LAURENCE Y ANTONIO (Marqués de Sade)
Publicado en
noviembre 19, 2024
Novela italiana.
El desastre de la batalla de Pavía, el espantoso y astuto carácter de Fernando, la superioridad de Carlos Quinto, el extraño crédito de esos famosos mercaderes de lana, listos a compartir el trono de Francia, y ya instalados en el de la Iglesia, la situación de Florencia, ubicada en el centro de Italia como para dominarla; todas estas causas reunidas tornaban sumamente codiciable el cetro de esa ciudad, destinándolo sin duda a aquel de los príncipes de Europa que brillara con mayor esplendor. Carlos Quinto, que así lo comprendía y debió perseguir tales objetivos, tal vez cometió un error al postergar a Don Felipe que necesitaba tanto de ese trono para mantener sus posesiones en Italia, dando la preferencia a una de sus bastardas a quien casó con Alejandro de Médicis. Teniéndolo todo en sus manos para hacer de su hijo el Duque de Toscana, ¿cómo pudo contentarse con dar tan sólo una princesa a esta hermosa provincia?
Pero ni estos acontecimientos, ni la importancia que Carlos Quinto concedía a los florentinos, lograron deslumbrar a los Strozzi. Poderosos rivales de su príncipe, no perdían la esperanza de derrocar tarde o temprano a los Médicis de un trono, del que se creían más dignos, y al que pretendían desde tiempo atrás.
En efecto, ninguna casa Toscana tenía mayor rango que la de los Strozzi... que, de haber observado mejor conducta, pronto hubiese poseído el codiciado cetro de Florencia.
En momentos en que esta familia gozaba de su mayor esplendor, cuando la más grande prosperidad reinaba a su alrededor, Charles Strozzi, hermano de quien mantenía el prestigio del apellido, con menos interés en los asuntos de Estado que en sus fogosas pasiones, aprovechaba la inmensa fama de su familia para satisfacerlas con mayor impunidad.
Al alentar los deseos de un alma mal nacida, es muy raro que los medios con que cuenta la grandeza no se conviertan pronto en instrumentos del crimen. ¿Qué es lo que no hará el feliz malvado a quien su nacimiento coloca por encima de las leyes, cuyos principios ofenden al Cielo, y que todo lo puede gracias a sus riquezas?
Charles Strozzi era uno de estos peligrosos hombres, para quienes todo es poco con tal de lograr lo que desean; tenía cuarenta y cinco anos, edad en que los crímenes ya no son producto de una sangre ardiente, sino razonados, premeditados cuidadosamente, y cometidos con menos remordimientos. Acababa de perder a su segunda mujer, y puesto que la primera había muerto victima de los malos tratos de este hombre, en Florencia se creía, casi con certeza, que la segunda había corrido igual suerte.
Poco vivió Charles con esta segunda esposa, mas de la primera tenía un hijo, de veinte años de edad, cuyas excelentes cualidades compensaban a la familia de los errores cometidos por su segundón y consolaban a Louis Strozzi, el primogénito, que luchaba contra los Médicis, por no haber contraído matrimonio ni tenido hijos. Todas las esperanzas de esta ilustre familia estaban puestas, pues, en el joven Antonio, hijo de Charles y sobrino de Louis. Se lo miraba habitualmente como al futuro heredero de la fortuna y la fama de los Strozzi, y hasta como a quien podría reinar en Florencia si el inconstante Destino negaba algún día sus favores a los Médicis. Se comprenderá fácilmente cuanto se amaba a este joven y que cuidados se tomaban en su educación.
Era imposible que Antonio respondiera en mejor forma a estas esperanzas. Vivaz, agudo, pleno de espiritualidad e inteligencia, sin más defectos que un candor, y buena fe algo excesivos, feliz error de las almas nobles; muy instruido para su edad, de agradable figura, en absoluto corrompido por los malos ejemplos y peligrosos consejos de su padre, ansioso de inmortalizarse, admirador entusiasta de la gloria y el honor, humano, prudente, generoso, sensible, Antonio, como se ve, tenía que gozar, bajo múltiples aspectos, de la estima general; y si alguna preocupación sentía su tío con respecto a él, era al ver a un joven colmado de virtudes bajo la dirección de semejante padre; ya que Louis, siempre en los campos de batalla, acuciado por su ambición, apenas podía ocuparse de su valioso sobrino y, a pesar de los peligros, lo había dejado educarse en casa de Charles.
Aunque resulte difícil creerlo el carácter malvado y celoso de este mal padre no dejaba de ver sin una sombra de envidia tantas bellas cualidades en Antonio y, temiendo verse eclipsado por él tarde o temprano, en vez de fomentar sus condiciones, trataba de debilitar su carácter. Afortunadamente esos propósitos no lograron su objetivo, ya que el buen natural de Antonio lo protegió contra las seducciones de Charles; supo reconocer y detestar los crímenes de su padre, sin dejar por ello de amar a quien tales vicios mancillaban; mas su exceso de confianza hizo que, a veces, ese hombre a quien debía querer y menospreciar a la vez, lograra engañarle. A menudo el corazón puede más que la cabeza, y los malos consejos de un padre tan peligroso logran seducir el sentimiento dominando a la razón, apoderándose al mismo tiempo de todas las cualidades del alma y corrompiendo a quien sólo cree amar y obedecer.
"Hijo mío, decía un día Charles a Antonio, la verdadera dicha no está donde tú crees; ¿qué esperáis de ese vano fulgor de las armas a donde vuestro tío quiere llevaros? El respeto que se adquiere mediante la gloria se asemeja al fuego fatuo que engaña al caminante; seduce la imaginación mas no procura la menor voluptuosidad a los sentidos; sois bastante rico, hijo mío, como Para prescindir del trono; dejad a los Médicis el peso agobiador del imperio; siempre el segundo, en un Estado, es más dichoso que el primero; pocas veces los mirtos del amor crecen bajo los laureles de Marte. Una caricia de Cypris vale mil veces más que todas las palmas de Belona, y no es en los campos de batalla donde nos sentimos dominados por la voluptuosidad; el ruido de las armas la hace huir; el celo y el valor, fanáticas virtudes de los hombres salvajes, endurecen nuestras almas contra las seducciones del placer, le quitan esa deliciosa blandura que nos permite gustarlo; cuando se sigue la carrera de los bárbaros uno se inscribe en los fastos que nadie leerá jamás; se huye de las rosas del templo de Citera, prefiriendo el de la inmortalidad donde sólo se cogen espinas. Vuestra fortuna es mayor que la de cualquier ciudadano; os rodearán todos los placeres y su elección será el único estudio que tendréis que hacer. ¿Renunciaríais a tantas cosas bellas por los sinsabores de un cetro? ¿Tendréis una hora de esparcimiento en medio de las preocupaciones de la administración? ¿Acaso nacemos para otra cosa que el placer? ¡Ah, querido Antonio, debes creerme! La púrpura está lejos de los encantos que se le atribuyen; cuando se quiere conservar su esplendor, se pierden, al intentarlo, los mejores momentos de la vida; si no nos preocupamos por mantenerlo, pronto lo empañan los envidiosos y sus manos nos quitan un cetro que las nuestras ya no saben sostener; así, siempre luchando entre el fastidio de reinar y el temor de ya no ser dignos de ello llegamos al borde de la tumba sin conocer el placer; entonces, nuestro último súbdito es la noche oscura que nos envuelve y comprendemos que para sobrevivir lo hemos sacrificado todo sin lograrlo, y que en ella nos sumimos presa del terrible remordimiento de haber perdido nuestra vida en pos de una ilusión.
"Además, ¿qué representa ere frágil imperio que pretendes, hijo mío? ¿Podrán los tiranos de Florencia desempeñar un papel en Italia cuando no cuenten con más energía que la suya propia? Mira rápidamente lo que ocurre en la Europa actual, los intereses de sus reyes, los rivales que nos rodean; un altivo príncipe aspira a ser el monarca del universo... los demás se opondrán. En tal caso, tendrá que ser Florencia el primer objetivo de sus planes. Tanto ese príncipe ambicioso como sus competidores tendrán que encadenar a Italia desde las riberas del Arno. Florencia será, pues, el centro de la guerra; su trono el templo de la discordia. Francisco I se recuperara del desastre de Pavía; una batalla perdida no cuenta para los franceses; volverá a entrar en Italia, y lo hará con tantas tropas que los Sforza ya no podrán pensar en disputarle el Milanesado; será el dueño de Florencia... Carlos Quinto lo enfrentará, comprendiendo el error cometido al no asegurar este trono a Don Felipe; hará todo para conquistarlo; ¿qué podemos nosotros contra intereses tan enormes? ¿EI Papa?... Siendo él mismo un Médicis, sus negociaciones, más peligrosas que las armas, sólo buscarán restablecer a su familia en Florencia, sometiéndola al más fuerte... Venecia, cuya prudente política tiende solamente a mantener el equilibrio en Italia, no soportará en la Toscana a pequeños monarcas que, siempre pesando en la balanza pero sin inclinarla hacia uno a otro lado, trabajan únicamente en su propio beneficio. Todo, hijo mío, todo nos granjeará enemigos, surgirán por doquier, sin que aliado alguno acuda a socorrernos; arruinaremos nuestra fortuna, hundiremos nuestra casa para encontrarnos con que un día seremos los más débiles, los menos opulentos de Florencia... Abandona, pues, tus quimeras, lo repito, y traslada tus deseos a objetivos de más fácil y grata posesión; corre a olvidar en los brazos del placer la loca ambición de tus grandiosos proyectos."
Pero ni estos ni otros mas peligrosos discursos, puesto que atentaban contra las costumbres o la religión, lograron corromper a Antonio; bromeaba acerca de los sentimientos de su padre, rogándole que le permitiera disentir con los mismos, asegurándole que si algún día subía al trono, sabría mantenerse en él con tanta inteligencia como prudencia y que la fama que él daría a la corona sería mayor que la que ella le procurara. Entonces Charles empleaba otros métodos para empañar esas virtudes que lo deslumbraban; trataba de tentar los sentidos de Antonio, lo rodeaba de todo aquello que creía más capaz de seducirle; lo conducía con su propia mano a un mar de voluptuosidades, alentándolo al desorden por medio de lecciones y de ejemplos. Antonio, joven y crédulo, cedía un momento por debilidad, pero pronto la gloria reanimaba su espíritu orgulloso, en cuanto se calmaban sus pasiones y volvía a ser dueño de si mismo y, huyendo horrorizado de la sujeción de la molicie, tornaba a luchar junto a Louis.
Un motivo más poderoso aún que la ambición mantenía en el alma de Antonio la observación de las costumbres y el gusto de las virtudes ¡Quién ignora los milagros del amor!
El interés de los Pazzi coincidía con los sentimientos de Antonio hacia la heredera de esa familia, igualmente rival de los Médicis; y tanto para dar mayor fuerza al partido de los Strozzi como para vencer más fácilmente a los enemigos comunes, nada más conveniente que conceder a Antonio la mano de Laurence, la joven heredera que amaba a Antonio desde su más tierna infancia y a quien él adoraba desde que su joven corazón se dejara oír por vez primera. Si había que acudir al combate, Antonio recibía las armas de manos de Laurence; y esas mismas manos lo cubrían de laureles cuando había sabido merecerlos; una sola palabra de Laurence enardecía a Antonio; por ella hubiese conquistado la corona del mundo, depositándola a sus plantas con el sentimiento de no ofrecerle nada.
