LA NOVIA DE MI HERMANO (Corín Tellado)
Publicado en
noviembre 18, 2024
ARGUMENTO
—Al diablo —vociferó Dick con su acostumbrada indiferencia—. ¿Crees acaso que puedo perder todo mi dinero porque a Rock le haya favorecido hoy la suerte? Lo último, Rock —añadió volviéndose hacia el hombre que lo escuchaba con las cejas arqueadas—. Mi hija, ¿comprendes? Puedes casarte con ella cuando te plazca si tienes la maldita suerte de ganar esta última jugada, pero si pierdes, Rock..., si pierdes te quedas en la calle. Estos son testigos de la legalidad de nuestro juego.
CAPÍTULO I
—Pero, Dick, eso no debes hacerlo. Es... es casi monstruoso.
—¿Insistes, Dick? —preguntó Rock Fuller con sequedad.
—Insisto. Mi hija por tu hacienda y todas esas malditas fichas que tienes sobre la mesa.
—Repórtate, Dick —suavizó James.
—Al diablo —vociferó Dick con su acostumbrada indiferencia—. ¿Crees acaso que puedo perder todo mi dinero porque a Rock le haya favorecido hoy la suerte? Lo último, Rock —añadió volviéndose hacia el hombre que lo escuchaba con las cejas arqueadas—. Mi hija, ¿comprendes? Puedes casarte con ella cuando te plazca si tienes la maldita suerte de ganar esta última jugada, pero si pierdes, Rock..., si pierdes te quedas en la calle. Estos son testigos de la legalidad de nuestro juego.
—No conozco a tu hija —adujo Rock con cierta indiferencia, habitual en él—. ¿No pretenderás casar a un adefesio conmigo? Ten en cuenta que, pese a mi adustez, a mi exterior rudo, soy un hombre al que le gustan las cosas bellas.
Dick extrajo la cartera del bolsillo, sacó precipitadamente una cartulina, la mostró con violencia y dijo:
—En toda tu puerca vida de hacendado ambicioso no podrías hallar mujer como esta. Mírala, Rock, mírala y obsérvala. No te la mereces, pero has ganado demasiado dinero esta noche y es mío, ¿comprendes?
Rock no se alteró. Nunca se alteraba y aquella noche, más que nunca, necesitaba de toda su serenidad.
Contempló a la mujer que sonreía desde la foto y sus cejas se arquearon un poco más. ¿Bonita? No, más bien seductora, y sobre todo muy joven, excesivamente joven.
—Es una niña —observó.
—Naturalmente, pero tú no eres un anciano.
—Tengo treinta y dos años, Dick —rio Rock con cierta oculta ironía—, y no tengo, ciertamente, ningún deseo de casarme. Prefiero jugar tu hacienda contra la mía.
—Eso no —vociferó Dick atragantado—. Ten en cuenta que me has ganado muchos miles de dólares.
—¿Prefieres entonces perder a tu hija?
Dick miró a un lado y a otro como buscando apoyo. No lo encontró. James Reed, amigo suyo, lo miraba con cierto sarcasmo. Tom Shaw, que estaba sentado junto a Rock, lo obsequió con una mirada burlona. Rock, el maldito hombre de suerte, estaba llenando su pipa con natural parsimonia.
Dick Bowe tenía un nudo en la garganta y unos deseos homicidas en el cerebro. En una sola noche (y por desgracia había muchas noches como aquella) perdió la bonita suma de doce mil dólares. Y todos estaban allí sobre la mesa, junto a Rock Fuller, que no parecía muy contento de su buena suerte.
—No la pierdo, Rock —dijo aflojando el nudo de la corbata—. Casada contigo la veré todos los días.
La sequedad de Rock descomponía a Dick. ¿Desde cuándo se conocían? Años quizá, muchos años. Rock tenía quince cuando murió su padre y quedó dueño y señor de la hacienda. Mentira parecía que aquel mozalbete tuviera energía suficiente para sacar del abismo la hacienda hipotecada. Y no solo la sacó sino que en un puñado de años con la rudeza, su trabajo, y su ambición, consiguió ponerla a flote, enriquecerla y, llegado un día, fue el hacendado más rico de la comarca. ¿Cómo logró el milagro? Trabajando, bregando día y noche como si fuera uno más de sus criados, rascando la tierra parduzca y buscando en ella el fruto que luego se convertía en oro. No gastando un centavo, privándose de sus caprichos, comiendo mal, no bebiendo nada y fumando una pipa medio vacía. Aun ahora, que era rico y poderoso, se privaba de muchas cosas que consideraba absurdas. Vestía invariablemente pantalón de pana, altas polainas, zamarra de cuero y fumaba tabaco del más barato. Era un hombre rudo, de aspecto imponente, pero no feo ni repulsivo. Un hombre bravo que no conocía más que aquella parte de la comarca que casi le pertenecía por entero porque mientras los otros se dedicaban a vivir a lo grande, él se enriquecía aprovechando la negligencia de los demás. Prestaba dinero a sus amigos y luego estos debían devolvérselo con sus réditos, y más de una vez se vio obligado por las circunstancias (era una razón poco plausible, pero sí muy práctica) a embargar los bienes de los demás. ¿Escrúpulos? Ninguno. Nadie los había tenido con él, cuando a los quince años se vio ante el desastre de su propio hogar y fue endureciéndose en su propia amargura. ¿Sin entrañas? Quizá no las tuviese, aunque nadie se atrevió jamás a probarlo. Cuando no pagaban sus deudas se quedaba con todo y cuando le pedían una prórroga la denegaba con sequedad, aquella sequedad tan conocida en toda la comarca y tan temida a la vez.
Dick Bowe nunca le pidió dinero, precisamente por que le temía y a Rock le agradaba la situación de su casa de labranza por sus pastos y sus riegos abundantes. Pero ahora, perdidos los doce mil dólares que tenía en dinero, si no jugaba a su hija, en modo alguno podía jugar la hacienda porque era lo único que le quedaba. Y después de todo, Beth podía darse por conforme obteniendo por marido a aquel bruto enriquecido. Una mujer hace mucho y Beth era fina, distinguida y hermosa...
—Va mi hija, Rock —dijo fuerte—. La mano de mi hija contra todo tu capital.
