Publicado en
octubre 02, 2009
Por Vassilis Alexakis.
Al regresar a casa cierta tarde de agosto, comuniqué eufóricamente a mi esposa Héléne:
—Conocí a una inglesa encantadora.
—¿De veras? ¿Dónde?
—En el Metro. Me preguntó cómo ir a las catacumbas.
—¿Y por qué te lo preguntó precisamente a ti?
—Es que traía en la solapa uno de esos distintivos que dicen: "Hablo inglés". *Hoy fue el primer día que me lo puse.
—¿Y charlaste con ella mucho tiempo? —preguntó mi esposa como de paso.
—Sí... En realidad, la llevé a las catacumbas, pues temía que no encontrase la entrada. Y estando ya allí, decidí visitarlas. Héléne se sonrojó ligeramente.
—Pensaste que no sabría salir por sí sola, ¿verdad?
—Confesaré que me agradó mucho su conversación. Es muy culta; me contó un montón de cosas de la historia de París.
—¡No tolero a la gente que se jacta de sus conocimientos!
—No. No era pedante. Era una de esas personas que, aunque tienen mucho que decir, también saben escuchar.
—¿Y tanto conoces tú de las catacumbas?
Nos hallábamos sentados en la sala. En la mesa de centro, situada entre ambos, había una cajita de porcelana que Héléne comenzó a abrir y a cerrar con nerviosismo.
—Me figuro que luego fueron a tomar un trago.
—Sí, era muy ocurrente. Hizo algunos comentarios de los parisienses que me provocaron carcajadas.
—Los parisienses, en mi opinión son unos desgraciados —apuntó, Héléne, que no dejaba de abrir y cerrar la cajita
—Y no le hallo ninguna gracia a vivir en esta ciudad tan contaminada y tan ruidosa.
—Te aseguro que lo que decía esa mujer carecía de malicia. Por el contrario, parecía muy sensible. Hasta le dio un billete de 50 francos a un guitarrista famélico.
—Lo haría sin darse cuenta. Yo también confundo a veces los billetes cuando estoy en otro país.
Durante unos momentos permanecí callado. Me inhibía aquella actitud tan negativa. Pero Héléne reanudó la conversación.
—¿Qué hiciste entonces, si es que puedo saberlo?
—La acompañé a su hotel. Estaba tan cansada que tuve que tomarla del brazo y la cintura para ayudarla a andar.
Se oyó un chasquido seco. Había cerrado de golpe la cajita y la había roto.
—Te aseguro, querida, que estaba realmente agotada, lo cual es natural en una mujer de su edad.
—¿De qué edad?
—¿No te lo dije antes? Tendría por lo menos unos 70 años.
Mi mujer me clavó los ojos llenos de perplejidad.
—No todas las inglesas que vienen a París tienen 20 años —agregué con suavidad.
Una débil sonrisa se dibujó en sus labios al decirme con gran dulzura:
—Querido, deberías haberla invitado a cenar en casa. Me habría encantado conocer a una mujer culta y sencilla que sabe escuchar y que es alegre y sensible. ¡No comprendo cómo no se te ocurrió!
*
La sección de transportes de la municipalidad de París, y otros servicios, distribuyen desde el verano de 1977 a los habitantes de la ciudad que lo soliciten unos cartelitos que indican, según sea el caso, "I speak English", "Hablo español", "Parlo italiano", etcétera.