DESTINOS DE AMOR (Corín Tellado)
Publicado en
abril 29, 2025
CAPÍTULO I
Don Teófilo se atusó el bigote gris, mientras sus ojos penetrantes lanzaban una mirada burlona sobre el grupo de jóvenes amigos que, con el taco en la diestra, trataban de robarle la bola de marfil.
—¡Ajajá! Luis José, apuesto cinco contra ochocientos a que no haces una. —Sonrió, al tiempo de calar sobre la nariz sus lentes de oro—. Si no sabéis más que andar entre faldas... El juego de billar es para vosotros una cosa inédita.
—¡Alto ahí, don Teófilo! —gritó, indignado, Javier Monreal, blandiendo el taco—. Las faldas..., ¡ay!, son deliciosas, pero el billar, para nosotros —y señaló irónicamente a los dos amigos que en derredor de la mesa contemplaban divertidos la escena— es una cosa tan vieja como el vino.
—Apunta a la bola y déjate de desbarrar —aconsejó Tomás Larra, con aquella fina ironía que lo caracterizaba.
Javier aún intentó protestar, pero al mirar a don Teófilo y ver la burla que se desprendía de sus ojillos penetrantes, inclinó la cabeza y apuntó. Lanzó el taco y..., ¡zas! La bola se desvió de nuevo. Una vez más, había fracasado.
Oyóse en el salón una carcajada unánime, y Javier, mascullando algo ininteligible, dio la vuelta y se dirigió al bar.
—Venga —indicó, malhumorado—. Me toca pagar, pero ya veremos lo que sucede mañana.
Todos tomaron la dirección del bar. Don Teófilo iba entre ellos, restregándose las manos satisfecho.
Siempre sucedía igual. Lo desafiaban. Pretendían ganar teóricamente, pero cuando llegaba la hora de practicar la jugada, don Teófilo ponía a prueba sus dotes de jugador, no profesional, pero sí lo suficientemente experimentado para acertar a salir triunfante, y los muchachos habían de inclinar la cabeza, vencidos, sin atreverse a desafiar de nuevo a su contrincante. Sin embargo, a la mañana siguiente, una vez más intentaban enfrentarse con aquel simpático viejo que siempre les derrotaba.
—Vaya, hoy pago yo —dijo Javier, recostándose despreocupadamente en la barra niquelada—. Sirve tres vermuts, barman, con unas tapitas salerosas.
—Apetitosas, hombre, apetitosas.
—Pues bien, barman, como dice don Teófilo, que sean apetitosas.
Don Teófilo sentóse cómodamente entre los muchachos. Sus ojos negros, tras los cristales de sus lentes de oro, lanzaron una mirada sobre el silencioso Luis José. Era un chico taciturno, de rostro blanco, ojos claros, cabellos negros y cuerpo esbelto, excesivamente delgado. Don Teófilo siempre fijaba en él su atención porque se le antojaba que aquel muchacho se hallaba enamorado, bien de su carrera de marino recién concluida, bien de una mujer o podía ser también de la misma vida... De todas formas, don Teófilo lo creía enamorado, y aquella mañana, como lo tenía muy cerca, golpeó cariñoso el hombro de su joven amigo y dijo campechanamente:
—La verdad es, Luis José, que me parece que tienes ojos de enamorado. ¿Quién es la musa?
—¿Eh?
—Un descubrimiento colosal.
—A fe mía que don Teófilo tiene ojos de lince.
—¿Acertó, Luis José?
Estas y otras exclamaciones oyéronse irónicas en torno a la barra, mientras el aludido se encogía tranquilamente de hombros, al tiempo de beber un trago en la copa de vermut.
Era tranquilo por naturaleza. Las ironías de sus compañeros de carrera le tenían completamente sin cuidado. Estaba acostumbrado a ser el blanco de todas las miradas, y aquella mañana acogió las preguntas de don Teófilo con la misma indiferencia de siempre.
—Mi musa es el barco —dijo inalterable—. Y mi amor, el mar.
—¿Nada más?
—En absoluto.
—¡Brindemos, entonces, por la flota! —chilló Javier, alzando la copa.
Le imitaron todos. Luis José, con una sonrisa burlona a flor de labios, alzó también su copa, y apuró de un solo trago el líquido oscuro.
Después, don Teófilo calóse los lentes y puso toda su atención en la conversación de sus jóvenes amigos, en la que no tomó parte alguna. Le encantaba oírles planear para el futuro, que según ellos iban a hacer maravilloso, hundidos de lleno en el fragor de aquella vida marina que reserva muchas emociones precipitadas y deja poco margen para pensar en los peligros.
—Yo —dijo entusiasmado Javier— seré un capitán de película. Me gustaría mandar un buque de esos que surcan velozmente los mares. Sobre el puente miraré indiferente el barómetro, importándome muy poco que suba o baje. Mis ojos anhelarán ver cómo las olas se encabritan y las nubes se tiñen de negro. Jamás ansié nada con tanto afán, como entregarme a ese mar misterioso que adoro apasionadamente, con toda mi alma.
Don Teófilo intervino entonces con su vocecilla gangosa, un mucho burlona:
—Y al llegar a tierra, buscarás avaricioso la compañía deliciosa de una hija de Eva.
Los ojos negros de Javier adquirieron una expresión extraña. Brillaron audaces, mientras la boca, de firme trazo, susurraba intensamente:
—Eso más que nada, don Teófilo. He comprobado que sin mujeres la vida del marino no tiene aliciente. Buscaré una musa y le enseñaré a sentir de la misma forma que yo.
—¡Pero si eres un chiquillo! ¡Qué sabes tú de esas cosas!
—¡Un chiquillo...! —Soltó la carcajada, una carcajada fuerte, optimista, con ayuda de la cual dejaba ver unos dientes blancos y sanos—. A fe mía que lo fui en otro tiempo. Pero hoy... Hoy soy un hombre con veintiséis años cumplidos y unos deseos terribles de vivir intensamente todas las emociones que el destino quiera proporcionarme. Además —añadió rotundo, con expresión de poderío en sus ojos negros—, jamás me aproximé a una mujer que esta no quedara encantada de mi hombría. Tuve relaciones con mujeres de treinta años igual que de veinte, y nunca me llamaron chiquillo, puesto que siempre me comporté como un hombre.
Oyóse una risa burlona salida de muchas bocas. Javier los miró a todos uno por uno, y cuando llegó a don Teófilo, encontró los ojos vivos del anciano millonario fijos en él.
—¿Qué dice usted, don Teófilo?
—Que me asombras, hijo, que me asombras.
—¿No cree en mis palabras?
—Por Dios que sí. Me estás pareciendo Don Juan Tenorio.
Y después, don Teófilo sorbió el vermut muy poco a poco. In mente estaba gozando de lo lindo. Siempre oía las mismas cosas, siempre las mismas... fanfarronadas, y, ¡qué caramba!, le divertía estar entre ellos porque les consideraba chiquillos, aunque ellos estaban convencidos de que sus hazañas le asustaban un tanto. No podían sospechar que íntimamente se reía de ellos con toda su alma.
Veía a Javier fuerte y atlético, con su cuerpo ancho y desarrollado, su rostro enérgico y su boca sensual, pero en el fondo estaba seguro de su ignorancia respecto a la vida y sus complicaciones.
Volvió los ojos hacia el silencioso Luis José y preguntó irónico:
—¿Y tú, flamante oficial de la marina mercante? ¿Qué piensas hacer, cuando te veas en el puente de un barco?
—Aspirar tan solo al amor de una mujer buena.
—¡Caramba, me pareces un santo!
—Y puede que lo sea, don Teófilo.
—¡Hum!
—Este las mata callando, amigo don Teófilo —dijo Tomás Larra, burlonamente—. Cuando esté en alta mar, sin ver más mundo que la inmensidad del océano y unos cuantos hombres manchados de grasa, ya le diré a usted. Apuesto a que al llegar a tierra no hay quien lo contenga.
La respuesta inalterable de Luis José dejóles a todos un tanto suspensos:
—Puede que jamás ansíe la presencia de una mujer en mi buque, puesto que tan pronto tenga barco que mandar, me caso y me la llevo conmigo.
—¿Eh?
—Así es.
—Pero ¿no decías que no tenías musa?
—La buscaré. El mundo está lleno de mujeres buenas.
—¡Y malas!
—No te apures, Tom. Mi pupila es demasiado inteligente para no acertar a diferenciar unas de otras. La buscaré de las buenas y le enseñaré a quererme apasionadamente.
—¡Ajajá!
Y don Teófilo, después de aquella exclamación, se puso en pie y miró el reloj.
—Son las dos, amigos. Yo me retiro hasta la tarde, en que de nuevo os desafío a una partida de billar...
—¿No toma otro vermut?
—No, Javier. Muchas gracias, de todas formas. Me iré poquito a poco hasta casa, donde me espera mi costilla. Iré andando y pensaré en tus palabras. No cabe duda que hay que frenar un poco ese ímpetu, porque de otra forma pronto te convertirás en el Don Juan moderno, y eso dice muy poco en bien de un hombre como tú, que algún día se hallará de pie en el puente de un barco, con la gorra calada hasta los ojos y oteando el horizonte ansiosamente.
Después de aquellas palabras, saludó a todos en general, calándose el flexible, y salió, dejándolos un tanto suspensos.
Ya en la calle, don Teófilo sonrió socarrón. Le hacían muchísima gracia aquellos mozalbetes que jamás habían sabido lo que era la necesidad ni las penalidades, y se empeñaban en ver la vida por el lado bueno, sin sospechar lo que esa misma vida trae tras de sí cuando se empeña en torcerse...
Eran sus amigos desde hacía mucho tiempo. Casi no tenía noción de cuándo databa aquella amistad. Sabía tan solo que un día, hallándose en el club del cual salía ahora, vio llegar a un grupo de jovencitos, los cuales fueron a sentarse próximos a él. Desde entonces, todos los días, y a la misma hora, aquel grupo juvenil gustaba de departir con él durante buena parte de la mañana, y llegó un día en que incluso le llamaron por teléfono, con objeto de que les acompañara a una excursión. Don Teófilo rio a mandíbula batiente cuando su esposa le dijo que era ridículo que a sus años pretendiera unirse a la juventud. Pero él, firme en su propósito, salió con ellos, y jamás se divirtió tanto como oyendo sus sandeces... Porque, vamos, era de espanto oír la charla atropellada de aquellos futuros marinos, quienes se quitaban la palabra de la boca para decir a cuál más barbaridades...
A partir de entonces, don Teófilo formaba parte del grupo juvenil, con asombro de su esposa, quien con las manos en la cabeza se hinchaba a llamarle cascarrabias y otros epítetos, sin que él pareciera darle mayor importancia.
—Pero, mujer —repuso uno de aquellos días en que estaba rebosando felicidad—, ¿no te das cuenta de que veo en ellos a los hijos que no hemos tenido?
—¡Alabado sea Dios! ¿Es que te has vuelto loco, Teófilo?
—Bien sabes que no. Me gusta charlar con ellos. Me encanta verlos discutir entre sí, y, ¡qué caramba!, gozo pensando en que alguno pudiera ser mi hijo.
Y de estas explicaciones no le sacaba la dama, cuya risa tenía, sin remedio, que unirse a la de su maniático esposo.
Terminó ella por sentir simpatía hacia aquel trío de locos disparatados, y llegó una tarde en que los invitó a tomar el té en su propia casa.
—¡Vaya! —dijo burlón el anciano esposo—. ¿Es que ves en ellos al hijo que no hemos tenido?
—Déjame en paz. Vea lo que vea, lo interesante es que quiero conocerles.
Y si buenas migas habían hecho con don Teófilo, mejores quizá las hicieron con doña Filomena.
El anciano, pensando en todo esto, sintió que su boca se movía a risa. Continuó caminando, y visto que se cansaba un poquito, dejóse caer en un banco de aquella plaza solitaria.
Lanzó el flexible hacia atrás, quitóse los lentes de oro y los limpió parsimonioso con un pañuelo inmaculado. Después...
II
—Cada vez que pienso que con este calor tengo que ir a meterme en la ratonera de la oficina, os aseguro que me dan ganas de gritar. ¿Para qué hemos venido a este cochino mundo? ¡Ah, si yo fuera millonaria...!
Y Adela Blanco dejóse caer en el banco, desalentada. Sus amigas la contemplaron pensativas, sentándose a su lado.
Eran tres lindas muchachas.
Adela, rubia y frágil, con un cuerpo cimbreante y airoso. Ojos azules, vivos y soñadores.
Marisa Torres, morena de ojos negros y profundos, de mirada recta y apasionada. Su cuerpo, aunque no muy alto, tenía gracia y donaire. Era bonita, sin ser una belleza. Era atractiva, sin demasiadas complicaciones.
En cuanto a Kety San Martín, poseía la cara más preciosa que han contemplado ojos humanos. Cabellos negros como el azabache, con tonalidades azules a fuerza de negrura... Ondeados graciosamente y peinados como al descuido, pero siempre dentro de la más perfecta corrección. Sin horquilla alguna caían un tanto, rozando la mejilla mate, de epidermis suave y tersa. Los ojos rabiosamente azules, con chispitas oscuras, sombreados por las pestañas negras, espesas y rizadas. Las cejas arqueadas, proporcionando más gracia a los ojos bellísimos, llenos de vida y pasión. La boca gordezuela, un poco sensual, de labios húmedos y tentadores. Dientes blancos como la nieve, un poquito desiguales, dando más atractivo a su rostro precioso. Era linda, bellísima, digna de figurar en un palacio de ensueño, y sin embargo, tenía, sin remedio, que consumirse en una oficina, inclinada constantemente sobre la máquina de escribir, oyendo más sandeces que razonamientos. Limitándose a ser la mandada, nunca la que mandaba... Era desesperante, pero soportaba aquella vida sin desfallecer ni protestar, siempre con aquel aire de reina humillada, mas en el fondo con un orgullo innato, del cual no lograba desposeerla aquella vida gris que le tocaba vivir.
Al oír la exclamación de Adela, dejóse caer a su lado y rio de buena gana enseñando los dientes nítidos que en el rostro mate destacaban maravillosamente. Don Teófilo, al otro lado del banco, oculto por el ramaje, clavó los ojos vivísimos en aquella cara preciosa y chasqueó la lengua.
«¡Ah, si Javier te viera, divinidad!», díjose con su lengua pequeña, dispuesto a no moverse de allí hasta que se empapara bien de la conversación de aquellos tres preciosos guayabitos.
—Si me tocara la lotería —dijo de pronto Marisa con su voz pastosa, llena de ricos matices—, creo que me volvería loca.
—Pues estabas arreglada. Yo no me volvería loca, te lo aseguro.
—¿Qué harías, Adela?
—Pues disfrutar de la vida, como es lo razonable. Se me antoja que me apartaría de este mundo...
—¡Vaya gusto!
—Sin embargo, estaría más unida a él que nunca.
—No te entiendo, Adela.
—Si me tocara la lotería, compraría un yate fantástico, donde nos reuniríamos las tres y nos dedicaríamos a visitar el mundo.
—¿Nada más ansías eso?
—Nada más, Marisa.
Quedó pensativa. Don Teófilo, al otro lado, aguzó el oído y chasqueó la lengua. Añadió, dolorida:
—Jamás he disfrutado de la vida... Siempre, que yo recuerde, me he visto metida en una oficina, con la cabeza sobre la máquina y siempre alerta, esperando estremecida una reprimenda del jefe. ¡Es desesperante!
Kety San Martín rio suavemente, con un poco de amargura.
—¿Nunca has aspirado al amor, Adela? —preguntó, muy bajo.
Ahora sí que don Teófilo estiró el cuello para oír con más precisión la respuesta de aquella chiquilla atractiva que poseía los ojos más bonitos que había contemplado jamás.
—¿Al amor? Te has vuelto loca, supongo, Kety. Las mujeres pobres que tienen que trabajar para mantenerse, no pueden aspirar a eso por la sencilla razón de que hoy los hombres no poseen una sola partícula de sentimentalismo. Son todo materia, egoísmo bajo y despreciable... ¡El amor...! —sonrió, encogiéndose de hombros—. El amor es algo sublime, maravilloso, inconcebible para que lo sientan los hombres de hoy.
—¿Por qué generalizas? Alguno habrá que no sea así.
—¡Todos! —repuso con rabia—. Yo soy noble, cariñosa, buena... —entornó los suaves párpados y don Teófilo creyó ver una aparición celestial—. Anhelo ser feliz al lado de un hombre sano y honrado, de corazón grande y generoso. ¿Para qué voy a negarlo? Hubiera hecho dichoso al hombre más exigente, pero como no tengo una cuenta corriente en el Banco, joyas, trajes ni posición, nadie querrá ver mis cualidades. Hoy, los hombres buscan mujeres ricas aunque sean feas, malas y retorcidas... Si he de deciros la verdad, siento un asco infinito hacia todo: el mundo, los hombres, el egoísmo humano que nos rodea. Siento desprecio hacia la misma vida.
Marisa Torres emitió un agudo silbido.
—Yo no analizo tanto, Adela —dijo cariñosa—. Me limito a vivir y esperar. Creo que algún día, Dios nos premiará.
—Sí, tal vez, pero entretanto nos consumimos.
Kety San Martín rio de buena gana. Las tres pensaban de la misma manera, no cabe duda. Tenían los mismos ideales, las mismas aspiraciones, pero como solo Adela se atrevía a exponerlos, las otras se contentaban con sonreír y callar. Kety recostóse sobre el duro respaldo del banco, y dijo optimista:
—Me gustaría saber lo que harías si ahora te viniera una herencia de varios millones, Adela.
—¡Oh! Sería muy sencillo.
—Habla, Ade —pidió Marisa, alegremente—. Yo te diré después si tienes la misma idea que yo.
—Pues verás. En primer lugar, compraría un yate... No puedo remediarlo, pero lo cierto es que adoro el mar y a sus marinos, cuanto más los barcos cómodos. Adquiriría un yate de línea estilizada, elegante, bonito, lleno de comodidades, rebosante de lujo, no ostentoso, pero sí lo suficiente para sentirme en él como una reina... Lo haría mandar por un capitán hermoso, guapo, viril, fuerte, simpático y noble, exento de tontos orgullos...
—Te harías amar de él, ¿no?
—Quizá, Marisa. También os llevaría conmigo, y quién sabe si uno de mis gallardos pilotos se prendaría de tus ojos negros.
—¡Caramba, eso sería demasiada felicidad!
—Pues la alcanzaríamos con un solo milloncejo...
—¡Y te parece poco! —suspiró Kety.
—Naturalmente. ¡Cuántos hay que les sobra! Bien podrían regalarnos uno.
Marisa alzó la cabeza alegremente y rio a carcajadas. Era simpática, bromista y dicharachera. Le gustaba hacerse la heroína y soñar con cosas fantásticas. Miró a sus dos amigas y dijo con ironía:
—¿No habrá nadie que se apiade de estos tres pimpollos? Después de todo, somos chicas monas, nada despreciables. Escuchad, yo creo que deberíamos poner un anuncio en el periódico: «Quien esté dispuesto a desprenderse de un milloncejo, que busque a Marisa Torres, Adela Blanco y Kety San Martín. Las tres lindas empleadas que, se consumen todo el día en la oficina de Abelardo Riquelme, el hombre más roñoso y cascarrabias de toda la ciudad bilbaína». ¿Qué os parece? Yo creo que surtiría efecto... —miró el reloj que aprisionaba su muñeca y lanzó un silbido—. ¡Chicas! —bramó asustada—. ¡Son las tres! Hoy nos pela nuestro querido jefe. ¿En marcha?
Y como si fueran una sola, se pusieron en pie, lanzándose luego en línea recta al trolebús que había de llevarlas a su trabajo.
Don Teófilo calóse los lentes con fuerza y se puso también en pie. Mirólas ir y sonrió socarrón mientras guardaba parsimonioso el papel donde acababa de trazar rápidamente el anuncio para el periódico.
—Será fantástico —murmuró divertido—. No cabe duda de que con esto tengo para entretenerme una semana o quizá más. Vaya por Dios. Mi querida Filo tendrá ahora un motivo más para llamarme cascarrabias. Pero...
Y don Teófilo emprendió la marcha, restregándose las manos satisfecho.
Mientras caminaba, iba hablando solo.
—Está comprobado que voy a erigirme en defensor y protector de toda la juventud bilbaína. Mi señora Filo se pondrá como una fiera cuando sepa que voy a desprenderme de un milloncejo... ¡Qué caramba, tengo bastantes y todos son míos!
Frotóse las manos de nuevo y de aquella guisa penetró en su regia morada.
—Soy el hombre más feliz del mundo —dijo, pisando el lujoso vestíbulo.
* * *
Ambos esposos se hallaban tomando el café en el saloncito.
Doña Filo era una mujer menudita, de rostro simpático y facciones delicadas. Los ojos negros, vivos y dulces. Modales aristocráticos y cabellera completamente blanca, coronando la faz ya un tanto rugosa.
En aquel momento, miraba a su marido con detenimiento. Lo conocía bien y sabía que aquella tarde algo embuchaba su Teófilo, puesto que tenía los lentes montados de cualquier forma sobre la nariz, mientras se frotaba las manos una y otra vez. Eran signos característicos que jamás fallaban. Doña Filo pensó que a su media naranja le ocurría algo más fuerte que otras veces, pues de otra forma ya hubiera soltado el rollazo que guardaba bajo su lengua.
—Vaya, señor mío —dijo al fin, sin poder aguantar por más tiempo los visajes que su esposo hacía con la nariz—. Di pronto lo que sea, porque me tienes en ascuas.
La cabeza blanca de nuestro viejo amigo alzóse como impulsada por un resorte.
—¿Eh? —casi gritó—. ¿Que yo tengo que decir algo? No, por Dios. A fe mía que nada sé ni nada espero decir.
—Mira, cascarrabias, nos hemos casado hace cuarenta años, ¿sabes?
—¿Y eso, qué?
—Te conozco tan bien que... Vamos, es ridículo que te empeñes en asegurar que nada tienes que decirme.
—Pues la verdad...
—Dilo, hombre, dilo.
Don Teófilo se puso en pie. Paseóse agitado de un lado a otro. Sus lentes volvieron a su sitio normal, pero, sin embargo, las manos continuaban restregándose una contra otra.
—Dime, Filo —habló al fin, deteniéndose a su lado—. ¿Qué dirías si supieras que voy a desprenderme del yate por una temporada?
—¿Qué?
—Pues eso; tengo intención de prestar el yate.
—¿A tus amigos?
—A mis amigos, ¿qué?
—Si se lo prestas a ellos...
—Pues..., sí. Eso es, sí.
—Ay, hijo, lo que yo he dicho; te has vuelto un filántropo.
—Mira, querida Filo de mi alma, la verdad es que nosotros no lo necesitamos. Ya somos viejos, ¿sabes?
—Naturalmente que lo sé.
—Mejor. Te decía que somos...
—Viejos.
—Eso es. Ellos son jóvenes, necesitan vivir un poquito, y nada más natural que yo les deje mi yate...
—¡Alabado sea Dios!
Don Teófilo vino rápidamente a sentarse a su lado. Le cogió las manos como si se dispusiera a hacerle el amor. Doña Filo rio burlona.
—A veces me pareces un chiquillo, y tengo que mirar tu calva para cerciorarme de que ya eres un viejo verde.
—No me insultes, querida mía. Es que me da pena de esa juventud que se va evaporando sin saber para lo que han venido a este mundo. Nosotros ya hemos disfrutado lo nuestro. No tenemos más familia que nosotros mismos. Cuando abandonemos esta vida, nuestros millones irán a parar al Estado y me da pena, ¿sabes?
—Pero ¿qué tienen que ver los millones con el yate?
De nuevo se levantó don Teófilo. Esta vez no se paseó por la estancia. Limitóse a darle la espalda, y después, cuando hubo comprobado que su querida Filomena esperaba sus palabras, dijo de corrido, casi sin voz:
—También les regalaré un millón.
—¿Qué?
Ahora sí que doña Filo fue hacia él con las manos extendidas, dispuesta a triturarle.
—¿Qué has dicho, insensato? ¿Es que te has vuelto loco o me estoy volviendo yo? Jamás he oído disparate mayor. ¡Un millón! Vamos, hijo, estás para que te aten. Además —y la anciana se atragantaba—, todos esos amigos tuyos son millonarios. Tienen unos padres riquísimos, sin necesidad de que tú cometas la estupidez... ¡Vamos, el colmo de los colmos!
El pobre don Teófilo tapóse los oídos. Cuando hubo visto a su enfurecida esposa un poco calmada, dejóse caer en el diván, y suspiró con fuerza. Después, cogió a doña Filo por la cintura, y la sentó a su lado.
—Ven. Antes de hablar, déjame explicarte.
—No quiero saber nada. Estás loco. Hoy mismo llamaré a un psiquiatra para que te reconozca, y como estés tal como yo supongo, te recluirán en la torre. Sí, señor.
—¡Ay. Dios mío! Déjame que explique, mujer. Ya verás como después comprendes que tengo razón.
—¿Sí, eh? ¡Un millón, además del yate! Nada, lo que he dicho, este pobre Teófilo mío, ha perdido el juicio.
