MATRIMONIO POR SEIS MESES (Corín Tellado)
Publicado en
mayo 01, 2025
ARGUMENTO
El tío de Mildred intuye que el joven que le ha pedido el mano de su sobrina solo quiere el dinero que heredará cuando él muera. Astutamente, el tío, le informa que si se casa con su sobrina, ella quedará desheredada. Ante esta situación, el joven rechaza a Mildred y, tal ofensa, supone un duro golpe para ella. Enfadada y, rebelde con su tío, decide hacer caso a un anuncio que publicita un viaje por toda España, durante 6 meses, a aquellos novios que recién casados no se puedan permitir tal viaje. Decide buscar un hombre y plantarse en la agencia de viajes, solo tiene 24 horas para ello y toda la oposición de su tío.
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
Víctor Milton se hallaba en Nueva York desde hacía algún tiempo, cuando una noche, mientras presenciaba un concierto, sentado tranquilamente en el amplio patio de butacas, con el oído atento y la vista perdida en un punto que no veía porque la imaginación volaba desbocada tras aquella melodía suavísima que le llegaba al alma, fue despertando de su sueño por el codazo que le propinó su amigo Bob O’Rosy.
—No seas bruto —masculló entre dientes, al tiempo de parpadear nervioso—. Esto es formidable. Jamás he visto interpretar a Schubert con tanto acierto.
Bob hizo un gesto de infinita indiferencia. ¿Qué le importaba a él todo aquello? ¡Bah! La música lo dejaba tan frío como si oyera un bombardeo. Bueno, mentía, porque el bombardeo le hubiera hecho correr al refugio, y el concierto, fuera de Schubert, Rimsky Korsakov, Schuman o el mismísimo Mozart, no hacían más que dormirlo. No se explicaba por qué aquel español, de sonrisa tenue, mirada vaga y tipo de atleta, se emocionaba ante cualquier sonido misterioso que tuviera un leve parecido con las notas de una melodía.
¿Es que todos los españoles eran similares a aquel mocetón que hubo de presentarle el embajador dos días antes?
—Es un buen amigo, Bob; espero que seas para él un guía admirable, como el señor Milton desea y... necesita —le había dicho en aquella ocasión.
Se había encogido de hombros, siguiendo al pie de la letra las indicaciones de su jefe; pero, aun así, se dijo que algo encerraban las últimas palabras del embajador. No cabía duda que el español tenía que ser un personaje, pues siempre le encajaban a él aquellos casos, que nada le interesaban. De todas formas allí estaba, haciendo el primo, y tendría que continuar del mismo modo, mal que le pesara.
—¿Te has fijado cuántas mujeres guapas? —preguntó, tranquilamente, con todo el cinismo del mundo, cuando el otro hubo vuelto la cabeza.
Víctor sonrió a medias. Nada repuso. Guiñó los ojos con indiferencia en torno a la sala, para ir luego a posarlos en la mano del director de la orquesta.
—¿Qué te ha parecido?
—Regular, Bob. No me gustan las mujeres demasiado guapas.
—¡Absurdo!
—¡Cállate, por favor! Déjame oír con atención esto.
Bob se retrepó sobre la butaca. Señor, le sería imposible resistir a aquellos místicos. ¿Por qué sabrían vivir tan endiabladamente mal algunas personas? No concebía que un hombre de la talla de aquel, rico (porque tenía que serlo dada su innata distinción), elegante, buen tipo, guapo —él no entendía de bellezas masculinas, pero para el caso era igual, porque la belleza serena de aquel hombre la hubiera observado un ciego—, se pasara la vida con los ojos vagando en torno, la boca un poco entreabierta como si la música no le permitiera respirar con amplitud, y las manos hundidas, temblorosas, en los bolsillos del pantalón oscuro.
Él era diferente. Había intimado con él porque, en medio de todo, era franco y cordial, y a pesar de mediar entre ellos una relativa amistad —quince días eran pocos para conocer enteramente a una persona que se empeña en ocultar su verdadero «yo», aunque como hombres que eran ambos se trataban con la cordialidad suficiente para indicarle que ya estaba más que harto de ver mover descompasadamente el brazo de aquel director de orquesta que parecía un muñeco en una feria— y oír lo que Víctor Milton calificaba de melodía interpretada maravillosamente, a él le parecía todo lo contrario.
—Ya me canso —dijo, sin poder contener el tedio.
Víctor no le miró. Pero su mano se alzó muy lentamente, haciendo un gesto que indicaba silencio.
De nuevo Bob hubo de cerrar la boca con fuerza. ¡Ay, Señor! Si continuaba allí mucho tiempo, se hubiera ahogado, eso tan cierto como se llamaba Bob O’Rosy y era sobrino del embajador.
¡Cuánto mejor lo hubiera pasado en el club, bailando con aquella beldad de ojos extremadamente azules y talle de avispa que contestaba al nombre de Polly!
Suspiró cómicamente, al tiempo justo de ponerse todos en pie.
Menos mal que aquello había concluido. Lo que es a él no lo cazarían más para oír tal cosa, eso lo juraba por su nombre.
Miró a Víctor, que permanecía abstraído en el mismo lugar, con la vista perdida en un punto inexistente, y dijo, tocándole el hombro:
—Oye, amigo; desciende de ese reino, que ya ha terminado este concierto de grillos.
Milton pareció descender de aquella visión etérea que prendía en su corazón, y repuso, poniéndose en pie, al tiempo de pasar una y otra vez la mano fina y morena por la frente, perlada de un frío sudor:
—Perdona, Bob. La verdad es que mi afición por la música estropea todos tus planes.
Ya en la calle, ambos en el interior del auto de Bob, dijo este, sonriendo burlonamente:
—No me explico qué sustancias sacas oyendo a esos...
Víctor cortó, con un gesto majestuoso:
—¡Calla y no blasfemes! La música es la máxima delicia de la vida.
—¿Lo crees así?
—¡Nadie lo duda, amigo!
—Yo, sí.
Víctor rio a medias. Al muchacho aquel le faltaba por conocer lo mejor que guarda la vida. ¡Era una lástima! ¡Cuántos como él se perdían divagando, sin saber a ciencia cierta lo qué representa, en verdad, la misma existencia que todos vivían, pero cuán diferente unos de otros! Él amaba la música porque le hablaba, porque entendía su lenguaje sublime, porque las notas parecían introducirse en su alma y llevar a ella algo que, por lo maravilloso, no tenía explicación.
El auto corría raudo. Víctor, recostado sobre el mullido sillón, permanecía abstraído, mucho, con los ojos vagando distraídamente por la noche, que, callada, parecía aún traer tras sus gélidas sombras un canto tenue y dulzón.
Bob, atento al volante, continuaba silbando alegremente, mientras pensaba que Milton era uno de esos seres místicos que pasan por la vida sin saber el significado de ella. ¿O acaso todo lo contrario? Refutó tal suposición. Él vivía de verdad, sacando todo el partido posible, y se consideraba feliz. Aquel español era su antítesis; pero, si era feliz de aquella manera, no le quedaba más que compadecerlo.
El lujoso vehículo se detuvo ante el iluminado hotel.
—Ya hemos llegado —dijo Bob, abriendo la portezuela—. Espero que mañana me toque a mí trazar el itinerario, ¿eh, Milton?
Este hizo un signo de indiferencia, al tiempo de saltar a la acera.
—Hasta mañana. Bob. Y ten cuidado con las «musas».
—Son deliciosas, Víctor, te lo aseguro. ¿Por qué no me acompañas? Prometo que lo pasarás estupendamente.
—Si llamas pasarlo estupendamente a bailar como un mono en brazos de una vampiresa de ojos entornados y boca entreabierta, te aseguro desde ahora que el plan no me seduce. Me quedo —añadió, convencido, guiando los ojos en torno a la plaza, cuyas luces rutilaban como estrellas—. De todas formas, te deseo una buena noche.
El auto se perdió velozmente. Milton hundió las manos en los bolsillos y quedó quieto, con la vista perdida aún en la inmensidad de la noche.
Una expresión entre divertida y cansada asomó a sus pupilas negras. Luego, en vez de penetrar en el vestíbulo profusamente iluminado, dio media vuelta y se perdió en aquella plaza llena de luz y de lujosos vehículos.
Ignoraba por qué deseaba introducirse en la oscuridad de la noche. Cierto que esta siempre lo había seducido, pero nunca como aquel día, que su espíritu cabalgaba en pos de una nota que bullía dentro de su cerebro y parecía ir a lastimarle el alma.
No era muy alto, pero su esbeltez lo hacía gallardo y flexible. Tenía una cintura breve y las espaldas anchas. Un rostro coronado por los cabellos muy negros; unos ojos negros, misteriosos, de mirada profunda y directa; una boca húmeda, de labios gruesos, terriblemente sensuales. La frente despejada, con unas entradas muy pronunciadas; nariz aguileña y mentón enérgico. Víctor Milton era calificado como un hombre guapo, pero él no lo sabía, y era ahí donde radicaba su gran favor.
Todo él hablaba de poder y fortaleza. Ahora, viéndolo caminar despacio, con la vista firmemente segura en línea recta y las manos hundidas en los bolsillos del pantalón azul, daba la impresión de ser un soñador. Tal vez lo era; pero, aun así, un buen observador hubiera notado que bajo aquella frente de pensador se ocultaba un volcán de dormidas pasiones. Aún faltaba mucho para dar vida a aquella pasión, pero Víctor reía burlón cuando alguien aseguraba que solo vivía para un ideal, el ideal que representaba la música. No era cierto, no podía serlo, porque no ignoraba que algo más palpitaba dentro de su ser. ¿Qué culpa tenía él de que aún no se le enfrentara quien pudiera despertarlo?
Después de una hora de lento caminar, se detuvo, suspenso. Miró primero distraído, luego interesado, el ventanal de los bajos de aquel palacio inmenso que como estrella de fuego se erguían en un ángulo de la gran avenida, donde se detuvo, al tiempo de clavar los ojos en el piano que se veía a través del ventanal.
Unas notas desacompasadas llegaron a sus oídos, produciendo un daño jamás experimentado. El piano se había hecho para hacerle vibrar, pero nunca para que unos dedos profanos arrancaran del blanco teclado las notas discordantes con que aquella mujer rubia parecía empeñarse en lastimar la noche que la oía.
—¡Qué pena me dais! —oyóse decir a sí mismo, mientras se aproximaba más, hasta quedar pegado a la verja.
Sintió pena y la compadeció. Al mismo tiempo dejó los ojos presos en la figura femenina que se sentaba ante el instrumento, del que se escapaban unas notas rudas, desafinadas. La vio grácil, menuda, pareciendo algo etéreo a través de la distancia que lo separaba, siéndole casi difícil ver su perfil suave, la nuca blanca, que el cabello muy corto, de un tono entre rubio y castaño, dejaba al descubierto.
Las manos blancas, que relucían misteriosas y aladas, volvieron a correr nerviosas por el teclado blanco, arrancando de nuevo un gemido mal disimulado.
—¡Sufre!
Lo pensó, pero aun así, casi sin apercibirse, la voz se formó en sus labios, mientras el oído atento continuaba aquilatando el arte de aquella muchacha, que parecía ir a llevar al teclado un dolor muy agudo y amargo.
¿Qué culpa tenía de no saber la forma de hacer hablar al piano, si de todas formas buscaba su consuelo como cualquier alma buena? Lo comprendió así, y una viva simpatía surgió espontánea hacia aquella joven desconocida de talle esbelto y busto puro, de líneas armoniosas.
De pronto vio cómo la muchacha se ponía en pie e iba directamente al ventanal, donde, sobre el cristal frío, apoyó su frente tersa y juvenil.
Replegóse un tanto, pero aún pudo ver el piano abierto, la silueta grácil de la mujer, cuyas manos observó cómo se crispaba sobre la falda blanca.
Permaneció allí, muy quieto, durante varios minutos; luego, muy despacio, dio la vuelta, comenzando a caminar lentamente en dirección al hotel.
Iba pensativo. Un mundo de encontradas sensaciones bullía en su cerebro, aunque estaba seguro que tardaría mucho en darles la definición debida.
—Soy un visionario... —se dijo con voz ronca, al tiempo de esquivar un vehículo que, raudo, cruzó a su lado.
Llevaba la visión de ella en su retina: rubia, frágil, esbelta, pero, en medio de todo, absurdamente vulgar... ¿O es que se había equivocado? No. Aquella muchacha sufría, aunque, en medio de su sufrimiento, par recia rebelarse contra la misma vida y luchar con denuedo para buscar la forma de salir victoriosa en la empresa, fuera sentimental o de otra índole. No se explicaba por qué imaginaba todo aquello, puesto que jamás la había visto; ignoraba su forma de pensar y sentir. ¿Es que solo por el hecho de verla ante el piano, su gran amigo, ya la consideraba como alma gemela de las suyas? ¿Absurdo?
Miró en torno. Sus ojos negros quisieron buscar la definición de todo aquello, pero no pudo. Tan solo, en lo más abstruso de su corazón, se prometió volver a la noche siguiente al mismo lugar, esperando gozarse en la contemplación de aquella mujer, cuyas manos parecían anhelar un desahogo en el blanco teclado, que era desconocido para ella.
* * *
Hacía varios minutos que charlaba amigablemente con el embajador, cuando recordó la recomendación de su padre.
No era de su agrado hacer visitas, pero aún así había de cumplir su palabra por encima de todo.
Cierto que a Víctor Milton no lo conocía nadie, ya que él se lo había propuesto así, pero de todas formas los formulismos jamás habían sido de su gusto, porque aquello era muy ajeno a todos los compromisos sociales.
Viajaba de incógnito; era, por lo tanto, muy difícil que alguien, ni siquiera el embajador, acertara con su verdadera personalidad, ya que, de no saber que iba a suceder así, era muy probable que nunca se decidiera a visitar Nueva York.
—Mi padre me recomendó mucho que visitara a un buen amigo, y la verdad es que ignoro su dirección —dijo, alcanzando el cigarrillo que el embajador le ofrecía.
También aquel era amigo de su padre, por haber estudiado juntos, aunque hacía muchos años que no se veían. Pero ese no era obstáculo para que, como hijo de Ernesto Milton, viniera directamente a la Embajada, recomendado por su progenitor, quien, por ser netamente inglés, tenía allí buenas amistades.
—Si no me dices quién es ese señor, no podré guiarte, querido Milton —dijo, sentándose más cómodamente—. Tu padre y yo fuimos buenos amigos, y no cabe duda que éramos muy conocidos en todos los círculos sociales. Quizá ese amigo de tu padre lo sea mío también.
Víctor lo creyó así, sin duda, ya que dio con claridad el nombre del señor que su padre le recomendó visitar.
El embajador sonrió, comprendiendo.
—Naturalmente, Víctor —dijo, entusiasmado—. A lord Tasmin lo conoce todo el mundo. Además somos buenos amigos. —Luego añadió, sonriente—: Es un hombre pintoresco, ya verás. Tiene muchísimos millones y una sobrina muy consentida... —rio de buena gana, y añadió, divertido—: Naturalmente, a Tasmin le tiene sin cuidado la extravagancia de su sobrina; pero, aun así, alguna vez, sin remedio, ha de sufrir por su causa.
Milton nada repuso. La verdad es que nada tenía que responder, puesto que todo aquello le era desconocido. Oía atentamente, porque le interesaba conocer algo de aquel pintoresco viejo del que su padre le había hablado con entusiasmo. Sabía que era un hombre dicharachero y cordial, franco hasta lo absurdo, pues más de una vez pecaba de indiscreto a causa de su extrema franqueza; pero, aun así, a fuerza de oír enumerar sus muchas cualidades, desechaba los defectos, porque lo primero menguaba lo último.
—Figúrate que ahora se empeña en casarse con un aventurero que se dedica a cazar su dote —proseguía lord Gilkey, mientras aspiraba con fruición el humo de su cigarrillo—. Es natural que el viejo Tasmin se descomponga, ya que tiene todas las ilusiones puestas en esa muchacha... —Quitó la ceniza del cigarrillo, y prosiguió—: Te gustará, ya lo verás.
—¿La muchacha?
Gilkey soltó la carcajada.
—No, hombre; me refiero al viejo —dijo—. Ella es bastante bonita, pero dista mucho de ser la mujer ideal para ti.
Víctor se preguntó por qué aquel señor lo afirmaba tan rotundo, cuando la verdad era que él jamás había pensado en unir su vida a una mujer demasiado guapa, por la sencilla razón de que cuando decidiera formar un hogar había de buscar una joven que representara el recreo para sus ojos, pero nunca para que los demás se gozaran en contemplarla. La mujer que ha de formar un hogar no necesita ser muy bella para llegar al corazón del hombre; todas tienen un encanto, y solo basta saber hallarlo. Bueno; el embajador no tema por qué saber todo aquello, ni él se lo participó, porque, de otra forma, estaba seguro que le hubiera llamado ridículo. Estaba convencido que no lo era; pero, por otra parte, le importaba muy poco que la sobrina del amigo de su padre fuera guapa o fea. ¿Qué importancia podía tener aquello?... Además no le gustaban las mujeres americanas; cuando decidiese formar un hogar, había de buscar una mujer española, de esos tipos soberbios que pululan por Madrid y llevan en sus ojos un trozo de alma y en sus bocas un clavel húmedo y tentador... ¡Caramba, si Bob hubiera penetrado en sus pensamientos estaba seguro de que no continuaría llamándole místico!... Pero, mirado a fondo, ¿no puede un hombre extasiarse ante una pieza de música bien interpretada y no dejar por eso de ser un formidable materialista?
Él era un combinado respecto a las aspiraciones sentimentales. Complejo le llamaba su padre, cuando se decidía a dar una serenata con sus pensamientos. Pero él reía y continuaba con la mescolanza que se unía en su corazón de hombre un poco espiritual y otro poco material. Así es la vida. El alma humana también era así. Pero ¿cómo era en realidad la suya?
Preguntó de nuevo:
—¿Podré visitarlos esta misma tarde?
Gilkey se puso en pie.
—Naturalmente... —afirmó—. Te llevarán en mi auto. Ya me dirás la impresión que te ha causado.
Dejó el cigarrillo sobre el cenicero, y volvió a decir, medio en broma, medio en serio:
—No le hagas mucho caso al viejo lord, porque entonces saldrás con la cabeza llena de grillos. Siempre tiene algún caso que lo descompone. Además Mildred lo trae y lo lleva como si se tratara de una pelota.
Víctor hizo una observación:
—Pero, aun así, no le consiente que una su vida a la de ese aventurero.
—¡Ah! Eso es totalmente diferente. Tasmin es demasiado inteligente. Además sé con seguridad que, respecto a la felicidad de la muchacha, se mostrará inflexible.
—Ella no tendrá padres, naturalmente.
—Así es. Mildred es huérfana desde muy niña. El viejo Tasmin ha sido para ella padre, madre, amigo... La adora. Si hubiera sido más duro, Mildred no se hubiese empeñado en formar un hogar con un hombre que no la quiere.
—Y ¿por qué esa afirmación?
—Es un jugador empedernido. Ya varias veces heredó sirviéndole de muy poco. Bueno, amigo; la verdad es que todos los canallas tienen suerte. Ese la tiene endiablada, hasta que su buena estrella tome las de Villadiego.
—Es posible.
Luego cambió el rumbo de la charla.
II
Lord Tasmin paseábase agitado, midiendo con sus pasos recios la lujosa estancia.
Mildred, frágil, menuda, cuerpo esbelto, pero sin la morbidez debida para su estatura, se hundía en un diván con la cabeza oculta entre los brazos y el periódico medio arrugado entre sus dedos.
—¡Estoy harto, harto de estas comedias! —rugió el viejo lord, sacudiendo la cabeza repetidas veces—. Pienso, hija mía —añadió, más suavemente (estaba demostrando que ante la rebelde muchacha no sabía mantenerse serio cuando ella gimoteaba de lo lindo pidiendo un nuevo capricho; ah, pero aquel ya pasaba de capricho, y no se saldría con la suya por nada del mundo)—, que te has propuesto acabar con mi paciencia. Te digo y te repito que ese pelele no te llega ni para prender uno de esos cigarrillos que fumabas a cada minuto y que huelen a perfume, produciéndome a mí una tos terrible... ¡Hum! ¡Ya no recuerdo lo que quería decir!... ¡Ah, sí! Antes te quiero ver hecha papilla bajo las ruedas de un auto, que casada con ese mentecato que contesta por el nombre de Richard Yates. ¡Maldita sea, qué cabeza más hueca tienes! —terminó, furioso, porque le era de todo punto imposible continuar viendo las lágrimas que como perlas mojaban la mejilla femenina.
Mildred permaneció donde estaba, pero las palabras salieron a borbotones de entre sus labios atirantados:
—¿Por qué lo has hecho, di, por qué? Si me dejaras ser feliz a su lado, sin meterte donde no debías, mejor hubieras hecho, porque de todas formas haré lo que se me antoje.
El caballero —alto, esbelto aún, aunque su cabello níveo decía a las claras la mucha edad que lo acompañaba, ojos dulces, un poco picaruelos y boca de trazo duro— silbó alegremente, dando una palmada en la frente.
—¡Ay, hijita! —rio, burlón—. Tú sí hubieras corrido tras él como la más vulgar bailarina de opereta; pero él, desgraciadamente... —Hizo un brusco gesto, rectificando—: Quiero decir que, afortunadamente, no le interesabas.
Parándose, añadió, medio en broma, medio en serio:
—Cuando te advertí que no quería verte en compañía de ese jugador vulgar, te reíste o poco menos de tu anciano tío; después, al observar que por ese camino nada había que hacer, porque tú parecías endemoniada, lo llamé a él. ¿Y sabes el resultado? Pues atiende, que no tardarás tres segundos en quedar bien enterada.
Mildred tenía ahora los ojos puestos en la faz de lord Tasmin. Eran unos ojos soberbios, grandes, rasgados, inmensos. La celosía suavísima de las pestañas largas quería ocultar el fulgor de su mirada, pero no podía, porque aquello que iba a decir el tío guardaba para ella mucho más de interés de lo que el viejo se figuraba.
Este se detuvo ante ella y habló durante varios segundos, causando una rabia sorda a la muchacha, cuyo temperamento impulsivo y exclusivista pareció luego anular el carácter firme de Jorge Tasmin.
—«¿Sabes que mi sobrina quedará desheredada desde el punto y hora que se convierta en tu esposa?».
Mildred se puso en pie.
—No dirías eso, ¿verdad?
Sus ojos parecían centellear como rayos. La boca se abría y cerraba sin saber cómo quedar.
Lord Tasmin no hizo caso alguno del genio femenino. Su voz firme continuó, mientras los ojos medio entornados miraban directamente, sin querer, al parecer, notar el furor indescriptible que sacudía el cuerpo de la muchacha.
—«Eso no es posible, lord Tasmin».
—«¿Qué no? Te aseguro, Richard, que mis millones, de casarte con mi sobrina, irán a parar a manos de todos esos otros sobrinos que esperan mi muerte como agua de mayo».
Lord Tasmin rio con risita de conejo, sin querer ver el furor que se desprendía de aquellos ojos grises, casi blancos a fuerza de ser claros.
—Tu precioso novio —continuó, impertérrito, volviendo a pasearse incansable— se enfureció como el más despreciable muñeco. ¿Y sabes lo que repuso con todo el cinismo del mundo? «Su sobrina, lord Tasmin, hubiera sido un bocado exquisito con los millones adjuntos; de otra forma, no me interesa». ¿Qué dices a eso?
La muchacha tornó a sentarse de nuevo. Sus pupilas brillaban con fulgores de fuego.
A lord Tasmin le tenía sin cuidado aquel brillo, porque no ignoraba que Mildred ya había tenido una definitiva entrevista con su exnovio, cuyas palabras llevaba prendidas en su corazón con caracteres de fuego.
—«Siento que tu tío se haya puesto en esa actitud, Mild».
—«¿Acaso tiene algo que ver con tu amor?».
Aún recordaba la expresión cínica de aquel rostro viril, más hermoso cuanto más cínica era su expresión.
—«Naturalmente. ¿Qué hacemos sin dinero? No me lo explico, la verdad...».
—«Y asegurabas quererme por encima de todo».
—«¡Ay, querida! El amor es muy importante, pero sin dólares lo considero una cursilería».
¿Y se hallaba enamorada de aquel hombre? Tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse, porque jamás, por nada del mundo, le haría saber a su tío la charla que había tenido lugar entre los dos aquella misma mañana, en el club, cuando hubo ido a buscarlo para rogarle que la raptara y se escaparan los dos, con objeto, quizá, de que el viejo se ablandara después y les rogara que volvieran a su lado porque ya les había perdonado.
Lo que ignoró hasta oír al tío, era que este ya había tenido su altercado con Richard y que él le habló en aquellos términos, porque ya sabía a qué atenerse respecto a los millones de dólares que creía ver ya en sus manos finas de jugador.
¡Qué asco le produjo todo aquello! ¡Qué asco y qué pena! No quiso decirle a Tasmin que ya odiaba el mundo con todos sus componentes, empezando por Richard Yates, el hombre más cínico de la Creación. ¿Para qué? De todas formas, el viejo ignoraba que la creación de Mildred no quedaba allí, porque tenía en su poder el instrumento que la iba a llevar muy lejos de allí, de todo lo que hasta entonces fue su ilusión juvenil.
Si el viejo creía tener zanjado el asunto con aquello, estaba completamente equivocado. La muchacha era rebelde por naturaleza; habíanla criado con todo lujo de mimos y caprichos, y ya nadie sabría enderezar su temperamento impulsivo por nada del mundo. Claro que lord Tasmin no lo creía así, pero allí estaba ella, blandiendo en su diestra fina el periódico donde se insertaba la solución que precisaba para dar vida a su rebeldía.
—¿Te das cuenta de lo enorme que era el cariño de tu Romeo? —preguntó, deteniéndose a su lado y mirándola dulcemente, pensando tal vez que ya el furor se había disipado—. Ahora, a continuar viviendo tranquilamente, esperando que llegue otro hombre de verdad y te quiera como Dios manda, como tú mereces ser querida, pues, ¡vive Dios!, eres merecedora de que un hombre entero y viril se enamore de ti hasta los tuétanos.
—¡Los desprecio a todos!
—¡Ajajá! —rio divertido—. Espero que eso lo digas hoy porque tu amor propio ha sufrido un rudo golpe; pero mañana ya será distinto.
La risita de Mildred salió de su boca roja y fresca como una bofetada.
—Te aseguro, tío, que jamás creeré en el amor. Sin embargo... —Aquí hizo un esfuerzo, aspiró hondo como si un nudo le atenazara la garganta, y añadió, con inflexión desesperada, al tiempo de mostrar el periódico que blandía en su mano desde el momento que penetró en la estancia, buscando al tío, quien hasta entonces no dio importancia al papel que la muchacha apretaba nerviosamente entre sus dedos agarrotados—: ¿Ves esto? Pues aquí está la solución de mi problema. Tú me has desheredado, para que no uniera mi vida a la de Richard Yates; pero lo que ignoras es que ahora, por nada del mundo, quiero tu dinero. Trágatelo. Dáselo todo a esos sobrinos que te adulan, pero que, sin embargo, esperan tu muerte con ansia para tirarse sobre tus dólares, importándoles muy poco que te consuman los gusanos... —Hizo otra pausa. No cabe duda que le costaba hablar en aquellos términos duros y fríos, pero el viejo merecía aquello y mucho más, y ella se encontraba terriblemente desesperada—. Yo te quise siempre de otra manera. Si tuviera que trabajar para ti, lo haría hasta que el sudor de mi frente se convirtiera en sangre. Ellos no saben lo que es querer; ignoran lo que representa tu cariño... Pero no importa: vete hacia ellos, que yo no quiero nada contigo ni con ese dinero que me ha robado la felicidad.
Lord Tasmin pareció crecer ante ella. La miró, sin embargo, con súplica que Mildred no quiso ver, y dijo con voz opaca:
—¡Insensata! ¿Llamas felicidad al amor de ese canalla? ¿De qué están hechas las mujeres de hoy?
—De carne y hueso, como siempre. Y si llamo felicidad a ese cariño que perdí, es porque no ignoro que Richard hubiera terminado queriéndome. ¿Qué me importaba se uniera a mí por tus millones, si luego yo sabría ganar su amor?
—¡Absurdo!
No se enfureció. Alargó el periódico con una frialdad pasmosa, como jamás él había visto en la impulsiva Mildred, pues si su carácter era complicado, su dulzura anulaba todo otro defecto. Aquella tarde la vio distinta. Vio en sus ojos una expresión de fiebre, resuelta, firme como una roca; en la boca observó firmeza también, porque se plegaba de una forma recta, pareciendo dos pálidas pinceladas de sangre incolora. En la frente, que siempre se había conservado tersa, había hoy una arruga muy pronunciada diciendo quizá que cumpliría su amenaza sin mirar atrás ni importarle la opinión del que siempre había sido un padre para ella. ¿Y qué amenaza era aquella? ¿Qué decía aquel periódico? ¿Por qué se lo mostraba con altivez y supremacía, como diciendo: «Me importaba muy poco tu opinión, puesto que de todas formas he de hacer lo que se me antoje»?
—¿Por qué me das eso? —preguntó, con un hilo de voz, sintiéndose inferior ante aquella majestad de reina que veía en todos los ademanes de su sobrina.
—Para que te enteres. No quiero tus dólares, lord Tasmin. Dentro de muy breves días me iré de tu lado para no volver jamás.
El corazón del viejo se encogió como un higo seco. ¿Es que aquella muchacha tendría valor para hacer lo que decía? Siempre había creído tener en ella una aliada incondicional, y ahora ya llegaba a dudarlo. Mentalmente, veía con tristeza e infinito dolor el panorama de su vida en el futuro: solo, con el recuerdo perenne de ella; pensando constantemente en la existencia de aquella criatura que, por haber heredado el carácter dominante de su padre, jamás podría torcer su gusto porque el amor propio no se lo hubiera permitido.
