Publicado en
octubre 12, 2009
Todo el mundo es receptivo al canto de un corazón agradecido.
Por Fred Bauer.
EN EL TIEMPO que llevamos de matrimonio, mi esposa Shirley y yo, hemos pasado la mayor parte de nuestras vacaciones en una tranquila playa. Si esa playa hablara, contaría de unos adolescentes recién casados que se asoleaban y escribían en la arena: "Te amo". Contaría de una niñita de ojos color de mar que juntaba conchas, y de tres chiquillos traviesos que retozaban entre las olas. Contaría también de las alegres visitas que, a lo largo de los años, ha recibido de los amigos, los padres, los abuelos, los esposos y las esposas de los hijos de aquella pareja, y ahora de sus nietos. Contaría maravillosas anécdotas impregnadas de cariño y gratitud.
Un día me puse a pensar que rara vez había expresado mi agradecimiento a la persona que había vivido conmigo todos esos años. En nuestro cuadragésimo aniversario de bodas, Shirley y yo volvimos a pasear a la orilla del mar en aquel entrañable lugar. Le dije entonces cuánto le agradecía que hubiera compartido conmigo su existencia.
Sin embargo, no es preciso esperar a los aniversarios para dar las gracias a nuestros seres queridos; a esas personas que tan fácilmente desatendemos. Si he aprendido algo acerca de la gratitud, es que debe expresarse sin pérdida de tiempo. Hay que manifestarla cuando está viva y es más sincera. Quien da las gracias contribuye un poco a la felicidad del mundo.
Hace unos años, a una joven de cierta población cercana a donde vivo le concedieron una beca para estudiar en una prestigiosa universidad. La chica había logrado sobresalir pese a los numerosos problemas que atribulaban a la escuela de enseñanza media a la que asistía. En su graduación alabó a la escuela por sus apasionantes cursos, y a los maestros por el empeño que ponían y por la manera en que la habían estimulado. "No me cansaré de elogiarlos porque me han dado mucho", declaró. "Les estaré eternamente agradecida".
La gratitud no sólo ilumina el mundo del otro, sino el propio también. Si se siente usted olvidado, falto de amor o de aprecio, trate de acercarse a sus semejantes. Quizá sea esa la medicina que necesita.
Antes de convertirse en escritor, A. J. Cronin fue médico. En cierta ocasión contó de un colega que tenía una insólita receta para los pacientes afligidos por las preocupaciones, el temor, el desánimo o la inseguridad. El galeno la llamaba "cura de la gratitud". "Quiero", les aconsejaba, "que durante seis semanas diga gracias cada vez que alguien le haga un favor. Y para demostrar su sinceridad, acompañe esa palabra con una sonrisa". Con ello, la mayoría de los pacientes experimentaban una enorme mejoría.
Desde luego, hay ocasiones en que no es posible agradecer de inmediato. En tal caso, no deje de hacerlo por la vergüenza de no haberlo hecho oportunamente; dé las gracias en cuanto pueda.
Hace poco visité mi ciudad natal. Mientras paseaba por las calles, me vinieron en tropel los recuerdos de mi infancia. De pronto vi a la señora Bible, y mi mente se remontó a los tiempos en que yo cursaba la enseñanza media.
Como me interesaban más los deportes que la escuela, me estaba rezagando en latín. Al enterarse de ello, Violet Bible, una vecina que era maestra de escuela, me dijo:
—El latín es muy divertido. Ven a mi casa después de cenar y te enseñaré.
Durante las siguientes semanas me impartió lecciones, hasta que aprobé el curso. En aquel entonces me pareció de lo más natural que una señora casada, con hijos y empleo, no tuviera cosa mejor que hacer al final de la jornada que enseñarme latín. Pero al verla tantos años después comprendí el sacrificio que aquello había representado para ella. Y se lo dije:
—Su generosidad llegó mucho más allá del deber. Gracias.
Ella me correspondió con una sonrisa de sorpresa y un resplandor en la mirada.
Todo ser humano desea unas palabras de aprecio. En diciembre de 1991, Candi Brown, de 17 años, iba en su automóvil y tuvo una volcadura. El techo del vehículo se hundió y le golpeó el cráneo. Unos rescatistas la llevaron a un hospital, donde los médicos les aconsejaron a los padres que se prepararan para lo peor. Pero Candi sobrevivió, y un año después la familia celebró una cena navideña en honor de los bomberos y los paramédicos. Durante la cena, Candi se puso en pie con mil trabajos y dijo:
—Gracias por ayudar a Dios a salvarme la vida y darme una segunda oportunidad. Los quiero.
Estamos tan acostumbrados a los servicios de la gente cuyo trabajo es prestarlos, que jamás pensamos en el maestro, el policía, el médico, el bombero y el sacerdote que se desvían de su camino para socorrernos.
Tal vez deberíamos echar más mano de la imaginación a la hora de expresar gratitud. En la novela “I Heard the Owl Call My Name ("Oí que el búho me llamaba"), Margaret Craven habla de un joven sacerdote, Mark Brian, enviado a una apartada parroquia de indígenas kwakiutles, en la Columbia Británica. Le habían explicado que en el lenguaje de esa gente no existía palabra alguna que significara "gracias". Pero Brian comprobó que eran sumamente generosos. En lugar de decir "gracias", pagaban cada favor recibido con otro, y cada gesto de amabilidad con otro igual o mayor. Agradecían con hechos.
Si nuestro idioma no incluyera la palabra "gracias", ¿nos las ingeniaríamos para expresar de algún modo nuestra gratitud?
LA GRATITUD provoca una reacción en cadena que trasforma a los demás y a uno mismo. Todo el mundo es receptivo al canto de un corazón agradecido. El mensaje es universal, la letra traspone todas las barreras terrenales, y la melodía llega al cielo.