CUANDO ME SALVÓ LA SUPREMA CORTE
Publicado en
octubre 14, 2009
Son momentos que jamás se olvidan.
Por Paul McDonald.
SIEMPRE QUE VEO una fotografía de la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos, con sus nueve jueces de severa toga, me pregunto si alguna vez se divierten. ¿Disfrutarán los momentos chuscos de la vida, que son tan impredecibles como deliciosos y memorables?
Sospecho que sí, y como prueba permítaseme relatar el incidente ocurrido una noche, hace ya mucho tiempo. Corría el año de 1955. Yo cursaba el último año de la carrera de derecho en la Universidad Harvard, y esa institución había organizado una conferencia de tres días para celebrar el 200 aniversario del nacimiento de John Marshall, que fue presidente de la Suprema Corte de 1801 a 1835. Con. tal motivo habían ido a Cambridge, Massachusetts, cinco magistrados de la Suprema Corte, y a mí me nombraron alumno anfitrión —léase lacayo— del juez Earl Warren, a la sazón sucesor de John Marshall en la presidencia del más alto tribunal de la nación.
Como él se impacientaba y se aburría si tenía que estar sentado todo el día oyendo discursos, me pidió de antemano que me le acercara al final de cada almuerzo y cada cena para susurrarle al oído, como dándole un mensaje. Entonces él se pondría de pie, se disculparía y ambos nos iríamos a dar "un largo y agradable paseo a pie".
Aquella semana sostuvimos muchas conversaciones mientras caminábamos por las callejuelas cercanas a la Plaza Harvard. El había sido gobernador del estado de California y candidato a la presidencia por el Partido Republicano, y poseía la habilidad política de tratar como igual hasta a un humilde estudiante de leyes.
La última noche de la conferencia, el juez Warren se acercó a mí como a las 11:30.
—Paul, estoy molido. ¿Podrías llevarme al hotel? —me dijo.
—Sí, señor —le respondí, un poco desconcertado—. Iré por las llaves.
Yo no tenía más vehículo que una bicicleta, y supuse que el juez no querría atravesar la Plaza Harvard a medianoche sentado en el manillar. Así pues, me dirigí al vicerrector y le expliqué el problema.
—Llévate mi camioneta —dijo, y me dio las llaves—. Está al pie de la escaleta de atrás.
Entonces volví a donde estaba el juez Warren, y nos dirigimos a la salida.
—Oye, Félix —llamó de pronto mi huésped—, ¿quieres que te llevemos?
—Por supuesto —contestó el juez Frankfurter.
—Harold —volvió a llamar el juez Warren—, ¿te llevamos?
—Claro —aceptó el juez Burton.
Cuando llegamos a la puerta de salida ya nos acompañaban también los jueces Hugo Black y Tom Clark. Llevaba conmigo a la mayoría de la Suprema Corte de Estados Unidos, y todos ellos hablaban a la vez.
Pero cuando salimos al estacionamiento, todos callaron de pronto. Frente a nosotros estaba la camioneta del vicerrector: una vieja y roja Nash Rambler. Se trataba de uno de los primeros modelos pequeños que sacó al mercado la industria automovilística, y parecía el auto del jefe de bomberos de algún mísero pueblecillo de Nueva Inglaterra.
Pero a todos les pareció muy graciosa la situación. Al cabo de una semana de ponencias y seminarios, los jueces se sentían como niños en vacaciones. Se quitaron la chaqueta del esmoquin y se apiñaron en el viejo auto. Cuando salimos del estacionamiento, el parachoques trasero raspó con fuerza la acera. Uno de los jueces observó en voz alta que la inclinada camioneta no iba a soportar "todo el peso de la ley". Otro opinó que "este vehículo se estabilizaría, Félix, si te bajaras de él con la misma decisión que manifestaste para contradecir a la mayoría en aquel caso sindical".
Cuando me detuve en un semáforo, el juez Warren, que iba junto a mí, me preguntó casi al oído:
—Paul, ¿sabes dónde está la Facultad de Administración de Empresas Harvard?
—Sí, señor: como a un kilómetro de aquí.
—Mi hijo estudió allí, pero sólo un año, así que nunca la visité. ¿Nos llevas a verla?