—¿Lo harás, Mild?
Y su voz, al hacer la pregunta, ya no era burlona e irónica. Parecía haberse roto en la modulación lenta, como si ya no le importara nada y la obsesión de perderla se hincara en su corazón, haciéndole un daño jamás experimentado.
La muchacha sintió algo parecido al dolor atenazarle el alma; pero, firme en su propósito, añadió, fríamente:
—Mañana mismo.
—¿Y cómo? ¿Con quién? ¿Adónde te irás?
—Con quién, aún lo ignoro. Pienso que en todo Nueva York encontraré un hombre que, como yo, se halle desesperado de la vida y quiera acompañarme.
—¡Estás loca!
—Quizá; sin embargo, presiento que lo estuve hasta ayer. Hoy ya soy yo de nuevo, y me casaré con el primero que quiera acompañarme a España.
—¡Absurdo!
Se hallaba tembloroso y emocionado. ¿Es que su sobrina había perdido el juicio? Si todos sus dólares eran de ella, si jamás había pensado desheredarla, si incluso cuando habló con Richard Yates era para probarlo y aquilatar el amor que pudiera profesar a su muñeca... ¡Santo Dios! ¿Por qué habría sido tan tonto? ¿Por qué se le habría ocurrido meterse en aquellos fregados, si no ignoraba el carácter violento de la muchacha, su temperamento impulsivo y rebelde, que anteponía su amor propio por encima de todo: de su cariño, de su dignidad de mujer, y hasta de la misma vida, que se empeñaba en probarlo de aquella manera?
Pasó una mano por la frente que bañaba el sudor, y, guiando sus ojos en dirección recta, los dejó presos en la figura linda que se apoyaba tranquilamente sobre un mueble, mostrando aún el periódico, que él no se había atrevido a coger por temor a ver allí poco menos que su sentencia de muerte, pues era seguro que, si ella lo dejaba, moriría de desesperación a los dos días.
La vio grácil y bonita. No es que Mildred fuera una belleza clásica; pero, en cambio, tenía un rostro ovalado, de tez mate, suavísima; unos ojos grandes y rasgados, que ya por sí solos daban vida a su rostro coronado por una cabellera levemente rizada, de un tono brillantemente castaño, favoreciendo aún más su carita entre morena y blanca. La boca de Mildred era un poema de amor. Jamás lord Tasmin había visto boca más bella. Aquella y los ojos inmensos bastaban para hacer de aquel rostro una cosa interesantísima y atrayente, donde sin remedio habían de posarse todos los ojos con admiración. ¿Y dejarla ir para que el mundo le propinara batacazo sobre batacazo? No podría consentirlo en forma alguna, pues antes la amarraba a un mueble hasta que la desesperación la matara allí, pero nunca rodando por ese mundo traidor en compañía de un ser degenerado, que quizá jamás sabría aquilatar el valor moral de aquella muchachita de corazón de fuego y almita rebelde.
—Has de meditar, mi pequeña —dijo, queriendo olvidar todo lo dicho por ella—. La vida no es un juego y los hombres son muy traidores. Además, ¿a qué fin irte por el mundo de esa manera? ¿Es que suponía para ti más el cariño de ese Richard que el demonio confunda, que el de este pobre viejo que nunca hizo otra cosa que adorarte como si fueras una reliquia?
La muchacha permaneció muda.
El periódico continuaba en sus manos.
Lord Tasmin dejó allí presos sus ojos.
—¿Quieres que lo lea?
Mildred asintió con la cabeza.
—No me explico qué es lo qué pretendes.
—Lee eso, y lo verás.
Al fin lo alcanzó. Posó los ojos donde ella le indicaba. ¿Se había vuelto loca aquella muchacha? ¿Es que tendría él tan poco poder, que no sería capaz de romperla en mil pedazos antes de consentirlo?
Tuvo que hacer un esfuerzo tremendo antes de dejar los ojos de nuevo en el papel que aún olía a tinta.
Con voz lenta, leyó:
«La empresa Sanla ha destinado un buen puñado de dólares para costear un viaje a España, en el que pueden invertirse seis meses, con todos los gastos pagados, a dieciséis parejas de enamorados que deseen contraer matrimonio y no dispongan de medios para ello.
»Preséntese en las oficinas de esta empresa de once de la mañana a...».
El viejo no pudo leer más. Una sombra que parecía de sangre le cruzó ante los ojos, mientras los dedos, nerviosos, arrugaron el papel.
—Has perdido el juicio, hija.
No dijo más. Fue hacia ella con paso lento, terriblemente mesurado. Mildred sintió que iba a suceder algo terrible, pero permaneció tensa y expectante.
—¿Ves lo que hago con esto? —dijo, tan frío, que Mildred creyó que su sangre se convertía en hielo—. Pues igual que destrozo el papel entre mis dedos, así te destrozaré a ti, si vuelves a mencionar esto.
Iba a continuar. Mildred jamás supo lo que pensaba decir, ya que un criado llamó a la puerta, y el «adelante» de lord Tasmin sonó tan impersonal que le dio miedo.
—Un señor que desea ver a milord lo más pronto posible.
—¡Que se vaya! —gritó fuera de sí, sin volver el rostro. Pero rectificó en seguida, como si deseara dar una tregua a la conversación con su sobrina, cuyo rostro, muy pálido, aparecía crispado con infinita rabia—. Voy ahora mismo, Tomás —añadid, dando media vuelta. Luego se volvió a la muchacha y dijo fríamente, mostrando en su rostro una expresión dura y firme, como nunca Mildred había visto en aquella cara siempre dulce y dispuesta a sonreír ante sus caprichos—. Espera aquí, Mildred. He de terminar de hablar contigo cuando venga, y no quiero, ¿oyes?, no quiero que te muevas de este salón.
Después salió con paso seguro y firme, dejando a la muchacha tendida en el diván, con la vista fija por donde él había desaparecido, en la boca una mueca indefinible y las manos crispadas sobre el rostro.
No lloraba, porque ella jamás lo hacía cuando algo le dolía de verdad. Pero, aun así, el brillo inusitado de sus ojos decía y continuaría diciéndolo indefinidamente, que haría lo que se había propuesto por encima de todo, del viejo, de su corazón y hasta de su propia dignidad de mujer.
* * *
Una hora, que le pareció un siglo interminable, permaneció en el mismo lugar y en la misma postura.
Miraba en torno con curiosidad. Todo era lujoso y de gran valor.
Después, dio unos pasos por el saloncito y se detuvo interesado ante un mueble sobre el cual se hallaba una fotografía que llamó poderosamente su atención.
¿No era aquel rostro el mismo que se inclinaba sobre un piano la noche anterior? Sí, estaba seguro. Sonrió entre dientes, mientras hacía mentalmente que la escena volviera a plasmarse en su cerebro.
Él, de pie en la acera, pegado a la verja, con los ojos interesados puestos en el ventanal a través del cual se veía un piano, y sentada ante él una muchacha rubia, de cabellos muy cortos y perfil puro... ¿Era, pues, la sobrina del amigo de su padre aquella mujer que sonreía a través de la cartulina, y que, según el embajador, era la más consentida y extravagante de las criaturas?
Nunca había simpatizado con aquella clase de mujeres modernistas que anteponen su propio criterio por encima de la razón; pero hubo de confesarse que aquella muchacha, pese a ser como aseguraba su amigo, tenía todas sus simpatías. ¿Y por qué así? ¿Es que acaso por haberla visto dar golpes desafinados sobre un teclado blanco ya era suficiente para ganar su simpatía? Ignoraba los motivos. Solo comprendió, sin apartar sus ojos pensadores de aquella cara juvenil y sonriente, que, si se veía precisado a tratarla, ella llevaría sobre él un ascendiente muy amplio.
Víctor Milton era muy extraño. Nadie aún había logrado comprenderlo, excepto las teclas, cuando ponía en la melodía toda su alma de artista. Pero aquellas no hablaban; eran mudas como lo estaba siendo él, y por eso, quizá, ignoraba la forma cómo aquel hombre pensaba en realidad.
Se abrió la puerta y dio media vuelta para quedar frente al viejo lord, cuyos ojos escrutadores posáronse en él como interrogando.
Víctor era un excelente observador, y no le fue difícil ver que en aquellos ojos claros se ocultaba muy sutilmente, en el fondo de las pupilas, una pena infinita. Cierto que no esperaba encontrarse con un hombre entristecido; pero, aun así, quedó detenido donde estaba, sin dejar de clavar sus ojos en la figura alta y esbelta de lord Tasmin, luego de haber contemplado con fijeza unos segundos, emocionado, ya disipada su tristeza.
—¡Milton! ¡Amigo mío! —Después calló, pasando una mano por su frente, y añadiendo con voz baja, como si se diera una razón a sí mismo—: Soy un imbécil. Milton tiene que tener hoy la misma edad que yo, aproximadamente, y este muchacho... ¡Dios! Estoy seguro que esa chiquilla ha de terminar por enloquecerme. —Alzó de nuevo la cabeza y, clavando en el rostro sonriente de Víctor sus ojos cansados, murmuró, débilmente—: Perdone que lo haya confundido, pero es que debo de estar trastornado. Si en algo puedo servirle...
Víctor volvió a sonreír, mientras se aproximaba a él.
—Lord Tasmin, creo que se ha confundido a medias. En realidad, yo no soy Milton padre, pero sí su hijo, y en su nombre vengo a hacerle una visita.
El rostro noble se iluminó.
—¡Dios santo! —dijo, alegremente—. ¿Es posible que me haya equivocado tan poco? —Luego, tras rápida transición, al tiempo de estrechar el corpachón fuerte de Víctor entre sus brazos temblorosos—: Estoy desesperado, amigo mío; pero presiento que su venida me ha de hacer mucho bien, ya que así olvidaré esas tontas locuras de mi sobrina.
Lo abrazó una y otra vez; luego hízole sentarse a su lado en un cómodo diván.
—Tu padre y yo éramos los mejores amigos del mundo. Corrimos nuestras juerguecitas, ¿sabes?, pero luego íbamos al lado de las novias, se lo contábamos todo y nos perdonaban... ¡Qué tiempos aquellos!... —suspiró—. Hoy todo es diferente. Antes, las mujeres nos esperaban en casa, muy quietecitas al lado de las mamás. Hoy todo es diferente... ¡Qué tiempo más condenado, hijo! —Hablaba y hablaba, aturdiendo al pobre Víctor, que no sabía cuándo había de decir algo por su cuenta, ya que él no se lo permitía. Lord Tasmin se le representaba ahora como lo había pensado cuando lo vio entrar en el saloncito con el rostro demudado y en la boca una mueca de hastío y cansancio—. Hoy las mujeres son peor que los hombres, porque en realidad nosotros somos buenos, ¿verdad, muchacho? Un poco inconscientes mientras somos jóvenes, pero, en el fondo, siempre leales al ideal forjado. Porque todos tenemos un ideal. Las mujeres son diferentes. Con su maldito amor propio, lo echan todo a rodar. Bueno, dejémoslas con su pobre lema, y cuéntame qué haces y cómo has dejado a tu padre.
—Se halla en Madrid. Lo recuerda mucho y tiene deseos de verle. Me ha dicho que él no puede dejar sus negocios, pero que puede usted ir allá.
—¡Hum! Eso es difícil. También yo tengo mis asuntillos, no creas. De todas formas, es posible que vaya. —De pronto calló, miró con fijeza al muchacho y añadió, quedamente—: ¿Estás casado?
Víctor se preguntó por qué le haría aquella pregunta, pero repuso, sin embargo:
—¡No, por Dios!
—Caramba, ¡qué asustado lo dices! ¿Es que tanto te espanta el matrimonio?
—Según por el lado que se le mire.
—Francamente, hijo, yo fui muy feliz.
Víctor rio para disimular el nerviosismo. ¡Si aquel viejo supiera!... Dejólo en la ignorancia, y por primera vez mintió deliberadamente:
—¡No, por Dios! La música me hastía.
—Más vale así. Tu padre era terrible. Siempre creí que iba a resultar un genio; pero estaba allí tu abuelo, que frenaba sus impulsos. Gracias a eso, quedóse a la mitad. —Una rápida transición y prosiguió—: ¿Estás, entonces, dispuesto a servirme? Se trata de la felicidad de una persona. Claro que de una felicidad muy relativa, ya que solo durará seis meses, al cabo de los cuales me la entregas de nuevo, aunque espero que cuando eso tenga lugar me la des totalmente educada, cosa que ahora dudo que lo esté. ¿No te gusta pelear con fieras de bella apariencia?
Continuaba sin entender una sola palabra. Hasta casi llegó a dudar de la cordura de aquel hombre. Este añadía, impertérrito:
—Es un secreto que guardaremos los dos, como dos caballeros que somos, ¿eh, Milton? De todas formas, creo que el asunto resultará divertido.
Púsose en pie. Alcanzó el retrato de su sobrina y dijo, mostrándoselo.
—No es una belleza, pero, caramba, tiene algo que atrae. ¿No te parece? Es mi sobrina.
Los ojos de Víctor parecieron relampaguear. Pero luego permanecieron impasibles.
—Es linda.
—Y muy original.
—Tiene una belleza exótica.
—Y mucha alma, aunque ella se empeña en meterla en la pitillera donde guarda sus malditos cigarrillos.
—¿Y bien, lord Tasmin?
—Siéntate. Hemos de hablar como dos buenos amigos, durante una o dos horas.
Víctor se armó de paciencia.
No comprendía ni media palabra, aunque presentía que lord Tasmin iba a proponerle una aventurilla. Y se dijo que si estaba asociada la muchacha que quería tocar el piano, aunque nada comprendiera de él, merecía la pena salirse por una vez de su habitual indiferencia, para vivir unas horas emocionantes al lado de aquella criatura.
Pero, caramba, nunca imaginó que el asunto fuera de tanta envergadura. Lord Tasmin estaba loco de remate y su sobrina era un caso perdido. Sin embargo, él también debía serlo, porque...
* * *
Reflexionó un momento.
—Dime, ¿tienes novia?
Víctor volvió a extrañarse.
—Nunca estuve enamorado —dijo, sin embargo.
—Eso no quita para que la tengas. Las mujer son el diablo. Pero, bueno, cuéntame de tu padre.
El muchacho no le entendía muy bien. Comprendió que si su progenitor no le hubiera hablado de él, quizá lo tomara por un loco. Hasta sus ojos le parecieron demasiado vivos para su edad. Pero lo que Milton ignoraba era que la mente del viejo lord se hallaba llena de todo aquello que le había dicho su sobrina y, como conocía a esta, temía que no hubiera fuerza humana que la hiciese desistir.
Sin dejarle responder, habló de nuevo, pero esta vez inclinándose mucho hacia él y mirándole suplicante, como si todas aquellas preguntas formaran una obsesión terrible dentro de su corazón de tío.
—Dime, Milton. Yo..., no te extrañes. ¿Te importaría permanecer durante seis meses trabajando para mí?
—¿Qué?
El viejo pasó de nuevo la mano por su frente. Demonio, no sabía cómo concluir. ¡Aquella chiquilla lo volvería loco!
—Ya sé que no necesitas trabajar. Tu padre tiene muchos millones. Pero a veces es saludable emplear el tiempo en algo.
Víctor se dijo que su tiempo era precioso y que no perdía ni un minuto. Sin embargo, calló su pensamiento. Quizá el anciano no le hubiera comprendido o, por otro lado, soltaría uno de aquellos «Ta, ta», que representaban: «Tus trabajos son ilusorios, amiguito».
—Dígame lo que he de hacer —dijo, casi sin darse cuenta, pues presentía que el viejo amigo iba a proponerle cualquier extravagancia, que por una vez no despreciaría—. Si puedo servirle, aquí me tiene.
—Tu padre no dudaría en hacerlo.
—Yo, como hijo, tal vez tampoco dude.
—Así me gusta. Eres decidido como lo era él.
—Gracias. Cierto que nos parecemos mucho.
Lord Tasmin lo miró un poco asustado, aunque Víctor quiso leer una buena partícula de burla en su mirada.
—No me irás a decir que también amas la música —dijo, guasón—. Tu padre era un apasionado de ella. ¡Cuántas veces nos estuvo estropeando el plan tan bien urdido con anterioridad, por asistir a un endemoniado concierto!
Iban transcurridas dos horas cuando la puerta del salón se abrió nuevamente, y un lord Tasmin totalmente transformado apareció en el umbral.
En principio, la muchacha quedóse suspensa, quieta, impasible; luego, como sugestionada, púsose en pie y miró con fijeza, un poco intrigada, la rara expresión de aquel rostro que le sonreía alegremente:
—Bien, sobrina; ya estoy aquí. Esos demonios de miembros inútiles jamás le dejan a uno en paz. Me refiero a los socios del club, ¿sabes? Quieren un nuevo donativo. ¡Hum! Como sigamos así, habrá que cerrar todos los establecimientos de recreo. ¡Ah! Se me olvidaba que habíamos quedado en que te casabas con el primero que aceptara tu descabellada proposición. ¿Crees que aún existen mentecatos que se presten a un juego de esa índole? Bien, quizá los haya. Si lo encuentras, dímelo; me gustaría conocer a tu futuro esposo.
Hablaba despreocupadamente, mientras chupaba afanoso el cigarro puro que empuñaba entre sus dedos nerviosos. Se veía a las claras que se hallaba violento. Mildred se preguntó por qué aquel cambio tan radical, cuando esperaba verlo poco menos que amenazador o propinándole dos sonoras bofetadas.
¿Qué había pasado? ¿Por qué regresaba tan cambiado? No era explicable, ni intentaba preguntárselo, porque lo conocía lo suficiente para saber que mientras él no quisiera hablar por su cuenta había de ser muy difícil averiguarlo.
—Lo he pensado mejor —dijo, como adivinando sus pensamientos—. La verdad es que esto representa una oportunidad para conocer España. Y es muy posible que yo no te llevara nunca, porque cuesta muchos dólares, y como tú no los quieres... Bien, bien; estoy seguro que a tus primos les vendrá de perilla cuando yo me vaya de este cochino mundo. ¿Piensas tener muchos hijos, Mildred?
—¡Calla!
La miró divertido.
—¿Por qué te descompones así? No hago más que repetir tus palabras. Mira, si quieres encontrar a un hombre que sea tan melenazas como tú y siga tus pasos, vete a un café de esos donde la bohemia se reúne todos los días y a todas horas, en particular a la tarde. —Hizo como que reflexionaba y añadió, con voz impersonal—. Precisamente en el café La Boheme encontrarás de todo... —Dio media vuelta, enfilando la puerta del saloncito, donde se detuvo para decir, sin volverse—: No te marches a España sin mostrarme a tu nuevo Romeo. Tengo interés en conocerle.
La muchacha apretó fuertemente la boca. Parecía dispuesta a decir algo, pero se contuvo.
El viejo rezongó, entre dientes: «Eres demasiado orgullosa, pero calla, que ya te aplacaré esa dosis tan fenomenal de soberbia». Después se frotó las manos, satisfecho.
—¿Qué decía? —preguntó Mildred, a media voz, casi rota en la inflexión descompuesta.
—Nada, hijita. Que no te olvides de salir hoy al encuentro de ese mirlo. Es muy posible que si te demoras pierdas el pasaje. Recuerda que, como tú, han leído el periódico miles de personas, y que hay por el mundo muchos desequilibrados, que se encuentran desesperados y quieren suicidarse al lado de un pobre ser humano que algunas mentalidades inútiles dieron en llamarles hombres.
Mildred permaneció en el mismo lugar durante algunos segundos. Pasó una mano por la frente. Le estallaba. ¿Es que su tío se había vuelto loco? Tenía que ser así, porque, de otra forma, no se explicaba que obrara de aquella manera.
Bien sabe Dios que esperaba oírle, gritando, que estaba loca, y que antes la dejaría matar que consentirle tamaño disparate. Pero no sucedía así, sino todo lo contrario, y la verdad era que ya se hallaba arrepentida. Pero no menos cierto que, por encima de todo y ante todo, iría al matrimonio con el primero que quisiera seguirla.
¡Si el tío hubiera reaccionado de otra manera!... Pero aquel hombre era desconcertante; ella no podría aprender a entenderlo nunca, estaba segura.
Limpió de un manotazo la lágrima que, rebelde, salpicaba su mejilla, y salió del saloncito, yendo a tenderse sobre la cama, donde dio rienda suelta a su dolor.
Sin remedio había de confesarse que Richard no le decía nada a su corazón. ¡No podía decirlo! Ella, en el fondo, siempre había sido una mujer con un ideal forjado, y Richard colmaba su vanidad de mujer, porque lo había imaginado noble y cariñoso; visto su fondo egoísta, lo despreciaba con toda su alma. Pero aquello no podía, en forma alguna, saberlo el viejo burlón, puesto que, de otra forma, se hubiera reído de ella. Y la verdad era que su amor propio era demasiado intenso para consentirlo. Richard nunca había llegado a su corazón. Es decir, estaba mintiendo consigo misma, ya que en un principio, cuando lo hubo conocido, él era un hombre como los demás, parecía noble y sincero, y cuando le juraba amarla por encima de todo y ante todo, ella le había creído, porque deseaba creerle. ¡Qué engañada había vivido! ¡Sintió asco hacia todo...! Ahora de nuevo se vería precisada a enfrentarse con un desconocido, del que ignoraba sus sentimientos, su fondo moral, su carácter. ¿Por qué su tío se lo consentía? «¡Dios mío! —pensó la infeliz, retorciéndose sobre el lecho con infinita desesperación—. ¿Por qué mi madre me habrá dejado tan sola cuando más necesitaba de ella?». Ya hacía tiempo que había muerto, pero nunca la sintió tan en falta como aquel día en que el tío se apartaba de su lado, dejándola en manos del destino que ella, inconsciente, deseaba buscar. Si tuviera valor, iría a su lado y le diría: «Sé bueno, mi viejecito. No me dejes cometer tamaño disparate...». ¡Imposible! El anciano hubiera reído a mandíbula abierta, como un chiquillo feliz. ¿Podría soportarlo? ¡En forma alguna!
De un salto púsose en pie. Primero paseóse por la estancia, nerviosa y excitada; luego, deteniéndose ante el espejo de su lindo tocador, se dispuso a ponerse muy guapa.
No es que lo fuera, pero tenía algo, como bien había dicho su tío, que atraía y subyugaba. Los ojos grandes, soberbios, muy abiertos, mostraban toda la luz magnética que los animaba de continuo. De ellos irradiaba vida y poder, un algo de misterioso embrujo que Richard había visto, pero que, por ser un hombre egoísta y sin entrañas, cediólos a otro por no tener valor suficiente para enfrentarse con la vida poco halagüeña que le mostraba, implacable, el viejo lord. La boca de Mildred era roja y jugosa. Abríase con gracia y el mohín picaruelo que la animaba hacíala más deseable. Su tez mate, tersa y fina como pétalo de rosa, contrastaba de una forma maravillosa con los dientes níveos, salpicados con una gota de oro que los hacía más llamativos. El cuerpo esbelto, y cimbreante, de formas acusadas, pero con una delicadeza sutil, agudizaba más la elegancia de su cuerpo escultórico. No era bella, no; no poseía era hermosura clásica que a veces llega incluso a empalagar, pero tenía otra cosa que sobrepasaba a la belleza: personalidad, gracia, seducción...
Vistió un trajecito de lana cruda, peinó los cabellos sencillamente; por ser muy cortitos no precisaba arte, aunque toda ella lo era, y después de colocar un abrigo de deporte, de un tono gris muy claro, sobre su cuerpo, salió gentil y dinámica a la calle.
Desdeñó el auto. Para el cometido que llevaba, lo que menos precisaba era el automóvil.
No notó que un hombre la seguía a distancia y que aquel hombre reía burlón mientras seguía sus pasos.
* * *
Tras el cristal del ventanal, lord Tasmin también seguía con los ojos medio entornados la figura esbelta de su sobrina, mientras frotábase satisfecho las manos.
Aquella criatura estaba dominada por la soberbia. Merecía un escarmiento, ¡qué caramba! Se lo iban a dar. ¿No era maravilloso que alguien con forma de hombre se prestara a educarla? Luego ella tenía que ser deliciosa, porque en realidad lo que sobraba era orgullo y lo que le faltaba era educación. ¡Ay, Dios grande y misericordioso, cuánto daría él por verla situada y feliz al lado de un hombre bueno y honrado! Pero ya era sabido que el buen amigo le serviría durante seis meses, pasados los cuales ella volvería al hogar quizá más desengañada que antes de haber salido de él y el muchacho formaría un hogar al lado de una mujer buena y cariñosa que le comprendiera con exactitud. ¡Qué se le iba a hacer! La vida era así y no quedaba más remedio que conformarse.
Dio la vuelta. Caminó luego en dirección a su despacho. La verdad era que se hallaba muy nervioso. Aquella chiquilla siempre tema la virtud de descomponerlo. ¿Continuaría así toda la vida? Esperaba que no, porque aquel escarmiento había de enseñarle a entrar en razón. ¡Si aún Dios lo quisiera así...!
Alcanzó el auricular y marcó un número.
—Aquí lord Tasmin.
Al otro lado oyóse una voz fuerte, muy complaciente.
—¿Cómo está usted, señor? Aquí estamos todos a su disposición. Le aseguro que tenía deseos de charlar con usted...
¡Ta, ta! Siempre las mismas cosas. ¿Por qué serían aquellos hombres tan empalagosos y embusteros? Porque lo eran, sí, señor; hablaban de que tenían ganas de verlo; cuando ni siquiera se preocuparon de advertirle que pensaban pagar la felicidad de dieciséis parejas de enamorados y él era ni más ni menos, que el mayor accionista de la casa Sanla... ¡Endemoniar dos mentecatos!
—He leído eso que habéis insertado en el periódico de ayer —dijo de mal talante—. Y quiero saber quién os ha autorizado para hacer semejante disparate.
—Señor, la verdad es que se le pasó una tarjeta y no asistió usted. Creímos, como sucedió otras veces, que podíamos actuar sin su presencia, puesto que usted nos había dado amplios poderes en otras ocasiones.
—¡Esta vez es diferente!
—Perdone, señor. Llamaré al jefe.
Volvió a enfurecerse. ¿Qué necesidad tenía de llamar a aquel otro mentecato? Lo que él deseaba decirles era igual que lo oyera que Juan, puesto que de todas formas lo habían de saber todos.
—No llames a nadie —dijo, ya más calmado—. Quiero saber en qué consisten esos beneficios y quién puede solicitarlos.
—Los productores de nuestra compañía, milord.
—¿Nadie en particular?
—En forma alguna. Es solo con objeto de que algunos de nuestros empleados puedan casarse sin necesidad de esperar a ser viejos.
—¡Muy pintoresco!
—¿Decía, milord?
—Al diablo todos —rezongó entre dientes—. Decía que si se presenta mi sobrina a solicitar esos beneficios, le den amplias facilidades.
Al otro lado se oyó un estornudo. Seguro que lo estaban tomando por un loco.
—Digo que si se presenta mi sobrina Mildred a solicitar los beneficios, la atiendan muy bien, sin que ella adivine, claro está, que ando metido por medio. ¿Entendido? Y no quiero oírle preguntar de nuevo qué es lo que digo, porque de otra forma voy ahí y le saco las anginas. ¡Maldita sea, qué hatajo de imbéciles!
Al otro lado, el pobre hombre se deshacía en disculpas. Pero lord Tasmin estaba de un humor del diablo y no quiso oírle.
—Lo dicho —repitió de mal talante—. Si se presenta Mildred...
—Entendido, milord.
—Gracias a Dios, hombre. ¡Ah! Y si pregunta a quién alcanzan los beneficios, díganle que a todo el que quiera solicitarlos. ¿De acuerdo? Y para la próxima vez quiero estar presente cuando se plantee un absurdo semejante. Le aseguro que si ayer tengo a toda esa gente ante mi persona los hubiera degollado de buena gana. ¡Majaderos! Tienen unas ideas endiabladamente peregrinas, sí, señor. Dígaselo así a su jefe. Puede añadir que si continúa dando gusto a su imaginación se juega el cargo. Y ahora adiós. Merecían que los enviaran a todos a la horca, por mentecatos, sí, señor.
Y colgó.
El lector puede suponer que al dar media vuelta, tenía el rostro indignadísimo, pero no acierta. Lord Tasmin era así: mucha palabrería, mucho argumento, pero en el todo más suave que una pluma. Tal vez en la oficina de la Compañía lo conocían bien, puesto que estaban acostumbrados a sus exabruptos, pero no le hacían demasiado caso. ¡En el fondo era una bella persona!
Lord Tasmin volvió a soltar la carcajada. En medio de todo, el asunto le divertía. Además, hacía miles de años que vivía pasivamente, exento de emociones, y aquello causaba su hilaridad.
Frotóse las manos y dispúsose a esperar los acontecimientos.
III
Como sugestionada, fue directamente al Boheme. Aún ignoraba lo trascendental del asunto. ¿Cómo era posible que ella, que siempre había sido una muchacha delicada, se dispusiera a unir su vida a la de cualquier desconocido que se le aproximara, dispuesto a secundar su descabellado plan? Porque Mildred sabía que aquello era un tremendo disparate, pero como el tío la puso, casi se puede decir, los pies en la calle, ella seguía rectamente, como si en realidad la guiara el Destino. ¡Bonito destino, señor! El tío Jorge era un desastre.
Recortó su figura en el umbral. En seguida retrocedió asqueada, para volver a quedar detenida en aquella puerta desde la cual dominaba todo el local.
Allí se reunían mil tipos diversos. Hombres bastante correctamente vestidos; otros con los cabellos cayendo sobre los ojos. Una diversidad de gente bebía en torno al mostrador. Algunos se sentaban ante pequeñas mesas, sobre las que trazaban signos y rasgos.
