DETECTIVES DE BATA BLANCA
Publicado en
octubre 02, 2009
Con constancia y habilidad, estos investigadores rastrean el contagio por todo el mundo.
Por William Stockton.
EL 16 DE MARZO de 1978 se reúnen 800 ejecutivos de la industria norteamericana de la construcción en un banquete en San Luis (Misuri) y a la semana siguiente casi 400 han contraído angina estreptocócica, infección bacterial de la garganta que puede causar fiebre reumática e inflamación de los ríñones. Los funcionarios municipales de sanidad inician una investigación y se llama al CDC o Centro de Control de Enfermedades, de Atlanta (Georgia). A las pocas horas un equipo médico sale para ayudar a rastrear la infección hasta su origen.
Una cuidadosa investigación los llevó por fin a Nueva Orleáns (Luisiana), donde había ido uno de los cocineros del banquete. La información recogida por los médicos indica que el hombre era portador de unos estreptococos que contaminaron los camarones preparados por él, se multiplicaron rápidamente y contagiaron a casi la mitad de los comensales.
Este cuidadoso trabajo de investigación es característico del CDC, una de las seis más grandes agencias del Servicio de Sanidad Pública de los Estados Unidos. Maneja un presupuesto de 128 millones de dólares y sus 3700 empleados de tiempo completo sostienen en primera fila una guerra contra cualquier amenaza a la salud pública.
La mayor ofensiva del CDC está dirigida contra las enfermedades contagiosas, desde la varicela hasta la poliomielitis y la gonorrea. Todos los días las oficinas y laboratorios dependientes de la agencia reciben innumerables llamadas telefónicas urgentes de todo el país, o desde algún lejano rincón del mundo. Las enfermedades infecciosas matan todavía millones de personas en todo el globo.
Por regla general los médicos detectives del CDC sólo intervienen si se lo piden los funcionarios estatales o locales, pero en este caso trabajan a marchas forzadas para contener cualquier brote de enfermedad, determinar su foco, inmunizar a las posibles víctimas y tomar medidas para prevenir futuros brotes.
En agosto de 1976, pocas horas después que Pensilvania solicitara ayuda, se desplegó un gran número de especialistas del Centro por todo el Estado, con la misión de investigar la causa de la "enfermedad de los legionarios", que mató misteriosamente a 29 asambleístas de la Legión Norteamericana. Mientras la nación esperaba llena de aprensiones, los médicos del CDC y los funcionarios de sanidad de Pensilvania entrevistaban a las personas y obtenían cientos de muestras para enviarlas rápidamente a los laboratorios de Atlanta, donde los especialistas las analizaban de día y de noche. Pronto descubrieron que la enfermedad no era muy contagiosa, que el brote parecía confinado y que no había amenaza grave para la salud pública. Al poco tiempo la prensa dejó de hablar del asunto.
Pero si quieren evitar nuevos brotes los investigadores del Centro deben averiguar por qué aparece de pronto una enfermedad. Por tanto, la investigación de la epidemia de los legionarios se continuó durante varios meses aunque, sin resultadospositivos. Por fin un joven científico del CDC, Joseph McDade, comenzó a estudiar de nuevo algunas de las primeras muestras de laboratorio o tejidos de conejillo de Indias inoculados con tejido pulmonar de personas que habían muerto por la enfermedad. Las pruebas que se habían hecho con esas muestras meses atrás no revelaron nada, pero McDade buscaba algo que se hubiera omitido con los apuros de los primeros días. Al examinar las preparaciones microscópicas, descubrió una agrupación de microorganismos que parecían haber crecido y haberse reproducido. Varios días después, mientras analizaba un huevo fértil en el que había inyectado el germen, McDade se sobresaltó: allí estaba el microbio ¡y comenzaba a desarrollarse! Después se confirmó que había descubierto la escurridiza bacteria de la enfermedad de los legionarios.
Y ya se ha reconocido en esta misma bacteria el germen causal de algunos brotes epidémicos, antes inexplicados, que se presentaron en determinados lugares, muy bien circunscritos, para desvanecerse tan misteriosamente como habían llegado. Causa desde leve infección respiratoria hasta pulmonía grave, a veces mortal.
Aunque todavía queda mucho por aprender acerca de este microorganismo, que no se parece a ninguna bacteria patógena conocida entre las que atacan al hombre, los conocimientos adquiridos ya por el Centro de Control de Enfermedades servirán de base para el diagnóstico y el tratamiento de la infección de los legionarios.
El CDC se fundó durante la Segunda Guerra Mundial como dependencia para la lucha antipalúdica y, con el correr de los años, ha podido erradicar o reducir notablemente brotes de cólera, viruela, poliomielitis y otras enfermedades peligrosas. Además, atiende las peticiones de ayuda que le hacen del extranjero o los organismos internacionales, como la Organización Mundial de la Salud.
En Estados Unidos las autoridades estatales de sanidad pública llaman a los especialistas del CDC más de mil veces al año para ayudar a combatir brotes de enfermedades, pero también ayudan sus técnicos a tratar alrededor de 2000 casos aislados, que van desde un enfermo de cólera en Tejas hasta un niño atacado de peste bubónica en California.
A veces una enfermedad común que sigue un curso diferente. En . junio de 1977, por ejemplo, las autoridades estatales de salud informaron de un súbito y peligroso brote de rubéola o sarampión alemán en Honolulú. Si bien está considerada como benigna, esta enfermedad puede causar graves defectos congénitos si la contrae una mujer embarazada.