Como única heredera de todos los bienes de los Pazzi, ¡cuántos nuevos títulos conquistaban los Strozzi mediante esta alianza! Se decidió pues concertarla. Poco tiempo después, la bella joven, que sólo tenía trece anos, perdió a su padre, y como su madre había muerto hacia mucho, y Louis, siempre en el ejército, no podía encargarse de esta preciada sobrina, no se halló nada mejor que concluir su educación en el palacio de Charles donde, más cerca de su futuro esposo, podría adquirir los conocimientos y virtudes que agradaran al que compartiría su destino y mantener vivos en su corazón los sentimientos de amor y de gloria que había alimentado hasta el presente.
Por lo tanto la heredera de los Pazzi es llevada, inmediatamente, a casa de su futuro suegro, y allí, viéndose a diario con Antonio, se entrega más de lo que lo había hecho hasta el momento, a los deliciosos sentimientos que los encantos del joven guerrero despertaran en su corazón.
Mas deben separarse. Marte llama a su preferido; Antonio parte al combate; aún no se ha cubierto de bastantes laureles para ser digno de Laurence; aspira a estar en alas de la Gloria cuando Himeneo lo corone; Laurence, por su parte, es demasiada niña para plegarse aún a las leyes de este dios; por el momento, pues, todo debe esperar.
Pero por grande que sea la ambición de Antonio no puede partir sin gran congoja y Laurence ve alejarse a su amado derramando amargas lágrimas.
—¡Oh, dueña adorada de mi corazón!, exclama Antonio en ese instante fatal. ¿Por qué otra necesidad que la de agradaros me quita la dicha de perteneceros? Ese corazón, sobre el que aspiro a reinar mucho más que sobre ningún pueblo ¿me acompañará, al menos, en la batalla? ¿Os compadeceréis de vuestro amado si, mientras lucha por vos, imprevisibles contrastes retrasan por un momento su victoria?
—Antonio, responde Laurence con modestia, fijando sus bellos ojos llenos de lágrimas en el objeto de su amor, ¿podríais dudar de un corazón que ha de perteneceros para siempre?... Si me llevaseis tras vuestras huellas, siempre bajo vuestra mirada o combatiendo junto a vos, probándoos si soy digna de mereceros, yo encendería mejor la antorcha de la gloria que ha de guiar vuestros pasos. ¡Ay, Antonio, no nos separemos! ¡Os lo suplico! La dicha sólo existe para mí allí donde estáis vos.
Antonio cae a los pies de su amada y osa mojar con sus lágrimas las bellas manos que cubre de besos
—¡No!, dice a Laurence. No, mi alma; quedaos junto a mi padre; mis deberes, vuestra edad, así lo exigen... es menester; mas amadme, Laurence, juradme, como si ya estuviésemos ante el altar, esa fidelidad que me hará dichoso, y mi corazón más tranquilo, obedeciendo únicamente al deber, me impulsará a acudir a su llamado, con algo menos de dolor.
—¿Qué juramento queréis que os haga? ¿No los leéis a todos en esta alma que sólo se apasiona por vos?... Antonio, si un pensamiento extraño la ocupara por un instante, desterradme para siempre de vuestra vida y que nunca Laurence sea vuestra esposa.
—Esas halagüeñas palabras me tranquilizan; creo en ellas, Laurence, y parto con menor temor.
—Id, Strozzi, id al combate. Partid, ya que es menester que así se haga, a buscar otros halagos que los que os prepara mi ternura; mas sabed que todos los goces con que la gloria embriagará vuestra alma, nunca la halagarán tanto como halaga a la mía la esperanza de ser pronto digna de vos; y si es verdad que me amáis, Antonio, no desafiéis inútilmente al peligro; pensad que es mi vida la que exponéis en el combate, y que si tuviese la desgracia de perderos no os sobreviviría ni un instante.
—¡Pues, bien! Cuidaré de esa sangre que arde de pasión por vos; inflamado tanto por el amor como por la gloria, renunciaría a ésta antes que inmolar este amor que me da la vida y la felicidad.
Y viendo llorar a su amada:
—Cálmate, Laurence, cálmate. Volveré fiel y triunfante, y los besos de tu boca de rosa recompensarán tanto al amante como al vencedor.
Antonio se aleja, y Laurence se desvanece en brazos de sus damas; cree, en su delirio, percibir aun las cariñosas palabras que apenas un momento antes la colmaban de dicha..., extiende sus brazos, sólo estrecha en ellos a una sombra, y vuelve a caer presa del más violento acceso de dolor.
Conociendo el alma de Charles Strozzi, sus principios y pasiones, es fácil darse cuenta que ni bien quedó solo a cargo de la joven beldad que tan imprudentemente dejaran en sus manos, concibió el bárbaro proyecto de quitársela a su hijo.
¡Ah, en efecto! ¿Quién podía ver a Laurence sin adorarla? ¿Qué ser habría resistido al fuego de sus grandes ojos negros, en los que la voluptuosidad hizo su templo?... Ven en mi ayuda, hijo de Venus, préstame tu antorcha, para describir, si puedo, con sus rayos ardientes, la seducción y el hechizo que pusiste en ella; concédeme las inflexiones que necesito para dar una idea del poder de los encantos que la adornan; ¿podría yo pintar, sin tu auxilio, su fino y esbelto talle que a las Gracias robaste? ¿Esbozaré esa dulce sonrisa en que impera el pudor, junto al placer?... ¿Podré, sin ti, mostrar la rosa del rubor, encendida en su cutis de azucena, su pelo del rubio más hermoso ondulando bajo su cintura... y toda ella con ese atractivo que incita a celebrar tu culto?... Sí, Dios poderoso, inspírame, pon entre mis dedos el pincel de Apeles guiado por tu delicada mano... Quiero describir tu obra... es Hebe encadenando a los dioses, o más bien eres tú mismo, amor, oculto por coquetería bajo los rasgos de la más bella de las mujeres, para conocer tu poder y ejercerlo con mayor acierto.
Charles, ebrio ya con el seductor veneno que ha encontrado en los ojos de Laurence, sólo piensa en turbar la felicidad del desventurado ser que trajo al mundo. Lo espantoso del proyecto apenas preocupa a Strozzi; a un alma como la suya no puede aterrorizar el crimen; no obstante, oculta sus intenciones; la astucia es el arte que practican los asesinos, el medio para cometer sus delitos. Al principio Charles trata de consolar a Laurence. La inocente niña agradece una bondad que cree sincera, y, lejos de imaginar el motivo que la inspira, sólo piensa en retribuirla. Strozzi sabe bien que a esa edad no podrá destruir en la joven los sentimientos que su hijo ha despertado; se rebelará si le habla de amor; por lo tanto recurrirá a la gentileza. Lo primero que se le ocurre es utilizar, con esta bella personita, algunos de los argumentos esgrimidos ante su hijo toda vez que ha intentado alejarlo de la gloria. Diariamente ofrece fiestas en su palacio a las que cuida de invitar a la más hermosa juventud de Florencia. "Ella no puede amarme, se decía Charles, mas si se enamora de otro que no sea mi hijo, esa diversión suya me será favorable; cuando haya ultrajado los sentimientos que ha jurado, me resultará más fácil inducirla a otros pecados." De igual modo se la distrae dentro del palacio, siendo servida únicamente por los pajes de Charles y cuidándose de que éstos fuesen los mas bellos.
Uno de dieciséis años de edad llamado Urbain y preferido por Charles, pareció atraer algo más que los otros las miradas inocentes de Laurence. Urbain poseía un porte delicioso, aspecto robusto y saludable, pese a lo cual sus miembros eran de perfectas proporciones; era ocurrente, gentil, desvergonzado, pero con tanta gracia que todo se le perdonaba siempre. Su vivacidad, sus ocurrencias, su carácter bromista, divertían a Laurence... muy lejos de prestar atención a sus otros encantos. A él se debieron las primeras sonrisas de sus labios después de la partida de Antonio.
Charles ordena en seguida a Urbain que se adelante a los deseos de Laurence... "Tienes que agradarle, hacerle la corte... ve mas lejos aún, dice el pérfido Strozzi, y tu fortuna estará hecha si logras enamorarla... Escucha, querido Urbain, te abriré mi corazón; aunque eres joven, conozco tu discreción y sabes cuánto te aprecio; se trata de hacerme un favor; el matrimonio que me han propuesto para Antonio no me agrada, y el único medio de romperlo es conquistando el corazón de Laurence. Si logras hacer triunfar mi plan, si eres amado por la prometida de mi hijo, te convertiré en el señor más grande de Toscana; tu cuna es elevada; puedes, tanto como mi hijo, pretender a la mano de Laurence; sedúcela y luego la desposarás; pero su caída debe ser comprobada; de otro modo no podría concedértela... es menester que ella sucumba... mas, sin embargo, no deberás concluir tu conquista sin advertírmelo... En cuanto Laurence haya consentido... cuando seas dueño de su persona, condícela a uno de los gabinetes junto a mis aposentos... Me lo harás saber... Yo seré testigo de tu victoria... Laurence, confundida, se verá obligada a concederte su mano...y si lo logras... si sabes unir la destreza a la temeridad... ¡Ah, querido Urbain, qué felicidad será tu recompensa!"
Era difícil que tales palabras no surtieran efecto en un joven de la edad y del carácter de Urbain. Cae a los pies de su señor, lo colma de muestras de agradecimiento y le confiesa que ya se ha enamorado locamente de Laurence y que el día más hermoso de su vida será aquel en que pueda satisfacer esa pasión.
—Pues bien, dice Charles, trata de lograrlo y cuenta con mi protección; no olvidemos nada que pueda favorecer este plan, que a ti te halaga y en el que yo cifro la mayor esperanza de mi vida.
A pesar de este primer triunfo, Charles comprendió que había que mover otros resortes. Luego de sondear a varias de las damas de Laurence, descubrió que de la que más podía esperarse era de una tal Camille, primera dueña de la joven Pazzi, quien la tenía junto a sí desde la cuna. Camille, aún hermosa, podía ser deseada; era probable que se rindiera a su amo. Strozzi, cuyo mayor talento consistía en conocer profundamente el alma humana... que sabía que poseer a una mujer es el mejor medio para hacerle aceptar ser cómplice de un crimen, comenzó el ataque de Camille demostrando únicamente esa primera intención. El oro, más eficaz que sus palabras, pronto la conquistó. Por una casualidad, favorable a Charles, el alma de esta detestable criatura era tan negra, tan perversa como la de Strozzi. Lo que una imaginaba, la otra lo ejecutaba con placer; se diría que esos horribles corazones eran obra del Infierno.
Camille no tenía motivo alguno de celos para justificar los horrores que aceptaba realizar. ¿Por qué habría de envidiar a su ama, con quien nunca existiera la menor rivalidad? Pero las atrocidades que se le encargaban bastaban para quien, según propia confesión, nunca gozaba tanto como cuando hacia el mal.
Strozzi, conociendo a fondo el carácter de este monstruo, no le siguió ocultando su plan para abusar de Laurence; le dijo, además, que el proyecto no debía preocuparla, ya que era un simple capricho que no le impediría a él seguir otorgándole todo su amor. Camille, alarmada en un primer momento, se tranquiliza luego; sin duda aspira al corazón de Strozzi, pero más por interés o por maldad que por amor. Mientras Charles satisfaga la primera de estas pasiones y dé alimento a la segunda, poco le interesan sus verdaderos sentimientos para con ella. Que se le mande cometer horrores y que se le pague bien, y Camille será la más feliz de las mujeres. Strozzi le cuenta el proyecto de hacer seducir a Laurence por el joven paje; Camille está de acuerdo y promete ayudarle. Ya no piensan más que en ejecutar el plan. Todas las noches se reúnen secretamente en los aposentos de Charles para estudiar el modo de tender y dirigir las redes que han ideado; se comunican las medidas adoptadas y conciertan nuevas estratagemas. Urbain y Camille son los agentes principales de esas pérfidas maquinaciones presididas por Furias y Bacantes.