Volvió a experimentar una sensación de ahogo, pero al recordar la ironía del viejo, hizo un nuevo esfuerzo y penetró, yendo directamente a sentarse ante mía apartada mesita.
Bueno, ya estaba allí; pero ¿y qué? ¿Qué buscaba? ¿Acaso a uno de aquellos hombres de mala catadura, que la miraban cínicamente? Se estremeció. No pudo remediarlo. ¿Ella casada con uno de aquellos? Hubiera sido absurdo.
Un camarero se le aproximó.
—¿Qué va a tomar, miss?
—Un Martini —dijo, sin mirarlo.
Después volvió a guiar los ojos en torno. Había también alguna mujer con facha de intelectual, sin oficio. Tuvo que reír, porque en medio de todo la cosa era como para desternillarse. Sin embargo, se contuvo, ya que adivinaba que hubiera terminado llorando como una idiota, y ella jamás había dejado que las lágrimas rodaran por sus mejillas en presencia de nadie y menos de toda aquella gente mal encarada que seguramente le hubiera hecho mofa.
Al guiar los ojos al mostrador, de nuevo sintió que un estremecimiento la recorría toda, haciéndole un daño terrible sobre el corazón.
El estremecimiento aquel estaba justificado. Recostado indolentemente sobre la barra niquelada, se hallaba un hombre de rostro pálido, cuyos ojos tan negros como las gélidas sombras de la noche se clavaban en ella con tanto cinismo como si se tratara de contemplar a una aventurera. Tenía en la mano una cuartilla, en la que Mildred vio trazados algunos rasgos muy raros. Vestía más decente que ninguno, aunque a las claras se veía que se trataba de otro aventurero. Su traje gris era de corte medianamente correcto y lo salpicaban algunas manchas de grasa. Bueno, de grasa lo supuso, pero de cierto nada, puesto que se hallaba a bastante distancia, y además hubo de apartar sus ojos de aquel rostro demasiado bello, cuya expresión audaz le dio un poquito de miedo.
Sin embargo, pese a que retiró sus pupilas, supo que el hombre continuaba mirándola audazmente, como desnudándola con sus pupilas penetrantes y soberbias.
Tuvo deseos de correr velozmente y tirarse materialmente en los brazos de su tío, rogándole que la perdonara una vez más, pero que le sería imposible continuar con la descabellada idea, cuyo significado le parecía a cada momento transcurrido, más, muchos más absurdo.
Como si una fuerza magnética la empujara, volvió a mirarlo y entonces vio asustada que el rostro de aquel hombre, moreno y de belleza extremadamente rara, sonreía sutilmente, abriendo la boca en una mueca muy correcta. Le gustó la sonrisa de aquel rostro, pero no correspondió. Sin embargo, tuvo que volver a mirar y entonces sí que ya fue de todo punto imposible contener el nerviosismo. El hombre se le aproximó con paso tardo, tan lento que le pareció un siglo lo que empleó para quedar detenido a su lado.
—Está muy sola —dijo en correcto inglés—. Yo también estoy solo, y muchas veces me pregunto por qué es así, si hay miles de mujeres por Nueva York que no se niegan a comprender a un hombre.
Movió la cabeza repetidas veces. Después, sin solicitar permiso, tomó asiento a su lado.
Mildred sintió que se ahogaba.
¿Por qué sería ella tan imbécil que daba lugar a que un hombre de aquella índole se le aproximara? Bueno; pero en realidad, ¿no venía buscando un hombre así? Otro temblor y los ojos quedaron presos en aquellos otros negros, profundos, insondables, que, un tanto melancólicos, quedaron presos en los suyos, como buscando la respuesta a la pregunta que ella no podría en forma alguna darle, porque se hallaba intimidada como jamás lo había estado hasta entonces en presencia de un hombre.
—No es usted bonita, pero gusta —dijo de nuevo, como si aquello fuera el resumen de su conversación—. Tiene unos ojos extraños, ¿no se lo han dicho nunca?
Casi sin saber por qué, se encontró contestando. Y es que las pupilas de aquel hombre parecían hablar pidiendo... ¿qué? Jamás lo supo.
—Creo que no.
—Pues no es así —una pausa corta, después...—. Yo siempre dije que la mujer debe tener la vida en los ojos. Usted la tiene. Una muchacha con ojos inexpresivos no parece mujer, más bien da la sensación de ser una momia.
Rio de su propia ocurrencia. Y alzó el rostro para mirarla de nuevo. No se había afeitado aquella mañana, eso era obvio. Pero aun así no resultaba desagradable. Tenía una frente ancha y muy pálida. No parecía un hombre de esos que andan tirados por los cafés día y noche. Además, el trazo de la boca era dulce, aunque duro, pero tenía algo, como un leve fruncimiento en las comisuras, que le favorecía extraordinariamente.
—Va a decir que soy un intruso. Pero la verdad es que nada más verla entrar me pareció algo diferente de todo esto que se reúne diariamente aquí —y extendió la mano con gesto un tanto despreciativo. Mildred vio que aquella mano era fina y larga—. Yo soy uno de esos parásitos... La verdad es que nunca me dieron la oportunidad de salir de estos antros. —Hizo una mueca que podía decir mucho y nada—. La vida es así. Me gustaría encontrar esa oportunidad que siempre se me ha negado. Sé que hubiera sabido aprovecharla —suspiró—. ¿Usted qué dice?
Mildred no tenía nada que decir. Le pareció diferente a los demás. Vio en sus ojos, allí en el fondo de las pupilas, una sombra de melancolía. Creyó estar ante un fracasado y se alegró.
El hombre sacudía ahora, con un gesto elegante, impropio de su aspecto, la ceniza oscura de su cigarro. Luego inclinó la cabeza sobre la mesa y trazó unos rasgos sobre el mármol blanco.
—Me gustaría ser un gran músico —suspiró débilmente—. Tiene que ser maravilloso vivir para ese arte que... —hizo una brusca transición—. Estoy seguro que se está riendo de mis pobres anhelos. No, pobres, de ningún modo. Son muy ricos, pero... —rio tristemente—. No digo más que disparates, ¿verdad?
Mildred pensó que no decía ningún disparate. A última hora no hacía otra cosa que exponerle su ideal. ¿Pero era aquello un ideal?
Lo miró con más detenimiento. Era la primera vez que consentía que un hombre desconocido se le aproximara. Pero no menos cierto que jamás se había visto en circunstancias como aquella. Era curioso que no se sintiera impaciente oyéndole. Además, no sucedía así. ¡Ah! Pero es que antes ella no andaba a la caza del marido provisional. Pensó que... ¡Era un disparate aún mayor que los anteriores! A última hora no lo conocía de nada. Pero..., ¿es que acaso pretendía que un conocido se prestara para secundar su propósito? Hubiera sido absurdo.
—Cuando una mujer piensa, refleja ternura en los ojos —le interrumpió la voz tenue del hombre—. Usted tiene ahora esa expresión. Es maravilloso ver pensar a una mujer y adivinar sus pensamientos.
La muchacha se sobresaltó. ¿Estaría burlándose de ella?
—¿Sabe acaso lo que pienso?
—En un fracaso sentimental.
—¿Por qué lo ha adivinado?
El desconocido fingió extrañarse.
—Pero ¿acerté en realidad?
Mildred ya se sentía desconcertada.
No se explicaba cómo había aguantado tanto tiempo la charla de aquel... ¡Ah! Se olvidaba de lo que venía buscando. ¿Y...? No, no le parecía normal, y sin embargo, lo era, puesto que si no era aquel, sería otro de los muchos que andaban por allí. Y la verdad es que aquel ya le era un poco más familiar que los otros; es decir, lo era algo, ya que a sus compañeros de café no los conocía más que de verlos ahora allí.
—No, no acertó —repuso, enojada consigo misma—. Pensaba en otra cosa.
—Decididamente, soy un pésimo observador.
Mildred se encaró con él. No le importaba lo que pudiera pensar.
—Dígame, ¿por qué vino hacia mi mesa, si no le he llamado?
El hombre hizo intención de ponerse en pie.
—No, quédese donde está. Ahora ya se sentó y quiero que me conteste.
—Si le dijera que porque me gustó usted —dijo sonriente; mucho le favorecería aquella sonrisa dulce—, hubiera mentido. Cuando la vi entrar me dije que no pertenecía a nuestro gremio. Creo que acerté. Sí, ya sé que eso no le interesa... —Añadió, viendo la impaciencia en los ojos, rabiosamente bellos—: Usted deseaba saber por qué me aproximé a usted, y se lo voy a decir. —Hizo una pausa, que empleó en quitar de nuevo la ceniza del cigarro—. Este café no tiene muy buena fama. Es un antro donde se reúne todo lo peor de estos barrios. Cuando vi su figura recortada en la puerta del local, pensé que no tardarían en aproximarse a usted y tal vez le hubieran faltado al respeto. Esto es —volvió a sonreír tenuemente—. Quise ser yo para que de ese modo no sufriera usted...
Mildred mordióse los labios. ¿Por qué su tío la había mandado allí? Lo que no acababa de explicarse es cómo ella, que siempre obraba por su cuenta y riesgo, vino a caer precisamente en el mismo lugar que le indicó el viejo. Había llegado allí sugestionada, estaba segura. Pues de ir a otro café cualquiera de los que estaba acostumbrada a frecuentar, encontraría un hombre dispuesto a hacer lo que ella deseaba. Se llamó mil veces idiota, pero, en fin, ya estaba allí, y el hombre que la sonreía bonachonamente bien podía ser su futuro esposo si es que no estaba casado y deseaba vivir seis meses con holgura y comodidad en la luminosa España.
—Espero que no la haya ofendido.
No la había ofendido, pero sí lastimado.
—Ignoraba que este local tuviera tan mala fama.
—Las mujeres de su condición suelen ignorar estas cosas.
—¿Por qué habla con tanta seguridad?
El hombre movió los ojos con inteligencia.
—Basta verla, ¡frágil, distinguida...! En las pupilas lleva plasmada su inocencia. Las uñas muy bien pulidas.
Inconscientemente ocultó las manos bajo la mesa. Él sonrió comprensivo.
—Es usted deliciosa.
Nada más haber dicho aquello que le salía del corazón —no pudo remediarlo, porque en realidad le parecía así—, calló como si cometiera una falta.
—No era de mi gusto el piropearla —dijo entre dientes. Y se veía que era sincero—. Desprecio los piropos. Me parecía así por su forma de expresarse.
Y quedó callado.
Dijo, al cabo de un momento:
—Sé que voy a pedirle un disparate, pero lo cierto es que, pese a nuestra diferencia de clases, me gustaría ser su amigo y verla con más frecuencia.
El viejo lord se hubiera frotado las manos con satisfacción si hubiera presenciado la escena.
Mildred volvió a morderse los labios. Estaba firmemente dispuesta a llevar a feliz término su propósito, pero ignoraba cómo encabezarlo.
—Yo..., yo..., pues la verdad es que me gustaría visitar España. ¿A usted no?
Los ojos del hombre resplandecieron.
—Es mi ilusión.
—¿Por qué no lo hace?
—¡Ah, si pudiera! No tengo medios.
—¡Dígame! ¿Cómo se llama? ¿Qué hace? ¿En qué emplea sus horas?
Los ojos varoniles sonrieron tristemente.
—Vivo de lo que gano en un café. Toco el piano para que bailen unos cuantos despreocupados —hizo una mueca—. Soy un sacrificado, pero ya que Dios lo ha querido así, qué le vamos a hacer.
—¿Tanto le gusta la música?
—Es mi ilusión. —Y las pupilas brillaron acariciadoras, con ternura infinita.
—¿Eso que escribe en esa cuartilla es música?
—Algo que se le quiere parecer. —Movió la cabeza de un lado a otro e hizo una mueca indefinible—. Si tuviera estudios suficientes, pero... En fin, qué se le va a hacer. Mi nombre es Víctor Montalbán.
—¿Español?
—Lo eran mis padres.
—Ya.
Después, casi sin darse cuenta, se encontró exponiendo su deseo. A medida que hablaba, los ojos de Víctor se engrandecían más y más. Deseaba casarse aprovechando aquel beneficio que ofrecía la casa Sanla. Seis meses de vida feliz en la bella España. Retornar después de nuevo a Nueva York y no volver a recordar que se habían visto.
Terminó de esta manera, sin desear detenerse en más pormenores:
—Matrimonio blanco, ¿comprende? Todo se reducirá a vivir seis meses como dos buenos camaradas, prescindiendo del amor en todo momento. Ni usted me mirará como a una posible esposa efectiva, ni yo a usted como un marido que no sea de mentirijillas.
Suspiró hondo. Ignoraba si aquel hombre la había comprendido bien. Pero de lo que sí estaba segura es de que no volvería a repetirlo.
Víctor Montalbán la miraba curiosamente.
—¿No le seduce la idea? —preguntó, nerviosa.
—Pues sí. ¿Por qué no? A última hora es un medio magnífico para salir de aquí. —Se encogió de hombros—. Pero lo que me pregunto es que si me enamoro de usted, no acierto a saber qué puedo hacer.
—¡Olvidarme!
Pensó que había mucho ímpetu dentro del corazón de aquella muchacha. Pero no sabemos si le satisfizo o no, ya que cortó allí su pensamiento.
—¿Y cuándo hemos de casarnos? Supongo que el matrimonio será legal.
—Naturalmente. Luego, pasados seis meses, pedimos la anulación, y en paz.
—Eso es, en paz.
—¿Qué decía?
La contempló entre el humo del cigarrillo.
—Pues, nada. Me preguntaba por qué hace usted eso. ¿Es que no dispone de medios suficientes para visitar España prescindiendo de ese matrimonio?
Mildred, que ya estaba completamente convencida de que aquel hombre le convenía por su corrección, por lo discreto, porque en realidad era un hombre presentable, ya que vestido con elegancia daría el golpe en cualquier parte, dispúsose a mentir:
—Hasta ahora estuve de señorita de compañía con una señora remilgona y estrafalaria que me dejó totalmente harta. Al leer ayer el periódico, vi con satisfacción llegado el momento de desligarme de todo esto, y si usted me secunda, puede ser la salvación para ambos.
—Sí, cierto, la salvación.
Le pareció que hablaba con ironía.
—¿Es que me toma en broma?
—De ningún modo.
Mildred púsose en pie.
—¿No tiene amigos?
—Alguno.
La muchacha sonrió comprensiva.
—Yo lo arreglaré todo —dijo convencida, pensando que el irónico tío nunca tendría el gustazo de ver a su futuro esposo—. Mañana, a esta misma hora, embarcaremos en el trasatlántico que zarpa con rumbo a España.
—¿Ya casados?
—Naturalmente.
Y nunca le pareció una cosa tan razonable como aquella. Desde luego, el corazón humano es un problema de complejos, pensó Víctor, después de estrechar la mano de la joven y quedar con los ojos en su figura esbelta.
Después, cuando la vio penetrar en un taxi, volvióse al café y pidió un whisky con soda.
Luego sonrió alegremente. La aventura no le desagradaba, ni mucho menos. Por una vez en la vida bien podía apartarse de su habitual ecuanimidad. Además ella era linda. Tenía unos ojos soberbios y una boca que daba ganas de comerla.
IV
A la mañana siguiente, Mildred se presentó en el despacho de su tío cuando este acababa de sostener una larga conferencia telefónica con cierto personaje que le hizo sonreír alegremente durante varios minutos.
Al ver entrar a Mildred alzó la cabeza y sus ojillos penetrantes se clavaron en la faz un tanto desencajada de la muchacha.
—Has dormido mal —dijo, besándola en la frente—. Apuesto cinco contra uno que el motivo de tu insomnio fue ese Víctor Montalbán que me has descrito ayer. ¿Sabes que estuve pensando que el tal caballerete tiene un nombre sonoro? He pensado también que puede dar la casualidad de que sea un personaje de leyenda. ¡Je, je! Hubiera sido divertido que luego se convirtiera en un príncipe ruso o algo así. —Una pausa que Mildred interpretó como una buena burla, y añadió, guasón—: ¿Cuándo es la boda, sobrina? ¿No puedo estar yo presente? ¿No me permites que te haga un regalo?
Mildred no pudo contener por más tiempo la desesperación.
—Eres cruel —dijo con los dientes apretados.
El viejo fingió extrañarse.
—Pero si no hago más que lo que tú quieres.
—¿Sabes acaso lo que yo quiero?
—Caramba. Pues un marido flamante, que se preste a visitar España sin tener que sacar un dólar de su bolsillo. ¡Hum! La verdad es que esos maridos de ocasión no tienen mis simpatías, pero si tú lo deseas así, no hay más remedio que conformarse. Ea, muchacha, mucha suerte y hasta la vuelta. Ya que no quieres que lance la visual sobre ese ejemplar masculino, puedes marchar cuando quieras.
Mildred se preguntó por qué su tío había cambiado tanto en tan pocas horas.
—Es probable que no vuelva nunca —dijo, mordiéndose los labios con fuerza.
—No digas disparates. Tu tío te quiere bien.
—Si me quisieras como aseguras...
—¿Qué?
No pudo decirle lo que pensaba porque hubiera sido un triunfo rotundo para el viejo.
—Nada.
—¿Te marchas así?
—¿Pues qué quieres que haga?
—El equipaje, mujer.
—Lo mandé ya muy de mañana.
Lord Tasmin frotóse las manos.
—Eres previsora y eso me agrada. Siento que no me permitas conocer a tu futura media costilla. ¿O no se dice así? Creo que no, pero es igual, puesto que tú me entiendes.
—Te has levantado de un humor endiablado, tío.
—Es que la noticia me quitó un gran peso de encima. A última hora ya no tengo que pensar en buscarte novio. Las muchachas como tú son admirables.
Mildred tuvo infinitos deseos de llorar, pero no lo hizo. Hubiera sido un fracaso tremendo, después de haber conseguido lo que quería. Bueno, ¿pero lo quería en realidad? Estaba segura que jamás podría acostumbrarse a tratar a Víctor Montalbán como un camarada. Siempre tendría presente la forma cómo lo conoció y no acertaría a verlo de otra manera. Era bochornoso para ella semejante estado de cosas. Todo absurdo, inconcebible, sí, señor, y la culpa la tenía aquel viejo maniático, del que aún, como la más perfecta idiota, le costaba tremendos esfuerzos separarse. Ahora parecían venirle a la mente recuerdos y recuerdos que la lastimaban, porque hubiera deseado ser dura como el granito para no sentir la separación.
Lo miró un poco más detenidamente y no vio nada que llamara su atención. El rostro rugoso del viejo era dulce y sereno como siempre; no existía en él desesperación ni pena alguna. Se veía que tenía tremendos deseos de separarse de ella. Y la muy tonta siempre había creído que lord Tasmin no podría vivir sin ella porque aún recordaba cuando llegó a su casa una vez que se estrelló contra un poste yendo en el auto que él le había regalado por su cumpleaños, y la recibió angustiado, llorando como un chiquillo. Llenó la casa de médicos para que, en resumen, no sucediera nada, puesto que solo se había lastimado en una pierna.
—Aquí tienes mi regalo, Mildred —dijo, tendiendo la mano y entregándole un sobre—. Quiero que esos seis meses de felicidad —aquí una mueca de burla— no los olvides nunca.
Ella movió la cabeza de un lado a otro.
—¿No lo quieres?
Denegó con un gesto, porque con la boca le era imposible.
—Pues eres una tonta.
Mildred fue hacia él y le ofreció la frente.
—Bien, mujer; si te has quedado muda, espero que cuando vuelvas hayas recobrado el don de la palabra.
La besó con dulzura. Por encima de la cabeza de Mildred sus ojos resplandecieron húmedos. ¡Aquellas chiquillas alocadas! Mildred era peor que ninguna, y si él no tuviera la cabeza bien sentada, por descontado que el endiablado amor propio la llevaría a manos de cualquier aventurero. Menos mal que había obrado precipitadamente y con cautela, pues de otra forma... ¡Al diablo el modernismo!
—Adiós, querida. Si quieres acordarte algo de mí, no dejes de hacerlo.
La muchacha apretó la boca con fuerza. Si continuaba un momento más a su lado estaba segura que rompería en sollozos y no podría en forma alguna separarse de él. Jamás supo que lo quería tanto, ni comprendió hasta ahora que su amor propio era demasiado intenso, y si no trataba de doblegarlo, estaba perdida. Sin embargo, no lo doblegó y salió de la estancia con el maletín en la mano y en el corazón una angustia inenarrable.
Cuando el viejo hubo quedado solo, alcanzó de nuevo el auricular, marcando un número.
—¿Estás ahí?
Al otro lado una respuesta que no pudimos oír.
—Ya salió... En ti confío, ¿eh? No demores el darme noticias. Quiero estar al corriente de todo. ¡Ah!
Y no seas muy duro.
—¿...?
—Por supuesto. Pero —hizo una mueca que el otro, naturalmente, no pudo ver—. Va completamente convencida de que yo... Bueno, ya me entiendes.
—¿...?
—No la hagas padecer. Es muy sensible.
—Sí, sí; ya termino. Vete y acude a la cita sin demora. Por ahora creo que todo saldrá bien.
—¿...?
—Va de un humor del diablo, pero ante ti lo domeñará, estoy seguro. Es muy orgullosa. Feliz viaje, muchacho.
Y colgó. En principio quedó suspenso. Se veía que una preocupación lo embargaba, pero la desechó en seguida. Frotóse las manos con aquel gesto tan suyo y dispúsose a encender un cigarrillo.
V
Ya se había casado.
Aunque quisiera retroceder, hubiera sido de todo punto imposible, hasta tanto no transcurrieran los seis meses reglamentarios que la casa Sanla había señalado para que, al cabo de dicho tiempo, pasaran de nuevo a la oficina.
Mildred no se había preguntado por qué todo pudo facilitarse con tanta premura y sin ningún contratiempo, porque su imaginación se hallaba embotada y solo sabía pensar en conseguir cuanto antes su objetivo.
Ahora ya lo había logrado. Ya el barco navegaba raudo, surcando los mares a una velocidad vertiginosa, camino de España. Anhelaba como nada en la vida llegar a aquel Madrid que todos ponderaban, y sumergirse en su fragor para olvidar los medios que había empleado para llevar a cabo su casamiento.
Ahora, acodada en la borda, lejos de todos, posaba los ojos en la gran ciudad que aún divisaba a lo lejos. No podía menos que estremecerse al pensar en quién era su marido. ¿Qué importaba que fuera de mentirijillas, si de todas formas figuraba en todas partes como la señora Montalbán y, quisiera o no, tendría que comportarse como una señora casada, ligada a los gustos de su marido?
Rio con nerviosismo de su propia ocurrencia. ¡Su marido! Jamás había oído algo más absurdo.
—¿Qué es lo que causa tu risa?
Aquella voz de matices profundos hízole dar la vuelta y quedar de espaldas a la borda.
Estaba muy bella. Vestía un trajecito de hilo blanco muy flojo, abierto en el cuello dejando ver su garganta blanca. El cabello lo ocultaba en un pañuelo de colorines, colocado casi al descuido, haciendo más interesante su rostro, ahora un largo arrebolado, porque los ojos negros de aquel hombre tenían la virtud de descomponerla. Eran oscuros, insondables, parecían dos trozos de carbón ardiente. ¿Por qué hasta entonces no se había fijado en él con el detenimiento debido? Además, a ciencia cierta, ignoraba quién era, cómo sentía, de dónde había salido y lo que buscaba. ¡Qué extraño era todo lo que le estaba sucediendo! Pero no podía culpar a nadie, porque ella había sido la promotora de cuanto le ocurriera.
Fue aquel primer momento que hablaban solos desde la charla del café. Después él llegó con varios amigos muy raros, que la miraban como si se tratara de un bicho extraño. La boda en presencia de varios señores que no conoció, y luego la precipitación de embarcar. Por lo tanto, era aquel el primer momento que hablaban sin testigos, y la muchacha sintió que no estuviera toda la tripulación y el pasaje en torno a ellos, porque aquel hombre parecía diferente. Pensó que quizá se debía a su ropa elegante y bien cortada. Llevaba el traje gris, de irreprochable corte, con tanta soltura como si jamás dejara de hallarse en ropas correctas. Sus modales mesurados decían a las claras que nunca había rozado gente del hampa, como ella había creído la tarde anterior. Luego, entonces, se había equivocado. ¿O es que el hombre trataba por todos los medios de amoldarse a las circunstancias? Creyó esto último y no sabemos por qué paradoja del Destino se sintió más segura y contenta de sí misma.
—Aún no me has dicho de qué te reías.
Mildred se enderezó. ¿Por qué la trataba con tanta familiaridad si no le había autorizado? Bueno, era una simple dando cabida a aquellos pensamientos. Eran marido y mujer, y aunque el matrimonio fuera realizado en extrañas circunstancias, no había más remedio que llamarle matrimonio, porque en realidad lo era.
Pensó también lo que hubiera dicho su tío si la viera en aquellos momentos, y se alegró de que no pudiera verla.
—Ignoro de qué me reía en realidad.
El tono de su voz era desagradable en extremo. Pero ello no fue motivo para que Victor se desconcertara. Se notaba a la legua que venía dispuesto a recibir una contestación parecida.
—Pues te reías. Pero no te preocupes por eso. De todas formas, no me interesaba saberlo.
—¿Tiene por costumbre llegar preguntando esas cosas?
Víctor rio de buena gana, enseñando unos dientes blancos y sanos. Luego sacó un cigarrillo y lo prendió parsimonioso.
—No me trates con ese respeto, querida. Es ridículo entre dos esposos.
—Yo no soy su esposa.
—Vamos, es absurdo hablar de esto, cuando no hace ni tres horas que hemos unido nuestras vidas para siempre.
—¿Para siempre?
Víctor lanzó al aire una bocanada de humo.
—Naturalmente, no pienso darte motivos para que pidas el divorcio.
La muchacha se estremeció. Jamás había visto en los ojos de nadie aquella expresión de superioridad soberbia y altiva.
«Dios mío —se dijo mentalmente, con el corazón encogido—. ¿Con quién me habré casado yo? ¿Cómo estuve tan loca? Me está bien empleado por desobedecer al tío».
Posó en él sus pupilas llameantes.
Víctor se balanceaba sobre sus largas piernas.
—No sabes, Mildred, cuánto siento que tú hayas sido precisamente la mujer que se presentó para abrirme camino. Bien sabe Dios que toda la vida tuve la idea de que sería otra persona menos refinada que tú, pero como el Destino es un algo juguetón y entrometido, te trajo a mi poder, y ya será muy difícil que salgas de él.
—Jesús mío —suplicó asustada—. ¿Quién es usted?
—¡Qué importa eso! —repuso, encogiéndose de hombros—. Soy un hombre como los demás, con la diferencia que esos otros, miles de ellos, siempre han sido felices y pudieron navegar tan cómodamente. Yo es la primera vez que puedo vestir un traje así, y como me encuentro tan a gusto dentro de él, es muy posible que no quiera soltarlo nunca. A lo malo tienes que acostumbrarte, si no hay otro remedio, pero a lo bueno, ¡hum!, se acostumbra uno con mucha facilidad.
Y sacudió la ceniza de su cigarro con mucha calma.
Mildred tenía los ojos muy abiertos y la garganta seca. No cabe duda que se había ido a meter en la boca del lobo. ¡Y qué lobo!
Él continuó despreocupadamente. Representaba su papel maravillosamente.
—No creo que tu tío sea tan descariñado como para entregar sus millones a esos mentecatos. Yo sabré lucirlos mejor.
—¿Eh? ¿Qué ha dicho?
Víctor emitió una risita cínica. ¡Ay, señor: había escapado de uno y se metía dentro de otro peor!
—No vayas a pensar que me casé contigo a ciegas. Cierto que eres bonita, pero la verdad es que mujeres como tú hay a miles en Nueva York. Yo necesitaba mucho dinero. Antes de casarme quise averiguar quién eras, y vive Dios que salté de gozo cuando supe que me solicitaba en matrimonio nada menos que la única heredera de lord Tasmin.
Y volvió a reír.
Mildred tenía la saliva atragantada en la garganta. ¡Qué desilusión y qué miedo sintió!
No pudo aún decir una palabra. Cierto que Víctor no parecía esperar, ya que siguió hablando, mientras fumaba y se balanceaba sobre sus piernas.
—Ya te encargarás de escribirle, Mildred, diciéndole que eres muy feliz. Por de pronto, yo fui a verlo después de salir tú de casa (por eso acudí unos minutos después de lo que prometí) y me dio el sobre que tú rechazaste. Es muy simpático tu tío, bueno, nuestro tío, porque yo me permití el atrevimiento de tratarlo así, y él, que es muy campechano, dijo que obraba acertadamente. Creo que no nos faltarán dólares. Le fui simpático, ¿sabes?
Ya no pudo contenerse por más tiempo, y dando media vuelta, lo dejó con la palabra en la boca, yendo a su camarote, donde tendida sobre la cama dio rienda suelta a su dolor.
—Dios mío —sollozó la infeliz—. Me he casado con un despreciable aventurero.
Y su dolor fue tan grande, tan inenarrable, que ni ella misma supo si tenía ganas de llorar o reír, reír hasta que a los ojos le afluyera sangre, no lágrimas como sucedía ordinariamente.
Estaba perdida la infeliz en manos de aquel personaje cínico y... ¡no tenía calificativo, porque todo era poco, demasiado menguado para catalogarle!
* * *
—Es una tontería que estropees tu carita mojándola con las lágrimas —dijo a su espalda la voz dulzona y desagradable—. A última hora me las prometo muy felices. Viviremos en España, del producto de las rentas de tu tío, y...
La muchacha se alzó del lecho. No lo había visto ni sentido. Llegó como una sombra.
—Es usted...
Cerró la boca con fuerza. Si continuaba, estaba segura que lloraría de nuevo, y eso de ningún modo. Había que ser valiente, como todos los Tasmin.
