresuro.
Al cabo de una hora aún me faltan más de 300 metros para llegar a la playa. Como cada vez braceo con menos fuerza, me arrepiento de haber dedicado buena parte de mi entrenamiento al ciclismo y la carrera a pie. Siento los brazos como si fueran de plomo, y la cabeza me palpita dolorosamente porque las gafas protectoras me aprietan. Pese a todo continúo unos minutos, a solas con mi agonía. De repente, al volver la cara para respirar, veo algo en el horizonte. ¡Una palmera! Pronto distingo casas y oigo aplausos lejanos. Unas brazadas más y siento que la arena me raspa los pies. ¡Lo logré!
Apenas piso la orilla, comienzo a quitarme el traje de neopreno. Cerca de mí un compañero cae de bruces, pero se levanta de inmediato y sigue adelante a tropezones. Ninguno de nosotros puede perder ni un segundo. Tambaleante, atravieso la arena en dirección al vestidor. Estoy a punto de emprender una carrera de 180 kilómetros en bicicleta, y mis piernas parecen de gelatina. Cuando decidí participar en esta competencia, mi hija de 14 años, Niamh, me dijo:
—Te vas a morir.
Ahora veo a qué se refería.
Mi equipo de ciclista me espera en el vestidor: la bicicleta de carreras de 14 velocidades, el casco, los anteojos para sol, un suéter de tela fresca, zapatos especiales, una bolsa de comida rica en carbohidratos, pantalones cortos de algodón con entrepierna acolchada de material sintético y dos neumáticos de repuesto extra resistentes. Los reventones siempre son un fastidio, pero para un competidor exhausto, con las manos entorpecidas, pueden resultar aun más exasperantes.
Con las piernas frías y tiesas por la natación, monto en mi bicicleta y pedaleo hacia las colinas. Me uno a un grupo de ciclistas que van marcando el paso, y pronto me acostumbro al ritmo. Después de los suburbios de Auckland pasamos por unas dehesas. Más adelante está la costa del Pacífico, con sus imponentes cuestas en zigzag. La temperatura va acercándose al punto máximo del día de hoy, que será de 28° C.
Cuando comienzo la primera subida, y la más dura, de las cercanías de la bahía Kawakawa, el competidor profesional que va a la delantera ya se precipita cuesta abajo a 80 kilómetros por hora, ladeándose por las sucesivas curvas. Me lleva casi una hora de ventaja, y se ve tan dueño de sí que me molesta. El estadounidense Scott Molina ocupa el segundo lugar. Este hombre, apodado "Terminator" por las enormes distancias que recorre en sus entrenamientos, me dijo hace unos días: "Hasta se le olvida a uno lo extenuantes que son estas pruebas". Si a él le parecen tan extenuantes, pensé, ¿Qué me espera a mí?
Algunos competidores de triatlones como este tienen una facilidad natural para ascender en bicicleta, y lo hacen con gran desenvoltura. Yo no. Cada subida es para mí una visita al purgatorio. Me duelen los muslos, porque el esfuerzo extremo causa en los músculos una acumulación de ácido láctico. También me duele la parte baja de la espalda, y voy jadeando. Pero tengo breves descansos cuando tomo las curvas de bajada y el aire se mete por las aberturas de ventilación de mi casco.
Casi a la mitad del recorrido veo adelante a Tony Jackson, tres años mayor que yo y mi principal contrincante en la categoría de 50 a 54 años. No somos los más viejos de la competencia, aun teniendo 20 años más que el promedio de 32. Hay diez competidores en nuestra categoría, ocho en la siguiente, que va de 55 a 59 años , y tres en la de 60 o más. El participante de mayor edad en esta ocasión es el neozelandés Bill Janes, de 65 años. Pero es un mozalbete comparado con Jim Ward, de Seminole, Florida, que a los 76 años ha sido el competidor de más edad que ha terminado una carrera Ironman. Lo hizo en Hawai, en 1993, con un tiempo de 16 horas y 35 minutos.
Me faltan 80 kilómetros y me siento bien. Sin duda estoy en mejores condiciones físicas que el compañero que iba delante de mí y que se ha detenido para vomitar. Deshidratación, me digo. Es una amenaza para todos nosotros. En ciertas carreras, un atleta puede perder líquido a un ritmo dos veces mayor que aquel al que puede reponerlo. Los competidores de triatlón aprenden a reconocer los síntomas, que pasan rápidamente de hormigueo en los músculos a mareos, náuseas y vómito.