¡Cuántos escollos tendría que sortear la desventurada joven Pazzi! Su candor, su inocencia, su franqueza, su confianza extrema... ¿le permitirán salir victoriosa?... ¿Podrá la virtud desarmar al crimen? Tal vez, al proporcionarle un mayor campo de acción, o al oponerle tan elevadas barreras, sólo logre excitarlo más. ¿Cuál será el dios que guíe a Laurence en medio de esa maraña urdida para precipitarla en el abismo?
Urbain hizo gala de todos sus encantos y sus gracias; pero cuando en vez de divertir intentó enamorar... no lo consiguió. ¿Quién, salvo Antonio, podía reinar en el corazón de Laurence? Su alma, honesta y delicada, que hallaba la dicha en el cumplimiento de sus deberes, ¿podía acaso apartarse de su dueño? La inocente niña ni siquiera demostró percatarse de que Urbain deseara algo más que distraerla. Una de las características de la virtud es no sospechar jamás de la maldad.
Charles se había propuesto lograr el triunfo antes de la época convenida para las bodas de Antonio... Se equivocaba... El deseo de no precipitar los acontecimientos para no comprometer la victoria, le había hecho perder mucho tiempo. Antonio volvió; Louis le acompañaba; Laurence ya tenía edad suficiente, pues cumplía sus catorce años. Por lo tanto, se consumó el matrimonio.
Si es difícil describir la inocente alegría de Laurence al ver colmados sus anhelos... la felicidad extrema de Antonio, el contento de Louis, lo es mucho más expresar la amargura de Charles al ver que todos los planes trazados para cometer su crimen serían ahora de más difícil realización. Laurence, en poder de su esposo, ¿dependería ya tan íntimamente de él? Mas los obstáculos enardecen a los malvados y Charles, furioso, juró a partir de entonces, lograr la perdición de su nuera.
Como el ascendiente de los Médicis aumentaba día a día en Florencia, Antonio tuvo que renunciar a los halagos de su vida conyugal para ir nuevamente al combate. El mismo Louis presiona a su sobrino, haciéndole ver que no puede prescindir de él y diciéndole que sus motivos personales no deben sobreponerse a los de interés general.
—¡Ah, Cielos! ¡Os pierdo por segunda vez, Antonio!, exclama Laurence. ¡Apenas hemos gozado de nuestra dicha y ya se empeñan en separarnos! ¡Ay de nosotros! ¿Quién sabe si el Destino nos seguirá siendo propicio?... Antes os protegió, convengo en ello, pero ¿os acordará siempre sus favores? ¡Ah, Strozzi, Strozzi! ¡No sé que me ocurre, pero mil espantosos presagios, que no sentí en nuestra primera separación, me asaltan ahora! Presiento desdichas que penden sobre nosotros, sin poder adivinar cuál será su mano ejecutora... ¿Me amarás siempre, Antonio?... Piensa que tus deberes para con la esposa son mucho mayores de lo que antes fueron para con la amada... ¡Cuántos derechos tengo sobre ti!...
—¿Quién los conoce mejor que tu esposo, Laurence? Podrás multiplicar ante mis ojos todos esos encantadores derechos, que mi alma, más exigente que la tuya, sabrá encontrar otros nuevos.
—Pero Strozzi, ¿por qué separarnos esta vez? Ya no existen obstáculos para lo que hace un año no pudimos realizar. ¿No soy acaso tu esposa? Nada en el mundo puede impedirme estar a tu lado.
—La confusión y el peligro de los campos de batalla no convienen ni a tu sexo ni a tu edad... No, alma mía, quédate, esta ausencia no será tan prolongada como la anterior; esta es una campaña decisiva para nuestras armas; o se nos aniquila para siempre, o antes de seis meses reinaremos.
Laurence acompaña a su marido hasta San Giovan, cerca del cuartel de Louis, hablándole constantemente de las desgracias que presiente y que no puede adivinar..., de un tenebroso velo que se tiende sobre su futuro y no logra descorrer... La joven esposa de Antonio derrama abundantes lágrimas ante estos negros pensamientos, y así se separa de los que más ama en el mundo.
La piadosa Laurence no quiso alejarse de las cercanías de la celebre abadía de Valombroza sin acudir a ella a rogar por el triunfo de su marido. Al llegar a ese oscuro retiro, en lo más profundo de un sombrío bosque que apenas deja pasar los rayos del sol... donde todo inspira esa especie de temor religioso que tanto agrada a las almas sensibles, Laurence no pudo contener el llanto, bañando con sus lágrimas el altar de Dios, ante el que imploraba. Allí, sumida en la congoja y el dolor, postrada ante el santuario, su pelo ondeado en desorden, ambos brazos elevados hacia el Cielo... sus rasgos embellecidos aún por la compunción y la ternura..., allí, repito, pareciera que esta sublime criatura, prosternada ante su Dios, recibiese de sus cantos rayos las virtudes que la distinguen... Se acusaría al Eterno de injusticia si no escuchara la oración de este ángel celestial, hecho a su imagen y semejanza.
Charles acompañó a su nuera pero, despreciando esas piadosas ceremonias, no quiso entrar al templo y, luego de haberse dedicado a cazar en los alrededores, volvió a buscarla, conduciéndola a unas tierras que poseía en las cercanías, en un paraje aun más agreste. Se había convenido en pasar allí el verano. Las luchas que agitarían a Florencia tornaban peligrosa la estancia en esa ciudad; además, esta soledad agradaba a Charles. El crimen se siente a gusto en esos tenebrosos lugares; los oscuros valles, la sombra imponente del bosque, envuelven al culpable en la noche del misterio y lo predisponen con más fuerza a urdir sus maquinaciones; esa especie de horror que esos sitios infunden en el alma, lo impulsa a cometer acciones cuyo desorden sólo se asemeja al que impera en esas espantosas regiones. Se diría que la incomprensible mano de la Naturaleza quisiera someter a todo aquel que se acerca a contemplar sus caprichos, a las mismas irregularidades que ella ostenta.
—¡Oh, Dios, que desierto!, exclama atemorizada Laurence, al ver un grupo de torres en el fondo de un precipicio, cubierto por tal cantidad de abetos y de alerces que apenas puede circular el aire. ¿Hay otros seres, prosiguió, aparte de las bestias feroces, que puedan habitar estos parajes?
—No os dejéis impresionar por el exterior, respondió Charles, adentro os sentiréis recompensada.
Después de enormes dificultades y fatigas, ya que ningún carruaje podía aventurarse en ese sitio, llega al fin Laurence y reconoce que nada falta, en efecto, en esta solitaria morada para hacer placentera la vida. Una vez en el fondo de esta cuenca, aparecía un castillo, confortable y perfectamente amoblado, jardines, bosquecillos, huertas y estanques.
Luego de transcurridos los primeros momentos, necesarios para instalarse, la esposa de Antonio, aunque rodeada de lujo y abundancia, comprendió, al no ver a nadie en este reducto oscuro, que su retiro era sólo una hermosa prisión. Demuestra su inquietud; Charles alega las inclemencias del tiempo, las dificultades, los peligrosos caminos..., el decoro que exige que mientras Antonio esté en la guerra su mujer viva en soledad...
—Sin embargo, pronto va a alegrarse este tedio, dice Charles con doblez. Hija mía, nada he escatimado para complaceros: Camille, que os tiene afecto, Urbain, que os divierte, son de la partida y se desviven por complaceros... Vuestros dibujos... vuestra guitarra, numerosos libros, entre los que no he olvidado a Petrarca que tanto os agrada; todo está aquí y os ayudará a distraeros; seis meses pasan pronto.
Laurence pregunta cómo hará para escribir a su marido.
—Me daréis vuestras cartas, responde Charles, y todas las semanas las enviaré junto con las mías.
Este arreglo, que contrariaba los deseos de Laurence, no fue en absoluto de su agrado; mas no lo demostró... En realidad, no tenía hasta el momento motivo alguno de queja; disimuló, pues, y así transcurrieron los días.
Todo volvía a ser como en la Capital; pero el pudor excesivo de Laurence pronto se alarmó ante las libertades que se permitía Urbain. Vivamente excitado por su amo, y otro tanto tal vez por sus propias inclinaciones, el impúdico paje había osado finalmente confesar su pasión. Tal audacia sorprendió enormemente a la esposa de Antonio; presa de gran inquietud corre inmediatamente junto a Charles, quejándose con amargura contra Urbain... Strozzi la escucha al principio con atención...
—Mi querida niña, le dice luego, creo que concedéis demasiada importancia a distracciones que yo mismo he aconsejado. Considerad las cosas con mayor filosofía; sois joven, ardiente, en la edad de los placeres, vuestro marido está ausente. ¡Ah, mi pequeña! no llevéis tan lejos una austeridad de costumbres que sólo os procurará privaciones. Urbain sabe lo que hace, hija mía, con él no corréis riesgo alguno. En cuanto al peregrino temor de lesionar los sentimientos de vuestro esposo, el mismo carece de sentido; el mal que se ignora, no nos afecta. ¿Alegáis el amor?... pero el hecho de satisfacer una necesidad en nada ultraja los sentimientos morales; guardad para vuestro marido todo lo que de metafísico tiene el amor, y dejad que Urbain goce del resto. Os digo más: aunque olvidarais la imagen de ese querido esposo; aunque los placeres gozados junto a Urbain lograran extinguir el amor que conserváis tontamente hacia un ser que, en cualquier momento, los peligros de la guerra pueden arrebataros, ¿qué crimen habría en ello? ¡Ah, Laurence, Laurence! El mismo Antonio, aun enterado de todo, seria el primero en deciros que la mayor locura consiste en reprimir deseos que, liberados... acrecidos, pueden hacer de dos voluntarios cautivos, los seres más libres y dichosos de la tierra.
Y el infame, aprovechando la turbación en que tan espantosas palabras sumían al alma virtuosa de esa atractiva criatura, abre un gabinete donde se encuentra Urbain.
—¡Tomad, crédula mujer!, exclama. De mi mano recibisteis un marido que no habría de satisfaceros; aceptad, como consuelo, un amante capaz de reparar mi error.
Y el indigno paje, abalanzándose en seguida sobre la triste y virtuosa mujer de Antonio, intenta obligarla a los últimos excesos...
—Desdichado, grita Laurence rechazando a Urbain con horror, huye lejos de mí si no quieres poner en peligro tu vida... y vos, padre mío... vos, de quien debía esperar otros consejos... vos, que tendríais que guiar mis pasos por la senda de la virtud... vos, a quien venía yo a implorar contra los ataques de este miserable... ya no os pido más que un favor... dejadme salir al instante de esta casa que detesto; iré a encontrarme con mi esposo en los campos de batalla de Toscaza... compartiré su suerte, y cualesquiera fuesen los peligros que allí me amenacen, siempre serán menos horribles que los que me asechan junto a vos.
Mas Charles, furioso, se atraviesa ante la puerta hacia la cual se encaminaba la joven para huir, y le dice:
—¡No, ciega criatura! ¡No saldrás de estos aposentos sin satisfacer antes a Urbain!