—Eso es una tontería, Dick —se atrevió a intervenir James, otra víctima de la ambición de Rock—. No tienes derecho a disponer así de la vida de tu hija.
Rock volvió el rostro atezado por el sol y los vientos de la pradera. Miró a James con las cejas arqueadas y dijo:
—¿Considera usted que esa preciosa vida se destrozaría a mi lado?
—Posiblemente, Rock. Es usted demasiado materialista para una joven espiritual.
—Bobadas. Si hubiera sido un hombre espiritual, hoy estaría usted en mi hacienda y no yo. Hay que ser práctico, señor Reed —miró a Dick—. Va, amigo. Su hacienda por la mía.
—No y mil veces no, Rock. Mi hija por tu hacienda.
Las cejas de Rock se arquearon ahora con más violencia. Mordió la pipa y sus labios se entreabrieron en una sarcástica sonrisa.
—Ten en cuenta, Dick, que yo no nací para pelear con chicas educadas en París. Según tengo entendido, tu querida Beth está en un aristocrático pensionado.
El señor Bowe aspiró hondo. Era un hombre rudo, muy alto, de duras facciones embrutecidas por el aire áspero de la pradera. Tenía el pelo gris y la mirada viva, pero era un infeliz, sin voluntad propia.
—Ha terminado, Rock —rugió furioso—. Ahora está en casa de una amiga pasando el verano.
—Si gano tendrás que llamarla urgentemente porque quiero casarme con ella inmediatamente.
—Y si pierdes —vociferó Dick con los ojos relucientes—, te irás de estas tierras y no aparecerás nunca más.
—Es que no va mi hacienda, Dick —sonrió Rock con sequedad—; van doscientos mil dólares.
—¿Doscientos mil?
—Sí. Creo que bien lo vale tu hija.
James y Tom se revolvieron inquietos. Alguien pretendió entrar en el departamento reservado y al ver a Rock y sus amigos, se marchó rápido. A través de los débiles tabiques se oía el murmullo ensordecedor del bar, las riñas, los juramentos y las protestas.
—La gente se divierte —rio Rock señalando la puerta—. Por lo visto ignoran que también nosotros nos divertimos.
—Dick —suplicó el viejo James—, no cometas la barbaridad de igualar a tu hija con un puñado de viles billetes. Beth es una chica...
—Ya lo ha dicho usted antes, James —saltó Rock cambiando la pipa de un lado a otro de la boca y mirando los naipes—. Va, Dick, doscientos mil contra la mano de tu cándida hija.
—Dick.
—Callaros —rugió el hombre enfurecido—. No estoy jugando a las vuestras. Juego la mía.
—Beth nunca accederá a casarse con Rock.
El aludido ni movió un músculo. Al parecer solo le interesaba su pipa de la cual extraía espesas bocanadas de humo maloliente.
—Beth accederá a casarse con quien yo le diga.
—Entonces no hablemos más, Dick. Vamos a jugar. Si sacas la carta mayor te quedas con los doscientos mil dólares.
—¿Dónde están? —preguntó Dick con los ojos brillantes.
—No cometas la vileza de creerme un canalla —dijo Rock furioso—. Te firmaré un cheque contra un Banco de Nueva York y lo harás efectivo cuando te plazca. Tenemos dos testigos, Dick. Pero si pierdes, Dick, te quedas sin tu hija y sin el dinero.
—Bien. Dame los naipes.
Hubo un silencio. Rock miró a James y este, tembloroso, barajó las cartas. Tom contenía su respiración y Dick parecía presa de febril ansiedad. Solo Rock continuaba fumando tranquilamente su pipa y sus manazas aplastadas contra el tablero de la mesa permanecían quietas y serenas.
—Aún estás a tiempo, Dick. La suerte no te favoreció esta noche.
—Tú te callas, James. Toma una carta, Rock.
Este la tomó. Dick hizo otro tanto. Hubo un momento de violenta tensión. Solo Rock permanecía imperturbable como si el asunto no le importara en absoluto.
Sus ojos verdes, de expresión quieta, parecían cristal en las cuencas inmóviles. Su pelo corto, crespo, casi rapado, enmarcaba su rostro de facciones endurecidas. Y su piel tostada, donde la barba apuntaba negrísima, dábale un aspecto de dureza que no estaba acorde con su belleza brava y el mirar de sus ojos un si es no melancólicos. Era sencillamente un hombre hermoso pese a la burda ropa que vestía, a la dureza de sus manos y al mirar quieto de sus pupilas que jamás expresaban su sentir.
Dick, con mano temblorosa, volvió la carta. Una maldición salió de sus labios. Rock volcó la suya sin prisa alguna y sonrió sin entusiasmo.
—Lo siento, Dick —dijo tan solo, poniéndose en pie.
—Espera, Rock.
—¿Quieres rectificar? —preguntó este con sequedad.
Ya dijimos que la sequedad de Rock era temible. Nadie deseaba provocarla.
—No rectifico. Pondré un telegrama a Beth para que venga inmediatamente.
Rock se encaminó a la puerta, luego de meter en los bolsillos el fajo de billetes. Allí se volvió y dijo:
—Cuando me case con tu hija, te entregaré este dinero, Dick. Mientras, no.
—No tienes por qué devolvérmelo. Es tuyo. Lo has ganado.
—No obstante, seré un yerno generoso. Buenas noches, amigos.
Se perdió tras la puerta y Dick miró a James y a Tom.
Hubo un largo silencio, que interrumpió Tom para decir:
—Siempre te apasionó demasiado el juego, Dick; pero esta vez has ido demasiado lejos. Beth no es mujer para Rock y tú lo sabes.
—De todos modos cumpliré mi palabra.
—De acuerdo. Faltarías horriblemente si no lo hicieras y tendrías que marchar de la comarca porque Rock no perdona con facilidad. Una deuda de juego es sagrada, Dick, y antes de jugar debieras medir tus actos.
—Cállate, por favor, Tom. Estoy avergonzado.
—Te hemos avisado, Dick —observó James—. Tú sabes tan bien como nosotros que ese maldito Rock gana cuanto quiere. ¿Ignoras acaso que he venido esta noche para pedirle una prórroga? ¿Y sabes lo que dijo? —rio con amargura—. Que él nunca había pedido nada a nadie, excepto a mí y yo no se lo di.