—¡No quiero verle delante!
Víctor se rio con aquella risa imprecisa que parecía una mueca de burla.
—Tenemos que hablar, Mildred. Hablar mucho y con calma. Después te aseguro que me iré, pero no antes de dejarte encerrada y llevarme la llave. Me haces mucha falta.
—¡Jamás consentiré en continuar en España! La primera escala que haga el buque...
—Tonterías, pequeña. Eso has podido pensarlo antes; ahora ya es tarde. Como te decía...
—¡Calle! —gritó descompuesta, yendo hacia él con las manos extendidas, como si fuera a destrozarlo—. ¡Le desprecio tanto y de tal manera, que no hubiera dudado en lanzarlo por la borda y gozarme en sus piruetas ridículas sobre el agua!
—Vaya. No sabía que fueras tan apasionada. ¡Me gustan las mujeres así! Hasta esa suerte he tenido.
La mano de Mildred hizo un círculo, pero no llegó a caer sobre la mejilla de Víctor, ya que este la alcanzó en el aire y, cogiéndola por los codos, la dejó materialmente pegada a su pecho.
—¡Eres maravillosa! —susurró con tanta intensidad, que el cuerpo de la joven se estremeció, pero esta vez fue sin miedo diferente el que sacudió su corazón—. ¡No vuelvas a hacer eso, pequeña! No te olvides nunca que soy el más fuerte y que... me gustas mucho más de lo que creía en un principio.
Mildred intentó salir de aquel cerco que la aprisionaba, pero los músculos del hombre parecían de acero. La tenía pegada a su pecho con una mano, y la otra, muy despacio, como gozándose en el martirio de ella, alzó la cabeza que se empeñaba en inclinarse, y cuando tuvo los ojos grises al alcance de los suyos, musitó intensamente, hundiendo su mirada negra en aquella otra, que, impotente, quedó presa en las gélidas sombras de aquellas pupilas que parecían quemar:
—Si te rebelas, si intentas deshacer lo que yo hago, soy capaz de matarte... Nunca olvides que soy un aventurero y que estoy acostumbrado a todo. El lanzar al agua un cuerpo de mujer es para mí muy sencillo.
Después casi la destrozó entre sus brazos. La boca, que por primera vez mancillaba la suya, porque era mancillarla, ya que ella jamás se hubiera dejado besar por aquel canalla sin corazón, parecía una plancha de fuego. La besó repetidas veces. En los ojos, en la garganta, mordió la orejilla pequeña con infinito placer, y cuando llegó a la boca de nuevo, Mildred tuvo que pedir por favor que la dejara, porque, de otra forma, se hubiera muerto de pena y de rabia.
—Ahora —dijo, cuando la tuvo jadeante, apoyada contra un blanco mamparo—, ya sabes cómo reacciono. Espero que en lo sucesivo seas más razonable. Veo que hoy no estás para escucharme. Por eso me voy y te dejo. Yo mismo traeré tu cena al camarote.
Hizo intención de salir. Pero Mildred le detuvo con un gesto.
—¿Qué quieres?
—Lléveme al lado de mi tío y este le dará millones.
Victor soltó la carcajada. Sabía reír con corrección. En aquellos momentos no parecía un aventurero.
—Eso es ridículo —dijo, encogiéndose de hombros.
—Por ahora me basta con lo que tengo. Si algún día me canso de ti, te llevaré a su lado, pero antes... quiero ver en mi poder los millones.
Mildred limpió con asco sus labios de un manotazo. Saber que los labios aquellos habían robado las primicias de los suyos le producía una rabia jamás hasta entonces experimentada.
—No lo hagas —dijo Víctor, riendo—. Cuando yo beso a una mujer esta jamás lo olvida. Hasta ese privilegio tengo.
—¡Me asquea usted!
—Es pronto para decirlo Mildred.
Después, inclinándose un poco hacia ella, que retrocedió, retratando en sus ojos un miedo indescriptible, manifestó rudo, sin gota de delicadeza:
—He de confesar que tus labios me han gustado, Mildred. Creo que fui el primer hombre que te ha besado. Siempre es agradable saber eso, porque hoy en día es muy difícil saber cuándo se logra las primicias de unos labios frescos y bonitos.
La muchacha retrocedió más. Víctor sonrió.
—No te asustes. Por mí no tengas pena ni miedo, No quiero nada tuyo por ahora; espero que me lo des sin tener que rogarte.
—Jamás. Tengo su palabra de caballero.
Ahora sí que la risa de Víctor se extendió por todo el camarote, alegremente.
—En primer lugar, esa palabra es demasiado fuerte para que salga de una boca tan seductora, y en segundo, yo no puedo tener palabra de caballero porque no lo soy. Ni quiero, ¿sabes? A veces hasta eso fastidia.
—¡Es usted despreciable!
—Bien, mujer, si tú lo dices, tal vez aciertes.
Aquella tranquilidad la descompuso de nuevo. Pero esta vez no lo dio a entender, porque, para ser sincera consigo misma, había de confesarle que le temía como jamás había temido a nada ni a nadie.
Comprendió también, viéndolo allí derecho, recostado indolentemente sobre la puerta cerrada, que jamás tendría fuerzas para vencerlo. Rebelarse de nuevo hubiera sido inútil, puesto que quedaba bien demostrado que él, y solo él, era allí el amo. Además, se había metido en la boca del lobo sin querer hacer caso de nada, y ahora había de dejarse morder de grado o por fuerza, porque le sería de todo punto imposible salir.
—Como parece que te dejo más calmada, me voy, querida. Volveré a la hora de la cena. Luego pasaré una corta velada contigo y me iré a descansar al camarote contiguo. Por ahora no quiero ser más exigente.
Y salió, cerrando con llave. Se la metió en el bolsillo y echó a andar por cubierta.
Ahora que nadie le veía, expresó en sus ojos una sombra de incertidumbre. No cabe duda que sufría tanto como ella, o más quizá.
Acodóse en la borda y miró el mar, donde la luna iba poquito a poco rielando lentamente.
El susurro del agua al chocar contra los costados del barco parecía una nota tenue, sutil. Pensó en su música, en el ideal de su vida. Ahora todo era diferente. Aquello quedaba relegado a segundo término, porque la presencia de una mujer lo turbaba todo. Un nuevo hombre aparecía dentro de sí mismo, una nueva vida y, lo que es peor, un nuevo sentimiento.
Se irguió. Había obrado demasiado duramente. Si el viejo lord presenciara la escena, estaba seguro de que la hubiera desaprobado, pero es que el viejo amigo ignoraba que Víctor no educaba a Mildred para volverla un día a Nueva York. La educaba para sí mismo. Le pertenecía. Era algo tan suyo como la misma música que se arrancaba de sus dedos largos.
Fumó un nuevo cigarro y luego lo lanzó por la borda.
VI
Los días transcurrieron lentos, abrumadores, desesperados para la muchacha, que permanecía tendida sobre el lecho, cuando no sentada en una extensible en cubierta, teniendo a su lado al mudo Víctor, quien se entretenía en fumar incansable en su oscura pipa, despreocupándose, al parecer, del dolor que se retrataba en aquellas pupilas siempre húmedas y rebeldes.
En el transcurso de los días pasados, Mildred pudo comprobar que su marido la tenía prisionera, ya que adondequiera que ella se dirigía, lo llevaba a su lado, mirándola con aquellos ojos inmensamente serios, que jamás parecían propensos a la risa.
—¿Por qué me sigues? —le había preguntado el día anterior, cuando se presentó ante ella en el camarote—. No quiero verte delante. Me resultas odioso.
—Vamos, Mildred, sé razonable. No te sigo, estás completamente equivocada si lo crees así. Vengo a tu lado porque sé que la soledad no proporciona buenos pensamientos.
La ironía de su acento descompuso de nuevo a la muchacha, cuyos ojos parecieron relampaguear retadores, terriblemente furiosos.
—Me gustan tus ojos. Mildred, en particular cuando brillan de ese modo —dijo burlón, sin dejar de balancearse sobre sus piernas—. Apuesto a que algún caballerete hubiera dado algo por verse en mi lugar. No obstante, pese a que tú compañía es muy grata —aquí una media sonrisa de desdén—, te hubiera cedido de buena gana.
—¿Por qué no lo haces?
Víctor sacudió la ceniza de su cigarro con mucha calma. Luego la contempló, entre irónico y serio.
—La verdad es, Mildred, que me interesa extraordinariamente conservarte a mi lado. No esperes jamás volver a Nueva York, porque tú me perteneces.
Mildred no quiso continuar oyéndolo. Verlo así, tan sereno, erguido ante ella, con los ojos negros casi cerrados para guardar la intensidad de lo que parecía un juramente, le producía una gran angustia.
Dio medio vuelta y salió del camarote, yendo a sentarse en una extensible sobre cubierta.
La voz de Víctor, profunda y bronca, la siguió:
—Es inútil, Mildred. Te has casado conmigo por una jugarreta absurda del Destino y ya nadie podrá separarte de mí.
Sentóse a su lado, permaneciendo quieto, con la vista fija en el horizonte, que se extendía sereno y firme a través de la cinta inmensa que les rodeaba, rozando con la suave superficie de aquel mar tranquilo, que semejaba un lago transparente.
La muchacha nada repuso. Comprendió, una vez más, que haría y diría lo que él quisiera, porque ya nadie ni nada fuera capaz de separarla de su lado. Era una razón desesperante, pero segura. Él decía bien: el Destino los había unido; jamás lograría nadie separarlos, porque los ojos negros profundos e insondables, se lo estaban repitiendo a cada segundo.
Aún ignoraba a dónde la llevaba. Muchas veces, a solas con su pensamiento, se preguntaba cuál era el destino de su ruta, y no encontraba respuesta. Luego, en conclusión dolorosa, se decía que jamás la obligaría a claudicar, puesto que llevaba muy arraigada su personalidad y nunca él conseguiría hacerla similar a la suya. Su propósito estaba bien trabajado. Se hallaba dispuesta a desconcertarlo y quizá lo lograse, pero...
—¿No oyes la música, Mildred? El salón está muy animado. ¿Quieres bailar?
¡Qué comediante era! Cuando lo deseaba, sus modales eran correctísimos. Nadie diría que bajo aquella cara de facciones serenas y muy viriles, se ocultaba un hombre que había crecido en los barrios más bajos de Nueva York, mezclado con la más despreciable gente del hampa.
Apartó sus ojos de aquellos otros que parecía taladrarla y los posó en el mar.
—No bailo.
—¿Es que no te gusta?
Se encogió de hombros con absoluta indiferencia.
—No quiero hacerlo contigo.
—¿Y si yo me empeñara?
Lo tenía muy cerca. Sus pupilas penetrantes se clavaban con cinismo en las suyas. El alma pareció salir de su sitio, pero, aún así, permaneció negando con la cabeza.
Las manos de Víctor se posaron tiernamente sobre las suyas. El cuerpo de la muchacha se estremeció, mientras se decía, allí muy dentro, que Víctor Montalbán tema en su poder un maleficio que la trastornaba, llevándola por el camino que deseaba.
Alzó sus ojos. Vio muy cerca la mirada oscura que parecía lanzar fuego, pero un fuego muy dulce, muy suave. La boca viril temblaba tenuemente, como si le dominara la emoción. ¿Por qué hacía aquello? ¿Es que la estaba engañando...? ¡Naturalmente que la engañaba!
—¡Vete, vete! —musitó en un gemido.
Le temblaba la voz, y las manos, que él tenía prisioneras de las suyas, quisieron escapar del contacto enloquecedor.
—¿Podrás dejarme?
—Sí.
La voz de Víctor se hizo más tenue.
—Confiesa que no podrás.
—¡Sí, podré! No quiero verte a mi lado.
—Di la verdad. ¡Quiero saber la verdad!
Toda la resolución de Mildred, todo el poder y la voluntad, se fueron tras aquella voz susurrante.
Púsose en pie, y dijo, casi sin aliento:
—Llévame adonde tú quieras. Ya no me importa una cosa ni otra.
El acento de su voz era quedo, desesperado. Sus ojos brillaban apasionadamente y la boca le temblaba, como si fuera la de una criatura.
El hombre se irguió. Su boca, de trazo enérgico, se distendió en una mueca de gozo.
—Ya no tengo deseos, Mildred. No me gusta bailar. Me parecen todos monigotes.
Mildred se estremeció. Las manos quedaron agarrotadas una con otra. Pensó que iba a gritar, pero no fue así.
Dio media vuelta y, sin volver a mirarlo, tomó la dirección de su camarote, perdiéndose en su interior y cerrando la puerta tras de sí.
Víctor la miró largamente, hasta que hubo desaparecido. Luego encendió un cigarrillo y se entretuvo en contemplar, idotizado, las ascendentes espirales.
—¡Estos trabajitos —rezongó entre dientes— no son nada envidiables!
* * *
Cada uno tenía su departamento.
Juntos bajaban a comer y del mismo modo volvían al camarote. Él entraba con ella y después de desearle las buenas noches, se metía en el departamento contiguo. Jamás hizo un ademán que indicara que deseaba quedarse a su lado. Cierto que a la mañana siguiente aparecía en el umbral cuando ella aún no se hallaba despierta, pero ni siquiera posaba en su figura una mirada equívoca que pudiera interpretarse de muchas maneras. Victor se comportaba como un hombre correcto, salvo la noche que emprendieron el viaje y robó de los labios rebeldes unos besos que aún Mildred llevaba palpitantes en su boca, aunque hiciera todo lo posible por olvidarlos.
La noche que nos ocupa, él se detuvo más de la cuenta, sentándose en el diván y señalándole un lugar a su lado.
La muchacha, que aún recordaba la humillación sufrida cuando la invitó a bailar, denegó con la cabeza.
—Tengo sueño —dijo, hurtándole los ojos.
—No digas tonterías: es muy temprano.
—Pero ayer dormí mal.
Victor emitió una sonrisa sarcástica.
—Tienes tiempo de descansar después.
La muchacha se revolvió inquieta.
Estaba muy linda. Vestía un trajecito blanco fino y sutil, que modelaba sus líneas delicadamente. Su rostro, un poco retocado, resplandecía bajo la luz artificial, haciendo más ideal la figulina bella. En los ojos tenía aquella luz fosforescente que tanto y tanto animaba su rostro y la boca medio entreabierta parecía respirar con dificultad.
—¿Qué pretendes? —musitó intensamente, volviéndose y clavando en él sus pupilas retadoras—. He dicho que quiero descansar y te ruego una vez más que te retires.
Victor paseóse por la estancia. Se le notaba nervioso y excitado.
—Mañana llegaremos a Barcelona —dijo por toda respuesta, sin cesar en sus pasos.
—Lo sé.
—Me pregunto, Mildred, qué haremos.
—¿Y me lo preguntas a mí? —preguntó con sarcasmo, sintiéndose por primera vez victoriosa ante la duda del hombre.
Pero no contaba con que Victor era ante todo un hombre, ¡y qué hombre! Tenía una idea propia y un concepto muy personal que ella desconoció hasta aquella noche.
Vio cómo Montalbán se detenía a su lado, y clavando en ella sus ojos pensadores, movió la cabeza en una mueca rara, que parecía de dolor o más bien podía interpretarse como de rabia.
—No te lo pregunto a ti —dijo indiferente, al tiempo de encender un cigarrillo y aspirar una olorosa voluta—. Me lo pregunto a mí mismo, querida. Desde el momento que te has casado conmigo, te dije que asumía todas las responsabilidades y esta es una de ellas.
Mildred mordióse los labios con fuerza.
—¿No estás de acuerdo, muchacha?
La joven se encogió de hombros.
—Parece que te es indiferente.
—Quizá sea así.
—¡Ah! Es que si no fuera, era igual.
Y comenzando a pasear de nuevo, murmuró:
—He pensado que por una vez en mi vida bien podía aprovechar esta excelente oportunidad y trabajar en algo. —Se movió de repente, y mirando de soslayo a la muchacha, añadió, queriendo ser indiferente—: Me gustaría, Mildred, que fueras un poco razonable y me dejaras ser para ti..., un, marido corriente —rio con sarcasmo—. No te asustes. Después de haber vivido tirado por el mundo, siempre rodando como una pelota, me encantaría formar un hogar con una mujer que me comprendiera. En fin —se encogió de hombros—, piensa en lo que te he dicho. Mañana llegaremos al primer puerto de destino y he de decidir una cosa u otra.
Mildred se estiró todo cuanto pudo. Fue despacito aproximándose a él, que aún permanecía con los ojos posados en la ceniza del cigarro.
—Desde hora te digo que jamás lograrás disfrutar ni siquiera de una relativa felicidad a mi lado.
Victor alzó la cabeza con presteza. Primero la miró extrañado, luego soltó una estrepitosa carcajada consiguiendo que su eco alterara el silencio del camarote.
—Eres absurda, Mildred —dijo entre dientes—. Parece mentira que después de haber convivido conmigo este puñado de días, no hayas aún comprendido que para Víctor Montalbán la felicidad se reduce a poseer muchos millones, fama, prestigio... —Sus ojos brillaron con codicia, fijos, quietos: reluciendo en las pupilas un mundo de soberbia—. Tú... —aquí una explicación hondamente despreciativa. El corazón orgulloso de la muchacha sufrió un brusco sobresalto— me eres tan indiferente como todas esas muñecas histéricas que pululan por el buque. ¿Quedas bien enterada?
Jamás Mildred había imaginado que dentro de un corazón se ocultaba tanta altivez y orgullo, máxime en un hombre que ella, con su inconsciencia, había arrancado del hampa.
Y añadió Víctor fríamente:
—Irás adonde yo quiera llevarte y no te olvides que será allí donde más te convenga.
Sacudió con elegancia la ceniza de su cigarro con aquel gesto personal, y luego dio media vuelta, sin preocuparse de ella para nada.
—Que descanses, querida —dijo antes de cerrar la puerta, lanzando sobre el cuerpo bonito una mirada inexpresiva.
Por espacio de segundos, Mildred quedóse quieta y erguida donde estaba. Después dio media vuelta tirándose sobre la cama de cualquier manera, donde dio rienda suelta a su dolor.
Cierto que le costaba un gran esfuerzo llorar. Pero aquella noche el llanto de sus ojos fluía con intensidad.
Estaba visto que ella no era más que un pobre instrumento en manos del hombre. Una cosa que es necesaria y a quien se está dispuesto a tirar tan pronto como se pueda prescindir de sus servicios.
Lloró mucho, no supo cuánto. Pero después, pasados algunos minutos, dióse cuenta que con llorar no había de adelantar nada, pero aún así, continuó llorando.
* * *
A la mañana siguiente, el buque anclaba en Barcelona.
Víctor penetró en su camarote cuando ella, ya vestida, pero con una mirada apagada en sus ojos grandes, se dejaba caer sobre el diván, con la cabeza desmayadamente apoyada en el respaldo.
Al sentirlo entrar alzóla, y sus ojos se encontraron. Los de él serios, fríos; los de ella tristes y melancólicos.
Víctor quedóse detenido en el umbral. Sus pupilas permanecieron quietas por espacio de breves segundos. Se le vio apretar la boca con fuerza, para luego avanzar hasta quedar detenido ante ella.
—Vamos —dijo con voz fuerte—, es preciso que aligeres. Los pasajeros están desembarcando. ¿Tienes dispuesto el equipaje?
La muchacha ni siquiera parpadeó. Parecía una estatua. Su pelo corto dejaba ver el perfil puro, terso, suavísimo, de su rostro pálido. Víctor sintió pena; parecióle que un nudo le atenazaba la garganta, pero no hizo nada por ahuyentar de la cara triste la congoja que le crispaba.
—¡Ea...! Mildred, déjate de hacer comedia y vayamos.
La joven se irguió cuan alta era.
—¡No quiero ir! —gritó más que dijo, en un arrebato de histerismo—. ¡Te odio, te odio!
Y siguió repitiendo la misma frase, mientras iba aproximándose a él, que permanecía frío y tieso en el mismo lugar.
Mildred no observó en aquel rostro impasible ni un pequeño sobresalto. Conservaba tensos todos los músculos de su cara viril, más viril cuanto menos se desconcertaba.
La muchacha no pudo contener por más tiempo su rabia. Golpeó repetidas veces el pecho varonil, con sus puños cerrados.
—¡Canalla, canalla! —repetía una y otra vez, sin cesar en sus golpes—. ¡Te desprecio, te odio!
Montalbán rio entre dientes. De su boca no salió una frase.
—¡No iré! —gritó Mildred, quedando jadeante ante él, con los puños cerrados tapando su boca—. Antes de salir de este barco en tu compañía soy capaz de lanzarme por la borda y dejar que mi cuerpo lo devoren los peces.
Por toda respuesta la alcanzó por los codos, sacudiéndola brusco.
—¡Suéltame!
La boca de Víctor pareció más recta. Los labios, antes rojos y húmedos, quedaron blancos como el papel.
—Vendrás —rugió con inflexión descompuesta—. Tú misma dirás que salga a tu lado y no me aparte de ti un solo segundo. Di que vendrás contenta adonde quiera llevarte.
Mildred sacudióse rabiosa.
—¡No iré!
Los dedos del hombre parecían garfios adheridos a las carnes morenas de su esposa. Esta vio en los ojos negros, más negros que nunca en aquellos momentos, que semejaban dos trozos de carbón, una inflexible resolución. Hundiéndose en los suyos, mientras la boca que temblaba repetía con voz ronca:
—Di que vendrás. —Se aproximó más ella. La quemó con su aliento—. Quiero que lo digas. ¡Dilo!
Y la pobre muchacha quedó materialmente pegada al pecho ancho, cuyo corazón palpitaba descompuesto, produciendo dolor inenarrable en el suyo. La mirada oscura se hundió en sus ojos, inyectándole una sensación de ahogo, como si le faltaran las fuerzas y la vida se le fuera tras aquella mirada profunda que quemaba el rostro.
—¡Dilo, Mildred! ¡Dilo! ¡Quiero que lo digas!
Era una voz profunda y bronca, pero dejando en la modulación una partícula de ternura, como si con la inflexión se fuera toda el alma.
Sintió que un escalofrío de miedo la recorría toda.
—¡Quiero ir contigo! —dijo a media voz, aspirando con dificultad el aire que le faltaba.
Víctor la miró durante una fracción de segundo. Después se inclinó un tanto y rozó con sus labios la boca seductora.
Aquello no podría resistirlo. ¡No, no! La boca de él rozando sus carnes le producía frío, frío y dolor. Jamás había imaginado que los labios de un hombre supieran de aquella manera amarga. Besando su rostro le daba la sensación de sentir sobre la epidermis una losa helada como la escarcha.
Tal vez sugestionada por sus propios pensamientos, vióse tensa en sus brazos, con un nudo que del corazón le subía a la boca, en una súplica que se convirtió en una sola frase:
—¡No! —Hizo un esfuerzo y se apartó de su lado, yendo a apoyar la espalda contra la puerta cerrada—. ¡No me roces! ¡No te acerques!
No podía soportarlo. Sentía dolor y desesperación. La voz fuerte la sugestionaba, pero no podría soportar en forma alguna el contacto viril, porque todo lo que viniera de él le producía asco y vergüenza de sí misma, por no haber sabido analizar el fondo moral de aquel hombre.
¡Qué ciega había sido! ¡Qué ciega y qué torpe!
Víctor volvió a sonreír con sarcasmo. Inclinóse hacia el suelo y terminó de hacer el equipaje de ella. Cuando todo lo tuvo dispuesto, dijo, lanzando sobre la joven una mirada rápida:
—¡Ea!, querida. Ya podemos marchar.
Sonreía al hablar y nada en su rostro delataba las mil encontradas sensaciones que lo sacudían.
Mildred tuvo inmensos deseos de decirle que no iba, que antes se dejaría destrozar por los peces que salir a su lado. Pero no pudo. Los ojos de él, clavados en los suyos, como si quisieran ahondar más allá de su alma, la hipnotizaban, y aunque sentía arder en su mejilla la llama de rebeldía, alcanzó la puerta y salió seguida de él.
En el interior del auto, Mildred se acurrucó en un rincón, cerrando los ojos.
Víctor vio que de los ojos bellos se escapaba una lágrima y tuvo pena de ella; pero no hizo nada por acallar aquella congoja que adivinaba dentro de aquel corazón de mujer.
El auto corría raudo, dejando tras él una estela de grisáceo polvo.
A la noche llegaron al punto de destino.
Mildred no quiso ver nada. Solo supo que el auto se adentraba en un parque hasta ir a detenerse ante un portal iluminado.
Vio la sonriente silueta de un chalet moderno, un jardín, y más lejos un bosque espeso y ondulante.
SEGUNDA PARTE
CAPITULO PRIMERO
Mildred apoyó la frente sobre el vidrio y permaneció quieta durante algunos segundos, con los ojos vagando por el paisaje.
Era bello, bello y exuberante. La campiña se extendía a lo largo del valle infinitamente; nunca parecía llegar con los ojos a su final. Por la parte posterior del chalet veíase un largo bosque frondoso, ondulante, verde como la misma campiña; solo que aquel era oscuro, salpicado con las motas negras de sus flores secas, mientras que el campo rutilaba puro y húmedo, adornado con esbeltas florecillas blancas.
El jardín, pequeñito, pero pulcro, lucía aún salpicado de rocío. Y el chalet resplandecía bajo los rayos del sol primaveral. Todo era bello y, sin embargo, nada la seducía. Allí había disfrutado de horas alegres, pero con una alegría muy relativa; días largos y monótonos también fríos, inhóspitos. ¡Cuántas luchas en los meses transcurridos! ¡Cuántas penas y cuántos sobresaltos!
Un solo mes faltaba para que los seis de plazo finalizaran y su esclavitud tocara a su fin.
La frente de Mildred se frunció casi sin ella misma darse cuenta. ¿Qué sentía? ¿Liberación o pena?
—¿Qué haces ahí? —preguntó una voz ronca a su espalda—. ¿No vienes a dar un paseo por el bosque?
No se volvió. Jamás lograría habituarse a la expresión fría y ceñuda de aquel rostro inexpresivo que solo sabía sonreír cuando se sentaba ante el piano.
—No voy —dijo sin volverse.
Sintió los pasos recios que se alejaban y luego el galope del caballo.
Luego, cual si obedeciera a una fuerza superior, fue despacito retrocediendo hasta dejarse caer ante aquel instrumento del que su esposo arrancaba melodías que le hacían llorar, y del que ella no entendía nada.
¡Qué deseos más infinitos de saber hacerle vibrar! ¡Qué rabia cuando ante el plano trataba de formar una melodía y solo arrancaba notas discordantes!
Durante aquel tiempo, Víctor la había ignorado. Vivía para su ideal. En él parecía cifrar toda su ilusión, de él vivía y por él luchaba. Ella, como si fuera un trasto, permanecía quieta en el rincón más abstruso de aquel chalet, oyendo las notas purísimas que llegaban a ella en un quejido de dolor infinito. ¿Es que aquel hombre sufría?
Sus dedos, largos y finos, rozaron las teclas blancas. Nada le decían. Parecía que su alma gritaba por algo y que el piano no la comprendía.
Quedóse quieta, con las yemas de los dedos rígidas sobre el teclado. Por la estancia extendióse una nota discordante y el eco pareció lastimar los ámbitos.
Después, comprobada una vez más su impotencia, quedóse temblorosa, inclinando al fin la cabeza sobre la madera, y así permaneció mucho rato; nunca supo decir cuánto. Solo acertó a comprender que un mundo de recuerdos acudía a su cabeza, y que, como otras veces, tuvo que darles cabida, porque de otra forma es muy posible que el cerebro le estallara y se viera precisada a romper en fuertes sollozos.
Recordó su llegada. La noche, que por su densa oscuridad no le permitió ver nada, excepto un edificio pequeño, blanco y rojo, un jardín minúsculo y más allá el bosque negro y fúnebre, que se extendía interminable a lo largo del monte largo, muy largo, y a sus plantas, rozando con el desfiladero, un valle donde se alzaban algunos chalets de moderna construcción.
—Este será nuestro hogar —había dicho Víctor, señalando la casita blanca y roja—. Espero que sepas adaptarte a su pequeñez.
El pequeño vestíbulo se hallaba cuajado de flores, cuya frescura daba al hogar una nota alegre y feliz. Pero ella no quiso verlo así, aunque el corazón pareció salir de su pecho a causa de los fuertes latidos.
Víctor habló con una mujer tosca y gruesa, de rostro redondo y coloradote. Luego dijo, volviéndose hacia ella, que permanecía de pie en las escalinatas que separaban el vestíbulo del interior de la casa:
—Creo que será tu amiga. Mildred —le sonrió, queriendo ser amable—. Es Tomasa; ella y su marido nos servirán fielmente.
Ni siquiera la miró. ¿Para qué? Estaba segura que había de odiar indefinidamente a todas las criadas que él pudiera presentarle, a su marido, al chalet y a todo lo que se relacionara con su absurdo casamiento.
Víctor habló por ella.
—No lo tomes a mal, Tomasa —rio cariñoso, haciendo un guiño que ella no vio—. La señora viene trastornada del viaje. Mañana, cuando la pongas al corriente de todo, os haréis muy buenas amigas.
La mujer abrió su rostro curtido en una sonrisa feliz.
—Lo comprendo, señorito.
Y fuese camino de la cocina, moviendo las caderas.
Después Víctor fue al lado de Mildred, que aún permanecía en el mismo lugar con el rostro vuelto hacia el interior; la alcanzó por un brazo, diciendo:
—Ven. Te llevaré a ver la casa.
Se desprendió brusca.
—No me interesa nada. Pienso permanecer aquí muy pocos días.
Víctor sonrió alegremente. Ella le miró retadora.