Nuestro amigo recostó la cabeza sobre el mullido respaldo del diván y limpió el sudor que perlaba su frente. Después, desentendiéndose del furor de su esposa, comenzó a explicar...
En principio, doña Filo le oía como el que oye llover. Ni se preocupaba del torrente de palabras que salían de la boca de su Teófilo, ni tenía en cuenta los esfuerzos que este hacía para ser atendido por ella. Pero cuando hubo llegado a lo del banco, y retrató las figuras de aquellas tres lindas muchachas, la atención de doña Filo pareció agudizarse un tanto, y cuando su esposo terminó, estaba sentada a su lado, oyendo atentamente la conclusión.
—Pero...
Su esposo no la dejó continuar. Tapóle la boca con su mano, y dijo bajito, sin dejar de sonreír socarrón:
—No hables hasta que te cuente el plan que tengo trazado. Escucha...
Y doña Filomena no tuvo más remedio que escuchar. Cuando su ocurrente esposo hubo concluido, abrió enormemente los ojos, diciendo maravillada:
—¡Qué ingenio tienes, querido mío!
—¿Verdad, esposa mía, que no te importa desprenderte del millón?
—¡Ay, un millón!
—Todo vaya por la juventud desvalida, Filo querida.
—Sí, pero...
Don Teófilo continuó hablando aún mucho más, hasta que su mujer no tuvo más remedio que convencerse. La imaginación de su viejo cascarrabias, era inconcebible...
Y así se quedó. Perdía un millón de pesetas, pero quién sabe, a lo mejor ganaba una hija...
Y con este convencimiento, doña Filo prometió no decir media palabra.
Aquella misma tarde, don Teófilo llamó a la redacción del periódico más leído de Bilbao. Habló detenidamente con el director, y cuando hubo colgado, volvió a restregarse las manos, satisfecho.
Jamás se había considerado tan feliz.
III
La oficina era amplia.
Kety se hallaba sentada ante su máquina, en medio de dos compañeros. Más allá, al otro extremo, Marisa tecleaba sin cesar. El jefe del departamento se paseaba de un lado a otro, observando el trabajo de todos los empleados, los cuales, al menor descuido de él, aflojaban la tensión del trabajo.
De pronto se abrió la puerta, y un botones penetró en la sala, yendo directamente a la mesa tras la cual se sentaba Kety.
—El jefe le ruega que pase por su despacho.
Dicho aquello, dio la vuelta y se dirigió a Marisa, ante la cual repitió las mismas palabras.
Ambas muchachas se pusieron en pie, y juntas tomaron la dirección de la puerta.
No podían negar el susto que llevaban dentro del cuerpo. Marisa, cuando se hubo visto en el pasillo, cogió a su compañera por el brazo y dijo, estremecida de temor:
—¿Qué nos querrá? Estoy muy asustada.
Kety, algo más serena, trató de encogerse de hombros, pero no pudo conseguirlo porque ella también se hallaba atemorizada.
—Ya veremos, Marisa —murmuró tan solo, con voz desfallecida—. No me gusta nada esta forma de llamarnos a su despacho. Creo que nos hemos ganado el despido.
—Pero ¿por qué?
—Eso es lo que me pregunto yo también.
—¡Dios mío, Kety! Si pierdo la colocación, me tiro al mar.
—No será tanto.
—¿Pues qué harás tú?
—No lo sé. Espera y ten paciencia. Veremos a ver qué nos quiere ese canguro.
—¡Qué miedo tengo!
Llegaron ante la puerta de caoba. Marisa llevóse las manos al corazón y lo apretó con fuerza.
—Creo que me falla, Kety.
—No digas tonterías.
—¡Ay!
Y Kety, sin tener en cuenta la desesperación de su compañera, llamó con los nudillos, terriblemente temblorosa.
Un seco «adelante» les franqueó la entrada. Y allí fue Troya. Los ojos de nuestras dos amigas vieron desorbitados, cómo su compañera Adela se hallaba firme en mitad de la estancia, desafiando al jefe, cuya figura parecía imponente, de pie tras la gran mesa de despacho.
—Pasen ustedes —dijo aquel señor, con voz descompuesta.
Las tres quedaron juntas. Estaban pálidas, y les temblaba la boca.
¿Qué les esperaba? ¿Qué había sucedido? Aquel hombre, terriblemente enfurecido, blandía un periódico como si fuera un puñal y estuviera dispuesto a hundirlo en el corazón de las tres muchachas. Marisa, la más tímida de todas, alargó la mano y buscó angustiada el contacto de la de su compañera Adela, que encontró fría como la nieve.
«¡Dios mío! —se dijo la infeliz—. Esto es el final, la miseria. En algo hemos ofendido a este hombre, porque en sus ojos veo un ansia desesperada de vengarse. ¿Pero de qué? ¡Ay!». La pobre muchacha sintió que una gota amarga fluía de sus ojos y corría libremente por el rostro pálido.
Kety la contempló dolorida, mientras sus ojos parecieron decir: «Animo, Marisa, no te amilanes. De nada nos sentimos culpables. Contempla la serenidad de Adela y trata de imitarla».
Sí, claro, se decía con facilidad, pero llevarlo a efecto...
La voz del jefe atronó el despacho:
—¿Quién insertó esto en el periódico? ¿Quién? Ustedes tres, ¿verdad? ¡Ah, qué poco me conocen! Además de despedirlas, cursaré una denuncia para que las metan por una temporada en la cárcel.
Nada. Marisa entendía ahora muchísimo menos. Y por el contrario, la serena Adela, que ya sabía lo ocurrido a juzgar por la expresión de sus ojos, permaneció inalterable. Kety avanzó un paso, y pidió todo lo serena que le fue posible:
—No le comprendo. Déjeme leer eso que menciona y quizá pueda darle una respuesta.
—¿Respuesta? —bramó el jefe—. ¿Qué respuesta puede darme, si la tengo aquí? —Y su voz descompuesta leyó—: «Quien esté dispuesto a desprenderse de un milloncejo, que busque a Marisa Torres, Adela Blanco y Kety San Martín, las tres lindas empleadas que se consumen todo el día en la oficina de Abelardo Riquelme, el hombre más... —aquí la voz pareció un silbido, jamás nuestras tres amigas habían experimentado tal sensación de ahogo y desesperación—, el hombre más roñoso y cascarrabias de toda la ciudad bilbaína».
El hombre calló. Estiró el cuello y sus ojos inyectados en sangre se clavaron en los rostros de aquellas chiquillas, que permanecieron desconcertadas.
—Ahora mismo cursaré una denuncia —vociferó el jefe.
—Escuche, señor...
—¡No quiero saber nada!
Kety se adelantó, resuelta.
—No me interesa que quiera escucharnos o no. Tan solo deseo que sepa que ignoramos de dónde procede ese anuncio, puesto que nosotras, las tres, lo leemos ahora por primera vez. Puede denunciarnos, puede despedirnos, pero sepa usted que será injustamente, porque nosotras no hemos sido.
Marisa se ocultaba temblorosa tras las espaldas de Adela. Esta permanecía impasible, mientras se preguntaba quién había sido el guasón que había escuchado su charla de la tarde anterior. Porque eso y no otra cosa tuvo que haber pasado, se dijo una y otra vez: «Alguien estaba oyéndonos, y, naturalmente, no tendría en qué perder el tiempo... ¡Pobres de nosotras!», terminó, disimulando su angustia.
El jefe se plantó ante ellas y sin querer oír sus disculpas, les señaló la puerta.
—¡Fuera! Por ahora, quedan despedidas tan solo. Esta tarde haré la denuncia, e irán al calabozo.
—Bien.
Y Kety, cogiendo de la mano a sus compañeras, dio la vuelta y salió.
Cuando se vieron en el pasillo, Marisa se echó a llorar como una chiquilla.
—¿Qué va a ser ahora de nosotras? ¡Ay, pobre de mí! No tengo más recursos que el sueldo de este mes y quizá ni eso nos pague. ¡Ay, ay!
Y la pobrecilla lloraba tanto y de tal manera, que las otras no tuvieron más remedio que ahogar su pena y consolar a la afligida Marisa.
—No te desesperes, Marisina. Ya verás como todo se arregla. Después de todo, somos tres a defendernos. ¿Pero quién pudo ser el guasón...? No me lo explico, la verdad. ¡No puedo explicármelo!
En aquel momento pisaban la acera. Y allí encontraron la explicación. Un auto largo, elegantísimo, de línea estilizada, se hallaba detenido ante la puerta del edificio. Marisa, aún dominada por el llanto, vio cómo de aquel lujoso vehículo saltaba un caballero ya anciano, cuyos ojos vivos se escondían tras unos lentes de montura de oro. Aquel señor, don Teófilo en persona, avanzó rápidamente y plantándose ante las tres asustadas muchachas, dijo de corrido:
—Las estaba esperando.
—¿Eh?
—Sí. Soy el hombre que está dispuesto a desprenderse del millón. ¿Qué les parece? Venga, venga, suban a mi auto. Mi esposa les espera.
—Pero...
—No hay peros que valgan. Hemos leído el periódico y estamos dispuestos a ceder el milloncejo.
—¿Eh?
Y Marisa, con aquella exclamación, cayó desmayada en los brazos temblorosos de Adela.
Momentos después, y casi sin darse cuenta, se vieron en el interior del auto, que se perdió raudo por una amplia calle...
IV
Aún no sabían cómo habían llegado allí. Recordaban tan solo que el auto atravesó veloz calles y calles, hasta que se detuvo ante aquel palacete bonito, de muros blancos como la leche.
Marisa había vuelto en sí, y las miraba con los ojos negros, preciosos, completamente desorbitados... Nadie osó pronunciar una palabra en todo el camino. Miraban al anciano un poco atemorizadas, mientras este, sentado ante el volante, permanecía atento a la dirección, como si no las llevase a su lado.
¿Quién era? ¿Es que tan de mañana había leído el periódico? ¡Ah, qué angustia experimentaban nuestras amigas! Sabían, además, que poco iban a poder disfrutar del milloncejo que la generosidad de aquel anciano quijote pondría en su poder, puesto que la denuncia del jefe se cursaría aquella misma tarde. Estaban convencidas de que Riquelme cumpliría, implacable, su amenaza.
Adela suspiró con fuerza, mientras sus ojos se clavaban en la cabeza calva de aquel hombre, cuya boca sonreía en una mueca socarrona. ¿Es que se estaba burlando de ellas?
La pobre Marisa se apretó contra ella, y lloró muy quedito.
—Ade, tenemos que demostrarle al jefe nuestra inocencia —dijo entre hipos—. Yo no quiero perder la colocación.
Kety le puso un dedo en la boca.
—Ahora esperemos —aconsejó, con voz tenue—. Este viejo ha dicho que está dispuesto a proporcionarnos el milloncejo...
—¿Pero le has creído? A lo mejor es un policía.
—¿Eh? No desbarres, Marisa. Bien se ve en su cara que no pertenece a la poli.
—¡Ay, yo pienso todo lo contrario!
Y la pobre chiquilla, completamente aterrorizada, ocultó la cabeza en el regazo de Adela, cuyas manos acariciaron una y otra vez la carita pálida de aquella mujercita que era tan solo una criatura. La apretó contra su corazón, y se encomendó a Dios. Pensó que el destino era el único que podía aclarar aquel embrollo, y dejólo en manos de él.
Ahora ya estaban sentadas en el interior de un saloncito lujosamente amueblado. No sabían qué hacer ni qué decir. Don Teófilo aún no había penetrado en la estancia y ellas, las tres, se miraron aterrorizadas.
—Pobres de nosotras, Adela —dijo Marisa, temblándole la boca—. Creo que esta vez nadie nos libra del calabozo.
Las manos de Kety buscaron dulcemente el contacto de las de su amiga.
—No sufras, Marisina —aconsejó cariñosa—. Después de todo, aún no sabemos lo que sucederá.
En aquel momento, se abrió la puerta y don Teófilo apareció en el umbral, restregándose las manos satisfecho. Sus ojos parecían decir: «Jamás hice una cosa que me saliera tan bien».
—Amadas señoritas —comenzó a decir, enfático—. La verdad es que me asombré un poco al leer el periódico esta mañana. Primero dudé si me hallaría leyendo bien. Después, me calé los lentes y comprobé que estaba leyendo lo que habían escrito. Que no era fruto de mi imaginación.
—Pero...
El «pero» de Adela murió en el aire, ya que don Teófilo se apartó de la puerta y dio paso a su mujer, cuyos ojos sonreían burlonamente.
—No me interrumpáis. Os presento a mi esposa. —Y como si aquello fuera suficiente, adelantó unos pasos siempre llevando de la mano a doña Filo, y se plantó ante ellas—. Mira, querida esposa: estas señoritas han insertado en el periódico un anuncio que...
—Nosotras no hemos sido —chilló Marisa, sin poder contener el llanto. ¡Ay, qué fácilmente lloraba aquella criatura!
«Para Javier no sirve —dijo don Teo, con su lengua pequeña—. Es bonita, pero un poco miedosa. Me gusta más Adela. Tiene empaque de reina. ¡Ah, cómo os voy a burlar!», terminó, restregándose las manos una y otra vez.
Después, dijo en voz alta:
—Piden un millón —continuó, como si Marisa no le hubiera interrumpido—. He pensado que, como nosotros tenemos bastantes, no nos importa demasiado perder uno. ¿Qué te parece?
Las pupilas de doña Filo sonrieron juguetonas. Aquel su marido tenía unas ocurrencias muy divertidas. No le pesaba haber accedido. ¡Eran tan bonitas las tres!
—No está mal, querido Teo. Después de todo, conviene que estas señoritas tan lindas puedan disfrutar de una temporada de descanso.
Adela y Kety cambiaron una mirada. «Se burlan de nosotras», dijeron los ojos de Adela. «Pienso como tú», repuso la mirada azul de Kety.
Sin embargo, no pronunciaron ni media palabra.
Doña Filo continuó:
—Cuando mi esposo fue a mi alcoba esta mañana con el periódico en la diestra, mostrándome el anuncio, pensé que el milloncejo lo cederíamos nosotros, y ahora, al verlas tan bonitas y finas, repito que sí. Estamos dispuestos a facilitarles una temporada de diversiones.
—¡Dios mío! —gimió Marisa, que no salía de su asombro—. Pellízcame, Kety. ¿Crees que no estamos soñando?
—No, hija mía. ¿Cuántos años tienes?
—Dieciocho.
—Eres casi una niña.
Y doña Filomena, por primera vez, desposeyóse de la fina ironía, para contemplarlas compasivamente. ¡Eran tan chiquillas! Pensó en si alguna de ellas hubiera sido su hija y se viera tan joven precisada a luchar por la vida, rodeada de peligros. Las miró cariñosa y se dijo que no le pesaba haber accedido al extravagante capricho de su Teo.
Adelantó unos pasos y su mano ya un tanto rugosa, se posó sobre la cabecita morena de Marisa.
—¿No tienes madre? —preguntó, con trémula voz.
En la boca de la muchacha se dibujó una mueca de angustia.
—No la he conocido nunca. Me crie con una tía, que murió hace escasamente tres años. Desde entonces, trabajo y vivo en una pensión de señoritas, donde encontré a mis amigas Adela y Kety.
—¿Cómo te llamas?
—Marisa Torres, y trabajo en la oficina de Abelardo Riquelme.
Al llegar aquí, recordó la colocación perdida y un nuevo sollozo estranguló su pecho.
Adela y Kety se abalanzaron hacia ella. La apretaron muy fuerte contra su corazón, pidiendo con temblorosa voz:
—No llores, Marisina. Después de todo, aún ignoramos lo que el destino nos tiene reservado.
—Una vida cómoda —saltó don Teófilo.
—¿Y mi colocación? ¡Ay, Dios mío, con el trabajo que me costó encontrarla!
—No tendrás que volver a ella —dijo doña Filo, sentenciosa.
Por primera vez, las tres muchachas comprendieron que aquella pareja de pintorescos viejos, hablaban en serio, y se preguntaron a qué fin lo hacían y por qué se desprendían con tanta indiferencia de un millón de pesetas. ¡Un millón! Bueno, la cosa era como para morirse del susto, y sin embargo, ellas aún estaban allí, bastante serenas.
—Es preciso que me permitáis hablar durante unos minutos —advirtió don Teófilo, avanzando unos pasos y quedando ante las tres emocionadas muchachas—. Repito que he leído el periódico, y que estoy dispuesto a desprenderme de esa cantidad con objeto de que vos otras podáis disfrutar de una temporada feliz. Después, ya veremos lo que se hace. Por lo pronto, os presto mi yate, en el cual os permito realizar un viaje alrededor de España. Al extranjero no puede ser, pero eso supongo que os es indiferente. Lo esencial es que podáis disfrutar de libertad y tener dinero...
—Pero... usted se está burlando de nosotras.
—¡No, vive Dios! Yo no me burlo jamás de unas chicas tan bonitas...
—Entonces...
Y la pobre Marisa abrió unos ojos como platos, mientras llevaba sus manos al pecho con objeto de contener los locos latidos de su corazón desbocado. ¡Ay. Qué ruido tan espantoso estaba haciendo aquel órgano!
—Sí, señoritas. Tengo todo dispuesto. Mi yate está tripulado por bravos marinos: un capitán que se llama Luis José Ibáñez, dos pilotos que contestan por el nombre de Javier Monreal y Tomás Larra; varios marineros y un telegrafista... Son todos personas de confianza. Los tengo a mis órdenes desde hace mucho tiempo... Podéis confiar en ellos como si se tratara de mí mismo. Son chicos que tienen que trabajar para vivir —mintió con todo el aplomo—. Se ocuparán muy poco de molestaros. Se limitarán a recibir vuestras órdenes silenciosamente y estarán convencidos de que sois tres damas españolas, íntimas amigas de mi esposa. Os considerarán millonarias, ¿enteradas? Creo que no me queda nada por decir.
—Pero...
Adela ya lo había comprendido todo, mas no acababa de convencerse de aquel desprendimiento desinteresado. ¿A qué fin lo hacían?
—No existen peros, señorita Adela. Yo soy un filántropo y mi mujer, que es una santa —aquí los ojillos de don Teo miraron con los párpados entornados a su costilla, que atenta a su esposo, sonreía bonachonamente—, piensa de la misma forma. ¿Verdad, Filo?
—Así es.
Kety y Adela volvieron a cambiar una mirada de inteligencia. Sin embargo, ninguna comprendía nada. Sabían tan solo lo que decía aquel hombre, pero ignoraban por qué lo hacía y cómo...
Adela pensó que allí había algo oculto, aunque no supo acertar a definirlo.
—Nosotras no podemos aceptar —dijo, todo lo serena que le fue posible.
—¿Que no? No diga usted disparates. Aceptarán porque yo se lo ruego, y si aún así se niegan, se lo ordeno y basta. No crean que esto se prolongará toda la vida. Es tan solo durante la estación de verano. En ese tiempo tienen suficiente margen para encontrar un esposo rico que las mantenga después.
—Pero...
Don Teófilo hizo caso omiso de la interrupción y continuó:
—Les proporciono una oportunidad. Durante el verano ustedes visitarán España en mi yate, el yate que aparentemente presto yo a tres amigas de mi esposa. Ustedes figurarán en todas partes como millonarias, y cuando finalice el verano, si es que no han conseguido casarse, les buscaré una buena colocación, y de nuevo a luchar por la vida.
Adela se puso en pie.
—Caballero —dijo con voz insegura—. Yo no quiero un marido de ocasión, por millonario que sea. Me interesa muy poco casarme, si es que no puedo hacerlo enamorada.
Los lentes de don Teófilo bailaron nerviosos sobre su nariz. Sus ojillos penetrantes se clavaron en la faz pálida de la muchacha. «Es ni más ni menos que la media naranja que necesita Luis José», díjose in mente, mientras se frotaba las manos nuevamente.
Después, en voz alta, manifestó:
—Señorita, tiene usted todas mis simpatías. El amor es la cosa más esencial en este mundo. Un matrimonio sin amor es un bote sin fondo. Ya ve usted qué comparación más pobre, pero es que soy tan endiabladamente ignorante que no acierto a encontrar las palabras adecuadas cuando más las necesito. Le decía que estoy de acuerdo con usted, y le repito que encontrará el amor en su camino y será usted muy feliz.
—Pero yo no quiero esa felicidad.
—¿No? ¿Por qué?
—Porque el amor no se busca; llega y se le da la bienvenida cuando está ante nosotros.
—¡Oh, no! Dios ha dicho: «Ayúdate y te ayudaré». ¿Qué le parece a usted?
Intervino Kety. Su bella figura alzóse ante don Teo, tan estupendamente bonita que el pobre hombre tuvo que parpadear nervioso, porque aquella belleza serena y sencilla le deslumbraba.
—Señor, yo estoy de acuerdo con usted —declaró dulcemente—. Mi amiga Adela también lo está, pero no sabe expresarlo. Usted nos ofrece una oportunidad; nosotras la aprovecharemos, y si no lo conseguimos, es que no estaba de Dios. —Volvióse hacia su amiga y dijo con calor—: Él no te dará un amor egoísta, Adela. Tan solo te proporciona la ocasión para encontrarlo.
—Lo he comprendido y continúo pensando del mismo modo. Puede que encontremos el amor en el camino que este caballero nos brinda. Pero esos hombres serán millonarios. Encontraremos a nuestro paso ricos magnates y creyendo que nosotras poseemos un caudal inacabable, se prendarán de nuestros millones imaginarios... —Sonrió con desdén y añadió indiferente, al mismo tiempo de encogerse de hombros—: Suponte lo que sucederá cuando la venda caiga y nos encontremos con que no poseemos más rentas que el cielo arriba y la tierra abajo.
Don Teófilo saltó rápidamente:
—Para entonces, Cupido ya habrá hecho una de las suyas.
—¡Cupido! Señor mío: ese Cupido que usted menciona es demasiado inteligente para clavarse en un corazón donde no existe fecundidad.
«¡Vaya con la niña! —pensó don Teófilo, desalentado—. Para todo tiene respuesta y aun cuando no la comprendo muy bien, habrá que dejarla con sus teorías, aunque, no obstante, irá en mi yate y destrozará el corazón del sabihondo Javier... Porque ya no me gusta para Luis José, puesto que este necesita una mujer más apasionada, que sepa despabilarlo».
—De todas formas, señorita —replicó en voz alta—. Usted, como sus amigas, acepta mi desinteresado ofrecimiento. Después puede hacer lo que le acomode, ¿me comprende? Si no quiere enamorarse, yo nada le digo. También le aseguro que si le da por enamorarse del fogonero, allá usted, pues yo, vive Dios, me quedaré tan fresco.
Y rio de buena gana, provocando la risa alegre de las tres muchachas, quienes no tuvieron más remedio que confesarse que aquel hombre era de una simpatía arrolladora.
Marisa, que hasta entonces permaneciera silenciosa, púsose en pie y fue hacia el matrimonio. Se detuvo ante ellos y dijo con su vocecita dulce:
—Yo acepto encantada. No sé a qué fin lo hace ni por qué, pero me es igual. Ahora permítame que le dé un beso en cada mejilla.
Y la chiquilla, con aquella espontaneidad maravillosa que la caracterizaba, se abrazó primero a la anciana dama y la besó repetidas veces, causando una emoción indescriptible en doña Filo, que se imaginó tener en sus brazos a la hija que Dios no le había proporcionado. Después fue hacia don Teo y le besó del mismo modo.
Cuando los tres quedaron frente a frente, todos tenían los ojos llenos de lágrimas.
—Ahora quedáis con mi esposa —indicó don Teófilo, queriendo apartar a un lado la emoción—. Voy a salir para disponer el viaje.
Fue hacia Adela y golpeó cariñoso el hombro femenino.
—No analice tanto, amiguita —aconsejó, un tanto burlón—. De esa forma no se llega a ninguna parte. Dice el refrán que el que no se arriesga no pasa la mar. Arriésguese usted y más tarde, cuando haya finalizado el verano, continuaremos esta conversación.
Y salió.
Adela se preguntó por qué todo estaba saliendo tan bien y de aquella manera. Una vez más se repitió que algo había oculto tras todo aquello, pero como no pudo profundizar en lo que ignoraba, se limitó a permanecer silenciosa, con los ojos clavados en el suelo.
—Voy a traerles algo para comer —anunció doña Filo, saliendo de la estancia.
Cuando se vieron a solas, dijo Kety, suspirando:
—No comprendo nada. ¿Y tú, Adela?
—Tampoco.
—Yo, sí.
Ambas miraron a Marisa, cuya boca sonreía inocentemente.
—¿Tú? ¿Qué comprendes tú?
—Que vamos a ser felices una temporadita. Ya no me importa haber perdido la colocación. Después de todo, gracias a eso estamos ahora aquí.
—Y sin embargo, no te has detenido a pensar en la persona que se atrevió a desafiarnos de esa manera.
—No te entiendo, Kety.
—¿No comprendes que nosotras no hemos sido las que insertamos en el periódico ese anuncio? Alguien tuvo que ser. ¿Y quién fue?
—¡Ah, sí, pues es verdad!
—Naturalmente que lo es. Qué cabeza más hueca que tienes, Marisina.
