EL CUENTO DE SANTA AMY (Orson Scott Card)
Publicado en
mayo 02, 2025
Madre podía matar con las manos. Padre podía volar. Son milagros. Pero entonces no eran milagros. Madre Elouise me enseñó que entonces no eran milagros.
Soy hija de Destructores, nacida mientras el ángel estaba en ellos. Por eso me llaman Santa Amy, aunque nada veo en mí que me haga más santa que otra anciana. No obstante, Madre Elouise negaba el ángel, y estaba en ella.
Pasad los dedos por la tierra los que leéis mis palabras. Coged vuestras azadas de hierro, vuestras picas de piedra. Cavad hondo. No hallaréis sepultadas antiguas obras del hombre. Pues los Destructores pasaron por el mundo, y el fuego consumió la vanidad, y el orgullo se despedazó cuando lo tocó la brillante mano de Dios.
Elouise se inclinó ante el teclado del ordenador. Alrededor palpitaban las máquinas, las pantallas exhibían información. Elouise sólo sentía fatiga. Se había inclinado porque por un instante la había dominado el vértigo. Como si debajo del avión el mundo hubiera desaparecido lanzándose hacia una estrella en fuga y aterrizar fuera imposible.
«Y es verdad —pensó—. Será imposible aterrizar en el mundo que conocí».
—¿Los viejos ordenadores te dan pena?
Elouise se volvió sobresaltada y miró a su esposo Charlie. El avión se ladeó pero, como marineros habituados al vaivén del mar, se adaptaron sin pensarlo y no repararon en el desequilibrio.
—¿Ya es mediodía? —preguntó.
—El equivalente del mediodía para el resto de los mortales. Ya estoy cansado de pilotar esta cosa, y me alegra que Bill esté en los controles.
—¿Tienes hambre?
Charlie negó con la cabeza.
—Pero Amy tal vez sí.
—Mirón —dijo Elouise.
A Charlie le gustaba mirar mientras Elouise amamantaba a su hija. Pero a pesar de la acusación, Elouise sabía que no había nada sexual en ello. A Charlie le gustaba que Elouise fuera la madre de Amy. Le gustaba que Amy succionara como una ternera, un cordero o un cachorro. Había dicho: «Es lo mejor que conservamos de los animales. Lo mejor que no descartamos».
«¿Mejor que el sexo?», había preguntado Elouise, y Charlie había sonreído.
Amy jugaba con una muñeca en el único espacio despejado del avión, cerca de la puerta de salida.
—Mami mami mami —dijo Amy. Se levantó y tendió los brazos para que la alzaran. Vio a Charlie—. Papi papi papi.
—Hola —dijo Charlie.
—Hola —respondió Amy—. Hola. —Acababa de aprender esa palabra, y exageraba la pronunciación. Amy jugó con los botones de la camisa de Elouise, tratando de desprenderlos.
—Glotona —rió Elouise.
Charlie le desabrochó la blusa y Amy encontró el pezón después de un intento en falso. Succionó ruidosamente, apoyando la mano en el pecho de Elouise mientras mamaba.
—Me alegro de que estemos a punto de terminar —dijo Elouise—. Está muy mayor para amamantarla.
—En efecto. La avecilla debe irse del nido.
—Ve a acostarte —dijo Elouise. Amy reconoció la frase. Se apartó.
—Momí —dijo.
—Así es. Papá se va a dormir —dijo Elouise. Charlie se quitó casi toda la ropa y se tendió en la litera. Sonrió, se volvió y se durmió de inmediato. Estaba en sintonía con su cuerpo. Elouise sabía que despertaría exactamente seis horas después, cuando le tocara ocuparse de los controles.
La succión de Amy era ahora un placer sutil, aunque había sido doloroso los primeros meses, y también cuando a Amy le salieron los primeros dientes y aprendió para su deleite que podía hacer gritar a la madre con sus mordiscos. Pero era mejor amamantarla que darle la papilla predigerida que servían en el avión. Elouise pensaba que era aún peor que la ternera asada en microondas que imponían a los pasajeros comerciales. Sólo ocho años atrás. Y habían calibrado el combustible con tal exactitud que cuando cargaron la última partida de gasolina en el último tanque de almacenamiento el tanque estaba vacío; quemarían el último petróleo procesado, en vez de regresarlo a la tierra. Todos sus escondrijos habían desaparecido, y estarían a merced del mundo que habían creado.
Pero había trabajo que hacer, la tarea final, los chequeos finales. Elouise sostuvo a Amy con su brazo mientras usaba la mano libre para teclear el último programa que su papel de comandante le exigía usar. Elouise/Privado, tecleó. Profesores, profesores, veo a alguien en paños menores, tecleó. En la pantalla apareció la advertencia que ella había puesto allí: «Puedes creer que tienes suerte al encontrar este programa, pero a menos que conozcas las palabras mágicas, una alarma sonará en todo el avión y te pillaremos. No tienes salida, bobo. Besos, Elouise».
Elouise, por supuesto, conocía las palabras mágicas. Einstein apesta, tecleó. La pantalla se puso en blanco, la alarma no sonó.
¿Disfunción?, preguntó. «Ninguna», respondió el ordenador.
¿Intromisión?, preguntó, y el ordenador respondió: «Ninguna».
¿Informes?, preguntó otra vez, y el ordenador parpadeó: «AFscan-P7bb55».
Elouise no estaba adormilada, pero se sobresaltó y se inclinó bruscamente, molestando a Amy, que se había dormido.
—No no no —dijo Amy, y Elouise se obligó a ser paciente. Calmó a su hija antes de seguir indagando. Su programa guardián había detectado algo. Traición. Algo que nunca hubiera esperado en su grupo, en su avión. Otros grupos de Rectificadores (Destructores, se autodenominaban, adoptando el nombre que les daban sus enemigos) habían tenido sus espías y sus timoratos, pero Bill, Heather y Ugly-Bugly no eran traidores.
