EL JOVEN QUE HIZO REIR A LA PRINCESA (Peter Christen Asbjornsen)
Publicado en
marzo 08, 2025
Cuento danés, seleccionado y presentado por Ulf Diederichs. Tomado de la recopilación hecha por Peter Christen Asbjornsen.
Érase una vez un rey que tenía una hija más alegre que un rayo de sol. Se pasaba todo el día bailando y cantando. Todo el mundo la quería, pero el que más la amaba era el rey. Se preocupaba tanto de ella como de la niña de sus ojos.
Pero un día, mientras caminaba sola por el bosque, se encontró a una trol que le dijo:
—¿Quieres ver el mundo tal como es realmente? Sí, la muchacha no tuvo nada que objetar.
—Entonces ponte estas gafas —dijo la mujer.
La muchacha así lo hizo, pues las mujeres de todo el mundo eran antes igual de curiosas que las de hoy en día.
De haberse imaginado lo que iba a pasar, probablemente jamás se habría puesto las gafas, pues, al ponérselas, pudo ver todas las penas de este mundo y, en verdad, no eran pocas. Había envidia y celos, codicia y arrogancia. Vio que los hombres se mataban entre si, que había padres que asesinaban a sus hijos, que había hijos que mataban a palos a sus padres. Y había guerras y todo tipo de miserias, de tal forma que pensó que había ido a parar al infierno. Exactamente lo mismo ocurría en los bosques, en los campos y en el mar: los animales se cazaban unos a otros, se comían unos a otros, y en todo el mundo reinaba una lucha a vida o muerte. Cuando la muchacha se quitó las gafas, ya no fue capaz de ver nada hermoso.
Al regresar a su casa, el rey y toda su corte creyeron que estaba mortalmente enferma. Ella no quiso decir nada de lo que había visto. Buscaron para ella médicos y hombres y mujeres sabios, pero no consiguieron nada.
Entonces el rey hizo saber que se la concedería por esposa y le daría además la mitad de su reino a aquel que pudiera volver a hacerla reír. No faltó gente que lo intentara, pero nadie fue capaz de conseguir siquiera que contrajera un poco los labios.
A las afueras de la ciudad había una choza en la que vivía un pobre leñador. Había heredado la cabaña de sus padres y se pasaba todo el año talando madera en el bosque y fabricando carbón. Con eso se mantenía a flote. Era un poco taciturno, porque siempre estaba solo, pero por lo demás era un buen hombre.
Un día fue al bosque a talar madera para hacer carbón y vio allí a una maravillosa mujer. Hacia ella, sin embargo, avanzaba una gran serpiente que tenía unas fauces tan grandes que podía devorar a la mujer sin ninguna dificultad. La mujer estaba tan asustada que era completamente incapaz de dar un paso. El muchacho cogió el hacha, se la tiró a la serpiente y se la clavó en la boca, y el animal se desmoronó igual que si fuera una piel de serpiente curtida. Entonces el muchacho comprendió que era una serpiente trol, pues éstas ceden ante el acero. Sea como fuere, el caso es que la mujer dijo:
—Muchísimas gracias por haberme librado de este horrible trol. Puedes pedirme lo que quieras y te será concedido.
—Vaya, muy agradecido —dijo el muchacho—, pero tengo un techo sobre mi cabeza y todo lo que necesito.
—Como tú quieras, pero si alguna vez necesitaras algo, acuérdate de mí. Ella se dio la vuelta y desapareció. Cuando el muchacho la siguió con la mirada, vio que tenía la espalda hueca como una amasadera. Antes de anochecer, el joven solía ir a por ramas, las ataba con una cuerda y se las cargaba a la espalda; luego iba por la ciudad, se compraba un pequeño pan de centeno y un trozo de carne: ésa era su comida diaria. Pero aquella tarde, cuando ya tenía atado el haz de leña, se sentó a horcajadas sobre él para descansar. Y sin pensárselo dijo:
—Estoy tan cansado que desearía que el haz me llevara a casa.
Apenas había acabado de decirlo, cuando el haz empezó a moverse con él encima igual que si fuera un torbellino. El camino pasaba justo por delante del palacio. La princesa y todas sus doncellas estaban en un balcón, y no todos los días se ve pasar por delante a un hermoso joven montado en un haz de leña.