La chiquilla suspiró resignada.
—Es que no quiero preocuparme, ¿sabes?
—Sí, ya se ve.
—No te enfades conmigo, Ade.
Como esta viera unas lágrimas en los ojos negros, fue hacia ella y la abrazó estrechamente, emocionada.
—Eres demasiado inocente, Marisa —dijo muy bajo—. Mereces mucha felicidad, y quien te haga daño...
Dejó la frase sin concluir y la besó cariñosa en la frente. Después se volvió a Kety y preguntó:
—¿No te extraña que también nos proporcione el yate?
—Sí.
—Ayer hablábamos de eso en aquel banco...
—Lo recuerdo.
—¿Y qué pensáis? —inquirió Marisa, con su característica inocencia.
Ambas la miraron dulcemente.
—No tenemos nada ni pienso nada, Marisa —manifestó Kety, encogiéndose de hombros—. Lo mejor es que dejemos las cosas tal como están y nos limitemos a vivir tranquilamente.
—Creo que tienes razón, Kety —convino Adela, pensativa.
Intentaban por todos los medios averiguar lo sucedido, pero no lo conseguían, y terminaron por desistir.
Momentos después las tres, al lado de doña Filo, charlaban de su vida, participando a la dama toda la amargura de la existencia que les había tocado vivir.
V
A esa misma hora don Teófilo, apoyado en su bastón, penetró en el club, al cual acudía todas las mañanas. Siempre iba alegre y dicharachero, dispuesto a disparar por su boca la más cruda ironía. Pero aquel día todo era diferente. Una arruga horizontal surcaba su frente y los ojos no sonreían con la burla en él característica. Entró serio y cabizbajo, apoyado en su bastón.
Claro que in mente se reía de lo lindo, con una guasa imponente, pero aquello no podían observarlo sus jóvenes amigos, los cuales, al ver aparecer a su anciano amigo, corrieron hacia él, comprendiendo al instante que algo anormal preocupaba a don Teófilo.
—Hola, hijos —saludó indiferente, dejándose caer en una mullida butaca.
—¿Está usted enfermo, don Teo?
—Gracias, Luis José; no me siento enfermo, pero quizá esté un poco preocupado.
—¿Preocupado? Nosotros podemos ayudarle seguramente, don Teo.
—Sois muy amables, querido Javier. Hoy tenéis que perdonarme. No creo que pueda acompañaros en el juego.
—Don Teófilo, ya sabe usted que nos tiene a su entera disposición. ¿No podemos servirle en algo?
Don Teófilo carraspeó nervioso.
—Sí, quizá podáis ayudarme, pero temo abusar de vosotros, Tom.
Todos protestaron indignados.
—¿De nosotros? Vamos, no diga usted disparates. Ya sabe que somos todos suyos.
—Don Teófilo, no dude en participarnos lo que sea.
—Aunque tengamos que subir a la luna, no dudaremos, si con ello ahuyentamos esa preocupación.
Y los tres muchachos se inclinaban sobre el astuto anciano, cuya risita parecía ir a salir de sus labios, aunque supo contenerse al instante.
Hizo como que dudaba. Quedó pensativo. Arrugó la nariz y movió la boca. Después de todas aquellas muecas, al fin pareció dispuesto a decir algo, y suspirando hondo comenzó:
—Veréis, la cosa es seria, pero yo, como siempre he sido un quijote, me comprometí tontamente —hizo una pausa y lanzó una mirada penetrante sobre los tres rostros ansiosos que le contemplaban—. ¿Adónde tenéis pensado ir este verano?
¡Arrea! Los tres quedaron con la boca abierta. ¿Qué tenía que ver una cosa con la otra?
—Os he preguntado lo que tenéis pensado hacer este verano. Ya estamos en mayo; es cosa de no demorar el veraneo.
—Aún faltan unos meses —dijo Luis José—. Pero no comprendo, don Teo.
—Bueno, ya comprenderéis después. Ahora decidme adónde pensáis ir este verano.
—Pues la verdad es que yo no he formado planes —manifestó Javier—. Mi familia acostumbra a veranear en San Sebastián y yo siempre les acompaño. Este año haré igual.
—¿Y tú, Luis José?
—A la Costa Brava.
—Muy bien. ¿Y tú, Tomás?
—A Galicia.
—Enterado. ¿Vais contentos?
—¿Eh? ¡Yo no comprendo ni jota! —gritó, impaciente, Javier.
Don Teo pensó que era hora de lanzar el dardo y disparó sin esperar otro minuto:
—Veréis; ayer me visitaron tres damas pertenecientes a la más rancia aristocracia catalana... Son amigas de mi esposa y la verdad es que no me atreví a negarles el favor que de mí solicitaban...
—No nos tenga en ascuas, don Teo. Vaya al grano.
—Ahora mismo, Javier. Resulta que tienen pensado hacer un crucero alrededor de España, y según ellas, no encontraban yate a su gusto; y recordando que yo poseía uno precioso, vinieron a mí...
—¿Y bien?
Don Teófilo suspiró con ansia, con tal propiedad, que los pobres engañados se juraron hacer lo imposible para ayudarle, aunque aún ignoraban cómo habían de hacerlo.
—Yo les dije que sí. Me preguntaron en qué condiciones se hallaba el yate y entonces fue cuando cometí la estupidez de decir que mantenía siempre en pie la tripulación... —Pasóse una mano por la frente y limpió con esfuerzo el sudor imaginario que bañaba su piel—. Como sabéis, no es cierto, pero yo no sé si es que me quise hacer el grande o qué, el caso es que hablé de un capitán y dos pilotos... —Hizo otra pausa. Los tres amigos estaban pendientes de sus palabras—. No contaba que me preguntasen el nombre de los oficiales y, sin embargo, lo hicieron...
Javier, más perspicaz que los otros, lanzó un prolongado silbido. Parecía comprender a don Teófilo, pero aún así esperó, ardiendo de impaciencia, a que el anciano se explicara.
Este aspiró con fuerza el aire que parecía faltarle y continuó lentamente:
—Lo cierto es que me vi obligado a dar nombres, y como solo os conocía a vosotros, cometí la ligereza de dar los vuestros.
—¿Eh?
—¡Formidable!
—¡Colosal!
Las tres exclamaciones sonaron en los ámbitos estridentemente.
Don Teófilo creía ver visiones. ¿Es que aquellos tres locos estaban dispuestos a avenirse sencillamente a su estratagema? Nunca se atrevió a pensar que lo acogieran con tanta naturalidad y entusiasmo. Vaya, pues la cosa se había solucionado mucho más fácilmente de lo que él suponía. Mirólos a todos y vio en los rostros de Javier y Tom una interrogante que entendió al instante.
—Sí —dijo burlón—; las tres son jóvenes y bonitas. —Después miró a Luis José y frunció el ceño. Aquel mentecato, el que estaba señalado para capitanear el yate, tenía en sus ojos una expresión nada tranquilizadora—. ¿Qué piensas, Luis José? ¿Es que no quieres ayudarme?
Este pareció reaccionar. Lanzó una mirada penetrante sobre la faz del anciano y contestó:
—Naturalmente que estoy dispuesto a ayudarle, pero no me gusta esto. Se me antoja que usted nos oculta algo.
—Siempre viendo visiones. ¿Qué diablos os voy a ocultar?
Don Teófilo estiró el cuello y su boca hizo una mueca de desagrado.
—Siempre pensé —observó enojado—, que, de necesitaros, tú serías el primero en ayudarme, pero veo que me he equivocado.
—No se enfade, don Teo. La verdad es que nunca, hasta ahora, utilicé mi carrera recién concluida y tengo miedo de cometer algún desliz.
—No digas sandeces; parece mentira que a los treinta años pienses en cosas tontas. He pensado que como tú eres el mayor de los tres, debes ser tú el que mande el buque.
—Pero si no soy capitán...
—¡Ta, ta! Eso se arregla fácilmente. Además, mi yate puede mandarlo un piloto.
—Entonces no hay nada más que hablar —dijo entusiasmado Javier.
Don Teófilo se puso en pie.
—Ea, venid conmigo. Vamos al muelle donde está el yate. Precisamente estos días han limpiado fondos. El contramaestre se encargará de buscar gente de cubierta. En cuanto a la de máquina, hablaré con un amigo mío. ¿Vamos?
Y los tres, llevando a don Teófilo en medio, salieron del club en dirección al muelle.
* * *
El yate en realidad era una maravilla.
Blanco como la nieve, cómodos camarotes, un salón de fumar y otro de baile. Todo bastante reducido, pero regio.
Los tres muchachos lo conocían ya, aunque aquella mañana aun les pareció más hermoso, puesto que iba a albergar a tres lindas damas de belleza deslumbrante...
—¿De verdad son tan preciosas, don Teo?
Este puso los ojos en blanco.
—Jamás he visto cosa parecida. Kety San Martín es de una belleza fascinante. Adela Blanco, serena y decidida, no cree en la nobleza del amor...
—¿Eh?
—Así es, Tom; no te asombres.
—¿Pero cómo sabe usted eso?
—Soy un perfecto psicólogo, no lo olvides. Lanzo visual y hago observación.
Javier, acodado en la borda, miró a Luis José y sonrió.
—Tú, ¿qué dices? —le preguntó muy bajo, inclinándose hacia él, aprovechando un momento en que Tom tenía acaparado al viejo amigo—. ¿Qué te parece todo esto?
—Temo que ese viejo zorro nos está jugando una mala pasada.
—No lo creas. Nos aprecia de verdad.
—Naturalmente, pero no te olvides que es de upa guasa imponente y quién sabe...
—¿Aciertas a definir las causas que le impulsan a meternos en este lío?
—No, ni acierto ni acertaré mientras se lo proponga.
—Después de todo, no teníamos plan para este verano. Creo que esta aventura resultará maravillosa.
—Ya lo veremos.
—Eres desconfiado y poco optimista.
—Soy observador.
La charla quedó así. Don Teófilo y Tomás estaban de nuevo ante ellos.
—He de deciros —advirtió el anciano— que esas señoritas creen que vosotros sois tan solo marinos. Ignoran a qué familias pertenecéis.
—Y lo ignorarán siempre. Me gusta la aventura. ¿Qué decís, amigos? —rio Javier alegremente.
—¡Estupendo!
—¿Qué piensas tú, Luis José?
—Se lo diré cuando regrese del viaje. Por lo pronto estaremos a su entera disposición. Más tarde estaremos a la de esas millonarias y extravagantes damiselas.
—De acuerdo.
—¿Cuándo podremos conocerlas?
—¡Ah, eso es otra cosa! ¡Las conoceréis cuando pasado mañana zarpe el yate! Y aun después os saludaréis con un frío apretón de manos. Ya sabéis que esas millonarias consideran a los marinos como asalariados solamente.
—Nosotros les demostraremos lo contrario.
Y Javier dijo aquellas palabras no con orgullo de quien era, no. Habló el marino con su arrogancia, con su dignidad, con su palabra acertada y su acento firme y seguro.
Don Teófilo se dijo que era la primera vez que aquel muchacho hablaba como todo un marino, y le gustó plenamente.
«Ya veremos lo que resulta de todo esto», se dijo haciendo intención de saltar al muelle.
Momentos después, un taxi los llevaba al club.
Y dos días más tarde todo estaba dispuesto. El yate se hallaba anclado en la bahía de Santurce, próximo al club náutico, y su airosa silueta destacaba en el mar. El yate blanco y reluciente semejaba una paloma con sus velas desplegadas al viento.
Sobre el puente los tres marinos, enfundados en los uniformes blancos, las gorras caladas hasta los ojos y las manos hundidas en los bolsillos, esperaban impacientes que la canoa saliera del muelle, en dirección a ellos.
—Estoy impaciente por conocerlas —dijo Javier a media voz—. Jamás deseé nada con tanta ansiedad.
La voz profunda del capitán, más bella cuanto más serio, intimidó un tanto a sus compañeros:
—Es preciso, Javier, que por esta vez olvides tu condición de conquistador. El honor de un marino no puede empañarse bajo ningún concepto. Esas señoritas van bajo nuestra responsabilidad y antes que los goces humanos está la dignidad de un honrado marino.
—¿Qué quieres decir, Luis José?
—Que no olvides por nada del mundo esto que acabo de decirte. Hoy no somos muchachos despreocupados, ansiosos de una nueva diversión que los entretenga. Este uniforme es sagrado para nosotros y hemos de honrarlo por encima de todo; del amor, del placer, de una cara bonita, de un tipo airoso y provocativo, y hasta la incitación...
Todos asintieron. Nadie osó pronunciar una palabra. Lo habían comprendido y estaban dispuestos a seguir su consejo, porque, como él, llevaban en sus venas la sangre noble de un buen marino.
Los ojos vivos de Luis José otearon la bahía.
—La canoa viene hacia aquí. Recibidlas como se merecen.
Y diciendo estas palabras, descendió del puente, seguido de ellos.
Sus gallardas figuras parecían más viriles bajo el uniforme blanco. Los rostros curtidos por el sol se volvieron hacia el mar, mientras daban la orden de lanzar la escalera.
* * *
La canoa avanzaba por la bahía, sorteando las embarcaciones.
—Estoy muy nerviosa —dijo Marisa, con su vocecilla débil—. No sé por qué, pero lo cierto es que no puedo contener los latidos de mi corazón.
Don Teófilo, que las acompañaba sentado a popa, rio de buena gana golpeando cariñoso la espalda de la chiquilla, a la cual había tomado mucho cariño en aquellos días que habían permanecido en su casa.
—Es natural que estés nerviosa. ¿No has navegado nunca?
—Nunca.
—Es posible que te marees, pero no te preocupes; eso pasa pronto.
La canoa hizo una maniobra y fue a quedar quieta al lado del yate.
Primero subió don Teófilo. Después Luis José alargó la mano, ofreciéndosela a Kety.
La muchacha saltó a bordo. Su cuerpo gentilísimo no deslumbró a los marinos, pero sus ojos azules, de expresión serena y decidida, le dijeron a Tomás algo extraño, ya que su cuerpo se estremeció casi imperceptiblemente. «¡Qué hermosa es, caramba!», pensó el segundo oficial.
Javier no pudo por menos que quedar casi boquiabierto. Por el contrario, Luis José, después de la presentación, quedó impasible. Se inclinó de nuevo sobre la borda y alargó la mano.
Adela y Marisa saltaron a bordo, una tras otra.
Don Teófilo hizo las presentaciones. La impresión de los marinos era profunda, pero no menos la de ellas, que jamás habían imaginado que los tres marinos fueran tan jóvenes y a la vez tan viriles y guapos.
Marisa, con su carita de ingenua, miró al capitán y no pudo por menos de soltar una alegre carcajada.
—Dios mío —balbució entre hipos—, siempre imaginé al capitán de un barco con barbas y un gran bigote, y resulta que... —Pasóse una mano por la frente y viendo la censura retratada en los ojos de Kety, mordióse la lengua, y dando media vuelta, siguió los pasos de don Teófilo.
Adela les sonrió y también caminó hacia los camarotes que don Teófilo iba a mostrarles.
Kety hizo otro tanto.
Nuestros marinos quedaron recostados en la borda, pensativos, sin saber qué decirse.
Tuvo que ser el maquinista quien viniera a interrumpir su mutismo. Era un hombre de unos cincuenta años, de rostro noble y ojos dulces. Tenía el cabello gris y una sonrisa siempre en la boca.
—¿Os han robado el don de la palabra, amigos?
Los tres parecieron salir de un sueño profundo. Y trataron de sonreír, y se volvieron hacia él.
—Hola, don Juan. ¿También las ha visto?
—Ayer me las presentó don Teo. Vinieron a visitar el yate cuando aún vosotros no habíais llegado.
—Son muy bonitas.
—Así es, Javier. Bonitas y simpáticas. Mira: ahí llega el equipaje. Llamad al contramaestre, que se haga cargo de él.
Entretanto esta charla tenía lugar en cubierta, nuestras amigas bebían una copa de vino en compañía de su protector.
—No me explico —dijo don Teo, enojado— por qué no habéis permitido que viniera una doncella con vosotras.
—¿Para qué? Estamos acostumbradas a manejarnos a solas.
—Lo comprendo, Adela, pero la tripulación se extrañará.
—¡Bah! Eso no nos interesa. Después de todo, pensarán que es una excentricidad.
—Ya veremos. Ahora os dejo. El yate está dispuesto para zarpar. Creo que no echaréis nada de menos, puesto que aquí hallaréis, todas las comodidades.
Las besó a las tres, una por una; cuando llegó a Marisa, esta se abrazó a él, sollozando:
—Me parece usted el padre que nunca conocí —musitó compungida.
Don Teófilo la estrechó, emocionado, entre sus brazos.
—Yo también veo en ti a la hijita que Dios no me dio.
Después se separó de ellas. Salió a cubierta, seguido de las tres muchachas.
Unos apretones de manos, unas recomendaciones, y don Teófilo volvió a la canoa.
Poco después el yate parecía una paloma sobre el mar, que iba surcando lentamente.
Adela y Kety se fueron a sus respectivos camarotes, pero Marisa, firme en su infantil idea, fuese en derechura al puente, donde se hallaban los tres marinos.
—Le gusta el mar, ¿eh, señorita?
—Sí, es encantador —dijo la chiquilla, soñadora.
Estaba preciosa. Sus cabellos negros parecían despedir azulados reflejos bajo la luz rojiza del sol. Los ojos negros también, llenos de vida y expresando una ingenuidad deliciosa, se clavaban en el horizonte como si quisiera absorber, avariciosa, toda la amalgama de emociones que las ondas marinas le proporcionaban. Vestía un trajecito blanco de hilo, muy sencillo (primer regalo de su protector) y los pies los llevaba calzados en sandalias rojas, dejando ver los deditos rosados... Era muy bonita, pues aunque no poseía una belleza clásica, tenía algo en toda su figura que subyugaba.
Volvió las pupilas y se ruborizó. Los ojos de los tres marinos estaban clavados en ella de una forma extraña; dos de ellos parecía que estuvieran analizándola; el otro, el que don Teófilo le había presentado como capitán, la observaba como si en realidad no la estuviera mirando. Era algo extraño que su inocencia no sabría jamás definir.
Dio la vuelta y bajó apresuradamente.
Los tres marinos se contemplaron.
—¿Qué te parece, Luis José?
—Muy bonita, Javier.
—Me gusta más la llamada Kety. ¿Habéis visto qué ojazos?
—No sueñes.
Javier suspiró hondo.
—¡Ah, si las hubiese visto en tierra...!
—Pero como no es así...
—Sí, claro, como no es así... anda, Javier, domeña tu corazón por primera vez. ¡Maldita sea!
Tomás tuvo que reír a mandíbula abierta. No cabe duda que el más fogoso de todos era Javier Monreal. Claro que ellos no hablaban, porque si lo hicieran...
VI
Una luna redonda y descarada enseñaba su rostro en mitad de la bóveda celeste. Las estrellas parecían puntos fosforescentes, rodeando a la reina de la noche, cuyos destellos blancos cabrilleaban en las aguas tranquilas, en las que el esbelto yate dejaba surcos rutilantes.
Kety se revolvió en el lecho. No podía dormir. El balanceo del yate producía en su ser desasosiego y malestar. Abrió los hermosos ojos y pareció parpadear, deslumbrada ante los rayos de luna que penetraban por los ojos de buey e iban a bañar su cama. Alzó los brazos colocándolos bajo la nuca, permaneció silenciosa e impresionada. No podía remediarlo: aquel silencio, interrumpido tan solo por el monótono zumbido de la máquina y el susurro que el mar producía al lamer los costados del yate, llegaba a su alma, dejando en ella ansias mal contenidas. Cuántas y cuántas veces, a solas en el cuarto inhóspito de la pensión, había soñado con navegar en un gran trasatlántico. Ahora ya estaba realizando uno de sus más anhelados sueños. No obstante, algo..., algo que no sabría jamás definir, lastimaba sus sentimientos. Y es que todo le parecía falso, inconcebible. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué aquel buen señor había tenido tal desprendimiento hacia ellas, que eran enteramente desconocidas para él? No podía explicárselo y, sin embargo, tenía la certeza de que no era normal. Pensó en el capitán y los oficiales que les habían recibido a su llegada al yate. Eran hermosos y viriles. Eran hombres de mar, acostumbrados a luchar por la vida como ellas. Eran, también, quizá, seres sacrificados, y sintió hacia ellos una admiración sin límites.
Se alzó despacio, y como el sueño no acudía a sus ojos, se lanzó al suelo. Allí se ahogaba. Necesitaba salir a cubierta y hundir sus ojos en la inmensidad de aquel mar maravilloso que representaba una de las obras más completas de la madre Naturaleza.
Se vio de pie en mitad del camarote y puso el oído atento, con objeto de cerciorarse de que sus amigas, en los camarotes próximos, permanecían sumidas en el más profundo sueño. Nada observó. El silencio era impresionante. Oíase tan solo el susurro del mar, acompañado del ruido de las máquinas...
Se puso una bata sobre el pijama y tomó la dirección de cubierta. Al coger la bata, sus labios distendiéronse en una sonrisa sarcástica. Hacía una semana no tenían batas, pijamas ni trajes bonitos... Ahora todo era diferente. Don Teófilo y su mujer habíanlas llevado a una casa de modas, donde les hicieron equiparse como si en realidad fueran millonarias. Y era esto y muchas otras cosas más las que intrigaban a Kety. ¿Por qué aquel desprendimiento material? ¿Es que aún quedaban en el mundo seres desinteresados y generosos? No quiso analizar más, porque estaba segura que de hacerlo hubiera terminado malhumorada.
Estiró el cuerpo bonito y pisó con fuerza, abriendo la puerta del camarote y lanzándose a cubierta.
El mar se extendía inmenso a su alrededor. Parecía infinito y lo era en realidad. Las estrellas rodeaban a la luna, cuya luz rutilante bañaba el yate y el mar, donde ponía destellos azulados.
Kety avanzó impresionada por aquella grandeza, y acodándose en la borda, hundió la mirada en las aguas inquietas.
Estaba preciosa. Sus cabellos, sedosos y perfumados, flotaban al viento, enmarcando la carita de rasgos delicados, donde los ojos azules, de un azul oscuro y fascinante, parecían luceros fosforescentes. La boca permanecía entreabierta, como si así aspirara mejor el penetrante olor del mar. La bata de gasa blanca cubría su cuerpo gentilísimo, dejando transparentar el pijama de crep satén azul. Parecía una sirena de los mares, algo fascinante, casi irreal.
Javier, que avanzaba lentamente por cubierta, con la gorra calada hasta los ojos y las manos hundidas en los bolsillos, quedó tras ella quieto, deslumbrado, como si aquella figura humana fuera una aparición, una quimera forjada por su imaginación exaltada.
Primero parpadeó, nervioso. Después adelantó unos pasos y, sin saber lo que hacía, se acodó a su lado.
—Un espectáculo bonito, ¿verdad? —dijo, con su voz ronca y personal.
Kety dio la vuelta y lo miró sonriente.
—Buenas noches, capitán.
—No soy el capitán. Me conformo con hacer las veces de primer oficial.
—¡Ah! Le aseguro que no entiendo mucho de barcos.
Javier tiró la gorra hacia atrás y sus dientes quedaron al descubierto. Eran blancos y sanos. Kety se dijo que jamás había contemplado otros iguales. Además, el rostro viril le pareció de una belleza extraordinaria. Pensó si sería la causa de la luna que quizá escondía los defectos, pero aun así le gustó aquel hombre de sonrisa un poco incitante y ojos de expresión intensa.
Apartó sus pupilas un poco molesta, porque Javier insistía en contemplarla con cierto descaro, y mirando de nuevo la inmensidad del mar, preguntó:
—¿Qué hora es?
—Las cuatro de la madrugada.
—Creí que todos dormían.
—Y así es. Yo estoy de guardia.
—Ya.
Les envolvió un silencio.
Javier se aproximó más a ella y la miró bien de cerca.
—¿No ha navegado nunca?
—Es la primera vez.
—Y sin embargo, no se marea. ¿Sus compañeras...?
—Durmiendo.
—¿Tampoco se marean?
—Tampoco.
—Es extraordinario.
—¿Por qué?
—Cuando se navega por primera vez es muy raro no marearse.
—Será que nosotras tenemos espíritu de marinos.
—Quizá.
Ambos rieron.
De pronto, una figura de hombre apareció muy cerca de ellos. Era Tom, que al oír el murmullo de sus voces se tiró del lecho para saber quién las producía.
Vestía pantalón gris y jersey azul, de cuello subido. Los cabellos, peinados sin agua hacia atrás, y los ojos aún somnolientos. Era un gran tipo, y Kety, al verle, se dijo que le gustaba más que el primer oficial.
—Vaya, tenemos aquí a Tomasín —rio Javier, casi mordiendo, porque el intruso le robaba unos minutos a solas con aquella divinidad.
—Buenas noches —saludó Tom, alegremente—. ¿Cómo se les ocurre despertar a la gente? Me llamo Tomás, señorita, y soy el segundo oficial de este yate maravilloso.
Y su risa contagió a Kety, aunque bien pudo ver la ironía que retrataban los ojos pardos de nuestro burlón amigo. Le alargó la mano y Tom apretóla fuertemente entre las suyas.
