NIÑOS PARIAS DE LATINOAMERICA
Publicado en
octubre 02, 2009
Millones de menores viven, en la mayor parte del continente, pidiendo limosna, haciendo trabajos ocasionales y robando. Afortunadamente, ciertos programas innovadores de acción social han demostrado que es posible salvarlos.
Por Mark Walters .
UN VIENTO gélido que baja de los Andes azota, a Bogotá, donde Luis, acurrucado sobre una acera, trata de cobijarse con un pedazo de cartón. Pero el viento se cuela por debajo y se lo arrebata. El niño acaba por desistir, y se encoge aún más. Dormita y se despierta a intervalos, toda la noche. Al llegar la mañana, dos policías armados lo sacuden para que despierte. Su crimen es no tener hogar, ni padres, ni sitio dónde dormir; su pecado, ser un niño callejero.
Hay millones de pequeños como él en Latinoamérica. Pululan por sucias calles, y le sacan dinero de los bolsillos a la gente, le roban relojes o lustran calzado para sobrevivir. Por la noche duermen en portales o bajo las bancas de los parques, buscando protegerse del frío viento. En ocasiones encienden fogatas junto a la pared de algún edificio público. Es frecuente que sus rostros, manos y brazos estén desfigurados por las quemaduras que sufren al quedarse dormidos cerca del fuego, o al utilizar gasolina como combustible. Se les oye toser, sobre todo en las ciudades más altas, como Bogotá, donde la mayoría de ellos padecen bronquitis crónica. Los mayores sufren enfermedades venéreas, contraídas por contacto con prostitutas. También muestran los estragos mentales de drogas como la mariguana, el pegamento para zapatos, la gasolina, el adelgazador de pintura... cualquier cosa que los ayude a olvidar su miseria.
Muchos de esos niños deben su desventura a la migración creciente de la población rural a las ciudades. Los campesinos se sienten atraídos por la posibilidad de conseguir trabajo en la industria, pero no lo logran por su falta de capacitación. Entonces, atrapados en la indigencia, descuidan a sus hijos, e incluso los abandonan, y los chicos se aventuran por las calles. Así es como ha surgido una subcultura de adolescentes vagabundos.
A través de los años, la cultura callejera ha desarrollado su lenguaje y su forma de organización social propios. Los menores de edad suelen formar pandillas, reminiscencia de la familia perdida o que nunca han tenido. La pandilla, presidida por el jovencito de más edad, les brinda a sus miembros protección y los beneficios obtenidos del trabajo o los robos organizados en grupo.
"Estos niños se ven arrastrados hacia un mundo de violencia", explica el sacerdote José Rosario Vaccaro, quien ha tenido contacto durante 15 años con los jovencitos desamparados de Bogotá. "Para ellos las drogas y los robos se vuelven cosa de todos los días, e incluso llegan a conocer el homicidio".
Se trata de los "pivetes" de Brasil, los "gamines" colombianos, los "callejeros" de México. Según cierto cálculo del unicef, hay en Latinoamérica otros 50 millones de pequeños que tienen familia, y sin embargo se ven obligados a vivir y trabajar en las calles. Si no se hace nada por remediar tal situación, el número mencionado se habrá duplicado para el año 2010.
"Los niños abandonados en las calles son síntoma de una marcada e inquietante tendencia que se observa en la sociedad", afirma Peter Tacón, quien ha trabajado en beneficio de estos pequeños en Latinoamérica, y actualmente es director ejecutivo de childhope, una organización instituida por el unicef, cuyo objetivo es auxiliar a los niños callejeros. "Los pobres están abandonados", agrega, "y los más necesitados entre ellos, los niños, se encuentran desprotegidos en la vía pública". Por desgracia, las soluciones de las que suele hablarse (mejor distribución de la riqueza, trabajo para los desempleados y mejores servicios sociales) son generalidades que no se traducen fácilmente en proyectos de beneficio social. La mayor parte de la riqueza del continente está en manos de un sector reducido de la población, y no se vislumbra un cambio de esta situación a corto plazo.
Pero se va generalizando una conciencia comunitaria del problema, no sólo en los países de habla hispana, sino también en Brasil, la nación con mayor número de niños callejeros en el continente. Por ejemplo: un estudio llevado a cabo en 1981 reveló que entonces sólo había 70 proyectos comunitarios para los niños vagabundos brasileños, pero en 1986 ya existían más de 400, uno de los cuales es el de Alternativas de Atención a Niños de la Calle, del unicef. De acuerdo con este proyecto, se han organizado grupos de "educadores callejeros", que acercan a los niños a los programas comunitarios de asistencia. Hace cuatro años sólo había uno de estos grupos en Brasil; actualmente hay 63, así como una comisión supervisora nacional, que buscará soluciones a largo plazo. También se han establecido programas semejantes en Colombia, Perú y otros países donde abundan los niños y los adolescentes vagabundos.
