EL AJO, DIENTE POR DIENTE
Publicado en
octubre 25, 2009
¿Amuleto de buena suerte? ¿Filtro de amor? ¿Remedio casero? El mágico bulbo, de olor peculiar y penetrante, es una y otra cosa. Pero en la cocina... ¡Ahí ¡Allí es donde está su verdadero poder!
Por Claire Sterling.
NADIE SABE cómo llegó el ajo a captar el gusto del hombre. Los griegos lo llamaron hace 25 siglos "la rosa punzante", y antes y después de ellos recibió muy diversos nombres, desde "alcanfor del pobre" y "veneno de bruja" hasta "triaca de los pobres" y "filtro de amor". El hecho, sin embargo, es que todos esos títulos aluden a la creencia recurrente en los poderes extraordinarios del ajo.
El primer caso de adicción al ajo de que se tenga noticia ocurrió hace 4500 años, cuando un dios-rey de Babilonia hizo el pedido de 139.190 hectolitros de ajo para su mesa. Desde entonces los hombres le han tomado un singular gusto. Aparte de aderezar su comida con él, la gente se ha untado en el cuerpo y ha hecho ungüentos para los niños, lo ha enterrado junto a sus muertos, lo ha llevado como collar en los zapatos, lo ha colgado de las paredes de las casas, e incluso le ha dirigido plegarias. Los antiguos egipcios dejaban un modelo de ajo, encalado, en las tumbas ordinarias, y pusieron seis bulbos de ajo natural en la dorada tumba del faraón Tutankamón. Además de sus virtudes culinarias, estaban convencidos de que el ajo poseía el secreto del vigor físico: el rey Queops gastó 1600 talentos de plata en ajo para los obreros que erigían la Gran Pirámide, y se cuenta que hicieron huelga al escasear las provisiones de ajo.
Desde el punto de vista botánico, el ajo no es nada en especial; un solo diente plantado en un lugar soleado, con suficiente agua, se dará bien en casi cualquier clima templado. Tampoco es de aspecto impresionante: una pelota arrugada, apenas mayor que una colecita de Bruselas, formada por bulbitos blancos apretadamente superpuestos, en número de seis a trece, cada uno con aspecto de almendra envuelto en una piel amoratada y papirácea.
Sin embargo, desde el momento en que el primer ser humano olisqueó o dio el primer mordisco en este "lirio" (en efecto, pertenece a la familia de las liliáceas), la gente supuso que esta planta, tan acre, cáustica y sulfurosa, tenía que ser algo especial. Aparte de haber contribuido a la construcción de las pirámides, sirvió en la antigüedad de alimento a los soldados romanos, para que tuvieran fuerza en la batalla, a los atletas griegos para que adquirieran vigor y a los campesinos sirios (antiguos y actuales) en tiempo de cosecha. Se dice que, cuando nació Enrique IV de Francia, su abuelo quedó encantado al ver que el niño se relamió cuando le tocaron los labios con un diente de ajo, pues era "señal de precoz vigor". Además, se ha considerado desde los más remotos tiempos históricos un incomparable estimulante sexual, aunque resulta incomprensible cómo puede sobrevivir el atractivo sexual de un amante que acabe de ingerir aunque sólo sea unos dos o tres miligramos de aceite de ajo.
Se dice que el simple olor del ajo ha obrado maravillas en nuestra salud. En realidad ninguna otra planta ha conservado durante tanto tiempo su reputación de curar tantos males humanos. El gran sabio romano Plinio el Viejo ofrecía 61 remedios hechos de ajo para curar enfermedades y dolencias, entre ellas las picaduras de serpiente, las hemorroides, las úlceras pépticas, el asma, las convulsiones, el sarampión y el catarro común. Los curanderos indostanos del siglo V recomendaban el ajo para mejorar la voz y el intelecto; y los persas medievales, para la buena circulación de la sangre. Los chinos lo utilizaban como sedante. Siempre que el cólera morbo ha fustigado a las poblaciones (como en Nápoles, en 1973), la gente se ha aferrado a los dientes de ajo como tabla de salvación.
Hoy los médicos sonríen, por supuesto, cuando alguien menciona las posibles virtudes curativas del ajo. Sin embargo, al machacarse el diente de ajo, en realidad se crea un potente antiséptico. Los médicos militares, obligados a improvisar remedios durante las dos guerras mundiales, llegaron a jurar que el zumo de ajo evitaba la septicemia y la gangrena. Tal fe se justificó en 1954, cuando un científico ruso descubrió que este jugo es capaz de matar todas las bacterias de un cultivo en el lapso de tres minutos. Otros dos estudios publicados en Inglaterra por Lancet, autorizada revista médica, declaraban que el zumo de ajo puede reducir el nivel de azúcar en la sangre de los diabéticos y atacar espectacularmente al colesterol.