—Es usted admirable. Así me gustan las mujeres.
—¿Cómo?
—Pues así, como usted. No se marea, no se impresiona ante la soledad de los mares, permanece inalterable ante la figura de dos hombres de mar... ¡Je, je! Apuesto algo a que Javier no la ha entretenido ni un solo minuto.
—¡Habráse visto macaco!
—No te enojes, Javierín. Ya sabes que me tiene sin cuidado. —Volvióse a Kety, que les observaba divertida, y añadió con su verbosidad atropellada—: Usted, ¿qué dice? ¿Verdad que Javier es un mentecato?
—Oye, oye...
Pero fue inútil. Javier comprendió que Tomás estaba rabiando por quedar solo con aquella beldad de película, y pensando que estaba robándole la plaza, no tuvo más remedio que rendirse ante la evidencia. Nadie podía con aquel Don Juan, aunque él presumiera de serlo mucho más. Cuando Tom se proponía robarles la pareja, no había más remedio que cedérsela, porque luchar con él, tratándose de faldas, era una cosa inútil. Era uno de los más pacíficos cuando no le interesaba la mujer que tenían en juego los tres. Mas, sin embargo, se la llevaba lindamente cuando le interesaba de verdad, y parecía ser que aquella bellísima Kety llegaba a los sentidos de nuestro tercer oficial. No decimos al corazón, porque hubiéramos mentido. El corazón de Tomás era una roca.
—Oye, Javier, tienes el puente más abandonado que si fuera una negra. Lárgate, Javierín, porque si llega el «capi» estás perdido.
Javier comprendió que aquello era lo último, era una orden, y como viera en los ojos pardos una súplica mal disimulada, dio media vuelta y, después de saludar a Kety, echó a andar en dirección al puente.
Cuando Tom comprobó que no podía oírle, se inclinó hacia ella y dijo bajito, con inflexión profunda:
—Es un Don Juan. Hay que tener cuidado con él.
—¿Usted no lo es?
Las pupilas de Tom brillaron de una forma extraña.
—Yo no. Aspiro al amor. Quiero sentirlo con todas las potencias de mi ser exclusivista. Ansío tener una mujercita y dejar en ella mi alma entera. —Rio suavemente e inclinándose un tanto hacia ella, susurró, descarado—: Me gusta usted.
—¿Eh?
—Bueno, no me lo tome a mal. Lo cierto es que me gustó desde el momento en que la vi subir al yate. Además, soy un chico bastante inocentón, ¿comprende? Otro que no fuera yo, no hubiera confesado tan a la ligera su admiración hacia usted.
—Vaya, vaya, amigo mío. Por lo visto, tiene usted un corazón de mantequilla que se pega en cualquier parte.
—No se burle. Se lo digo de verdad —mintió el gran tuno—. Ahora mismo me encontraba en el lecho, soñando con usted. Al sentir su voz me tiré de la cama como alucinado, y cuando salí a cubierta y la vi, me dije que era el hombre más feliz del mundo.
—Tendré que decir, entonces, que soy la mujer más dichosa por merecer su admiración.
Tomás comprendió que aquella bella damita tenía un corazón bastante «durejo», pero aun así no desistió. Pensó en las recomendaciones del «capi»: «Demostrad que sois marinos nobles y honrados. Llevad ese uniforme como si fuera una cosa sagrada». ¡Ta, ta! El capitán estaba loco. ¿Cuál de ellos no se derretiría ante una belleza como aquella? Ninguno. Claro que el «capi» tenía el corazón dominado por el cerebro, pero así y todo, quisiera verlo a él delante de aquella belleza y por toda techumbre la bóveda bordada de puntos luminosos.
—Vuelvo a repetirle que no se burle. Se lo digo de verdad. Nunca fui comprendido por ninguna mujer —sonrió como si la amargura estrangulara su voz. ¡Qué tunante era, Dios santo! Y añadió, pesaroso—: Naturalmente, si fuera un rico magnate, ya vería usted cómo las mujeres se me rifaban, pero siendo tan solo un pobre marino..., nada, señorita, nada. Perdone que le hable de esta manera, pero lo cierto es que nunca tuve con quién expansionarme, y la verdad es que tengo el corazón destrozado. Ya sabe usted que los marinos somos un poco balas perdidas, aunque lo más seguro es que tenemos fama de eso y no lo somos en realidad. Nadie quiere creernos y, sin embargo, estamos anhelando ser amados y amar hasta la saciedad. ¡Ah, qué vida más negra!
Suspiró hondo, como si le ahogara la emoción. Kety lo contempló fijamente, soltando el cascabel de su risa.
—¿Nunca estuvo enamorado?
—¡Ah, señorita! ¿Quién va a querer a este pobre marino?
—No me dirá usted que jamás ha tenido novia.
—Pues así es. Jamás la he tenido, porque nadie me quiso —dio un formidable suspiro y apretó los labios—. No se ría usted de mí porque le hablo con tanta franqueza. La verdad es que me inspira usted mucha confianza. Jamás hablé a una mujer como lo estoy haciendo ahora a su lado. ¡Soy un incomprendido!
Del puente llegó un prolongado silbido.
—¿Qué es eso? —preguntó Kety, un tanto asustada.
Tom envió una mirada fulminante a través de la oscuridad, como si quisiera tragar al intruso Javier que se empeñaba en estropear su perorata. «¡Ah, tunante, algo hubieras dado por ocupar mi lugar!».
Y después de decirse esto con su lengua pequeña, continuó en voz alta:
—Quisiera ser su amigo, señorita.
—Llámeme Kety tan solo. Me gusta. ¿Quién silbaba?
—No se preocupe, es una contraseña. ¿Decía que puedo llamarla Kety? No sé si podré.
—¿Por qué no? —Después, aún asustada—: ¡Qué raro! Nunca supuse que las contraseñas fueran así.
«¡Maldito Javier!», pensó Tom, alzando el busto y quedando frente a ella.
—Pues así son. Bueno, la llamaré Kety. Tiene usted un nombre muy bonito.
Kety le oía distraída. Su atención se hallaba en el puente, de donde procedía aquel estridente silbido. ¡Una contraseña! Bueno, quizá lo fuera, pero por si se equivocaba prefería largarse a descansar.
—Voy a continuar durmiendo —dijo, todo lo sonriente que le fue posible—. Mañana puede continuar haciéndome el amor.
—¡Oh, cómo se burla usted de mí, ingratona!
Kety vio burla en aquellos ojos y se dijo que el tal oficialito iba a quedar con dos palmos de narices cuando comprobara que Kety San Martín no era fácil de engañar, pues si él intentaba burlarse, no cabía duda que ella continuaría la burla.
Alargó la mano, que él estrechó fuertemente entre las suyas, y luego, alzándola con rapidez hasta su boca, besó repetidamente la palma fría.
Por primera vez el cuerpo de Kety se estremeció. Los labios ardorosos de aquel hombre en su mano la dejaron suspensa, un poco atemorizada. Tom la miró suplicante.
—Perdone mi audacia, señorita Kety. Estoy avergonzado de mí mismo.
Kety sonrió con una mueca, y sin responder desapareció por la puerta del camarote.
Tom permaneció quieto por espacio de varios minutos. Después giró sobre sus talones y se fue derecho al puente.
—¡Eres un sinvergüenza! —vociferó Javier, indignado—. Si lo supiera Luis José, te lanzaba por la borda para que fueras pasto de los tiburones.
—¡Qué susto!
—No te burles. Yo soy quien tiene fama de mala persona respecto a las mujeres, pero como tú eres un hipócrita, nadie sabe más que yo lo que eres y cómo eres en realidad.
—Duele que te haya robado la presa, ¿eh, cariño?
La mano de Javier se alzó amenazadora.
—No insultes, porque por primera vez en mi vida no podré contenerme.
Tomás hizo caso omiso de la amenaza. Sentóse en el suelo y encendiendo la pipa, dijo inalterable:
—Sabes muy bien que salí de mi camarote con objeto de estropear tu charla, y si lo hice así fue porque soy demasiado leal. Tú te hallabas al lado de ella pensando en su hermosura, en lo que esta podía proporcionarte, y como lobo hambriento estabas dispuesto a darle un beso tan pronto la ocasión te lo permitiese. —Lanzó una bocanada de humo y sin tener en cuenta el ceño terriblemente fruncido de su amigo, añadió serenamente—: Yo soy diferente. Me gusta la chica y sé que en medio de todo es una inocente. Le dije mil disparates que no se ha creído, naturalmente. Tú no hubieras dicho nada de lo que yo dije. Te hubieras limitado a coger y callar. Somos diferentes, Javier. Tienes un concepto de las mujeres que resulta poco halagüeño para ellas y no piensas que no todas son iguales. Estas que hoy van bajo nuestra custodia son algo sagrado para nosotros. Puedes bromear, si la ocasión te lo permite, pero no intentes abusar de su inocencia, porque entonces nos veremos las caras.
La faz de Javier estaba alteradísima. Cierto que lo comprendía, y en el fondo estaba convencido de que llevaba razón, pero no menos cierto que respecto a aquellas mujeres...
—Me voy a continuar el sueñecito —concluyó Tom, poniéndose en pie y sacudiendo la pipa—. Tengo un sueño feroz.
Javier le cogió por el brazo.
—¿Por qué aseguras que son unas inocentes?
—Porque se les ve. ¿Es que estás ciego?
Y volviéndole la espalda, descendió del puente, yendo a su camarote.
* * *
Durante dos días más, el yate continuó navegando. Kety y sus compañeras pasaban largas horas charlando con los tres marinos, los cuales fueron familiarizándose de tal forma con ellas, que un día se vieron sentados en el saloncito de fumar, enfrascados en agradable charla y tuteándose como la cosa más natural del mundo.
El único que siempre se hallaba apartado de ellos, aunque estuviera muy cerca, era Luis, quien, serio y silencioso, se limitaba a escuchar a sus compañeros, sin meter jamás baza en la charla.
Aquella tarde se hallaban en el saloncito, con la radio conectada.
Luis José, recostado en la borda, miraba hacia el mar, ajeno a la animación que reinaba en el interior del departamento de recreo.
—Siempre solo y silencioso —dijo una voz femenina, tras su espalda.
Luis José quitóse la pipa de la boca y se volvió. Allí tenía a Adela, la más bonita de todas a gusto suyo. Miróla serio y se encogió de hombros.
—Son muy bulliciosos.
—A usted le atrae más el silencio.
—¡Vaya! ¿Por qué a ellos les tratas de tú y a mí no?
—Perdona, chico. La verdad es que me impone un poco tu aspecto severo.
—Pues te aseguro que no lo soy.
—Vamos, eso puedes decírselo a Marisa, que seguramente te creería. Mas, tratándose de mí, pierdes el tiempo, puesto que te veo.
—¿Y qué ves?
—Eres un serio por naturaleza, reconcentrado, te hallas siempre sumido en tus propios pensamientos, sin reparar en los que te rodean. Vas a reírte de mí, pero lo cierto es que muchas veces me dije que tú estabas enamorado de una cosa imposible.
La faz de Luis José se iluminó por primera vez en una amplia sonrisa, que después se convirtió en carcajada. Rio de buena gana.
—¿Acerté?
—No, por Dios. Ven, si no te importa pasearemos por cubierta y te diré lo que siento.
Adela no dudó. Emparejó con él y comenzaron a pasear lentamente.
—Es cierto que estoy enamorado —dijo de pronto. Adela sintió que un amargo desencanto lastimaba su corazón bueno—. Enamorado hasta la saciedad. ¿Qué te parece?
—Muy natural. Continúa.
—Estoy enamorado del amor.
—¿Eh?
—Sí. Es ridículo que a mis años aún piense así. Eres la primera mujer que me oye hablar de esta manera. —Y era cierto—. Desde muy joven comencé a tratar a mujeres. Mujeres buenas y malas. Perdona que te hable tan crudamente, pero es preciso si quieres saber lo que siento. Esta amalgama de pasiones me enseñó mucho. Comprendí que la mayor felicidad de un hombre consiste en encontrar una mujer buena que sepa comprenderlo y quererlo de verdad. Yo busco a esa mujer y no puedo encontrarla. Pero estoy enamorado. Siento el amor y no sé dónde dejarlo. Quiero a una y de pronto descubro que las quiero a todas. ¿Comprendes? Por eso siempre estoy taciturno y malhumorado. Me gustaría depositar ese amor en una sola mujer, vivir para ella y que ella viviera para mí.
—Búscala.
—¿Crees que aún puedo encontrarla?
—No cabe duda. Todo requiere paciencia y observación.
De pronto Luis José se detuvo. La miró al fondo de los ojos. Adela sintió una cosa muy rara ir del corazón a la boca.
—¿Serías capaz de amarme como yo quiero?
Adela se estremeció.
—No lo sé. Podemos probar.
—¿Y no te importaría a ti, una millonaria, unir tu vida preciosa a la de un pobre marino como yo?
Ahora sí que el corazón leal de Adela pareció salir de su sitio. ¡Millonaria! Por primera vez desde que el viaje había comenzado, se dio cuenta de la superchería y sintió rabia de sí misma.
—Los millones —contestó— son para mí una cosa sin importancia. No me importaría amar a un muchacho pobre —añadió con rabia—. Solo quiero amar a un ser leal, noble y honrado. El dinero lo desprecio.
—Entonces, Adela, si yo te pidiera que probaras a quererme...
—Nada podría responderte, porque hasta que el viaje finalice, no quiero amores. No quiero pensar, no quiero sentir ¿lo oyes? ¡No quiero!
Y dejándolo solo y suspenso, volvió sobre sus pasos y se fue al saloncito, donde sus compañeras estaban bailando al son de la radio.
Luis José quedó quieto por un momento. Después dio media vuelta y se fue a su camarote.
Estaba convencido de que era un idiota. ¿A qué fin le pedía a aquella muchacha cariño? Hacía dos días que se conocían, tres a lo sumo... Sin embargo, estaba convencido de que Adela encarnaba el ideal que se había forjado millones de veces. Leía en sus ojos bondad, en su corazón nobleza y en la boca veía una inocencia deliciosa, tal como él la deseaba para la mujer que compartiera su vida. No obstante, una vez más se llamó visionario. ¿Por qué estaba tan convencido de su bondad, si no la conocía de nada? Se lo decía el instinto, que jamás le engañaba.
Suspiró con fuerza y de nuevo salió del camarote. Penetró en el saloncito, cuando los bulliciosos Javier y Tom enlazaban a las dos chiquillas entre sus brazos, disponiéndose a bailar la samba. Adela estaba sentada, silenciosa y pensativa, en una mullida butaca, con la mirada ausente y la boca un poco crispada.
—Baila, «capi». Allí tienes a tu compañera —dijeron a una sus amigos.
Luis José avanzó lentamente. Se detuvo ante la silenciosa Adela y dijo muy bajo, al tiempo de inclinarse hacia ella:
—¿Te he molestado, chiquilla?
—¡Qué disparate!
—Pues entonces, ven. Vamos a bailar. Estoy seguro de que así te pareceré menos serio.
VII
El yate había anclado en Santander.
Eran las once de una noche cálida y transparente. Marisa, acodada en la borda, miraba las luces de la ciudad con un poco de envidia.
—¿Saltamos a tierra, Marisa?
Esta se volvió. Los ojos de Javier la contemplaban alegremente.
—Me apetece y no me apetece.
—¿Cómo se entiende eso?
—Pues verás. Me apetece si vamos todos. No me apetece ir sola contigo.
—¿Me tienes miedo?
—Vamos, chico, no delires —se burló con gracejo—. No tengo miedo ni al moro Muza, cuanto menos a ti que eres un pobre hombre.
—Muchas gracias.
La chica, sin tener en cuenta su ironía, se apartó de su lado, yendo al encuentro de sus compañeras.
—¿Qué os parece si fuéramos a dar una vuelta? De esa forma, mañana al amanecer continuaríamos el viaje.
—No estaría mal —dijo Kety, mirando a su Romeo.
El capitán asintió y pronto las tres parejas saltaban a tierra.
La noche era hermosa. Nuestros amigos no precisaron auto. Javier conocía la ciudad palmo a palmo y fue él quien los guio por aquellas calles iluminadas.
—Me gustaría casarme contigo y que este fuera mi viaje de novios —susurró Tom al oído de Kety—. ¿No te emocionas?
—No.
—¿Y eso?
—Porque no creo en tus palabras. Sé que no te intereso ni me querrás jamás.
—Pues te equivocas, porque ya te estoy queriendo.
—¿Estás seguro?
La pregunta era profunda y seria. Tom enmudeció y a su pesar se hizo la misma pregunta. ¿La quería de verdad? Caramba, no estaba muy seguro de lo contrario. Estaba tomando las cosas a risa y no sabía si saldría todo en serio.
—No, no lo estoy —dijo francamente—. Pero quizá lo esté muy pronto.
Más allá, Marisa, colgada del brazo de su pareja, llamada Javier, iba entusiasmada. No hacía mucho caso de las protestas de amor de aquel atrevido, pero, sin embargo, le gustaba oírle. Era la más inocente de todas. Por eso, quizá, sentía el amor de otra manera. La figura de Javier la llevaba grabada en la retina, y... lo que era peor: estaba llegando a su corazoncito de muñeca.
«No tengo corazón —se decía Javier—. La estoy engañando. Cierto que me gusta, pero no me enamora ni me enamorará jamás. Y, sin embargo, me gozo en ilusionarla... Bueno, es joven y sabrá olvidarme pronto. Este viaje será largo y cuando finalice ya estará convencida de que no hay nada que hacer respecto a este materialista llamado Javier Monreal».
Y con estos razonamientos, Javier continuaba haciendo el amor a nuestra amiga, sin preocuparse poco ni mucho de lo que pudiera suceder después.
Tras ellos, y cerrando la comitiva, Luis José y Adela caminaban silenciosos uno al lado del otro.
* * *
Era un salón de baile. Especie de cabaret nocturno. El bar a la entrada, una pista en el centro de la lujosa sala y las mesas en derredor...
Nuestros amigos ocuparon una mesa bastante apartada de la pista. Javier y Marisa se fueron a bailar. Las otras dos parejas permanecieron sentadas.
—He de decirte algo, Luis José —insinuó Adela.
—¿Quieres que bailemos? De esa forma puedes hablar cuanto tengas ganas.
Adela se puso en pie y echó a andar. Antes de llegar a la pista se volvió y dijo:
—No tengo deseo ninguno de bailar.
—Pues ven. Nos recostaremos en el ventanal.
Por espacio de varios minutos permanecieron silenciosos. Después, Luis José le cogió una mano.
—Habla. Adela. Te veo pensativa. ¿Qué temes? ¿Qué piensas?
—Dime —inquirió, sin mirarle—. ¿Qué clase de persona es Javier?
—¡Javier! ¿Por qué haces esa pregunta?
—Porque me interesa.
—Es un caballero.
—Sí, ya sé que lo es.
—Entonces...
—Puede ser un caballero y no tener corazón.
—Los caballeros todos lo tienen.
La muchacha volvió hacia él sus ojos grandes y serenos.
—No digas tonterías. Bien sabes que no estás diciendo lo que sientes. —Suspiró con fuerza y añadió, dolorida—: Tengo miedo por Marisa. Es una chiquilla dulce y confiada, y tu amigo Javier no me inspira ninguna confianza.
—No temas. Javier es un chico leal. Él está convencido de que no lo es. Se cree un don Juan, un verdadero experimentado, pero en el fondo no es más que un chiquillo.
Y tras de aquellas palabras la enlazó por el talle y se lanzó con ella al torbellino de la danza. Fue entonces, al ver a Adela preocuparse por su amiga, cuando la quiso de verdad. Comprendió que llegaba a su corazón, y sin poder contenerse la apretó fuertemente contra su cuerpo. Inclinó la cabeza arrogante y, pegando sus labios ardientes en el chiquito oído, susurró apasionadamente:
—Te quiero, Ade. No sé quién eres en realidad ni de dónde has venido. Sé tan solo que has llegado a mi corazón y que jamás te dejaré salir de él.
Y la muchacha, embriagada por aquella dulzura que emanaba de él, dejóse llevar blandamente, sin protestar, sintiendo que la invadía una ternura infinita.
Cuando tres horas después regresaron al yate, iban ahítos de felicidad. Todos se sentían contentos, y aun cuando cada uno sentía una preocupación, la felicidad del momento ahuyentaba todo lo demás.
* * *
El yate zarpó al amanecer.
Adela, recostada sobre los almohadones de su lecho, se hallaba despierta, sumida en mil reflexiones. Sabía que algo misterioso la empujaba hacia Luis José, pero temía entregarse a aquel intenso sentimiento por temor a sufrir un desengaño. Además, ignoraba todo lo relacionado con aquel hombre. No sabía de dónde procedía ni quién era. Más que nunca ansió tener a su lado a doña Filomena, porque estaba segura de que ella sabría aconsejarla como si se tratara de una hija.
De pronto se abrió la puerta y los pensamientos de Adela hicieron un alto. La figura linda de Kety apareció en el umbral de su camarote.
—¿Duermes, Ade?
—No. Pasa y cierra la puerta.
Kety, de un salto, se tendió a su lado. Tapó la cara con las manos y gimió desesperadamente:
—Siempre me dije que tú eras la más sensata de las tres, pero nunca me lo repetí tan convencida como ahora.
—¿Qué te pasa...? Háblame claro, porque de otro modo no entiendo nada.
—¡Oh, Ade, de las tres eres tú la única que no se ha enamorado! ¡Dios mío! Yo lo estoy como una colegiala de ese tunante que jura que me quiere, y yo, que soy una tonta, le creo primero, y después, cuando estoy a solas en mi camarote, me llamo imbécil y estúpida y dudo, Ade. Dudo de su cariño hacia mí.
La pobrecita Adela suspiró con fuerza. En buen lío las había metido el bueno de don Teófilo proporcionándoles aquel placer que no lo era, puesto que el amor había venido a destruirlo.
—Ten calma —aconsejó, atragantada—. Cuéntame todo, anda.
La cara de Kety quedó al descubierto. Estaba preciosa con aquel brillo de amargura en sus ojos bonitos. Las lágrimas mojaban la tez mate y la boca jugosa temblaba terriblemente.
—Tú eres más lista, Ade. ¡Qué bien haces no creyendo en el amor!
—Sí, claro. Yo no creo.
Y la angustiada Ade se retorcía las manos, mientras sus ojos continuaban interrogando.
—Esta noche me besó, Ade. Creí morirme. ¡Dios mío!
—¿Cómo lo has consentido? ¡Besarte! Es vergonzoso que una mujer como tú... Vamos, Kety, me parece mentira.
Kety iba a decir algo, pero no pudo. La puerta del camarote se abrió de nuevo y la figura encogida de Marisa penetró en el interior como una verdadera tromba.
—¡Marisa! —gritó Adela, asustada.
La chiquilla se tiró en la cama, sobre la pobrecita Kety, y rompió en unos sollozos estridentes, espantosos.
—Ya lo consiguió... ¡Ay, ay! Pobre de mí. Estoy perdida. ¡Ah, Adela, eres la más sensata, la más mujer, la más...!
Enmudeció. Alzó la carita surcada de llanto y quedando con los ojos muy abiertos, gritó angustiada:
—¡Me ha besado con tal fuerza que aún ahora estoy recobrando la respiración! ¡Ay, ay!
—¿Qué dices, Marisa? ¿Cómo lo has permitido...? ¿Qué clase de mujer eres? ¡Dios mío, esto es desesperante! Se terminó el viaje. Mañana regresaremos a Bilbao.
—¿Marchar? Digo, ¿regresar? De ningún modo. ¿Lo oyes? Puedes volver sola, que lo que es nosotras, seguimos nuestro crucero. ¡No faltaba más!
Y Kety, al terminar, rompió en fuertes sollozos, abandonando el lecho.
Marisa también se hallaba en pie y miraba desafiante a Adela, que permanecía silenciosa y triste.
—Bien, continuaremos viaje, puesto que así lo queréis, pero no me hagáis responsable de vuestras debilidades —dijo Adela, fríamente.
Marisa se lanzó en sus brazos, rogando:
—Ade, por lo que más quieras, no me mires así. Sé que hice mal, pero... —entornó los párpados y susurró soñadora—: los labios de Javier sabían a miel.
—¡Marisa!
—¡Ay, no puedo remediarlo! Me gustaron tanto que estoy deseando volver a su lado.
—¡Marisa!
—¡Qué feliz fui! —continuó, haciendo caso omiso de la exclamación de su amiga—. Jamás me sentí tan feliz como apretada en aquellos brazos de atleta —suspiró con fuerza, y como si saliera de un profundo sueño gritó entre sollozos—: Pero ¿cómo lo hice? ¿Cómo consentí que me besara? ¡Ay, ay!
Y como una chiquilla que era, se abrazó nuevamente a Adela, llorando desconsoladamente. Adela, comprensiva y cariñosa, acarició aquella cabeza morena y la apretó fuertemente contra su corazón.
Kety no sabía qué decir. ¡Estaba tan hondamente emocionada...!
* * *
Se lo contó a Luis José aquella misma mañana.
—¿Y qué quieres que haga?
