Publicado en
octubre 15, 2009
Drama de la vida real.
Era un día perfecto para esquiar, pero en un instante el pequeño se vio...Por William HendryxTodavía no amanecía cuando Dave Gulini despertó y miró por la ventana. La luna, muy cerca del horizonte, se asomaba entre las nubes cargadas de nieve que pendían sobre las montañas Wasatch, en Utah. Gulini se levantó sin hacer ruido. Como tenía dos, y a veces hasta tres empleos, el electricista de 37 años estaba exhausto. Pero con cuatro hijos y otro en camino, tenía que trabajar para mantener a su familia.
Se vistió y se inclinó para besar a su esposa, Pat.
—Llámame en cuanto sientas algo —dijo en un susurro—. Me pueden localizar por teléfono en cualquier punto de las montañas.
Dio unas palmaditas a la manta que cubría el abultado vientre de Pat.
—Estoy bien —dijo ella—. Cuídate.
Gulini salió de la casa y condujo su auto por el estrecho y sinuoso cañón que llevaba a la Estación de Esquí Snowbird.
Amaneció. Era un día perfecto para esquiar. El cielo gris atenuaba el resplandor de la nieve que había caído la noche anterior.
—Que te diviertas —le dijo Susan Sosin, de 38 años, a su hijo, Tyler, cuando lo dejó en la escuela de esquí esa mañana de marzo de 1992—. Hazle caso a tu instructor.
—Sí, mamá —replicó Tyler alegremente, y emprendió la marcha.
El pequeño llevaba un traje de esquí color turquesa, y su boleto del teleférico colgaba de un grueso cordón que llevaba atado al cuello. Confiada, Susan se fue a visitar a una amiga.
Emocionados, Tyler y uno de sus compañeros, Ryan Praskievicz, se subieron a la telesilla. Una vez que se acomodaron en el asiento metálico, bajaron la barra de seguridad.
—¡Aquí vamos! —gritó Tyler con alborozo.
Sentados de dos en dos, el grupo de chiquillos subió por la ladera de la montaña. Ryan y Tyler conversaban animadamente cuando la telesilla llegó a la primera rampa, a la mitad del trayecto, donde los esquiadores podían quedarse si no querían seguir hasta la cima. Un letrero que decía "Baje aquí" marcaba la plataforma nevada.
De pronto, los dos niños que viajaban en la silla de enfrente saltaron a la plataforma. Sorprendido, Tyler se volvió a mirar a Ryan.
—Pensé que íbamos a ir hasta la cima —dijo.
—Yo también lo creí —contestó Ryan.
Tyler vaciló; no sabía qué hacer. La silla siguió avanzando lentamente a lo largo de la plataforma. En el último minuto, el chico levantó la barra de seguridad y saltó.
Por una fracción de segundo tuvo los pies en el suelo. Luego, la silla, que seguía moviéndose, lo golpeó por detrás y el niño tropezó. En ese momento, el grueso cordel de donde pendía su pase se atoró en el vehículo, y Tyler, de 18 kilos, fue alzado bruscamente como si fuera un muñeco de trapo. El chico empezó a ascender colgado de la telesilla.
AL MANDO de los controles en el punto intermedio del trayecto, Cal Alserda, hombre alto y delgado de 26 años, miró con atención las redondas caritas de los niños. Después de cinco años de trabajar en la estación Snowbird, sabía que el descenso en el punto intermedio podía ser difícil. Había visto que el niñito del traje azul turquesa levantaba repentinamente la barra de seguridad de su asiento. Eso es peligroso, se dijo, y redujo la velocidad del teleférico. En ese instante, el niño saltó de su asiento, pero la silla lo pescó y lo elevó por los aires.
¡Dios mío!, pensó Alserda, oprimiendo de un manotazo el botón rojo que detenía el teleférico en caso de urgencia. Horrorizado, vio al pequeño patalear y retorcerse, colgado sobre la ladera nevada, mientras el vehículo se detenía con lentitud. El aparato no tenía marcha atrás.
LUCHANDO desesperadamente por desatorarse, Tyler quiso meter los deditos entre su cuello y el cordón de 20 centímetros que lo rodeaba. No lo consiguió, y tampoco tenía manera de izarse para escapar del mortífero garrote.