Y el paje; envalentonado, renueva sus indignos esfuerzos, cuando de pronto un involuntario impulso lo detiene... mira a Laurence... no se atreve a proseguir... está turbado; llora... ¡Oh, maravilloso imperio de la virtud!... Urbain cae a los pies de la que le ordenaron ultrajar y sólo atina a pedirle perdón... a implorar su clemencia... Strozzi se enfurece...
—¡Vete!, dice a su paje, vete lejos de aquí con tus remordimientos y tu timidez, y vos, Señora, preparaos a los efectos de mi cólera.
Mas esta atractiva mujer, a quien fortalece la virtud, se refugia en el vano de una puerta y, apoderándose del puñal de Strozzi, dejado imprudentemente sobre una mesa...
—¡Acércate, monstruo, le dice, acércate ahora si te atreves! La primera puñalada será para ti; la otra me quitará la vida.
Tan valiente actitud en una mujer que no alcanza aún a los dieciséis años acobarda a Strozzi; aunque aspirara a serlo un día aún no era dueño de su nuera; se tranquiliza, o más bien finge hacerlo.
—Laurence, dejad esa arma, dice con sangre fría, dejadla; os lo ordeno con toda la autoridad que tengo sobre vos...Y abriendo la puerta del gabinete: Salid, Señora, prosiguió, salid, sois libre, os doy mi palabra de no obligaros más... Me equivocaba; existen almas por cuya felicidad no hay que ocuparse nunca; demasiados prejuicios las ofuscan, y debe dejárselas desfallecer en ellos; salid, os lo repito, y dejad esa arma.
Laurence obedece sin responder y en cuanto traspone la puerta de este aposento fatal, arroja el puñal y vuelve a sus habitaciones.
En semejante crisis, el único consuelo para esta desdichada era la pérfida Camille, que aún no había sido desenmascarada por su ama. Se arroja en sus brazos; le cuenta lo ocurrido; prorrumpe en llanto rogando a su aya que haga todo lo que esté a su alcance para lograr enviar, en secreto, una carta a su marido. Camille, encantada de demostrar su celo a Charles traicionando a Laurence, promete hacerlo. Mas esta encantadora mujer, demasiado prudente como para acusar al padre de su esposo, se queja solamente a Antonio del mortal tedio que la consume en la casa de Charles; le habla de cuanto anhela salir de allí y de la necesidad de ir a su encuentro, esté donde esté, o de que él venga al menos un día a verla.
No bien escribe la carta, Camille se la entrega a Charles; Strozzi la abre precipitadamente y, a pesar de su furor, no puede menos que admirar la prudente discreción de la joven que, a pesar de haber sido atrozmente ultrajada, no osa nombrar a su perseguidor. Quema la carta de su nuera y escribe otra a Antonio, de bien diferente estilo.
"Venid en cuanto hayáis recibido mi carta, decía a su hijo. No hay que perder un momento. Os traicionan, y quien lo hace es la serpiente que yo mismo alimenté en mi casa. Vuestro rival es Urbain..., hijo de uno de nuestros aliados, educado junto a vos, casi de igual manera; no me he atrevido a castigarlo; la situación es sumamente delicada... Este crimen me sume en tanto asombro e indignación que a veces creo equivocarme; venid, pues, inmediatamente; venid a aclararlo todo; llegaréis sin que nadie lo sepa a mi casa... evitad todas las miradas, y yo ofreceré a las vuestras el horrible espectáculo de la deshonra... Mas no os ensañéis con la infiel; es la única gracia que os pido; es débil, joven; sólo estoy indignado contra Urbain; sobre él únicamente caerá vuestra venganza".
Un mensajero acude velozmente al cuartel de Louis y, mientras tanto, Strozzi termina de preparar sus ardides. Primero consuela a Laurence, la halaga... y gracias a su arte de seducción la persuade de que todo lo ha hecho sólo para probar y poner en evidencia su virtud...
—¡Qué orgullo para tu esposo, Laurence, cuando sepa tu conducta! Ella me ha procurado, no lo dudes querida niña, el mayor de los placeres. Si todos los maridos tuviesen mujeres como tú, el amor conyugal, ese hermoso presente de la divinidad, haría felices a todos los hombres.
Nada es tan confiado como la juventud ni tan crédulo como la inocencia; la esposa de Antonio se arroja a los pies de su suegro pidiéndole perdón si lo ha ofendido al defenderse; Charles la abraza y, para sondear mejor su corazón, pregunta a su hija si no ha escrito a Antonio
—Padre mío, responde Laurence con ese candor tan adorable, ¿podría ocultaros algo? Sí, le he enviado una carta; se la di a Camille.
—Ella tendría que habérmelo advertido.
—No le recriminéis su celo por mí.
—La reprenderé por su discreción.
—Os lo suplico, perdonadla.
—Concedido, Laurence... y ¿en esa carta...?
—Le rogaba a Antonio venir o permitirme ir a su encuentro; pero nada le he dicho de esa escena cuya causa ignoraba y por la que ahora ya no puedo enfadarme.
—No se la ocultaremos, hija mía. Tiene que conocer vuestro amor; debe saber su triunfo.
Así vuelve la calma y la mayor comprensión reina ahora en una casa turbada hace tan poco por todas las pasiones. Mas esa paz no debía durar por mucho tiempo. ¿Acaso un alma malvada da respiro a la virtud? Cual olas de un cambiante mar, sus eternos crímenes perturban a todo aquel que se atreve a navegar por él, y el único puerto seguro para la inocencia es la profundidad de la tumba, a salvo de los escollos de este océano turbulento.
Charles maquinaba al mismo tiempo todo lo que pudiese legitimar la acusación que había lanzado contra la mujer de su hijo y lo que lo librara de un tímido cómplice, en quien comprendía que no podía confiar. El maquiavelismo comenzaba a imponerse en Toscaza. Este sistema, nacido en Florencia, comenzó a seducir a los habitantes de la ciudad; Charles era uno de sus más fervientes adeptos y, salvo cuando se veía obligado a fingir, proclamaba siempre sus máximas. Había leído, en ese gran sistema político, "que a los hombres hay que conquistarlos o sacrificarles ya que se vengan de la más leve ofensa, y sólo estando muertos no pueden hacerlo". También había leído en ese gran autor "que el afecto del cómplice debe ser muy grande, si el peligro a que se expone no le parece aún mayor; que por lo tanto hay que elegir cómplices estrechamente vinculados a uno, o deshacerse de ellos en cuanto se los ha utilizado".
Charles, en base a estos funestos principios, da las órdenes del caso; se asegura de Camille; enardece el celo de Urbain, lo alienta con la esperanza de más sublimes recompensas, y deja que Antonio llegue.
El joven esposo, alarmado, acude prontamente; un momento de tregua se lo permite; entra durante la noche a casa de Charles y se arroja, sollozante, en sus brazos.
—¡Cómo es posible, padre mío! ¿Ella traicionarme?... ella, ella, la esposa que adoraba... Pero ¿estáis seguro? ¿Vuestros ojos no se han equivocado?... ¿Puede ser que la misma virtud...? ¡Ay, padre mío!...
—Ojalá nunca la hubiese traído yo a esta casa, dice Charles estrechando a Antonio contra su pecho. El tedio, la soledad... tu ausencia, todas fueron causas para arrastrarla al criminal pecado que mis ojos han comprobado demasiado bien.
—¡Ah! no tratéis de convencerme, en el estado de furor en que me encuentro... No respondería quizás de su vida... ¡Mas Urbain..., ese monstruo que colmábamos de bondades!... Sobre él caerá mi ira... Dejádmelo, padre mío.
—Clámate, Antonio... convéncete para estar tranquilo; mas ¿de que servirá tu rencor?
—Servirá para vengarme de un traidor, para castigar a una pérfida mujer.
—En cuanto a ella, no; me opongo, hijo mío... al menos hasta que estés convencido; tal vez me he equivocado; no condenes a esa desdichada sin que tus ojos hayan visto su crimen y sin haber escuchado lo que pueda decir para justificarse. Pasemos la noche en paz,'y mañana se aclarará todo.
—Pero, padre... ¿si la viera ahora? ¿Si fuera a arrojarme a sus pies... o a arrancarle el corazón?
—Cálmate, Antonio, te lo repito. No tomes ninguna decisión antes de haberlo visto todo, antes de escuchar a Laurence.
—¡Oh, Dios! Estar en la misma casa que ella... pasar una noche cerca de ella sin castigarla, si es culpable... sin gozar de sus castos besos si es inocente.
—Hijo desventurado, no puedo permitirte la alternativa que te ofrece tu ciego amor; probablemente tu esposa es culpable, mas no es el momento de vengarte.
—¡Ah! ¿Llegará para mí el de detestarla? Laurence, ¿qué se hicieron tus promesas de adorarme siempre? ¿Qué te he hecho Para que así me ultrajes?... Los laureles tras los cuales iba... ¿no eran acaso para ti?... Si deseaba dar lustre a mi familia, era únicamente para embellecerte con su gloria... No hubo un solo pensamiento de Antonio que no fuera para Laurence... ni uno solo de sus actos que no estuviera inspirado por ella... Y cuando yo te idolatraba, cuando toda mi sangre vertida por ti no hubiera bastado ante mis ojos para probarte mi amor... cuando te comparaba a los ángeles del cielo... cuando su celestial felicidad era la imagen de la que esperaba encontrar entre tus brazos... ¡tú me traicionabas tan vilmente!... ¡Nada hay comparable a este horror! Pero... ¿yo, vengarme de Laurence?... suponerla culpable... aunque lo viera no podría creerlo... aunque ella me lo dijera, pensaría que mis sentidos se equivocan antes que acusarla de inconstancia... ¡No, no, sólo yo debo ser castigado, padre mío!... El puñal debe hundirse en mi corazón ¡Oh, Laurence, Laurence! ¿Qué se hicieron aquellos maravillosos días en que tus juramentos de amor se grababan tan bien en mi alma?... ¿Acaso sólo para engañarme te embellecía el amor al formular esas hermosas promesas? ¿EI encanto de tu voz se acrecentaba para seducirme con mayor falsía? ¡Y todas tus manifestaciones de ternura tenían que transformarse, en mi corazón, en otras tantas serpientes que lo devoran!... Padre..., padre mío... sacadme de mi angustia... Es necesario que yo muera, o que Laurence me sea fiel.
Solamente un alma tan feroz como la de Strozzi podía no sentirse desgarrada ante tan dolorosos acentos; mas los malvados se complacen en la contemplación de los males que ocasionan, y cada matiz del dolor en que sumen a sus víctimas constituye para ellos un placer. Los que saben de las almas dominadas por el pecado comprenderán fácilmente que la de Charles no se quebrantara ante esta dolorosa escena; por el contrario, el infame está encantado al ver a su hijo en la situación en que él ha querido colocarlo, para asegurarse la ejecución del crimen que de él espera. Antonio consintió, finalmente, a los ruegos de su padre, y pasó la noche sin ver a Laurence; se sumió en su dolor, hundido en un sillón, cerca del lecho de Carlos y por fin llegó el día de iluminar la horrible escena que debía convencer a Antonio.
—Hay que esperar hasta las cinco, dijo Charles despertándose. Esa es la hora en que tu indigna esposa espera a Urbain en el parque, en el pabellón de los naranjos.
Llega, por fin, el terrible momento.
—Sígueme dice Charles a su hijo. Apresurémonos; Camille acaba de prevenirme que se consuma tu deshonra...