Uno de los programas de mayor alcance en Colombia, en lo que se refiere a ayudar a estos niños desamparados, es conocido con el nombre de Bosconia-La Florida, pues estos son los nombres de los barrios pobres de Bogotá en donde comenzó, aunque se ha extendido a otras áreas. Cuenta con el apoyo mayoritario del Gobierno, a través del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y de la Juventud (IDIPRON), y también lo sostiene la Fundación Servicio Juvenil, una organización que ha cumplido con notable éxito su noble misión, y que fue creada en 1973 por el sacerdote salesiano Javier de Nicoló. El programa Bosconia-La Florida recibe ayuda económica, además, de la Fundación Interamericana, cuya sede está en Rosslyn, Virginia, y de la Misión Salesiana en New Rochelle, Nueva York, en Estados Unidos.
Luis, chico de 16 años, es un sobreviviente de la niñez callejera que se benefició de este programa. Su infortunio comenzó el día de su nacimiento. El padre, desesperadamente pobre, abandonó el hogar cuando Luis era tan pequeño que no lo recuerda; la madre trabajaba casi todo el día, y no tenía tiempo para dedicárselo. Por carecer de la comodidad y la seguridad de un hogar, Luis terminó en la calle.
"Mis amigos y yo robábamos dinero y relojes", recuerda. "A veces tenía tanto dinero que no sabía qué hacer con él, y otras veces pasaba hambre. La parte más dura del día era la mañana, porque había poca comida en los botes de basura, pero después del almuerzo encontrábamos muchas sobras". Los ojos le brillan cuando recuerda aquellos banquetes.
"Lo que es uno de niño sigue siéndolo, en el fondo, el resto de su vida", afirma. "Todavía me estremezco al ver a estos niños". Luis los ve casi todos los días, pues es un educador callejero. Además, cursa el segundo año de secundaria, con la esperanza de conseguir en el futuro un buen empleo en una fábrica, casarse, y tener una familia.
La Fundación Servicio Juvenil opera con base en seis ritos de transición, cuidadosamente planeados. En la primera etapa, los educadores tratan de ganarse la confianza de los jovencitos por medio de "clubes callejeros", que ofrecen paseos gratuitos y consejos amistosos. "Este paso, inspirar confianza, es el más difícil; puede tardar años", comenta el padre Vaccaro, secretario de relaciones públicas y consejero del programa.
Una vez establecido el vínculo amistoso, se invita al niño al Patio de la Doce, un extenso predio en el barrio..Sobre la pared del fondo hay un gran letrero que dice: "O hay pan pa' todos o pa' ninguno". A los jóvenes huéspedes se les da una comida, atención médica, se les ofrecen duchas de agua caliente, y se les anima a practicar deportes de equipo. En ningún caso se les juzga; un muchacho puede, incluso, entregarle drogas al educador para que las guarde mientras está en el Patio. Todos los días, a las 5 de la tarde, cuando se cierran las puertas, de 50 a 120 muchachos vuelven a la calle sintiendo que hay un mundo nuevo, donde la vida es mejor.
Tal vez trascurran meses, incluso años, antes de que el niño pida que se le admita en la siguiente etapa, en la cual se le ofrece un lugar para dormir. Con el objeto de comprobar si está realmente decidido, los educadores al principio lo rechazan, diciéndole: "No creemos que de verdad quieras cambiar". Si el niño replica: "Sí quiero cambiar ... ¡de veras!", se le ofrece un lugar en alguno de los dos dormitorios, de 60 camas cada uno, que se encuentran cerca del Patio. Allí no se permite drogas ni peleas. Durante la cena, los educadores sondean amablemente la situación de cada muchacho, para determinar si es posible reunirlo con sus padres. Después de algunos juegos y de que él se da un baño, se lo envía a la cama con un pijama limpio. Por la mañana puede volver al Patio o a las calles.
