FIEL SERVIDOR DE BEETHOVEN
Publicado en
octubre 25, 2009
Heinrich Hasselbach. Foto de Georg Munker.
Nada en el mundo, ni el fuego, ni las bombas ni los peligros para su salud, podía apartar a Heinrich Hasselbach del deber que se había impuesto: proteger las reliquias del músico inmortal.
Por Lili Foldes.
LA BEETHOVENHAUS, en Bonn, es uno de los santuarios más venerados del mundo. Allí, el 16 de diciembre de 1770, nació el genio de la música y allí vivió los 22 primeros años de su existencia. Hoy esa casa encantadoramente arcaica de la estrecha calle Bonngasse, en la ciudad vieja, es un lugar de peregrinación al que acuden año tras año millares de admiradores del mundo entero a contemplar los instrumentos músicos del maestro, sus manuscritos y partituras y sus objetos personales.
Hace 34 años esas valiosísimas reliquias hubieran desaparecido; pero lo impidieron la fortaleza y el valor de un hombre: Heinrich Hasselbach, guardián del museo. Cuando le preguntaban para quién trabajaba, respondía: "Para Beethoven". Y, en realidad, Beethoven era su patrono. Hasselbach admiraba profundamente las cualidades humanas del gran maestro que, consciente de sus flaquezas, vertió en su música inmortal sus insoportables sufrimientos y sus alegrías. El 18 de octubre de 1944, a las 10:35 de la mañana, una flotilla de bombarderos aliados invadió los cielos de Bonn. Hasselbach, entonces de 50 años, y su esposa acababan de entrar en el refugio antiaéreo cuando la tierra empezó a sacudirse bajo el ataque devastador. Cientos de toneladas de explosivos llovieron sobre la ciudad; cayeron bombas incendiarias sobre los tejados y la urbe se convirtió en una nube de humo, polvo y llamas.
"Voy a ver qué ha sucedido", avisó el guardián a su esposa y abandonó el refugio haciendo caso omiso de la densa humareda y las bombas que estallaban a su lado. Atravesó el patio casi a tientas y en medio de una tormenta de cenizas, hasta que divisó la silueta de la Beethovenhaus, con su casa principal de tres pisos, cuya fachada da a la Bonngasse, y, junto al jardín, el edificio anexo de dos pisos donde en realidad vivió la familia Beethoven.
Hasselbach vio salir una llamarada del tejado de la casa contigua al jardín, exactamente sobre el ático en que había nacido Ludwig. Corrió a la casa principal y subió las escaleras de dos en dos. Por una ventana de la parte posterior pasó al tejado de la otra casa, cogió la bomba incendiaria, que silbaba amenazadoramente, y la arrojó al patio. Lejos de su alcance vio otros dos artefactos infernales. Temblando, trepó por la ventana y las tejas. El humo y el vértigo lo sofocaban y estuvo a punto de caer, pero al fin consiguió arrojar del tejado las dos bombas.
Ante el espectáculo de los edificios contiguos y la mayor parte de la Bonngasse en llamas, Hasselbach sintió pánico momentáneo. Sabía bien que no aparecerían los bomberos mientras continuara el bombardeo. En la calle no había un alma, pues todo el mundo buscaba protegerse en los refugios. Sólo él se preocupaba por la Beethovenhaus.
El curador del museo recordó de pronto las palabras de Beethoven: "¡Valor! Pese a todas las debilidades de mi cuerpo, reinará mi espíritu", y llamó a su esposa, que aún estaba en el refugio antiaéreo.
Durante nueve horas que se les antojaron interminables, Anna y Heinrich llevaron en cubos agua desde el sótano hasta el piso superior, y empaparon las paredes y la madera. El caos era indescriptible. El suelo y casi toda las piezas del museo estaban cubiertas de polvo y escombros que habían entrado por las ventanas destrozadas.
Alrededor de las 9 de la noche Hasselbach creyó desfallecer y tuvo que sentarse entre el lodo; notó en la boca una sustancia cálida. Se le había abierto otra vez una herida de metralla que recibió durante la Primera Guerra Mundial en los pulmones y empezó a escupir sangre.
Puesto que al día siguiente podría haber otro ataque, decidió almacenar en la planta baja todo lo que había en los dos pisos superiores. Los vecinos estaban entregados frenéticamente a la tarea de extinguir incendios y sacar de entre las ruinas a los heridos y a los muertos. El matrimonio quedó solo ante la tremenda tarea de salvar las reliquias de Beethoven.
Beethouenhaus y la casa anexa del jardín, vivienda de los parientes de Beethoven. Foto de Sachsse.
EN PRIMER lugar vaciaron las vitrinas, los armarios y los estantes de libros; luego descolgaron unos 50 cuadros y por último bajaron los muebles pesados. La única iluminación de que disponían era la luz de unas cuantas velas. Hasselbach se sintió como un ladrón entre los tesoros que había custodiado con tanto celo. Él, que había impedido a otros tocar aquellos objetos, ahora tenía que manejarlos sin ningún miramiento, como si vendiera chatarra.
Recordó con alivio que las piezas más frágiles, como los lentes y trompetillas de Beethoven, se encontraban a salvo desde hacía tiempo en los subterráneos del castillo de Homburg. Sentía especial cariño por las trompetillas. En cierta ocasión, un conocido político le pidió que le abriera la vitrina donde se guardaban, pero él contestó que había perdido las llaves. Sí permitió, sin embargo, que las acariciara un ciego que había mostrado profundo interés por el maestro, pues el guardián consideró que Beethoven habría hecho lo mismo.