—Llamar la atención a tus gentiles oficiales.
—Es imposible, Ade. Javier ya es un hombre. Marisa es una mujer.
—Es una chiquilla.
—Quizá lo haya sido hasta ahora.
—No puedo consentir que el viaje continúe.
Luis José la contempló fijamente.
—¿Y por qué? Después de todo, nada tiene de particular que se quieran. Con ello demuestra que tiene más corazón que tú.
Por un momento, Adela permaneció suspensa. Después se dio la vuelta y se dirigió a su camarote.
Luis José rio socarrón, yendo hasta el puente, donde se encontraban sus dos sinvergüenzas compañeros.
—Hola —saludó fríamente.
—Hola, camarada. Parece que traes cara de pocos amigos.
—Naturalmente. ¿Quién va a sonreír teniéndoos delante?
—Kety y Marisa.
El capitán se revolvió furioso.
—¡Sois dos canallas! —vociferó, indignado—. ¿Por qué abusáis de esas dos chiquillas?
—¡Abusar! —silbó Javier, con una guasa imponente—. Besar a una novia no es abusar. Apuesto cinco contra tres mil, a que de buena gana besabas tú a esa dulcinea que se resiste.
—¡Calla, mamarracho!
—Juro que jamás lo he pasado tan bien.
Se puso de un salto en pie y quedó frente al enfurecido capitán.
—Te repito que jamás me divertí tanto.
—¿Es eso todo lo que sacas?
—¿Y te parece poco?
—¿Qué pensáis hacer cuando esto finalice? Tengo entendido que sois dos luchadores contra el matrimonio. A ti, Javier, te oí decir en todos los tonos que abrazarías el celibato mientras Dios te diera fuerzas para ello. ¿Es que has cambiado de idea?
—¡Jamás!
—Y, sin embargo, aseguras que Marisa es tu novia.
—Así es.
—¿Qué harás de ella, cuando el viaje finalice?
La respuesta fue rápida:
—«Adivínalo, Vargas».
—Sois unos sinvergüenzas, y me da pena de vosotros. Parece mentira que tengáis tan poco sentido.
Javier lanzó sobre el rostro enfurecido de Luis José una mirada burlona, y dijo alegremente:
—Escucha, Luis José. Puede que no suceda nada anormal entre Marisa y yo. La verdad es que me gusta mucho, tanto que a veces me aparto de ella para no cometer un disparate. Mas aun así, es posible que me case con ella. Si cuando finalice este viaje comprendo que la quiero de verdad, mandaré el celibato al diablo. Desde luego, si tengo la certeza de que continúo aborreciendo el matrimonio, ni Marisa ni ninguna otra mujer me conquistará. Amo la libertad, ¿me comprendes...? La amo apasionadamente, como ahora amo a Marisa.
—¿Y qué más quieres? Si estás seguro de amar a Marisa, cásate con ella. Estoy convencido de que no hay nada que iguale el cariño de la esposa.
La carcajada de Javier sonó estridente.
Tomás acaricióse la barbilla, mientras sus ojos permanecían fijos en sus dos amigos. Le gustaba la mar verlos discutir. Sabía también que las palabras de Javier no respondían a su sentir. Había algo dentro de aquel muchacho que no acertaba a definir, pero aun así adivinaba que Javier gustaba de aparecer ante los ojos del capitán como un ser depravado, cuando en realidad era un excelente muchacho.
—No me interesa probar el cariño de la esposa, ni la compenetración ni nada parecido. ¿No sabes que las mujeres son todas iguales?
—¿Y te atreves a jurar amor a una chiquilla?
—¿Y qué? Alguno tiene que enseñarle lo que es el amor.
Luis José revolvióse furioso.
—¡Eres un estúpido o un malvado! Pondré a Marisa en antecedentes de lo que sucede.
Y dio media vuelta. Javier retrocedió sobre sus pasos y se dejó caer al lado de Tom, cuyos ojos reían picaruelos.
—Le has asustado —dijo socarrón.
—Eso me propuse.
—¿Qué sientes por Marisa?
—Aún no lo sé. Me gusta mucho. Jamás he tratado con una mujer tan excesivamente ingenua.
—Es una chiquilla.
—Sí, es una chiquilla deliciosa. ¿Y tú por Kety?
La mirada de Tomás sonrió acariciadora.
—Creo que la adoro. Es muy bonita.
—¿Solo por eso?
—Ya veremos.
Y sin dar más explicaciones, encendió la pipa y se entretuvo en contemplar las caprichosas espirales que el humo trazaba en el aire.
Javier permanecía pensativo.
La mañana era clara y transparente. El mar, acariciado por los rayos rojizos del sol, parecía arder, mientras abría un surco por donde el yate se deslizaba vertiginosamente.
VIII
Era un atardecer.
Luis José, tendido en la cama, permanecía silencioso y pensativo. En sus manos tenía un periódico atrasado. Lo había cogido de la maleta, donde tenía la función de preservar el cuero, y a falta de cosa mejor que hacer, posó los ojos distraídamente en el texto.
Fumaba un pitillo, cuyas volutas iban formando dibujos caprichosos en el aire, descendiendo y volviendo a subir como si se empeñaran en cortar la brisa que muy sutilmente penetraba por el ojo de buey.
El yate había llegado a Gijón. Sus amigos habían salido con objeto de bailar unas horas, pero él había preferido quedarse allí.
Pensaba en Adela, a quien adivinaba en su camarote, leyendo o pensando. Era un caso extraordinario aquella muchacha seria y taciturna que se empeñaba en vivir su vida sin tener en cuenta el deseo de los demás. Muchas veces, cuando se detenía a pensar en ella, se decía que en la vida de Adela sucedía algo extraño, puesto que sus ojos serenos tenían en el fondo de las pupilas una expresión indefinible que denunciaba, solo a veces, temor y sobresalto. ¿Qué sentía? ¿Qué pasaba? ¿Por qué se estremecía cuando él llegaba a su paso? ¿Por qué se empeñaba en negarse a creer en su cariño?
Y no es que Adela fuera una chiquilla fría y descariñada, no. Estaba por asegurar que en el corazón de Adela, un cúmulo de pasiones se entremezclaban pugnando por manifestarse, pero la voluntad era demasiado firme y las dominaba. Distraídamente, y como si nada leyera, dio la vuelta al periódico, y sus ojos fijaron su atención en un parrafito que en principio le dejó suspenso. Después...
«Quien esté dispuesto a desprenderse de un milloncejo, que busque a Marisa Torres, Adela Blanco y Kety San Martín, las muchachas que...».
Saltó del lecho. Una carcajada estridente salió de su boca. ¿Qué quería decir aquello? Buscó febrilmente la fecha. Era justamente la de dos días antes de emprender el viaje. Luego, entonces... Bueno, la cosa era propia de don Teófilo. Luis José rio tanto y de tal manera, que le saltaron las lágrimas. Después destruyó el periódico y, sin pensarlo dos segundos, salió del camarote. La cosa era muy sencilla. Lo comprendía todo, y todo le producía una hilaridad indescriptible. Cierto que podía aspirar a una mujer, aunque tuviera veinte millones, pero no menos cierto que si había contenido sus impulsos ante Adela Blanco, era pensando en que era poseedora de una gran fortuna. Por eso ahora, al saber quién era en realidad, se sentía el hombre más feliz del mundo.
No, a Javier y Tomás ni media palabra. Él solo disfrutaría de la verdad, y cuando llegase la hora de poner las cartas boca arriba...
Pisó cubierta. Allí, recostada en la borda, se hallaba Adela. Con sus ojos preciosos, llenos de tristeza como siempre, clavados en la puesta de sol, permanecía la chiquilla más bonita de cuantas había conocido.
—¿Por qué no has salido? —preguntó, deteniéndose tras ella.
—No tenía ningún deseo.
—Eres una muchacha poco divertida.
—Me cansa todo eso.
—Porque has vivido demasiado.
Fue entonces cuando Adela se volvió de golpe, y la mirada de sus ojos serenos cayó sobre el rostro sonriente de Luis.
—¿Por qué hablas así? Jamás he vivido hasta ahora, y ya ves la forma en que lo hago.
—Ya.
—¿Es que no lo crees?
Adela bajó la mirada, porque aquel hombre tenía algo en sus ojos que le daba miedo.
Lo sintió muy cerca de ella y supo que aquel día algo iba a suceder entre los dos. Algo quizá terrible para su tranquilidad espiritual.
—¿Quieres salir, Ade? Te llevaré a un sitio muy bonito.
—No me apetece.
Luis se le aproximó lentamente, sin dejar de mirarla.
—Ade, ¿por qué eres tan esquiva? Muchas veces me digo que no tienes corazón. Otras...
—¿Qué?
—Que quieres a otro hombre.
—¡Qué disparate!
Luis se acercó aún más. La cogió por la cintura, y sin que Adela hiciera nada por retirarse, la oprimió contra su pecho, al tiempo de susurrar intensamente:
—Te quiero, Ade. No me preguntes desde cuándo ni por qué, pues estoy seguro de que no sabría responderte. Sé que te quiero, que te necesito en mi vida, que tengo deseos de ti...
—¡Déjame!
—¿No has querido a nadie, Ade?
—Nunca.
—¿Y ahora?
—No quiero amar.
—Mírame a los ojos y dímelo así. Anda, mírame.
Las pupilas de Adela se alzaron despacio. Toda la luz que irradiaba de aquellos ojos azules, de expresión dulcísima, dio de lleno en la faz del hombre, que pareció quedar deslumbrado.
La apretó más contra su cuerpo. Estaba nervioso y excitado.
Jamás había tenido tantos deseos de ella ni tan intensos como aquel día.
—¡Ade! —suplicó con voz tenue, casi susurrante—. Ade, chiquilla, voy a besarte.
Adela intentó desprenderse, pero no pudo. Se lo impedía la fuerza de aquellos brazos.
—¡Déjame, Luis! ¡Por lo que más quieras, vuelve a tu camarote!
Todo estaba en silencio. En cubierta, no se veía alma viviente. Ellos, muy juntos, permanecían como abstraídos, sin tener en cuenta nada que no fuera ellos.
De pronto, el cuerpo de Luis pareció vibrar. Ciñó más estrechamente la cintura fina y su cabeza se pegó a la otra.
—Tengo que besarte —dijo casi sin voz—. Tengo que besarte, Ade. Lo necesito.
No pudo contenerse. Lo olvidó todo. Su condición de muchacha humilde, las circunstancias por las cuales se hallaba allí, y hasta el lugar donde se encontraban. Una sensación extraña la dominaba. Entregóse a él con toda su alma y alzando los brazos cruzó el cuello fuerte y se apretó apasionadamente contra él.
Luis José perdió la noción de todo. Solo supo que la tenía junto a sí, y que necesitaba besarla con toda su alma.
Pegó su boca a la de ella. La besó primero fuertemente, adhiriendo sus labios a aquella boca de rosa. Después, una dulzura infinita invadió su alma, y fue entonces cuando le atenazó una ansia loca de protegerla y adorarla hasta la muerte.
—¡Mi vida! —dijo vehemente—. Jamás imaginé que el amor fuera de esta manera. Eres mía, Ade. Mía para siempre.
Una gaviota chilló a lo lejos. El mar sereno y ondulante continuaba lamiendo suavemente los costados del yate.
* * *
—Tengo ganas de bailar, Javier. ¿Por qué no me llevas al Club Náutico?
El marino silbó burlón.
—Anda, y que no se le apetece nada a mi niña.
—No te burles.
—Pero, alma mía, ¿cómo voy a burlarme de esta prenda? Te digo sencillamente que es imposible.
Se hallaban recostados en un muro próximo al mar. Javier la tenía prendida por la cintura, y Marisa, soñadora, contemplaba la inmensa playa, desierta a aquella hora de la noche.
La muchacha se encogió de hombros.
—Creí que no sería tan difícil para ti.
Javier emitió una risita ahogada. Claro que no lo era, pero... ¿y si encontraba a algún conocido en aquel lujoso salón del Náutico? No, imposible. Sus padres estaban convencidos de que se había ido al piso de Tomás, y era preciso que continuaran creyéndolo hasta que el viaje finalizara. Después, ya se vería.
—Es hora de regresar al yate, Marisa. Mañana zarparemos de nuevo, y dentro de quince días todo habrá finalizado.
La muchacha se revolvió violenta.
—¿Qué has dicho? —casi gritó.
—Que dentro de quince días regresamos a Bilbao.
—Supongo que no por eso ha de finalizar todo.
—Naturalmente. Nuestro amor continuará hasta la vicaría.
—Fíjate si soy idiota. Sé que estás diciendo mentira y, sin embargo, te creo.
Javier la apretó contra sí. Inclinó la cabeza, y con voz susurrante confesó:
—Te quiero de una forma demasiado intensa. Puede ser que intentara olvidarte y, sin embargo, para mi desgracia, no podré conseguirlo.
—Y aún confiesas que te gustaría olvidarme. ¿Qué amor es el tuyo, Javier?
—Este.
Y, sin esperar respuesta, se lo demostró. La pobrecita Marisa no pudo continuar resistiendo, porque le quería con toda su almita virgen.
—Eres un canalla, y aun así tengo que quererte.
No muy lejos de ellos, Tomás y Kety, muy juntos, con las manos cogidas, hablaban bajito, sentados en un banco de aquella plaza solitaria.
—Tengo miedo de este amor, Tom —dijo Kety, con voz dolorida.
—¿Miedo? Yo ninguno. Te lo aseguro.
—¿Y cuando finalice nuestro crucero?
—Nos veremos en Bilbao.
—¡Oh, Tom! Yo no podré verte en Bilbao, puesto que vivo en Barcelona.
Tom apretó las manos de ella entre las suyas, y las llevó a sus labios.
—Nos casaremos, Kety —dijo como una promesa—. Te juro que nos casaremos en seguida.
—¿De verdad, Tom?
—De verdad, mi vida.
Y era sincero. Sabía con certeza que, pese a su horror al matrimonio, Kety le haría ir a él de cabeza, porque de otra forma la vida iba a parecerle insípida y fría.
IX
Aquella misma noche, Kety buscó a Ade en el interior de su camarote.
—Tengo que decirte algo —anunció Kety, sentándose en una butaca, frente a su amiga, que permanecía allí leyendo un libro—. Tomás me quiere lo suficiente para casarse conmigo.
Adela alzó sus ojos y lanzó una penetrante mirada sobre el rostro radiante de Kety.
—¿Estás segura?
—Completamente.
—Yo, en tu lugar, no lo estaría tanto, Kety. Suponte que finaliza el viaje. Dentro de quince días, tal vez menos, nosotras, las tres, recobramos nuestra personalidad. ¿Qué sucederá después?
—¡Oh, Ade, me asustas!
—No hay que fiarse de las apariencias, Kety. Ya sabes que hoy el mundo está lleno de egoísmo. Suponte, solo por un momento, que Tomás se casa contigo por tu dinero.
—¡Adela!
—He dicho que te lo supongas nada más.
—No quiero ni suponerlo.
—Pues es una tontería —manifestó con amargura—. Hay que pensar más con el cerebro que con el corazón.
Kety la atajó indignada:
—Tú puedes hacerlo, pero yo no. Tengo corazón, ¿sabes? Y quizá me falte cerebro.
—Pues no deja de ser una tontería.
Kety, nerviosa, retorcióse las manos.
—Escucha, Ade. ¿Es que tú no vas a enamorarte jamás?
Por el rostro bonito de Adela cruzó una ráfaga indefinible. Cerró los ojos y, cuando de nuevo los abrió, estaba completamente serena.
—No hablemos de mí. Yo soy un punto y aparte. Dime lo que piensas hacer cuando esta farsa toque a su fin.
—Nada. Iré a casa de don Teófilo y le diré que me busque una colocación. A Tomás no le diré nada hasta que esté colocada.
—Mal hecho.
—Yo lo haré así.
Y Kety, con estas palabras, se puso en pie. Dio media vuelta y tomó la dirección de la puerta.
Ade también se levantó. Sus ojos, anegados en llanto, se clavaron en la espalda de su amiga. Tuvo deseos de confesarle que se hallaba en las mismas circunstancias, pero no pudo hacerlo porque un nudo, como tenaza de hierro, le apretaba la garganta.
Cuando se vio sola, tiróse sobre el lecho y rompió en fuertes sollozos.
* * *
Los días se sucedieron vertiginosamente.
Hicieron escala en varios puertos. Adela estaba cansada del viaje. Tenía infinitos deseos de regresar a Bilbao, de comenzar una nueva vida...
A Luis José le veía muy poco. Evitábale siempre que le era posible. Sabía con precisión que cuando llegara la hora de la verdad, los tres marinos habían de hacer mutis por el foro y «si te he visto no me acuerdo». ¡Qué pena sentía, y de qué forma se desesperaba cuando, a solas consigo misma, comprendía la verdad!
Faltaban dos días para llegar a Bilbao. Marisa y Kety se hallaban cada día más enamoradas. En cuanto a como eran correspondidas, era algo que entristecía a la noble Adela. La inconsciencia de sus compañeras la tenía hondamente preocupada, porque presentía que el desenlace había de ser fatal para la confianza que ambas tenían puesta en el destino.
La noche antes de finalizar el viaje, Luis José buscó a sus compañeros y los condujo a su camarote.
—Tengo que hablaros —dijo, cerrando la puerta y yendo a sentarse en la cama—. Es preciso que me digáis sin rodeos lo que pensáis hacer de vuestro amor.
—Yo —contestó Tom, un tanto emocionado— cuento casarme con Kety. He comprendido que la quiero de verdad.
Luis José se levantó y le estrechó la mano con fuerza.
—Así me gusta, Tom. Siempre pensé que eras de una nobleza de alma inigualable. Además, Kety se merece tu cariño. Es una chica bella y buena.
Volvióse hacia Javier, que permanecía silencioso, e interrogó:
—¿Y tú, Javier?
Este se puso en pie. Se le notaba excitado y nervioso. Paseóse agitado por el camarote. Después detúvose frente a su amigo, y, lanzándole una rápida mirada, manifestó con esfuerzo:
—No puedo seguir los pasos de Tom. No me siento con fuerzas para ser leal al matrimonio. Ahora me gusta Marisa porque no veo más mujer que ella. Mañana, cuando pise tierra y me vea ante miles de rostros bonitos, tanto se me da Marisa que otra... —suspiró con fuerza—. No puedo, Luis. Es de todo punto imposible. Si algún día me caso, será para ser fiel a la mujer que haya elegido. Si lo hiciera ahora, me despreciaría a mí mismo.
Luis crispó los puños.
—Me das pena, Javier —dijo fríamente—. Siempre pensé que eras un chico noble, pero veo que no nos engañabas al asegurar que estabas harto de haber vivido. Sí, lo reconozco, eres un pobre hombre.
—¿Y tú?
—¿Yo?
Y, haciendo la pregunta, sus ojos adquirieron una expresión hondamente dulce.
—Yo, Javier, voy a casarme dentro de una semana. ¿Qué te parece?
—Así es. Me caso con la mujer que quiero. Me caso con Adela Blanco. ¿Qué dices a eso?
—¡Casarte!
El otro nada repuso. Su faz palideció un tanto, mientras hundía las manos en los bolsillos del pantalón del uniforme, y comenzaba a pasear de nuevo.
—Eso es todo, Javier —repitió la voz bronca de Luis—. Si tú siguieras nuestro ejemplo, estoy seguro de que tus padres aprobarían este viaje que llevamos a efecto sin su consentimiento.
—De todas formas, Luis, no creo perder tu amistad. A última hora, cada uno es libre de hacer lo que le acomode.
—Desde luego. Pero no por eso puedes evitar que censuremos tu forma de obrar. ¿Por qué la has engañado?
Se volvió rápidamente. La saeta de sus ojos cayó como un dardo en la faz serena de Luis.
—Jamás le he dicho que pensaba casarme con ella —declaró indiferente—. La estimo como a una buena amiga, pero nada más.
—Nunca se me ocurrió besar a una mujer por ser amiga nada más.
De nuevo la faz de Javier se atirantó. Pareció que iba a decir algo, pero no fue así. Primero quedó suspenso. Después se dirigió a la puerta y antes de salir interrogó, con voz fría:
—¿Es eso todo lo que tenías que decirme?
—No. Si quisiera tendría mucho, muchísimo, pero no me da la gana de querer.
—Bien.
Y Javier, pisando con fuerza, desapareció, cerrando la puerta tras de sí.
Luis y su amigo se contemplaron silenciosos. Después, el capitán se encogió de hombros.
—Es un bala perdida. No hay nada que hacer.
—Creo, Luis, que aún no se ha dicho la última palabra. Nosotros nos casaremos en seguida. Mis padres lo están deseando. No les importa la mujer que les lleve, si me quiere y es buena. Espero que cuando Javier nos vea en nuestro hogar, le entre el deseo de formar el suyo.
—Eso es muy problemático.
—Es algo, y tratándose de Javier Monreal, es bastante. Es mucho.
Luis rio suavemente. Después, estrechó de nuevo la mano de su amigo, y momentos después estaba solo.
* * *
Javier, taciturno y malhumorado, permanecía de pie en el puente. Había reñido con Marisa aquella mañana. Le dijo sin rodeos que no se casaba con ella, sencillamente porque no la quería lo suficiente. Contra lo que esperaba, Marisa permaneció inalterable, fría, como si aquello no la afectara, cuando en realidad destruía todas las ilusiones forjadas, todos los anhelos que pensó satisfacer y hasta el ansia de continuar viviendo. Sin embargo, por primera vez supo ocultar sus sentimientos a la vista de todos, y nadie supo apreciar el dolor tan inmenso que le atenazaba el alma. Valiente y digna, con esa dignidad que aparece tan solo en los grandes acontecimientos, oyó las explicaciones de Javier, y cuando este hubo concluido, dijo tan solo, con voz fría y mesurada:
—Nunca había esperado de ti otra cosa, Javier. Pasé el tiempo a tu lado como lo hubiera pasado al lado de otro. No creas que me coges de sorpresa. Después de todo, siempre te vi tal como eres.
El orgullo viril pareció sobresaltarse. Irguió su pecho fuerte y la mirada de sus ojos lanzó sobre la faz serena de la muchacha una mirada de rabia.
—¿Cómo me has visto? Di, ¿cómo?
—Tal como eres. ¿Te parece poco?
—Soy un hombre digno.
—Si estuvieras seguro de ello, estoy segura yo también de que no lo pregonarías en voz tan alta. No, chico. De dignidad te tocó la mínima parte. ¿Comprendes? Eres un moscón desagradable, y me siento muy feliz por haber despertado a tiempo de este estúpido letargo. Ya te digo que para mí has sido un entretenimiento. Solo un entretenimiento.
—¿Y hablas de dignidad? Tú que eres mujer no la enseñas por ninguna parte. A un entretenimiento no se le besa ardorosamente.
Era un insulto propio de él. Marisa alzó la cabeza con arrogancia y lo miró desdeñosamente, de arriba abajo. Sintió que su alma se destrozaba, y se juró a sí misma vengar cara la afrenta.
—Eres un canalla, Javier —dijo con los dientes apretados—. Eres un canalla y juro por Dios que algún día llorarás lágrimas de sangre. Recuerda siempre que te lo advierto ahora. No olvides nunca, ¡nunca!, que este insulto te servirá para sentir toda la vida el remordimiento. No creas que por ser tan insignificante puedes burlarte de mí.
Después dio media vuelta y se fue. Penetró en el camarote de Adela, quien sentada sobre la cama ponía en orden sus cosas. Faltaban horas para llegar a Bilbao y cada una se hallaba disponiendo su equipaje. El de Marisa estaba listo ya muy de mañana.
Cuando Adela la vio recostada en la puerta, soltó todo y se abalanzó hacia ella. El rostro de Marisa se hallaba blanco como el papel, con una blancura transparente, terrible. Tenía muy apretada la boca y en los ojos una expresión fría, imponente, como jamás Adela había visto otra. Era como si el espíritu dormido de la muchacha acabara de despertar de un profundo letargo. Era algo así como si el carácter hasta entonces superficial de Marisa se irguiera por encima de su dolor y estuviera dispuesto a no rendirse jamás. Adela pensó al verla que algo muy doloroso le sucedía a su joven amiga, y se dijo que la niña había muerto aquella mañana para dar paso a la mujer. ¡Y qué mujer! Se asustó. Apretóla entre sus brazos y la besó mil veces en las mejillas, en las que encontró un frío glacial, espantoso...
—¡Marisa! —gritó ahogadamente, apretándola febril entre sus brazos—. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué tienes, pequeña? ¡Dios mío, habla, di algo! ¡Marisa!
La muchacha parecía un autómata. Adela la soltó para mirarla fijamente.
—Siempre has llorado con facilidad, Marisa. ¿Por qué no lo haces hoy? Sé que ha sucedido algo, algo terrible que te llega muy hondo. Dime la verdad, Marisa.
La chiquilla movió la cabeza repetidas veces.
—Dicen que los grandes dolores secan el llanto. Creo que es verdad.
—¿Qué ha pasado?
Por toda respuesta, Marisa ocultó la cara entre las manos y permaneció así mucho rato.
—¡Marisa!
