INEXORABLE SEQUÍA EN EL SAHEL
Publicado en
marzo 05, 2025
Desastre de proporciones horripilantes, la sequía está tendiendo un manto de enorme devastación a todo lo ancho de África. ¿Habrá alguna esperanza de salvación?
Por Claire Sterling.
A LO largo del borde meridional del desierto del Sahara, desde el Atlántico hasta el Nilo, la inmensa faja de tierra conocida con el nombre de el Sahel sufre en estos momentos un desastre de proporciones bíblicas. Tórrida y abrasada por la escasez de lluvias, esta zona no fue nunca muy hospitalaria; pero ahora, tras cinco años de terrible sequía, han muerto ya de hambre unas 100.000 personas y 20 millones de cabezas de ganado, sin que se pueda vislumbrar siquiera el fin de la tragedia.
En todas partes la delgada capa de hierba gruesa y los zarzales están cediendo el campo a la arena estéril. Las dunas invasoras que matan todo ser viviente se forman hasta en las márgenes de los ríos, y durante kilómetros y kilómetros no se ve nada que indique dónde termina el gran Sahara y dónde comienza el Sahel. Los seis países más afectados (Mauritania, Senegal, Malí, Alto Volta, Níger y Chad) se están volviendo poco a poco yermos inhabitables para el hombre.
Arenas movedizas. El Sahel, que se extiende aproximadamente entre los paralelos 14 y 18 de latitud norte, no recibe en promedio, anualmente, más de 58 centímetros de precipitación pluvial (principalmente entre junio y octubre) en las comarcas más meridionales, y esta cantidad disminuye gradualmente hasta casi cero cerca del Sahara. Los 22 millones de habitantes de esta agostada región se dividen en dos grupos: tres cuartas partes viven al sur del límite de las zonas de 35,5 centímetros de precipitación anual; son agricultores que siembran mijo y sorgo al comenzar la estación de lluvias y cosechan al terminar el temporal; al norte, donde las temperaturas suelen elevarse por encima de los 50° C., sólo se dan los resistentes tamariscos y las acacias, pastos de pradera y zarzas. Allí los pastores nómadas de ganado vacuno, de asnos, camellos, ovejas y cabras, deambulan sin cesar en busca de forraje y agua. Siguiendo una tradición centenaria, año tras año emigran hacia el norte durante la estación de lluvias; luego, por acuerdo con los agricultores, se dirigen hacia el sur, donde los ganados comen el rastrojo de los campos cosechados, y a cambio los fertilizan con su abono natural, el estiércol. En el mejor de los casos, estos nómadas llevan una existencia precaria.
Sin embargo, de 1968 a la fecha empezaron a faltar las lluvias veraniegas. Durante cuatro años las fincas del sur recibieron menos de la mitad de las lluvias normales, y los pastos del norte casi nada. Los nómadas, desesperados, empezaron a arriar sus hatos hacia el sur; al hacerlo irreflexiblemente, competían por los pocos prados verdes que aún quedaban. Sembraban una y otra vez, pero las plantas perecían bajo las tormentas de arena. Los víveres escasearon, y los gobiernos, demasiado pobres para comprar abastecimientos de urgencia, esperaron en vano a que lloviera de nuevo. Cuando por fin se decidieron a pedir auxilios internacionales, en 1973, era ya trágicamente tarde.*
No hay estadísticas fidedignas para precisar la cuantía de las pérdidas de vidas ni para saber cuánta tierra ha quedado ya convertida en desierto. En Mauritania, el país más castigado de los Estados sahelianos, virtualmente no se ha recogido ninguna cosecha durante dos años, excepto en el valle del río Senegal. "La nación está reducida a la mendicidad", confiesa tristemente un gobernador regional. "El 80 por ciento de nuestra población quedó en la ruina". Chad informa que la mitad de su enorme territorio está cubierto de arena, y los ecólogos hablan de regiones donde el desierto avanza varios kilómetros al año. El Sahel va hacia un colapso total. Algunos observadores opinan que un año más de sequía significaría la ruina total y definitiva.
En el desierto. Pasé seis semanas en la zona occidental del Sahel el otoño del año pasado, y en todos los puntos que visité, desde la costa occidental de Mauritania y Senegal, tierra adentro hacia Malí, Alto Volta y Níger, había indicios claros del desastre. Al segundo día de viaje dejé de contar los esqueletos de animales esparcidos a la orilla del camino, los árboles muertos y moribundos arqueados en hectáreas y más hectáreas de matorrales yermos. En Niamey, capital de Níger, vi orgullosos tuaregs que habían andado 1100 kilómetros desde Timbuctú en busca de alimento y que enterraron uno tras otro a sus familiares muertos en el trayecto.
