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noviembre 27, 2011
Sin ellas, las casas son sólo casas.
CONDENSADO DEL SUPLEMENTO DOMINICAL DEL "COURlER JOURNAL" (6-VII-1980). ©1980 POR THE COURlER JOURNAL, DE LOUISVILLE, KENTUCKY. ILUSTRACIÓN: ANDREA BARUFFI.Por John Ed PearceEN LAS afueras de la ciudad donde vivo no hay aceras en las calles; ya no se consideran importantes para el buen vivir. Esto es lamentable, porque las aceras son algo placentero.
Las familias se conocen mejor cuando hay aceras. Sin ellas, dar un paseo resulta desagradable; se siente uno casi como un intruso. La persona que camina por la acera parece tener un propósito, pero alguien que camina por la calle o cruza nuestro patio delantero infunde sospechas.Las aceras son divertidas. En ellas los niños pueden andar en triciclo, antes de alcanzar la envidiada madurez de quienes transitan en bicicleta, y son también un buen lugar para el recreo infantil.Cuando era yo joven, las aceras servían de excelentes pistas a patinadores. Veloces, los expertos se deslizaban a grandes zancadas mientras las ruedas de sus patines rechinaban al pasar por las hendeduras del encintado y, de improvi-so, saltaban hacia la calle para nuevamente brincar por el flanco, de vuelta hacia la acera. Regularmente había una franja de césped entre la acera y el encintado, donde los novatos, agitando los brazos para conservar el equilibrio, podían amortiguar su inevitable caída.Las aceras eran también punto de encuentro para los cochecitos de juguete en los que la hermana menor se sentaba, con los ojos saltándosele casi, de miedo y fascinación combinados, mientras su hermano la remolcaba con su bicicleta. Constituían, asimismo, un sitio para lucirse cuando los muchachos pasaban frente a la casa de una muchacha, alzando la voz y empujándose unos a otros, con la esperanza de impresionarla.Las aceras servían también como pizarras de anuncios. De la noche a la mañana, corazones garabateados con tizas aparecían divulgando la nueva: ”JB y RH". No obstante, estos flamantes noviazgos eran tan efímeros como los tulipanes en un soplo de primavera. En una semana, el pobre JB engrosaba las filas de los novios perdedores, en tanto un nuevo corazón proclamaba el siguiente tórrido idilio de RH.En general, los mensajes de las aceras eran inocentes, pero ocasionalmente algún engreído garrapateaba: "Beto es un…", provocando que una ofendida madre corriera con agua y cepillo a borrar el injurioso letrero.Nuestra vieja acera tenía un poste de luz, donde los muchachos, conforme crecían, se reunían por las noches a conversar de deportes y muchachas. A menudo, las propias muchachas paseaban por allí. Y entonces había risas y gritos, y unos y otras caminaban tomados de la mano bajo los árboles.Las aceras daban a las nuevas madres la oportunidad de salir de casa y mostrar su bebé a los vecinos, para obtener su admiración, en un ritual que probaba que la vida seguía su curso normal.La acera representaba algo útil. Tenía un bordillo para sentarse al amparo del primer crepúsculo, en espera de la aparición de las luciérnagas. Tenía además una cuneta que solía llenarse de agua corriente cuando llovía (¡ah, el olor de una acera recién barrida por la lluvia!), y que servía para echar a navegar barcos de papel que, vertiginosos, avanzaban hacia las bostezantes fauces de las alcantarillas.En las calurosas noches veraniegas, metido ya en la cama, uno podía escuchar sobre la acera el eco de las pesadas botas del obrero de ferrocarriles; el lerdo andar del joven que trabajaba por las noches en el cine; el taconeo presuroso de la muchacha que, tras una cita, corría del auto al porche de la casa.Las aceras, en fin, eran un lugar para ver pasar los autos, o jugar al avión, o a la rayuela. Eran un sitio ideal para aguardar, echando una ojeada hacia el fondo de la calle, la familiar silueta de un ser querido que volvía a casa.Sin aceras, las casas son sólo casas. Mas en cuanto las aceras las enlazan con un encintado de concreto, se vuelven parte de algo más: un vecindario.