Publicado en
octubre 02, 2009
Drama de la vida real.
Mientras Jessie Morgret corría hacia la orilla del estanque, su corazón pareció detenerse: detrás de su hijo de 12 años, nadaba el caimán más grande que había visto en su vida.
Por Henry Hurt.
Esa noche le tocaba a Michael Morgret fregar los trastos. Su madre lo había llamado, pero el niño de 12 años estaba buceando apaciblemente con esnórquel en el estanque de una hectárea que había detrás de la casa. Durante seis años, en los fines de semana y las vacaciones, la familia había estado construyendo su casa de ensueño en Crystal River, Florida, no lejos del golfo de México. Por fin, se habían trasladado allí tres semanas antes.
Durante la construcción de la casa, Michael y su hermana Wendie, de 17 años, habían pasado incontables horas nadando en el estanque. Esa vez, mientras caían las sombras de la noche, Michael gritó a su prima, Kelly Thomas de 14 años, que acababa de salir del estanque: "¡Dile a mamá que ahora voy!"
Parte del encanto del bucólico y pequeño estanque, del cual nace el arroyo de Miller, consistía en que los Morgret sólo lo compartían con los habitantes de otras tres casas. Precisamente enfrente de ellos vivía el doctor José Fernández con su familia. Aquella tranquila tarde del 24 de septiembre de 1986, Fernández, que es ginecólogo, contemplaba el estanque desde el mirador de su casa, disfrutando del anochecer. Su mirada se fijó en Michael y en Jill, hermana de Kelly, de 11 años, que también buceaba con esnórquel junto al niño. De repente, algo más captó la atención de Fernández: un movimiento en el agua, hacia la izquierda y a unos 50 metros de los niños. Un enorme caimán avanzaba rápida y silenciosamente a través del agua hacia ellos.
El médico llamó a voces a su esposa y a su hija, y los tres corrieron hacia el estanque, mientras gritaban y daban palmadas. "Distrajimos al caimán sólo un instante", cuenta Fernández. "Disminuyó su velocidad, pero luego reanudó su persecución de los niños".
Al oír el alboroto, Jill vio al caimán y le gritó a Michael. Cuando se dio cuenta de que no podía oírla por tener la cabeza bajo el agua, empezó a nadar en su dirección. Pero el caimán se deslizaba con demasiada rapidez. Jill se volvió y nadó hacia la orilla. Michael seguía sin enterarse del peligro. Extasiado, el niño flotaba boca abajo y miraba las rocas del fondo del estanque a través del agua trasparente. El tubo de su esnórquel, conectado a la máscara, sobresalía unos 15 centímetros de la superficie del agua.
El caimán, de más de tres metros de longitud, se aproximaba inexorablemente al niño. "Avanzaba como un torpedo", recuerda Fernández. "Entonces abrió las fauces y arremetió de frente a Michael. Vimos cómo las mandíbulas se cerraron alrededor de la cabeza del niño. El caimán se movió violentamente y se irguió sobre la cola, rociando el aire con agua. No creí que Michael tuviera oportunidad de salvarse".
Al cerrarse de golpe las fauces del reptil, uno de los dientes delanteros de la mandíbula superior del enorme hocico del saurio tajó el cuero cabelludo de Michael, donde le abrió una herida de 15 centímetros. La mandíbula inferior del caimán se enganchó en la máscara del esnórquel y se la arrancó a Michael de la cara. Esta desviación de la mordedura permitió que la cabeza del niño escapara de las fauces.
Michael no supo qué había pasado. De repente se encontró de espaldas a un metro bajo la superficie del agua. Hacia arriba pudo ver el vientre blanco verdoso del caimán y las enormes patas posteriores, con sus garras. La bestia nadaba justamente encima de él. Michael comenzó a nadar bajo el agua lo más rápidamente que pudo, impulsado por las grandes aletas que traía en los pies.
La familia Fernández seguía gritando y dando palmadas para distraer al monstruo. Aún lo veían cómo nadaba en círculo, pero no sabían qué había pasado con el niño. Entonces Michael sacó la cabeza para respirar y siguió nadando hacia la orilla. Al instante, el caimán fue tras él.
En la cocina de los Morgret, la madre de Michael, Jessie, oyó los gritos que llegaban del patio y vio a Kelly correr desde el estanque. Creyó oír decir a la niña que un caimán había atrapado al perro o al gato. "Entonces vi el terror pintado en el rostro de Kelly, y supe que había sucedido algo espantoso. Corrí hacia el estanque".
El corazón de Jessie pareció detenerse: allí estaba Michael nadando hacia ella lo más aprisa que podía. Y, cada vez más cerca de él, lo perseguía el caimán más grande que había visto en su vida.
El primer ataque había ocurrido a unos 15 metros de la orilla del estanque. Cuando Jessie llegó al lugar, Michael estaba todavía a unos seis metros. "¡Apresúrate! ¡Nada rápido! ¡Rápido!", le gritó a su hijo mientras se inclinaba en la orilla del agua y tendía sus brazos hacia él. Pero cuando Michael estaba ya casi fuera del agua, el caimán lo atrapó.