—Iré a poner un telegrama a Beth —susurró Dick, limpiando con un pañuelo el sudor que perlaba su frente.
Tom y James le siguieron hacia la puerta. Atravesaron el bar lleno de hombres y al ir a empujar las dos mamparas que formaban la puerta, vieron a Rock bebiendo tranquilamente una copa de ron. Los saludó con una burlona inclinación de cabeza y Dick empujó las maderas descoloridas y salió a la calle seguido de sus dos amigos.
El aire de la noche refrescó un tanto el rostro sofocado del hacendado. Caminó con paso vacilante por las callejas mal empedradas sin decir una palabra.
—Dick —susurró James—, creo que aún estás a tiempo.
Dick se detuvo. La luz que proyectaba un farol iluminó sus facciones, ahora relajadas por la ansiedad.
—¿Que aún estoy a tiempo? ¿Acaso no has oído y visto lo que pasó allí?
—Sí; pero si le ofreces a Rock tu hacienda, le importará un comino casarse con tu hija.
—¡Mi hacienda! —musitó Dick calladamente—. ¿Mi hacienda has dicho, James? No podría hacerlo. He nacido y crecido allí, he gozado y sufrido junto a mi mujer... No, James. Mi hija... sí, la hacienda no.
Echó a andar y al llegar a telégrafos, los tres hombres subieron aprisa la escalera como si temieran ser perseguidos.
Dick avanzó sin mirar, hacia atrás. Cogió un papel sacó la pluma y miró a sus amigos.
—¿Por qué habéis venido? —preguntó quedo.
—Nos necesitas, Dick.
Por toda respuesta el hacendado, escribió febril sobre el impreso. Lo leyó después y se lo mostró a sus amigos.
—«Ven inmediatamente, tu padre, Dick» —leyó Tom muy bajo.
Dick lo arrancó de un tirón y sin vacilar metió la cabeza por la ventanilla. Minutos después los tres hombres pisaban de nuevo la calle.
* * *
«Ven inmediatamente...».
La joven, que leía el telegrama con el ceño fruncido, volvió los ojos hacia su amiga y murmuró:
—¿Lo entiendes, Ana? Mi padre dice que vaya inmediatamente...
—Sí, creo que dice eso —sonrió Ana leyendo por encima del hombro de su amiga—. Es extraño porque en su última carta te decía que estaba conforme con que pasaras el verano a nuestro lado.
—Papá pudo ser más explícito. ¿Estará enfermo?
—Te lo habría dicho.
Elizabeth Bowe se dejó caer en una pequeña butaca y cruzó las piernas una sobre otra. Tenía un cigarrillo entre los dedos de la mano derecha y el telegrama desplegado en la izquierda. Fumaba y leía repetidamente como si no comprendiera.
—Tendré que hacer las maletas —dijo desazonada—. ¡Yo que tanto había esperado de este verano...! —sonrió a Ana y añadió pensativamente—: Lo siento por Tony, Ana. Tú le dirás que no pude esperar su regreso.
—Sí puedes. Tú padre no dice que salgas hoy.
—Pero sí dice que vaya inmediatamente y conozco a papá. Es demasiado violento y...
Ana se sentó en el brazo de la butaca que ocupaba su amiga y la contempló con fijeza.
—Liz —susurró dulcemente— siempre me das la impresión, cuando hablas de tu padre, de que te inspira cierto temor.
—No es eso.
—¿Entonces, Liz...?
La joven sonrió al tiempo de aplastar el cigarrillo en el cenicero a su alcance y ponerse en pie. Era gentilísima, más bien delgada, pero de un busto perfectísimo y bien definido. Esbelta y tan femenina que a veces resultaba extremadamente exquisita y daba pena tocarla por temor a que pudiera estropearse. Muy negro el cabello corto, muy azules los ojos expresivos, de mirar un poco melancólico.
—No he vivido mucho tiempo a su lado, Ana —dijo suave—. Me mandó al colegio a los ocho años y nunca más he vuelto a la comarca. No sé por qué lo hizo si ahora pretende enterrarme allí —se revolvió inquieta—. ¿Sabes, Ana? Me horroriza la idea de vivir en el campo. Es..., es cruel que papá pretenda que me quede a su lado. Además... amo a Tony.
Ana la contempló apenada.
—Beth —musitó—, no creas que tus amores con Tony satisfacen mucho a mis padres. Tony es un...
—Yo le quiero.
—Lo sé y es una lástima. No es hombre que convenga a ninguna mujer. Es bueno y amable, fino y delicado, pero su porvenir es incierto.
—¿Y qué importa? Le ayudaré.
—Sí, quizá le ayudes, pero tu ayuda no será suficiente. Ten en cuenta que los cuadros de Tony no se venden nunca y que nadie los quiere ni regalados. Tony tendría que hacer algo más positivo.
—Es un artista de espíritu elevado y yo no podría soportar a un hombre rudo. Amo a Tony tal vez más que por nada, por su carácter.
—Que no es enérgico —sonrió Ana comprensiva.
—No se necesita tanta energía para hacer feliz a una mujer como yo.
—Beth...
—Llámame Liz, Ana. Cuando me llamas Beth es que no estás de acuerdo conmigo.
—Pues entonces no podré llamarte Liz porque, en efecto, no estoy de acuerdo contigo. Te marchas a tu casa, Liz —murmuró dulcemente—, quizá pase mucho tiempo antes de que volvamos a vernos y quiero decirte muchas cosas para que las recuerdes en tu comarca... Hemos vivido juntas desde hace muchos años, Liz, nos quisimos como amigas y hoy nos queremos como hermanas. He visto a tu padre junto a ti más de una vez y me he dicho que sois los polos opuestos. Tu padre nunca debiera traerte a un pensionado aristocrático si tenía intención de llevarte luego a su lado... Te han educado demasiado exquisitamente, Liz, para pelear ahora con criados ordinarios, para vivir en el campo, para no asistir jamás a una recepción mundana. Pero, puesto que esto no puede evitarse, no debes tomar el brazo de Tony como una salvación, ¿comprendes?
—Quiero a Tony, Ana. No lo busco como posible desquite a mi renuncia...