—Has de ser razonable, Mildred —dijo, no queriendo ser duro, pues esperaba que la rebelde esposa entrara en razón de una forma lógica, sin que fuera preciso hacerle entrar a la fuerza—. Hemos venido para disfrutar de una luna de miel —aquí una ironía indescriptible— y lo conseguiremos por encima de todo, poniendo un poco de tu parte y yo otro poco de la mía.
—Yo no la pondré jamás.
El hombre tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener la réplica. Como siempre que se hallaba nervioso, acudió al cigarrillo. Lo encendió con rabia. Mildred vio con la chispa que los ojos negros tenían en el fondo de las pupilas una intensidad de fuego, una expresión fría y dura, como la primera noche que después de casados se vieron solos en el interior del camarote.
Lanzó una gran bocanada y, cogiéndola de nuevo por el brazo, manifestó:
—¡Por Dios, no te pongas así! Hoy necesitas descansar. Mañana te diré lo que has de hacer.
—¡No haré nada!
Por un momento creyó que iba a recibir una bofetada, pero no fue así. Montalbán la miró con desprecio y dijo:
—Bien. Si te parece que nada tenemos que hablar, tú llevas la razón —se encogió de hombros. Su voz, al concluir, parecía de hielo—. Por hoy voy a conducirte a tu cuarto.
Caminó tras él. Tuvo deseos de arañarlo y decirle que era un perfecto canalla, pero no lo hizo porque aquella expresión fría y altanera le dio miedo.
Cruzaron dos pasillos, al cabo de los cuales había una puerta que Víctor empujó de un empellón.
—Aquí la tienes. Tomasa te subirá la comida.
—No necesito nada.
—Bien.
Y salió, dejando la maleta en el suelo.
Mildred miró en todas direcciones. Quedóse suspensa. Todo era maravilloso. Jamás imaginó que en el monte se pudieran conservar tantas maravillas juntas.
La cama ofrecía un refugio maravilloso para su dolor. Era pequeñita y mullida. Lo rústico de los muebles contribuía a hacerlo más acogedor. El armario tallado dejó sus ojos extasiados. Por un momento creyó vivir una leyenda de ensueño. Pero luego no, tan pronto como buscó el alivio de su cuerpo en el ancho lecho.
Permaneció quieta y tendida, con los ojos vagando en torno. Los abrió mucho, tanto, que luego tuvo que volver a cerrarlos porque pensó ver al marido inclinado hacia ella, buscando con ardor sus labios temblorosos. Aquello hubiera sucedido si su matrimonio hubiese sido como todos: normal, exento de aquella absurda manera que cuanto más pasaban las horas más le parecía de pesadilla.
Algún cuadro de valor colgaba de las paredes blancas, sin más adorno que un cordón rojo, un ventanal, el suelo reluciente y los grandes cortinones.
—Tómese esta leche —dijo sin miramiento alguno, deteniéndose ante ella—. No puede dormirse así.
Parecía una mujer dominante. Mildred la miró idiotizada y nada repuso.
—Ahí se la dejo.
Y volvió a salir, esparciendo con gracia sus faldas rojas.
Mildred no pudo por menos de sonreír.
Y casi sin darse cuenta, tomó el vaso entre sus dedos y se bebió la leche.
—Este es mi primer fracaso —dijo entre dientes, haciendo una mueca—. Si me vieras, viejo lord, te hubieras reído a mandíbula abierta. Pero aún tengo el consuelo dé que nunca lo verás.
Luego se desvistió y se metió en la cama. Estaba rendida y no le fue difícil alcanzar el sueño.
Así fueron transcurriendo muchos días, tantos, que cuando se dio cuenta, faltaba un solo mes para recuperar la libertad.
Aquellos meses se le antojaron siglos, metida en casa, sin salir jamás de la galería, donde, tendida en una hamaca, permanecía horas y horas con un libro entre las manos, que la mayor parte de las veces ni siquiera leía.
Tomasa andaba de un lado para otro, no preguntándole jamás qué debía hacer desde que a la mañana siguiente de su llegada fue a su cuarto preguntando qué tenía que hacer y cómo.
—No me interesa nada de lo que usted quiera.
Al oírle, la graciosa Tomasa se volvió en redondo sin responder media palabra, y hasta hoy, que aún no había vuelto a saber qué les ponía de comida, ya que ella confeccionaba lo que le parecía mejor.
En cuanto a Víctor, se pasaba los días vagando por el bosque, jinete en el caballo blanco, cuyo galope llegaba todas las mañanas a sus oídos, y había de confesarse de grado o por fuerza que un deseo acaso enfermizo la dominaba, pero jamás saltaba del lecho para verlo cruzar bajo su ventana, ni salía con él cuando, muy cortés, se aproximaba rogándole que fuera a su lado. Cuando él regresaba del bosque, lo veía subir, a la torre y, después, las notas que se filtraban a través de las ventanas le producían una congoja terrible.
Allí, sentada en la salita, ante otro piano, intentaba ella, cuando le sabía ausente, arrancar unas notas que jamás armonizaban. ¿Por qué aquel anhelo de saber? ¿Por qué sus ojos se iban tras las manos largas y morenas, cuando juntos tomaban las colaciones sin cruzar más allá de dos palabras seguidas? Lo ignoraba. Solo comprendía que deseaba ver correr los días y volver al lado de su tío, del que no había vuelto a tener noticias.
Aquella mañana, Mildred, por primera vez, se preguntó por qué Víctor había ido a aquel destierro directamente, como si todo lo tuviera ya preparado de antemano. Pero no supo qué respuesta darse. Alzóse del piano, pasando una mano por la frente, y quedó detenida ante él con una mano sobre las teclas.
Tan abstraída estaba que no sintió los cascos del caballo ni vio la sombra que proyectaba el cuerpo erguido de Víctor en el umbral.
Estaba más moreno. Sus ojos negros brillaban acariciadores, mientras les, dejaba posados en la espalda inclinada de aquella mujer rebelde que tanto y tanto le estaba haciendo padecer, porque quisiera o no, penetraba en su corazón y ya no podría jamás apartarla de él. Su boca se entreabrió en una media sonrisa, dejando al descubierto los dientes blancos que relucían maravillosos sobre la piel tostada.
Hasta ahora la había dejado hacer lo que quiso, pero desde entonces, a partir de aquel día, sabía que las cosas no irían igual, porque en su bolsillo guardaba un telegrama llegando de Nueva York, donde el viejo lord había plasmado su consentimiento:
«Te doy amplios poderes para que la hagas feliz».
Así decía, contestando a otro de él. ¿Por qué no obrar? Había mordido con saña sus deseos, ahogando su amor hasta lo inaudito. Desde aquel día..., todo sería diferente.
Avanzó unos pasos. Su cuerpo enfundado en el traje de montar parecía más gallardo, más elegante. Quedóse detenido a su espalda y la inflexión que salió de su garganta estremeció a Mildred, que no se atrevió a dar la vuelta ni a moverse.
—No sabía que te gustara el piano —dijo en su mismo oído.
La alcanzó por los hombros.
—¿Quieres oír algo?
Y sin esperar respuesta, volvió a decir, haciendo más fuerte la presión de sus manos sobre la carne tibia:
—Ven. Este piano es muy viejo y está estropeado. En mi torre hay uno que comprende.
Como hipnotizada, siguió sus pasos. La llevaba de la mano como si se tratara de una criatura.
Él fue directamente a, sentarse en el taburete. Ella quedó de pie en la puerta. La torre era sencilla, tal como ella la había imaginado: un piano grande en el fondo; tina librería llena de libros; un gran ventanal abierto; algunas flores y un diván. Hasta allí fue ella. Sentóse lentamente.
—¿Qué quieres oír?
Nada repuso. Estaba segura de que, aunque quisiera, nada sabría decir. Tenía la garganta seca y en el corazón una mano de hierro que se lo detenía. Los ojos se le movieron, pero tan inexpresivamente, que Víctor la creyó más criatura que nunca.
Durante aquellos cinco meses la había estudiado a fondo, tan a fondo que ya no creía desconocer ni una sola faceta de aquel carácter que habían sabido encauzar muy mal.
—Voy a tocar algo para ti —dijo, sentándose ante el piano.
Después solo vio la cabeza morena, cuyos rizos negros y brillantes rozaban rebeldes la frente despejada; los dedos finos, volar por el teclado, y la espalda ancha, que se erguía elegantemente, haciendo más varonil la figura distinguida. Solo eso veía, pero en cambio, sentía cómo una melodía extraña y dulzona, pura y vibrante, que se extendía por los ámbitos, llegando en un transporte de inmensa ternura a su corazón, donde se clavó con saña, produciéndole dolor y placer infinito. Dolor, porque se sentía mezquina ante aquella grandeza, ante la ternura que parecía escaparse en un gemido de la extraña melodía que lastimaba como la hoja fina de un cuchillo hincándose con rabia en su corazón, que, aunque ella lo negara, e hiciera todo lo posible por arrancar la sensibilidad que impulsaba su cuerpo, aquella permanecía allí y lloraba silenciosamente, con el mismo llanto de una criatura. Placer, porque, pese a todo, se sentía feliz tendida en aquel diván, recostada la cabeza en el mullido respaldo, experimentando la laxitud que embargaba todo su ser de dulzura.
Entendía poco de música, pero no era tan torpe para dejar de comprender que los dedos de Víctor resbalaban por el teclado arrancando magistrales notas que emocionaban y estremecían.
Al fin, transcurridos unos momentos que le parecieron segundos, vio cómo él se inclinaba más sobre el teclado y por los ámbitos se extendió un hálito de embrujo que los dedos finos arrancaban con una nota larga, prolongada, vibrante. Después... sintió cómo una gota amarga resbalaba por su mejilla, dejando un surco plateado. No pudo contenerse. Se estremeció, y cuando quiso darse cuenta de lo que sucedía, vio a Víctor, cuyos ojos semicerrados a causa de la emoción se inclinaban hacia ella.
—¿Quieres que interprete algo de nuestros clásicos?
Aquella voz enronquecida le produjo temblor, un temblor casi convulso. Miró vagamente hacia adelante. Luego sintió los dedos finos y viriles bajo su barbilla.
—Mírame, Mildred.
La muchacha insistió en tener los ojos bajos.
—Es una de mis creaciones, querida romántica.
Se alzó con fuerza. Vibró toda ella.
—Yo no soy romántica —gritó más que dijo, pero su voz se estranguló en la garganta, y quedó tiesa y callada frente a él, quien dejó la boca entreabierta en una media sonrisa comprensiva.
—Eres...
—¡No me digas lo que soy!
—Mírame, Mildred.
No podía mirarlo. Sabía que en tomo a sus ojos había un círculo violáceo producido por los continuados insomnios, por la tristeza que la embargaba y por aquella congoja que de continuo la roía toda. Además, sus pupilas se hallaban llenas de lágrimas, lágrimas que corrían libremente por el rostro terso hasta ir a parar a la boca, donde eran absorbidas con coraje.
Víctor sonrió dulcemente. Nada dijo. Inclinóse más y sus dedos limpiaron torpemente la carita húmeda.
—Siempre creí que no tenías corazón —musitó muy bajo—. Pero hoy reconozco mi error. Una mujer que llora siente, y tú estás llorando. Aún te queda sensibilidad, Mildred; no la dejes escapar, querida. ¡No la dejes morir!
La muchacha mordióse los labios con fuerza. Nada repuso. Sus manos se crisparon una contra otra y los ojos tenían aquel rostro. Brillaban fríos, serios, secos por el ardor que se desprendía de la piel.
El músico hundió las manos en los bolsillos y quedó así: de pie ante ella, cuyos ojos bajábanse, quizá avergonzada, y salió de la torre.
La joven ni siquiera dio la vuelta. Siguió caminando hasta perderse escalera abajo.
—Es dura como el granito —díjose entre dientes, mientras de nuevo sus pasos lo conducían al lado del piano, su mejor amigo, el que de verdad le comprendía, con quien era inútil guardar secretos, porque su corazón lloraba allí, mientras los dedos corrían veloces por el teclado blanco y negro, haciéndoles gemir y vibrar.
Luego se puso en pie. Necesitaba saber dónde estaba y cuál era la expresión de su rostro. Aunque no quisiera, ella lo atraía de tal forma que ya hasta presentía que su personalidad convertiríase, andando el tiempo, en una cosa moldeable y sin valor alguno.
* * *
La encontró en la galería. Se tendía en una hamaca frente al rosal que, hoy florido, despedía un aroma exquisito.
Detuvo sus pasos recios y la contempló a distancia. Estaba muy bella. Incluso el cerco que alrededor de los ojos se apreciaba, contribuía para hacer más interesante su figura subyugadora. Apretó los puños con fuerza. Le dominaba la rabia sorda que desde siempre que la tuvo a su lado le impedía razonar con sensatez. Y es que ella no se lo permitía porque su actitud era... No tenía calificación. Al menos no sabía dársela. Sin embargo, era suya, suya y para siempre, porque no la dejaría escapar. Era de su exclusiva pertenencia. ¡Maldita la hora en que fue a visitar al viejo lord! ¡Maldita la hora en que su padre le sugirió un viaje por Nueva York! «Encontrarás emociones, hijo; te lo aseguro. Allí quizá puedas descubrir una musa que te proporcione la inspiración que muchas veces se te escapa».
Recordando las frases de su padre, tuvo deseos de correr a Madrid y decirle que ya la había encontrado, pero que todo era amargo, y que nada de aquella dulzura que él le había predicho surgía a su paso, porque la mujer que él amaba no tenía corazón...
«¿No lo tiene? ¿Y quién eres tú? —le dijo una voz interior, lastimando su oído—. ¡Despierta! Haz vibrar a ese corazón y verás cómo reacciona. No te amilanes y corre a su lado; arráncale el alma si es preciso, pero enséñale a querer como se quiere una vez en la vida. ¡Vete a su lado! Mírala, contémplala, sáciate hasta que los ojos dejen de ser dos espejos insensibles. ¡Corre, corre!».
Apretó las manos tras su espalda y dio la vuelta en redondo. No podría hacer aquello. Estaba seguro que si se inclinaba hacia ella dejaría de ser un hombre correcto, porque el sentido salvaje había de adueñarse de él y ya le sería de todo punto imposible razonar con sensatez.
Momentos después, Mildred, con los ojos llenos de cólera, veía cómo el caballo de Víctor, llevando a este de jinete, se perdía en lo más espeso del bosque.
Apretó la boca y permaneció donde estaba. Pero un buen observador hubiera notado que la rabia no le permitía ni siquiera llorar.
Cenó sola. La luna cabrilleaba en una esquina del cielo, vertiendo sobre el lago sus reflejos dorados. Tras el cristal de la galería permaneció hasta que su boca se apretó de nuevo con fuerza, y después, transcurridos unos segundos, salió al jardín, perdiéndose en la espesura.
No sabía adónde iba. Solo comprendió que deseaba caminar y que la noche ofrecía un lenitivo para su alma y para su cuerpo.
La noche era clara. Las copas de los árboles impedían que la luna dejara sobre el césped sus reflejos plateados, en aquella noche que iba a ser memorable para ella, los destellos parecían de oro. Pisaba con fuerza, como si bajo sus pies se hallara el corazón de Víctor y sintiera placer en estrujarlo.
—¿Qué haces? ¿Adónde vas?
Quedó erguida al pie de un árbol. No volvió la cabeza porque sabía que él estaba allí, y que sus ojos profundos y escrutadores iban a ahondar en su alma hasta hacerse con la causa que, brusca, batallaba dentro de su ser.
Luego sintió la respiración jadeante del hombre muy cerca de su oído, los brazos fuertes rodeando su cintura, los labios pegados en la garganta palpitante.
—¡Déjame!
Y se volvió, brusca, quedando frente a él, que la miraba de una forma extraña. Mildred se sintió amedrentada. Tuvo miedo y un temblor la sacudió toda.
—¿Por qué has venido? ¿Por qué has salido de casa? ¿Por qué buscas la complicidad de estos montes? ¿Por qué me embrujas con tus ojos magnéticos? ¡Mildred, Mildred!
Y su voz era ronca y fuerte. La muchacha retrocedió asustada.
—Te detesto —dijo, aspirando con fuerza el aire que parecía faltarle.
—¿Y qué importa si has venido a mí, si aquí estamos solos los dos y la noche es nuestra?
Se hallaban uno frente a otro. El caballo relinchaba solo por el bosque. Víctor tenía una nube de sangre en sus ojos y Mildred sentía cómo el corazón le palpitaba tanto, que parecía iba a escapársele del pecho.
La copa espesa del árbol impedía que el destello del astro nocturno se interpusiera. Solos uno frente a otro, veía los ojos de ambos hincados con avaricia unos en otros. Los de Víctor parecían fuego; los de Mildred... estaban secos, fríos como la escarcha.
—¡Quiero marchar de este encierro! —dijo la voz femenina, ruda como un trallazo—. Bastante tiempo, me has tenido sometida a tus caprichos. Quiero ir con mi tío. ¡Quiero alejarme para siempre de tu lado!
La carcajada de él adulteró el silencio que reinaba en los ámbitos.
—Tu lugar está a mi lado. Nunca más intentes separarte de mí porque jamás lo permitiré. Antes, cuando me pediste que fuera tu esposo durante seis meses, lo hice con el ansia del lucro —aquí se cierran los ojos y, acercándose más a ella, añadió, con inflexión brusca, fuerte, vibrante de pasión—: Ahora estoy enamorado de ti y ya nunca podrás saber lo que es un amor si no quieres el mío.
—¡No te acerques!
El grito de ella murió brusco, ahogado por los labios de Víctor, quien, sin poder contener la pasión, la cerró entre sus brazos, dejándola convertida en un trozo de materia impasible.
—¡Te quiero, Mildred! ¡Te quiero con desesperación e intensidad!
La muchacha intentó escapar de aquel fuego que destruía su corazón, pero no pudo.
—Esta noche será de los dos, Mildred. De los dos. Y aquí, sin que nadie, excepto la luna, contemple nuestra dicha, viviremos como dos salvajes, hundiendo nuestro amor en el corazón del bosque. ¡Mildred, Mildred!
Supo que iba a morir ahogada por los brazos viriles. Supo que ya nunca más podría regresar a Nueva York con la preciada joya de su inocencia, y se dispuso a vender caro el triunfo de él.
Hizo un esfuerzo terrible por desasirse de aquellos brazos y lo que consiguió fue quedar más pegada al cuerpo ancho y fornido. Entonces vio los ojos negros, como gélidas sombras nocturnas, brillar con destellos de fuego, hundidos con avaricia y pasión en los suyos. Vio que la boca viril de nuevo se entreabría para buscar su contacto, y que las manos finas se le prendían en las carnes, produciéndole un dolor mortal.
—¡Aparta! —gritó con voz jadeante—. Aparta y aléjate. No quiero, no quiero ser tu esclava... ¡Te odio, Víctor Montalbán!
La frase en la noche callada y bruja, ante aquel espectáculo resultaba totalmente ridícula, puesto que nadie los oía y se hallaban solos en plena Naturaleza. Víctor rio con risa forzada. Sus dientes níveos parecieron más blancos y provocativos. Ella intentó retroceder de nuevo, pero, como anteriormente, quedó erguida y rígida entre los hercúleos brazos del hombre, cuya boca se pegó a su garganta, susurrando palabras ininteligibles.
—¡Te quiero!
La voz se estranguló en la garganta viril. Después... Mildred ya no pudo resistirse más. Se hallaba en un mundo inconsciente, dominada por la fuerza superior que emanaba de aquellos negros ojos que parecían gritar de pasión:
—¡Perdón, Mildred! ¡Perdón!
¡Qué tarde era ya! La muchacha arrancóse de aquel lugar muy despacio. Parecía que las piernas se negaban a avanzar.
La voz varonil se le antojó muy lejana. No volvió la cabeza. Estaba segura que si lo hiciera escupiría al rostro del desalmado, vertiendo por la boca crispada todos los insultos imaginables. Continuó avanzando. No vio cómo Víctor, sacudido por una ola de desesperación, se dejaba caer sobre el césped llorando como un chiquillo con la boca pegada a la hierba húmeda.
Ella, ajena al dolor del hombre, subió lentamente las escalinatas y se encerró en su cuarto. No lloraba. Tendida sobre el lecho, permaneció horas largas, inacabables. Le parecieron siglos. Tenía un ardor vibrante en sus pupilas, y en la boca un sabor amargo, seco, frío... Crispóse toda y se enroscó como un ovillo entre las ropas del lecho.
Ya no había nada que hacer. Todo se había perdido, y ahora con mayor precisión odiaba al hombre causante de sus desdichas.
De pronto se irguió cuan larga era. Quedó sentada en la cama, con el oído atento y el corazón encogido. A través de las puertas cerradas penetró una nota lenta y dulcísima. Le pareció que el cielo se abría, pero no para dejar paso a una nube refulgente y tierna, sino, por el contrario, fue como si tras la nube apareciera una ráfaga de tormenta, como si los truenos se sucedieran vertiginosamente y una chispa mortal viniera a pinchar sus carnes.
Él tocaba. Aún tenía ese consuelo. Ella, de bruces sobre el lecho, no supo hacer otra cosa que crisparse más, hundir la cabeza entre las ropas y tapar los oídos para que por ellos no penetrara aquella melodía que, aunque no lo quisiera, sabía a ternura infinita y embalsamaba su corazón.
II
Se sucedieron algunos días.
Mildred no salía del cuarto. No había vuelto a verla desde aquella noche. Durante horas y horas vagaba por el bosque como un alma en pena, sumergiendo su ser en aquella espesura, tratando por todos los medios de olvidar, sin conseguirlo, porque su corazón estaba sediento de ella, de sus ojos, de su amor, de su persona toda que parecía perseguirlo adondequiera que iba.
En los chalets que se alzaban en el fondo del valle nadie le conocía, pero aún así había recibido varias invitaciones para acudir a sus fiestas. Eran veraneantes ricos, gente de lo más distinguido de España, que, cansados de la vida absorbente de la capital, esperaban con ansia el verano para disfrutar de unas horas de tranquilidad en la quietud del valle, disfrutando como chiquillos, desposeídos de la rigurosa etiqueta. Allí todos eran iguales. Todos disfrutaban de la misma manera, para nadie existía más ni menos; tenían un mismo mundo y un mismo ideal: vivir tranquilamente de una forma sana y honrada.
—¿Es que no piensa asistir en todo el verano, señorito? —había preguntado Tomasa, en una ocasión en que le vio crispar las manos sobre la tarjeta que acababa de recibir.
Se encogió de hombros. No quiso decirle que Mildred se mostraba reacia y que aún no la había visto desde hacía seis días. ¡Qué largos fueron estos! No quiso tampoco interrumpirla, porque se sabía culpable y merecía aquel castigo.
Aquella mañana regresó del viaje matinal más pronto que de costumbre. Tema unos cercos alrededor de los ojos y la boca se crispaba dolorosamente en las comisuras. Ofrecía un lamentable aspecto. Mildred, que se hallaba por fin sentada en la terraza, con un libro entre las manos, lo notó así y una satisfacción casi enfermiza la recorrió toda.
Víctor, enfundado en el traje de montar, quedó detenido a su lado, reflejado en sus ojos una dicha infinita. Pero se apagó tan pronto la vio seria y fría apartar los ojos de su figura y posarlos de nuevo sobre las páginas del libro.
Lo que durante tantos días había atormentado su corazón se plasmó en los cerebros de ambos. Los recuerdos se agolparon bruscos. Para él fue una dicha inmensa; para ella..., una humillación que no le perdonaría jamás.
—Mildred —dijo quedamente, quedando de pie ante ella, que no levantó la vista para mirarlo—, he de decirte que estoy arrepentido.
Mildred rio entre dientes.
—No me interesa.
—Pero a mí sí.
—Pues has podido mirarlo antes. Ahora ya no tiene remedio.
—Sin embargo, si tú quisieras...
—¡No quiero nada! —repuso fríamente, irguiéndose.
Estaba muy hermosa. Vestía una bata de un tejido sutil que amoldaba sus formas maravillosamente. Se hallaba más gruesa que antes de casarse. Ahora su cuerpo era verdaderamente estatuario. Las facciones de su rostro exótico lucían exquisitas bajo los reflejos del dorado sol. No era una belleza, pero tenía algo, algo que escocía los sentidos y el corazón del hombre. Quizá fuesen sus ojos claros, casi blancos a fuerza de ser grises. La boca roja de dibujo maravilloso, y las mismas manos, cuyos movimientos felinos inflamaban en el hombre un deseo infinito.
—Mildred, si te dijera que te quiero...
—Pues me hubiera reído.
—Porque eres mala.
La muchacha alzó sus ojos. Brillaban de una forma cruel. Durante aquellos días había vivido sumida en el dolor; ahora que de nuevo lo tenía a su lado, todo lo que había querido olvidar se plasmaba de nuevo en su cerebro, yendo directo al corazón, del que manaba una amargura punzante.
—Tal vez lo sea —dijo fríamente—, pero nunca tanto como yo quiero.
—Mildred, si supieras de la forma que te amo, esta casa sería para ambos un paraíso.
—No quiero paraísos.
—Porque no sabes lo que son.
Se volvió rápida. Sus pupilas parecieron saetas encendidas.
—¿Tú sí?
Él asintió con esfuerzo.
—Pues si lo sabes, vuelve a él. Yo no te querré jamás.
—Nunca lo he disfrutado, Mildred. Es ahora que lo hago real con la imaginación.
Se burló crudamente.
Víctor se estremeció de dolor. La quería con todo su ser, con los sentidos, porque al fin y a la postre era un hombre con su corazón y su cuerpo como los demás; con el alma, porque ella, aunque no hacía nada por llegar a ella, él la veía con los ojos del espíritu.
—Eres un ridículo soñador —dijo con aspereza—. Pero yo no soy como tú, y si una vez me has poseído, será la primera y la última. Puedes estar orgulloso de tu felonía.
—Te he pedido perdón.
Ya su voz no guardaba la ternura anterior. Mildred leyó en la modulación un callado reproche. Pero no hizo caso. Su placer, su ansia, se reducían a verlo retorcerse a sus plantas como un reptil que busca con anhelo dónde hincar sus dientes hambrientos. Quizá nunca llegaría a conseguirlo, porque él era un hombre digno, y antes se dejaría matar que suplicar un amor que ella le negaba. Bien podía haberlo cogido por su cuenta... Pero ¿suplicar, rogar? ¡Jamás!
—No me interesa tu perdón; quiero decir, que me da igual que lo solicites o no, porque de todas formas no pienso perdonarte. Te has portado como el más despreciable plebeyo, lo que eres al fin y al cabo, y ya nunca podrás decir que eres mi esposo, porque yo no te reconozco como tal. ¡Eres un monstruo!
Víctor volvió a estremecerse. Luego, sin avanzar más, la midió de arriba abajo, y salió de la galería, dejándola con la palabra en la boca.
En la misma tarde, cuando el reloj del vestíbulo dejaba caer las cinco campanadas de la tarde, Mildred, enfundada en el traje blanco y vaporoso que hacía más estilizada su figura gentil, pisó por primera vez el camino que conducía al valle.
Caminaba despacio. Parecía que sentía placer en pisar el sendero. Miraba en torno con los ojos semicerrados. El valle se extendía rutilante bajo los tenues rayos de sol, luciendo con más precisión las flores que el verano erguía sobre sus esbeltos tallos. Los chalets, unos muy cerca de otros, ofrecían un grupo acogedor. Nunca los había visto, salvo tras la colina, apoyada en un árbol del pequeño montículo que se alzaba frente a su casa. ¿Su casa? ¡No! Aquello no era de ella, No lo quería ni jamás lo asociaría a su vida. Era todo de él. Él lo había adquirido; que disfrutara del monte, del fondo del valle, de todo lo que representaba su cárcel; pero ella se desligaría muy pronto, para volar de nuevo al lado de su tío, resarciéndose de todo dolor pasado entre aquellos bosques. No quiso preguntarse si era dolor o era placer. No quiso saber si llevaría recuerdo de lo vivido, ni que ya la inocencia que había traído de allá se negaba a seguirla, porque él se la había robado.
Tan abstraída caminaba, que no vio la pelota que, directa, salió de una azotea y voló por el aire, dando de lleno en una de sus rodillas.
—¡Dios mío! —gimió, inclinándose hacia el suelo, como si la pinchara un agudo dolor.
Quedó sentada sobre el césped, con las manos prendidas en la rodilla. La pelota era blanda, pero había llegado certera, impulsada por una mano firme y recia.
Sintió voces a lo lejos, pasos que se acercaban.
—Por favor, señorita —dijo una voz de mujer a su lado—. ¿Le hemos hecho daño? Ramón es un salvaje lanzando pelotas al aire.
Mientras hablaba daba ligeros masajes en la rodilla lastimada. No es que tuviera herida, pero sí que el dolor era agudísimo y su ser parecía adueñarlo la inconsciencia. Sonrió débilmente.
—No es nada —dijo, a media voz.
—Nada de eso —refutó la muchacha, graciosamente—. Ramón es un bruto, señorita, se lo aseguro.
Fue entonces cuando el hombre —alto, fornido, rostro simpático y jovial— alzó su vozarrón fuerte y profundo:
—No haga mucho caso de lo que dice Marta. Jugábamos, la pelota se hurtó a la raqueta y..., claro —rio, alegremente—, vino a dar a la rodilla de usted, que era mucho más bonita que la raqueta.
Marta, rubia, gentil y graciosa, le amenazó con el dedo.
—No preste oídos, señorita. Ramón es un galanteador barato.
—¡Qué calumnia! —luego—: ¿Pasa el dolor?
Ambas muchachas tuvieron que reír. Aquel Ramón era un excelente muchacho. Mildred pudo notar, sin esfuerzo alguno, que Marta suspiraba por el corazón de chiquillo que se guardaba bajo la guayabera crema de nuestro amigo.
Después los tres se miraron y soltaron la carcajada.
—No la habíamos visto hasta ahora —dijo Marta, sentándose a su lado.