Especifica, tecleó.
El ordenador especificó.
En Virginia del Norte, mientras el avión seguía su ruta para hallar y destruir todo lo que estuviera construido con metal, vidrio y plástico, el itinerario se curvaba ligeramente al sur y luego ligeramente al norte, de modo que una franja de dos kilómetros de longitud y sesenta metros de anchura podía contener algún artefacto no biodegradable oculto, y si Elouise no hubiera interrogado a su programa, jamás lo habría sabido.
Pero tendría que haber sabido. Al curvarse el curso del avión, tenían que haber sonado alarmas. Alguien había penetrado la primera línea de defensa. Pero no podían ser Bill ni Heather. No tenían conocimientos para desarticular un programa burbuja. ¿Ugly-Bugly?
Sabía que no era la fiel Ugly-Bugly. Imposible.
El ordenador parpadeó: «Orden M577b, command mo4, intwis CtTttT». Era una disculpa. A bordo alguien había descubierto el programa maestro de alarma y el programa maestro del programa maestro. No es culpa mía, decía el ordenador.
Elouise titubeó un instante. Miró a su hija y apartó un rizo de pelo rojo del ojo de Amy. La mano de Elouise temblaba. Pero era una mujer de hielo, sí, gélida donde la compasión conmovía a otras mujeres. Se enorgullecía de ello, de haber congelado los últimos rincones sentimentales, dejándolos tan rígidos que sólo titubeó un instante. Tendió la mano y pidió el código de acceso utilizado para realizar la traición, pidió el nombre del traidor.
El ordenador era aún menos compasivo que Elouise. No titubeó en absoluto.
El ordenador no subrayó. Las letras de la pantalla eran de tamaño normal. Pero para Elouise las palabras fueron un grito, y respondió con un chillido silencioso.
Charles Evan Hardy, b24ag61-estado WA.
Charlie era el traidor. Charlie, su dulce esposo de cuerpo duro, quien en secreto procuraba frustrar el fin del mundo.
Dios ha destruido el mundo antes. Una vez con un diluvio, cuando Noé afrontó la tormenta en el Arca. Y una vez la torre del orgullo del mundo fue destruida en la confusión de lenguas. Las otras veces, si las hubo, han sido olvidadas.
Es probable que el mundo sea destruido de nuevo, si no nos arrepentimos. Y no penséis que podéis esconderos de los ángeles. Comienzan como personas normales, y nunca se sabe quiénes son. De pronto Dios les confiere el poder de destruir, y destruyen. De pronto, cuando termina la destrucción, el ángel las abandona y se vuelven personas normales. Como mi madre y mi padre.
No recuerdo el rostro de Padre Charlie. Yo era demasiado pequeña.
Luego Madre Elouise me hablaría a menudo de Padre Charlie. Nació al oeste, en una tierra donde el agua llegaba hasta las parcelas a través de zanjas, casi nunca del cielo. Era una tierra dejada de la mano de Dios. Allá los hombres creían vivir sólo por la fuerza de sus manos. Los hombres cavaron sus zanjas y se olvidaron de Dios y se volvieron científicos. Padre Charlie se volvió científico. Trabajaba con animales diminutos, rompiendo el núcleo del núcleo y combinándolos de nuevas maneras. Había muchos núcleos rotos donde él trabajaba, y uno de los animalillos escapó y mató gente hasta que yacieron en grandes pilas como peces en la bodega del barco.
Pero esto no fue la destrucción del mundo.
Oh, eran gigantes en esos tiempos, y se olvidaron del Señor, pero cuando sus gentes yacían en pilas de carnes putrefactas y huesos quebradizos, recordaron que eran débiles.
Madre Elouise decía: «Charlie vino llorando». Así fue como Padre Charlie se transformó en ángel. Vio lo que habían hecho los gigantes por creer que eran más grandes que Dios. Al principio pecó en su congoja. Una vez se cortó la garganta. Le inyectaron la sangre de Madre Elouise para salvarle la vida. Así se conocieron: en el bosque donde él había ido a morir a solas. Padre Charlie despertó de un sueño que él había creído sería eterno para ver a una mujer acostada a su lado en la tienda, y un médico inclinado sobre los dos. Cuando vio que esa mujer había dado su sangre con tal generosidad, olvidó su deseo de morir. La amó para siempre. Madre Elouise decía que él la amó hasta el día en que lo mató.
Cuando terminaron, practicaron una especie de ceremonia, como un festejo.
—Una bendición —dijo Bill, bebiendo solemnemente la ginebra—. Amén y amén.
—Mi turno —dijo Charlie, entrando en la cabina. Entonces notó que todos estaban allí y que bebían la última ginebra, la botella que habían guardado para el final—. Bien, afortunados nosotros.
Bill se levantó de los controles del 787.
—¿Alguna preferencia para descender? —preguntó. Charlie ocupó su lugar.
Los otros se miraron. Ugly-Bugly se encogió de hombros.
—Dios, ¿quién ha pensado en ello?
—Venga, todos somos futuristas —dijo Heather—. Debéis saber dónde queréis vivir.
—Dentro de dos mil años —dijo Ugly-Bugly—. Quiero vivir en el mundo tal como será dentro de dos mil años.
—Ugly-Bugly opta por la resurrección —dijo Bill—. Sin embargo, yo añoro el seno de Abraham.
—Virginia —dijo Elouise. Se volvieron hacia ella. Heather rió.
—Resurrección —salmodió Bill—, el seno de Abraham... y Virginia. No tienes alma poética, Elouise.
—He anotado las coordenadas del lugar donde debemos aterrizar —dijo Elouise. Se las entregó a Charlie.
