PEDRO, PRÍNCIPE DE LOS APÓSTOLES
Publicado en
octubre 11, 2009
Soberbio, poco confiablee impetuoso, no parecía digno de ser elegido como el primero entre los Doce.
Por Ernest Hauser.
MILLONES de varones llevan su nombre. Innumerables iglesias, ciudades y pueblos perpetúan su memoria. De los 12 discípulos, sólo él, Simón Pedro, estuvo presente durante todo el ministerio y la Pasión de Cristo. El Nuevo Testamento lo menciona unas 200 veces, y llegamos a conocerlo bien: un individuo robusto, más inclinado a la acción que a la reflexión. Le profesa una honda lealtad al Señor, pero nos resulta aún más entrañable por sus debilidades humanas. Es soberbio, poco confiable y tan impetuoso como las aguas del Mar de Galilea, a orillas del cual nació. Lo conocemos al principio del Evangelio, cuando Jesús llega de Nazaret a las márgenes densamente pobladas del Mar de Galilea para enseñar en las sinagogas y predicar a las multitudes en los caminos. Al ver a Simón pescando con su hermano Andrés, les pide que lo sigan, y de inmediato le da al primero el curioso sobrenombre de Cefas, que significa "piedra" en arameo y que, traducido al dialecto griego que entonces se hablaba en la Galilea oriental, se convierte en Petros. Sin duda, Jesús se percató de que el tosco pescador tenía madera para una misión de vital importancia.
Incluso durante sus años de preparación, Pedro es reconocido como jefe nato. Con frecuencia funge como portavoz de los discípulos, y en ocasiones los Doce son llamados "Simón y sus compañeros".
Aunque el Nuevo Testamento lo presenta como hombre "del pueblo y sin cultura", Pedro seguramente hablaba griego, pues su aldea natal de Betsaida tenía una población mixta de judíos y gentiles. Algunos retratos suyos que datan del siglo IV nos muestran a un hombre de espaldas anchas, cejas espesas y barba cerrada, con facciones enérgicas y expresión feroz.
Cuando Andrés y él cruzaron el Jordán y llegaron a Cafarnaúm para hacerse compañeros de pesca de Santiago y Juan, es probable que se hayan instalado en una espaciosa casa de bloques de basalto negro. No hay duda de que Jesús estuvo allí con frecuencia, a veces para pasar la noche. La barca que siempre tenía a su disposición para predicar a la gente que se congregaba a la orilla del mar pertenecía a Pedro.
UNA Y OTRA VEZ, el primer discípulo tropieza y su maestro lo sostiene. Cuando Jesús le manda remar mar adentro y echar sus redes, él replica: "Maestro, toda la noche hemos estado trabajando sin pescar nada". Aun así obedece, y al ver que las redes se llenan de peces hasta que comienzan a romperse, cae a los pies de Jesús y le dice: "Apártate de mí, Señor, que soy un pecador".
En otra ocasión, cuando los discípulos ven a Jesús caminando sobre las olas en una noche tormentosa, Pedro le pide una señal, y El le dice: "Ven". Pedro salta de la agitada barca y da unos pasos sobre el agua, pero se asusta y empieza a hundirse. "Hombre de poca fe", lo reprende el Señor, tendiéndole la mano, "¿por qué dudaste?"
Sólo una vez Jesús pierde la paciencia con él. Tras revelarse al fin como el Mesías, les anuncia a los Doce que ha de padecer y ser muerto. Pedro lo lleva aparte y lo reconviene: "Dios no lo quiera, Señor; no te ocurrirá eso". A esto, Jesús responde con ira: "¡Lárgate atrás, Satanás, que eres mi tropiezo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres!" En efecto, Pedro no ha comprendido el mensaje. Imbuido de la idea de que el Mesías es un libertador político, aún no entiende que es "de Dios" y debe ser crucificado antes de volver al Padre.