Ambos Strozzi avanzan hasta el fondo de los jardines..., cuanto más se acercan, tanto menos puede contenerse Antonio...
—Detengámonos, dice Charles. Desde aquí podremos verlo todo...
Entonces, separa una enramada ante su hijo... A diez pies del pabellón fatal... ¡Ah, Cielos! ¡Qué espectáculo para un hombre que adora a su mujer! Antonio ve a Laurence tendida sobre un lecho de verdor, y a Urbain, el traidor, entre sus brazos... No puede contenerse; en menos de un instante, atraviesa el follaje tras el que se encuentra... corre hacia la pareja adúltera, y clava su puñal en el infame que lo deshonra... Su brazo se levanta sobre su culpable esposa; mas el arma cae de sus manos al ver el estado en que él cree que la ha puesto su presencia... La desdichada yace con los ojos cerrados, sin respirar... la palidez de la muerte cubre sus hermosas mejillas... Antonio la amenaza... ella no lo oye... él se estremece, llora, vacila...
—¡Está muerta!, exclama. No ha podido soportar mi mirada...La naturaleza me quita el placer de vengarme por mí mismo; en vano vertería yo su sangre... ella no sentiría mis golpes... ¡Socorredla! ¡Devolved la vida a esta pérfida mujer!... Dadme el cruel placer de destrozar este ingrato corazón que pudo traicionarme hasta este extremo... ¡Quiero que respire!... ¡Quiero que sienta con todos sus sentidos la muerte horrible que le preparo!... Sí, devolvedle la vida... Tal vez... ¡Oh, Laurence, Laurence!... ¿Puedo dudar aún?... Reanimadla, padre mío, reanimadla... quiero escucharla; quiero saber de sus labios que razones pudieron llevarla a este colmo del horror... quiero ver si le queda suficiente falsía como para justificar su perjurio... si sus ojos pueden ocultar toda su vergüenza.
Ya no cabía auxilio alguno para el desdichado paje. Bañado en sangre, junto a Laurence, entregó su alma sin proferir una palabra; y no sin maligna alegría vio Charles expirar a su torpe cómplice, del que casi nada podía esperar para el crimen, pero sí todo para la delación. Conducen a Laurence a sus aposentos; abre los ojos... ignora lo ocurrido... pregunta a Camille el motivo de ese súbito adormecimiento que se apoderó de ella en el pabellón de naranjos... ¿La dejaron allí?... ¿Estuvo sola?... Comprende que algo ocurre... ¿Qué ha pasado?... Siente un malestar cuya causa desconoce; en el horrible sueño de su letargo cree haber visto a Antonio abalanzándose sobre ella y amenazando su vida... ¿Ha sido cierto? ¿Su marido ha regresado?... Las preguntas de Laurence se superponen y se multiplican; comienza veinte y ninguna termina. Sin embargo, Camille no la tranquiliza en absoluto.
—Se conocen vuestros pecados, Señora, le dice, preparaos a expiarlos.
—¡Mis pecados! ¡Oh, Cielos, me asustáis, Camille! ¿Qué pecado he cometido? ¿Qué ha sido ese sumo de magia, al que sucumbí a pesar mío?... ¿Habrán osado aprovechar de él para cometer nuevos horrores?... Entonces, Charles me ha engañado al pretender que celebraba el triunfo de mi virtud... No era un ardid para probar mi inocencia... Así me lo dijo... ¿Sería un engaño? ¡Dios! ¡En qué situación me encuentro!... ¡Ah, lo comprendo ahora!... He sido traicionada... durante ese espantoso sueño... Urbain... el monstruo... y Strozzi, los dos de acuerdo tal vez... ¡Ah, Camille, dímelo todo, dímelo todo Camille, si no quieres que te considere mi más mortal enemiga!
—No finjáis más, Señora, responde el aya, es inútil que lo hagáis. Todo ha sido descubierto... Amabais a Urbain, lo citabais en el parque... Lo hicisteis muy feliz... mas ¿qué momento elegisteis para ello? El mismo en que vuestro esposo acudía, llamado por la carta de que me encargasteis, a testimoniaros su amor y devoción aprovechando el único día de que el ejercicio de las armas le dejaba disponer.
—¿Antonio está aquí?
—Os ha visto, Señora, ha sorprendido vuestros culpables amores y ha apuñalado a vuestro cómplice... Urbain ha muerto. El desmayo en que os sumió la vergüenza y la desesperación os salvó la vida; sólo a esa causa debéis el no haber seguido a vuestro amante a la tumba.
—Camille, no te comprendo; una atroz confusión reina en mi mente... me siento enloquecer... Ten piedad de mí, Camille... ¿Qué has dicho?... ¿Qué es lo que hice?... ¿De qué quieres convencerme?... Urbain ha muerto... Antonio está aquí... ¡Oh, Camille, ayuda a tu desventurada ama!...
Y al decir estas palabras, Laurence se desvanece.
Apenas ha vuelto a abrir los ojos cuando Charles y Antonio entran en sus aposentos; ella intenta arrojarse a los pies de su marido.
—Deteneos, Señora, le dice fríamente Antonio. Ese gesto que os dictan vuestros remordimientos, no me enternece en absoluto; no vengo, sin embargo, como un juez prevenido, a condenar sin haberos escuchado; no me pronunciaré hasta saber de vuestros propios labios cuales son los motivos que pudieron llevaros a la infame acción que sorprendí.
Nada puede compararse con la funesta turbación de Laurence ante estas palabras; comprende que ha sido engañada... mas ¿qué decir? ¿Tendrá que defenderse como debe? Sólo podría hacerlo revelando las horribles maquinaciones de Charles... enfrentando al hijo contra el padre... ¿Acusarse?... Sería su perdición... y lo que es peor, se tornaría indigna de volver a conquistar algún día el corazón de su marido. ¡Oh, funesta situación! Laurence preferiría morir... Mas debe responder:
—Antonio, dice con tranquilidad, ¿alguna vez, desde que estamos unidos, visteis en mí algún indicio de que fuera capaz de pasar, en un instante, de la virtud al crimen?
Antonio. — No se puede responder de la conducta de una mujer.
Laurence. — Me sentía orgullosa de creerme una excepción; imaginaba que el corazón donde vos reinabais no podía pertenecer a otros.
Charles. — ¡Cuántos rodeos!... ¡Qué ingeniosos subterfugios! No se trata de saber si el pecado se cometió o no... ¿Acaso podemos dudar de lo que hemos visto? Lo que os preguntamos es cuales fueron los motivos que os impulsaron a tales excesos y no si es verdad que sois culpable o si cabe la posibilidad de que seáis inocente.
—¡Cuántas razones habría, padre mío, dijo Laurence, para que me tratarais con menos rigor! Aun suponiendo que fuese pecadora, ¿no os corresponde a vos defenderme?... ¿No sois vos quien debe apiadarse de mí? He permanecido en vuestra casa, en ausencia de mi esposo... ¿Quién mejor que vos para creer en la inocencia de una mujer... de una mujer que hizo de su virtud su único tesoro?... Strozzi, acusadme vos y me sentiré culpable.
—No es necesario que mi padre os acuse, dice Antonio con los ojos brillantes de cólera. No hacen falta testigos ni delatores después de lo que yo he visto.
Laurence. — Entonces, Antonio me cree adúltera... Él se atreve a sospechar de la que ama... de quien le jura que hubiese preferido morir a cometer el crimen de que se la acusa... Y tendiendo hacia el sus bellos brazos, al tiempo que derramaba un torrente de lágrimas... ¿Es verdad que mi esposo me acusa? ¿Puede creer por un momento que Laurence ha dejado de adorarlo?
—Traidora, exclama Antonio, rechazando los brazos de su mujer. Tu seducción ya no me conmueve... No creas que vas a desarmarme con esas dulces palabras que antaño constituían la gloria de mis días... Ya no las escucho... No podría hacerlo... Ese licor de amor que brota de tus labios ya no puede embriagarme pues mi corazón, endurecido por tu culpa, sólo alimenta ahora al odio y al rencor.
—¡Oh, Cielos, cuán desdichada soy!, exclama Laurence deshecha en llanto. Aquel de mis acusadores que más tendría que creer en mi inocencia es quien me ataca con mayor severidad. Y continuando con ardor:
—¡No, Antonio, no, tú no lo crees!... Si es imposible que yo me haya enlodado en el pecado, más imposible aun es que tú puedas creerlo.
—Es inútil, hijo mío, seguir escuchando a esta pecadora, dice Charles, tratando de alejar a Antonio, al que veía próximo a ceder... Su alma corrompida le dicta mentiras que servirán sólo para irritarte más... Vayamos a decidir su suerte.
—Un momento... un momento, exclama Laurence, arrojándose de rodillas ante los dos Strozzi y formando una barrera ante ellos, con su cuerpo. ¡No, no me dejareis hasta que no me justifique!... (y mirando fijamente a Charles)... Sí, vos me justificareis, Señor... (orgullosamente), sólo de vos espero mi defensa... sólo vos estáis en condiciones de asumirla.
—Incorporaos, Laurence dice Antonio profundamente conmovido. Incorporaos, y responded con mayor claridad, si queréis convencerme. No es mi padre quien debe justificaros; solamente vos podéis hacerlo. ¿Y como os atreveríais, después de lo que he visto? No importa, responded: ¿Estabas o no hace unos instantes en el jardín?
Laurence. — Sí, estaba.
Antonio. — ¿Sola?
Laurence. — Nunca lo estuve. Camille me acompañó en todo momento.
Antonio. — ¿Citasteis a alguien durante ese paseo?
Laurence. — A nadie.
Antonio. — ¿Cómo es, entonces, que Urbain se encontraba con vos?
Laurence. — No puedo decíroslo... ¡Oh, Charles, explicadlo a vuestro hijo!
Charles. — Ella quiere que os diga lo que pudo incitarla al pecado; os lo diré, hijo mío, puesto que ella lo pide. Desde el día siguiente de vuestra boda, esta perversa criatura sólo tuvo ojos para Urbain; se han escrito; yo lo supe, pero dudé en advertírtelo... ¿Acaso me correspondía a mi denunciarla?... Me limité a interrumpir ese trato... castigué a Urbain; lo amenacé con hacerle sentir todo mi furor; entonces respetaba todavía yo a esta miserable y no quise hablarle de sus errores; pensé que conteniendo al uno, el otro no osaría proseguir... Me sedujo su bondad, mas me engañé. ¿Acaso puede detenerse a una mujer cuando ansía perderse? Continué vigilando tanto al uno como a la otra... Encargué de ello a Camille, pues deseaba que aquella de sus damas que más la amaba fuera quien me tuviera al tanto de su proceder... La mujer que la acompañaba desde su más tierna infancia tenía que ser, naturalmente, quien la acusara menos o defendiera mejor. Por Camille supe que esa intriga, que había comenzado en Florencia, continuaba aquí, en el campo; entonces comprendí que se imponía dejar de lado toda consideración y advertírtelo; y así lo hice. Ya veis como se defiende... ¿Qué más queréis, hijo mío?... ¿Qué más necesitáis para castigar a esta desdichada..., para vengar vuestro honor ofendido?
—¿Camille me acusa, Señor?, dice Laurence a Charles, con tanta sorpresa como desafío.
—Escuchémosla dice Antonio; y dirigiéndose al aya: Vos, a quien confié todo lo que amaba... hablad ¿Es Laurence culpable?
Camille. — Señor...
Antonio. — Hablad, os digo, os lo ordeno.