Ramón hizo otro tanto.
—¡Caramba, se está muy bien aquí! ¿Sabes que ya me encontraba cansado de la pelota, Marta? Los otros deben sentir algo parecido a mí, ya que conectaron la radio y están bailando, sin preocuparse de la pelota.
Marta no le hizo mucho caso. ¡Hablaba tanto aquel hombre simpatiquísimo!
Mildred, repuso:
—Vivo allí. —Y señaló el bosque.
Marta abrió mucho los ojos.
—¿Allí? —preguntó, extrañada—. ¿Es acaso hermana de ese señor joven que todas las mañanas se interna en el bosque y luego se baña en el lago? Verá; se lo pregunto porque días pasados Loly y yo (es una amiga) —añadió, al ver la interrogante en los ojos grandes de Mildred— nos bañábamos en ese río —y señaló el riachuelo que corría veloz a lo largo del valle—, y él se detuvo a la orilla. Aquí todos nos hablamos sencillamente, sin tonterías, porque reconocemos que todos somos iguales, y es muy natural que entre poca gente se trata de buscar la sociabilidad. Él se sentó sobre el césped y nos estuvo contando cosas de París. En fin, nos hicimos grandes amigos. Pero no hemos vuelto a verlo, y la verdad es que más de una vez le enviamos una invitación, y contestó con una excusa. Le advierto que Loly está muy interesada.
La expresión de Mildred, casi sin ella saberlo, se endureció. La respuesta salió brusca de entre sus labios.
—Es mi marido.
Marta enmudeció. Ramón, para no resultar menos indiscreto que nunca, soltó una estrepitosa carcajada.
—¡Vaya plancha, Marta! —rio, con toda su alma.
—¡No seas bruto!
Mildred tuvo que reír también, y Marta la imitó.
—Cuando Loly se entere se reirá de lo lindo. Tiene usted un esposo muy simpático.
Mildred pensó que no era simpático, sino todo lo contrario.
Pero se abstuvo de responder.
—Tiene usted que venir a nuestras reuniones. ¿Verdad que lo hará?
Ramón se unió a Marta. Y ella prometió que vendría con Víctor un día cualquiera.
—Si no viene, iremos a buscarla —dijo Ramón, con aquella campechanería característica en él—. Le advierto que nunca he visto a su esposo, pero eso poco importa si la veo a usted y sé que...
—¡Ramón, no vuelvas a piropear!
Este rio alegremente.
—Bueno, Marta, pues no lo haré, aunque te aseguro que no contaba piropearla. La señora...
—Mildred. Me llamo Mildred Tasmin.
—No es española.
Asintió, sonriente.
—Soy americana.
—¡Estupendo! Las mujeres americanas son endiabladamente simpáticas.
—¡Ah, perdone! Tiene razón Marta; soy una calamidad.
—Menos mal que lo reconoces —dijo Marta.
Se estrecharon las manos. Y cada uno tomó por un lado. Marta y Ramón emparejaron, camino del chalet. Mildred enfiló el sendero muy despacio.
Contaba volver. Estaba segura de aquella animación iría muy bien a su melancolía. Además, de esa forma podría vivir aún más alejada de él.
* * *
Cuando llegó a casa, ya estaba Víctor en la terraza, esperándola. La miró, ceñudo.
—¿De dónde vienes? —preguntó de mala gana.
—Del fondo del valle.
—No me gusta que andes sola por esos lugares.
—Pues a mí me tiene sin cuidado que te guste o no.
Al hablar, no lo miraba. Se sentó sobre un sillón y permaneció seria y abstraída.
Víctor mordióse los labios con fuerza.
—Has de ser razonable, Mildred.
—Déjate de tonterías. Curtido tú vas, nada me importa; haz otro tanto conmigo.
—Tú no me quieres, y yo a ti...
Se puso en pie.
—¡Calla, por favor! Me haces reír, te lo aseguro.
Víctor salió de allí para no matarla.
Durante una hora vagó por el jardín. No sabía qué pensaba, ni lo qué sentía. Solo comprendía que una angustia latente le roía todo, y que, si continuaba así, el día menos pensado haría un disparate.
A la hora de la comida, dijo ella, sin mirarlo:
—Hoy he conocido a tus amigas del valle.
Víctor la miró, interrogante. Ella continuó manipulando con el cubierto.
—No te entiendo, Mildred.
—Me refiero a las muchachas a quienes les explicaste lo que era París —rio, burlona—. Me gustaría saber cuándo estuviste tú en semejante lugar, para saber con precisión lo que sucede allí.
Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Víctor soltó una carcajada alegre y jovial. ¡Qué sabía ella...!
—¿Crees, entonces, que nunca estuve en París?
—Naturalmente. Si para poder visitar España tienes que buscar los millones de un viejo lord, ¿quién te había de proporcionar los francos necesarios para vagar por la nación gala? Déjame que ría, querido, porque la verdad es que me estás resultando más ridículo que nunca.
Los ojos de Víctor relucieron indefinidamente.
—¡Qué sabes tú! —dijo, indiferente—. Recuerda siempre que te has casado con un hombre del que no sabías más que el nombre. Algún día puedes llevar una sorpresa.
Lo vio apurar el último sorbo de café y salir a la terraza.
Sus pupilas permanecieron quietas sobre el cubierto. Tenía razón él: ¿qué sabía de la vida de aquel hombre? ¿De dónde procedía? ¿Qué buscaba cuando ella lo encontró en aquel café, mezclado entre los seres más bajos de Nueva York?
Una interrogante se abría ante ella. Pero no quiso analizarla. ¿Para qué? Quizá el resultado hubiera sido el mismo.
—¿Por qué fuiste hasta allí?
Mildred se encogió de hombros.
—Me aburría y caminé sin rumbo. Di con los chalets, como pude coger otro sendero e ir a dar en el pueblo.
—No quiero que vuelvas por esos lugares.
—Vamos, querido —musitó, con voz dulzona, impregnada de burla—; nunca me han dicho «no vayas por allí», porque entonces es cuando más me interesa ir.
—Espíritu de contradicción.
—Quizá.
—Una muchacha que se llama Loly está enamorada de ti.
—¿Qué te han dicho?
Lo miraba fijamente, como si quisiera penetrar en el alma viril y bucear en ella hasta saciarse.
Víctor rio con desdén.
—Me han invitado para compartir sus diversiones.
—¡No irás!
Lo dijo con fuerza, aspirando fuerte, como si le faltara el aire.
Mildred se puso en pie, y avanzó hasta quedar con la frente pegada al vidrio del ventanal de la galería. Todo estaba oscuro. Solo allí, sobre los arbustos del parque, cabrilleaba la luna jugando con sus reflejos.
Víctor se quedó detenido tras su espalda.
—He de ir porque lo deseo, y tú no eres nadie para impedirlo —dijo, después de un largo rato, en el cual él no se había movido—. Y si tú no me acompañas, Iré sola.
La respuesta de Víctor fue tan baja, tan impersonal al mismo tiempo, que más bien parecía un suspiro.
—Mira bien lo que haces. No creas que soy un hombre a quien se pueda burlar fácilmente. Una vez más te digo que te quiero con toda mi alma. Te ofrezco una última oportunidad. Si no accedes a mis ruegos, te juro que jamás volveré a pedirte nada.
Mildred se volvió despacio. Ante ella vio a Víctor, cuyos ojos tenían un brillo extraño. Supo que no juraba en vano, y más que nunca deseó humillarlo. Le importaba muy poco que cumpliera su palabra. Dentro de su corazón no había más que desprecio y odio. Amor, ¡jamás!
—Me satisface tu promesa, Víctor. No te quiero ni podré quererte nunca. Es mejor que lo sepas ahora, antes de que sea tarde. Quiero irme de tu lado tan pronto cumpla los seis meses de plazo que me impuse. Anularé el matrimonio y después jamás volveré a recordarte.
—Bien sabes que el matrimonio no podrás anularlo.
Se aproximó mucho a él. Lo miró al fondo de los ojos, mientras de su boca salían unas frases que parecían silbidos:
—Me divorciaré y tú me ayudarás.
—Soy católico.
—Si todos los católicos son como tú, no existe un amigo de Dios.
—¡Qué sabes tú!
—Yo también lo soy; pero me divorciaré, porque la virgen sabe muy bien que obro con derecho. Antes de vivir a tu lado, soy capaz de correr el mundo entero al encuentro de un mendrugo de pan.
Víctor la sacudió por los hombros.
—Bien está, Mildred. Cuando hayas cumplido los seis meses, te llevaré de nuevo al lado de tu tío. —Hizo una pausa, y dijo—: Pero antes quiero que medites. Es posible que vuelvas a encontrar un hombre, es casi seguro, pero nunca esperes hallar uno que te quiera como te he querido yo.
Luego dio media vuelta y se alejó de su lado.
Mildred quedó muy quieta donde estaba. Tenía en los ojos un ardor extraño. Y el corazón continuaba diciendo que jamás perdonaría la humillación.
A la mañana siguiente, Víctor apareció en el umbral del comedor con un maletín entre los dedos agarrotados. En el rostro moreno no apareció huella ninguna de la conversación sostenida la noche anterior.
—He de ir a la ciudad —dijo indiferente—. Si tienes valor, te permito que marches. Ya nada me importa. Todo lo que quería saber ya me lo dijiste ayer.
Hizo un gesto vago y salió de la estancia, seguido de Juan, el esposo de Tomasa.
Mildred sintió una punzada en el corazón. Su boca se abrió. Parecía que iba a decir algo, pero no fue así: la cerró con fuerza y quedó quieta y callada. Tomasa la miraba desde el umbral.
—¿Qué haces ahí? ¿Qué miras? ¿Qué ves? —gritó, histéricamente, y sin esperar respuesta salió también de la estancia, yendo a tenderse sobre el lecho, dónde dio rienda suelta a su llanto. Ignoraba por qué lloraba. Sabía tan solo que necesitaba llorar, porque, de otra forma, gritaría de desesperación.
Tomasa, en la cocina, fregaba con bríos, diciéndose que el niño Víctor no había tenido gusto para escoger mujer. ¡Ay, si los señores lo supieran!... Pero no lo sabrían, porque el niño les había rogado silencio, y ellos eran una tumba.
III
No se había ido. Cierto que mejor oportunidad no se le presentaba, pero no menos cierto que jamás se iría de aquella manera. Cuando se decidiera a dejar el valle, sería a su lado y ya habiendo transcurrido los seis meses que a sí misma se había tasado.
Ahora, ausente él, salía todas las mañanas, jinete en el caballo blanco, recorriendo todo el bosque, para luego, a su regreso, bañarse en el lago en compañía de Marta y Ramón, quienes, la vez que ella no iba, fueron una tarde a su encuentro, y desde entonces hiciéronse los mejores amigos del mundo. Juntos recorrían el bosque, juntos se bañaban y del mismo modo jugaban al tenis en la improvisada pista.
De esa forma fueron deslizándose los días. No notaba que eran largos y monótonos, porque ella alejaba de su espíritu la nostalgia, y disfrutaba haciéndose a la idea de que se hallaba en Nueva York, en unión de sus divertidos amigos.
Un mes iba transcurrido desde la marcha de Víctor. Recibía telegramas, notas lacónicas, exentas de cariño. No podía quejarse, puesto que lo había buscado ella, pero aun así, en lo más abstruso de su corazón, se rebelaba contra el Destino, que la había conducido allí, haciéndole padecer como jamás había padecido. Ignoraba lo que quería. Desconocía los sentimientos que hacia Víctor anidaban en su corazón. Sabía tan solo que deseaba odiarlo con toda su alma, y vivía en la creencia de que era así, pero un buen observador hubiera notado sin esforzarse demasiado que bajo las pupilas grises se ocultaba, muy en el fondo, una chispa de infinita melancolía.
Había deseado con toda su alma amar hasta la saciedad. Entregar todo su ser al ser amado y verter su pasión en el corazón de un hombre que supiera comprenderla. Víctor tal vez sabía, es más, cientos de veces quería creer que para él no existían secretos dentro de su alma, aunque luego desechaba tal pensamiento, y solo sabía emponzoñar su corazón con los malos recuerdos, ahogando los buenos.
Aquella mañana, Ramón y Marta llegaron justamente cuando ella se disponía a hundirse en las aguas trasparentes del lago. Les sonrió ya desde lejos. Los apreciaba verdaderamente porque eran nobles y francos, exentos de doblez.
—Buenos días, querida nadadora —saludó Ramón, sentándose a su lado—. ¿Aún está viuda?
—Eso parece.
—¡Pobrecita! Apuesto que su esposo está contando los días que faltan para regresar.
No les dijo que ignoraba la fecha de regreso. ¿Para qué? Sus conflictos sentimentales eran tan suyos, que nadie, ni siquiera en ellos, a quienes consideraba verdaderos amigos, podría confiar su rotundo fracaso. No la hubieran comprendido, y, si no fuera así, la acusarían de loca y frívola por haber llevado a cabo tamaño disparate con un hombre desconocido.
Hizo que sonreía, y continuó untando las morenas piernas con una crema muy suave.
—Esto es maravilloso, Mildred. Me gustaría disfrutar aquí mi lima de miel.
—Cuando te cases, diré a Víctor que te lo ceda por unos meses.
—¿Y vosotros?
—Marcharemos tan pronto se perfile el invierno.
—¿A Nueva York de nuevo?
—Eso creo.
—¿No te gusta España? Pienso que me has dicho que tu marido era más español que americano.
—Así es. Pero ha vivido allí siempre, y ya estamos habituados a aquello.
—Es natural. Sin embargo, España es maravillosa —musitó, con los ojos entornados, soñadores—. Con mis padres he visitado algunas naciones extranjeras, pero ninguna me satisfizo como mi España.
Ramón rio, alegremente.
—No te emociones, querida.
Marta lo contempló amorosamente.
—Cuando nos casemos tienes que traernos aquí, Monchín, guapo.
El hombre no pudo responder. Siguió la dirección de los ojos de Mildred, y de un salto se puso de pie.
—¡Pero si es Manolo! —gritó, alegremente, saliendo al encuentro de Víctor, quien, muy cerca de ellos, caminaba en dirección recta al lago, donde se hallaba Mildred mirando a uno y a otro.
Al oír la voz fuerte de Ramón Guardiola, el músico se detuvo en seco. Primero sus ojos resplandecieron de felicidad, luego frunció el ceño, deteniendo a Ramón, que iba dispuesto a estrujarlo entre sus brazos.
Era el mismo muchacho impetuoso que en más de una ocasión, cuando ambos eran estudiantes bulliciosos, se reía de su afición a la música. Sin embargo, pese a que los recuerdos se agolparon emocionados en su corazón, detuvo el ímpetu de su amigo, mientras su boca hacía tina mueca rara que el otro no comprendió bien, pero que, sin embargo, anuló su entusiasmo.
—Perdone, pero debe hallarse equivocado. Me llamo Víctor Montalbán.
Luego, rápido, sin dejar lugar a dudas, se aproximó a su esposa y la besó fríamente en la frente.
—Hola, querida —saludó, cortésmente. Después, volvióse a Marta—. ¿Cómo está usted, señorita? Muchas veces, cuando recuerdo a Versalles, la asocio a él... —rio simpáticamente, alargando la mano para estrechar la que ella le ofrecía.
Ramón los miraba indeciso, mientras se atusaba el bigote con nerviosismo. Pues señor, aquel era, ni más ni menos, que Víctor Manuel Milton, el amigo que un día, hacía siete meses escasos, había ido a despedir al aeropuerto de Barajas... ¿Con qué fin se negaba a admitir que no era el mismo Víctor en persona? Ellos nunca le llamaban Víctor, sino Manolo, Manolo Milton, el muchacho más sereno y comedido de toda la Universidad cuando juntos cursaban la carrera de Leyes. Encogióse de hombres y avanzó, sentándose de nuevo en el césped. Víctor lanzó sobre él una mirada de inteligencia, mientras Mildred, un mucho nerviosa, explicaba cómo y por qué se hallaban con ella.
Luego, transcurrido un momento, Víctor se alejó hacia la casa con objeto de cambiarse de ropa y volver a su lado para bañarse en su compañía.
—¿Por qué le llamaste Manolo? —preguntó Mildred, mirándolo con fijeza.
Él sostuvo aquella mirada y dijo:
—Lo confundí con un amigo.
—Ya.
Después, las dos muchachas se lanzaron al agua. Nadaron con maestría hasta la otra orilla, donde tomaron asiento sobre el césped. Ramón permanecía en el mismo lugar, muy lejos de ellas. Tenía los ojos bajos y en la boca una mueca de interrogación.
—Por poco echas a perder todo mi plan —dijo una voz, a su espalda.
Volvióse con presteza.
—No comprendo nada, Manolo.
—No me llames así. Para ella soy Víctor Montalbán, el hombre que arrancó de la nada.
—Menos te entiendo.
—Te contaré algo en otra ocasión. Ahora, que te baste saber que no me conoces, que jamás me has visto antes de hoy.
—Me dejas perplejo. Tú, siempre tan comedido y meticuloso...
—El amor hace milagros.
Hablaba sin dejar de clavar los ojos en la figura exquisitamente femenina que jugaba con la hierba al otro lado del lago. Nunca la había visto de aquella manera. El traje de baño ponía de manifiesto las formas mórbidas de su cuerpo estatuario. Las sinuosidades se marcaban deliciosamente... ¡Era maravillosa!
—Pero ¿tan enamorado estás? ¿De dónde la has traído? ¿Cómo ha sido eso en ti, que jamás te has conmovido ante una mujer?
La respuesta de Víctor salió ronca y queda.
—La quiero con toda mi alma. Muchas veces pienso que esta pasión ha de acabar conmigo.
—La pasión nunca acaba con nadie. Por el contrario, hace los meses días, y los días minutos. ¡Es maravilloso amar!
—Tú también estás enamorado.
Ramón suspiró cómicamente.
—En mi vida tomé nada en serio, pero esto es diferente. Amo mucho, sí. Marta es encantadora. Pero tú... ¿Me contarás, Manolo?
—Me casé en Nueva York hace seis meses.
—¿Y tus padres?
La boca de trazo enérgico se entreabrió en una amplia sonrisa.
—Vengo de visitarlos. ¿No leíste la Prensa? ¿No has oído la radio?
—Aquí no se oye nada. La Prensa la he visto en el vestíbulo de tu casa.
—¿No la has leído?
—Iba a hacerlo, cuando llegaron Marta y Mildred, y ya me olvidé.
Víctor quedóse ensimismado.
—Me gustaría saber si Mildred la ha leído —dijo muy bajo—. Vengo de Madrid, donde di un concierto... —Luego, más bajo aún, añadió con apasionamiento—: Ha sido algo maravilloso, Ramón. He tenido un éxito clamoroso. Jamás creí que del piano pudiera arrancar esos gemidos que estremecen a miles de seres. ¡Ah!... Se lo ofrecí a ella, amigo mío. En ella pensaba cuando mis dedos corrían vertiginosamente por el teclado. Creo que esta vez debo mi triunfo a Mildred, al amor que me inspira...
Se puso en pie. Guio los ojos por todo el contorno.
—Compré esta casa cuando di mi primer concierto en Barcelona. Pienso qué aquí transcurrirá todo el verano y parte del invierno. Me gustaría permanecer en este valle toda la vida al lado de Mildred.
—Ella nos ha dicho que contáis marchar tan pronto se perfile el invierno.
Víctor se estremeció. Sus ojos continuaron vagando en tomo, hasta ir a detenerse en la orilla del lado opuesta, donde Mildred hundía con placer sus pies en las aguas claras. ¡Cuánto la quería! ¡Cuánto la echó de menos en los días de alejamiento!... La quería demasiado. Jamás llegó a imaginar que pudiera desearse a una persona con al potencia que él deseaba a su es posa.
—No se irá, Ramón, yo no se lo permitiré.
Y después, dejando a su amigo perplejo, se lanzó al agua, nadando con furia al encuentro de la mujer que braceaba en sentido opuesto.
Llegó a su lado. Mildred lo miró indiferente, dejando de nadar.
—Pareces una sirena —dijo Víctor, sonriente.
—Lo seré... ¡Ay! —gimió de pronto, hundiéndose.
Víctor la siguió con furia. Buceó con ansia. Por la expresión de aquel rostro querido comprendió que algo tenía que suceder de extraño en su mujer, ya que quedó tendida cuan larga era en el fondo del lago.
Fueron segundos muy breves, pero tan intensos que a ambos los dejó extenuados.
Cuando la tuvo tendida en el césped, todos tenían los rostros transfigurados.
—¿Qué ha pasado? —preguntó la joven, cuando hubo recobrado el conocimiento y vio a Víctor arrodillado a su lado—. Me duele todo el cuerpo... —suspiró hondo, y añadió, muy bajo—: Me siento muy mal.
El músico la cogió en sus brazos.
—Voy a llevarla a la cama. Ven, Marta; tú y Tomasa podéis ayudarla.
Mildred parecía inconsciente. Tenía los ojos cerrados y una palidez mortal cubría su rostro. Víctor la apretaba contra su pecho con ansiedad. También él se hallaba pálido y tembloroso. Pensaba que si no se le ocurriera nadar hacia ella, es muy posible que a aquella hora, Mildred, su querida mujercita, dejara ya de existir.
—Vete al pueblo, Ramón, y trae al doctor —dijo.
* * *
Ya todo había pasado. Ramón y Marta habíanse ido hacía unos momentos, y él despedía al doctor en el mismo comienzo del valle.
—No hay que preocuparse, amigo. Estas cosas son muy naturales en un matrimonio... ¡Ea! A cuidarla mucho y a esperar pacientemente que llegue ese personaje.
Víctor tragó saliva. Se le notaba violento y desesperado. ¡Dios de los dioses, qué complicación más inoportuna! ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo acogería Mildred la noticia?
El doctor le dio una palmada cariñosa en la espalda.
—No le he dicho nada a ella, porque imaginé que usted se ha de sentir feliz notificándoselo. Buena suerte, amigo mío, y hasta la próxima.
—Gracias, doctor.
Este inició el paso hacia el pueblo.
—¡Ah! —se volvió—. No se olvide de traérmela por la consulta alguna vez, por lo menos una cada mes. En el Hospital Provincial, en la ciudad, me encontrará todos los lunes de cada semana.
Agitó la mano y marchó.
Victor dio la vuelta muy lentamente, llevaba la cabeza inclinada y un nudo le atenazaba la garganta.
* * *
Estaba muy bella. El círculo violáceo que rodeaba sus ojos era un encanto más en su rostro de facciones delicadas. La boca crispábala un tanto en las comisuras, y en las pupilas una sombra de melancolía.
Víctor apareció en el umbral. Avanzó hacia ella.
La muchacha incorporóse algo, y dijo, anhelante:
—¿Qué tengo? ¿Podré levantarme luego? Quiero marchar en seguida a Nueva York. Los seis meses tocaron a su fin... No volveré a España jamás.
Lo decía con infinita rabia. Un mundo de pasión palpitaba en sus palabras. El hombre se sintió dolorido como nunca.
—He de decirte algo, Mildred.
—Pues termina. Te veo ahí detenido como un poste, y me están entrando deseos de abofetearte para que espabiles.
Era cruel hablándole de aquella manera, y no lo ignoraba. Pero es que dentro de su corazón había un volcán de miedo, un miedo que presentía aun sin verlo llegar. Vio en los ojos varoniles pena y desazón, pero no se ablandó. Deseaba como nada en la vida desaparecer de aquel lugar, perder de vista el chalet, el valle, los amigos, y más que a nadie a él, que solo con verle delante ya la descomponía.
—Vas a tener un hijo, Mildred.
Lo dijo de sopetón, con rudeza, mordiendo las palabras con saña cruel. Él también sentía deseos de lastimarla y como, pese a su análisis, comprobaba cómo se hallaba equivocado, no le importaba que sufriera. Para Mildred saberse en aquel estado era la desesperación... ¡Y aún amaba él a aquella mujer! ¡Qué mal había hecho dando oídos a las súplicas del viejo lord! Anteriormente, su vida era un paraíso, un continuado deleite; ahora... era dolor y llanto.
—Vas a tener un hijo —repitió, porque ella había quedado con los ojos muy abiertos, puestos en su rostro, las manos crispadas una en otra y la boca entreabierta, como si por ella fuera a salir un grito de angustia.
De pronto, la vio incorporarse en el lecho y saltar al suelo. El suave tejido del pijama la hacía más esbelta, más femenina. Víctor cerró los ojos para que la visión de su hermosura no le cegara de nuevo. La quería como un loco, como un desesperado. ¿Y para qué? Aquella muchacha no era de carne; era de hielo. Estaba formada de una pobre materia, y ya nadie, ni siquiera él, que la adoraba, podría variar aquella masa. No tenía más que figura. Una figura bella y provocativa, pero por dentro estaba completamente muerta, seca como uno de aquellos pinos que se balanceaban en el bosque, dejando que las ramas colgaran desmayadamente porque les faltaba la savia.
—Di que eso no es cierto. ¡Dilo!
Brillaban sus ojos, y las manos se prendían fuertemente en los hombros de Víctor, cuyo rostro se volvió lentamente para no abofetearla.
—No puedo decirlo porque es verdad. Vas a tener un hijo mío —dijo, con entonación indefinible.
Se apartó de su lado de un brusco gesto. No podría soportar la rabia de ella, quien, de pie en mitad de la estancia, dijo, fríamente:
—Lo odiaré como te odio a ti.
El hombre ni siquiera se tomó la molestia de responder. Sus ojos vagaron tristemente por el valle. Después volvióse hacia ella. Lanzó sobre la figura femenina una mirada de infinito desprecio y salió de la estancia.
Mildred quedó erguida y excitada. Un mundo de locuras batalla dentro de ella. Luego, como si el peso de su dolor fuera inmenso y no pudiera soportarlo de pie, lanzóse sobre el lecho, donde permaneció horas interminables. Nunca supo cuántas. Solo recordó que ya nunca más volvería a Nueva York, y que su vida, de grado o por fuerza, tendría que deslizarse al lado de él.
IV
A partir de entonces, el carácter de Víctor varió totalmente.
Ahora, permanecía horas y horas de pie frente al lago, con los ojos clavados en las aguas transparentes, como si mirara con fijeza el fondo, pero no viendo nada porque su dolor era demasiado para permitirle pensar en algo que no fuera aquello.
La mirada honda de sus ojos negros tornóse vaga, inexpresiva. Su voz potente era débil, sin matices personales como antaño.
Jamás volvió a sonreírle. Jamás tuvo con ella una explicación, ni la miró de frente. Parecía que le inspiraba una indiferencia absoluta cuando no un desprecio rayano en el odio. Lo que sucedía dentro de él nadie lo sabía, y menos que nadie, Mildred, cuya vida se deslizaba monótona y fría, sin tener jamás a quién hacer una confidencia, puesto que él nunca le daba pie a ella.
Los meses se hacían largos y pesados. El verano había tocado a su fin, y los muchachos que la divirtieron, fuéronse ya a la capital.
Ramón quiso saber antes de marchar, y habló mucho con Víctor.
—Ya lo sabes todo —dijo, con voz inexpresiva—. He sido un loco; un visionario, pues creí hallar oro, donde solo había barro. No digas nada a mis padres. Ellos me creen feliz; lord Tasmin también. ¡Bah! La vida es una comedia, amigo mío, y no he sabido interpretarla bien. Ahora ya no hay remedio.
—Pero la sigues queriendo.
—No lo sé, Ramón. No he tratado aún de buscarme a mí mismo; quizá cuando lo haga sea ya muy tarde. De todas formas, ahora he de esperar a que llegue el chiquillo. Es muy posible que después Mildred trate de corregirse.
—Parece buena.
—¡Tantas lo parecen y no lo son! No hay que fiarse de las mujeres. Si tratas de casarte, analiza primero, y saldrás ganando.
Luego, se despidieron. Y ahora, solo de nuevo, trataba de buscar consuelo en su música y en el bosque, donde nadie lo veía y podía sin trabas dar rienda suelta a su dolor.
Entretanto, en el corazón de Mildred se estaba operando un gran cambio. Ni ella misma se había dado cuenta aún, pero Tomasa sí lo advertía, ya que una tarde la vio llegar a la cocina —era la primera vez— y detenerse a su lado. La buena mujer la vio quedar indecisa ante ella; vio que tenía los ojos húmedos y la boca muy apretada.
Tomasa hizo como si no se extrañara. Era ya vieja, y, a fuerza de vivir, sabía la forma de tratar a las personas orgullosas como Mildred Tasmin.
—¿Desea algo, señora?
Mildred trató de sonreír.
—¿No te has fijado que el señor come muy poco esta temporada? Es preciso que le hagas algo que sea grato a su paladar. De esta forma no puede seguir.
La mujer frotóse las manos con satisfacción.
—No lo había notado, señora; pero no se preocupe. Sé que esta noche comerá bien, porque voy a hacer algo que ha de agradar a ambos.
—Gracias, Tomasa.
Y se fue.
La cocinera quedó limpiándose una lágrima... ¡Cuánto daría ella por verles felices! No cabía duda de que Mildred, si se lo propusiera, se convertiría en una esposa amantísima, y era preciso que se enamorara para que sucediera así. ¡Si Dios hiciera un milagro!
* * *
Perfiló su figura en el umbral del saloncito, un tanto intimidado. Todo estaba en penumbra. Solo, allí tendido en el sofá, se halla él abstraído y callado. Fumaba incansablemente, y era aquella chispa la única que truncaba la oscuridad reinante en el saloncito.
No había podido dormir; por eso acudió al paseo. Pero el jardín estaba frío y húmedo. Allí, en el saloncito, se respiraba mejor.
Avanzó unos pasos hasta situarse a su lado.
—¿Por qué no te has acostado? —preguntó, quedamente, inclinándose hacia él y buscando los ojos negros, que se le hurtaron—. Hace frío, Víctor.