—Sí, ha sido terrible, Ade —declaró, sin moverse—. Me entregué al amor confiada, sin saber que iba a traerme tan malas consecuencias. Mi alma de niña se dio toda, ¡toda!, sin sospechar que me la estaban pisando. Creo que mi ser ha muerto, Ade. Muerto de tal forma que no espero que resucite de nuevo. Es espantoso, y no por lo que ha sucedido, pues prefiero haberlo sabido ahora que más tarde. Lo siento porque jamás podré creer en otro hombre. ¡Jamás! —Se alzó estremecida. Parecía una muñeca, y, sin embargo, nunca Adela la había visto tan mujer como en aquella mañana—. Y me gustaría creer, ¿sabes? Querer hasta la saciedad. Morir por un cariño y vivir para él. No obstante, he de morder mis ansias y no cejaré hasta que Javier Monreal caiga a mis pies pidiendo como un pordiosero todo lo que ahora desprecia. ¡He de vengarme! —terminó, con acento tan frío que Adela pensó que un trozo de hielo le cortaba las venas.
—Cuéntame lo sucedido.
Marisa hizo un esfuerzo. Se sentó y, ocultando la cara entre las manos, contó la verdad sin omitir detalle.
Cuando finalizó, su rostro estaba blanco, pero los ojos permanecían secos.
Kety, de pie en el umbral, la contemplaba dolorosamente, sin atreverse a decir que estaba allí. Un silencio impresionante siguió a la confesión de Marisa. Después, las tres formaron un solo abrazo.
—¡Me vengaré! —dijo Marisa, como una sentencia.
Una sombra densa, terrible, pareció flotar en el camarote. Adela enjugó una lágrima, mientras se decía que Marisa había nacido en aquel momento. Kety, abrazada a su amiga, pensó que la veía por primera vez. El drama de Marisa le parecía espantoso, y la amenaza que leyó en los ojos negros era impresionante.
* * *
Kety tuvo miedo, miedo de sufrir el mismo desengaño que su amiga, y sin saber lo que hacía salió del camarote y caminó en línea recta al encuentro del capitán.
Lo halló a proa, con la gorra calada hasta los ojos y las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Al ver a Kety, Luis José sonrió y adelantó unos pasos.
—¿Qué sucede, Kety? Estás muy pálida y tiemblas.
La muchacha cogió sus manos y las apretó con febril ansiedad.
—Luis —dijo con fuerza, al tiempo de suspirar—. Dentro de una hora habremos llegado a Bilbao. Todo finalizará tan pronto el yate lance sus anclas en el puerto bilbaíno... ¡Dios mío!
—Pero ¿qué sucede para que estés llorando?
Kety suspiró hondamente. Le faltaban las fuerzas. No sabría concluir, y, sin embargo, tenía que confesarlo todo en aquel momento.
—Escucha, Luis. Adela te quiere con toda su alma. Me lo ha dicho esta madrugada. Dijo que os queríais los dos, pero antes se moriría que casarse contigo sin que tú supieras la verdad. Y ella no se atreve a decírtela. ¡No te la dirá!
Contra lo que esperaba, el rostro del capitán se iluminó.
—Dímela tú. Kety —pidió sonriente, apretando las manos de la estremecida muchacha—. Creo que así nos evitarás grandes males.
—Es que..., Dios mío, temo que Tomás... —Alzó el rostro bañado en llanto y balbució—: Yo tampoco se lo diré a él. Tienes que decírselo tú... ¡Ay, Luis, temo que no pueda continuar!
Por toda respuesta, Luis sacó la cartera del bolsillo. Buscó en ella y después alargó un recorte de periódico.
—¿Es eso, tal vez, lo que tienes que decirnos?
Los ojos de Kety se abrieron desmesuradamente. Palideció aún más y la boca le quedó entreabierta.
—Ya..., ya lo... sabías —se atragantó, temblorosa.
La boca de Luis se abrió en amplia carcajada. Hizo un movimiento con la mano, y la figura de Tomás apareció ante los ojos asustados de Kety.
—Muñeca mía, estoy al cabo de la calle desde hace varios días —dijo Tom, enlazándola por la cintura.
—¿Crees que me interesa saber si tienes dinero o no? Vaya por Dios. Te quiero a ti, Kety guapa. Tus arcas y el dinero que en ellas puedas guardar, me tienen completamente sin cuidado. He de confesarte que yo...
—¿Tú, qué?
Tomás hizo un esfuerzo para contener la risa.
—Yo —manifestó alegremente— aún ignoro qué ha pasado y por qué don Teo, ese viejo zorro de don Teo, nos engañó como si fuéramos nenes.
—Cuéntanos la verdad, Kety. Nosotros solo sabemos lo que dice el periódico —pidió Luis, rebosando felicidad.
Y la pobrecita Kety narró lo sucedido. Cuando describió la conversación que habían sostenido en el banco la tarde anterior a todos los acontecimientos, Tomás soltó una estrepitosa carcajada.
—¡Ya está todo aclarado...! —gritó satisfecho—. Don Teo os oyó y, tal como Marisa redactó la nota, así la plantó en el periódico la mañana siguiente. Nada, chico —añadió volviéndose a Luis, cuya risa aún no había cesado—, ese hombre es incorregible, y su esposa tan bromista como él. Te aseguro que la cosa es de risa y yo tengo que reírme.
Luis salió disparado al encuentro de Adela, mientras Kety y Tomás quedaban allí uno al lado del otro, mirándose a los ojos como dos chiquillos.
—A vosotras también os engañó —dijo, divertido—. ¿Quién os dijo que éramos?
—Simples marinos.
—Pues has de saber que conozco a don Teo desde que tenía veinte años. Le conocí en el club, y es la primera vez que navego desde que me puse a estudiar la carrera.
—Luego, entonces...
—Los millones que te adjudicó a ti nuestro socarrón amigo, los tengo yo. No te preocupes.
—¡Oh!
—¿Te duele?
—Mejor hubiera querido ser yo la millonaria.
—Lo somos los dos, mi vida. Además de serlo, don Teo se empeñó en servirnos el amor en bandeja. No está mal. Si de nuestra vida hiciéramos una novela, estoy seguro de que le iría bien un título como este: Cupido llegó en bandeja. ¿Qué te parece?
—Me parece que es maravilloso, y que te quiero con toda mi alma. Mira, ya nos acercamos a la ría de Bilbao.
Mientras esta escena tenía lugar en cubierta, Luis, en el interior del camarote de Adela, tenía a esta muy apretada en sus brazos, y muy dulcemente le iba contando la verdad.
—Durante un año no navegaré —terminó feliz—. Viviremos en un pisito precioso que tengo en Bilbao. No tengo padres, ¿sabes? Vivo con una tía muy simpática que piensa permanecer todo un año con su hijo, que se halla en América. Yo tengo mucho dinero y puedo darme el gustazo de estar a tu lado toda la vida, porque, cuando decida navegar, te llevaré a ti.
Adela suspiró emocionada. Después preguntó algo que quemaba sus labios:
—¿Y Javier?
—¿Qué?
—¿Sabía que nosotras somos tan solo tres pobres oficinistas?
—No. Únicamente se lo revelé a Tomás, porque sabía en qué forma había de reaccionar. A Javier nada le he dicho. No porque crea que le importe que su mujer sea pobre o rica, sino porque así Marisa nunca podrá decir que Javier renunció a casarse con ella por ser pobre. ¿Comprendes? De amarla de verdad, le hubiera importado muy poco el caudal de su novia.
—¡Pobre Marisa!
—Sufre mucho, ¿verdad?
—Mucho. Pero si la ves, pensarías que no sufre nada. Tiene una voluntad de hierro y sabe dominarse. ¿A qué familia pertenece ese muchacho?
—Es heredero del marqués de Peñaflor. Tiene dos hermanas ya casadas y él vive con sus padres.
—¡Pobre Marisa! —repitió Adela, entre lágrimas.
—No te preocupes. Irá a vivir con nosotros, y te aseguro que no echará en falta el amor de ese estúpido.
Después, con mimo infinito, acarició la cara húmeda de su prometida. La besó en los labios, y la estrechó apasionadamente entre sus brazos.
Cuando salieron a cubierta, Marisa estaba allí, mirando a lo lejos. Luis fue hacia ella y apretó sus manos.
—Animo, Marisa. No desfallezcas jamás. Alguien ha de sentir esto mucho más que tú.
La muchacha le agradeció el consejo con una dulce sonrisa.
Nada repuso. Volvió la cabeza y permaneció quieta y silenciosa.
Kety le había contado la verdad. Ya no ignoraba nada.
Dos horas después, una canoa traía al alegre y burlón don Teo.
Marisa se abrazó a él y don Teo no necesitó muchas explicaciones para saber la verdad. Y fue entonces cuando se juró terminar la obra emprendida.
X
Los ojillos penetrantes de don Teófilo se clavaron en los seis personajes que su arte había juntado.
—¿Qué tal el viaje, amigos? —rio, mientras iba estrechando manos y dando abrazos.
Cuando llegó a Javier y vio su ceño fruncido, chasqueó la lengua y silbó, imitando a su joven amigo.
—¡Je, je! —rio después, burlonamente—. Señor mío, a juzgar por la expresión de tu cara, se me antoja que no te ha ido bien en el delicioso viaje.
Luego, como si no tuviera en cuenta el mal humor de Javier, dispuso el regreso en la canoa.
—Ea, doña Filo os espera para comer. Hoy comeréis todos conmigo.
—Yo lo siento —saltó Javier—. Puse un telegrama a mi casa y me esperan.
—¡Esperarte! No digas mentiras, muchacho. Tu familia está en San Sebastián. Ea, andando.
Pero Javier, sin mirar a don Teo, insistió en marchar a su casa. Y fue entonces cuando nuestro viejo amigo comprendió que algo había sucedido allí entre Javier y Marisa, ya que al mirar a esta vio en los ojos negros, bonitos como ningunos, una expresión fría y rígida, delatando mil encontradas sensaciones ante la presencia de aquel muchacho.
«Bueno —se dijo don Teo, para su capote—. Parece ser que entre los otros ha cuajado algo, y esta, la que más quiero, se ha quedado sin pareja. Tanto te pierdes, don Javier Monreal».
En voz alta, manifestó:
—No insisto, muchacho. No obstante, y aun cuando vayas a ver a tu familia, espero que vengas a tomar el café a mi casa.
Pero no fue.
Doña Filomena las recibió alegremente. Había seguido el crucero con ansiedad y esperaba, como su costilla, que algo bueno resultara de la estratagema de su marido.
Cuando Luis José contó los incidentes del viaje, sin omitir el descubrimiento que había hecho en el periódico, don Teo rio a más y mejor.
—¿Qué se había propuesto con engañarnos, don Teo? —preguntó Tom, imitándole en la risa—. A fe mía que lo hizo usted maravillosamente porque ha conseguido dos bodas: la mía con Kety y la de Luis José con Adela.
—¿Y te parece poco? Bien sabe Dios que solo me propuse demostraros que en el mundo aún quedaban mujeres buenas y honradas. Ahí las tenéis. Siempre tuve a gala ser un perfecto psicólogo. No en balde tengo muchos años. Cuando oí la charla de estas bellas jovencitas, comprendí que se estaba perdiendo una inagotable fuente de cariño, pues advertí en sus palabras un desencanto demasiado intenso de la vida y del mundo, y me pareció imperdonable dejarlas morir en el anónimo cuando yo tenía tres amigos a los cuales había jurado hacer felices. ¿Qué os parece?
El nombre de Javier flotaba en el ambiente. Sin embargo, nadie osó pronunciarlo, ya que en los ojos de Marisa se leía un dolor demasiado intenso. Tenía la boca apretada y las pupilas secas, aunque demasiado brillantes.
Don Teo ocultó la mano bajo la mesa, y buscó la pequeña de la chiquilla. La apretó con fuerza, como dándole ánimos. Marisa sonrió, pero nada dijo. Conformóse con apretar a su vez la mano protectora, y permanecer silenciosa, casi al margen de la conversación.
—Don Teo —dijo Kety, un poco asustada—. Con su estratagema por poco nos lleva a la cárcel. Don Abelardo Riquelme jamás nos perdonará que en un periódico pusiéramos aquello que equivalía a un insulto.
La risa del anciano oyóse sana y alegre.
—No os preocupéis —manifestó—. Cuando zarpó el yate, me fui hasta la oficina de ese señor y charlé con él durante varias horas. Cuando salí de allí, éramos los mejores amigos del mundo. ¿Qué pensáis hacer ahora?
—Casarnos, don Teo.
—Así me gusta. Seremos vuestros padrinos, porque supongo que no iréis a hacerlo a la vez. Dicen que trae mala suerte.
—Yo tengo pensado casarme dentro de una semana. Tomás no podrá hacerlo hasta dentro de un mes.
—Bien está, Luis José. Eres el hombre de suerte, porque llevarte una alhaja como Adela, es envidiable.
Y rio de nuevo, con aquella risa que se contagiaba a todas las bocas.
—He de deciros que entretanto no hay nada, las tres muchachas quedan en nuestra casa ocupando el lugar de hijas.
Y así fue. Transcurrieron los días. Los novios visitaban todos los días la casa de don Teo, paseaban un poco por las céntricas calles bilbaínas, bailaban en el Náutico y más tarde regresaban a casa.
La vida era nueva para ellos. Solo Marisa sentía el peso de los días, con una desesperación infinita.
Don Teo quiso saber lo sucedido, y habló mucho rato a solas con Luis José, quien le puso en antecedentes de lo sucedido.
—Siempre creí que sería el primero en caer —se lamentó don Teo—. Lo siento. Creí que era un buen muchacho y me equivoqué. ¿Sabes por dónde anda?
—Se fue a San Sebastián, el mismo día de nuestra llegada a esta.
—¿Sabe que las chicas no son millonarias?
—No. Pensando en Marisa, decidí silenciarlo... Con él no hay nada que hacer. Dijo que Marisa le gustaba mucho, pero que no estaba muy seguro de quererla.
—¡Majadero! He recibido una gran desilusión, Luis. No puedes ni suponerlo. Tenía muchas esperanzas depositadas en él. En fin, él se lo pierde.
* * *
Se casaron una mañana de sol, clara y transparente. Fueron dos bodas en distintos días, pero espléndidas ambas. Los periódicos hablaron extensamente de ellos, y las biografías de nuestras amigas se relataron sin omitir detalle. Una viva simpatía corrió en torno a ellas. Se les miraba con cariño y admiración. Luis fue el que se casó primero. Y cuando salió del templo dando el brazo a la que ya era su esposa, el público congregado a la puerta de la iglesia soltó un «¡viva!» fortísimo, un viva a los novios, mientras las flores volaban por la cabeza de la bellísima desposada.
Marisa, siempre silenciosa, mirábalas con ojos húmedos, lamentando su perdida felicidad. Javier no acudió a la ceremonia. Parecía haber desertado de aquella amistad que siempre les había unido.
—Ya le pasará —decía Luis, como único comentario.
Y don Teo asentía en silencio, bailando en sus ojos una expresión picaresca.
La boda de Tomás no fue menos espléndida. Los padrinos de esta fueron Marisa y el hermano mayor de Tomás, puesto que don Teo se empeñó en cederles el puesto.
En aquel baile, Marisa estuvo siempre al lado de Arturo, hermano de Tomás y un gran mozo, de rostro moreno, ojos grises y cuerpo de atleta, fuerte y ancho, que denotaba su fortaleza física, cultivada en los sanos deportes.
Miró a Marisa desde el primer momento con ojos analíticos, y le pareció una chiquilla deliciosa, aunque bien leyó en el fondo de las pupilas bonitas un desencanto total hacia la vida y todo lo que la rodeaba. «¿Qué le sucede, siendo tan joven?», se preguntó Arturo. Y no conforme con preguntárselo a sí mismo, sostuvo con su hermano una larga conferencia, en la que estaba presente Kety. Cuando Tomás hubo finalizado, Arturo permaneció pensativo.
—Habrá sido un gran amor, claro...
—No, Arturo. Fue una ilusión de chiquilla. Si hay alguien que se empeñe en hacerle olvidar, lo conseguirá sin demasiados esfuerzos.
—Es muy bonita —comentó Arturo, de una forma enigmática.
Y se separó de ellos.
Cuando todo hubo finalizado y la pareja marchó de viaje, Marisa intentó reintegrarse a su trabajo, pero don Teo y su esposa pusieron el grito en el cielo.
—Tú te quedas con nosotros hasta el fin de tus días, pequeña. Siempre deseamos tener una hija, y tú lo eres ahora para nosotros.
—Pero...
—No hay peros que valgan. Don Teo dice como yo: has de vivir con nosotros, y serás nuestra heredera.
Los ojos de Marisa se abrieron desmesuradamente. Intentó protestar, lo hizo de una forma rotunda y fue preciso que doña Filo mojara el ojo para que la chiquilla accediera al fin.
De esta forma, comenzó una nueva vida, llena de comodidad y lujo. Se le compró un auto blanco, precioso. Con doña Filo visitó las casas de modas, y pronto la figura de Marisa, la hija adoptiva de los señores Iriarte, fue conocida en la alta sociedad bilbaína.
La presentaron en sociedad una noche, con una fiesta tan espléndida que aún hoy se recuerda con admiración y asombro. Marisa fue la reina de aquel baile. Se mostró deliciosa, encantadora, y hasta aquella sombra de melancolía que retratábase en el fondo de las pupilas, contribuía a hacerla más interesante. Su belleza morena fascinaba y entontecía. Los hombres permanecían con los ojos clavados en ella como si fuera una aparición y no una persona humana.
Arturo era su pareja constante. Don Teo había cursado una invitación a la familia de Javier y a este, pero así como las hermanas de él habían asistido en compañía de sus elegantes esposos, él dio la callada por respuesta y permaneció ignorado.
Cuando regresaron los novios, precisamente la misma noche del baile, Luis José habló de llevar a Marisa a vivir con ellos, y entonces sí que el genio de don Teo se desencadenó imponente:
—Esa chiquilla es mía. ¿Te enteras? Me pertenece por entero, ¡y pobre de aquel que intente discutir mis derechos!
De esta forma, Marisa quedó en el hogar como una verdadera hija.
Iban dos meses transcurridos, cuando sucedió el inesperado encuentro...
XI
Besó a sus padrinos (ella les llamaba así) y dijo que iba a dar una vuelta en el auto. Quizá se acercara a bailar un rato al Náutico.
Gentil y bonita, enfundada en un trajecito gris de entretiempo y calzada con zapatitos altos de ante azul, descendió rápidamente hasta el jardín, donde el auto blanco esperaba quizá su llegada. Subió a él y el lujoso vehículo se perdió raudo en una céntrica calle.
Iba distraída. Hacía algún tiempo que el recuerdo de Javier se había hecho menos doloroso. La presencia de Arturo, noble y cariñoso, ayudábala a ahuyentar el recuerdo del ingrato, pero no podía alejarlo totalmente, porque le había querido demasiado intensamente.
Cuando cruzó ante un café, aminoró la marcha. Era su costumbre, cuando cruzaba ante un lugar concurrido. De pronto, y cuando de nuevo iba a pisar el acelerador, sintió una voz bronca que pronunciaba su nombre. Creyó que era Arturo y frenó.
Recostada sobre el mullido asiento, esperaba que él se aproximara, cuando un rostro moreno, de ojos vivos y penetrantes, apareció en la ventanilla.
La muchacha se estremeció violentamente, pero su semblante permaneció inalterable. Nada de lo que sentía delataba su cara.
—Hola, cariño. Hace un siglo que no te veo, y si he de decir verdad, lo ansiaba con toda mi alma.
La voz que tantas veces la había acariciado, aquel día sonó cerca de ella como un trallazo. Al menos, así le pareció a ella, puesto que la voz de Javier era tan normal como siempre.
¿Es que aquel hombre se había olvidado del daño que le había hecho? ¿Qué tenía en lugar de dignidad? ¡Ah, siempre había creído que tendría que ser ella quien le buscara, pero puesto que le facilitaban el camino...!
—Hola, Javierín. Chico, qué poco te prodigas.
—En cambio, tú siempre estás acompañada.
Y Marisa vio con satisfacción que, al hablar, el rostro de Javier adquiría una tirantez terrible.
—¿Qué quieres que haga? En algo hay que pasar el tiempo.
—¿Me permites que suba a tu lado?
—Naturalmente. ¿Cómo lo has dudado siquiera?
Javier subió de un salto. El auto emprendió raudo la marcha. Los ojos del hombre la contemplaron detenidamente. Estaba preciosa, más que nunca. Tenía los cabellos muy cortos, según la moda, con una onda cayendo suavemente sobre la frente tersa, de un tono mate delicioso. Los ojos negros, vivos y penetrantes, parecían espejos, y la boca que él tantas veces había besado... Suspiró con fuerza. Tenía que reconocer lo mucho que la había echado en falta todo aquel tiempo que se empeñó en olvidarla sin conseguirlo. Ninguna mujer era como ella, ninguna tenía su encanto, ninguna aquel matiz de voz suave y cariñosa. Ella era única y por eso estaba a su lado. Sin embargo, tenía que confesarse que nunca esperó ser recibido de aquella manera, y esto le produjo un poco de desencanto. Esperaba verla enfurecida, rabiosa, llena la voz de insultos y los ojos echando lumbre. Nada de eso había sucedido, no obstante. ¿Es que le era tan indiferente? ¿O por el contrario su cariño lo borraba todo: el daño que él había hecho, sus duras palabras y el silencio que durante aquel tiempo le había rodeado? Un interrogante bailaba en los ojos del hombre, y Marisa bien se dio cuenta, pero hizo como si no lo viera, y Javier quedó totalmente desconcertado.
—Marisa —dijo intensamente, inclinándose hacia ella. La muchacha permaneció inalterable, pero bailando en sus ojos una sonrisa que parecía ser feliz—. En todo este tiempo no pude vivir con tranquilidad. No fui al baile en el cual te presentaron en sociedad, porque tuve miedo de hacer el ridículo en presencia de mis amigos, pero lo cierto, lo desesperante, es que te sigo queriendo con la misma intensidad.
—Ya lo sabía.
—¿Que lo sabías?
—Sí.
—Has de explicarme ese fenómeno, querida.
—Cuando yo me entrego a un cariño, jamás pueden olvidarme. Sé que tú tienes que quererme toda la vida, aunque te empeñes en lo contrario.
Había tanta majestad en aquellas palabras, que Javier por un momento se sintió impresionado.
—Aún no me explico cómo he podido vivir sin ti tantos meses.
—Necesitabas saber de qué forma me querías, y ahora ya lo sabes.
—Así es, Marisa. Me maravilla tu intuición.
—Siempre la tuve.
Él se inclinó más hacia ella. Sus manos prendieron la breve cintura, y aproximando su cabeza al cuello terso y perfumado, susurró intensamente, con ansiedad:
—¿Qué puedo esperar de ti, Marisa?
—En primer lugar, sé correcto —replicó, apartándose un tanto—. Después, creo que te lo diré.
Contrariado, se incorporó él.
—Te quiero con toda mi alma, Marisa. Estoy por asegurar que no me importa que tú no me correspondas, porque mi amor es demasiado grande y con el tiempo sabrá despertar el tuyo.
La risa de Marisa sonó un poco falsa. Bajo aquella mirada que parecía serena, se ocultaba un volcán de entremezcladas pasiones. Nadie hubiera adivinado lo que sucedía dentro de su corazón. Sin embargo, sucedían muchas cosas, ¡muchas! Algunas de ellas le permitían descubrir algo que jamás hubiera imaginado.
—¿Adónde quieres ir?
—¡Qué cosas tienes! A donde tú vayas.
—Hoy, no.
Los ojos negros se volvieron hacia él, y fue entonces cuando el cuerpo de Javier se estremeció. ¿Qué leía en aquella mirada? Eran los mismos ojos y, no obstante, parecían diferentes. Si antes le habían cautivado, ahora, con aquella expresión serena y profunda, le enajenaban de tal forma que hubo de hacer un gran esfuerzo para contenerse.
—Me pareces otra —dijo, casi sin voz—. Y eres la misma. Los mismos ojos negros, llenos de vida. La misma boca preciosa, de trazo dulce y suave. La misma cara, los mismos cabellos, y sin embargo...
—Y, sin embargo, han transcurrido varios meses.
—¿Y eso, qué?
—No sé, Javier. Quizá tenga que ver en mi transformación.
—No... Tu corazón tiene que continuar siendo el mismo.
—¿Y si te equivocaras?
—No; estoy seguro de acertar.
E intentó cogerla en sus brazos.
—¡Suéltame! —ordenó enérgica—. Ahora te dejaré aquí. Estoy citada en el Náutico con Arturo.
—¡Ah! —reaccionó brusco—. ¿Crees que te lo voy a consentir? No, Marisa. Me has amado mucho. Quiero que continúes amándome.
Los ojos de la muchacha brillaron de una forma extraña.
—He de analizarme a mí misma —dijo, deteniendo el auto ante el mismo café donde había recogido a Javier momentos antes—. Ahora es preciso que me dejes.
—¿Así?
—Así.
Abrió ella misma la portezuela, y le indicó la acera.
—Eres cruel, Marisa.