Laurence. — Responded, Camille, yo también lo exijo. ¿Qué prueba tenéis de que sea culpable?
Camille. — ¿Puede la Señora hacerme esa pregunta, después de lo que ella misma sabe? ¿Ignora, o ya no lo recuerda, que me encomendó esas cartas culpables; que me confesó lamentar no haber conocido al joven Urbain antes que a Antonio, ya que siendo de cuna tan elevada como la suya, nunca hubiese aceptado otro esposo más que a él?
—Despreciable criatura, exclama Laurence intentando abalanzarse sobre la mujer, mientras Charles la sujeta. ¿A qué abismo del Infierno fuiste a buscar las calumnias con que me mancillas?... Y presentando a Antonio su pecho descubierto: Pues bien, Señor, castigadme... castigadme ahora mismo si es verdad que soy tan culpable como ellos me presentan ante vos... He aquí mi corazón; hundid en él vuestro puñal; no dejéis seguir viviendo a un monstruo que ha podido traicionaros así; ya sólo merezco vuestro odio y vuestra venganza... Quitadme la vida, o me encargaré yo misma de hacerlo. Y al decir estas palabras se arroja sobre el puñal de Antonio. Mas éste se opone a su furor:
—No, Laurence, le dice, no morirás así; tendrás que pasar por mayores sufrimientos... que el recuerdo diario de tu crimen te haga sentir más hondamente la espina del remordimiento.
Laurence. — Antonio, no soy adúltera. Mientras me acusas, una secreta voz te habla en mi favor... Busca la verdad... infórmate; por muy monstruosa que me creas hay otros aquí que lo son mucho más; descúbrelos antes de condenarme; encuéntralos antes de borrarme de tu corazón, y no me desprecies hasta no conocer la verdad; fui al jardín acompañada únicamente por Camille; apenas llegaba al bosquecillo cuando sentí un anormal adormecimiento invadir mis sentidos... Dicen que me viste... que me viste en los brazos de Urbain... que tú has matado... Todo lo ignoro... sólo recuerdo horribles visiones y el sueño más profundo.
Charles. — ¡Qué descaro! Camille, ¿habríais vos sumido a vuestra ama, con ayuda de algún extraño filtro, en ese letargo que no pudo combatir?... ¿Acaso Urbain, que carecía totalmente de fortuna, pudo proponeros la riqueza, para obtener de vos este servicio? ¿Y vos, habríais consentido?
Camille. — Señor, cualquiera fuese la fortuna que Urbain hubiese podido ofrecerme, aunque me convirtiera en la dueña de un imperio, ¿la hubiera yo obtenido al precio de era infamia?... Mi edad... mi posición, la confianza con que se me honra en esta casa, el afecto extremo que siento por mi ama, deben responderos, sin duda, por mí. Si dejarais de estimarme, os pediría, Señor, que me permitierais marcharme en seguida.
—¿Qué respondes, pérfida, dice Antonio entonces, lanzando furiosas miradas a Laurence, que respondes a esta acusación, en que impera la franqueza y la verdad?
Laurence. — Nada Señor... dictad vuestra sentencia... sólo esperaba que vuestro corazón me defendiera... Sentenciadme, Señor, todo lo he dicho... nada puedo agregar para justificarme... Todo está en mi contra... Antonio, crédulo, prefiere acusarme a abrir los ojos; Antonio, engañado por todos cuantos lo rodean, prefiere creer a sus mayores enemigos y no a la que adorará hasta su último suspiro... No me queda más que aceptar mi sentencia...que rogar a mi esposo... y a quien debió ser como mi padre, y que me acusa aunque bien sabe que soy inocente..., que suplicar tanto al uno como al otro que decidan prontamente de mi suerte.
—¡Ah, Laurence!, exclama el joven Strozzi, mirando aún con ternura a aquella por quien se creía vilmente ultrajado, Laurence, ¿esto es, pues, lo que me juraste desde nuestra más tierna infancia?
—Antonio, prosigue Laurence vivamente, cede al impulso que te habla en mi favor... No contengas las lágrimas que empañan tus pupilas, ven a derramarlas sobre mi corazón... sobre este corazón inflamado con tu amor...Desgárralo, si quieres, desgarra este corazón que tú crees culpable pero que sigue inspirándote ternura... Sí, lo acepto; quítame una vida, que ya no consideras digna de serte ofrecida; mas no me dejes morir en el espanto de sentir que no me crees..., de verme despreciada por mi esposo... ¿Por qué ha muerto Urbain?... con menos astucia... y tal vez mucho candor... ¡Ay, Antonio, que no puedas escucharme! ¡Que mis labios tengan que permanecer sellados!... ¿Por qué prefieres acusarme?... ¿Quién podría amarte más que yo?
Mas Antonio no escucha estas últimas palabras; llevado por su padre, convencido del crimen de su esposa, va a pronunciar la sentencia contra ella... Engañado demasiado astutamente, va a sellar el infortunio de la más virtuosa, de la más desdichada criatura.
—Hijo mío, dice Charles, esta joven nunca logró engañarme; desde los primeros días de su boda me di cuenta de la astucia de su carácter. Yo no soy tan enemigo de los Médicis como su tío, y aspiraba a terminar con las luchas que nos separan y destrozan a nuestra patria, dándote por esposa a una de las sobrinas de Cosme... Aún estamos a tiempo. Es un ángel de belleza, dulzura y virtud; pero serían menester dos cosas, imposibles de lograr de ti: que renunciaras a la loca ambición que te ciega... que te contentaras con ser el segundo en Florencia y dejaras el trono a los Médicis que ahora, con el apoyo del Emperador, lo conservarán de todos modos, y que supieses vengarte del monstruo que te ultraja.
—¡Inmolarla... yo, padre mío, inmolar a Laurence!... ¿A ella, que a pesar de su pecado parece amarme aún con tanto ardor?
—¡Hombre débil! ¿Pueden desarmarte todavía los sentimientos que finge para engañarte mejor? Si Laurence te amara ¿te habría traicionado?
—¡Pérfida! ¡No se lo perdonaré mientras viva!
—Y en tal caso ¿puedes perdonarle la existencia? ¿Me obligarás a mí a soportarla? ¿Puedo permitir que la mujer que te deshonra, se refugie en mi hogar?... Y la posteridad que de ti espero... que ansío... que será mi consuelo... ¿Puedes negármela, hijo mío?... Te hace falta una mujer. Es absolutamente necesario que la tengas. Y como no puedes tener dos, habrá que sacrificar la que te ha ultrajado a la otra, de la que ambos esperamos la felicidad. Es en cualquier forma, ya sea convirtiendo la mujer que tomes en el vínculo que ponga fin a la discordia y termine nuestras diferencias o eligiendo otra que te agrade más, de todos modos necesitas una esposa. Es un deber tan ineludible como encarcelar a Laurence.
—Pero, ¿podemos nosotros decidir la suerte de la culpable?
—Por supuesto, contestó Charles, es inútil proclamar nuestra deshonra. Además, la política de los príncipes no debe ser igual, en este aspecto, a la del pueblo. ¿Qué es lo que todavía esperas de Laurence? ¿Acaso puede volver a la virtud cuando tan joven se precipito en el crimen? Viviría únicamente para perpetuar tu deshonra, multiplicar tus sufrimientos, para convertirte día a día en motivo de las habladurías y el desprecio de nuestros compatriotas... Si llegaras a reinar, Antonio... ¿elevarías al trono de Florencia a la que encenagó tu lecho? ¿Podrías presentar ante todas las naciones, como objeto de veneración, a quien sólo merece su desprecio? ¿Y te atreverías a reclamar para el fruto de los vergonzosos amores de tu pérfida esposa ese amor que los súbditos se complacen en sentir por los hijos de su amo? ¿Crees, por ventura, que si los florentinos descubriesen que el hijo del Strozzi coronado por ellos no es más que el fruto ilegitimo de los excesos de su madre, lo erigirían en el príncipe después de ti? Sin la menor duda estás preparando disensiones en tus Estados, inevitables revueltas que volverán tu familia a la oscuridad de la que sólo la habrás sacado por un día. ¡Ah, renuncia a tus ambiciosos proyectos si es que no puedes ofrecer al pueblo, sobre el que anhelas reinar, una compañera tan digna de ello como tú! Mas ¡qué me importan a mí tu vergüenza y tu deshonra! ¡Consúmete, consúmete apaciblemente en el cautiverio en que esa miserable te ha sumido, ámala criminal y culpable, respeta su odio y su desprecio por ti... envilécete a los ojos de la Europa toda, pero destierra de ese débil corazón la ambición que en vano intentarías conciliar con tanta bajeza! ¿Pueden nacer sentimientos de gloria en un alma de lodo? Al menos avergüénzate solo; no exijas que comparta yo tú deshonra, no trates de envolverme en ella; sabré huir de un hijo tan poco digno de mí... expirar lejos de una infamia que él no fue capaz de vengar.
Falsas lágrimas dieron mayor energía a las horrorosas palabras de Charles. Antonio se dejó convencer... Laurence no estaba ante sus ojos y todo la acusaba como infiel. Firmó su orden de arresto. El padre y el hijo convinieron en que Camille se encargaría de sumir a la culpable en la noche eterna de la tumba; se decidió que se diría que su muerte había ocurrido a consecuencia de una enfermedad; que Antonio terminaría la campaña comenzada junto a su tío y que, al regreso, ambos hermanos convendrían un nuevo matrimonio. Antonio hubiese querido ver una vez más a su desdichada esposa antes de partir; un secreto e irreprimible impulso parecía arrastrarlo irresistiblemente hacia la infortunada victima de la perversidad de Charles, pero se contuvo; su padre cuidaba de no dejarle solo y de endurecer su ánimo cuando lo veía a punto de flaquear. Antonio se marchó sin ver a Laurence. Se alejó, en un mar de lágrimas, volviendo constantemente sus tristes miradas hacia el lóbrego castillo que serviría de tumba a la que tanto amó... a la que más que nunca era digna de los mejores sentimientos de su corazón.
—¡Pues bien, Camille, dijo Charles en cuanto se sintió seguro de su triunfo, ella nos pertenece ahora! ¿Tu imaginación alcanza a comprender lo que puede resultar de la situación en que la pongo?... ¡Con cuánto arte logré que las manos de mi hijo me libraran de ese torpe cómplice que ahora podía únicamente molestarme! ¿Qué piensas tú de ello? Pero escúchame, Camille, y continúa obedeciéndome con el mismo celo si es que quieres gozar de la fortuna que te ofrezco; no deseo obtener a Laurence por la fuerza; es un triunfo muy pobre para mi corazón ultrajado; quiero obligarla a que me pida que le pertenezca... Sólo me rendiré si me lo suplica; es menester que lo haga... Escúchame, Camille, voy a explicártelo todo y verás cómo te necesito aún. Laurence adora a Antonio; gracias a ese amor, que tú guardarás muy bien de destruir, pienso obligarla a ceder. Hay que alimentar la esperanza en ese ardiente corazón; te ocuparás de alentarla sin cesar; vamos a confinar a Laurence en una de las mazmorras de mi castillo... Le diremos que la decisión de su esposo la condena a la muerte y que sólo por piedad la sustraemos a su cruel estrella. Siendo su destino perecer, Laurence encontrará menos dura su suerte comparada con la que le esperaba; entonces tú le hablarás constantemente de la posibilidad de calmar a su marido y de demostrar un día su inocencia ante los ojos de Antonio; le pedirás perdón por haberla delatado, diciéndole que tú misma fuiste engañada; en una palabra, tratarás de reconquistar su confianza... Sólo te vera a ti, lo que no será difícil de lograr; tú no dejarás de presentarme como el único conciliador, el único capaz de devolverle un día la paz perdida. Te contará lo que de ella he pretendido; no se atrevió a decírselo a su marido, pero a ti, Camille, te lo dirá; basándote en esa confesión comenzarás a seducirla. ¡Y bien, le dirás, he aquí el medio de romper vuestras cadenas! No resistáis a lo que Charles os propone; dominadlo con el atractivo de los placeres y no dudéis que él mismo, un día, os traerá a Antonio de rodillas ante vos. Tú alentarás, sobre todo, la pasión que la consume por su esposo; le propondrás encargarte de sus cartas; en una palabra, mantendrás con tu arte el equilibrio entre ese amor que siente por mi hijo y la sumisión que de ella pretendo; de esta manera lograré mi objetivo; acudirá a mí para acabar con su suplicio; se me rendirá con tal de ver nuevamente a Antonio, buscando que me sienta satisfecho para que la devuelva más pronto a su marido... Y eso es lo que yo quiero.