—Bien de todos modos es preciso que pienses un poco más con la cabeza, Liz. El corazón ya pensará después. Mientras vivieron sus tíos, Tony fue un chico distinguido y mundano. Ahora también lo es, pero sin dinero, y la distinción y la mundología, aunque no queramos, debe de ir adornada, ¿me entiendes? Si Tony dejara sus cuadros horribles y se dedicara a trabajar en firme..., pero Tony no quiere trabajar.
—Cuando nos casemos...
Ana no le dejó concluir.
—¿Cuándo os caséis? —rio cariñosa—. Tu padre no te lo permitirá, Liz. Según tengo entendido, tu padre posee dinero y una hacienda valorada en muchos miles de dólares... Creo que esto también lo sabe Tony, y es una lástima, ¿no crees?
—Nunca me hablaste así, Ana —reprochó Beth.
—Es que nunca se presentó un momento como este. Te decía que Tony sabe muy bien que tienes dinero... Y quiero añadir algo más aunque te duela oírme. Antes de pretenderte a ti, Tony lanzó sus baterías hacia Ana Crocket que, como sabes, soy yo; pero papá Crocket, que conoce muy bien a Tony, dijo que no y Ana se sintió aliviada porque aunque Tony le gustaba físicamente, su parte moral distaba mucho de agradarle.
Beth miraba a Ana con fijeza y se sentía disgustada.
—Liz —susurró Ana yendo hacia ella—, no me guardes rencor. Papá me dijo que te hablara. Hace mucho tiempo que me lo dijo, ¿sabes? Pero yo te veía tan entusiasmada que me daba pena. Y aprovechando ahora que marchas y que Tony estará ausente una semana, quiero que...
—¿Pretendes acaso que rompa con Tony?
—Así es.
—Si me hablara otra persona como tú lo has hecho, no querría ni escucharla, pero tú... —pasóse una mano por la frente y curvó los labios en débil sonrisa—. Tendré que ver por mis propios ojos los defectos de Tony, Ana. Sé que me quieres bien, pero no puedo ni debo fiarme de lo que tú me dices porque aún no he visto nada que haga desmerecer a Tony ante mis ojos. ¿Me ayudas a hacer la maleta?
—Liz...
—Por favor, Ana, no hablemos más de eso. Ahora marcho y cuando regrese, que quizá será dentro de unos años, tal vez no me reconozcas. Ten en cuenta que toda la exquisitez que mencionaste antes, y que me atribuiste, desaparecerá en el campo. Quizá papá me haga trabajar allí.
—Liz, ¿cómo dices esas tonterías?
—¡Bah!
Vestía un pijama azul pálido y sobre él una bata lindísima que estilizaba más su figura exquisitamente femenina. Ana la contempló mientras su amiga iba y venía por la estancia buscando sus prendas que luego ocultaba en la maleta grande. Era doloroso que aquella delicada figura de mujer fuera a enterrarse en una comarca donde llovía y nevaba como en cualquier otra parte, pero donde se veía más la lluvia y la nieve.
—Diré a papá que escriba al tuyo para que vuelvas por las Pascuas —dijo Ana pensativa.
—Te lo agradeceré. Cuando llegue diré a papá que estoy en relaciones con Tony y quizá me permita casarme.
Ana se guardó muy bien de decir nada. Ayudó a su amiga y, silenciosas, guardaron en la maleta las finas ropas de Beth Bowe.
II
Dick Bowe quedó un poco suspenso ante la figura de mujer, que avanzaba hacia él. Hacía dos años que no la veía y durante ellos Beth mejoró mucho. Además, sus ropas elegantes, sus modales, su fino cuerpo, el perfil delicado de su cara de muñeca moderna... Dick aflojó el nudo de la corbata y estrechó contra sí el cuerpo elegante.
—Has venido sin avisar —dijo después de besarla—, y antes de lo que esperaba.
—Decías que viniera inmediatamente.
—Sí, era preciso. Ven, querida.
—Mi equipaje, papá.
El vozarrón de Dick atronó el vestíbulo poco elegante.
—Jin, sube las maletas de la señorita a su alcoba. —Luego miró a su hija y le pasó un brazo por los hombros—. Charlaremos un poco en la salita. Ven, querida mía.
Dick y su hija nunca se profesaron gran cariño. Al menos si lo sentían el uno por el otro no se lo demostraron mutuamente y ahora se miraban con cierto recelo, pues Dick temía hablar y Beth temía que hablara aun sin saber definir porqué.
—Siéntate, Beth —pidió mostrando un sillón forrado de azul, pero horriblemente deshilachado.
Beth no se sentó. Miraba a un lado y a otro con extrañeza. Hacía muchos años que no visitaba la casa de sus padres, pero siempre tuvo una idea más elevada de todo lo que rodeó su niñez, y ahora veía... ¡Oh, sí! Veía que todo era, si no pobre, al menos deslucido, sucio, poco acogedor.
—Papá, yo...
Dick carraspeó:
—Ya sé lo que vas a decirme, Beth. No todo es como tú has supuesto. Durante estos años he perdido mucho dinero...
—¿Perdido? ¿En qué? ¿Las cosechas no fueron buenas?
Dick estuvo a punto de decir la verdad, porque como ya hemos dicho era débil e infeliz; pero se calló temiendo a los ojos de su hija, que continuaban quietos en su rostro.
—Las cosechas, Beth, el ganado, todo...
—Lo siento, papá.
—Sí, yo también, hijita.
Beth se aproximó a la ventana y miró hacia afuera. La finca era grande, sus terrenos inmensos se extendían hacia lo infinito, pero no todo parecía próspero. Miró hacia el parque que ahora hacía de patio y lo vio sucio; los caballos enflaquecidos y las carretas de labranza esparcidas por aquí y allá, mientras los mozos parecían dormitar bajo los fuertes rayos del sol.
—¿No trabajan? —preguntó extrañada.
Dick avanzó, miró a su vez y torció el gesto.
—¡Esos cerdos...! Perdona, querida. Soy demasiado duro...
Beth se sintió deprimida. Los padres que viven en el campo destinados a duros trabajos nunca deberían hacer estudiar a sus hijas en colegios aristocráticos. ¿Por qué lo había hecho Dick Bowe?
—Jin —gritó Dick asomando la cabeza por la ventana—, levanta de ahí condenado, y busca a tus compañeros.
El llamado Jin abrió un ojo y dio un codazo a su amigo, que dormitaba junto a él.