Pasé por docenas de aldeas abandonadas. En los caseríos todavía habitados, los labriegos me contaron que habían tenido que comerse todo el grano de mijo que guardaban para semilla, y por tanto no habían podido sembrar. Las tiendas de refugiados nómadas, que a veces no son sino cobertizos de paja, se hacinan en torno a estas aldeas, y las ocupan principalmente mujeres y niños, porque los hombres han perecido al tratar de salvar sus animales. Los rebaños significaban carne y leche para el nómada, animales de carga, cueros para hacer tiendas y lana para vestirse, el precio de una esposa y la herencia de los hijos. Ahora hasta el 90 por ciento de estos rebaños han desaparecido.
Cuando llegué a Malí septentrional el gobierno militar había prohibido la entrada a los trabajadores extranjeros que iban a auxiliar, y a los visitantes de los campamentos de refugiados; pero oí hablar de niños que viven solos en la mayor miseria, y de una tienda donde siete chiquillos estuvieron sentados en cuclillas varios días alrededor del cadáver de su madre, esperando que "despertara". La miseria que presencié fuera de los campamentos era impresionante. En Gao, unos nómadas apáticos permanecían sentados en las calles barridas por la arena, con la cabeza en las rpdillas, demasiado débiles para estirar la mano y pedir limosna. Nunca olvidaré a un niño de tres años que vi en el modesto hospital de esa población: su cuerpecito se había encogido al tamaño de un recién nacido. "Morirá esta noche", me confió la monja enfermera mientras pasaba a otra cama: "Sólo podemos salvar a los que tienen esperanza de vivir".
Para mitigar tan terrible sufrimiento humano, los Estados donantes enviaron allí el año pasado 625.000 toneladas de cereales. Pero el transporte de estos auxilios tierra adentro presentó dificultades insospechables. Mauritania, por ejemplo, tiene menos de 150 kilómetros de carreteras pavimentadas en su territorio de algo más de un millón de kilómetros cuadrados, mientras que Malí y el, Alto Volta son los únicos Estados mediterráneos del Sahel que cuentan con comunicación ferroviaria hacia la costa. Decenas de millares de sahelianos perecieron cuando iban en busca de alivio, y muchos más habrían muerto de no haberse organizado un puente aéreo para arrojar desde el aire alimentos en lugares donde la muerte estaba apenas a días u horas de distancia. Los pilotos de los aviones Hércules demostraron un valor extraordinario al aterrizar en pistas minúsculas.
La tragedia dista mucho de haber terminado. Las lluvias del verano de 1973 fueron casi en todas partes más escasas aun que las de los cuatro años anteriores. Se estima que las cantidades adicionales de cereales de urgencia necesarios para sostener a los habitantes del Sahel hasta la cosecha del próximo octubre (si es que hay cosecha) llegan a casi un millón de toneladas. A mediados de marzo se habían ofrecido 700.000 toneladas para los damnificados.
Ilusiones mortales. Era raro el individuo, entre los centenares con quienes hablé en el Sahel, que veía algo más que una ciega fatalidad en la terrible catástrofe que ha azotado a la región. Pero lo más grave de esta situación es la ceguera del hombre mismo. Los sahelianos no advierten haber cometido ningún error. Es cierto que, en una tierra donde han sido constantes las sequías periódicas durante muchos siglos, la frugalidad del pueblo es ejemplar. Observé mujeres que andaban kilómetros bajo un sol calcinante para recoger las espinosas bolas de cram-cram, especie de avena silvestre. Vi matas de mijo sembradas en diminutas parcelas de suelo vegetal protegidas de la arena con cortinas de esteras de paja; regaban las débiles matitas una por una los hombres que llevaban en el cuenco de las manos agua de una charca poco profunda.
No obstante, esta gente administra mal sus precarios recursos. Una manera tradicional de desperdiciarlos es la práctica de quemar el monte bajo durante la época de sequía, para obligar a salir a las ratas comestibles del desierto; con ello, el suelo se empobrece. Otra práctica antieconómica consiste en cortar las ramas de las acacias para complementar la alimentación de los animales, o talar los árboles para hacer leña. Ahora bien, las acacias constituyen la mejor cortina rompevientos, sus hojas forman un rico humus y sus raíces, que se extienden hasta diez metros en todas direcciones, fijan el terreno y captan el agua llovediza. Privado de la humedad que exhalan los árboles, el aire se reseca, ya no atrae las nubes, y el viento barre el suelo con cegadoras tormentas de arena. La tierra desnuda se endurece como el hierro y es imposible de trabajar para una gente que sólo dispone de aperos primitivos en un terreno impermeable a las lluvias (cuando llueve).