Él no eludió su mirada. Leyó el papel sin inmutarse. Por un instante Elouise tuvo esperanzas de que fuera un error. Pero no. No se dejaría confundir por la esperanza.
—¿Por qué Virginia? —preguntó Heather.
Charlie irguió la cabeza.
—Está en el centro.
—Está en la costa Este —dijo Heather.
—Está en el centro de la zona de supervivencia. No es fácil sobrevivir en las montañas del oeste ni en las llanuras. No está tan al sur como para encontrarse en una zona de cazadores-recolectores ni tan al norte como para que mucha gente no pueda sobrevivir. Salvo que haya un invierno muy crudo.
—Excelentes razones —dijo Elouise—. Llévanos allá, Charlie.
¿Le temblaban las manos cuando tocó los controles? Elouise observó atentamente, pero Charlie no temblaba. Era el único que no temblaba, a decir verdad. Ugly-Bugly rompió a llorar, y las lágrimas de su ojo bueno le empaparon la mejilla buena. «Gracias a Dios no llora del otro lado», pensó Elouise, y se enfadó consigo misma, pues creía que el rostro desfigurado de Ugly-Bubly ya no la molestaba. Elouise se enfadó consigo misma, pero por dentro era pura frialdad, dispuesta a no permitir fracasos. Completaría su misión. No haría concesiones a los costes personales.
Abandonó su actitud contemplativa y descubrió que las otras dos mujeres se habían ido de la cabina. Charlie pilotaba en silencio y Bill iba sentado en el asiento del copiloto, sirviéndose el último sorbo de ginebra. Miraba a Elouise.
—Salud —le dijo Elouise.
Él sonrió con tristeza.
—Amén —dijo. Se reclinó y canturreó:
Load a Dios, que prodiga bendiciones.
Loadle, criaturas de aquí abajo.
Loadle, pues matasteis al pérfido enemigo.
Load al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Luego cogió la mano de Elouise. Ella le dejó hacer, sorprendida. Bill se inclinó para besarle tiernamente la palma.
—Pues muchos han acogido a ángeles sin darse cuenta —dijo Bill.
Poco después se había dormido. Charlie y Elouise guardaron silencio. El avión continuó su vuelo hacia el sur mientras la oscuridad los sorprendía desde el este. Al principio era un silencio casi afectuoso, pero se volvió cada vez más glacial, y Elouise comprendió que cuando el avión aterrizara, Charlie —la mitad de su vida en los últimos años, a quien ella nunca le había mentido, y quien nunca le había mentido— sería su enemigo.
He visto a los niños ejecutar una danza llamada Charlie-El. Cantan una cancioncilla, y si mal no recuerdo, la letra dice así:
Estoy hecho de vidrios y de huesos,
dame tus besos, dame tus besos.
Estoy hecho de acero y de ladrillo,
coge mi tobillo, coge mi tobillo.
Apenas ayer morí.
Reza por mí, reza por mí.
Cava una fosa, dame sepultura.
Cava con premura, cava con premura.
¿Al cielo o al infierno iré?
Ay Charlie-El, ay Charlie-El.
Creo que estas palabras ya no tienen sentido para los niños. Pero el poema empezó a circular en Richmond, cuando yo era pequeña y vivía en casa de Padre Michael. Los niños no tratan de entender la canción. Sólo cantan y bailan. Siempre terminan arrojándose al suelo a carcajadas.
Es el mejor final para la canción.
Charlie llevó el avión hacia una pista y ventarrones tórridos parecían alejar el suelo del aparato. El campo se incendió, pero cuando el avión se hubo posado sobre sus tres ruedas, una espuma brotó del vientre de la máquina y apagó las llamas. Elouise miraba desde la cabina, pensando: «Nada crecerá durante años donde haya caído la espuma». Había cierta simetría. Incluso en sus últimos instantes, la última máquina envenenaba la tierra. Elouise se apoyó a Amy en el regazo y trató de explicárselo a la niña. Pero Elouise sabía que Amy no lo entendería ni lo recordaría.
—El último en vestirse es un mariquita —dijo Ugly-Bugly con su voz áspera y fatigada. Se habían vestido y desnudado en presencia de los demás durante años, pero ese día, al quitarse la vieja ropa contaminada de plástico para ponerse prendas caseras, actuaban como escolares en su primera clase de gimnasia para ambos sexos. Amy, participando del espíritu festivo, gritaba a pleno pulmón. Nadie pensó en silenciarla. No había necesidad. Era una celebración.
Pero Elouise, habituada al autoexámen, se obligó a comprender que los festejos eran forzados. No los creía del todo. No era un día feliz, y no sólo por la confrontación que la aguardaba. Había algo definitivo en la muerte de la última máquina de la humanidad. Pero descartó ese sentimiento, logró que la frialdad venciera la sensiblería. No se dejaría seducir por la belleza del avión. Las máquinas inevitablemente causaban daño a la humanidad.
Bajaron del avión sintiéndose torpes y bobos, y caminaron por el campo ennegrecido. No habían perdido el gusto por las prendas elegantes, y esa ropa casera era holgada y tosca. A nadie le quedaba bien.
Amy se aferraba a su muñeca, asombrada ante el extraño paisaje. Había bajado del avión una sola vez, cuando era bebé. Admiró el vaivén de los árboles. Cerró los ojos ante el viento. Se tocó la mejilla al sentir la brisa que le arremolinaba el cabello y buscó una palabra para nombrar ese contacto invisible.
—Mamá —dijo—. ¡Oh, oh, oh!
Elouise comprendió.
—Viento —dijo. Los sonidos aún eran difíciles para Amy, quien intentó repetir la palabra.