—Vamos, el amo está furioso.
Uno tras otro los seis criados se alejaron en dirección a la pradera con sus caballos enflaquecidos, sus carretas deterioradas y sus aperos de labranza. No parecían tener mucha prisa y Dick se maldijo en aquel instante porque por haber jugado todo el dinero que poseía, no pudo pagar los jornales aquel mes. Evidentemente tendría que recurrir a Rock, al maldito Rock, que se cebaría en él como un lobo hambriento.
—Lo siento, Beth.
—No te preocupes, papá. Mañana iré a dar una vuelta por tus posesiones y te ayudaré.
—¿Ayudarme?
—Claro. ¿Para qué me has llamado, pues?
¿Para qué la había llamado? «Se lo diré ahora —pensó—. Creo que cuanto más pronto descargue mi conciencia, es mucho mejor». Pero no dijo nada. Era tan fina, tan delicada y Rock... Rock era duro como los montes y enérgico como un huracán. Nunca sabría tratarla.
—Hablaremos de ello otro día —dijo evasivo—. Ahora ve a descansar y ya diré a Anna que te lleve algo de comer.
Se lo agradeció. Necesitaba dormir, olvidar, pensar en París, en sus calles brillantes, limpias y grandes, en el amor de Tony, en la casa inmensa y elegante de Ana...
Atravesó el vestíbulo. Maceteros sin flores, el piso sobado, las escaleras que conducían al primer piso sin alfombras, el pasamanos resquebrajado... ¡Oh, qué desolación en el corazón joven y lleno de ilusiones! ¿Por qué Dick Bowe perdió tanto dinero en pocos años? ¿Era en verdad el ganado, las malas cosechas?
El piso la desconcertó porque era mucho peor que la planta baja. Sus altas alcobas con las paredes húmedas y el suelo manchado de barro. Entró en su alcoba y quedó de pie en el Umbral con los ojos llenos de lágrimas. No se volvió hacia su padre porque no deseaba disgustarlo en forma alguna, si bien tragó su congoja y miró... La cama al fondo, sola, pelada, hundida en medio como si le faltara estabilidad. Las paredes humedecidas con grandes manchones, el piso desprovisto de alfombras; ni sillas, ni armario...
—Lo siento, Beth.
—¿Por qué? —preguntó ella sin volverse—. ¿Por qué esta ruina en tan poco tiempo?
«Lo jugué todo, Beth —podía decir—. Jugué hasta el último céntimo y todo lo tiene ese... Jugué hasta mi honor». Pero bajó la cabeza y no dijo nada.
—Quiero quedar sola, papá. Lo necesito, ¿sabes?
El hombre cerró la puerta, caminó vacilante escalera abajo.
La joven se sentó en el borde de la cama y esta crujió desgarradoramente. Con las sienes sujetas en las palmas muy finas, Beth parecía deprimida, desmadejada.
—Es horrible, horrible —gimió—. Si Ana me viera. Si Tony pudiera comprobar esta pobreza...
Curvó los labios en una sonrisa y añadió bajísimo:
—Aún no me dijo por qué me ha mandado a llamar urgentemente. Es desolador volver al hogar después de tanto tiempo y encontrar esto... Por algo no quiso nunca que yo volviera. Y ahora... ¿Por qué? ¿Por qué, Dick Bowe?
* * *
A la mañana siguiente visitó una por una todas las habitaciones de la gran casona. Sus altas estancias desprovistas de muebles estremecieron a la joven. Sus pasillos sucios sin alfombras. Sus cuadras casi vacías, sus campos yermos, su patio lleno de aperos de labranza inútiles, destrozados.
Buscó a Anna y esta la recibió con una sonrisa boba en la faz fláccida. No le preguntó nada porque la consideró estúpida. No buscó a su padre, no buscó a nadie. Pidió a Jin que le ensillara un caballo y fue a vestirse para montarlo.
Contrastaba la delicada figura en el ambiente empobrecido. Fina, alta, exquisita, dentro del traje de amazona muy elegante. ¿Había empobrecido su padre por educarla en un gran colegio? No, Beth sabía muy bien que la finca era rica, que había dinero, mucho dinero en efectivo y si ahora no existía tal dinero era por algo más poderoso que un puñado de billetes para costear sus estudios y sus modelos costosos.
—Algún día lo sabré —dijo dirigiéndose al patio, donde Jin esperaba sujetando el caballo.
Al cruzar la terraza encontróse de manos a boca con su padre.
—Estás muy bonita —dijo Dick admirado—. ¿Adónde vas?
—Daré un paseo por los campos.
Dick pareció vacilar.
—¿Conoces nuestras propiedades, Beth?
—No, desde luego; si bien supongo que serán todas las que se abarcan con la vista...
—Pues no, Beth. Me he visto obligado a vender alguna. Al dar la vuelta a aquella pradera sobre la cual se divisa un montículo está la finca de Rock Fuller...
—¿Y bien?
—Son sus terrenos.
—¿Los adquirió él? —preguntó desorientada.
«Los ganó en el juego», pudo haber dicho, pero se limitó a asentir.
Beth una vez más quedó desconcertada.
—A mi regreso —dijo— me dirás por qué me has enviado a llamar.
—Te lo diré, Beth.
—Hasta luego.
—Adiós, hija.
La vio descender y subir al caballo de un ágil salto. Esbelta, erguida en la silla, parecía una reina. Montaba a caballo admirablemente. Dick se sintió deprimido. Encerróse en su despacho y con la cara entre las manos pensó en ir a ver a Rock antes de hablar con su hija. Era preciso.
Entretanto Beth galopaba por el campo. Sentía la brisa en el rostro y los ojos tan azules se abrían contentos. Era joven, bonita, y esbelta, enamorada de un hombre que la amaba a su vez. ¿Por qué deprimirse si seguramente se iría con Tony tan pronto este regresara a París y supiera que ella estaba con su padre? Tomaría el avión y se trasladaría a Nueva York, estaba segura. Tony vendría a buscarla, Dick tendría que dar su permiso para la boda y luego... de nuevo a París...
Atravesó la senda y al dar la vuelta al montículo divisó la finca. Erguida en la silla contempló la casa inmensa, muy blanca, quizá recién pintada. Sus muros altos, sus patios limpios, que divisaba a través del portalón abierto. Las ventanas pintadas de verde daban la sensación de limpieza. Había flores en las terrazas y se apreciaba riqueza.