El niño comenzó a asfixiarse, y luego se desmayó. Tenía la cabeza echada de lado, y las extremidades le colgaban en la horrible manera en que le cuelgan a un ahorcado.
DAVE GULINI se hallaba frente a su mesa de trabajo en el taller de mantenimiento de la estación Snowbird cuando de su radio salió el desesperado llamado de auxilio que Alserda enviaba a la patrulla alpina:
—¡Un niño se ha quedado colgado de la silla cerca de la plataforma intermedia!
Gulini corrió a subirse en un trineo automóvil. A la patrulla alpina le correspondía atender los accidentes, pero él había sido paramédico en un equipo de rescate y sabía que su ayuda podría ser necesaria.
RYAN, el compañero de Tyler, no daba crédito a sus ojos.
—¡Auxilio! ¡Detengan las sillas! —gritó, retorciéndose en su asiento.
Se inclinó todo lo que pudo, en un desesperado intento por rescatar a Tyler. Pero fue en vano.
El supervisor de la patrulla alpina, Paul Garske, de 40 años, se encontraba a 550 metros ladera arriba de la plataforma intermedia cuando oyó el llamado de auxilio de Cal Alserda.
—¡Aquí Garske! —respondió por el radio.
Cuarenta y cinco segundos después, se detuvo bajo el cuerpo lacio de Tyler Sosin. El cuadro era de pesadilla. Dios mío, ese niño se está estrangulando, pensó. ¡Tengo que hacer algo pronto!
El cable del teleférico estaba a nueve metros del suelo, pero la silla pendía casi tres metros más abajo. Los esquíes de Tyler no podían estar a más de cuatro metros y medio de la cabeza de Garske. El hombre tuvo una idea.
—¡Suba a mis hombros! —le ordenó a un esquiador que acababa de llegar a la escena del drama. Garske se puso en cuclillas y, con ayuda del operador Alserda, el esquiador se paró sobre sus hombros. Pero cuando Garske se puso de pie, el niño seguía fuera de su alcance.
Esto no va a funcionar, pensó Garske, y bajó al hombre al suelo. Luego oprimió el botón de trasmitir del radio que llevaba en su mochila.
—¡Tenemos un problema muy grave!—gritó—. ¡Necesitamos ayuda! —Luego se volvió hacia Alserda—. Hay que enganchar el equipo de evacuación.
Se trataba de una vara de fibra de vidrio flexible, semejante a un asta. En un extremo tenía un gancho y una polea con cuerdas; en el otro, una pequeña plataforma para sentarse. Después de enganchar la varilla al cable del teleférico, el rescatador sentado en la plataforma podía ser izado hasta las sillas como si fuera una bandera. Era una técnica que habían practicado muchas veces, pero nunca en una situación en que la vida de la víctima dependía de la rapidez con que se actuara.
—¡Vamos, vamos! —los instó Garske—. ¡El tiempo apremia!
DAVE GULINI llegó a la plataforma intermedia en el instante en que los rescatadores empezaban a tratar de enganchar la vara de evacuación al cable. Habían pasado unos tres minutos desde la llamada de auxilio de Alserda. Cubriéndose los ojos para protegerlos del sol, Gulini alzó la vista y sintió que se le encogía el corazón. ¡Es un niño!, se dijo.
El pequeño era de aproximadamente el mismo tamaño que Nathan, su hijo de cinco años. No está respirando, pensó Gulini. ¡Este pequeño puede sufrir daño cerebral irreversible si la patrulla no lo alcanza a tiempo!
—¡Voy a la torre! —les gritó a los demás.
NUEVE METROS cuesta abajo de donde se encontraba el niño había una torre de acero en forma de T, de tres pisos de altura y rematada por pesadas vigas que se extendían 1.80 metros en ambas direcciones. El cable de las telesillas colgaba de una serie de torres como esa hasta la cima de la montaña. Si Gulini conseguía trepar a aquella estructura y después colgarse del cable, quizá podría llegar hasta la silla donde estaba el pequeño antes de que fuera demasiado tarde. No tenía la certeza de lograrlo, pero no había otra opción.