«Viento», pensó Elouise, y pensó en Charlie. Su mejor recuerdo de Charlie se asociaba con el viento. Fue cuando él deseaba matarse, poco después del intento de suicidio. Insistía en escalar una montaña, y Elouise sabía que tenía la intención de caerse. Así que escaló con él, aunque se aproximaba una tormenta. Charlie estaba furioso. Elouise recordaba la espantosa hora que había pasado aferrada a una ladera de roca, sostenida sólo por piezas de metal clavadas en las fisuras. Había insistido en permanecer atada a Charlie. «Si uno de los dos se cae, arrastrará al otro», decía Charlie. «Lo sé», respondía Elouise. Y Charlie no se había caído, y habían hecho el amor por primera vez en una caverna, mientras el viento aullaba en el exterior y algunos goterones de lluvia los salpicaban. Se negaban a dejarse mojar. Viento. Maldición.
Elouise se sintió vencer por la frialdad y se quedaron en el linde del campo, a la sombra de los primeros árboles. Elouise había dejado el Rectificador cerca del avión, sintonizado en 360 grados. En pocos minutos el Rectificador estallaría, y tenían que observar, presenciar el fin de su labor.
De pronto Bill gritó, rió, alzó la muñeca.
—¡Mi reloj de pulsera! —exclamó.
—Date prisa —dijo Charlie—. Hay tiempo.
Bill se desprendió el reloj y corrió hacia el Rectificador. Arrojó el reloj, que aterrizó a pocos metros de la máquina. Regresó trotando hacia el grupo.
—¡Dios mío, qué tonto! Tres años eliminando toda las máquinas al este del Mississippi, y casi me guardo un cronógrafo digital.
—¿Dixie Instruments? —preguntó Heather.
—Sí.
—Eso no es alta tecnología —dijo Heather, y todos rieron. Luego guardaron silencio y Elouise se preguntó si todos estarían pensando lo mismo: las bromas sobre las marcas morirían al cabo de una generación, si ellos mismos ya no estaban muertos. Observó el Rectificador en silencio, aguardando a que el temporizador lo activara. El aire resplandeció súbitamente, un fogonazo que no era luz, pero los deslumbró. Lo habían visto muchas veces, desde el aire y desde el suelo, pero esta vez era la última, así que la vieron como si fuera la primera.
El avión sufrió una corrosión, como si mil años transcurrieran en cuestión de segundos. Pero no era verdadera corrosión. No había óxido, sólo disolución, mientras las moléculas se separaban y se escurrían en la tierra floja. El vidrio se transformaba en arena, el plástico en petróleo, el metal se disolvía para reposar en una veta en el fondo del campo del Rectificador. Un geólogo futuro podría pensar cualquier cosa del metal, pero no hallaría un artefacto. Encontraría hierro. Y con tantos bolsones similares de hierro, cobre y aluminio diseminados por lo que otrora era el mundo civilizado, era improbable que sospecharan interferencia humana. Elouise sonrió al pensar en los tratados que se escribirían alguna vez, acerca de los dos estados de los metales utilizables: el filón impuro y el metal puro. Esperaba que eso retrasara un poco sus progresos.
El avión desapareció con un temblor y el Rectificador también murió. Pocos minutos después el campo se esfumó.
—Amén y amén —dijo Bill, nuevamente animado—. Todo está limpio ahora.
Elouise sonrió. No dijo nada del otro Rectificador que llevaba en la mochila. Que los demás pensaran que la tarea estaba concluida.
Amy metió el dedo en el ojo de Charlie. Charlie lanzó un juramento y la depositó en el suelo. Amy rompió a llorar y Charlie se agachó para abrazarla. Amy le echó los brazos al cuello.
—Dale un beso a papá —dijo Elouise.
—Bien, hora de irse —dijo Ugli-Bugly con su voz áspera—. ¿Por qué demonios escogiste este sitio?
Elouise ladeó la cabeza.
—Pregúntaselo a Charlie.
Charlie se ruborizó. Elouise lo observó sombríamente.
—Elouise y yo vinimos aquí una vez. Antes del comienzo de la Rectificación. Un arrebato de nostalgia.
Sonrió tímidamente y los demás rieron. Excepto Elouise. Estaba ayudando a Amy a orinar. Sintió el peso del pequeño Rectificador en la mochila y no contó la verdad a nadie: jamás había estado en Virginia.
—Un lugar tan bueno como cualquier otro —dijo Heather—. Bien, adiós.
Bien, adiós. Eso era todo, el final, y Heather enfiló hacia el oeste, rumbo al valle de Shenandoah.
—Ya nos veremos —dijo Bill.
—Espero que no —añadió Ugly-Bugly.
Impulsivamente Ugly-Bugly abrazó a Elouise, y Bill lloró, y luego enfilaron hacia el noreste, hacia el Potomac, donde sin duda encontrarían una comunidad creciendo a orillas del río limpio y poblado de peces.
Sólo quedaban Charlie, Amy y Elouise en el campo desierto y renegrido donde había muerto el avión. Elouise trató de experimentar dolor ante la despedida, pero no pudo. Habían estado juntos todos los días durante años, yendo de una pista de aprovisionamiento a otra, destruyendo ciudades, arrasando y agotando el mundo artificial. ¿Pero habían sido amigos? De no haber sido por esa tarea, no habrían sido amigos. No eran la misma clase de gente.
Elouise se avergonzó de sus sentimientos. ¿Que no eran la misma gente? ¿Porque Heather amaba la hierba y jamás había tenido coche ni permiso de conducir? ¿Porque Ugly-Bugly tenía un rostro horriblemente desfigurado por la cirugía anticancerígena? ¿Porque Bill siempre metía a Jesús en la conversación, aunque la mitad del tiempo era ateo? ¿Porque no pertenecían a los mismos círculos sociales? Ahora no había círculos sociales. Sólo gente tratando de sobrevivir en un mundo hostil para el cual no estaba preparada. Ahora sólo había dos clases: los que sobrevivirían y los que perecían.