—El tal Rock Fuller no se durmió en la higuera como mi padre —comentó humorista.
Alejóse de allí y vagó por los campos una, dos horas...
* * *
Rock Fuller, enfundado en sus «clásicas» ropas de campesino embrutecido desmontó del caballo, lo soltó y extrayendo la pipa la llenó de tabaco. Fumó con placer y el humo, que no era perfumado precisamente, salió por boca y nariz, como si procediera de un volcán. Luego caminó hacia el riachuelo e inclinado sobre él se lavó las grandes manazas.
La vio sentada en el borde del río fumando tranquilamente un cigarrillo. Rock, que no estaba acostumbrado a ver mujeres por sus posesiones, se extrañó y sin delicadeza alguna le tocó en el hombro.
—¿Qué diablos hace aquí? —preguntó rudo.
Beth dio un respingo, le cayó el cigarrillo al agua y por poco hubiera caído ella si no se sostiene sobre un puñado de hierba.
—¿Eh? —exclamó mirando las piernas larguísimas que tenía ante sus ojos. Luego miró más arriba y se encontró con el rostro atezado.
Rock dio un paso atrás y apretó la pipa.
«Diantre —pensó—, es la hija de Dick. Son los ojos de la fotografía, su pelo, su nariz, su boca... ¡Bonita muchacha!».
—¿Quién es usted? —preguntó ella poniéndose en pie.
—Me llamo Rock Fuller —dijo— y soy dueño absoluto de todo esto. No acostumbro a admitir intrusos en mis terrenos, pero usted puede quedarse —rio cachazudo.
A Beth no le resultó simpático; pero admiró su talla, su rostro tostadísimo y sus dientes asombrosamente blancos, y el brillo de sus ojos verdes de expresión casi inmóvil.
—Gracias, es usted muy amable, pero me marcho.
—Como guste, joven.
—Me llamo Elizabeth Bowe.
—Ya lo sé —sonrió Rock con absoluta naturalidad.
—¿Que lo sabe usted?
Rock pensó: «No sé qué voy a hacer con esta criatura distinguida. Me dará pena hasta tocarla. A mi lado parece una muñeca de escaparate rico».
Sin responder miró sus manos. Las volvió arriba y abajo y encogió los hombros. Pensó: «Son demasiado grandes y extremadamente duras para tocarla. Bueno, después de todo, tengo bastante dinero para comprar una mujer elegante. Me gustan las chicas elegantes».
En alta voz exclamó:
—Soy amigo de su padre.
—Pero yo nunca le he visto a usted.
Rock fumó la pipa. Y Beth se retiró discretamente porque el olor de aquel tabaco le daba náuseas. Tampoco el hombre olía muy bien. ¿Vendría quizá de estar con las cabras?
—No importa. Su padre me enseñó una fotografía. ¿No le habló Dick de mí? ¿Cuándo ha llegado de París?
Beth estaba cada vez más desconcertada. El hombre no era discreto ni cortés. Era a todas luces un burdo labrador sin pizca de delicadeza.
Decidió contestar amablemente. Ella nunca podría ser mal educada y menos con un ignorante.
—He llegado ayer tarde. Papá me habló de usted refiriéndose a la finca que posee al otro lado de la senda.
—Es bonita, ¿verdad?
—Sí que lo es.
—Le gustará más por dentro —rio cachazudo—. Prefiero fumar este tabaco que apesta a vivir entre muebles deteriorados. Tengo una casa digna de mí, ¿sabe usted? —sonrió de nuevo—. Los adquirí en Nueva York y vinieron a adornar ellos mismos las alcobas. Tengo un despacho algo serio, y una sala de visitas estupenda, aunque yo nunca recibo a nadie. Bueno —suspiró encogiendo los hombros—, quizá cuando me case tenga alguna. ¿A usted qué le parece?
A Beth le pareció algo ridículo que un hombre como aquel se preocupara de minucias y además se lo dijera a una desconocida a quien nunca había visto hasta hacía un instante.
—¿Cree en verdad que yo la voy a ver algún día? —sonrió indulgente.
Rock asintió sin dudarlo.
—Por supuesto. Y muy pronto, joven.
—¿Piensa invitarme a su boda?
—Será usted la primera —rio de buena gana—. Sin usted no hay boda, se lo aseguro.
—Gracias por su gentileza.
—Si no soy gentil —dijo Rock burlón—. Soy el más maleducado de todos los hombres.
—Pues no lo parece.
—Ya me irá conociendo poco a poco.
Beth pensó que no le interesaba conocerlo nada, pero no se lo dijo. Siguió tratándolo con indulgencia como si fuera realmente un pobre hombre y Rock, que era de una inteligencia superior aunque no lo pareciera, se dio cuenta de ello y se echó a reír de tal modo que en los callados campos resonaron como truenos sus carcajadas.
—Por favor —pidió ella nerviosa.
—Hasta otro día, señorita Bowe. Debo decirle que es usted encantadora.
Se alejó como había venido y Beth, aún, desconcertada, lo vio subir al caballo y perderse luego en la pradera.
—Es un hombre raro —murmuró encogiendo los hombros.
* * *
Cuando Rock llegó a casa aquella tarde, lanzó la visera sobre la nuca, quitó el pañuelo que rodeaba su cuello y dio una soberbia patada a una butaca que encontró en el vestíbulo.
—Pero, Rock...
El aludido elevó la cabeza y miró.
—¡Ah, está usted ahí! Bien, bien. Me alegro, Dick. Estoy contento, sabe usted —rio burlón—, y no me interesa nada destrozar la estructura elegante de esa butaca que me costó hace un mes la bonita suma de trescientos dólares. Sígame —añadió sin transición—. Nos encerraremos en mi despacho.
Dick, cabizbajo y mohíno, siguió al joven. Este se sentó en el brazo de una butaca y señaló otra al padre de... aquella bella jovencita.
—Rock, vengo a decirte que tomes mi hacienda. No puedo decir a Beth que se case contigo.
Rock no se inmutó. Ahora no era retozón ni irónico. Era un hombre serio, inmóvil, con las pupilas quietas puestas en el rostro angustiado del caballero.
—Ya es tarde, Dick.