El hombre se estremeció.
Sin embargo, dijo con aspereza:
—Yo no lo tengo.
—¿Has dormido algo?
—Aún no me acosté.
Un silencio seco y embarazoso.
La mano de Mildred se posó tiernamente en la frente pensadora.
—Estás helado, querido.
—No te preocupes y vete a la cama. Yo estoy bien aquí. Me gusta fumar antes de acostarme.
—Pero no has fumado un solo cigarrillo; ahí veo siete colillas.
Se volvió, brusco. Lanzó sobre ella una mirada fría. ¿Qué se proponía? No le interesaban sus cuidados. Que se fuera a la cama y lo dejara tranquilo.
Pero Mildred no pensaba igual que él, ya que se sentó a su lado en el borde del sillón, con sus brazos rodeando la cabeza morena.
El perfume que de ella emanaba le embriagó de nuevo. Hizo un esfuerzo inmenso y quedó rígido a su lado, con la cara pegada al pecho palpitante de ella, quien lo apretaba convulsa, como si una fuerza superior la empujara.
—Me encuentro muy sola, Víctor.
Era un reproche, pero Víctor no lo escuchó.
—Si supieras el ansia que tengo de cariño.
—Nadie te lo niega.
—¿Nadie?
—¡Nadie! —repitió la voz viril, muy enronquecida—. Tú lo has querido así.
Mildred se pegó más a él. Sus labios se pegaron en la garganta varonil.
—Vete —dijo la voz del hombre, ronca y fiera—. Estoy muy bien solo.
—¿No te interesa mi compañía?
El músico no negó. Pero su cuerpo, al incorporarse con brusquedad, fue una respuesta más cruel que todas las palabras.
—¡Víctor!
Se volvió un tanto. Estaba detenido en mitad de la estancia, dándole la espalda. Al oír aquel tenue suspiro que decía su nombre, giró un poco la cabeza, y sus ojos semicerrados quedaron presos en la carita triste de su mujer, quien, frente a él, retorcía las manos con desesperación, como si un mundo de pena y ansiedad la pinchara muy hondo, sobre el corazón, que se encogía al sentir sobre ella la mirada negra, profunda, quieta, que decía muchas cosas y a la vez no entendía nada.
—Vete a la cama. Tu estado es delicado para que con despreocupación trasnoches así.
Mildred se encogió de hombros.
—Me encuentro bien —dijo, indiferente. Después, como movida por un resorte, se lanzó quedando muy quieta a su lado—. Pero sí me siento muy sola, Víctor. Necesito cariño... ¡Lo necesito tanto!...
Los ojos de Víctor resplandecieron de una forma indefinible. Sintió un nudo en el corazón y una mano que parecía hierro en su garganta.
—¡Víctor! —llamó ella, asustándose de ver la expresión quieta y fría de aquellos ojos que siempre la habían contemplado con adoración o pena, pero nunca con aquella mirada inexpresiva que parecía una losa de hielo—. ¡Víctor, no me mires así!
El hombre la contempló durante breves segundos. Se notaba que hacía un gran esfuerzo por contener su deseo. En aquel momento no veía en ella a la madre de su hijo. Solo sabía que era una mujer y que la deseaba como nada en la vida. Creyó que jamás volvería a inspirarle amor, porque ella lo había matado con su proceder. Hizo, aún así, un último esfuerzo, y se apartó de su lado.
—Vete —repitió de nuevo con inflexión bronca—. Estás cogiendo frío.
Por primera vez vio cómo de los ojos de su mujer se desprendía una lágrima silenciosa, que muy lentamente iba a perderse en la boca apretada.
Después, la muchacha dio lentamente la vuelta y se perdió tras la puerta del saloncito.
—Mildred.
Sintió pasos, y la vio de nuevo a su lado.
—¿Qué quieres?
La pregunta era queda y débil Víctor sintió como si una punzada le traspasara el alma, pero ahuyentó de nuevo el dolor.
—No quiero nada. Puedes marchar.
—¿De veras no quieres nada, Víctor?
—¡Nada!
Y ante aquel tono seco y frío, la muchacha tuvo miedo, mientras la pena parecía traspasarla toda. Se perdió lentamente. Momentos más tarde pegaba la cabeza sobre el vidrio de la ventana de su cuarto.
Allí, en el jardín, vio durante muchas horas la chispa del cigarrillo de Víctor.
V
Como nunca, ansiaba oír la música tenue de una melodía. Ahora, el piano siempre permanecía cerrado. Jamás sus notas purísimas estremecían los ámbitos. ¿Por qué Víctor había dejado de tocar? ¿Es que su pasión por la música había desaparecido?
Aquella mañana, Mildred se detuvo ante la radiogramola y colocó un disco.
Unas notas purísimas se extendieron por el saloncito. Ella, apoyada sobre el mueble, tenía los ojos entornados y en la boca una sonrisa de ternura infinita.
Aquello era Tristeza, de Manuel Milton, el compositor de fama mundial que estremecía los corazones de un mundo entero con sus melodías. A ella también la estremecía. No entendía de música, pero sí sufría, y el hombre que había compuesto aquella melodía tenía que sufrir como ella, porque parecía salirse del disco un grito de dolor. Lo había asociado a sí misma. Se hallaba enamorada de su sombra etérea; parecía que su pensamiento volaba a su lado cuando las notas ciar ras y prolongadas llegaban a su corazón, donde se fundían en un gemido de dolor y la vez de placer...
Los ojos de Mildred se hallaban cuajados de lágrimas, mientras todo su cuerpo vibraba de angustia. Era muy raro lo que despertaba en ella aquella música deliciosa. Era algo que jamás sabría definir; era placer, era dolor, era alegría; una alegría inmensa que se convertía en llanto dilatado después. Era el deseo imperioso de amar y ser amada. Era algo que la empujaba por un mundo diferente al que hasta ahora había recorrido. Era la vida, quizá, que parecía escaparse y volver, cubriendo de sombras etéreas su existencia. Era una amalgama de cosas definidas y por definir que jamás llegaría a comprender con exactitud.
Aquellos discos se los había regalado Ramón antes de marchar.
—Toma; estoy seguro que te servirán de estímulo, si vas a permanecer en el valle todo el invierno.
—¿Y para qué los quiero? —había preguntado, con indiferencia.
—Nunca digas semejante cosa de Manuel Milton. Es el músico más cotizado en el mundo. Es el ídolo de todas las mujeres. Es... Manuel Milton, y eso lo dice todo.
Se había quedado suspensa, sin saber qué decir. ¡Qué vergüenza de su escaso conocimiento! ¡Qué pobre espíritu era, que ignoraba el valor de una partitura!...
Quedóse con los discos. Y cuando Víctor tuvo necesidad de salir, ¡lo hacía muchas veces!, jamás supo el objeto de sus viajes a la capital de España, un día que se hallaba triste y deprimida, con un malestar indescriptible, abrió la radiogramola y colocó uno de aquellos discos. Jamás supo definir lo que sucedía dentro de ella. Por un momento creyó ver a Víctor sentado ante el piano, y que sus melodías inéditas se extendían por los ámbitos barriendo toda su melancolía. Pero no era Víctor: este jamás sabría hacer vibrar sus notas como aquel Manuel Milton que veía elogiado en los periódicos como un fenómeno de la naturaleza humana. A partir de entonces, Mildred vivió pendiente de la Prensa, donde en grandes caracteres se hablaba de aquel hombre prodigio. Nunca pudo tener un retrato de él a su alcance, pero lo imaginaba a su modo, y resultaba maravilloso. Los periódicos aseguraban que Milton accedía a todo menos a dejarse retratar en los papeles. Era un hombre raro y modesto; era un genio, un ser extraordinario; todo, menos un presumido.
Siguió sus triunfos en Madrid y Barcelona con la misma pasión de una enamorada. Todas las mañanas, muy en silencio, buscaba la Prensa, y allí quedaban sus ojos clavados con avidez, hasta que se enteraba de todos los pormenores. Su marido ignoraba todo aquello. Cuando se hallaba ausente, la radiogramola funcionaba continuamente. Cuando él regresaba pálido y triste, luciendo en sus ojos una expresión hondamente melancólica, se cerraba el mueble y el corazón de Mildred parecía decir, en sus latidos. «Marcha; quiero volver a oír a mi ídolo...».
Aquella mañana, Mildred lo creía en el corazón del bosque, y de nuevo colocó en el mueble Tristeza. Las notas parecieron barrer toda la amalgama de sentimientos que la invadían, llevándolas lejos, muy lejos.
De pronto, la puerta del saloncito se abrió de un brusco empellón, y un Víctor con el rostro transfigurado, pálido, los músculos de su rostro crispados de una forma indescriptible y las manos cerradas con fuerza inaudita, apareció en el umbral, sacudido por una olea da de cólera. Avanzó como un loco, y de un manotazo detuvo la música.
—Tú no sabes entenderle —gritó, más que dijo, al tiempo que la mano se posaba en la frente bañada de frío sudor—. En mi casa no quiero oír más esto. ¡No quiero!
Y como un loco, sacudido por una fuerza extraña, lanzó el mueble contra el suelo, pisándolo después con infinita rabia.
Ella, encogida en una esquina, pálida y temblorosa, sollozaba en silencio. Lo miraba con ansia. Nada comprendía, ni nada quería saber. Parecía que, a la par que los pies de Víctor destruirían el mueble, el corazón lo agarrotaba una mano de hierro como si insistiera en arrancárselo de cuajo.
Víctor quedó jadeante, con los ojos inyectados en sangre, mirando como hipnotizado su obra.
Hablaba entre dientes frases ininteligibles, al tiempo que, con saña, aún tuvo fuerzas para pisar de nuevo todos los discos, que bajo sus pies se convirtieron en chinitas informes.
—Esto es para una mujer que sepa apreciar la música, que tenga corazón y su sensibilidad esté despierta, no muerta y destruida como la tuya —dijo, volviéndose y lanzando sobre ella una mirada de desprecio—. No quiero oír esto más en mi casa. ¿Lo oyes? ¡No quiero!
Luego salió de la estancia. Minutos después, Mildred vio cómo el caballo blanco se perdía en la espesura del bosque.
Como sonámbulo, fue directamente a su cuarto, donde permaneció sentada en el diván, con la vista perdida en lo infinito.
Sentía una congoja inmensa en todo su ser. Parecía que le arrancaban las entrañas.
Aquella noche dio a luz un nene precioso.
VI
Subió a verla cuando a la mañana siguiente le dio la noticia Tomasa.
—¿Qué dice? —Se volvió asustado, pues se hallaba en el despacho consultando un telegrama que acababa de llegar—. ¿Tengo un hijo? ¡Un hijo! —sonrió, sarcástico. Después, tras una pequeña vacilación, preguntó—: ¿Cómo ha sido, Tomasa?
La buena mujer suspiró hondo. ¡Había sido todo tan precipitado!
—Se puso enferma a medianoche y me llamó. Después de rogarnos que no le despertáramos a usted, mandó a Juan por el doctor.
—No he sentido nada.
—La señora procuró que todo sucediera silenciosamente.
Víctor frunció el ceño.
—¿Marchó el doctor? —preguntó, secamente.
La fámula asintió.
—Vino a caballo —dijo, a guisa de explicación.
Víctor paseábase agitado. Parecía deseoso de preguntar más, pero no lo hizo. Tomasa añadió, quedamente:
—Ella está sola ahora.
Era como decirle que fuera a verla. Pero Víctor por un momento no lo entendió así. Fue después, al volver la cabeza y clavar en la faz dulce sus ojos vagos, cuando comprendió todo lo que sucedía en el corazón noble de aquella mujer que había sido su niñera, cuando él daba los primeros pasos.
—Subiré en seguida, Tomasa —dijo, dándole una palmada en la espalda—. Eres demasiado buena, mi querida amiga.
La criada salió del despacho limpiando con la punta del delantal una indiscreta lágrima que hacía surco en su mejilla. No comprendía lo que podía suceder entre ellos. Ambos eran sanos y hermosos, y, sin embargo, estaba bien segura de que las cosas no marchaban por su cauce normal.
En ella veía tristeza y desilusión; sus ojos apagados decían a las claras todas las luchas que se desencadenaban dentro de su corazón de mujer. En la boca, siempre crispada en una mueca amarga, veía la buena sirvienta un mundo de contenidos anhelos, anhelos insatisfechos, alguna vez imprecisos, como si ella misma no supiera darles la definición exacta. Él caminaba abstraído, ausente de cuanto le rodeaba. Marchaba alguna vez a la capital —Tomasa no ignoraba el objeto de sus viajes— triste y deprimido, como si llevara un mundo sobre sus costillas y al regreso era aún más melancólica la expresión de su rostro viril, antes franco y alegre, ahora siempre oscurecido por una sombra de dolor e infinita amargura.
Allí en el saloncito, contiguo al despacho, Víctor se paseaba incesante, con una arruga cruzando su frente, la boca apretada fuertemente, como si tratara de contener los pensamientos y las palabras. ¡Un hijo...! El anhelo de su vida, desde el punto y hora que se hubo casado, ya estaba satisfecho. Pero ¿para qué? ¿Qué ventajas le reportaba?
Tenía que subir a verla, aunque no fuera nada más que para hincar sus ojos ávidos en la figulina infantil que era suya, reflejo vivo de un momento de locura.
En la escalera halló a Juan.
—Es precioso, señor —dijo la voz enronquecida del hombre, mientras arrugaba nervioso la gorra que apretaba entre sus dedos callosos—. Se parece a usted.
No quiso oírlo. Continuó ascendiendo por las escaleras, al tiempo que por su mente cruzaba un recuerdo que se convertía en añoranza mientras sus pies pisaban débilmente la alfombra. ¡Si su matrimonio se hubiese efectuado en distintas condiciones, hoy su dicha sería inmensa, inenarrable! Pero todo era diferente. Según ascendía notaba como si dentro de su ser filtrábasele un frío glacial, como si le pincharan con una daga finísima. «Te odio a ti y lo odiaré a él...». Aquellas palabras, dichas con un mundo de rabia en la modulación seca y ruda, las llevaba bien clavadas en todo su ser. Jamás, aunque se lo propusiera, sabría olvidar la visión de ella en aquellos momentos en que logró aborrecerla. Después, no fue la chispa del amor quien se hincó en su corazón, fue repugnancia, odio, desprecio hacia toda la humanidad, que ignoraba la sublime misión de la mujer. Aquella humanidad odiada se reducía a miles de mujeres que, como la suya, se disponían a disfrutar de la vida y todos sus componentes, sin saber la misión para lo que vienen al mundo, cuando les toca la hora de ser madres... ¡Qué asco sintió hacia todas ellas!
Perfiló su figura en el umbral cuando Mildred, tendida en el lecho, entreabría las ropas para mirar amorosamente al trozo de carne viva y rosada.
Sintió una oleada de emoción traspasarlo todo. ¿Sería sincera aquella expresión? ¿Saldría del alma el suspiro que ensanchaba el pecho de la mujer? Todo era mentira, todo era hipocresía.
Mildred no podía guardar dentro de su ser nada, excepto frialdad y dureza. Su corazón era un trozo de esponja; en cuanto al alma..., estaba seguro que no la tenía, porque jamás había sabido darle forma. Pensó, con tristeza que en medio de todo, ella no era culpable, puesto que un edificio sin cimientos pronto se viene al suelo, aunque los arquitectos traten de sostenerlo por todos los medios imaginables. El alma de Mildred tampoco tenía cimientos; pero aún estaba a tiempo de alzarlos derribando todo el edificio. Y para ello era preciso que aquella mujer se retorciera de dolor, consumida por un sufrimiento moral indescriptible. «¡Quién sabe aún!», se dijo, avanzando unos pasos y deteniéndose a su lado.
Fue entonces cuando los ojos grandes de Mildred se alzaron hasta él y su boca se entreabrió en una media sonría de miedo o placer. Víctor no supo entenderla, porque ella no se lo permitió, ya que volvió a inclinar al cabeza sobre el pequeño y dijo en un susurro:
—Es tu hijo.
El corazón del hombre permaneció rígido y frío. Su reacción era tan pobre, que Mildred creyó ser víctima de una alucinación. ¿No quería un hijo? Allí lo tenía. Ella se lo había dado, no sin muchos sacrificios y dolores morales, profundos, tan profundos que ignoraba de dónde procedían. ¡Y el caso era que no quería saberlo!
Lo que sucedía en el corazón del hombre era muy complejo, tanto que él mismo lo ignoraba. Solo comprendió, al verla tendida en el lecho, muy cerca, de su hijito, que hubiera deseado estar desligado de ella. Que odiaba al hijo y la despreciaba a ella. Al hijo porque era un lazo que lo unía; a la madre porque había sabido muy mal llegar a su corazón y permanecer allí como era su deber. ¿Qué culpa tenía de sentirse decepcionado y no experimentar ninguna emoción ante el hijo que había deseado con todas las potencias de su ser y a quien llegó a aborrecer porque su conducta fue innoble y despreciable?
—Se parece a ti, Víctor.
El músico sonrió con sarcasmo.
—Ahora seremos muy felices, enseñándole a ser un hombre fuerte y viril como tú.
La sonrisa de Víctor se hizo más fría.
Ya no podría quererla, Sabía también que solo con decir ven, Mildred estaría en sus brazos, sin importarle además quién era él, de dónde había venido, ni lo que hacía ante de unirse a ella. Pero llegaba muy tarde, tan tarde que le parecía que no había llegado.
—¿No lo besas, Víctor?
Era una súplica. Era como si toda ella palpitara con el deseo. Víctor lanzó una mirada en torno. Después se inclinó, posó su mirada vaga en la carita aún arrugada del pequeñuelo y lo besó fríamente en la frente. Antes de alzarse de nuevo, sintió cómo una mano alada acariciaba su pelo. Luego los dedos de Mildred quedaron detenidos en la oreja varonil, como si un ansia loca la agitara.
—¡Víctor! —musitó.
Él la miró muy de cerca, aún sin levantarse. Sus ojos se hundieron en aquella mirada anhelante, por un momento parecía que algo resucitaba en él, pero después, como si un mal pensamiento lo invadiera, quedóse rígido, con los ojos vagos posados en la cabeza del pequeñuelo.
La mano de Mildred se pegó delicadamente a la garganta de Víctor, atrayéndolo blandamente hacia sí, hasta que tuvo la boca apretada a su alcance, y después, en un arranque de pasión, sus labios se prendieron apasionadamente en la boca del hombre.
Como si lo pinchara un bicho, el músico se alzó. Quedó en pie ante el lecho, tenso, frío. Una amalgama de sentimientos lo sacudió todo. Primero sus ojos despidieron llamaradas; luego adquirieron una expresión fría como el hielo.
—He de marchar, Mildred —dijo, secamente—. Ignoro cuándo he de volver. Pueden ser años, días o meses. Tú... —hizo un gesto vago—, puedes hacer lo que quieras. Escribe a tu tío, dile lo que te pasa... Haz lo que quieras —terminó, dando un paso hacia atrás.
La muchacha irguió el busto. Temblaba desesperadamente. ¿Dejarla ahora, cuando más lo necesitaba?
Un nudo se le atragantó en la garganta, atenazándola con fuerza. Pero aún pudo decir, suplicante:
—No me dejes, Víctor.
—Es preciso. He firmado un contrato, y quiero hacer algo, vivir por algo; esto es imposible. Soy como un mueble, y yo... yo necesito vivir por una causa.
—¿Y nosotros?
—Estarás mejor sin mí —rio forzadamente.
—Bien sabes que no.
Vio una lágrima en los ojos femeninos, y no quiso ablandarse; por eso, dando media vuelta, hizo intención de alejarse.
La joven se sentó de un salto.
—No marches, no me dejes... ¡Dios mío, ten compasión de mí! Sé que me moriré aquí, sin tu compañía. Por mi hijo, Víctor; por lo que más quieras... —suspiró con ansia, y añadió, con voz apagada y desfallecida—: Te quiero, Víctor; te quiero tanto, que soy capaz de ir yo a trabajar para los dos. Si te marchas, me veré precisada a tirarme al lago. Haré un disparate. ¡Víctor, Víctor...!
Él, inflexible, dijo, sin volverse:
—Aprecias demasiado tu vida para que tan fácilmente te tires al lago. En cuanto al cariño que puedas sentir por mí —aquí, la muchacha vio cómo la espalda varonil se encogía con absoluta indiferencia—, es una de tus comedias. Por mi parte, puedo decir que me inspiras solo indiferencia, que equivale a no inspirar nada.
Mildred volvió a tenderse desfallecida en la cama. Tenía las mejillas pálidas y la boca crispada con amargura. Supo que era inútil rogar de nuevo. Aquella voluntad era indomable, y ya nadie, ni siquiera el niño, podría hacerle variar sus planes.
—Bien —dijo, apretando al nene entre sus brazos, pues la voz descompuesta de su padre lo había despertado y lloraba débilmente—; si es que, pese a todo, marchas, nada más tengo que decirte. Tan solo quiero que sepas que jamás me moveré de este valle. Te esperaré siempre, siempre.
—¿Aun sabiendo que soy un aventurero y voy al encuentro de alguna emoción? —preguntó, volviéndose y clavando en ella sus ojos fríos y escrutadores.
—Tendría que ser tonta para que en estos meses que hemos convivido no comprendiera quién eres.
—¿Quién soy?
Ella notó la ansiedad que inflamaba aquellas palabras. Iba por otro camino más distinto, pues jamás se le hubiera ocurrido pensar que la personalidad de Víctor Montalbán iba asociada a otra que ella admiraba apasionadamente.
—Eres un hombre bueno que jamás ha disfrutado de un poco de felicidad. Yo no supe dártela, y ahora ya es tarde, según aseguras. Me basta con saber que eres tú, y, si alguna vez me has ofendido, he sido yo la culpable.
Víctor no quería saber más. Si permanecía allí medía hora, estaba seguro que su resolución se vendría abajo, y eso había que evitarlo de todas formas. Además, no había mentido cuando aseguró que tenía firmado un contrato para Roma. Era por tiempo indefinido, según él quisiera prolongarlo.
—Adiós —dijo apresuradamente, sin volver a mirarla—. Siento que intentes esperarme, ya que tal vez no regrese nunca.
Y desapareció.
Mildred apretó al niño en sus brazos y permaneció abstraída. Esperaría, esperaría aunque fuera toda la vida. Jamás había imaginado que pudiera quererlo tanto y tan inesperadamente. Hoy, vistas las cosas desde otro prisma diferente, su vida le parecía vacía sin él, y su amor se hacía inmenso, infinito.
Sabía que volvería; tenía que volver, porque sus oraciones irían todas a Dios, rogando por él, para que regresara a su lado y su vida pudiera encauzarse de otra manera.
El niño sería su consuelo. En él cifraría todas sus esperanzas, por él viviría y para él lucharía con denuedo.
La maternidad era algo sublime. A ella la había purificado de tal forma, que le parecía ver renacer en ella otra mujer. Esta que ahora lloraba, teniendo muy apretado al querubín, guardaba en su pecho un mundo de ternura, y su corazón lloraba apasionadamente, mientras acariciaba la carita sonrosada del nene.
VII
Los campos verdes se habían secado cuatro veces, cuatro veces los habían segado y cuatro tornaron a reverdear.
¡Qué largo fue aquel tiempo! ¡Qué largos días y qué fríos los meses! Interminables, monótonos y crudos los inviernos... Hacía cuatro años que Víctor se había ausentado del hogar. Le parecieron siglos interminables unas veces, otras cortos, tan cortos que alguna vez creía que eran meses, no años. Esto último sucedía cuando las risas del niño comenzaron a alegrar la casa y el parque, por donde correteaba seguido de cerca por la joven madre, que más parecía su hermana, no la mujer que lo había traído en sus entrañas.
Era maravilloso ver el cuadro que formaban. Ella, gentil y hermosa, luciendo en su rostro de facciones delicadas, hoy más exquisitas porque la maternidad idealiza a la mujer, una expresión de arrobo e infinita dulzura. Aquella melancolía que se apreciaba en el fondo de las pupilas la hacía más mujer, más interesante. Resultaba bellísima cuando, vestida de blanco, jugaba con el pequeño Víctor, cuyos grititos sonaban en el corazón de la madre como campanitas de plata.
Según el niño crecía, la madre amaba más al padre, de quien recibía de tarde en tarde una tarjeta. Ignoraba si había triunfado, puesto que en los periódicos jamás se mencionaba su nombre. En grandes caracteres continuaba apareciendo Manuel Milton cada día más admirado de todos los públicos del mundo, pero él nunca venía allí plasmado. Sentía su fracaso tanto como si le arrancaran un trozo de su propio corazón.
El niño parecía tener la misma afición que el padre, ya que iba a detenerse ante el piano, y sus deditos gustaban de correr por aquellas cosas blancas, de las que arrancaba una nota discordante y aguda... Cuando esto sucedía, la carita linda, rosada como una manzana en sazón, se alzaba con picardía, como si temiera ver en el rostro de la bella joven mamá una expresión de censura; pero como solo apreciaba un brillo extraño, que él ignoraba a qué atribuir, porque no sabía que las lágrimas producían aquel brillo, sus ojos sonreían alegres, volviendo de nuevo a posar sus deditos en el teclado.
Ahora ya tenía cuatro años; ya llamaba a mamá y a papá... Ella le había enseñado a nombrar aquellas cuatro letras con una ternura insospechada en la antigua Mildred Tasmin, la muchachita que, ignorando lo que era el mundo, se lanzó a él a ciegas, solo por un orgullo mal contenido.
Marta y Ramón se habían casado. Todos los verano venían al valle y la visitaban. Pero ella nunca quiso bajar al chalet, y eran ellos dos que subían mañana y tarde.
El verano había tocado a su fin, y Mildred quedó de nuevo sola con su hijo y el matrimonio amigo, que la adoraban, y a quien ella correspondía. La soledad de su alma los había acercado. Ahora Tomasa hablaba con su señora amigablemente, y el niño corría a ocultarse en las piernas de Juan cuya mano callosa rozaba con mimo insospechado en un hombre de su contextura hercúlea, los cabellos rizados del pequeño, alzándolo luego en sus brazos y cubriendo de besos la carita, fresca, cuyos ojos inteligentes, negros como los de su padre, parecía siempre interrogar.
—Este niño ha de ser muy listo —decía Juan—. Parece una ardilla.
—Su padre también lo es.
Era entonces cuando Mildred trataba de saber; pero la boca de los viejos siempre estaba cerrada a aquel respecto.
—¿Por qué lo sabes? Nunca me hablas de él, y yo sé que hay algo entre Víctor y vosotros que yo no comprendo.
—Verá usted visiones.
Siempre la misma o parecida respuesta. Mil recuerdos acudían entonces a la mente de Mildred, pero jamás sabría definir con exactitud, porque ellos no se lo permitían. Dejólos al fin, puesto que ya no ignoraba que de aquellas bocas fieles al deber nunca saldría una explicación, si Víctor no la ordenaba primero.
Sin embargo, estaba segura de que algo misterioso rodeaba la existencia de su marido, algo que escapaba a su percepción. ¿De qué se trataba? ¿A qué fin se lo ocultaban a ella? Estas y parecidas preguntas se hacía Mildred a sí misma sin hallar jamás una acertada respuesta.
Y al fin tuvo que darse por vencida y acoger la cosas como venían, pues de otra forma no haría sino amargarse la existencia, y necesitaba estar alegre y sonreír siempre, para que el pequeñuelo ignorara o que era una expresión dolorida en el rostro de la madre guapa.
* * *
Aquella mañana anheló como nunca poseer los discos de Manuel Milton. Desde que Víctor, con su cólera, los había destruido, jamás tuvo otro en su poder, y había de confesarse que anhelada como nada en la vida deleitarse de nuevo con aquellas melodías que le llegaba al alma. Sin embargo, hubo de conformarse y prescindir de ellas, puesto que no había de adquirirlas.
La mañana era clara. Una de esas mañanas luminosas que dejaba tras sí la helada escarcha. Aquel primero de diciembre trajo al corazón de Mildred otras muchas Pascuas, pasadas en Nueva York, al lado de su tío y numerosos amigos. ¡Qué diferente era todo! Y, sin embargo, no las añoraba. Al lado de su hijo habían transcurrido cuatro años dulces y amargos, pero a veces también el amargor tiene su encanto.
Tendida en una extensible en el jardín, leía distraídamente una novela de Ina Seidel cuando una que otra vez los ojos hacia el pequeño Víctor, cuyas piernecitas jugaban a correr tras el perro. Era una delicia inenarrable posar los ojos en la figulina exquisita y saberlo su hijo. Nunca había imaginado que se pudiera querer tanto a un trocito de nuestra propia vida, porque el nene era eso para ella.
Contempló por un momento sus evoluciones; luego, tornó a su lectura. Y fue entonces, en aquel preciso momento, cuando a sus oídos llegó, claro y vibrante, el trepidar de un motor. Alzó los ojos, y lo que vio dejóla paralizada. Un taxi se detenía a la entrada del parque, y una figura de hombre que saltaba al césped. Fue todo tan inesperado, que Mildred no tuvo tiempo ni de levantarse. Vio cómo un Víctor con el rostro impasible, los ojos muy abiertos, pero exentos de aquella expresión que ella esperaba hallar en la mirada de su marido, avanzaba lentamente, con paso majestuoso y sin apresuramiento alguno, después de haber despedido al taxista, hacia ella, dejando su mirada vaga en el niño, que había dejado sus juegos para reconcentrar toda su atención en el hombre que ya estaba a su lado.
Mildred se puso de un salto en pie y corrió a su lado.
—¡Víctor! —musitó, con un hilo de voz, cruzando sus brazos en torno al cuello y atrayéndolo hacia su pecho, aunque el hombre nada hizo por aproximársele—. ¡Víctor, Víctor! —susurraba como enloquecida, posando una y otra vez sus labios en la mejilla rasurada, dejándolos por último en los labios, que encontró fríos.