«¿A qué clase pertenezco?», se preguntó Elouise.
—¿Adónde vamos? —preguntó Charlie.
Elouise cogió a Amy y se la entregó a Charlie.
—¿Dónde está la cápsula, Charlie?
Charlie cogió a Amy.
—Oye, Amy, nena. Apuesto a que encontraremos una comunidad agrícola entre este sitio y el Rappahannock.
—No importa que me lo digas, Charlie. Los instrumentos la encontraron antes del aterrizaje. Hiciste un buen trabajo con el programa del ordenador. —No tuvo que añadir: «Pero no lo bastante bueno».
Charlie sonrió pícaramente.
—Y yo que esperaba que lo olvidaras. —Tendió la mano para tocar la mochila. Ella se apartó bruscamente. Charlie dejó de sonreír—. ¿No me conoces? —preguntó.
No le arrebataría el Rectificador por la fuerza. Pero aun así estaban hablando del último artefacto. ¿Quién era previsible en tal momento? Elouise no estaba segura. Antes creía conocerlo, pero la cápsula de tiempo demostraba que distaba de comprenderlo bien.
—Te conozco, Charlie, pero no tanto como creía. Qué más da. No intentes detenerme.
—Espero que no estés demasiado enfadada.
Elouise no sabía qué responder. Cualquiera puede dejarse engañar por un traidor, pero sólo yo cometí la tontería de casarme con uno. Dio media vuelta y se internó en el bosque. Charlie cogió a Amy y la siguió.
Mientras recorrían la espesura, Elouise esperaba que él dijera algo. Una amenaza, por ejemplo. «Tendrás que matarme para destruir esa cápsula». O un ruego: «Tienes que dejarla, Elouise, por favor». O razones, argumentaciones, furia, algo.
Pero se limitó a seguirla en silencio. Sólo hablaba con Amy. Sólo cantaba mientras Amy se le dormía en el hombro.
La cápsula estaba bien escondida. No había indicios de que allí hubiera pasado un hombre. Aun así, a juzgar por la enfática reacción del Rectificador, era evidente que la cápsula de tiempo era grande. Debían de haber usado equipo pesado para excavar. ¿O lo habían hecho a mano?
—¿Cuándo encontraste el tiempo necesario? —preguntó Elouise cuando llegaron.
—Largo almuerzos.
Ella dejó la mochila y se quedó mirándolo.
Como un condenado que insiste en conservar la compostura, Charlie sonrió amargamente y dijo:
—Continúa, por favor.
Después de la muerte de Padre Charlie, Madre Elouise me llevó a Richmond. No contó a nadie que era una Destructora. El ángel ya la había abandonado y quería formar parte de esa comunidad, ser una persona común en el mundo que ella y los otros ángeles habían creado.
Pero no pudo mezclarse con la gente. Una vez que te ha tocado el ángel, no puedes volver atrás, aunque la tarea del ángel se haya cumplido. Al principio llamó la atención al hablar contra la cerca. Antaño había una cerca en torno a la ciudad de Richmond, cuando aquí vivía apenas un millar de personas. La razón era simple: las gentes aún no estaban habituadas a los rigores de una vida sin máquinas. Aún no habían aprendido a depender del milagro de Cristo. Aún confiaban en sus manos, pero sus manos ya no obraban magia. Así que en el invierno había tribus que no sabían rastrear animales para cazar, no tenían reservas de grano, no contaban con refugio adecuado para conservar el fuego.
—Hacedles entrar —dijo Madre Elouise—. Hay lugar para todos. Hay comida para todos. Enseñadles a construir barcos y fabricar herramientas y navegar y cultivar, y todos seremos más ricos.
Pero Padre Michael y Tío Avram sabían más que Madre Elouise.
Padre Michael había sido cura católico antes de la destrucción, y Tío Avram había sido profesor universitario. No eran nadie. Pero cuando los ángeles de la destrucción terminaron su faena, los ángeles de la vida comenzaron a trabajar en el corazón de los hombres. Padre Michael renunció a su lealtad a Roma y enseñó a Cristo con sencillez, por lo que recordaba del Libro Santo. Tío Avram acudió a sus recuerdos de la antigua metalurgia y enseñó a la gente reunida en Richmond a fabricar hierro duro para herramientas. Y armas.
Padre Michel prohibió la fabricación de armas de fuego y prohibió enseñar a los niños qué eran las armas de fuego. Pero para cazar se necesitaban flechas, y el artefacto que mata un venado también mata a un hombre.
Mucha gente estaba de acuerdo con Madre Elouise en cuanto a la cerca. Pero en lo peor del invierno una tribu llegó de las montañas e incendió la cerca y los barcos que hacían florecer el comercio en toda la costa. Los arqueros de Richmond mataron a la mayoría, y la gente dijo a Madre Elouise:
—Ahora convendrás en que necesitamos la cerca.
—¿Hubieran venido con fuego si no hubiera existido una muralla? —alegó Madre Elouise.
¿Cómo juzgar la mayor necesidad? Así como el ángel de la muerte había sembrado las semillas de una vida mejor, el ángel de la vida tenía que ser duro y soportar la muerte para que la mayoría sobreviviera. Padre Michael y Tío Avram se aferraban a las sencillas leyes de Cristo, pues el Libro Santo decía: «Ama a tus enemigos, y destrúyelos sólo cuando te ataquen; no los persigas hasta el bosque, mas déjales vivir mientras no te amenacen».
Recuerdo ese invierno. Recuerdo el entierro de los tribeños muertos. Sus cuerpos se habían puesto rígidos rápidamente, pero Madre Elouise me llevó a verlos y me dijo:
—Esto es la muerte, recuérdalo, recuérdalo.