Gulini había trepado a esas torres muchas veces, pero jamás sin un arnés de seguridad. En esos momentos subió rápidamente, aferrando los fríos barrotes metálicos con manos enguantadas.
Cuando llegó hasta arriba, se dio cuenta de que, para llegar a donde estaba el chico, tendría que recorrer nueve metros de cable. Quitando la nieve con el pie, Gulini, tenso, avanzó hasta el extremo de la viga, de donde pendía el cable.
Al llegar allí, se detuvo por primera vez y miró hacia abajo. El equipo de rescate aún no había conseguido enganchar la vara de evacuación. A unos metros, Tyler, inconsciente, se columpiaba. Apenas habían trascurrido unos minutos desde el accidente, pero la piel ya se le estaba poniendo azul.
La silla parecía estar muy lejos. Peor aún, el cable tenía una pendiente de 25 grados hacia arriba. Gulini temió caerse y romperse el cuello.
¡Vamos!, se dijo. Se acuclilló y rezó en silencio. Luego se lanzó sobre el delgado cable de acero, y se aferró con brazos y piernas.
Por un instante se bamboleó, pero no aflojó la tensión. Luego, con la respiración entrecortada, sujetó firmemente con ambas manos el cable de 3.5 centímetros.
¡Vamos, vamos, vamos!, se dijo a sí mismo. El niño ya tenía el rostro amoratado por la falta de oxígeno.
Con la vista fija en el cielo, el intrépido hombre pasó una mano sobre la otra e impulsó sus 75 kilos por la pronunciada pendiente. Con cada tirón sentía una oleada de adrenalina. Los rescatadores lo observaban desde abajo, sabedores de que él era la única esperanza.
—¡Vamos, Dave, vamos! —le gritaban para infundirle ánimos.
Al cabo de unos segundos, Gulini llegó hasta el poste que unía la silla al cable. Mirando hacia abajo, vio el pequeño y asustado rostro de Ryan, el amigo de Tyler.
—¡No te muevas, hijo! ¡Voy a bajar! —lo instruyó.
Dejándose caer en el asiento junto a Ryan, Gulini se inclinó casi por completo para pescar a Tyler e izarlo por el cordón. El pequeño se sentía ligero como una pluma.
—¡Prepárense para atraparlo! —gritó Gulini a los de tierra.
El niño, inconsciente, cayó en los brazos de Garske y los otros.
Tyler tenía la cara de color violeta. No respiraba. Poniéndose de rodillas, Garske le practicó la resucitación cardiopulmonar, para obligar a sus pulmones a respirar. ¡Vamos, muchacho, respira!, ordenó en silencio. Pero el niño no reaccionó. Garske lo intentó de nuevo. Esta vez, el pecho del chico subió y bajó. Tyler se puso tenso y tosió débilmente. Sus ojos azules se abrieron y se echó a llorar. Para Dave Gulini, aún sentado en la silla, ese llanto fue como música. Inclinó la cabeza y cerró los ojos. Gracias.
TYLER SOSIN fue llevado de inmediato a un hospital cercano, adonde llegó su angustiada madre, Susan. A la mañana siguiente, esta tuvo la enorme dicha de ver a su hijo completamente repuesto, con excepción de una profunda marca rojiza en el cuello. Aunque en ocasiones tiene pesadillas, el pequeño no sufrió daños irreversibles.
Al día siguiente de que salió del hospital, Tyler y su madre fueron en busca de un desconocido de nombre Dave Gulini. Lo encontraron junto a su atestada mesa de trabajo en el taller de mantenimiento de la estación Snowbird. Tyler abrazó a Dave y le dio las gracias.
—Me alegra mucho que estés bien —dijo el hombre con voz ronca, y se arrodilló para devolverle el abrazo a Tyler. Por su desinteresado heroísmo, Dave Gulini recibió la Medalla Carnegie en 1993. Pero un acontecimiento aun más importante tuvo lugar sólo una semana después del rescate, cuando nació el quinto hijo de Pat y Dave, una niña a quien pusieron el nombre de Faye. Hoy, cuando va con su familia a la estación Snowbird, Tyler Sosin duerme con sus cinco "hermanos" Gulini.