"Se abrieron las fauces del caimán y pude ver todos esos dientes puntiagudos como los de una sierra. Parecía capaz de engullir por lo menos la mitad de Michael", recuerda Jessie. "¡Se me figuraba tan pequeño mi hijo, comparado con las fauces del caimán, tan enormes! Seguí gritando y, por fin, cuando aferré una de las manos de Michael, las quijadas del caimán se cerraron. Pensé que Michael se había quedado sin piernas".
Lo que siguió fue como tirar de una cuerda por sus extremos opuestos, un esfuerzo supremo entre Jessie, que pesa 45 kilos, y el caimán de 180 kilos. "Yo sujetaba la mano de Michael con las mías y tiraba con todas mis fuerzas". Y tenso entre su madre y el reptil, sin defensa, estaba el chiquillo que apenas pesaba 45 kilos.
Pero había un afortunado elemento en aquella contienda desesperada. De lo que el caimán había atrapado entre sus fauces, 46 centímetros correspondían a la aleta del pie izquierdo de Michael. Jessie supone que el caimán tuvo que haber reaccionado a la sensación de morder la aleta de hule, porque, de repente, mientras Jessie seguía tirando de la mano y el brazo derechos de su hijo, la bestia soltó su presa. Jessie empezó a arrastrar a Michael fuera del agua, hacia la orilla. Siguió tirando de él sin mirar atrás, hasta que lo sacó del agua.
El doctor Fernández vio cómo el caimán se sumergió de vuelta en las profundidades. "Era como si se sintiera frustrado", recuerda el médico.
"Se alejó nadando lentamente, de regreso a la parte pantanosa del estanque".
Michael estuvo hospitalizado seis días. Le curaron las profundas heridas punzantes del tobillo izquierdo y el hondo y largo tajo del cuero cabelludo. La parte inferior de la pierna izquierda quedó fracturada por las potentes fauces del caimán.
Funcionarios de la Comisión de Caza y Pesca en Agua Dulce de Florida no tardaron en llegar para iniciar una investigación. El ataque había sido el octavo del año en Florida, y el septuagésimo octavo desde que se comenzó a llevar un registro en 1948. Aunque estos ataques ocurren raramente, su número ha aumentado en los últimos años, conforme ha llegado más gente a vivir en el medio natural de los caimanes. Esto puede haber sido causa de que algunos caimanes hayan perdido su temor al hombre. Al mismo tiempo, a medida que la gente ha ido construyendo casas a lo largo de lugares como el arroyo de Miller, las presas naturales de los caimanes como las zarigüeyas, los mapaches y las mofetas han empezado a escasear. Además, el número de caimanes se ha incrementado al aprobarse las leyes que protegen a las especies en peligro de extinción.
La cacería en busca del agresivo caimán muy pronto dio por resultado el hallazgo de una hembra de dos metros de longitud, que fue muerta a tiros. Sin embargo, todos los testigos insistieron en que el caimán que atacó a Michael era mucho más grande. Al día siguiente; unos funcionarios siguieron la pista de otro caimán en la zona pantanosa del estanque y le dieron muerte. Este saurio medía casi tres metros y medio, y pesaba más de 180 kilos o sea, que se trataba de un caimán extremadamente grande desde cualquier punto de vista. Las huellas de la mordedura en la máscara, y el esnórquel de Michael correspondían exactamente a los dientes de este caimán.
Gary Phelps, que investigó el incidente, explica que el motivo del ataque fue el hambre: "Al examinar el estómago del caimán, calculamos que llevaba por lo menos una semana sin comer". Phelps, en cuya opinión los dos caimanes tenían probablemente muchos años viviendo en aquella caleta del arroyo de Miller, señaló que históricamente no había razón para temer a los caimanes: "Cuando yo crecí, nadaba alrededor de ellos y nunca agredieron a nadie. Pero ahora, su hambre y su pérdida de temor al hombre los vuelven más peligrosos".
Tres meses después del ataque del caimán, Michael llevó de paseo a un visitante al patio trasero de su casa y a las tranquilas aguas del arroyo de Miller. Una ligera brisa hacía oscilar los altos cedros y el musgo que colgaba de los imponentes robles acuáticos, haciendo que la abigarrada luz del sol danzara en el césped. Las lisas saltaban en el agua, y había majestuosas garzas y airones en las riberas del arroyo. Era imposible imaginar que en un escenario tan tranquilo hubiera ocurrido un accidente tan pavoroso.
Michael explicó que, si bien no renunciaría a nadar ni a bucear con esnórquel, no creía que volvería a nadar otra vez en el arroyo de Miller muy pronto. Y aunque recuerda a menudo cuan cerca estuvo de la muerte, sus padres confían en que la vivencia no le dejará cicatrices emocionales duraderas.
Allí, aquella tarde, Michael dijo que se considera afortunado porque las cicatrices físicas del ataque están ocultas. Su oscuro y denso pelo disimula la cicatriz del cuero cabelludo, y las cicatrices del tobillo y de la parte inferior de la pierna quedan escondidas bajo sus calcetines. Nadie creería jamás que este niño se vio —no una, sino dos veces— a punto de perder la vida.
La única prueba visible del ataque son tres pequeñas cicatrices en el dorso de la mano derecha de Michael; pero estas no le importan. De hecho, las ostenta como unos distintivos de amor, porque son prueba de la fuerza casi sobrehumana que su madre tuvo al clavarle las uñas en la mano, al luchar para arrebatarlo de las fauces de la muerte.