—Estamos siempre a tiempo, Rock. Mírate a ti mismo, observa tu rudeza, tu...
—Bueno, bueno, eso no es nada, amigo. Soy un hombre, ¿no es cierto? Y su hija una mujer.
—Mi hija es una mujer exquisita, Rock.
—Tonterías. Yo también seré un hombre exquisito si ella lo prefiere.
—Rock, por el amor de Dios te pido que...
Rock bajó el brazo de la butaca. Se aproximó a Dick y puso su manaza en el hombro abatido.
—Dick —observó con sequedad, la sequedad que tanto temía Dick porque sabía que cuando esta aparecía ya Rock no estaba dispuesto a ser indulgente con nadie—, hace un instante he visto a su hija. Es realmente una chica muy bella y sobre todo muy educada y muy joven. Es precisamente la mujer que yo necesito.
—Busca otra, Rock. Las encontrarás a millares.
—Estoy harto de ver mujeres hombrunas, de muchachas embrutecidas por el trabajo, Dick. Quiero casarme con una chica distinguida que tenga finas manos, exquisitos modales y voz de ángel. ¿Me entiende? Tengo mucho dinero, Dick. Mucho más del que usted se figura y quiero ahora una mujer, que compro con mi dinero. ¿Está claro, amigo mío? Para bruto ya basto yo. No querré que haga nada, nada en absoluto, excepto ponerse bonita para mí. Diantre, Dick, no sé cómo no comprende usted estas cosas. Después de verla no renuncio a ella ni por doce millones de dólares y ya sabe usted lo que a mí me gusta el dinero.
—Beth nunca te querrá, Rock.
Rock quedó un poco suspenso, después encogió los hombros.
—De eso me encargo yo, Dick. Diga a su hija lo que pasa y añada que quiero casarme cuanto antes.
—¿Y si no accediera, Rock?
—Usted la obligará.
—¿Y si yo me negara también?
Rock lanzóse hacia él, lo cogió por las solapas y le hizo dar tres volteretas.
—Tendría usted que salir a rastras de la comarca, Dick, saldría como un sapo asqueroso. Sabe usted muy bien que las deudas de juego se pagan con honor o se muere uno. Y usted, pese a su afición al juego, es un hombre honrado y cabal. Váyase, Dick. Usted no hará eso y su hija, que será tan honrada como usted, sabe muy bien de la única forma que se puede pagar esta deuda. Buenas noches, Dick.
—Rock, si yo te pidiera...
—Aunque usted se pusiera de rodillas, Dick, aunque se pusiera su hija y el mundo entero no renuncio a lo que es mío.
—Ella te odiará siempre, Rock.
—Pero será mi mujer y podré mostrarla a todos y la veré en el hogar siempre que llegue y sentiré su mano en mi rostro endurecido y sus túrgidos labios en mi boca...
Dick escapó y Rock se echó a reír alegremente.
III
Habían comido ya. Estaban solos en la salita deslucida. Beth fumaba un cigarrillo de los que había traído de París y su padre cargaba la pipa.
—Me dirás por qué me has llamado, papá.
—Sí, Beth.
—¿Sucede algo grave, papá? Estás nervioso y desasosegado desde que llegué y parece incluso que me huyes.
—Y es cierto, hija.
—¿Por qué, papá?
—Tengo que confesar mis grandes culpas, Beth. No he sido un padre eficiente. Tenía en mi poder un capital que era tuyo y lo he jugado.
Beth se estremeció.
—¿Jugado, papá?
—Sí, Beth. Poco a poco y sin que yo me diera cuenta he jugado hasta el último centavo. No poseo más que la finca y ni un solo dólar.
—¡Oh, papá! —se lamentó la joven, pálida y temblorosa.
Dick bajó la cabeza. Estaba aturdido, desesperado porque no hallaba forma de decir toda la verdad. ¿Cómo acogería Beth su confesión? «He jugado todo, Beth, y no solo he jugado tu dote, sino tu persona, hija mía».
Se puso en pie, mesóse los cabellos.
Jamás se sintió tan débil, tan deprimido y tan desolado.
—Papá —dijo Beth calladamente—. Aún podemos hacer algo que nos salve de esta catástrofe. Vende todo lo que tienes y vayámonos los dos a París...
—¿A París? No, querida. Soy un americano que arañó la tierra desde que tuvo once años, y nunca podré amoldarme a la vida parisiense. Además, aún no he terminado, Beth. Existe algo, hija, algo que...
Beth fue hacia él y le tocó en el hombro. Lo veía abatido, desolado.
—¿Aún tienes que decirme algo más cruel, papá?
—Sí, Beth —susurró Dick elevando la cabeza y mirando de frente a su hija—. Una noche jugué los últimos doce mil dólares que me quedaban y, desesperado, anhelando recuperarlo todo, me he atrevido a jugar...
—¿Qué?
—Tu mano, Beth.
La joven no entendió bien. Muy pálida miraba a su padre con ojos espantados y este bajó abrumado la cabeza.
—¿Qué has dicho, papá?
—Y él ha ganado —añadió como si no oyera la sorda exclamación de Beth—. Debes casarte con él, Beth. Es tu honor y mi honor el que está en juego, querida mía. Yo..., tú... no puedes darte cuenta de lo que he sufrido, de lo que estoy sufriendo, pero fue en un momento de obcecación y... ¡Oh, Beth, no me mires con esos ojos!
La joven se dejó caer en el borde de un sillón y con las manos aplastadas una contra otra miraba aún a su padre como si no comprendiera.
—Beth.
—Has dicho que... Pero si no es posible, papá. Si lo que dices es horrible, monstruoso. Me estás engañando, ¿verdad, papá?
Dick Bowe apretó las sienes con ambas manos. ¡Cuánto daría porque, en efecto, no fuera cierto! Pero era verdad, era verdad...
—No te engaño, hijita. Fue en un momento de obcecación, ya te lo he dicho.
—Y te has atrevido a jugarme a mí, a tu hija. ¿Es que aún te parecía poco el daño que me hacías jugando el capital que como padre tenías el deber de reservar para mí? ¡Oh, papá! Me has educado en un gran colegio, me has dado una esmerada preparación, ¿para qué, papá? ¿Y quién es el hombre que me ha ganado con unos miserables naipes?