¿Qué sabía Madre Elouise? La muerte es nuestro tránsito desde la carne hasta el viento vivo, hasta que Cristo nos haga carne una vez más. Madre Elouise encontrará de nuevo a Padre Charlie, y toda herida sanará.
Elouise se arrodilló junto al Rectificador y lo sintonizó para que se activara a la media hora, autodestruyéndose y destruyendo la cápsula de tiempo sepultada treinta metros bajo tierra. Charlie se quedó cerca, observando impasiblemente. Sólo una débil sonrisa alteraba su perfecta serenidad. Amy estaba en sus brazos, riendo y tratando de pellizcarle la nariz.
—Este Rectificador me responde únicamente a mí —murmuró Elouise—. Mientras esté viva. Si intentas desplazarlo, se activará prematuramente y nos matará a todos.
—No lo moveré.
Y Elouise terminó su tarea. Se levantó y tendió los brazos. Amy aferró a su madre.
—Mamá —dijo.
Como yo no recordaba su rostro, Madre Elouise creía que me había olvidado de Padre Charlie, pero no era así. Recuerdo claramente una imagen donde está él, aunque yo no lo veo en la imagen.
Esto resulta difícil de explicar. Veo un pequeño claro en la arboleda, con Madre Elouise de pie frente a mí. La veo a la altura de mis ojos, lo cual me indica que me sostienen en brazos. No veo a Padre Charlie, pero sé que él me sostiene. Siento sus brazos, pero no le veo el rostro.
Esta visión acude a menudo. No es como otros sueños. Es muy nítida y siempre tengo miedo, aunque ignoro por qué. Ellos hablan, pero yo no entiendo las palabras. Madre Elouise me tiende los brazos, pero Padre Charlie no me deja ir. Tengo miedo de que Padre Charlie no me deje ir con Madre Elouise. ¿Pero por qué tengo miedo? Amo a Padre Charlie, y no quiero abandonarlo. Así que estiro las manos, pero esos brazos aún me aferran y no puedo irme.
Madre Elouise está llorando. Veo su rostro demudado de dolor. Quiero consolarla.
—Mamá daño —digo una y otra vez.
Y súbitamente, al final de la visión, estoy en brazos de mi madre y corremos colina arriba, hacia los árboles. Miro por encima de su hombro. Entonces veo a Padre Charlie, pero no lo veo. Sé exactamente dónde está, en mi visión. Podría deciros su talla. Podría deciros dónde está su pie izquierdo y dónde está su pie derecho, pero no puedo verle. No tiene rostro ni color, es sólo un vacío con forma de hombre en el claro, y luego los árboles se interponen y esa silueta desaparece.
Elouise se detuvo al poco trecho en el bosque. Dio media vuelta, como para regresar a Charlie. Pero no regresaría. Si regresaba, sería para desconectar el Rectificador. No habría otra razón.
—¡Charlie, cabrón! —gritó.
No hubo respuesta. Se quedó esperando. Sin duda él la seguiría. Entendería que Elouise no regresaría a desactivar la máquina. Una vez que comprendiera que era inevitable, echaría a correr hacia la arboleda, hacia el claro donde había aterrizado el 787. ¿Por qué daría la vida sin motivo? ¿Y qué había en la cápsula, a fin de cuentas? Sólo historia. Eso decía él. Sólo historia, sólo películas y láminas de metal con palabras y micropuntos y otros modos de preservar la historia de la humanidad. «¿Cómo pueden aprender de nuestros errores, a menos que les digamos cuáles fueron?», había preguntado Charlie.
El dulce, sencillo y cándido Charlie. Una cosa era preservar el odio por las máquinas mortíferas y las máquinas que destruyen el alma y las máquinas que fabrican bazofia. Otra era dejar descripciones detalladas, precisas, inequívocas. La historia no era un modo de impedir la repetición de los errores, sino de garantizarlos.
Se volvió y siguió caminando, sin prisa, para alejarse del alcance del Rectificador, llevando a Amy y deseando oír los pasos de Charlie.
¿Cómo era Madre Elouise? Era una mujer contradictoria. Incluso conmigo, trabajaba horas enseñándome a leer, enseñándome a confeccionar tablillas con arcilla del río y escribir en ellas con una varilla puntiaguda. Y cuando yo había escrito las palabras que me enseñaba, rompía a llorar y decía «Mentiras, puras mentiras». A veces rompía las tablillas que yo había confeccionado. Pero cuando algunas de sus palabras quedaban rotas, me hacía escribir de nuevo.
Llamaba a esa compilación de palabras el Libro de la Edad de Oro. Yo lo he llamado el Libro de las Mentiras del Ángel Elouise, pues es importante que sepamos que las mayores verdades pueden parecer mentiras para quienes han sido tocados por el ángel.
Me contó muchas historias, y a menudo le pregunté por qué había que consignarlas.
—Por Padre Charlie —decía siempre.
—¿Entonces regresará? —preguntaba yo. Ella sacudía la cabeza. Una vez me explicó:
—No es para que lo lea Padre Charlie. Es porque Padre Charlie quería escribirlo.
—¿Y por qué no lo escribió él?
Y Madre Elouise adoptaba un tono muy frío.
—Padre Charlie compró estas historias. Pagó por ellas más de lo que yo estoy dispuesta a pagar por no escribirlas.
Me pregunté si Padre Charlie sería rico, pero otras cosas que ella decía me indicaban que no lo era. Sólo puedo interpretar, pues, que Madre Elouise no quería contar las historias, y Padre Charlie, aunque no estaba presente, la obligaba a contarlas.
Me gustan muchas de las mentiras de Madre Elouise, pero ahora diré las que me parecen más importantes:
1. En la Edad de Oro, durante diez veces mil años, los hombres vivieron en paz y amor y alegría, y ninguno causó daño a otro. Compartían todas las cosas, y ningún hombre padecía hambre mientras otro estaba ahíto, y ningún hombre tenía cobijo mientras otro soportaba la lluvia, y ninguna esposa lloraba por un esposo muerto prematuramente.
