ARROJA MIS CENIZAS AL MAR
Publicado en
octubre 25, 2009
Estás en el cielo y en el mar.
En todas partes me solazaré con tu recuerdo.
Por Helen Forsmann.
OTRA VEZ esta mañana me puse tu viejo y voluminoso suéter y acaricié tus trajes y camisas, que aún cuelgan en el armario como si esperasen que vengas a elegirlos. Sin embargo, la caja que guardo en el armario, esa caja cuadrada de 20 centímetros envuelta discretamente en papel de color café y con la dirección del crematorio apenas visible, me volvió a la punzante realidad.
"Arroja mis cenizas al mar", me dijiste en un murmullo... como habíamos arrojado las de Rik, nuestro hijo. El mal tiempo me ha impedido rendirte este homenaje póstumo, amor mío, pero te prometo que lo haré.
El teléfono rompe el silencio de la casa.
—Hablo de los Servicios Aéreos Generales —anuncia una voz juvenil—. ¿Quiere volar hoy?
—¿Qué vuelo? ¿Cuándo?
—Ya sabe, más allá del puente de la Puerta de Oro, sobre mar abierto —con gran tacto, procura no concretar—. Quedé en llamarle cuando hubiera buen tiempo.
—¿Hoy?... ¿tan pronto?
—Más o menos a la una.
—De acuerdo.
Una hora más tarde un joven me recibe en el aeropuerto para conducirme a su avión. Con mano firme me toma por el codo y me acomodo en el asiento. Mis dientes castañetean sin freno cuando la hélice empieza a girar.
La minúscula sombra del aparato se desliza sobre las casas apiñadas sobre los depósitos de petróleo y luego por el verde tesoro de la vegetación. Ascendemos y cruzamos las bahías con sus dedos de tierra señalando los yates desparramados aquí y allá, triángulos blancos semejantes a tiburones en danza loca. Cuando nos acercamos a la Puerta de Oro, miro hacia abajo, a la costa de San Francisco.
Sutro's Heights... ¿recuerdas, amor mío, aquel frío mes de marzo de 1932? Extendiste la mitad de tu abrigo sobre el helado banco de piedra para que pudiera sentarme. De algún modo, nuestra camaradería se convirtió en pelea y tú, que querías acabar de una vez, te pusiste de pie como impulsado por un muelle... pero algo tiraba de ti hacia atrás: te tenía atornillado con mi peso que, terco, se aferraba a tu abrigo y te impedía huir. Con tal de no sacar las manos al frío y escapar, te dejaste caer en el banco, junto a mí. Y nuestras carcajadas se acabaron de repente cuando me propusiste matrimonio. ¿Recuerdas, cariño, cómo nos miramos a los ojos y descubrimos el reflejo de un maravilloso despertar que nos llenó de emoción y sobrecogimiento?
El piloto señala hacia atrás, a las torres de cemento y cristal. Las calles, que cortan y cosen las colinas de San Francisco, centellean con la claridad del telón de fondo de un teatro. Miro hacia el norte, hacia Sausalito.
Hotel Alta Mira. El balcón de la habitación donde pasamos nuestra luna de miel en diciembre de 1932. Allí tejimos los primeros hilos del tapiz de nuestra existencia. Siempre celebraste con regalos y poesías nuestros aniversarios, hasta el último, hace apenas un mes. Antes de ingresar en el hospital, dominaste tus terribles dolores y te lanzaste en medio de la turba de compradores navideños, y en un cajón ocultaste mi regalo, envuelto en papel blanco satinado. Me dijiste dónde podría hallarlo y me pediste: "Tráelo mañana para que lo abras aquí".
Cuando me acerqué a tu lecho, sacudiendo mi impermeable, comenté: "¿Recuerdas? Hace 45 años también llovía. Pero en cuanto llegue la primavera buscaremos donde encaramarnos para gozar del panorama".
Tus ojos no respondieron a mi entusiasmo.
El piloto agita la mano hacia las hondonadas del monte Tam. "¡Cómo me gusta ese color de mostaza que salpica el verdor de las laderas!" comenta. "Es la vista más hermosa de primavera".
Primavera... Los meses invernales que siguieron a nuestra boda decembrina fueron cálidos y gratos, y aprendimos a vivir felices entre cuatro paredes. Luego, un domingo por la mañana, la primavera brotó de todo lo que crecía. "¡Arriba, levántate!" grité. "¡Vamos a saludar al sol y a cantar con los pájaros y a correr por la loma antes de que se evapore el rocío!"
Pero tú gruñiste y te cubriste la cabeza. No te importaban los pájaros ni el amanecer. Mis ojos se abrieron a la triste realidad: ¡no congeniábamos! No nos habíamos fundido en una unidad extática: éramos seres muy diferentes: tú, la lechuza; yo, la alondra.
Así, pues, me ausenté de casa durante 30 minutos. Al ver que no me habías seguido, mi atalaya solitaria, una roca húmeda, se caldeó al contagio de mi furia. ¡Cómo podía alguien atreverse a dormir en una mañana tan gloriosa y eso de quedarse en la cama...! ¡qué decadente!, salvo que se esté peligrosamente enfermo, claro. Tal vez eso pasaba. "¡Te sentías enfermo!"