Camille, tan pervertida como su amo, no se escandalizó en absoluto ante tan execrables proyectos ni experimentó el más leve temblor al escuchar sus monstruosas palabras. ¡Estúpida y perversa criatura! No se daba cuenta de que las armas que iba a utilizar podían volverse contra ella y que con un malvado como Strozzi... (acababa de verlo)... el cómplice debía temer tanto como la víctima. Solo lo experimentaría, lo vería demasiado tarde. La Providencia permite la ceguera que acompaña siempre al crimen y, así, la seguridad que siente quien a él se entrega es el medio de que se vale el Cielo para vengar a la naturaleza.
Se prepara inmediatamente una celda para Laurence. Camille quería que fuese horrible, más Charles se opuso:
—No, dijo, debemos ser políticos y asestar bien nuestros golpes. Reservemos los más fuertes para cuando sea necesario. Deseo que Laurence encuentre en su celda todos los muebles que puedan hacer más placentera su situacion; será servida espléndidamente; no le faltará nada.
Esa misma noche todo estaba listo. Strozzi, ansioso por asegurarse su conquista, penetra en los aposentos de su nuera declarando que cuenta con la orden de su marido de hacerla morir en un baño.
—¡En un baño, Señor!... ¿Es bastante espantoso ese suplicio?
—Es, de todos, el menos doloroso.
—¡Oh, qué importa! ¡Qué importa! Ya no tengo miedo del dolor, ya no temo a los tormentos; perder el corazón de Antonio era el único que podía aniquilarme; ya lo he probado en todo su horror; hoy la vida me resulta indiferente; acepto entregarla... Pero vos, que conocíais tan bien mi inocencia... ¿por qué causa os habéis complacido en acusarme... en cubrirme de infamia? ¿Por que habéis permitido las atrocidades que cometió Camille?
—Puesto que conocisteis mis deseos, que los resististeis con tanto ardor, ¿pudisteis imaginar por un instante que no os aplastaría mi venganza?
—Entonces, ¿me engañabais cruelmente cuando me asegurasteis que sólo se trataba de una trampa tendida a mi virtud, que surgía de la prueba cubierta con más esplendor?
—Resultan superfluas estas recriminaciones. Debéis aceptar vuestro sino.
—¡Soy, pues, vuestra víctima! Sólo vos sois mi verdugo; vos... de quien esperé el apoyo para mis tiernos años; vos, que debíais conducir mis pasos por el camino de la virtud; vos, que hubisteis de reemplazar al padre que mi infortunio me arrebatara... y vos, porque estoy sola en el mundo, porque no quise ceder ante el pecado, vais a segar bárbaramente mi triste vida... (y prosiguiendo bañada en llanto) ¡Ay de mí! Poco he vivido en verdad... mas me basta para haber conocido a los hombres y detestar los horrores que cometen... ¡Oh, padre mío, padre mío! ¡Dignaos volver de entre los muertos... que mis plañideros acentos den vida a vuestras cenizas! ¡Venid a proteger una vez mas a vuestra desventurada Laurence... venid a contemplarla al borde de la tumba, adonde todo el pecado reunido en contra suya la conduce en la primavera de su villa! ¡Decíais prepararla para ocupar uno de los tronos más bellos de Italia, y no habéis hecho más que venderla a sus verdugos!
—Aún se os ofrece un medio para salvaros del infortunio.
—¿Un medio? ¿Cuál es?
—¿No lo comprendéis, Laurence?
—¡Ah, demasiado, Señor!... Mas nada esperéis del estado a que me reducís... ¡No! Nada esperéis, Strozzi; moriré pura e inocente... digna de ti, Antonio mío; esa idea es mi consuelo, y prefiero mil veces la muerte a ese precio, que una vida infame que me envileciera ante tus ojos.
—Y bien, Laurence, debéis seguirme.
—¿No podría gozar del postrer adiós de mi esposo?... ¿Por qué no recibo la muerte de sus manos? Sería menos espantoso para mí si de él viniera.
—Ya no está aquí.
—¡Se ha marchado... sin verme... sin escuchar mi justificación... sin permitir que besara sus plantas!... Se ha ido creyéndome culpable... ¡Oh, Charles..., Charles, ya no existe un tormento con que podéis desgarrar más atrozmente mi alma!... ¡Golpead, golpead sin temor! ¡Antonio me desprecia!... ¡Sólo deseo morir... lo pido, lo exijo!... El sudario enjugará mis lágrimas... la tumba las ocultará... (y luego de un terrible acceso de dolor)... Señor, continuó la infortunada, ¿se me permitirá al menos tener el retrato de Antonio ante mis ojos al expirar?... Aquel retrato que hiciera Rafael en épocas más dichosas para mí... esa imagen querida que yo adoro, que tan fielmente pinta sus facciones... ¿podré f ijar mis últimas miradas sobre ella y morir idolatrándola?
—No se os quitará ni ese retrato ni la vida, Laurence; os digo que debéis seguirme, pero no a la muerte.
—Antes a ella que a la infamia, Señor; sabed que la prefiero a los indignos tratos a que sin duda queréis someterme.
—Entrad, Camille, dice Charles con frialdad, entrad y conducid vos misma a vuestra ama a los aposentos que se le destinan, ya que su desconfianza hacia mí acrece en el preciso instante en que le salvo la vida.
Laurence siguió a Camille y no sin sorpresa contempló el recinto que se le había preparado.
—¿Que pretenden de mi?, exclamó, ¿por qué encerrarme? O soy inocente o culpable; en el primer caso no merezco castigo alguno; en el segundo, soy un monstruo que no puede vivir un momento más.
—Esta indulgencia no debe asombraros ni preocuparos, Señora, respondió la aya. Yo la interpreto únicamente como un signo muy favorable para vos; Charles, dueño de vuestra suerte, Charles, a quien Antonio suplicó daros la muerte, sólo ha concebido sin duda esta clemencia para convencer a vuestro esposo... para dar tiempo a que se compruebe vuestra inocencia y devolveros a él.
—No son esos los designios de Charles... y, por otra parte, ¿qué confianza puedo tener yo en la que así los interpreta, en la que pago mi bondad para con ella con horribles mentiras y calumnias? ¡Pérfida criatura! Sólo tú eres la causa de mi desgracia... a ti sólo debo mi perdición. ¡Qué horrores no salieron de tu boca! ¿Cómo pudiste ser tan indigna conmigo?
—Pude ser engañada en muchas cosas, Señora; eso es un enigma que únicamente el tiempo develará. Sólo os debe preocupar el porvenir; pensad que vuestro poder es grande, que vuestra vida, felicidad... todo, depende de vos... Pensadlo... amáis a Antonio, podéis volver a verlo... ¡Oh, Laurence, Laurence! Nada más puedo añadir. Adiós.
Laurence, agitadísima, paso ocho días en esa situación, sin oír hablar ni de Camille ni de su suegro. Su servidor era un viejo que no dejaba que nada le faltara, pero del que resultaba imposible obtener la menor información. Su estado de ánimo fue muy penoso durante esta primera parte de sus desdichas; el temor, la inquietud... sobre todo la falta de esperanza en poder probar algún día su inocencia; el arrepentimiento por no haberlo hecho cuando pudo (costase lo que costase) y por haberse dejado retener por delicadas consideraciones que el bárbaro que la tenía prisionera no supo apreciar; tales eran los confusos sentimientos que la invadían sin cesar, tal el caos de ideas en que flotaba su imaginación. La desdichada se ahogaba en las lágrimas que con amarga dicha derramaba sobre ese encantador retrato de un esposo demasiado crédulo, demasiado dispuesto a acusarla, y que no por ello adoraba menos.
Como hasta ahora nada se le negaba, en sus momentos de sosiego usó de sus aptitudes artísticas para calmar su sufrimiento; hizo la copia del retrato tan amado, transcribiendo con su sangre al pie del mismo los versos que Petrarca, su autor preferido, compusiera para el de Laura.
Camille apareció al noveno día, encontrando a su ama sumida en el mayor abatimiento. Con toda la destreza que su falsía le otorgaba, le hizo comprender que el único medio que le quedaba para romper sus cadenas y reencontrar a su marido era ceder a los deseos de Charles:
—El parentesco que a él os liga no debe repugnaros, Señora, continuó esta sirena; es pecado sólo cuando se mezcla la misma sangre, pero en este caso se trata de un vínculo aparente; no os unen a Charles más que los lazos de vuestro matrimonio. ¡Ah, creedme! No dudéis más. Conocéis a Charles; él sabe demasiado bien que Antonio le deja decidir sobre vuestra suerte; no os respondo de los efectos de su venganza si continuáis irritándolo con vuestro desdén.
Mas ningún sofisma logró convencer a Laurence; estos indignos argumentos le causaron repugnancia; desafió a todas las amenazas; nada consiguió hacerla cambiar.
—Camille, respondía llorando la joven esposa de Strozzi, me habéis sumido en demasiadas desgracias; no intentéis ahogarme en ellas. De todos los tormentos que me aniquilan el mayor sería faltar a mi esposo. No, Camille, no. No salvaré mi vida a costa de semejante crimen. De todos modos tengo que morir; mi sentencia ha sido dada; sé muy bien que la muerte no será nada para mí si la recibo inocente, mas sería espantosa si me encontrara culpable.
—No moriréis Lawrence... no moriréis, os lo aseguro, si concedéis a Charles lo que espera de vos; de lo contrario no os respondo de nada.
—¡Y bien! Suponiendo que fuese tan débil como para ceder a tu odiosa insistencia y pagar con mi honor la libertad ¿crees, a pesar de tus terribles argumentos, que yo osaría ofrecerme a mi esposo mancillada por un crimen tan abominable?... ¿Después de haber sido la amante del padre, tendría yo el descaro de ser la mujer del hijo? ¿Crees que él ignoraría por mucho tiempo ese horror? Aunque yo lograra vencer mi repugnancia, ¿cómo me vería Antonio al saber mi ignominia? No, no, Camille; una vez más lo digo: prefiero morir gozando de su estima a salvarme gracias a una acción que me ganaría su desprecio; el amor, el respeto de mi esposo constituyen la dicha de mi vida; toda su dulzura desaparecería si yo no fuese digna ni del uno ni del otro. Y aunque el ignorara el horror cometido para volver a su lado, mi conciencia no me dejaría en paz ni un solo instante; moriría lo mismo, y lo haría presa de una desesperación cuya causa pronto conocería Antonio.
