Publicado en
octubre 25, 2009
Hoy todavía, cuando el frío reaviva en mis huesos el dolor de las viejas heridas, recuerdo con detalle los últimos momentos aterradores que pasé en "la Bici".
Por Patrick McManus.
CUANDO YO ERA chiquillo, casi todos mis amigos tenían su bicicleta decente, de buenos modales y de marcas y modelos diversos. La mía era un monstruo con neumáticos enormes, fruto bastardo de la unión de un depósito de chatarra y una tienda de artículos de segunda mano. Mi madre se la compró a algún tipo perverso que la había pergeñado, por lo visto, a tres manos.
Tal vez el peor defecto de "la Bici" (así solía llamarla cuando mi madre me oía) estaba en la total imposibilidad de montarla con un rastro siquiera de dignidad. Y es que el sillín se había ajustado para una persona de 1,90 metros de estatura y yo medía entonces alrededor de 1,60. El manillar parecía tomado de algún triciclo. A consecuencia de tan lamentable combinación, cuando la montaba me quedaban las asentaderas siete u ocho centímetros más altas que los omoplatos.
El sillín era de los que se usan en las bicicletas europeas de carreras. Si desea el lector hacerse una idea más clara de lo que era sentarse en él, tal vez podría pasarse un par de horas sentado en el extremo delgado de un bate de béisbol, cuidando de cubrirlo con un lienzo para suavizarlo un poco. Lo cierto es que, gracias a ese sillín, nadie corría en dos ruedas a mayor velocidad que yo.
El velocípedo me jugaba malas pasadas con la cadena. Aguardaba a que me lanzara cuesta abajo por una pendiente larga y sinuosa para atraparme los pantalones contra el piñón. Semejante trampa era doblemente diabólica, pues no sólo me impedía aplicar el freno de pedal, sino que me ataba a la veloz máquina, convertida entonces en un artefacto mortal. Pero también se soltaba la maldita cadena cuando me era más necesaria, sobre todo al tratar, angustiado, de escapar de alguno de los grandes lobos que los vecinos utilizaban como perros guardianes.
A veces pasaban semanas enteras sin que se zafara la rueda delantera, quizá para infundirme una engañosa confianza. Pero de pronto, cuando corría desaforadamente a casa, en un santiamén salía disparada camino adelante mientras la horquilla se clavaba en tierra y yo me veía lanzado limpiamente por encima del manillar. Y antes de recobrar el aliento, ya tenía sobre mi barriga algún lobo feroz relamiéndose ante el suculento banquete que la suerte le brindaba.
A pesar de lo mucho que detestaba a la Bici, debo confesar que me llevaba a donde tuviera el valor de ir. Cruzaba arroyos, salvaba troncos caídos y se abría paso por la maleza. También era mi principal medio de transporte en los paseos campestres que hacíamos.
Y aun hoy se siguen viendo excursionistas en bicicleta. Corren raudos en máquinas de diez velocidades, con su equipo ligero de campaña atado cuidadosamente al portaequipaje trasero. Cuando mis compañeros y yo emprendíamos nuestras correrías en bicicleta sin cambio de velocidades, se habría creído que llevábamos un elefante de cría sobre el manillar y la elefanta en la parte trasera.
Cargar la bicicleta con el equipo de excursión era un franco desafío a todas las leyes de la física. La sartén por sí sola pesaba más que las modernas bicicletas de paseo; como tienda de campaña usábamos la lona impermeable de tapar durante el invierno el montón de heno; o buena parte de los alimentos iban en unos frascos envasados por nuestras madres; y he de mencionar también las hachas, hachuelas, sierras, machetes y algunas bayonetas sobrantes de la Segunda Guerra Mundial, sin las cuales ningún camping se consideraba completo.
El procedimiento normal para empacar consistía en amontonar casi todo sobre la lona, hacer un bulto, amarrarlo con cientos de metros de cuerda y buscar luego a nueve muchachos y a un hombre para que lo subieran sobre el portaequipaje trasero de la Bici. Envolvíamos el resto en una hamaca y la atábamos al diminuto manillar.
A continuación saltaba uno al sillín y pedaleaba con toda la energía de que era capaz un organismo de 45 kilos de músculos y huesos. La Bici aullaba enfurecida mientras sus dos gibas gemelas formadas por el equipo se sacudían y balanceaban como las de un camello enfermo; y lenta, casi imperceptiblemente, el calamitoso artefacto salía del patio y echaba camino adelante con su carga a cuestas.
Ahora, cuando el frío despierta en mis huesos el dolor de mil heridas viejas, me vienen a la memoria, con gran claridad, los postreros y aterradores instantes de la existencia de la Bici como entidad reconocible. Acabábamos de salir como una desarrapada banda de gitanos a una excursión campestre. Como de costumbre, yo iba bastante adelante de los demás, apremiado por la afilada punta del sillín.
A unos cinco kilómetros de casa se alzaba la colina de Sand Creek, o Arroyo de Arena, que mejor debía llamarse "Colina de la Despedida" o "Barranca del Muerto". Los choferes de los camiones que trasportaban madera bajaban aquella pendiente con un pie en el estribo y un rosario en la mano... hasta los ateos.
Al alcanzar la cima del monte e iniciar el descenso, ¿a quién vi salir a mi encuentro sino a uno de los lobos de algún vecino? Y por su aspecto me pareció que había pasado la noche matando alces en las montañas. Desde 50 metros de distancia noté que se le iluminó la expresión al verme avanzar precipitadamente hacia él como un condenado sobre ruedas. La bestia se agazapó a la expectativa con ojos que centelleaban de gozo maligno.
La cadena eligió ese momento para engancharme la pernera del pantalón hasta cerca de la rodilla, y temí que la rueda de delante decidiera abandonarme de un momento a otro. El camino, más irregular que la tabla de una lavandera, me zarandeaba hasta los huesos; las hachas, las sierras y las bayonetas volaron por los aires en todas direcciones, y la enorme mole que traía yo detrás amenazaba con desplomarse sobre mí. En un último y tremendo esfuerzo enderecé un rápido puntapié al lobo, arranqué de un tirón la pernera enganchada por la cadena y me arrojé al espacio. Reboté en el suelo cuatro veces para distribuir las lesiones por partes iguales en todo el cuerpo y, por último, con la nariz por freno, resbalé hasta detenerme.
Incluso el lobo quedó algo impresionado por el impacto de mi humanidad. Se quedó mirando las ruinas con silencioso pavor, casi olvidado de mi pierna sana, que sostenía entre las mandíbulas ya aflojadas.
Cuando me recuperé y pude valerme de nuevo, mi madre me compró un automóvil. Lo adquirió de no sé qué perverso del pueblo que lo había construido con sus tres manos. Pero esa es otra historia.
CONDENSADO DE "A FINE AND PLEASANT MISERY". © DE 1966 A 1978 POR PATRICK F. MACMANUS. CON REVISIÓN Y PRÓLOGO DE JACK SAMSON