La princesa, al verlo, se olvidó del mundo entero y empezó a reírse de tal forma que incluso parecía poco decoroso. En ese momento el rey estaba acostado descansando, y se despertó sobresaltado. Toda la corte salió corriendo al balcón a comprobar qué había visto la princesa. Cuando se dieron cuenta de que se estaba riendo, empezaron a bailar igual que si se hubieran vuelto locos de contento.
Una vez que todos se tranquilizaron, la princesa les contó lo que había visto. El rey dijo:
—Mañana le buscaremos, y tú y la mitad del reino seréis suyos.
El joven, que no se había enterado de nada, preparó un buen fuego en el hogar, colocó la sartén sobre él y se cortó unos buenos trozos de carne que, cuando chisporroteaban en la sartén, a él le sonaron a música celestial. Como se puede comprender, estaba hambriento, pues no había comido nada desde por la mañana temprano. Se cortó un trozo de pan y lo untó de manteca de cerdo. Luego abrió una trampilla que había en el suelo, bajó y cogió una jarra de cerveza de enebro. Con esto, dio por concluida su cena. Ya cenado, se acostó y durmió sin ninguna preocupación.
Al día siguiente, por la mañana temprano, llegó un mensajero del rey y le dijo que la princesa deseaba hablar con él. Él le pidió que dijera a la princesa que, si quería algo de él, fuese ella a verle, pero que fuera sola, pues de ninguna manera quería tener a tanta gente a su alrededor. El mensajero se fue con el mensaje, y a la princesa no le quedó más remedio que ir. Cuando cruzó la puerta y entró en la cabaña, se dio cuenta de que el joven le gustaba mucho. Y, para ser sinceros, hay que reconocer que también a éste le brillaron los ojos. Ella le dijo:
—¿Eres tú el que iba cabalgando ayer en un haz de leña?
—Podría ser —dijo el joven, y se le puso la cara como un tomate, hasta los lóbulos de las orejas.
Pues sí; entonces ella se lo contó todo: que llevaba mucho tiempo sin poderse reír y que el rey había prometido que quien consiguiera hacerla reír se quedaría con ella y con la mitad del reino.
—Ahora debo preguntarte si quieres quedarte conmigo.
—Sí, sí que quiero —dijo el joven—. Yo nunca he mirado mucho a las mujeres, pero en cuanto te he visto me has gustado. Ahora debo preguntarte yo si me aceptas tal como soy, si quieres vivir conmigo en la cabaña y comer lo que yo como.
Oh, la princesa dijo que sí, que por ella no había ningún problema, pero que no sabía qué le parecería al rey, aunque se temía lo peor. La princesa quería encontrar alguna solución, pues le había gustado tanto aquel joven que no quería perderlo por nada del mundo.
Así pues, la princesa volvió a casa a hablar con el rey. Con el joven fue imposible hacer nada hasta que volvió un poco en sí. Entonces oyó una voz en la pared que decía:
—Como tú quieras, como tú quieras.
Inmediatamente se acordó de la mujer del bosque y de los deseos. Ahora sabía que la princesa le quería y que estaba dispuesto a irse con él tal como él era y viviera como viviera. Entonces deseó tener un pequeño y hermoso palacio e ir vestido y provisto como correspondía. Su deseo se cumplió instantáneamente.
Cuando la princesa llegó a casa y le contó al rey lo que había dicho el joven, el rey pensó que aquello era lo peor que había oído jamás. No obstante, no podía hacer nada, pues había dado su palabra.
—Pero ahora quiero ir contigo y hablar personalmente con él; tengo que oír eso con mis propios oídos —dijo.
La princesa fue con él; estaba tan lozana como la luna nueva en invierno, pues ahora llevaba el amor metido en todo el cuerpo, y ya se sabe lo que pasa en estos casos.
Cuando llegaron al lugar en que vivía el joven, no pudieron encontrar la cabaña. La princesa se imaginaba lo que había ocurrido y dijo al rey:
—Vayamos a ese palacio y allí nos enteraremos. Y en la misma entrada vieron a un príncipe tan elegante que había que buscar mucho para encontrar otro igual. La princesa lo reconoció inmediatamente, se abrazaron y se besaron ante los propios ojos del rey, pues el joven había perdido ya su timidez. El rey se sorprendió tanto que casi se desmaya. Pero en cuanto le contaron lo que había ocurrido, le entró tal alegría que difícilmente podría haberse alegrado más. Algo después celebraron la boda, todos se alegraron mucho y la muchacha se olvidó de todo lo feo y lo malo que había visto a través de las gafas. Vivieron felices y contentos y, como no he oído que hayan muerto, así seguirán viviendo.
Fin