Se aproxima la Pascua. Pedro y Juan han hecho los preparativos de la cena tradicional en Jerusalén. Jesús se humilla lavándoles los pies a sus discípulos. Todos se someten a este acto simbólico; todos, menos Pedro. Cuando Jesús le dice que su negativa lo privará de su parte en la Salvación, él exclama: "¡Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza!" Esa misma noche fatídica, cuando Cristo se retira al huerto de Getsemaní, lleva consigo a Pedro, a Santiago y a Juan para que velen cerca de Él durante su angustiosa oración. Pero como han tomado una cena abundante y luego han atravesado el valle del Cedrón, los tres discípulos se quedan dormidos.
"¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo?", le pregunta Jesús a Pedro. Al poco rato, cuando las voces de una cuadrilla armada, dirigida por Judas Iscariote, perturban la tranquilidad del huerto, el primer discípulo trata de compensar el descuido de su deber. En son de bravata, saca su espada y le corta una oreja al siervo del sumo sacerdote. Pero Jesús le ordena guardar el arma.
Las desventuras de Pedro llegan al colmo poco antes del alba, cuando se está calentando junto al fuego en el atrio del palacio del sumo sacerdote, y varias personas lo reconocen como discípulo de Jesús. Él niega tres veces a su Maestro. "No conozco a ese hombre", dice. Luego canta un gallo. Se ha cumplido la predicción de Jesús: "En verdad te digo que esta misma noche, antes de que el gallo cante, me negarás tres veces". Pedro se escabulle y llora amargamente. La pequeña iglesia de San Pedro Gallicanti ("canto del gallo"), en Jerusalén, conmemora este episodio de debilidad humana.
JESÚS SE VA, y a Pedro le toca tomar su lugar en el mundo. Sus dudas, tropiezos y equivocaciones son cosa del pasado. Con mano firme asume la dirección de la Iglesia de Jerusalén. El mismo Señor lo ha nombrado su vicario: "Tú eres Pedro", le dijo con solemnidad, "y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia... A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos... y lo que desates en la Tierra quedará desatado en el cielo". (La doctrina católica hace extensivo este célebre pasaje, San Mateo 16:18-19, a cada uno de los papas como sucesor de Pedro.)
En Pentecostés, cuando el Espíritu Santo desciende en forma de lenguas de fuego sobre la asamblea de discípulos, Pedro pronuncia un audaz discurso en el que compara a Jesús con el idolatrado rey David, y concluye que es infinitamente superior, porque David "murió y fue sepultado, y su sepulcro subsiste entre nosotros hasta hoy", en tanto que Jesús fue resucitado por Dios, "y de ello somos testigos todos nosotros... Tenga, pues, toda la casa de Israel la certeza de que Dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús". Es un discurso electrizante, y seguramente su efecto se vio acentuado por la fuerte presencia y la voz del orador. Ese día unas 3000 almas "se compungieron de corazón" y se agregaron a la comunidad cristiana.
Al extenderse la fama de Pedro, comienzan a buscarlo hombres y mujeres deseosos de recibir la Palabra. Entre ellos está Pablo, quien tres años después de su conversión en el camino de Damasco viaja a Jerusalén para conocerlo. Siempre que Pedro tiene oportunidad de dejar su grey, emprende viajes misionales para cumplir el mandato de Cristo: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes". En la aldea de Jope le devuelve la vida a una costurera llamada Tabiza y luego, emulando la solidaridad de Cristo para con los parias de la sociedad, se hospeda en la vivienda maloliente y solitaria de un curtidor, junto al mar.
En Cesárea, la capital provincial romana, Pedro acoge al centurión Cornelio en la nueva fe. La enorme autoridad del apóstol salta a la vista cuando el funcionario imperial cae de rodillas para adorarlo, y él lo levanta, diciendo: "Levántate, que yo también soy hombre".
No es de extrañar que su notable éxito como "pescador de hombres" acabe por enfrentarlo con las autoridades. El rey títere Herodes Agripa, que se ha propuesto maltratar a los cristianos al ver que ello "agrada a los judíos", lo encarcela durante los días del pan ázimo con intención de someterlo a un juicio público después de la Pascua. El relato bíblico nos presenta la imagen de Pedro durmiendo en su celda, atado con cadenas entre dos soldados. Y en una de las escenas más encantadoras del Nuevo Testamento (representada en un magnífico fresco de Rafael) un ángel acude a soltar sus grilletes, le dice que se calce las sandalias y lo ayuda a pasar las dos guardias de la prisión hasta llegar a la puerta de hierro, que se abre por sí sola.