Por irónico que parezca, tanto debajo del Sahara como del Sahel hay grandes depósitos de agua. Extensos lagos subterráneos se encuentran a 300 y más metros de profundidad en toda la región. A solicitud de los gobiernos sahelianos, que creen que la única salvación está en obtener más agua, varios gobiernos extranjeros han prestado ayuda técnica, y desde hace años se está sacando agua con artefactos mecánicos. Hoy el Sahel está tachonado de millares de pozos profundos. El agua surge en tal abundancia que en uno de ellos pueden abrevar a un tiempo 10.000 cabezas de ganado. Y sin embargo, lo paradójico es que estos pozos, más que nada, han apresurado el avance en masa del mayor desierto del mundo.
Ilusionados con la promesa de agua abundante, los nómadas se olvidaron de la tremenda escasez de pastos del Sahel. Olvidaron los centenarios acuerdos tribales que asignaban un número determinado de cabezas de ganado para pastar durante un tiempo también determinado en un terreno previamente asignado. Los rebaños se multiplicaron en forma caótica, convergieron en los nuevos pozos desde centenares de kilómetros a la redonda y arrasaron de tal modo las tierras circundantes pisoteándolas y devorando los pastos, que cada pozo se convirtió rápidamente en el centro de su propio y pequeño desierto de 30 a 60 kilómetros de lado. Una vez que los animales habían bebido cuanto querían, no tenían adonde regresar a pastar, sencillamente porque ya no había pastos. En vez de morir de sed, perecían de hambre.
La solución. En su conferencia sobre la sequía, en septiembre del año pasado, los seis países más gravemente afectados del África Occidental precisaron sus necesidades financieras para emprender la recuperación: unos mil millones de dólares, o sea el doble de lo que están recibiendo en la actualidad. Además de las compras de granos, pidieron 200 millones para iniciar proyectos de desarrollo hidráulico, buena parte de los cuales se gastará en más pozos; otros muchos millones para reponer los rebaños, que ninguno de estos países se propone regular seriamente, y sólo 26 millones de dólares para la reforestación, apenas lo bastante para rehabilitar 20.000 hectáreas. Y sin embargo, el desierto se podría detener y las pérdidas de futuras sequías se podrían minimizar utilizando racionalmente el dinero destinado al Sahel.
Es verdad que los países damnificados necesitan víveres y asistencia sanitaria, pero lo que más les urge es un plan de administración de los pastos, plantación de árboles y forraje y administración sensata del agua, además de valor civil para realizar el plan. Con los debidos reguladores, el Sahel podría producir suficiente ganado en pie para alimentar a la mitad de la hambrienta África.
El método más ingenioso y eficaz para utilizar estas tierras fue el que inventaron los antepasados de los nómadas. Si volvieran a sus prácticas de pastoreo tradicionales y delicadamente equilibradas, y las combinaran con técnicas modernas de administración de las praderas, los resultados serían excelentes. Los nómadas seguirían emigrando al ritmo de las estaciones, como siempre lo han hecho, pero sus rebaños serían más pequeños y estarían mejor alimentados y cuidados. El agua, bien de cisternas o bien de pozos profundos, se racionaría para servir únicamente al ganado que pudiera pacer cerca de las fuentes. Y se volverían a sembrar millones de árboles.
Es indudable que sólo los políticos valerosos tratarían de imponer a los nómadas la limitación de sus rebaños, pero es preciso hacerlo si quieren sobrevivir. Y si las naciones donantes no desean seguir subsidiando al Sahel durante todo el resto del siglo, ellas también tienen que prever los acontecimientos. Deben en lo futuro destinar la ayuda económica a metas concretas, como la reforestación. Y no se deberían destinar más fondos para perforar nuevos pozos profundos, a menos que sea parte del proyecto el pastoreo regulado.
Cuando se les consulta, los nómadas invariablemente están de acuerdo en que su estilo de vida actual no puede continuar. "Dennos algo distinto que hacer y lo haremos", me confió una viuda tuareg maravillosamente decidida, mientras tomábamos la ritual taza de infusión de yerbabuena en su tienda de refugiada, en Niamey. Que se les ofrezca esa oportunidad o se les niegue, dependerá del valor civil de sus gobiernos y de la insistencia de sus amigos extranjeros.
*Etiopía, situada en la zona oriental de Africa, está entre las mismas latitudes que el Sahel y también ha sufrido mucho por las sequías y el hambre. Allí el gobierno esperó igualmente hasta 1973 para dar la alarma, y se calcula que ya han perecido 100.000 personas.
CONDENSADO DE "THE ATLANTIC MONTHLY" (MAYO DE 1974), © 1974 POR THE ATLANTIC MONTHLY CO., 8 ARLINGTON ST., BOSTON, MASS. 02116.