Normalmente la rubéola se trasmite de una persona a otra, así que las epidemias se desarrollan lentamente en el trascurso de varias semanas. En Honolulú, sin embargo, se pasó de unos pocos en una semana a 94 en la siguiente. Tan brusco salto hacía pensar que posiblemente el virus se había extendido al mismo tiempo a un gran número de personas. Así que el CDC y los trabajadores sanitarios del Estado comenzaron la tediosa tarea de telefonear a cada uno de los enfermos en busca de algún nexo común. Pronto lo encontraron: la mayoría de las personas que enfermaron en la semana del 19 al 26 de junio habían asistido a una discoteca muy popular en Honolulú. Se podía suponer que el contagio en masa se produjo allí una noche, pero los médicos todavía no sabían cómo se propagó el virus ni quién lo llevó.
Tras muchos días de entrevistas con los afectados, los empleados de la discoteca y los músicos de varias orquestas, los médicos encontraron a la persona que buscaban: un pianista que recordaba haberse sentido enfermo cierto día de junio. Se le presentó una leve erupción, pero de todos modos acudió al trabajo. Mientras tocaba y cantaba esa noche, el pianista lanzó saliva con los virus de la rubéola. El aire acondicionado esparció los gérmenes por todo el salón y contagió a docenas de personas. Pero, ¿dónde había contraído la rubéola el músico?
Resultó que en marzo la orquesta había tocado en un hotel frecuentado por turistas japoneses, y en aquel entonces Japón sufría epidemia de rubéola. El virus había llegado de Japón a Honolulú por avión y en la capital de Hawai contagió al guitarrista de la orquesta. En el lapso de dos meses fue pasando de un músico a otro.
Algunas veces ataca una epidemia tan súbitamente que mueren varios enfermos antes de que lleguen los médicos del CDC. Así ocurrió en Jamaica en enero de 1976, cuando 79 personas, en tres ciudades, de pronto enfermaron de náuseas, cólicos y vómitos. Diecisiete de ellas murieron. Entonces el Dr. Philip Landrigan partió de Atlanta para ayudar a las autoridades jamaiquinas.
Él y otros funcionarios de sanidad establecieron que la enfermedad había comenzado en todos los casos inmediatamente después de haber comido budín de harina relleno, alimento muy común en la isla y que parecía ser el responsable. Los síntomas apuntaban a un envenenamiento con insecticida, y, en efecto, los exámenes de laboratorio confirmaron que la harina estaba contaminada de "paratión", producto para matar insectos que resulta mortal si lo ingiere el hombre en cierta cantidad. Los médicos sabían que era imperativo hallar en seguida la fuente de contaminación y asegurarse de que no volviera a producirse. Examinando notas de remisión, facturas, documentos de policía y de aduana, los investigadores comenzaron su rastreo.
Empezaron por visitar varios negocios de comestibles en Jamaica, donde encontraron varios sacos de 45 kilos de harina contaminada con el venenoso líquido. Siguieron luego la pista de la harina hasta los muelles de los puertos jamaiquinos, en busca de sitios donde el paratión y los sacos de harina se hubieran cruzado. No encontraron nada. Investigaron el barco que trasportó la harina desde Europa, en busca de vestigios de contaminación en la bodega, pero tampoco los encontraron. Viajaron hasta los trigales europeos de donde procedía el grano, examinaron los silos y los camiones que trasportaron el trigo al molino. Indagaron en el mismo molino, pero todo en vano.
"Por fin", cuenta Landrigan, "fuimos a los muelles donde se había hecho el embarque hacia Jamaica". Landrigan y el Dr. Peter Diggory, funcionario de la Organización Panamericana de la Salud, encontraron un barril de pesticida que se salía y mojaba el piso del muelle. Mientras estaban allí observaron que una grúa móvil de horquilla, cargada de melones, pasaba sobre el charco de insecticida y el líquido salpicaba la fruta. "Peter y yo nos miramos, comprendiendo que lo mismo debió de ocurrir con los sacos de harina", recuerda Landrigan.
Si por una parte Landrigan se alegró mucho de haber encontrado el lugar de contaminación, por otra lamentaba que el CDC no pudiera hacer más que renovar sus advertencias a los fletadores internacionales para que extremen las precauciones cuando manejan juntos cargamentos de venenos y de comestibles. No obstante, para la mayoría de los médicos detectives del CDC tales frustraciones quedan compensadas por la satisfacción de haber amenguado los sufrimientos de la humanidad.
Este es el mejor premio para Jim Lewis, asesor de salud pública del CDC, que pasó meses recorriendo los desiertos ventosos, sin caminos, de Somalia, en África Oriental, al volante de un Land-Rover, como consultor de programa de erradicación de la viruela de la Organización Mundial de la Salud. En cada aldea donde localizaban casos de la enfermedad, Lewis y un equipo de funcionarios de sanidad de Somalia tenían que ganarse la cooperación del cacique, para poner a los enfermos en cuarentena en una choza vigilada y vacunar al resto de los habitantes.
"La mayor satisfacción es encontrar en seguida un caso de contaminación, vacunar a todos los demás y saber que quizá hemos evitado otros casos de viruela", asegura Lewis. "Pero el premio mayor de nuestros desvelos es que, por primera vez en la historia, vamos a erradicar de la faz de la Tierra una enfermedad que ha diezmado a la humanidad durante miles de años".
La perspectiva de contribuir al mayor triunfo de la medicina del siglo XX, la derrota de las enferdades infecciosas, es inspiración y guía para los cazadores de microbios y venenos del Centro de Control de Enfermedades. Es su compensación por las largas jornadas de trabajo, por los callejones sin salida, por los fracasos y los días de desaliento. Es, en una palabra, el mejor de todos los premios.