No es sino hasta que el apóstol se encuentra solo en la calle oscura cuando comprende que el Señor ha enviado al ángel para salvarlo. Va entonces a una casa donde hay cristianos reunidos en oración y llama a la puerta. Una sirvienta, al reconocer su voz, se alegra tanto que se olvida de abrirle, y los allí presentes creen que el que está a la puerta es un ángel. Cuando al fin lo dejan entrar, lo reciben con júbilo; él les cuenta lo que le ha ocurrido, y luego se marcha "a otro lugar".
DESPUÉS de estos hechos, el Nuevo Testamento no vuelve a mencionar a Pedro sino de manera incidental. Pablo se encuentra con él en Antioquía, ciudad donde los seguidores de Jesús fueron llamados "cristianos" por vez primera. En el año 49 de nuestra era, tanto Pedro como Pablo asistieron al Concilio Apostólico de Jerusalén, en el que los jefes de la Iglesia resolvieron que los gentiles podían ser bautizados sin antes convertirse al judaísmo, lo cual hizo del cristianismo una religión universal. No es sorprendente que más tarde Pedro fuese a Roma, centro del mundo occidental. Dos importantes documentos confirman su presencia en la capital imperial.
La Primera Epístola de San Pedro fue dictada en "Babilonia", nombre simbólico con que los cristianos se referían a Roma por su población pecadora. Es una hermosa carta, en la que el apóstol llama a los fieles a llevar una vida acorde con su fe. "Sed deferentes con todos", los exhorta; "amad a los hermanos, temed a Dios".
El otro testimonio es una carta enviada por Clemente, obispo de Roma, a la Iglesia de Corinto, probablemente en el año 96. "Pedro", dice Clemente, "sufrió muchas pruebas y, habiendo dado así testimonio, se fue al lugar de gloria que le correspondía". Según una tradición constante, Pedro fue el primer obispo de Roma y, durante la persecución instigada por Nerón en el año 64, murió ejecutado en el circo del emperador, en la colina Vaticana.
Una obra apócrifa conocida como Hechos de Pedro contiene el conocido relato de su intento de escapar de Roma. Cuando va caminando por la Vía Apia en dirección al puerto de Brindisi, de donde zarpan barcos hacia Oriente, Pedro encuentra a Cristo. "¡Señor!", exclama, "¿a dónde vas?" "A Roma", le responde Jesús, "a que me crucifiquen otra vez". Entonces Pedro da media vuelta y regresa a la ensangrentada ciudad, donde es capturado y clavado a una cruz. La Cárcel Mamertina, lúgubre mazmorra situada al pie del monte Capitolino, en la cual se dice que Pedro estuvo preso, es uno de los lugares de interés más estremecedores de la ciudad.
Hacia el año 330, Constantino, primer emperador romano que abrazó el cristianismo, honró a Pedro erigiendo una espléndida iglesia junto al circo de Nerón, en el lugar donde se creía que habían enterrado al apóstol: la Basílica de San Pedro, que fue reconstruida en el siglo XVI. Pero, ¿realmente estaba allí el sepulcro del príncipe de los apóstoles?
En los años cuarenta, al excavar bajo el altar mayor, los arqueólogos descubrieron un nicho y dos columnas que sostenían una losa; eran los restos de un sencillo santuario. Se encontraron huesos bajo la losa, pero los expertos sostienen que se trata de un monumento a Pedro, y no de su tumba. Las inscripciones hechas en los muros circundantes evidencian que muchos peregrinos acudieron al lugar antes de que Constantino levantara la iglesia. Sin embargo, aunque el paradero de los restos de Pedro sigue siendo incierto, oleadas interminables de hombres y mujeres desfilan ante su estatua de bronce, de 700 años de antigüedad, en la basílica.
Y ¡quién sabe!, algún día podríamos encontrarnos cara a cara con él: el barbado y eterno guardián de las puertas del cielo que, haciendo cascabelear sus llaves, nos buscará en un enorme libro para ver si puede dejarnos entrar. Como él mismo no siempre fue un modelo de perfección, con seguridad mirará nuestras flaquezas compasivamente.