—Con mucho gusto.
—Caballeros —se dirigió el juez Warren a sus colegas—. ¿Me acompañan a dar una vuelta por la Facultad de Administración de Empresas Harvard, de camino a casa?
—Claro —contestaron.
Así pues, me interné cuidadosamente en los terrenos de la facultad. El campus se veía desierto a la luz de la luna. Yo estaba recitando lo poco que sabía del lugar cuando oí un ominoso ruido procedente del neumático posterior derecho. Los magistrados salieron de la camioneta tan aprisa como yo, y se echaron a reír.
—El neumático sólo está desinflado por abajo —dijo uno de ellos—. Basta con darle media vuelta.
Me quité el saco de mi único traje, me arremangué mi mejor camisa blanca, me deslicé debajo de la camioneta, y pronto tuve que resignarme al hecho de que no había manera de levantar una Nash Rambler con su propio gato, no importa en qué ángulo se le colocara. Entre tanto, mis pasajeros, al igual que en su vida profesional, expresaban libremente sus opiniones.
—¡A la izquierda, Paul! ¡Dale vuelta hacia la izquierda!
—Tú todo lo quieres hacia la izquierda. Este buen chico es conservador... Dale a la derecha, Paul.
Tras lo que me pareció una eternidad, vi llegar un auto de la policía de Harvard. Su potente reflector me apuntaba a la cara.
—¿Qué están haciendo? —rugió una voz. Dos agentes bajaron del auto y se acercaron a nosotros. Era obvio que uno de ellos, un sujeto gordo que tenía tres galones dorados en una manga del uniforme azul y una gran placa de latón en el frente de la gorra, estaba acostumbrado a mandar—. ¿Quiénes son ustedes? —preguntó.
Desde mi posición sobre el pavimento, alcé la vista hacia el policía a través del haz de luz de su linterna.
—Oficial —le advertí—, no va usted a creer quiénes somos.
—¿Por qué no haces la prueba, muchachito? —repuso con impaciencia—. Y hazlo pronto, porque estoy a punto de arrestarlos.
—Muy bien, señor —le dije, saboreando el momento—, esta es la mayoría... de la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos.
—Te quieres pasar de listo, ¿verdad? —gritó el policía, y dio un paso hacia mí—. Quedas arrestado, y vamos a ver si bromeas en tu celda.
Cuando estiró un brazo para agarrarme del cuello, el juez Warren se interpuso y dijo:
—Yo no haría eso si fuera usted, oficial. —Como todo un profesional de la política, sonrió y rodeó con el brazo izquierdo los hombros del policía—. Por favor, dirija la luz de su linterna hacia mí, y no hacia Paul —le pidió. En tanto el otro policía iluminaba el famoso rostro, Warren prosiguió—: Quizá mi cara le resulte más conocida que la de mi joven amigo. Soy Earl Warren, presidente de la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos. —Luego señaló a los otros cuatro señores en mangas de camisa—. Permítame presentarle al juez Félix Frankfurter, al juez Harold Burton, al juez... —y así sucesivamente.
Uno por uno los magistrados, muy sonrientes, le dieron la mano al oficial. El obeso policía se quedó boquiabierto y con los ojos como platos.
—Nos alegra que haya usted llegado tan oportunamente —dijo el juez Warren—. Paul no tiene la menor idea de cómo cambiar un neumático, y nosotros no somos más que una gavilla de jueces. Le agradeceríamos que su compañero y usted nos ayudaran. Ya deberíamos estar en la cama.
Atónitos, los dos oficiales se quitaron la chaqueta y procedieron a cambiar el neumático. Yo me puse de pie, y me sentí como si midiera cuando menos tres metros de estatura. Pero seguía mirando al juez Warren, que me hizo un guiño en tanto la mayoría de la Suprema Corte, toda sonrisas, presenciaba la escena.
Pensé que, sin duda, en su larga historia, la Suprema Corte de Estados Unidos nunca antes había hecho tan gloriosa gala de su poder y su grandeza, ni había manifestado tan admirablemente su sentido del humor. Sea uno un estudiante pobre o un magistrado del máximo tribunal de la nación, esos son los momentos que jamás se olvidan.