Publicado en
octubre 02, 2009
En ocasiones, descubrimos lo mejor del espíritu humano donde y cuando menos lo pensamos.
Por Bob Greene.
DOUGLAS MAURER, de 15 años de edad, se había sentido mal desde hacía varios días. Su temperatura oscilaba entre los 39 y los 41° C, y se le habían presentado graves síntomas de gripa. Donna, su madre, decidió trasladarlo de Creve Coeur, Missouri, donde vivían, al Hospital Infantil del Centro Médico de la Universidad Washington, en St. Louis, Missouri. Las pruebas de sangre revelaron que padecía leucemia.
En el curso de las 48 horas siguientes, el muchacho recibió trasfusiones sanguíneas, se le hicieron exámenes del líquido cefalorraquídeo y de la médula ósea, y se le sometió a quimioterapia. Contrajo neumonía. Su madre no se apartó durante diez días de su habitación en el hospital. Una noche, Douglas le pidió que durmiera en su cama, junto a él. Con lágrimas en los ojos, Donna tuvo que decirle que no era posible, por los catéteres intravenosos que tenía él aplicados a las extremidades, y porque su cama era muy estrecha y no había espacio.
Los médicos le hablaron a Douglas con franqueza y le dijeron que durante los tres años siguientes tendría que soportar la quimioterapia; el pelo se le caería, y quizá aumentaría de peso. Al enterarse de esto, se sintió más descorazonado aún; le aseguraron que había esperanzas de remisión, pero sabía que la leucemia puede ser mortal.
El día que fue internado en aquel hospital, el primero en que hubiera estado nunca, Douglas paseó la mirada por su habitación, y le dijo a su madre: "Yo creía que cuando estaba uno en el hospital le mandaban flores". Una tía suya, cuando supo esto, telefoneó a Brix Florist, en St. Louis, para encargar un arreglo. Le contestó una empleada de voz aguda y juvenil. La tía se imaginó que sería una chica inexperta que no le daría al encargo la debida importancia, por eso recalcó: —Quiero algo muy atractivo. Es para un sobrino mío, adolescente, que padece leucemia.
—¡Oh! —exclamó la dependienta—. Pondré algunas flores recién cortadas, para que luzca precioso.
Cuando llegó el arreglo, Douglas se había recuperado un poco y se sentía lo bastante fuerte para incorporarse en la cama. Tomó el sobre que acompañaba al obsequio, lo abrió y leyó la tarjeta de su tía. Pero vio otra tarjeta, y la leyó: "Douglas, fui yo quien atendió al pedido de tus flores. Trabajo en Brix Florist. Sufrí de leucemia a los siete años; hoy tengo 22. ¡Buena suerte! Mi corazón está contigo. Sinceramente, Laura Bradley".
A Douglas se le iluminó el semblante. Por primera vez desde que estaba hospitalizado, se sintió inspirado. Había hablado con muchos médicos, con muchas enfermeras, pero hasta que recibió aquella tarjeta sintió fe en que se sobrepondría a su enfermedad.
LLAMÉ por teléfono a Brix Florist y pedí hablar con Laura Bradley. "Cuando la tía de Douglas me dijo que el chico sufría de leucemia", me explicó la joven, "sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Recordé cuando me dijeron que yo padecía la enfermedad, y comprendí el tormento por el que estaría pasando Douglas. Por eso quise hacerle saber que realmente puede uno mejorar, y le envié la tarjeta. No se lo dije a nadie, pues llevo poco tiempo trabajando aquí, y temí meterme en dificultades".
Era en verdad extraño: Douglas Maurer se hallaba en un hospital provisto del equipo médico más avanzado, equipo que representaba una inversión de millones de dólares. Lo atendían hábiles especialistas y enfermeras que se habían preparado para su trabajo durante horas que sumaban cientos de años. Pero la empleada de una florería, una chica que ganaba 170 dólares a la semana, que se interesó en Douglas y no vaciló en hacer lo que le dictó el corazón, fue quien despertó en el chico la esperanza y le infundió así la voluntad de luchar contra su enfermedad. El espíritu humano es asombroso, y se manifiesta a veces en plenitud cuando y donde menos lo esperamos.
CONDENSADO DEL "CHICAGO TRIBUNE" (6-VII-1987). © 1987 POR THE CHICAGO TRIBUNE. DE CHICAGO ILLINOIS. REIMPRESO CON AUTORIZACION DE TRIBUNE MEDIA SERVICES.