2. La gran serpiente parece dotada de gran poder. Tiene muchos nombres: Satanás, Hitler, Lucifer, Nimrod, Napoleón. Parece bella; promete poder a sus amigos y muerte a sus enemigos. Dice que remediará todos los males. Pero en realidad es débil, hasta que la gente cree en ella y le da el poder de sus cuerpos. Si rehusáis a creer en la serpiente, si nadie la sirve, se marcha.
3. Hay muchos ciclos en el mundo. En cada ciclo ha surgido la gran serpiente y el mundo ha sido destruido para allanar el camino de la Edad de Oro. Cristo también regresa en cada ciclo. Un día, cuando venga, los hombres creerán en Cristo y dudarán de la gran serpiente, y entonces la Edad de Oro no cesará, y Dios morará entre los hombres para siempre jamás. Y todos los ángeles dirán: «Venid al cielo, que no a la Tierra, pues la Tierra es ahora el cielo».
Éstas son las más importantes mentiras de Madre Elouise. Creedlas y recordadlas, pues son verdad.
Mientras se dirigía al claro donde habían aterrizado, Elouise partía ramas y las dejaba colgando para que Charlie no tuviera dificultad en hallar un camino recto para escapar del alcance del Rectificador, aunque postergara su fuga hasta último momento. Estaba segura de que Charlie la seguiría. Charlie acataría su voluntad como siempre, maleable y dócil. Amaba a Elouise, y aún más a Amy. ¿Cómo podía ese metal enterrado pesar más que su amor por las dos?
Así que Elouise partió la última rama, se internó en el claro y se sentó dejando que Amy jugara en la hierba no quemada. «Charlie tendrá que ceder —se dijo—, pues yo nunca cederé en esto. Luego se lo compensaré, pero debe saber que nunca cederé en esto».
La frialdad de su interior se extendía, quemándola por dentro, mientras aguardaba los pasos en la espesura. Esos malditos pájaros seguían cantando y no le dejaban oír los pasos.
Madre Elouise nunca me pegó, ni nunca pegó a nadie. Sólo luchaba con sus palabras y sus actos silenciosos, aunque habría podido matar con las manos. Presencié su fuerza física una sola vez. Estábamos en el bosque, recogiendo leña. Tropezamos con un jabalí. Al parecer se sintió acorralado, aunque no llevábamos armas; tal vez sólo era maligno. No he estudiado las costumbres de los jabalíes. Embistió, no contra Madre Elouise, sino contra mí. Yo tenía cinco años y estaba aterrada. Corrí hacía Madre Elouise, traté de aferrarme a ella, pero ella me apartó y se agazapó. Yo gritaba. Ella no me prestó atención. El jabalí continuó su embestida, pero al ver que yo estaba en el suelo y Madre Elouise erguida, cambió de trayectoria. Ella dejó que se acercara y brincó de lado. El animal carecía de agilidad para girar. Siguió de largo y Madre Elouise le asestó una patada en la cabeza. El puntapié lo desnucó tan bruscamente que la cabeza se aflojó y el jabalí echó a rodar. Cuando terminó de rodar ya estaba muerto.
Madre Elouise no tenía que morir.
Murió en invierno, cuando yo tenía siete años. Debería contaros cómo era la vida en Richmond en esos tiempos. Éramos apenas dos millares de almas, no la gran ciudad de diez mil que somos hoy. Sólo teníamos seis barcos comerciando en la costa, y aún no habían llegado tan al norte como Manhattan, aunque habíamos realizado un viaje hasta Savannah, en el sur. Richmond gobernaba y protegía desde el Potomac hasta Dismal Swamp. Pero fue un invierno muy crudo, y los líderes de la ciudad insistieron en acaparar el grano almacenado, y las frutas y hortalizas y carnes para nuestra ciudad protegida, y dejar que las tribus distantes comerciaran o viajaran cuanto quisieran, pero sin darle alimento.
Fue entonces cuando mi madre, que afirmaba no creer en Dios, y Tío Avram, que era judío, y Padre Michael, que era sacerdote, se pusieron de acuerdo en lo mismo. Es mejor alimentarlos que matarlos, dijeron. Pero cuando las tribus del oeste de las montañas y del norte del Potomac llegaron a tierras de Richmond, suplicando ayuda, los líderes de Richmond las expulsaron y cerraron las puertas de la ciudad. Un ejército se puso en marcha para enseñar a los tribeños a temer a Dios, según decían. No sabían de qué lado estaba Dios.
Padre Michael protestó y Tío Avram hervía de rabia, pero Madre Elouise fue en silencio a las puertas al despuntar la luna, una noche, y dominó sola a los guardias. Los amordazó sin hacer ruido, los maniató y abrió las puertas a los tribeños. Entraron sin armas, como ella había pedido. Fueron con sigilo a los depósitos y se llevaron tantos alimentos como pudieron. Sólo los descubrieron cuando los últimos huían. No murió nadie.
Pero hubo un escándalo, una acusación, un juicio y una ejecución.
Optaron por la decapitación, porque pensaban que sería rápida y piadosa. Nunca habían visto una decapitación.
Jack Woods empuñó el hacha. Practicó toda la tarde con calabazas. Las calabazas no tienen huesos.
Al atardecer todos se reunieron a observar, algunos porque odiaban a Madre Elouise, otros porque la amaban, los demás porque no podían dejar de ir. Yo también fui, y el Padre Michel me tapó la cabeza para que no viera.
Pero lo oí todo.
Padre Michael oró por Madre Elouise. Madre Elouise maldijo al padre y a todos los demás.
—Si me matáis por traer vida, sólo traeréis muerte sobre vuestras cabezas.