AUNQUE SU poder terapéutico no es comparable siquiera con el de las medicinas tradicionales (su poder bactericida comparado con el de la penicilina, es como de 1 a 100), el ajo sí tiene posibilidades como insecticida. El aceite sintético de ajo, obtenido por el entomólogo indostano Shankar Amonkar, mata las larvas de cinco especies de mosquito, incluso las de los vectores de la elefantiasis, la encefalitis, la fiebre amarilla y el paludismo. Y este mismo aceite tiene un devastador efecto en otros insectos como los áfidos, las moscas comunes y la oruga blanca de la col.
Para la mayoría de nosotros, por supuesto, la verdadera magia del ajo sólo se revela en la cocina. Marcel Boulestin, francés y dueño de un restaurante y autor de libros de cocina, advirtió: "No es exagerado decir que la paz y la felicidad empiezan, geográficamente, donde el ajo se utiliza en la cocina". Es posible que, por ser francés, Boulestin esté influido por sus prejuicios, pero sí es incontestable que el ajo ha sido ingrediente imprescindible en la cocina desde hace mucho tiempo, y no sólo en el sur de Francia, sino en España, en Grecia, en Italia y casi en todos los países mediterráneos, para no mencionar todo el sudeste asiático, hasta Japón, y China. Las únicas regiones donde no se usa el ajo han sido las zonas más frías del norte y del oeste, quizá menos inclinadas a la paz y a la felicidad. Pero están aprendiendo.
Hoy ninguna ama de casa con pretensiones culinarias se quedaría sin ajos en la cocina. En Estados Unidos, por ejemplo, su consumo aumentó 100 por ciento desde hace diez años. Ha aparecido, además, una boyante industria del ajo, deshidratado, en escamas, en polvo, cuyos envases llenan las estanterías de los supermercados para, satisfacer la creciente demanda.
Para los auténticos amantes del ajo, sin embargo, no hay nada como el producto natural. Uno de mis recuerdos familiares más gratos se relaciona con el ajo fresco: una merienda campestre en la costa italiana de Amalfi, con una hogaza de pan dorado untada con mucho ajo y rellena de tomates recién cortados, embebidos en aceite de oliva; o bien un suntuoso almuerzo en nuestra granja toscana: una tortilla hecha con ajo tierno y finamente rebanado, o el indescriptible momento en que descubrimos un hongo gigante italiano (porcino) en el bosque, y corrimos a sofreído con una fina capa de harina y uno o dos dientes de ajo.
Estos son modestos platos campesinos que jamás aparecerán en los libros de alta cocina, pero casi cualquiera que esté familiarizado con los más conocidos platos italianos seguramente se convertirá en un incorregible y nada arrepentido aficionado al ajo. Aunque, contrariamente a la impresión generalizada, la mejor cocina italiana no abusa del ajo; acaso lo más que hará Mamma será echar un solo diente de ajo en su salsa para los espaguetis, y lo mismo, o casi, en el suculento estofado de cordero, de lechón o de ternera.
Los franceses también abusan del ajo menos de lo que se piensa. Es sólo una pizca de sabor, apenas detectable, lo que está detrás de la delicadeza de las ensaladas francesas y en sus exquisitas salsas. Sin embargo, los franceses aprecian muchísimo ciertos platos que llevan abundante ajo. Entre estos hay que mencionar la clásica sopa de ajo, una mayonesa de ajo llamada aioli que, añadida a una sopa de pescado boullabesa, típica de Marsella, constituye una atracción irresistible para los gastrónomos del mundo entero, y un pollo salteado, hecho con 10 dientes de ajo.
Hay un remedio para los recién iniciados que quizá teman al mal olor del aliento después de comerlo. El ajo nunca tendrá olor insoportable si se consume cocinado, aunque sea en platos que lleven 10 dientes. Sólo cuando se aplasta o macera crudo (por ejemplo, cuando se frota en un cuenco o ensaladera para hacer una ensalada cuyos elementos se revuelven mucho) el ajo suelta ese olor acre y penetrante. Y para aquellos que no resistan comer tales ensaladas, hay una nueva esperanza procedente de Japón, donde un ex granjero cultivador de arroz inventó una nueva variedad de ajo inodoro. Esta invención acaso lleve al mágico bulbo a la cúspide de su carrera triunfal de casi 5000 años de historia: será como recolectar rosas en abundancia y sin espinarse las manos, o como saborear la miel del panal sin que nos piquen las abejas.