Cubierto de sudor a fuerza de acarrear montones de libros, Heinrich discurrió construir con dos planchas de madera y una gran cesta una rampa sobre las escaleras para deslizar los baúles, las sillas, los grandes cuadros al óleo con pesados marcos y los montones de manuscritos, mientras él dirigía cuidadosamente el traslado acompañando cada objeto hasta abajo. El humo y la luz fantasmal de las velas engañaban los sentidos de aquel hombre agotado. De repente creyó entrever una figura de pie en el lugar que ocupaba el piano de Beethoven. Corrió hacia la sombra, pero el lugar estaba vacío.
Tiempo atrás, en aquel preciso lugar habían preguntado a Ignaz Paderewski si deseaba levantar la tapa de cristal que protegía el teclado y tocar. "Me encantaría", confesó el gran pianista con una leve sonrisa, "pero sería un sacrilegio".
Por segunda vez salvó el guardián el testamento de Beethoven, encerrado en un marco que colgaba de la pared. Hacía algunos años, durante una de sus rondas, observó que el documento había desaparecido de su lugar, donde estaba tres minutos antes. Salió corriendo calle Bonngasse abajo y reconoció a un joven que creyó haber visto en el museo. Le dio una palmada en el hombro y el muchacho, aterrorizado, abrió sin chistar su cartera y entregó el documento, aún en su marco.
Al alba, Hasselbach se dirigió por entre las ruinas achicharradas al garaje de un hombre que tenía un camión de mudanzas. Tras mucho discutir y ofrecerle varios paquetes de cigarrillos y una botella de vino, el individuo aceptó la peligrosa misión de llevar todo el mobiliario de Beethoven al castillo de Homburg, 50 kilómetros al este de Bonn, lugar que la junta de directores del museo había establecido como refugio provisional.
El transportista; Heinrich y su esposa empezaban a cargar el camión a eso de las 11 de la mañana, cuando oyeron ulular las sirenas de alarma antiaérea. Sin inmutarse, siguieron trabajando y llenaron el vehículo hasta los topes. La alarma continuaba al ponerse ellos en marcha a través de las calles sembradas de escombros. Por suerte nadie los detuvo ni se efectuó el bombardeo. Entrada la noche, llegaron a su destino; Hasselbach ayudó a descargar y, en cuanto entró en los subterráneos del castillo la última pieza del museo, se desmayó.
"Está usted muy enfermo", le advirtió el médico. "Quédese en cama una semana y luego vea en Bonn a un especialista del pulmón".
Cuatro días más tarde Heinrich se dirigía a Bonn... en bicicleta. Fue directamente a la Beethovenhaus a reparar ventanas rotas, a limpiar habitaciones y a despejar el patio.
Desde entonces recorrió en bicicleta, una vez por semana, los 100 kilómetros de ida y vuelta a Bonn. Poco después lo arrollaron unas personas que se precipitaban tumultuosamente a un refugio y acabó con dos fracturas en el brazo izquierdo. Pero, lejos de arredrarse, durante todo el invierno condujo la bicicleta con el brazo sano.
EN LA MADRUGADA del 6 de abril de 1945 entró a paso de carga por las puertas del castillo de Homburg un pelotón de la fuerza de asalto nazi, las temibles SS. Un oficial joven y arrogante mandó evacuar inmediatamente a toda la gente.
—Los norteamericanos se acercan. Para que el castillo no caiga en sus manos, vamos a volarlo.
Aunque temblaba de arriba abajo, el guardián repuso firmemente:
—Pero, señor oficial, esta es la Beethovenhaus.
—¿Y qué? ¿Cree que eso les importa a los norteamericanos? Se trata de una orden.
Hasselbach comprendió que sólo con una gran mentira salvaría aquellas queridas reliquias.
—Creo que haría usted mejor en telefonear a Herr Himmler. Me ha dicho que respondo con la cabeza de este inestimable tesoro de la cultura alemana. Tiene una lista de todos los objetos.
El rostro del oficial de las SS se encendió.
—¡Quiero ver lo que hay! —exclamó, y siguió al guía, que, pálido como un muerto, lo condujo a los subterráneos del castillo.
Fue abriendo una tras otra las cajas y explicando su historia y su valor. No habían llegado a la mitad, cuando el oficial gritó:
—¡Está bien! Voy a telefonear al Herr Reichsführer Himmler.
El pelotón abandonó el castillo, que poco después, sin disparar un tiro, ocuparon las tropas norteamericanas.
SEMANAS MAS tarde Hasselbach y las reliquias de Beethoven regresaban al número 20 de la Bonngasse. Como si nada hubiera ocurrido, el guardián colocó una corona de laurel al pie del busto de Beethoven, que se hallaba otra vez en la habitación donde había nacido. Quitó el polvo al órgano que había tocado el maestro en una iglesia cercana cuando sólo tenía doce años y, al llegar la noche, encerró los manuscritos y partituras más valiosos en la caja de caudales. Beethoven estaba nuevamente en casa.
En sus 25 años de servicios (se jubiló en 1959), Hasselbach no faltó un solo día al trabajo. "En otras partes me hubieran pagado el triple", me contó. Pero cuando le ofrecían algún empleo con sueldo más alto, rechazaba el ofrecimiento explicando: "Creo que Beethoven me necesita ..."
Tres días antes de cumplir los 80 años, Hasselbach me enseñó personalmente la Beethovenhaus. Lo primero que me llamó la atención fue la enredadera que viste la casa del jardín. "Pensé que a Beethoven le hubiera gustado ver esos muros cubiertos con algo verde. Le he servido fielmente y lo seguiré haciendo mientras viva", declaró lleno de orgullo.
Y así lo hizo. En reconocimiento de su dedicación, el alcalde de Bonn le concedió la medalla alemana del mérito por servicios distinguidos en septiembre de 1976, ocho meses antes de su muerte. Honor muy merecido por el más fiel servidor de Beethoven.