—Es verdad —dijeron los hombres que la rodeaban—. Todos moriremos. Pero tú morirás primero.
—Pues soy la más afortunada —replicó Madre Elouise. Fue la última de sus mentiras, pues decía la verdad, y sin embargo ni ella la creía, pues la oí sollozar. Con su último aliento lloró y gritó—: ¡Charlie, Charlie!
Algunos sostienen que tuvo una visión de Charlie aguardando a la diestra de Dios, pero lo dudo. Ella lo hubiera dicho, y creo que sólo deseaba ver a Charlie. O le pedía perdón. No importa. El ángel la había abandonado tiempo atrás, y ahora estaba sola.
Jack alzó y bajó el hacha, que cayó con un ruido blando. Erró y la clavó entre la espalda y el hombro. Ella gritó. Jack asestó otro hachazo y la silenció. Pero no tronchó la columna hasta el tercer hachazo. Luego se apartó salpicado de sangre, y vomitó y lloró y suplicó al Padre Michael que lo perdonara.
Amy estaba a pocos metros de Elouise, quien permanecía sentada en la hierba del claro, mirando hacia una rama rota del árbol más próximo.
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó, brincando y flexionando las rodillas—. ¡Da! ¡Da! La la la la la.
—Bailaba y quería que su madre también cantara y bailara. Pero Elouise sólo miraba hacia el árbol, esperando a Charlie. «En cualquier momento —pensó—. Estará furioso. Estará avergonzado. Pero estará vivo».
A lo lejos, el aire relumbró de pronto. Elouise vio el fogonazo porque no estaban lejos del borde del campo del Rectificador. Vibraba en los árboles, sin causar daño a las plantas. Todos los vertebrados que había cerca, todos los animales que vivían por la electricidad que les recorría los nervios, murieron instantáneamente al desactivarse el cerebro. Cayeron pájaros de los árboles. Sólo los insectos siguieron zumbando.
El campo del Rectificador duró apenas unos minutos.
Amy observó el aire resplandeciente. Era como si el cielo vacío bailara con ella. Estaba fascinada. Pronto olvidaría el avión, y el rostro de su padre ya se borraba de su recuerdo. Pero recordaría el resplandor. Lo vería siempre en sus sueños, un aire espeso bailando y vibrando. En sus sueños siempre sería igual, una luz rutilante que crecía aplastándola contra el lecho. Y siempre la acompañaba el sonido de una voz amada que decía «Jesús, Jesús, Jesús». Ese sueño sería tan nítido cuando cumpliera doce años que se lo contaría a su padre adoptivo, el sacerdote llamado Michael. Él dijo que era la voz de un ángel nombrando a la fuente de toda luz.
—No debes temer la luz —dijo—. Debes abrazarla.
Eso la satisfizo. Pero la primera vez que oyó la voz, en la vigilia y no en sueños, no tuvo problemas para reconocerla. Era la voz de su madre Elouise, diciendo «Jesús». Estaba transida de un dolor que sólo una niña no podía entender. Amy no entendió. Trató de repetir la palabra: «Jezuz».
—Dios —dijo Elouise balanceándose, escrutando un cielo donde no había nadie.
—Dos —repitió Amy, sin entender por qué decía esa palabra.
—¡Charlie! —gritó Elouise cuando se disipó el campo del Rectificado.
—Papá —gritó Amy, y como su madre sollozaba, ella también lloró.
Elouise abrazó a su hija. Descubrió que había cosas que no podían enfriarse en su interior. Cosas que debían arder: la luz del sol, el fogonazo, y una pena indómita, imperecedera.
Mi madre, Madre Elouise, me habló a menudo de mi padre. Describió a Padre Charlie detalladamente, para que yo no lo olvidara. Se negaba a dejarme olvidar.
—Por eso murió Padre Charlie —me dijo una y otra vez—. Murió para que recordaras. No puedes olvidar.
Así que todavía recuerdo, aún hoy, cada palabra con que ella lo describió. Su cabello era rojo, como lo fue el mío. Su cuerpo era delgado y duro. Tenía la sonrisa fácil, como yo, y tenía manos suaves. Cuando tenía el cabello largo o sudado, se le pegaba a la frente, las orejas y el cuello. Su tacto era tan delicado que podía cortar en dos un animal tan diminuto que no se veía sin una máquina; tan sensible que él podía volar, un arte que según Madre Elouise no era un milagro, pues muchos gigantes lo practicaban en la Edad de Oro, y llevaban consigo a muchos que no podían volar solos. Éste era el don de Charlie, decía Madre Elouise. También me dijo que yo lo amaba entrañablemente.
Pero a pesar de las palabras que me enseñó, no tengo una imagen de mi padre en la mente. Es como si las palabras ahuyentaran la visión, como a menudo ocurre.
Pero aún tengo ese recuerdo de mi padre, tan profundamente oculto que no puedo perderlo ni hallarlo del todo. A veces despierto llorando. A veces despierto agitando los brazos en el aire, y recuerdo que en mi sueño abrazaba a ese hombre corpulento que me amaba. Mis brazos recuerdan qué sentían al estrechar el cuello de Padre Charlie y al aferrarlo mientras él sostenía a su hijita. Y cuando no puedo dormir y la almohada parece tener una forma desconcertante, es porque estoy buscando la forma del hombro de Padre Charlie, pues mi corazón la recuerda aunque mi mente no.
Dios puso ángeles en Madre Elouise y Padre Charlie, y ellos destruyeron el mundo, pues el cáliz de la indignación de Dios rebosaba, y todas las palabras de los hombres se vuelven polvo, pero a partir del polvo Dios crea hombres y, a partir de los hombres y mujeres, ángeles.
Fin
Título original: St. Amy's Tale.
Primera edición en Omni, diciembre 1980.