Escarmentado, tomo agua de mi botella. Poco después llega el momento de emprender el descenso de vuelta a la bahía Kawakawa. Al salir de la última curva para llegar a la planicie me cruzo con Keith McPherson, que está iniciando el ascenso. Terminó de nadar diez minutos antes de que se cumpliera el tiempo límite. Se ve contento. Le grito para saludarlo. En el manillar de su bicicleta, las palancas de los frenos y de los cambios están montadas del lado izquierdo para que pueda moverlas con su única mano.
Tras la señal de los 154 kilómetros vendrá la temible colina Sandstone, con su siniestra pendiente de diez minutos. Y el maratón que me espera no deja de pesar en mi ánimo. La pista se ha despejado y tengo poca compañía. De todas formas, como está prohibido colocarse detrás de otro ciclista para aprovechar el efecto de su esfuerzo al ir cortando el aire, el espacio que guardamos entre unos y otros no nos permite charlar.
Adelante distingo a Tony Jackson, y en pocos minutos lo alcanzo. Ocho competidores iniciamos juntos el ascenso por la colina Sandstone, manteniendo cada cual del anterior la distancia reglamentaria de cuatro bicicletas. Para la mayoría, estos son los diez minutos más largos de la carrera. El camino despide calor en oleadas trémulas. Me escurre sudor por debajo del casco a los anteojos. Lo único que me sostiene son los gritos de los espectadores que bordean la subida; eso, y la esperanza de culminarla.
Por fin, una brisa fresca me azota el rostro. Consulto mi reloj. Creo que concluiré esta etapa en seis horas y cuarto. Me agacho sobre el manillar para iniciar un eufórico descenso. Pero al pie de la pendiente oigo una explosión, como las que producen a veces los escapes de coche; en seguida siento que el aro de mi rueda trasera roza con el asfalto. ¡Un reventón! Los neumáticos de carreras se inflan a una presión de 140 libras por pulgada cuadrada, y si estallan es como un disparo. Un neumático delantero se cambiaría pronto porque la rueda no lleva el mecanismo de cambios de velocidad (piñón múltiple, desviador y cadena), pero el que se desinfló es el trasero.
Con dedos torpes arranco el neumático reventado y pongo uno de repuesto. Cuando empiezo a inflarlo con la bomba veo pasar a Jackson. Desbordante de impaciencia, me detengo a los 40 bombeos y trato de colocar la rueda, pero la cadena no encaja en el piñón. Los minutos corren de un modo desesperante. Lo intento de nuevo. Esta vez la cadena engrana. Me subo de un salto y comienzo a pedalear. El desviador roza con los rayos; seguramente dejé la rueda oblicua con respecto al cuadro, pero como no puedo perder más tiempo sigo adelante.
Al llegar a los últimos 20 kilómetros de la carrera, siento las piernas como acribilladas por agujas. ¿Por qué estoy haciendo esto?, me pregunto, aunque ya sé la respuesta. El que participa en esta competencia en realidad no contiende con los demás, sino consigo mismo. Hago esto porque siento curiosidad por mi persona. Quiero resolver una interrogante: ¿Tengo lo que hace falta para no rendirse? Hasta el momento, parece que sí. Sigo pedaleando. Pero no veo a Jackson, y eso me disgusta.
Diez minutos después no hay todavía ni rastro de la meta. Mi determinación comienza a vacilar de nuevo. Entonces, al salir de un recodo, diviso un toldo blanco y azul. ¡El vestidor! Pedaleo unos cuantos metros más, desmonto, me pongo un pantalón corto, una camiseta y zapatos para correr, y aseguro bien los cierres de estos. Tomo tres envases de bebida energética, pero sigo con sed. No importa, pues ya se inicia la prueba final: el maratón.
Al salir del vestidor distingo a mi familia entre la multitud. Hace tres años, después de que terminé un triatlón, mi esposa, Lucy, y mis hijos, Niamh y Rhys, vieron cómo hubo que llevarme casi a rastras a la caseta del médico porque las piernas no me sostenían. Me recuperé en media hora, pero las expresiones de ansiedad de los niños, que esperaban fuera de la tienda, significaron un reproche para mí. Y aquella competencia sólo comprendía dos terceras partes de la distancia de la Ironman.