Con grandes accesos de furor se entero Charles del poco éxito logrado por Camille; los obstáculos provocan la crueldad en un alma como la de Strozzi.
—Vamos, dijo Charles, tomemos otro camino; lo que no obtengo por la astucia lo lograrán tal vez los sufrimientos; la esperanza la sostiene, sus quimeras la consuelan; habrá que destruir, tratándola severamente, esas ilusiones... Me detestará. ¡No me importa! Ya me odia ahora... Camille, hay que conducirla a una celda más horrible, quitarle todas las comodidades de que ahora goza, arrancarle, sobre todo, ese retrato del que saca fuerzas para resistirme, que la consuela y alienta en su desgracia... hay que tornar su situación tan funesta, multiplicar de tal modo el peso de sus cadenas, que ella sucumba o que se arrastre ante mí.
La cruel Camille ejecuta en seguida las órdenes de su amo. Llevan a Laurence a una celda donde apenas penetran los rayos del sol; se la cubre con negras vestiduras; se le anuncia que solamente entrará alguien cada tres días a llevarle su alimento, muy inferior al que hasta ahora se le suministrara. Se la priva cruelmente de todo, de sus libros, su música, de los medios de expresar sus ideas; mas cuando Camille le pide el retrato, cuando quiere arrancarlo de entre las manos de su ama, Laurence clama al Cielo con aterradores gritos.
—No, dice, no, no me quitéis, en nombre de Dios, lo que puede calmar mi dolor. No me lo quitéis; tomad mi vida, sois dueños de ella; mas al menos dejad que expire sobre este amado retrato; mi único consuelo consiste en hablarle... en bañarlo constantemente con mis lágrimas... ¡Ah, no me privéis del único bien que me queda!... Le cuento mis cuitas... él me escucha... su dulce mirada suaviza mi desgracia; penetra mi inocencia, cree en ella; si algún día lo devuelven a mi esposo le diré lo que he sufrido. ¿A quién me dirigiré si me lo llevan?... ¡Oh, Camille, no me quitéis este tesoro!
Las órdenes eran terminantes y había que cumplirlas; se le arranca por la fuerza ese retrato y Laurence se desvanece. En ese instante Charles osa venir a contemplar a su víctima.
—¡Pérfida!, exclama sosteniendo entre sus manos el retrato que acaban de entregarle. He aquí lo que cautiva su corazón, lo que le impide rendírseme. Y arrojando la joya lejos de sí: Pero ¡qué digo, ay de mi! ¡Qué es lo que hago, Camille! ¿Podré, atormentándola, destruir su rencor?... ¡Cuán bella es... cómo la idolatro!... Abre los ojos Laurence, piensa por un momento que es tu esposo quien se postra a tus pies; déjame gozar de esa ilusión... Camille, ¿por que no habría yo de aprovechar este momento? ¿Quién me lo impide?... No, no; ya que no logro despertar su amor excitaré aún más su indignación. Ella no sufriría bastante si yo la obtuviere al amparo del sueño.
Charles se retira; Camille multiplica sus cuidados y logra reanimar a su ama; luego la abandona a sus pensamientos.
Cuando pasados tres días Laurence ve entrar a Camille, tiende sus brazos hacia esa Furia rogándole que interceda por su muerte.
—¿Para que quieren conservarme por más tiempo, dice, cuando es evidente que nunca consentiré en lo que de mí pretenden? Que abrevien mis días, os lo suplico, o, renegando por fin de los principios religiosos que hasta ahora me sostuvieron, me mataré yo misma; mi desgracia es demasiado horrenda para que pueda soportarla por más tiempo; decid a Charles, que tanto se complace en hacerme sufrir, que el placer que experimenta está a punto de extinguirse, que le suplico me sacrifique los últimos instantes de ese placer enviándome ya mismo a la tumba.
Camille responde con nuevas seducciones; nada hay que ella no intente; despliega ante su joven ama el elogio más hábil del pecado, pero sin éxito; Laurence insiste en suplicar la muerte y algunos auxilios religiosos si están dispuestos a concedérselos. Charles, advertido por Camille, se atreve a volver a ese sitio de horror.
—Basta de compasión, dice a su víctima, pero sabed que no morirás sola; está aquí tu indigno esposo y la suerte que a él le espera es la misma que a ti te quitará la vida; su muerte precederá a la tuya. ¡Adiós, te queda apenas un instante de vida!... Y se retira.
Al quedar a solas, Laurence se entrega a la más espantosa desesperación...
—Esposo amado, exclama, morirás, mi verdugo me lo ha dicho. Pero al menos lo harás conmigo... tal vez sepas que he sido injustamente acusada; ambos ascenderemos hasta los pies de un Dios que sabrá vengarnos; si la felicidad no pudo brillar para nosotros en la tierra, la encontraremos junto a ese Dios justiciero, favorable siempre a los desventurados... Tú me amas, Antonio, tú me amas todavía; aún conservo en mi corazón esa última mirada que te dignaste posar sobre mi cuando te arrancaste de entre mis brazos... Te cegaron, te sedujeron, Antonio; te lo perdono; ¿podría ver tus errores cuando mi alma te evoca? Será pura esa alma, será digna de la tuya. No hubiese podido salvarme al precio de un horrible crimen; sólo habría merecido tu desdén... Mas si es verdad que tu vida es el precio del pecado que de mi pretenden... si es verdad que puedo salvarte cediendo... No, tú no lo permitirías, Antonio; la muerte te espantaría menos que la infidelidad de tu Lawrence... ¡Ah, renunciemos a estas terrestres ligaduras que nos tienen cautivos en un mar de dolor!... rompámoslas puesto que es necesario y vamos a morir juntos en brazos de la virtud.
La desventurada se arroja por tierra luego de su invocación; allí permanece... allí permanece inanimada hasta que se abre nuevamente la puerta de su calabozo.
Mientras tanto había ocurrido un acontecimiento singular. Charles estaba decidido a cometer dos crímenes a la vez: el de no esperar más para consumar sus proyectos en la mujer de su hijo, sometiéndola por la fuerza, ya que no podía hacerlo de otro modo, y el de sepultar el recuerdo de todos sus horrores desembarazándose de su segundo cómplice. Envenenó a Camille; pero en cuanto su nueva víctima sintió los efectos del tóxico, sus remordimientos comenzaron a acuciarla; haciendo acopio de sus últimas fuerzas se apresuró a escribir a Antonio revelándole las intrigas de su padre, pidiéndole perdón por ayudarlo a urdirlas, haciéndole saber que Laurence vivía todavía, que era inocente, y recomendándole no perder un instante para venir a librarla de los ultrajes y de la muerte que inevitablemente le esperaban. Camille encontró la forma de hacer llegar su carta secretamente al campamento de Louis y sólo se tendió sobre su lecho de muerte cuando hubo tranquilizado su conciencia con este proceder. Charles, que lo ignora, continúa la ejecución de sus designios, preparándose a consumarlos.
Es de noche; el malvado, una lámpara en su mano, penetra en el calabozo de su hija; Laurence yace por tierra, casi sin vida... He allí el objeto... el objeto de la mayor compasión en el que ese monstruo se atreve a vislumbrar execrables placeres... contempla a la infortunada... mas el Cielo está harto de sus crímenes y elige ese momento para poner término a las abominaciones de esta bestia salvaje... Se oye un ruido espantoso... es Louis... es Antonio... ambos se abalanzan sobre el asesino; Louis pretende apuñalarlo mas Antonio desvía el arma que amenaza la vida del autor de sus días
—Dejémosle vivir, dice el generoso Antonio. He allí a la que amo; vuelvo a encontrarla inocente; dejemos existir a su verdugo; será más desdichado que si le quitásemos la vida.
—He ido demasiado lejos como para dejaros gozar de ese placer, dice ferozmente Charles, clavándose el mismo su puñal...
—¡Oh, padre mío!, exclama Antonio, intentando una vez más salvar la vida de ese desdichado.
—¡No, déjalo!, dice Louis. Así deben morir los traidores; éste viviría para ser nuevamente el horror del mundo y de los suyos; que vuelva a los infiernos de donde escapó para desgracia nuestra; que vuelva allí a espantar a las sombras de la Estigia con el terrible relato de sus crímenes y que también se lo repudie como lo hacemos nosotros; es el último tormento que para él deseo.
Sacan a Laurence de su celda... Apenas puede soportar la sorpresa al comprender lo que ocurre. Las lágrimas vertidas entre los brazos de su amado esposo constituyen la única forma con que puede expresarse en la aguda crisis por la que atraviesa.
Abrazos, felicitaciones, le hacen olvidar pronto sus desdichas, y lo que logra borrarlas por completo de su alma pura e inocente es la felicidad que la rodea... es la dicha de que la colma su virtuoso esposo durante los cuarenta años en que Toscana tuvo el orgullo de poseer a la más bella, más virtuosa, más digna de las mujeres, capaz de merecer con tanta justicia el amor, el respeto y la veneración de todos.
Fin
NOTA
Tal vez podamos complacer a los amantes de la poesía italiana dando la versión completa del soneto 57 de Petrarca, del que sólo pudimos adaptar a nuestro tema la mitad. En sus primeros versos se comprobará la veracidad de la nota colocada en pie de página. Fue con motivo de este soneto que Vasari dijo:
"¡Qué felicidad es para un pintor encontrarse con un gran poeta!; le hará un pequeño retrato que durará apenas unos años, ya que la pintura está sujeta a toda clase de accidentes, mas será recompensado con versos que perdurarán siempre porque el tiempo no los altera jamás. Simón tuvo mucha suerte en encontrar a Petrarca en Avignon. Un retrato de Laura le valió dos sonetos que lo inmortalizarán como no lo hubiesen hecho todas sus pinturas. "
Esta es una prueba de que en el siglo del renacimiento de las artes, aquellos que las cultivaban sabían establecer entre ellos una exacta jerarquía haciéndose justicia mutuamente. ¿Podrá encontrarse en nuestros tiempos esa buena fe... ese inestimable candor?
He aquí el soneto de que hablamos con traducción literal en versos franceses que están muy lejos de compararse con el original; mas las gentes de letras saben que la poesía italiana no puede traducirse.
SONETO
Quando giunse a Simon l´alto concerto
Ch´a mio nome gli pose in man to stile;
S´avesse dato all´onera gentile
Con la figura voce, ed intellecto;
Di sospir molti mi esgombrava il petto
Che cio altri han piu caro, a me fan vile
Pero ch´a vista ella si mostra: umile
Promettendomi pace nell'aspetto
Ma poi ch´ i´ vengo a raggionare con lei;
Benignamente, assai par the m'ascolte
Se risponder s´avesse a´detti misei.
Pigmalion, quanto lodar´ti dei
Dell´ imagine tua, se mille volte
N´avesti quel ch´ i´ sol´una, vorrei!
TRADUCCIÓN AL FRANCÉS
Lorsque Simon a ma prière
Fit ce portrait si ressemblant;
A cette image qui m´est chère,
S'il eut donne la voix, le sentiment,
Ah! Qu’il m´eut épargne de soupirs et de larmes!
Laure dans ce portrait déployant mille charmes,
Me traite avec douceur et m´annonce la paix
Si j´ose lui parler, je crois voir dans ses traits,
Qu'elle est sensible a mes alarmes;
Pour me répondre, hélas! il lui manque la voix.
Heureux Pigmalion! tu reçus mille fois,
Cette faveur de ton ouvrage,
Qu'une seule fois je voudrais
Obtenir de ma chère image.