Ella estuvo a punto de decir que más lo había sido con ella, pero calló. ¿Para qué hurgar más en la herida que sentía ya casi cicatrizada? No, no. Más sufrimientos, imposible. Al verlo ahora había comprobado que quedaba muy poco de aquel amor, y como dicen que donde hay cenizas quedan rescoldos, se dijo que si quería dar gusto a su dignidad de mujer fuerte y equilibrada, había de apagar lo poco que aún pudiera quedar de aquel amor...
—¿Cuándo te veré de nuevo?
—No lo sé, Javier. Quizá mañana.
—¿Me permites que vaya a visitar a don Teo?
Otra vez floreció en los labios gordezuelos una media sonrisa de sarcasmo.
—Supongo que, después de lo ocurrido, no te atreverás.
—¿Por qué no?
Y al hacer la pregunta saltó al suelo.
Sonriente, como si no sintiera hacia aquel hombre una indiferencia absoluta, dijo Marisa, con acritud:
—Don Teo no olvida fácilmente los desprecios que le infieren sus amigos.
Tras de aquellas palabras, el auto arrancó raudo.
—¡Marisa! —gritó, con ansias de detenerla y pedirle una explicación más amplia—. ¡Marisa!
Marisa mordióse los labios y continuó con su atención puesta toda en el volante.
No fue al Náutico. Se hallaba demasiado excitada para presentarse en semejante lugar, donde siempre reinaba la alegría.
Momentos después, penetraba en el saloncito de la primorosa casa de Adela.
* * *
Se alegró de que Luis José no estuviera en casa. Eran intensamente felices dentro de aquel pisito que parecía un nido de amor.
—Vaya, creí que te habías olvidado de nosotros —se dolió Ade, besándola cariñosamente—. ¿Qué ha sido de tu vida toda esta semana? —Fijó en ella su atención y añadió inquisitiva—: ¿Qué te pasa? Estás pálida y los labios te tiemblan como cuando estás nerviosa.
Marisa se hundió en una mullida butaca. Adela se sentó frente a ella.
—¿Acaso has tenido algo con Arturo?
—Siempre te empeñas en ver cosas nuevas en mi rostro. No me sucede nada.
—¿Estás segura? Luis José me ha dicho que se te veía muy poco con Arturo. ¿Es que no sois novios?
—Aún no.
—Vamos, parece que no descartas la posibilidad.
—Me gusta mucho y me quiere de verdad.
—Es muy leal. Le conozco bien. Todos los días toma el café del mediodía con nosotros. Es muy amigo de Luis José. Habla mucho de ti y lo hace con tanto entusiasmo, que a veces nos echamos a reír. ¿Te dijo algo?
—Sí, ya muchas veces. —Y tras una pausa—: Hoy he visto a Javier.
—¡Ah, vamos! Si ya sabía yo que algo te había pasado. Supongo que le habrás mandado a paseo.
—No.
—¡Marisa!
La muchacha se puso en pie.
—Puede que termine casándome con él.
—¿Te has vuelto loca? Jamás creí eso de ti. Si te casas con ese hombre, las puertas de esta casa se cierran para ti.
—Bien. Lo siento.
E hizo intención de salir. Adela se abalanzó sobre ella y la sacudió por los hombros.
—¡Marisa! Mira bien lo que haces. Ese hombre no te conviene. Lo sé.
—Quien tiene que saberlo soy yo y creo que ya lo sé.
Después cogió el bolso, y sin tener en cuenta la llamada de Adela, salió, dejando a su amiga sumida en dolorosa perplejidad. Era una inconsciente, era una estúpida...
—Se ha vuelto loca —díjole a su marido, cuando este regresó, y después de ponerle en antecedentes de todo lo sucedido—. Creo que por primera vez he visto en los ojos de Marisa una frialdad aterradora hacia mí.
—Ten calma. Después de todo, Javier es un buen chico.
—¿También tú...?
—Chiquilla, fuimos amigos de siempre. Hoy me lo encontré y me dijo que estaba loco por Marisa y que contaba casarse con ella tan pronto ella quisiera.
—Ni él ni ella demuestran tener dignidad.
Luis José la prendió en sus brazos, atrayéndola blandamente hacia sí. La besó en la boca intensamente y después, posando sus labios en la garganta perfumada, susurró muy bajo, con una dulzura bruja que la enajenaba:
—Suponte que yo llegara a tu lado después de haber hecho lo que Javier... ¿Qué harías? ¿Serías capaz de rechazarme teniendo la seguridad de que me querías y eras comprendida?
Adela suspiró con fuerza. Alzó los brazos y rodeó con ellos el cuello querido. Su mirada se hundió en aquellos ojos apasionados y dijo con vehemencia, conteniendo apenas otro suspiro hondo y estremecido:
—Tú nunca serías capaz de hacer eso, chiquillo mío. ¡Nunca!
Y fue ella la que aquella vez le hizo perder la noción de las cosas. Sus labios buscaron la caricia y ninguno de los dos supo de qué estaban hablando...
* * *
Entretanto, Marisa, con la boca apretada y los ojos reluciendo como estrellas, llegaba al Náutico. Detuvo su automóvil en el muelle, y más tarde penetraba en los amplios salones de aquel lujoso edificio.
—¡Cuánto has tardado! —exclamó Arturo, dolorido—. Creí que ya no te vería esta tarde.
Estaba verdaderamente prendado de ella. La contemplaba con adoración y su boca hacía inauditos esfuerzos para no confesarle que la quería. Marisa no lo ignoraba. Además, en presencia de aquel muchacho fuerte y jovial, su corazón parecía ensancharse. Sentía hacia él una cosa muy compleja. Quizá era amor, pero no lo sabía con certeza. Sin embargo, se había jurado a sí misma algo, y tenía que cumplirlo, por encima de todo, aunque para ello fuera preciso perder la libertad y la dicha al lado de Arturo.
—Ven —indicó Arturo, llevándola en dirección a la terraza—. Tengo que decirte algo muy importante.
Marisa dejóse conducir. Después se acodó en la balaustrada y esperó, sin mirarle.
—Marisa, tú le has querido mucho, ¿verdad?
—No lo sé.
—Sí lo sabes y me lo dirás.
—¿Tú no lo has hecho?
—¿Querer?
—Sí.
Arturo sonrió ampliamente. Cogió las manos femeninas y las apretó dulcemente entre las suyas.
—No, chiquilla. Nunca he querido, hasta ahora. ¿Quieres casarte conmigo?
—No puedo contestarte ahora, Arturo —dijo suspirando—. Quizá cuando pueda hacerlo sea ya tarde y tú no quieras saber nada de mí —sus ojos adquirieron una expresión dura. Apretó la boca como si quisiera contener un dolor muy agudo y añadió después, con voz débil, pero enérgica—: He de cumplir una promesa. Me han hecho mucho daño, ¡mucho! Nadie puede imaginar cuánto, porque supe disimular mi amargura... —Hizo una pausa y con inflexión profunda concluyó—: Si sales ileso de la prueba a la que voy a someterte y tu amor es lo suficientemente constante para saber esperar, serás querido intensamente, de una forma vigorosa... Te adoraré, Arturo, pero hasta entonces...
—¿Es que quieres que, como en los cuentos de hadas, vaya a buscar una piedra milagrosa al monte encantado?
Marisa rio a su pesar.
—No. Solo te pido que tengas paciencia y, veas lo que veas, jamás dudes de mi cariño.
—¡No dudaré!
Pero llegó a dudar y aquello fue para Marisa un golpe tremendo...
XII
A partir de aquel día Marisa cambió sus costumbres. Ahora jamás iba al Náutico. Se abstuvo de visitar a sus amigas, y para ella no había más mundo ni personas que Javier Monreal.
Se habló mucho de ellos. Se dijo que pensaban casarse en breve y ellos, entretanto, continuaban viéndose en todas partes: salones de té, fiestas mundanas, bailes y paseos.
Don Teófilo ignoraba lo sucedido. Sabía tan solo que su pupila, cuando llegaba a casa, tenía en su rostro una sombra de infinito cansancio y en sus ojos bonitos una nube de amargura. ¿Es que sufría? ¿Y qué causas motivaban aquel sufrimiento?
Uno de aquellos días en que vio lágrimas en los ojos bonitos, la abrazó muy fuerte, y quiso saber las causas por las cuales Marisa no era feliz.
—Quizá me halle un poco cansada de este ajetreo, pero nada más.
—No —intervino doña Filo—. Algo leo en tus ojos; algo muy doloroso. ¿Es que has reñido con Arturo?
La faz de la muchacha palideció de verdad. Miró suplicante a su protectora y besó apasionadamente las manos rugosas.
—Hace mucho tiempo que entre Arturo y yo no hay nada —dijo muy bajo.
Ambos esposos se pusieron en pie, sobresaltados.
—¿Qué has dicho? Arturo era el hombre que te convenía. No nos irás a decir que no piensas casarte con él.
—¡Oh, Dios mío!
Y después de aquella exclamación, Marisa echó a correr en dirección a su cuarto, sin querer oír las palabras de sus queridos protectores.
Ambos se miraron consternados.
—¿Qué dices, Teo?
Este movió, preocupado, la venerable cabeza.
—No sé qué decir —musitó casi sin voz—. Esta chiquilla está sufriendo, pero sufriendo de una forma intensa, dolorosa...
—¿Qué piensas que puede sucederle?
—No lo sé. Pero voy a saberlo ahora mismo, porque voy sin perder un minuto a casa de Kety. Ella me pondrá al corriente. Entretanto es mejor que permanezcas ahí. No vayas a verla. Déjala sola, creo que lo necesita.
—Bien. No tardes en regresar.
* * *
Don Teo penetró en el saloncito donde se reunía el matrimonio.
Calóse los lentes sobre la nariz y con sus pasos menuditos fue al encuentro de ellos.
—¡Ji, ji, qué felices sois!, ¿eh, picarones? —Cambió la expresión de su rostro y, dejándose caer en la butaca que Kety le ofrecía, declaró desalentado—: Hijos míos, estoy muy preocupado.
—También nosotros.
—¿Sí? ¿Acaso por la misma causa?
—Temo que sí, don Teo. ¿Se refiere a Marisa?
—Así es.
Y el pobre hombre limpióse con un pañuelo inmaculado las gotas incoloras que humedecían su frente.
—¡Cáspita! La muchacha parece dominada por una preocupación. ¿Qué le ha pasado con Arturo? Vosotros tenéis que saberlo.
—Sabemos tan solo que Marisa no viene por aquí desde hace más de un mes...
—¿Y eso?
—¿Es que ignora que es la prometida de Javier Monreal?
Ahora sí que el anciano saltó en la silla. Los lentes de oro bailaron sobre la nariz de una forma ridícula. Atusóse el bigote blanco y después chasqueó la lengua.
—¡Atiza! —exclamó socarrón—. ¿Es que vamos a tener boda?
—Creí que iba usted a acoger la noticia enfurecido.
—No, Tom. Cierto que me gusta más tu hermano para esposo de Marisa, pero si ella prefiere al otro, no diré media palabra.
—Pues va en vías de realizarse el matrimonio. Javier nos lo participó ayer. Ella está muda, puesto que no la hemos visto más que de lejos.
—¿Y qué dice Arturo?
—Puede usted suponerlo. Marisa ha sido hipócrita, puesto que nunca le negó el cariño.
—Vaya por Dios —murmuró don Teo—. Es de esperar que tu hermano la perdone. Después de todo, estas son cosas de la juventud. Además, en el corazón no se manda. ¡Vaya, vaya! Lo que no me explico es por qué Marisa no nos ha dicho nada.
—Sus razones tendrá.
* * *
Momentos después don Teo se hallaba con su esposa, a quien puso en antecedentes de lo sucedido.
—¿Sabes lo que te digo, Teo? No me gusta ese muchacho para novio de nuestra chiquilla.
—¡Ta, ta, si ella lo quiere...!
—Ya veremos. Se me antoja que aquí hay gato encerrado.
—¡Qué gato ni qué niño muerto! Estas son cosas de la juventud. Más psicólogo que yo no hay dos, y he visto mucho amor en los ojos de la pequeña. Ya verás como es muy feliz al lado de Javier. En medio de sus desplantes, Javier siempre ha sido mi amigo predilecto.
—Ya veremos, vuelvo a repetirte.
—¡Si serás visionaria! ¿Qué quieres ver en todo esto?
—No lo sé. Quiero ver algo, eso sí.
—¡Narices, eso es lo que tú ves!
Y don Teo, verdaderamente enojado, se hundió en una butaca. Encendió un pitillo y fumó con ansia.
* * *
El rostro de Marisa estaba pálido. Había perdido color y sus ojos se hallaban rodeados de violáceas sombras. Tan solo cuando llegaba al lado de Javier los ojos tristes, de expresión apagada, brillaban de una forma extraña, terrible. La boca sonreía sin cesar y hablaba atropelladamente, como si quisiera olvidar algo..., algo que la atormentaba.
Aquel día Javier la llevaba del brazo. Penetraron en un salón de té y juntos fueron a sentarse lejos del bullicio. Y fue entonces, al volver el rostro, cuando Marisa encontró la mirada gris de Arturo clavada en ella de una forma intensa, censurando su proceder. La boca de Marisa hizo una mueca, como queriendo sonreír, pero sintió un pinchazo en el alma. Arturo volvió el rostro, y continuó galanteando a la muchacha que se hallaba con él.
Algo brilló en la mirada negra de nuestra amiga, algo espantoso que se apagó al instante.
—¿Qué te pasa? —preguntó Javier—. Mira cómo crispas las manos. Marisa, ¿qué tienes?
La muchacha hizo un esfuerzo.
—Vámonos de aquí —pidió, poniéndose en pie.
Javier, a su pesar, la siguió. Estaba loco por ella. Nunca la había querido tanto y tan intensamente como ahora, en que le parecía tenerla más cerca, y, sin embargo, la sentía sutilmente, desesperadamente alejada.
Pasearon lentamente. Marisa supo que los ojos penetrantes de Arturo la habían seguido con la mirada, hasta que ella hubo desaparecido. Jamás experimentó tal acceso de dolor y jamás tampoco supo disimularlo como en aquella tarde en que comprobaba el resultado de la prueba a que había sometido a Arturo.
Hubiera llorado, pero no lo hizo. Aún le quedaba suficiente orgullo para soportar el desprecio de él con dignidad de reina.
Aquella noche, cuando Javier la acompañó hasta el portal de su casa, quiso besarla.
—¡No! —objetó rotunda—. Una vez me besaste, ¿recuerdas? No, no fue una vez; fueron muchas, no recuerdo cuántas... Ahora volverás a besarme cuando seas mi esposo; mientras, no.
—Está bien, nena. Si me lo permites, entraré a ver a don Teo y mañana será la petición de mano.
—¡Mañana!
—¿Te parece pronto?
—Bueno, haz lo que quieras. Pero no es preciso que visites a don Teo. Yo misma se lo participaré.
—Esta tarde te encuentro extraña. Marisa. ¿Qué tienes? ¿Es que no me quieres?
Por el rostro de Marisa cruzó una nube sombría. Después hizo un esfuerzo y, posando las manos en los hombros de Javier, dijo como un juramento:
—Te quiero tanto como tú mereces.
En aquellas palabras había algo, algo que estremeció a Javier, sin saber a qué atribuirlo. La contempló apasionadamente. Estaba loco por ella. La deseaba con toda su alma, la quería con los sentidos, con el corazón y con todo su ser. Ella había sabido hacerse querer. Era inteligente y todo su poder lo había empleado en conquistarle.
Se inclinó hacia ella y buscó con ansia la mirada, que se le hurtó, obstinada.
—¡Marisa! —exclamó con inflexión bronca—. Creo que si no llegaras a ser mi esposa me moriría.
—No te morirás, Javier; yo lo sé.
—Mírame.
—¿Para qué? Me tienes aquí; seré tuya, tal como lo deseas. ¿Qué más quieres?
—Tu amor.
E intentó apretarla entre sus brazos. Marisa hizo un esfuerzo, se apartó de su lado y soltó una carcajada suave. Él no supo interpretar su significado, intentó seguirla, pero Marisa ya había desaparecido.
Dio la vuelta. Hundió las manos en los bolsillos y caminó lentamente. Iba como loco. La adoraba y aquella noche, como tantas otras, no había podido satisfacer su anhelo. Era cruel, lo reconocía, y, sin embargo..., ¡Dios santo! Continuaba deseando que llegara el día siguiente para tenerla de nuevo próxima a él.
* * *
Aquella misma noche, después de las doce, Marisa penetró en su aposento.
No tenía sueño, pero se acostaría. Hacía mucho tiempo que el sueño se negaba a cerrar sus ojos. Los insomnios minaban su naturaleza, aunque gracias a su voluntad podía disimular al día siguiente las huellas que la desesperación de pasar una noche en vela dejaba en su faz pálida.
Aquella noche tenía menos deseos de dormir que nunca. Estaba muy bonita. El pelo corto daba a su cara más personalidad, pronunciando el óvalo perfecto. Se miró al espejo y se encontró atractiva. Tan solo la nariz ponía una nota discordante en el rostro, pero era aquello quizá lo que proporcionaba a su faz más encanto. Los ojos brillantes, como de fiebre, se clavaron en el espejo y fue entonces cuando a través de él vio algo que hizo salir de su pecho un grito ahogado. ¿Sería aquel rostro visión de su imaginación exaltada?
Se volvió despacio, mientras sus manos se crispaban apasionadamente sobre su propio pecho. Los ojos miraron con fijeza el rostro rígido de Arturo.
—¿Qué haces aquí? —pudo preguntar con voz que no supo si había salido de su boca o de su corazón tembloroso—. ¿Con qué derecho te has tomado tal libertad? ¿Cómo te has atrevido?
Arturo avanzó unos pasos. Después se detuvo y, hundiendo sus manos en los bolsillos del pantalón oscuro, se balanceó suavemente sobre sus largas piernas. En su boca de firme trazo se dibujó una mueca sarcástica.
—Jamás imaginé que yo pudiera llegar al extremo de engañar a dos ancianos —dijo, queriendo ser indiferente—. Salí del salón de té tras vosotros y pude llegar a esta casa dos horas antes que tú. Vine con el pretexto de visitar a don Teo y su mujer, y cuando me llegó la hora de dar por finalizada la visita, en vez de salir subí las escaleras y me metí en tu cuarto. Hace un momento que la doncella vino a abrir tu cama y colocar sobre ella el camisón de dormir —rio irónico—. ¡Cuánta comodidad, Marisa! Estoy asombrado. Cuando ella entró, yo me replegué hacia el balcón y salió sin haberme visto. Es una suerte para ti, ¿no?
—Termina —pidió, con los dientes apretados.
—No quiero dar por finalizadas nuestras relaciones hasta que tu propia boca me lo haga saber. Me has plantado sin razones y quiero saberlas antes de que unas tu vida a Javier Monreal.
—No tengo explicaciones que darte —replicó secamente—. Te he dicho que tuvieras paciencia y supieras esperar. Veo que tu amor era bien poco sólido cuando no supo mantenerse firme.
Arturo soltó una suave carcajada.
—¿Crees que soy un chiquillo?
—No. Siempre pensé que eras un hombre y veo con dolor que no tienes nada de eso.
La faz de Arturo se atirantó.
—No me obligues a medir mis fuerzas con las tuyas, Marisa, porque soy un caballero y deseo continuar siéndolo hasta el fin de mis días.
La muchacha nada repuso. Apretó las manos una contra otra y de sus ojos se desprendieron dos lágrimas.
Él se le aproximó. Su rostro adquirió una expresión dulcísima. Cogió las manos que ella no le negó y las estrechó apasionadamente entre las suyas.
—No sé lo que pasa por tu corazón, Marisa —dijo muy bajo—. Sé que te pasa algo, pero no acierto a explicármelo.
Ella permaneció silenciosa.
—Aún estás a tiempo, Marisa. Te quiero tanto y de tal forma, que mañana mismo me caso contigo si lo deseas.
—¡Dios mío!
—Dime que sí, chiquilla. Dime que dejarás a ese hombre. Él nunca podrá quererte como yo te quiero. Más no espero, Marisa. ¡No puedo esperar!
La oprimió contra su cuerpo. La muchacha no opuso resistencia. Los brazos de Arturo la cercaron suavemente. Después, alzó la barbilla femenina y se inclinó sobre aquellos ojos preciosos.
—Dime que me quieres, Marisa. ¡Dímelo!
—Dios mío, claro que te quiero.
—¿Por qué entonces me haces sufrir? ¿Por qué dicen que te vas a casar con ese hombre?
—Ten paciencia.
—No. Esta es la última vez que te pido que te cases conmigo. Si no lo quieres así, jamás volveré a importunarte.
Los ojos de Marisa se anegaron en llanto.
—¡Chiquilla!
—Déjame. Vete.
—¿Así?
—No puedo decirte más que tengas paciencia.
—No. Esta es la última vez que vengo a ti. Cásate con él; no recordaré que has existido.
—¡No! —gritó apasionada.
Y con desesperación se abrazó a él. Arturo una vez más se dijo que algo sucedía en la vida de Marisa que él ignoraba y tuvo miedo. Miedo de perderla, miedo de que se la robasen.
Retrocedió asustado.
Ella, con las manos extendidas, aún le rogaba que tuviera paciencia.
Arturo movió la cabeza en sentido negativo y su voz se oyó como una sentencia.
—Si cuando salga de esta alcoba no tengo la certeza de que mañana dejas a ese hombre, di que para mí has muerto.
—¿Ni aun sabiendo que te quiero con toda mi alma y que el único hombre que existe en mi vida eres tú?
—Ni aun así.
—Entonces vete y no vuelvas a importunarme. He comenzado una obra y la terminaré por encima de mi propia felicidad.
De súbito Arturo creyó comprender.
Avanzó de nuevo hacia ella y la sacudió por los hombros.
—¿Te has vuelto loca? ¿Cómo he sido tan ciego que no adiviné hasta ahora la verdad? ¿Sabes lo que voy a hacer? Si ese hombre te ha hecho daño, déjalo ahora, que ya está bien; ya lleva su pago. ¿Qué quieres hacer después?
—Recordará eternamente que de una mujer como yo no se burla nadie.
Lo dijo con tanta impetuosidad que Arturo, por un momento, permaneció suspenso, impresionado... Cuando reaccionó, la sacudió nuevamente por los hombros y dijo rotundo, apretados los dientes, la mirada brillante de rabia:
—Eres un monstruo y, si llevas a cabo tu amenaza, jamás querré saber de ti.
—¡Le llevaré hasta las mismas gradas de la iglesia! ¡Lo juro!
Arturo retrocedió asustado. Aquella mirada negra le dio un poco de miedo. Abrió la puerta y, sin pronunciar una palabra, salió de allí.
Marisa tiróse sobre el lecho y rompió en fuertes sollozos.
De pronto la figura varonil volvió a perfilarse en la puerta. Contempló el cuerpo que se encogía sobre el lecho, y, después de hacer una mueca, advirtió con amargura:
—Si no desistes, jamás volveré a tu lado.
Luego pisó con fuerza y desapareció.
Marisa ignoró siempre que los ojos de Arturo, su gran amor, la habían visto llorar.
XIII
Aquella mañana, Marisa apareció en el comedor con unas sombras violáceas en torno a los ojos y una crispación en la boca, que doña Filomena advirtió en seguida.
—¿No has dormido, hija mía? —preguntó inquieta.
—Sí.
—Me estás engañando. Tu semblante parece de cera y, en cuanto a tus ojos, parecen apagados. ¿Por qué no eres franca conmigo? Después de todo, estoy haciendo por ti las veces de madre. Anda, pequeña, dime lo que te pasa y verás después qué alivio sientes.
Marisa se empeñó en asegurar que no tenía nada. Tanto doña Filo como su esposo terminaron por dejarla y, cuando la vieron salir en dirección a la calle, la cabeza venerable de don Teo se movió de un lado a otro repetidas veces.
—No puedo entenderla —confesó desalentado—. Sé que la atenaza un gran dolor, pero ignoro cómo poder ahuyentarlo de su lado. ¡Es desesperante!
Doña Filomena enjugó una lágrima y permaneció silenciosa.
Entretanto, Marisa se fue a la iglesia. Necesitaba hablar con Dios; era el único que podría entenderla... ¿Entenderla? Sí, claro, pero no por eso aprobaría la vil acción que iba a cometer con objeto de vengar la afrenta de un hombre... ¿Qué placer le depararía? Sí, claro, el placer de destruir las esperanzas de un hombre, pero ¿y ella? ¿Podría ser feliz después? ¡Ilusa! La venganza era placer de dioses, sí, pero jamás de un alma buena. «Desiste, aún estás a tiempo —exhortaba una voz interior—. Vete al lado de tu amor y busca el refugio y la felicidad en los brazos leales de Arturo. Olvida todo lo demás. Déjalo así; no busques más venganzas, que solo Dios tiene poder sobre nosotros para dar a cada cual el castigo que merece...».
Una mano suave cayó sobre su hombro. La muchacha se sobresaltó. Alzó la bonita cabeza y sus ojos llenos de lágrimas se clavaron en la faz venerable de un sacerdote.
—¿Quieres confesar? —preguntó aquel, suavemente.