Ahora, al comenzar la última etapa, Niamh grita:
—¡Anda, papá! ¡Te ves bien!
—¡Te ves bien, papá! —repite Rhys.
Su entusiasmo provoca una ovación de la gente, y mi corazón rebosa de orgullo cuando vuelvo a emprender la carrera.
Quien durante meses de entrenamiento está pendiente de su condición física y de cualquier signo de debilidad, se vuelve experto en su cuerpo. Por ahora me quedan muchas fuerzas para seguir adelante. Siento los tendones de la corva derecha tensos como cuerdas de violín, y un dolor persistente en el hombro izquierdo, que absorbió sacudidas en el camino más de seis horas. Aparte de eso, es un alivio dejar el asiento de la bicicleta. Y la carrera a pie es mi especialidad.
Después de algunos kilómetros veo a Jackson adelante, y pronto lo alcanzo. He tardado más de una hora en recuperar el tiempo perdido a causa del reventón. Jackson y yo intercambiamos acezantes saludos cuando lo rebaso.
Mis reservas de energía han disminuido peligrosamente. Aún me quedan 16 kilómetros por recorrer, pero tengo náuseas y siento las piernas pesadas. Mi mente y mi cuerpo están desfalleciendo. Me detengo en un puesto de auxilio y me quedo mirando la variedad de alimentos que me ofrecen. No apetezco nada. Una mujer se abre paso entre la gente y me dice:
—Cómase esto.
Sigo como ausente ante el gajo de naranja que me muestra, hasta que obedientemente me lo meto en la boca. El jugo me sabe a champaña. Tomo dos o tres gajos más, y vuelvo a la carrera.
Ahora me encuentro en una zona que no está señalada en los mapas y por la que nunca me he aventurado en entrenamientos ni en competencias. Observo con impotencia cómo se desmorona mi cuerpo. Nos emparejamos un joven alemán y yo. Ansioso de compañía, le propongo entre jadeos:
—¡Vayamos juntos!
—¡Trataré! —contesta.
Pero está en peores condiciones que yo, y se queda atrás.
Faltando aún ocho kilómetros, pienso: Tal vez... tal vez lo logre. Dos compañeros de mi club de carreras me alcanzan en sus bicicletas.
—¡Te ves fantástico! —miente uno de ellos.
—¡De veras!—insiste el otro.
Todo me duele. Siento en la rodilla derecha palpitaciones tan fuertes que temo que se me engarrote. Me duelen las caderas. La parte posterior de ambas piernas se me pone más tiesa con cada kilómetro. Pero rebaso a varios competidores; deben de estar aún más agotados que yo.
Somos un grupo heterogéneo que marcha penosamente. Por suerte, el viento sopla a favor y nos empuja hacia la meta. Ya a tres kilómetros de ella, sólo la adrenalina me impulsa. Al llegar a la bahía de Saint Heliers, donde se inició la competencia hace más de 11 horas y media, la multitud ruge para animarnos. Por impulso, y aun así con mucho esfuerzo, emprendo la aceleración final. Me invade una alegría frenética. Después de la última curva, cuando veo el último trecho de 100 metros, lanzo al aire puñetazos, silbidos y gritos. "Este caballero se ve feliz", observa el comentarista. Con brazos y piernas de trapo, arremeto contra la línea de llegada y me desplomo en brazos de Lucy y de una funcionaria de la competencia. ¡Lo logré!, exclamo para mis adentros. Las dos mujeres me abrazan y nos dirigimos a la tienda de masajes.
El ganador de la rama varonil, el estadounidense Ken Glah, cruzó la línea apenas tres horas antes que yo. La triunfadora femenina, la canadiense Julianne White, me superó por poco más de dos horas. Tony Jackson llegó 20 minutos después que yo, y el atleta de un brazo, Keith McPherson, después del anochecer. Algunos no lo consiguieron. De los 524 que comenzamos, terminamos 489.
—¿Ves? —le digo a Niamh—. No me morí.
—Estoy muy orgullosa de tí, papá —me contesta.
Yo también estoy orgulloso.