Pasados unos dos meses se le dice al niño cuál es la siguiente etapa del programa: la permanencia 24 horas al día. Después se le envía a la calle durante tres días, lapso crucial de decisión, durante el cual puede sentirse atraído por su vida anterior, o llegar a la resolución de abandonarla para siempre. Se pierden dos de cada diez, pero los demás regresan, con una mezcla de gratitud y temor, a la entrada de Bosconia, una gran casa que se encuentra en el barrio. Su ingreso se celebra con una ceremonia solemne: después de ponerse ropa nueva, el chico arroja a una hoguera la que antes usaba, y baila a su alrededor, como exorcizando a los malos espíritus.
En Bosconia y en tres anexos para internos pueden alojarse 300 niños; dos de esos anexos están situados fuera de la ciudad. En esos planteles la disciplina es estricta, y se procura por todos los medios trasmitir mensajes educativos. Si, por ejemplo, hay alguna riña, se convoca a una sesión de emergencia para tratar el asunto. Aparte de esas "lecciones de moral", se les imparten a los niños materias escolares y oficios tales como pintura, carpintería, mecánica y nociones de agricultura.
Después, los educandos se hallan en condiciones de vivir en un mundo más independiente: la República de los Muchachos. Este plantel, que se encuentra en las afueras de Bogotá y ocupa un terreno de diez hectáreas, cuenta con un Salón de Concejo, comedores y dormitorios, un recinto para música y una tienda de abasto general. Los niños se encargan de cuidar los jardines de rosas, los amplios prados y las umbrosas arboledas de eucaliptos y pinos; así aprenden que con muy poco dinero se puede lograr algo bello, si uno está dispuesto a trabajar. Cada muchacho tiene deberes que cumplir, y se le paga con moneda interna. Un consejo y un tribunal constituidos por jóvenes se encargan del gobierno y la disciplina, bajo la vigilancia de una junta de adultos. El tribunal está capacitado para aplicar el castigo más severo: diez días de destierro en las calles de Bogotá.
"La República no es una preparación para la vida, sino la vida misma", explica el padre Vaccaro. "Aquí los niños se enfrentan a todos los retos y cosechan todos los beneficios de vivir en una sociedad tranquila".
Al final, los jóvenes están preparados para continuar con su educación. Si les interesa el trabajo industrial, pueden asistir a diversos talleres especializados en trabajo técnico, en Bogotá; si desean estudiar agronomía y ganadería, van a alguna de las escuelas de ese ramo que hay en el país.
En los últimos 14 años, la Fundación Servicio Juvenil ha devuelto a la sociedad a 3500 niños de la calle convertidos en jóvenes responsables y capacitados. Casi todos han hallado empleo. Son la prueba viviente de que es posible restituir a la vida normal a niños que se han aislado profundamente en un mundo propio.
Hay ocasiones en que el mismo personal de la institución se sorprende por la trasformación de los pequeños. El padre Vaccaro, refiriéndose a uno de sus alumnos que hace poco volvió para anunciarle que pronto contraería matrimonio, comenta: "Yo me pregunté cómo una persona que en su niñez nunca conoció el amor podría, como adulto, querer a alguien. El joven me explicó que el único modo de recuperar su infancia perdida era tener un hijo suyo que fuera feliz. Entonces comprendí que estaba salvado".
Luis, quien ahora pasa su segundo año en Bosconia, tiene una fe similar. "Lo que puedo decir de mi propia experiencia es que fue una trasformación milagrosa", comenta. "Y al ver esa trasformación en mí, siento esperanzas por todos aquellos que permanecen en las calles".
ANOCHECE en Bogotá. Luis nos conduce a Bosconia, a cuya entrada, en la acera, hay niños de la calle acostados. El padre Vaccaro sale a recibirnos y dice: "Como usted ve, se quedan a dormir por aquí para sentirse protegidos; pero aún tienen un largo camino por recorrer".
Tres adolescentes vestidos con suéteres limpios se aproximan entonces a la reja.
—¡Vaccarito! —le grita uno de ellos al padre—. ¿Cómo está?
—Bien. ¿A dónde vas con esos libros? —pregunta el padre.
—A estudiar —contesta el ex residente de Bosconia.
—¡Bien! ¡Muy bien!
El padre Vaccaro está visiblemente conmovido ante el progreso de esos muchachos que se están educando, en vez de luchar por sobrevivir. Sonriente, mira a Luis como si el chico simbolizara la esperanza. Para Luis y para otros que, como él, han roto los vínculos con la calle, la vida es verdaderamente buena. Pero para los millones de adolescentes que vagan por las ciudades latinoamericanas la existencia todavía es increíblemente trágica.