Corrí a casa, subí los escalones jadeando y, al abrir la puerta, me recibió el mordiente aroma del café que ha hervido de más. Tenías los cabellos erizados, los ojos cargados de sueño, la bata puesta de cualquier modo. Aquello me produjo un alivio tan grande que caí presa de un ataque de risa. Y tú, señalando mis cabellos despeinados por el viento, mi rostro brillante y mi blusa, que colgaba por todos lados, también te echaste a reír. Mientras bebíamos el horrible brebaje que habías preparado como ofrenda de paz, hubimos de reconocer que nuestras necesidades eran distintas. ¡Qué bendición el haber aprendido tan temprano a compartir todo sin pretender poseernos mutuamente!
El piloto inclina un ala e inicia un suave círculo sobre el océano. "Estamos precisamente en el punto elegido" me avisa, y señala la gran extensión de agua. Hemos dejado atrás la Puerta de Oro. Tira de un tubo largo de detrás de los asientos. "Sostenga, este extremo. Yo abriré la puerta para dejar libre el otro".
Tomo el cilindro mientras se ata a la pierna la parte del centro; luego saca el extremo por la puerta y así tiende el conducto. Una corriente de aire sofocante me estrangula. Dentro de las mangas me hormiguean los brazos. El piloto me ofrece unas tijeras para cortar la cinta, que se resiste, de la caja. Miro fijamente mis manos paralizadas. ¿Cuándo se llenaron de venas azulosas? ¿Cuándo se deformaron sus huesos? Y las tuyas, ¿también cambiaron? Yo sólo me fijaba en sus caricias. Llevo puesto tu anillo de oro; mis dedos lo buscan, deseosos de sentirlo.
Sí. Abriré la caja. Veo con indiferencia la bolsa de plástico que contiene, llena de algo como piedrecitas blancas irregulares.
El silencio del motor me resulta insoportable... ¿o es que nuevamente estoy en comunión contigo, esposo amado?
Un ligero cambio de dirección y una alteración de la luz enmarcan la danza de nuestra sombra, y de las gaviotas, allá abajo. Las gaviotas, tan bellas en pleno vuelo, son en realidad voraces comedoras de carroña. ¿Acaso la distancia da a las cosas un toque de encanto? ¿Qué nos hará a nosotros la distancia? ¿Tú eres tú aún? ¿Y Rik es todavía nuestro hijo?
AL CABO DE 18 años de matrimonio nos nació el milagro de Erik, nuestro único hijo, al que amábamos más de lo que nos amábamos mutuamente. Con humilde agradecimiento aceptamos ser custodios de su alegre inteligencia y de su simpatía, tan extrañamente madura.
Un mes antes de cumplir 21 años lo asesinaron. El solsticio de verano, en junio. El día más largo del año... y el más corto para él. Su generosidad con los caminantes lo perdió. Dos monstruos que querían su auto lo mataron a culatazos y escaparon en el coche.
En ese pozo sofocante que nos aprisionaba ni siquiera podíamos llorar; pero hasta nosotros se filtró como un rayo de luz el bendito legado de Rik: sus amigos. No preguntaron si podían ayudar en algo; simplemente acudieron. Sherryl, porque "Rik aseguraba que ustedes eran unos padres maravillosos"; Margie y Jim, a pintar la habitación de nuestro hijo muerto; Chris, a llevarnos mensajes de esperanza que le dictaba su fe; Richard, a pedirte consejos sobre fotografía; Joelle, a hacer cantar de nuevo la guitarra de Rik. Y continuaron yendo, y luego llevaron a sus niños, por los que sentíamos adoración.
Un comentario del piloto me saca de mi ensueño: "Hemos de regresar a tierra sin tardanza". Y al tiempo que vira el avión exprime la bolsa de plástico, polvosa y vacía, y luego golpea el conducto para que salga cualquier residuo. Sin soltar el timón desata el tubo, la echa para atrás y asegura la puerta.
Por fortuna para mí, querido, tu lápida no me ata a un santuario concreto de devoción. Estás en el cielo y en el mar, y en todo lo que hicieron tus hábiles manos. Así podré solazarme donde quiera con tu recuerdo. Miro al horizonte, que se vislumbra vagamente allá donde el océano y el cielo se juntan, y una tajadita metálica de sol revela por un momento un mundo más distante.
El regreso ha sido increíblemente breve. Volamos unos instantes sobre el aeropuerto y luego, con gran suavidad, tocamos tierra.
A las 5 dos amigos muy apreciados se sentarán a mi lado frente a la chimenea, y sabrán, sin que yo diga nada, por qué he abierto una botella de champaña. En sus pensamientos y en los míos seguirá resonando lo que dijo el pastor durante tu funeral: "Una celebración de vida".
Prometo no agobiar a los demás con mi dolor. Mañana regalaré tu ropa. La vida es para los vivos. Nuestro feliz encuentro en este mundo, el encuentro tuyo y mío, y después Rik, nacido de nuestro amor, nos ha entretejido eternamente en todos los ayeres y en todos los mañanas.
Quizá la sabiduría y el misterio de las edades apoyen mi aceptación de lo humano. Y, como si fuera por primera vez, escucho una voz que me dice: "La muerte no existe".