—Hola, Mildred —saludó fríamente como si se hubiera ido el día anterior, y no fueran cuatro interminables años—. El pequeño se ha hecho un hombre.
Mildred sintió que un frío glacial penetraba en su alma. Cogió al niño en sus brazos y se lo mostró.
—Es tu padre, mi vida —dijo muy bajo, pegando su rostro bonito, ahora pálido a causa de la emoción, en la carita del nene—. ¿No recuerdas al hombre que está en un papel, en el despacho? —añadió, sorbiendo las lágrimas—; pues es este. Bésalo, cariño mío.
En la carita del nene se plasmó una interrogante. Movió la boca como si quisiera decir algo, y volvió a cerrarla, al tiempo que echaba los bracitos en torno al cuello de su madre, que lo apretó contra su pecho.
—No es mi papá —musitó con su lengua torpe, mientras lo miraba con la cabeza ladeada.
Víctor dejó el maletín en el césped, y pidió, con inflexión bronca:
—Déjamelo un momento, Mildred.
—No «quero». —Y su carita volvía a ocultarse en el pecho de la madre, que tuvo de nuevo que sorber las lágrimas y alargárselo, aunque el chiquillo se resistía.
Después se apartó un poco. Los contempló con ojos húmedos. ¡Se parecían tanto! Cierto que en el rostro del nene resplandecía la alegría, brillaban sus ojos negros y la boquita sonreía, ya familiarizada con la cara que tenía muy cerca de la suya, pero no menos cierto que el rostro de su padre se hallaba triste y desencajado. Parecía que los sufrimientos se habían cernido sobre él con crueldad implacable. Vio cómo los brazos fuertes cerraban ansiosos el cuerpo de su hijo y que un brillo muy parecido a las lágrimas enturbiaba sus ojos. Las palabras salían de su boca entrecortadamente, como si la emoción le impidiera expresar toda la dicha que representaba encontrarse con aquella criatura, que cuatro años ante era un trocito de carne casi informe. Mildred quiso creer que todo el amor dormido durante aquel tiempo despertaba en el corazón del padre para el hijo, aunque pareciera ignorarla a ella. Sí, sentía como todo el corazón de Víctor, sus sentidos y la voluntad se iban tras el pequeño puesto que a ella no la había mirado dos segundos seguidos.
—¡Pequeño mío! —musitó muy bajo, cubriendo la carita de besos apasionados—. ¡Cuánto deseé este momento y cuánto lo temí...! ¡Mi vida!
Y luego permaneció extasiado contemplando el trozo de vida, que durante aquellos interminables años no se había apartado de su corazón, aunque demostrara lo contrario. Toda su ansia se hallaba cifrada en el hijo; toda su vida y su anhelo. Cuando ante un público exigente se sentaba ante el piano y luego se veía aclamado con delirante vibración, cuando veía los ramos de flores rodeando su figura, cuando luego en la calle lo señalaban al pasar, y miles de corazones se estremecían recordando sus melodías, el hijo estaba presente en su corazón y en su cerebro. Jamás había salido de él. Días y días, meses interminables pensando en la criatura que había nacido en el valle y esperaba quizá su llegada.
Ahora ya lo tenía en sus brazos, ya nadie le robaría la dicha que estaba experimentando, nadie, ni siquiera ella, que lo había tenido a su lado en aquel tiempo.
Al recordarla miró en todas direcciones, y no pudo hallarla.
—Mamá se ha ido —dijo, como dando una explicación pueril al pequeño, que también guiaba los ojos muy abiertos en todas direcciones del jardín.
—«Quero» ir con «eya» —pidió el pequeñuelo, intentando salir de los brazos que lo aprisionaban.
Y Víctor supo que el cariño de aquella criatura era todo de la mujer que había estropeado su vida. Mordióse los labios con fuerza, y por primera vez desde que había llegado la evocó, de pie a su lado, susurrando palabras entrecortadas, que decían mucho y, sin embargo, en su corazón no decían nada. La vio tal como cuando había llegado: linda, frágil, luciendo en su rostro la mirada luminosa de sus ojos brujos. La melena había crecido, y ahora se extendía como cascada por sus hombros esbeltos. Las formas de su cuerpo se habían formado con más precisión. La expresión, de sus ojos era más firme, más de mujer, y también los modales, pausados y plenos de distinción, le dijeron algo. Pero había tenido que ser la voz del nene quien despertara sus sentidos, ya que el corazón permanecía muerto para ella.
—Vamos en su busca —dijo, casi sin darse cuenta, echando a andar en dirección al chalet.
Juan y su mujer aparecieron en el umbral.
—¡Pero si es el señorito!
—¡Dios mío! —gritó Tomasa, mirando hacia dentro—. ¡Señora, señora! —llamó, emocionada—. El señorito acaba de llegar.
Se puso tan aturdida, que no sabía si ir para un lado u otro.
Víctor, con el niño en brazos, se detuvo ante ellos.
Sonrió dulcemente, dando una cariñosa palmada en la espalda de la buena mujer.
—Ya lo sabe, amiga mía. Ya me ha visto.
Y apretó los brazos en silencio, mientras contenía a duras penas la emoción que lo embargaba.
—¡Oh, señorito! Me parece mentira, y lo estoy mirando.
—¿Pensaba que no iba a volver nunca?
—No —negó, rotunda—. Sabía que volvería, pero hacía tanto tiempo que marchó...
—Cuatro años no es una vida.
Y tras aquellas palabras, dichas con mucho cariño, apretó al niño entre sus brazos, penetrando en el saloncito, donde Mildred, de pie ante el ventanal, miraba con ojos vagos el confín del valle.
—Aquí te lo traigo, Mildred —dijo alegremente, escondiendo la admiración que ella le inspiraba—. No quiere mis brazos.
Mildred dio la vuelta, y toda la luz que irradiaba de sus ojos dio de lleno en la faz del hombre, que parpadeó repetidas veces, como alucinado.
Estaba más hermosa que nunca. Hasta sus ojos tenían otro brillo, quizá menos magnético, pero más dulce, infinitamente más humano, más de ella y menos de la Mildred que él había conocido por primera vez. Con el niño en brazos, se le aproximó.
—Me parece mentira, querida —dijo, clavando en ella sus ojos—. Deseé tanto este momento, que ahora que ya lo tengo ante mí no quiero creerlo.
—Nadie te obligó a hacerlo tan largo.
—Muchas veces no es preciso verse obligado para hacer una cosa que consideramos indispensable.
—Ya...
Y como el niño quisiera ir a sus brazos, lo cogió, apretándolo muy fuerte contra su pecho palpitante. Los ojos de Víctor estaban fijos en ella, pero los de Mildred rehuyeron la mirada, preocupándose tan solo de su hijito, cuyos brazos se adherían a su cuello, mientras un efluvio de palabras salía de la boca infantil.
—Ahora jugaremos los «tes», ¿verdad, mamita? Papá me ha «prometido» un balón. Los «tes» haremos un partido y jugaremos en el jardín. Ahora déjame ir con Juan, mamita. Dijo que íbamos a nadar el bote en el lago.
—Primero besa a papá. Después, puedes marchar con Juan.
El nene obedeció en silencio. Luego, salió corriendo tras el jardinero, que lo esperaba en el vestíbulo.
Ambos, al quedar solos, permanecieron silenciosos. Mildred dejóse caer en una extensible en la próxima terraza, a donde la siguió Víctor.
—Creí que no estarías aquí —dijo, deteniéndose a su lado y contemplándola desde su altura—. La última tarjeta la recibí hace seis meses.
—Contesté a todas las tuyas.
Era un reproche, y Víctor no se disculpó. Lanzó sobre ella una mirada indefinible, sin haber dado una respuesta.
Mildred volvió a decir:
—Además, había jurado esperar, aunque me muriera de tedio, en este valle.
—Y ha sucedido así.
No preguntaba. Era una afirmación que se hacía a sí mismo para darse quizá una razón por la cual no había vuelto en todo aquel tiempo.
Mildred mirólo en rápida ojeada. Después, guiando los ojos en dirección recta, manifestó con ardor:
—Te equivocas. Mi hijo es hoy el compendio de mi vida. A su lado no sentí necesidad de otra cosa.
—¿Ni de mí?
—De ti, menos que de nadie. Recuerda siempre, y no te olvides, que deseo la compañía de una persona que a su vez desee la mía; si esa persona se me muestra indiferente, yo también lo soy.
—Eso quiere decir...
Cortó secamente, poniéndose en pie. Parecía que toda la personalidad que había huido al llegar él volvía a incrustarse en su ser a medida que comprobaba cómo los ojos de Víctor relucían apasionadamente, como sintiendo todo lo que antes, lo mismo que en aquella noche entreabría su boca en una mueca de anhelo.
—¡No quiere decir nada! Soy feliz viviendo de esta manera, y puedes marchar mañana mismo.
—No, Mildred. Vine para no marchar jamás, si no es en compañía de vosotros dos. —Pareció dudar. Luego añadió, con voz ronca—: Necesito vuestro cariño. Vine a buscaros. —¿A buscarnos?
—Sí. Quiero que conozcas a mis padres.
Los hermosos ojos de Mildred se abrieron desmesuradamente.
—No te comprendo.
—Nos esperan en Madrid.
—Pero si tú nunca has tenido a nadie en el mundo...
—¡Qué sabes tú!...
—Me lo has asegurado.
—Te engañé, Mildred. Cuando me casé contigo lo hice por un deseo muy imperioso. No creas que ignoraba nada relacionado contigo... —Después añadió, con rabia—: ¿Has dejado de amar al hombre que solo deseaba tus millones?
Mildred se agitó, confusa.
—¡Has mentido!
—Contesta lo que te pregunto.
—¿Y si no quisiera? —preguntó, retadora, quedando firme y rígida ante él—. Supón que aún lo amara, supón que te aborreciera, supón...
No pudo terminar. Los brazos de Víctor se cerraron fuertemente en torno a su cintura.
—Continúa. Di lo que ibas a decir. ¿O es que me tienes miedo?
Tenía los ojos de él muy cerca de los suyos. La boca viril, excitada y temblorosa, rozaba su cuello. Se estremeció violentamente e intentó apartarse de su lado, pero no lo consiguió. Víctor la tenía pegada a su pecho con tal fuerza que le hacía daño.
—Vine a este valle con un solo deseo: saber si aún me esperabas, sintiendo cómo el corazón se me rompía pensando que me dejaras solo, con mi recuerdo. Ahora que te tengo aquí, ahora que te siento palpitar en mis brazos, jamás te dejaré, ¿lo oyes, Mildred?, ¡jamás...!
Si dijéramos que una lluvia de besos cubrió el rostro de Mildred, hubiera resultado algo ridículo. Fue uno solo y en los labios. Pero duró tanto casi como la misma vida. Quedó extenuada, doblada contra el pecho del hombre. No hubo palabras, ni emoción. Todo sucedió callando. Víctor leyó en aquellos ojos un mundo de miedo y se echó a reír.
—Eres una criatura —dijo, sin soltarla, y acariciando los rizos brillantes—. Cuando llegue aquí me sentí deprimido y decepcionado, pues deseaba que te hubieras marchado para ir a tu encuentro y arrancarte de los brazos de mi rival. —Rio entre dientes—. Soy un imbécil. Soy también una criatura, pese a mis treinta años. ¿Cuántos tienes tú, Mildred?
—Veinte.
—¡Qué exigente soy, querida! ¡Robar tu juventud es imperdonable!
No lo comprendía muy bien. Sabía tan solo que en sus labios había miel, y que deseaba con ansia volver a paladear su dulzura.
Pero no fue así. Víctor la soltó. Paseóse por la galería, hasta que de nuevo vino a detenerse ante ella, cuyos ojos, húmedos de llanto, estaban vagando por el paisaje que se divisaba a través del ventanal.
De pronto se irguió cuan alta era, y como si un pensamiento repentino viniera a interrumpir su prematura felicidad, dijo, alzando la cabeza y clavando sus ojos retadores en la faz del hombre:
—¡Tú no me quieres!
Víctor sonrió en una mueca.
—Eres muy hermosa, Mildred. Cuando te conocí eras diferente, y, sin embargo, te quise.
—¡Jamás me has querido!
—No digas tonterías. Eres muy bonita y eres la madre de mi hijo.
—¿Solo me quieres por eso?
—Siempre me hice a la idea de que seríamos un matrimonio feliz.
Al parecer, no había nada más dentro de su corazón. Mildred le dio la espalda y subió de un salto las escaleras que la separaban de su cuarto.
No se lanzó sobre el lecho. Quedó jadeante con la espalda pegada a la puerta. Respiraba con dificultad y en los ojos sentía un ardor terrible.
Venía cambiado. Quizá en aquellos cuatro años se apartó de él toda sensibilidad. Había dicho que le gustaba, que era hermosa y madre de su hijo. ¡No, no! De aquella forma jamás consentiría en darle toda la dulzura que para él guardaba en su alma de niña. Porque era una chiquilla. Toda la experiencia la había adquirido a su lado, ¡toda!
—Mildred, abre —dijo una voz irritada al otro lado del tabique.
Después ya lo vio a su lado de nuevo.
—Eres una criatura, Mildred. Te digo que estás muy hermosa, y te pones a hacer escenas.
—¡No quiero gustarte!
—Todas las mujeres gustan a sus maridos.
—Pero existe algo más que yo no veo en tus ojos. Antes, cuando nos conocimos, cuando te encontré en aquel bar y te pedí que consintieras en casarte conmigo, me pareciste otro hombre. En tus ojos no había esa luz fosforescente que ahora reluce con destellos crueles. Mirabas dulcemente y jamás me hurtaste tu consideración. Fue después, cuando me trajiste aquí.
—Eso pertenece al pasado.
—Lo tengo más presente que nunca.
—¿Y no te satisface?
«¡Dios mío! —se dijo Mildred, apretando las manos tras la espalda y mordiendo los labios con fuerza—. Este hombre no parece el mismo. Cierto que ya me humilló a los cinco meses de unir mi vida a la suya; pero jamás vi en sus ojos esta mirada inexpresiva que parece un trozo de hielo...».
—¡No! —gritó desesperadamente, dando un paso hacia atrás y alejándose de su lado—. No; lo tengo presente, porque es mi pesadilla, porque odio todo lo que sufrí, porque te odio a ti con todas las potencias de mi ser.
Y después quedó jadeante, con los ojos muy abiertos, y las manos cerradas tapando su boca.
Víctor fue aproximándosele lentamente. Ahora la expresión de sus ojos era ardiente, parecía que un volcán de pasiones afluía del corazón asomando a los iris en una llamarada de contenida rabia.
—Cuando me casé contigo —dijo entre dientes—, no lo hice por mi propio gusto. Alguien me pidió con el alma en la boca que le ayudara a disuadirte. Después, cuando comprobé que eras la misma muchacha que la noche anterior vi sentada ante un piano, tratando de entender aquellas teclas blancas, me dije que aún dentro de ti quedaba algo de alma...
Hizo una pausa. Después añadió, de súbito:
—Me equivoqué. Sin embargo, seguí el ruego de tu tío, solo por complacerlo. Había algo en mí que me empujaba, creyendo quizá que pertenecías a la clase de mujeres sentimentales que aún saben amar. ¡Bah! El equívoco lo pagué luego, cuando una fuerza superior me empujaba por ese mundo que me ayudó a encontrarme a mí mismo.
Ahogó las palabras y permaneció callado, frente a ella, cuyos ojos lo contemplaban como alucinada.
—Ya lo sabes todo —añadió, bronco—. Fui a visitar a tu tío por orden de mi padre. No tenía ningún deseo de casarme, ninguno. ¡Cuánto mejor hubiera hecho de haber obedecido a mi otro «yo»!
—¡Mi tío! —replicó ella, con modulación lenta, como si mordiera las palabras. De pronto alzó el rostro, y dijo, con resolución desesperada, pues parecía que un mundo se había desplomado sobre ella—: Me iré. No quiero volver a España jamás... Mi hijo... que quede contigo. Yo..., yo me iré al fin del mundo.
Víctor se encogió de hombros.
—Si aún quieres a tu primer amor, puedes marchar; de otra forma, te lo prohíbo.
—¡Querer a otro!... —dijo bajito, con los ojos muy abiertos—. Yo nunca quise a nadie más que a... —Pasó una mano por al frente—. No sé lo que digo. ¡Dios mío...! —Y añadió, dando un paso hacia el umbral—: He de marchar sin remedio.
Él se le interpuso:
—¿Por qué? ¿Qué tiene de particular que tu tío me haya conducido a ti? El Destino es muy juguetón, Mildred. Quizá yo hubiera ido a la noche siguiente hasta el ventanal de tu casa y te hubiera visto de nuevo. Podía enamorarme de ti, pedirte en matrimonio. De todas formas, estaba destinado que habíamos de ser uno del otro, y ya lo somos.
—¡No quiero serlo!
—Escucha, Mildred. Tenemos un hijo; nuestro deber es ser para él cariñosos, buenos... Si ahora marchas, el odio en mi perdurará siempre, toda la vida. A Víctor no lo llevarás, porque eres tú quien deja el hogar. —Sus ojos se oscurecieron más. Y lo que añadió después fue una amenaza que Mildred no ignoraba que se hubiera cumplido implacable—. Si te marchas, toda mi vida la dedicaré a enseñarle que aborrezca el recuerdo de su madre. Haz lo que quieras. Yo te quise mucho, es posible que aún te quiera, y si te lo propones estoy seguro que llegaré a adorarte, a enloquecerme por tu cariño.
Y salió de la estancia, dejándola sola.
Por espacio de minutos. Mildred permaneció donde él la dejó, erguida y temblorosa, de pie al lado de la cama. Después pareció estremecerse, sacudida por una violenta llamarada de pasión. Pensó que tenía sin remedio que hacer la maleta y marchar, volar hacia cualquier rincón del planeta, antes que permanecer allí un solo segundo. Adelantaba un paso, como si ya se dispusiera a llevar a cabo su propósito, cuando la puerta de la alcoba volvió a abrirse, y la voz de Víctor se oyó tiernísima al otro lado, mientras su mano empujaba la figulina del pequeño.
—Anda mi vida. Vete y dile a mamá que no haga tonterías. Dile que tiene que vivir para ti y tu padre, y que en ninguna parte la necesitarán tanto como en el chalet del valle.
Mildred alcanzó el niño en sus brazos, al tiempo que la puerta volvía a cerrarse silenciosamente. Apretólo contra su pecho y lloró con ansia.
—¿Te han echado agua en la cara, mamita? Voy a reñir a Juan, ¿eh? A mi guapa mamá no la lastima nadie.
Mildred reanudó sus sollozos, mientras el nene se apretaba tembloroso contra ella.
VIII
No se fue.
Hubiera sido imposible dejar lo que más quería por un tonto orgullo. A última hora, ella no tenía la culpa de que su tío fuera un descarado. En medio de todo, se sintió contenta, puesto que comprobaba como Víctor no era un aventurero, sino todo lo contrario.
Cuando a la noche apareció en el comedor, Víctor no demostró que recordaba la resolución de ella. Lanzó sobre su figura exquisita una mirada de aprobación, y se levantó para retirarle la silla.
El pequeño Víctor ya se hallaba en cama; por eso, al sentirse sola a su lado, se revolvió, molesta.
—Había olvidado decirte —dijo el músico, sin alzar los ojos del plato— que tu tío está en Madrid con mis padres. Siempre fueron muy amigos —añadió, sin dejarle hablar—. Han prometido venir todos para la semana próxima, si antes no íbamos nosotros. Creo que harán lo primero, porque yo me encuentro muy bien aquí.
—¿Quién eres tú?
—¡Qué Cosas más raras preguntas, querida! Soy un hombre, creo yo. Un hombre como los demás: con sus aspiraciones, sus ideales, sus pasiones... —Rio alegremente, levantándose y viniendo a su lado—. Soy yo, Mildred; creo que es bastante —concluyó, saliendo luego del comedor.
La muchacha quedó allí, silenciosa y pensativa. Algo existía aún que escapaba a su perspicacia. Algo que no sabría hasta que Víctor quisiera.
—Víctor —llamó.
—Voy a fumar un cigarrillo en el jardín, Mildred. Ven tú, si quieres.
Pero Mildred no fue.
Los días se deslizaron vertiginosamente. Fueron cuatro los transcurridos antes que la chispa prendiera fuego a ambos corazones.
Aquella noche, Mildred acostó al hijito y salió luego al jardín. Necesitaba despejar algo al cabeza. Parecía que se hallaba mareada desde la llegada de él.
Pisó con fuerza el césped y anduvo sin rumbo durante mucho rato. Las estrellas, desde la bóveda grisácea, parecían burlarse de su apresurado caminar. Desde la esquina del cielo, la lima dejaba ver unos destellos muy tenues. La noche era oscura, pero cálida y agradable. Mildred detúvose al lado de un árbol y miró en torno con vaguedad. A su mente acudían miles de recuerdos. Todos los que la atormentaban desde aquella noche inolvidable.
—La caperucita se ha perdido.
Se sobresaltó. Lo tenía allí, mirándola con sus ojos negros y penetrantes.
—No me he perdido. Eso pudo suceder algún día; hoy, todo esto me es familiar.
Y extendía el brazo con voluptuoso placer. Víctor alcanzó aquella mano y la llevó a los labios. Besó su palma tibia con ansia y arrobo.
—No seas niño.
—¡Mildred!
Tuvo miedo de aquella voz, que cada vez se aproximaba más y más se introducía en su corazón, robándole voluntad.
Enderezó el cuerpo y permaneció rígida a su lado. Hoy no era entonces, y quizá aquel mismo amor le proporcionara fortaleza suficiente para mantenerse en su lugar de mujer. Sin embargo, sus juicios resultaron demasiado atrevidos, puesto que Víctor nada hizo por atraerla. La quería de otro modo. Cierto que la deseaba con todas las potencias de su ser, pero... había otra cosa que antes no existía: había ternura y respeto.
—Esta noche es de los enamorados —dijo muy bajo quedando frente a ella, cuyas manos aún permanecían muy apretadas en las del hombre—. ¿No te gustan estas noches, Mildred?
—Sí.
—¿No sabes lo que sientes?
—¿Por qué me preguntas eso?
—No lo sé. Quizá es porque yo siento tanto.
—¿Qué sientes?
—Ansias de amar. De sumergir todo mi ser en un cariño, morir por él, vivir para alimentarlo. ¡Qué sé yo! Muchas veces me digo que estoy loco; después, analizando a fondo mis sentimientos, no hago más que decirme que soy un ser normal, como existen cientos de ellos, solo con la diferencia que yo ya estoy queriendo, y no me corresponden.
—Pide que lo hagan. Cuando se ama así, la llama tiene que despertar en el corazón amado.
—Mildred, nunca me has besado por tu propia iniciativa.
—No lo deseo.
—¿Estás segura?
Mildred se agitó, nerviosa. Toda su resolución iba a venir abajo si continuaban allí, rodeados de misterio.
Además, los ojos que se clavaban ávidos en los suyos, le producían un extraño escalofrío. Parecían más negros que nunca, más insondables.
—Lo estoy.
—Dime, Mildred; ¿te importaría hacerlo ahora?
—¡Me importaría!
Y se desprendió de un lado porque ya se sentía medio embrujada.
—¡Mildred!
Después, al no obtener respuesta, corrió a su lado y la alcanzó en lo más espeso del bosque.
—¡Chiquilla!
Era un susurro tenue, enloquecedor. Mildred hizo un último esfuerzo por desprenderse de aquellos brazos, pero no pudo.
—¡Bésame! —pidió de nuevo la voz enronquecida—. Deseo que lo hagas, como jamás deseé nada en la vida.
La tenía oprimida contra su pecho. La muchacha echó la cabeza hacia atrás, y toda la luz magnética que irradiaba de sus pupilas entornadas dio de lleno en la faz del hombre.
—¿Te gustaría que lo hiciera?
—No coquetees, porque entonces...
—Voy a besarte, Víctor.
Lo dijo muy despacio, y tan bajito, que la noche se llevó con su brisa el suspiro.
Después... ¿Qué sucedió después? El corazón de Víctor se estremeció violentamente, y Mildred quedó pegada a aquel cuerpo que palpitaba vibrante muy cerca del suyo.
Cruzó el cuello varonil con sus brazos, jugó con los cabellos negros, enroscó sus dedos con voluptuoso placer en los rizos del hombre, y luego... sus labios juguetearon con la boca viril, hasta que esta la prendió en la suya, dejándola sin respiración, mientras que los brazos hercúleos la apretaban delirante de pasión contra su pecho.
Mildred se apartó, un tanto. Se agitó, avergonzada.
—¡Déjame! —pidió, con un hilillo de voz—. Me has dejado extenuada.
—Te mataré, Mildred, te mataré, y luego... luego volverás a resucitar para mí. ¡Mildred, Mildred...!
La muchacha hizo un último esfuerzo y se desprendió de aquellos brazos que parecían hierro y sabían a ternura.
—Te he manchado de carmín.
Víctor extendió los brazos para alcanzarla de nuevo. No pudo hacerlo. Ella se perdía en la espesura, camino del chalet.
—Me has quemado el alma —dijo, pasando una mano por la frente y haciendo un inmenso esfuerzo para mantenerse sereno—. ¡Dios mío...! Terminaré por enloquecer si Mildred no me escucha.
* * *
Ahora está allí, ante el piano de la torre. Lo miraba como hipnotizado.
Aún sentía la embriaguez del deleite que los labios de ella le habían proporcionado.
La partitura estaba abierta. Tristeza parecía pedir algo, que entendía su corazón. Sí, su corazón pedía aquella. La había creado pensando en ella. Era lo único que le quedaba si Mildred insistía en negarse a acceder a sus ruegos.
Casi sin darse cuenta se vio sentado ante el piano. Hacía más de cuatro años que no lo abría, y aquella noche, después de haber bebido el filtro amoroso, unos anhelos imperiosos le atenazaron con brusquedad.
Dejó correr los dedos por el teclado y las notas se esparcieron, vibrantes y prolongadas. Un frenesí de ansias lo dominó, y después ya solo vivió para la música. No existía nada más. Los minutos corrieron veloces, mientras que las notas dulcísimas parecían llenar los ámbitos. Tristeza se estremecía bajo aquellos dedos que, palpitantes, se deslizaban por las teclas blancas, desprendiéndose de ellas un gemido, que primero era sollozo y después susurro tenue, enroquecedor...
Un suspiro ancho y hondo llegó a los oídos de Víctor, quien dio la vuelta en redondo, encontrándose con los ojos brillantes de Mildred, cuyas manos se extendían hacia adelante como implorando.
—¡Mildred! —gritó el hombre, alzándose de un salto y corriendo a su lado. La apretó entre sus brazos con frenesí, con delirio de loco—. ¡Mildred, Mildred! —repetía una y otra vez, mientras sus labios se prendían avariciosos en la garganta blanca y palpitante—. Era para ti, Mildred. Para ti la creé, para ti la toco...
La muchacha pareció despertar de un sueño profundo. Lo miró con fijeza, con desvarío.
—Tú... tú eres... —Aspiró hondo. Parecía ahogarse. ¿Cómo había sido tan ciega?—. ¿Tú eres Manuel Milton? —terminó, en un sollozo, ocultando la cara en el pecho viril.
—¡Mi vida...!
—¡Eres él, eres él! —repetía, como fascinada, alzando de nuevo la cabeza y rodeando con sus brazos el cuello ancho—. Dime que eres él. ¡Dímelo!
Víctor no se lo dijo con palabras. Fueron los ojos apasionadamente fijos en los suyos quienes llevaron la respuesta.
—¡Oh, chiquillo! —susurró, entrecortada—. Siempre has sido mi ídolo, siempre, siempre...
Los brazos de Víctor la alzaron en vilo.
—¿A dónde me llevas?
—Al paraíso, Mildred; al paraíso.
El piano quedó abierto. La partitura parecía desierta. Solo allí, en los dominios de Mildred, un suspiro contenido, un beso largo, interminable, y mucho amor, tanto, que ambos creían vivir un sueño y no la maravillosa realidad que se llamaba pasión.
* * *
Fue a la mañana siguiente cuando llegó el auto de los Milton quienes, al tener al pequeño Víctor en sus brazos, creyeron vivir de nuevo los años mozos, cuando el indómito chiquillo se empeñaba en permanecer horas y horas ante aquel instrumento que su padre llamaba piano.
—Es igual que tú, hijo.
Víctor se esponjó de placer. Miró a su esposa con mimo, y díjole al oído, inclinándose mucho hacia ella:
—Voy a celarme.
Mildred oprimió su mano con apasionamiento.
—El cariño de mi hijito es muy grande; pero tú... tú eres mi vida.
Luego desprendióse de su lado y fue a abrazar a sus suegros y a su tío, a quien amenazó con el dedo.
—Nunca te perdonaré lo que me has hecho.
El viejo lord la abrazó, emocionado.
—Te di la felicidad, hijita.
No tuvo que responder, porque era cierto. Miró en todas direcciones, y no vio más que rostros sonrientes, plenos de felicidad. Luego miró a Víctor, hallando una expresión radiante, apasionada.
—Aún no le conté a Mildred por qué me casé con ella. Vosotros quedad con el niño, mientras yo la llevo por el bosque y se lo diré todo.
Los tres sonrieron, comprensivos.
Cuando Mildred se vio en aquel lugar que tantos recuerdos guardaba para ella, preguntó, burlona:
—¿Qué tienes que decirme, si ya me lo dijiste todo ayer?
Víctor la prendió entre sus brazos, y dijo, ronco, apasionadamente:
—Tengo que contarte mi amor. Aunque esté hablando toda la vida, nunca terminaré de decir todo lo que te quiero.
Y después de aquel beso largo, interminable, consideramos más prudente retirarnos.
F I N
Título original: Matrimonio por seis meses
Corín Tellado, 1951