—No.
—Creo que lo necesitas.
La cabeza de Marisa negó de nuevo.
—¿Por qué lloras? Las almas buenas lo hacen, pero... en tus ojos veo una expresión de desafío. No albergues rencores en tu pecho, hija mía.
Marisa se puso en pie.
—Confesaré algún día. Hoy aún no...
La mano rugosa del sacerdote se posó de nuevo en su hombro.
—No olvides nunca que la mano de la muerte está siempre al acecho. Confiesa ahora y desahoga en Dios tus tribulaciones. Verás como tu conciencia queda tranquila... Confiesa, hija mía...
El corazón de Marisa palpitaba con fuerza. Sus manos se agarrotaron sobre el pecho con fuerza infinita. Después alcanzó la mano del representante de Dios y la llevó a sus labios.
—Sí, quiero confesar, padre.
—Pues ven.
Dos horas después una figura de mujer encorvada y silenciosa salía del templo. El sacerdote la acompañó hasta la calle. Le puso la mano en el hombro y dijo dulcemente, con voz suave y persuasiva:
—No vuelvas a permitir que en tu corazón penetren malos pensamientos. Desecha esos sentimientos y camina con la cabeza alta por la senda de la vida que conduce al cielo.
Marisa echó a andar hacia su casa, con la cabeza inclinada y las manos muy apretadas sobre el pecho.
* * *
Aquel día se metió en la cama tan pronto llegó. Un dolor de cabeza muy intenso la privó de salir en varias semanas.
Doña Filomena y su marido se hallaban constantemente a su lado. Ella, con la cabeza recostada desmayadamente sobre la almohada, permanecía silenciosa, como ausente de todo cuanto la rodeaba. El rostro pálido, los ojos cerrados y la boca siempre apretada, le daban aspecto de cadáver. Y no es que estuviera muy enferma. Sucedía tan solo que la mente de Marisa aún estaba llena de malos propósitos, y en su corazón anhelaba darles fin, matarlos todos como había aconsejado el sacerdote. Matarlos, domeñarlos con fuerza terrible para que jamás acudieran a su corazón que deseaba ser bueno... Una mezcla de encontradas pasiones batallaban dentro de ella. Se empeñaba en destruirlos y de nuevo acudían a mancillar sus buenos sentimientos. Y es que en forma alguna podía olvidar el daño recibido. Tenía siempre presente la sonrisa irónica de Javier cuando este aseguraba que le gustaba mucho, pero que, en cambio, no estaba muy seguro de quererla. Tan mezquino le pareció el mundo, tan asqueroso, tan despreciable, que ella misma se empeñaba, sin saber a ciencia cierta lo que hacía, en adulterar insanamente los sentimientos de su corazón, que siempre habían sido nobles.
Ignoraba lo que Arturo hacía. Sabía tan solo que una noche, se fue de su lado llamándola monstruo, y lo demás permanecía muerto para ella.
En cuanto a Javier, sabía que todos los días y en distintas horas llamaba por teléfono, preguntando por ella.
—Dile que estoy mejor, padrino —dijo aquella tarde, con voz cansada y fría—. No tengo ganas de volver a saber de él.
Don Teo la miró extrañado.
—¿Es que ya no le quieres?
Ni siquiera se molestó en responder. Era cruel con aquellos viejos que la adoraban y a quienes debía toda su comodidad. Era cruel y, sin embargo, ignoraba que lo era.
Don Teo fue a su lado y sus manos acariciaron la frente calenturienta.
—Necesitas mucho reposo, hija mía, mucho. Has sufrido intensamente, sola, sin comprender que los sufrimientos compartidos se hacen más llevaderos. ¿Por qué no te desahogas con nosotros?
Marisa sintió que una lágrima se desprendía de sus ojos. Doña Filomena, con aquella dulzura en ella característica, secó su rostro sin decir media palabra. Dejáronla sola. Comprendían, quizá, que la chiquilla necesitaba reposo y tranquilidad.
* * *
Kety vino a verla.
Cuando Marisa abrió los ojos y la vio de pie en el umbral, con los ojos clavados en ella y dispuesta a avanzar hasta su lado, se incorporó en el lecho y gritó ahogadamente:
—¡No entres! No quiero veros.
—¡Marisa, chiquilla!
Volvió a tenderse sobre los almohadones y suspiró profundamente.
—No me hagas caso, Kety, soy una tonta.
—¡Cómo te atormentas sin necesidad!
—¡Sin necesidad!
—Nunca pensé que lo sucedido con Javier te afectara tanto. Siempre te tuve por una chiquilla un tanto despreocupada. Jamás llegué a imaginar que tu amor por Javier fuera tan intenso. Lo siento mucho, Marisa.
La muchacha aspiró con fuerza el aire que parecía escapársele. Sin abrir los ojos, repuso:
—No quiero a Javier. Creo que no le he querido nunca.
—¿Y a mi cuñado?
—A ese, sí.
—¿Por qué entonces obras de esa manera? No te haces ningún beneficio, Marisa, lo sé. Arturo te adora, pero ya sabes cómo son los hombres; quieren mucho cierto tiempo, mientras se les ayuda, y dejan de querer cuando no encuentran eco. Es preciso que recapacites. Javier puede merecerte, ha cambiado mucho; pero Arturo demostró siempre tener un corazón leal y un alma muy grande...
—Lo sé.
—¿Por qué entonces te empeñas en ver lo contrario?
—Lo ignoro.
—Yo, en tu lugar, trataría de no ignorarlo.
—Escucha, Kety, he pensado ir a un convento. Me reconciliaré con Dios; si al cabo de cierto tiempo comprendo que no puedo ser monja, que no tengo vocación, y Arturo me quiere aún, me casaré con él.
La cara de Kety expresó un dolor inenarrable.
—¿Te has vuelto loca? —exclamó espantada—. Tú jamás has tenido vocación religiosa y no trates de buscarla, porque será inútil.
—¿Y si aun así procuro buscarla y la encuentro?
—¡No la encontrarás!
—¡Pues aun así lo intentaré!
—Eres una insensata.
Marisa nada repuso. Recostóse de nuevo sobre la almohada y quedó silenciosa.
Kety la contempló durante largo rato. Después se inclinó hacia ella y muy bajo dijo:
—Escucha, Marisa: a Dios puede servírsele en cualquier parte; soltera, casada, siendo madre de muchos hijos, a los cuales educar para que le adoren... Marisa, tú puedes ser una de esas madres, con mayor motivo si llevas por delante unos meses de sufrimiento... Yo voy a ser madre, Marisa. Estoy loca de contento, loca, y tengo un marido perdidamente enamorado de mí; me quiere con toda su alma y ambos esperamos el momento de ser padres como si fuera a caernos un don del cielo. Y lo es, ¿verdad, Marisa?
La muchacha alzó otra vez la cabeza. Sus ojos grandes y bonitos se clavaron en la faz resplandeciente de Kety. Alargó la mano y la estrechó con fuerza.
—Kety, me hace feliz la idea de que vas a tener un hijo... ¡Dios mío, qué felicidad para ti!
—Puedes disfrutar de otra igual.
—Oh, yo soy diferente.
—Eres una mujer.
—Sí, una mujer que ha recibido un desengaño muy grande... Tú no sabes, ni puedes imaginar, lo que aquello fue para mí... Me había entregado a él con absoluta fe. No había nada para mí como el amor de Javier; ni más mundo ni más vida. Después... el golpe fue demasiado duro. No estaba acostumbrada a soportarlos y por eso me afectó así...
—Pero ahora tienes a Arturo.
—Sí, le tengo. Pero también tengo miedo, muchísimo miedo, de no poder ser para él una esposa cariñosa y amante. He perdido muchas ilusiones, todas murieron; ahora me queda muy poca.
—¡Amas a Arturo!
—Nunca lo dudes. Desde que lo he conocido supe que ese hombre sabría llegar a mi corazón. Pero...
—Pero ¿qué?
—Déjame, Kety. Quizá después de haber meditado mucho logre hacerme a la idea de quedar en este mundo.
Kety comprendió que su amiga necesitaba estar sola, y después de besarla en la frente como si besara a una hija, salió de la estancia.
Cuando Marisa se vio sola, lloró muy quedo, con dulzura. Era la primera vez que sentía placer con el llanto.
* * *
Aquella misma tarde vino Adela.
—Ya que la montaña no va a Mahoma, se acerca Mahoma a la montaña —rio, sentándose al lado de ella, en el borde del lecho—. ¿Cómo estás, pitusa?
Aquella forma de llegar encantaba a Marisa. Sí, Adela siempre la había comprendido mejor que nadie. Sabía cuándo era preciso gastar una broma con ella y cuándo sobraban las palabras.
—Mucho mejor, Ade. Puede ser que me levante mañana. ¿Y Luis José?
—Lo dejé en el club con don Teo. Después vendrá a verte. ¿Sabes quién estuvo en mi casa?
—Si no me lo dices...
—Javier. Vino a saber cómo seguías. Dice que por teléfono no le dicen la verdad. Anda como alma que lleva el diablo. Te aseguro que te quiere de verdad.
—Dime, Ade, ¿quién te gusta más para marido mío: él o Arturo?
—Pues no sé. Arturo me gusta horrores; es un chico que vale muchísimo. Javier... —hizo un gesto vago—. No sé, querida; creo que eso eres tú quien tiene que saberlo.
—Es que yo a Javier no le quiero nada.
—¿Por qué, entonces, alimentas su amor? Un hombre que no interesa se deja en paz.
—¿Has visto a Arturo?
—Sí, estuvo en casa ayer.
—¿No os ha dicho nada?
—¿Nada de qué?
—De él y de mí.
—No, nada. Un día habló algo de vosotros para decir que estaba enamorado de ti. Estos días está muy pensativo y triste.
—¿Sabe que estoy enferma?
—No lo creo. Al menos nada me dijo.
Quedaron silenciosas. De pronto Adela se inclinó hacia su amiga, y cogiendo la carita rosada entre sus manos, dijo muy bajo, con tanta dulzura que conmovió a la enferma:
—Estoy muy contenta, Marisina. Luis no cabe en sí de gozo. Vamos a ser papás.
—¿Tú también?
—Sí. Fíjate si Luis es tonto, que quiere tener dos de una vez. Una parejita.
—¡Qué locura!
—Me gustaría verte casada, Marisa. Es algo maravilloso.
Cuando Adela se fue, Marisa se dijo que su amiga, antes de entrar a verla, había estado con Kety y sabía todo lo que ella participó a la mujer de Tomás. Sin embargo, no aludió a ello.
Dos días después, Marisa podía levantarse. Los dolores habían desaparecido, pero no así las sombras de melancolía que ocultaba en el fondo de las lindas pupilas.
XIV
Transcurrieron los días. Marisa volvió a hacer su vida normal. Una de aquellas tardes en que intentó pisar la calle se encontró con Javier, quien parecía hallarse allí esperando la salida.
Corrió hacia ella, con las manos extendidas.
—¡Corazón! —exclamó apasionadamente—. Creí que estos días eran años, años interminables... ¿Por qué no me has permitido entrar en tu casa? Sé que don Teo hubiera accedido.
—No lo dudo.
—¿Por qué, entonces, le decías a la doncella que no podía ir?
—No tenía ganas de ver a nadie.
—¡Mala!
El rostro de la muchacha no alteró su rigidez. Sentóse ante el volante. Javier se acomodó a su lado. Y fue en aquel preciso momento cuando Marisa comprendió que la indiferencia que aquel hombre le inspiraba no merecía la pena ni de mencionar, puesto que era infinita, y si había de decir verdad, ya no le interesaba la venganza porque para ella Javier habíalo perdido todo, ¡todo!
—Marisa, he hablado con mis padres de nuestra boda. Cuando tú quieras, visitarán a don Teo.
El auto emprendió raudo la marcha. Las manos de Marisa, sobre el volante, no se crisparon; permanecían, por el contrario, impasibles, frías.
—¿Me has oído, Marisa?
—Sí.
—¿Y qué dices?
—Que no es preciso —le miró rápidamente y después puso toda su atención en la dirección del auto—. ¡No me casaré contigo, Javier!
—¿Qué...? ¿Qué has dicho? ¿Que no te casas conmigo? ¿Te has vuelto loca?
—No. Creo que estoy más cuerda que nunca. Pensaba decírtelo de otra manera, pero ya no me interesa. No me caso contigo porque dejé de quererte aquel día, a bordo del yate... ¿Recuerdas? La desilusión fue tremenda. Tanta o más que la que tú experimentas ahora. Dice bien quien asegura que todo llega en la vida... Aquel día fui yo la desilusionada... ¡Hoy lo eres tú!
El rostro de Javier estaba blanco, rígida la boca, muy abiertos los ojos fulgurantes. Fue él mismo quien frenó el auto, y sin pronunciar palabra saltó a la acera, seguido de Marisa, cuyos ojos expresaban una indiferencia absoluta.
—No quiero entrar ahí —dijo—. Paseemos.
Echaron a andar. Marisa caminaba como un autómata. Javier, a su lado, parecía una sombra.
—Te vas a casar con Arturo, ¿verdad?
—Aún no lo sé. Creo que iré monja.
—¿Te has vuelto loca? —repitió.
La muchacha se encogió de hombros.
—Si he de decirte verdad, quisiera estarlo. Pienso que si no hubiera sucedido nada en el yate entre tú y yo hoy seríamos la pareja más feliz de las tres...
—Aún estamos a tiempo.
—No; ya es muy tarde. De casarme, tú serías el último hombre elegido.
Javier se detuvo. La saeta de sus ojos se clavó en la faz inalterable de su amiga. Había presentido aquel desenlace. No sabría jamás decir por qué, pero lo cierto es que lo presintió. No ignoraba tampoco el daño que le había hecho. No porque lo supiera entonces, sino ahora, ahora, que sabía cómo era el dolor y lo que representaba perder su cariño. No protestó.
Como bien había dicho don Teo, Javier era un muchacha inconsciente quizá, pero nunca malo. Había tomado la vida a la ligera y a la ligera se le negaba. A nadie podía reprocharlo. Ahora recogía el fruto de su desenfadada conducta, de su carácter discordante, voluble y desconcertante...
—Siento que tu venganza se haya realizado de esta manera —dijo dolorido—. Te quiero tanto, Marisa, tanto y de tal manera, que no protesto. Un día supe ganar, hoy tengo que saber perder.
—Quisiera quererte —contestó con nobleza—. Siempre te tuve por un muchacho malo, de temperamento demasiado apasionado para saber con certeza lo que deseaba. Hoy ha cambiado mi modo de pensar.
—¿No tienes que decirme nada más?
—Nada más. Por lo tanto...
—Por lo tanto, me voy. Marisa. Emprenderé un largo viaje. No sé cuándo voy a regresar, sin embargo, quisiera encontrarte casada y con varios hijos. No te hagas monja. Se puede ser buena sin necesidad de sacrificar la juventud, que puede servir de mucho a la Humanidad. Un hombre te necesita, Marisa —dijo tristemente—. Pude ser yo, pero como no supe ganarte, no me queda más recurso que retirarme...
Apretó la mano que la muchacha le tendía y en silencio dio media vuelta y muy lentamente se alejó de la mujer que, sin saberlo, acababa de demostrarle que no basta ser millonario, elegante y viril; algo más existe, y eso lo había olvidado él...
Marisa, con los ojos húmedos, siguió su silueta. Una lágrima se desprendió de sus ojos hasta caer al suelo. Secóse la mejilla de un manotazo y se encaminó al auto. Subió a él y lo puso en marcha, con intención de ir a visitar a Adela.
Había dado muerte a todo el pasado. En su alma no quedaban resquemores ni remordimientos. Elevó los ojos al cielo, y sin abrir los labios, dedicó una fervorosa plegaria a Aquel que le había enseñado a olvidar.
* * *
Por primera vez Javier tembló al pulsar un timbre. Era algo inconcebible en él, que jamás se había sentido débil, ante nada ni ante nadie.
Una doncella le franqueó la entrada. Pidió ver a don Teófilo y lo condujeron a una salita.
Momentos después la figura menuda de don Teo se recortaba en el umbral. Al ver a Javier, los ojillos brillaron y los lentes bailaron sobre la nariz.
—¡Ji, ji! Creí que el señor Monreal se había olvidado de mi existencia —avanzó con las manos extendidas—. Vaya, don Javier, celebro verle por mi morada, que es la suya porque yo se la ofrezco —rio burlonamente.
Javier no estaba para bromas precisamente, pero viendo a don Teo no tuvo más remedio que entreabrir la boca en una media sonrisa. Era el mismo de siempre, con sus ironías, sus risitas socarronas y su nariz aguileña, sobre la que cabalgaban los lentes.
Cogió las manos rugosas y las apretó vigorosamente entre las suyas.
—Vengo a despedirme de usted, don Teo. Hace mucho tiempo que debiera de haber venido, pero...
—Pero no lo has hecho. Bueno, qué le vamos a hacer. Recuerdo que en mi juventud conocí a un viejo que se las daba de filósofo y aseguraba esto: «Cuando una persona amiga se aleja de ti, déjala; es que algo te hizo...».
—¡Don Teo!
—¡Je, je! ¿Dónde has dejado a Marisa? —preguntó, como si no reparara en el sobresalto del joven amigo—. Esta tarde salió de casa y vi cómo la esperabas en la acera.
Siguió un silencio. Don Teo miróle fijamente, como si quisiera escudriñar en aquellos ojos que siempre habían sido audaces, y ahora miraban apagadamente.
—¿No me contestas, Javier?
Este se estremeció. Luego alzó las pupilas y miró tristemente la faz amiga.
—¿Recuerda cuando presumía de experimentado...? Una vez creí que ninguna mujer podía resistirse ante mis requerimientos, y ahora...
—¿Ahora qué?
—He perdido la felicidad por haber estado demasiado poseído de mí mismo.
—Luego, entonces...
—Sí, don Teo; Marisa no se casará conmigo. Lo hará con otro hombre, con uno que supo ganar lo que yo perdí.
Don Teo no pareció sorprenderse. Como bien aseguraba era un perfectísimo psicólogo y no le había sido difícil vislumbrar algo de todo aquello que estaba sucediendo. Bueno, después de todo, no le disgustaba Arturo para marido de su pequeña, y si Javier no había sabido llegar al corazón de la muchacha, tanto peor para él; así aprendería a no desperdiciar las ocasiones.
—Lo siento, Javier —dijo serio—. Cuando os metí en mi yate, inventando una sabrosa patraña, bien pensé que de él saldrían tres bodas. Tú has desertado por cabezota, por haberte engreído demasiado. Creo que en lo sucesivo aprenderás a no desperdiciar el precioso tiempo que Dios nos proporciona.
Cuando Javier se retiró, anunciando que aquella misma noche salía de viaje, don Teo quedó pensativo, un poco contrariado; pero después se encogió de hombros, diciéndose que el mundo era para los listos y que Javier no lo había sido...
EPÍLOGO
Entretanto, Marisa penetraba en el piso de su amiga Adela.
Ade, al verla sintió que se le ensanchaba el corazón, y en vez de correr a su lado, retrocedió.
—Ade —llamó Marisa, cuando la vio alejarse.
—Espera un poquito, Marisa. Ahora mismo estoy contigo.
Penetró en un saloncito. Habló muy bajo con alguien que se hallaba en el interior, y después, radiante y feliz, salió al encuentro de su amiga.
—Querida, cuánto me alegro. ¿Ya estás completamente bien?
—Sí.
Se inclinó hacia ella. Escudriñó su rostro.
—¿Qué tienes? Te tiemblan los labios como cuando estás muy nerviosa. ¿Es que has tenido algún disgusto?
La otra apretó los labios con fuerza. Hizo intención de decir algo, pero calló otra vez.
—No tengas secretos para mí, Marisa. Es la primera vez que ocultas algo. ¿Qué te pasa?
—Acabo de hablar con Javier por última vez.
—¿Y qué?
—Hemos roto para siempre. Creo que mañana mismo me iré a un convento.
—No tienes vocación para ello, Marisa. No puedes tenerla, porque has nacido para ser feliz al lado de un hombre honrado, que te quiera mucho y te dé unos cuantos hijos, a los cuales enseñarás a amar a Dios y respetarle por encima de todo. Esa es tu verdadera vocación.
Marisa retorcióse las manos. Se le notaba nerviosa y excitada. Adela fue hacia ella y la apretó fuertemente entre sus brazos.
—No seas chiquilla. Estás queriendo con toda tu alma y te empeñas en no comprenderlo así.
—Te equivocas. Sí lo creo.
—¿Pues entonces?
—Él me aborrece —murmuró desalentada—. Sé que una vez le parecí un monstruo y ahora... ¡Dios mío, ahora no querrá saber nada de mí!
Por toda respuesta, Ade salió de la habitación.
—¿Adónde vas?
Ade se volvió. Una sonrisa picaresca iluminaba su rostro. Abrió la boca y soltó una carcajada, al tiempo de empujar las maderas y dejar paso a una figura de hombre, fuerte y arrogante, cuyos ojos brillaban con el brillo que delata el amor.
—¡Arturo! —dijeron los labios de la chiquilla, casi sin poder abrirse—. ¿Dónde estabas?
Arturo avanzó lentamente. Sus pupilas rutilaban fogosamente, reflejando todo el amor que los labios aún no se habían atrevido a expresar.
Adela salió, cerrando la puerta. Allí en el saloncito se abraza a su marido, diciendo con un suspiro:
—Ya verás como al fin nuestra querida pequeña encuentra lo que buscaba.
—¿Será tan grande como el nuestro?
—Tanto, sí; más, imposible.
Entretanto, Arturo y Marisa, uno frente a otro, permanecían silenciosos, los ojos en los ojos, las manos unidas y los labios callando todo lo que ya sabían.
—Tu vocación es esta, nena —dijo él, al fin, atrayéndola blandamente hacia su pecho—. La vocación del matrimonio, los hijos, la dulzura del hogar. ¡Marisa!
Ella elevó los ojos y toda la luz que de ellos irradiaba dio de lleno en los del hombre, que parpadeó deslumbrado.
—Vida mía —musitó intensamente—. Nunca pensé que me parecieras un monstruo; es que deseaba hacerte desistir de la venganza, puesto que mi amor te hará olvidar todo el dolor pasado. Te quiero apasionadamente, chiquilla mía; tanto, tanto, que algún día te asustaré...
Después la apretó entre sus brazos y Marisa pensó que estaba en el mismo cielo.
—Nos casaremos en seguida, Marisa. No puedo saber que vas a ser mía y tenerte aquí sin poder gozar de tu cariño. ¡Chiquilla!
Ella, muda, parecía no haber salido de la sorpresa. Cuando lo hizo, ya la boca de Arturo le robaba por primera vez un beso de amor.
Y fue entonces cuando Marisa pareció despertar del letargo. Se abrazó estrechamente contra aquel cuerpo vigoroso, y sus labios se adhirieron con fuerza a la boca viril, con una fuerza poderosa que lo arrollaba todo. Perdió la noción del tiempo y de las cosas. Solo sabía que allí tenía a su amor, y que estaba gozando de él...
—¡Chiquillo mío! —susurró intensamente, cogiendo con sus manos la cara masculina—. Eres el amor y me das un poco de miedo, pero...
—Nos queremos —terminó él con voz bronca, emocionada, porque jamás la había imaginado tal como era. Y la revelación lo dejó deslumbrado.
Apretó la boca sobre aquellos labios turgentes que sabían a flor, y permaneció extasiado, bebiendo avaricioso de aquella fuente que destilaba amor...
Aquella noche don Teo ofreció una gran fiesta, en donde se reunió lo más selecto de la sociedad bilbaína.
Sus lentes de oro bailaron sobre la nariz con más alegría que nunca, mientras contemplaba la felicidad de «sus» tres parejas, las más bonitas y elegantes de todas las allí congregadas.
—¿Qué te parece mi obra, señora doña Filo? —preguntó burlón, propinando un buen codazo a su costilla.
Esta volvió hacia él sus ojillos vivos y contestó emocionada:
—No tengo más remedio que confesar que reconozco tu ingenio.
—¡Menos mal, mujer! ¿No tienes ganas de echar una canita al aire? Yo estoy dispuesto a bailar, si me acompañas.
Y todos los concurrentes abrieron la boca de un palmo viendo a don Teo y doña Filomena bailar alegremente al son de la orquesta. Hiciéronles corro, y fue entonces cuando se fijaron en que nuestros simpáticos viejos bailaban ni más ni menos que un rigodón, cuando en realidad la orquesta interpretaba un vals de los más modernos.
¡Ah, caramba! Don Teo alzó el dedo y la orquesta no tuvo más remedio que interpretar el rigodón que él deseaba, y, señores, aquello resultó cómico. Sin embargo, en todos los ojos había prendido una lágrima de emoción.
Cuando el baile finalizó, ambos ancianos se abrazaron en silencio, estremeciéndose por la emoción que los embargaba.
—Estamos locos, mi señor don Teo —dijo la esposa, con los ojos llenos de lágrimas.
—No, querida. Somos felices porque Dios nos ha premiado con seis hijos...
Y sin él saberlo, también estaba llorando.
Fin
Título original: Destinos de amor
Corín Tellado, 1951