Serena, decidida, parecía una reina ante Dick Bowe que se consideraba más menguado que nunca. La miró. Beth estaba de pie, erguida, bonita, con las facciones alteradas y los dedos presos febrilmente en su hombro.
—Beth.
—Puesto que te has atrevido a decirme esa monstruosidad, tendrás valor ahora para añadir el nombre del ganador. Es curioso, Dick Bowe, muy curioso, que me hayas enviado a un pensionado aristocrático para traerme a esta desolación y decirme además que me has jugado a las cartas.
—Beth.
—Dime el nombre del que me ha ganado, papá.
Dick se hundió más en la butaca. Parecía una poca cosa, indefensa, atormentada. Pero Beth se mantenía serena y decidida y no parecía dispuesta a ignorar el nombre que su padre se empeñaba en callar.
—Dime, padre.
—Rock Fuller, querida mía.
¿Rock Fuller? Como un relámpago cruzó por sus ojos la visión de aquel hombre atezado, de grandes manazas y rostro curtido por el sol. Y pensó asimismo, en un solo instante, en la conversación sostenida con el labrador. «Será usted la primera. Sin usted no hay boda, se lo aseguro...».
—¡Rock Fuller! —susurró atontada—. ¿Rock Fuller, papá? ¿Sabes bien lo que dices? —se miró a sí misma y tapó la cara con ambas manos—. Dick, ¿es que al jugarme no recordaste dónde estaba, adonde me habías enviado? Estuve allí desde los ocho años —suspiró—. Me has educado para pertenecer a un rey y me casas, me juegas con un burdo labrador exento de educación y la más elemental delicadeza. ¿Cómo es posible, papá? Mírame, por favor. Y recuerda a ese Rock Fuller. ¿Lo recuerdas? ¿No comparas?
E incapaz de soportar por más tiempo la tensión nerviosa, tiróse sobre el sillón y ocultando la cara entre las manos prorrumpió en fuertes y convulsivos sollozos.
—Beth —susurró Dick con los ojos llenos de lágrimas—. Ayer tarde fui a ver a Rock. Le pedí que nos dejara tranquilos y que a cambio de su generosidad le regalaba mi hacienda. No ha querido, ¿sabes? Te ha visto, dice que eres bonita...
—Cállate, por favor, te lo ruego.
—Puedes negarte, Beth. Yo no te forzaré a nada. Saldré de la comarca como un ladrón y nadie volverá a saber de mí.
Beth elevó los ojos. Aquellos ojos bonitos, grandes muy abiertos que acariciaban con el mirar.
—Es una deuda de honor, papá.
—Sí, Beth; pero ya te digo que prefiero quedar como un rufián antes de verte desgraciada.
—Lo seré de todos modos. No sé si podré perdonarte nunca, papá, el daño tan grande que me has hecho. No sé tampoco si podré cumplir. Tengo novio, estoy enamorada de un hombre...
Dick, que no esperaba semejante declaración, se puso en pie e inclinó su alta talla hacia la hija atormentada.
—¡Estás enamorada! —susurró—. Escribe a tu novio, Beth. Dile que venga a buscarte o que tú te reunirás con él donde sea... Cuando tú estés dispuesta a marchar yo también desapareceré. No creo que Rock se sienta muy decepcionado porque siempre tuvo deseos de adquirir esta finca. Pasado el primer momento... olvidará.
—¿Y tu honor?
—¡Mi honor! —susurró—. ¿Acaso tengo honor, Beth? El honor de un hombre es respetar a su hija y yo no te he respetado. Mi honor lo perdí con los primeros mil dólares. No te preocupes, Beth. Y no llores más. Ve a tu alcoba, escribe una carta al hombre que amas y dile..., dile lo que quieras.
—¿Y... Rock?
—Lo entretendré mientras no tengas respuesta de tu novio. Le diré que no me atrevo a decírtelo. Ve tranquila, hijita.
Quedó solo en la estancia. Pensó en Rock, en Beth. ¿Cómo no se dio cuenta de la diferencia de ambos cuando la estaba jugando? Comparólos en silencio. Él, rudo, violento, mal educado y grosero. Ella, fina, delicada, exquisita y extremadamente femenina. Se horrorizó.
* * *
Queridísimo Tony: Ya Ana te habrá puesto en antecedentes de lo que sucedió. Estoy aquí, en la finca de mi padre. No soy feliz porque tú me faltas y además... ¡Oh, Tony, te necesito urgentemente! Siempre he creído que papá poseía un capital incalculable y resulta que a mi llegada a esta me encuentro con la mayor decepción de mi vida. Todo es pobre, Tony, pobre y pelado. Las paredes están desnudas, las alcobas vacías, los campos no son nuestros, la finca dejará de serlo en breve.
Volveré a París si tú lo deseas, Tony. Te quiero como bien sabes y estoy decidida a casarme. Tengo mucho que contarte, pero no lo haré en esta carta porque en este instante me encuentro desolada. Solo quiero que me contestes rápidamente y me digas si estás dispuesto a casarte en seguida. Recuerda que me lo pediste reiteradamente un sinfín de veces. Me amas, ¿verdad, Tony? Dime día, hora y lugar donde podemos encontrarnos.
Te quiere,
Beth.
Cerró la carta, puso la dirección de Ana, con un papel adjunto para que esta se la entregara a Tony en propia mano, pues ignoraba el apellido de su novio, y llamando a Jin, enviólo con la carta.
Después se tendió en el pobre lecho y con las manos tras la nuca pensó. Pensó en Tony: delicado, fino, distinguido. Sabía comprenderla. Pensó en Rock, bruto, áspero, oliendo mal y fumando aquella pipa horrible. Se moriría de horror antes de casarse con él y, sin embargo..., era una deuda de honor y la huida sería bochornosa para el nombre de los Bowe...
Sintió a su padre ir de arriba abajo de su alcoba una y otra vez. Lo compadeció por su carácter débil, su falta de voluntad... Era un pobre hombre, dominado por el vicio del juego. Y hasta qué extremo había llegado. Horrorizada tapóse la cara y cerró los ojos.
Por un instante imaginó su vida en común con Rock Fuller. Ella que tanto había soñado con el amor, con el hombre que le perteneciera y a quien se entregaría sin reserva alguna... Imaginó los besos de Rock, sus caricias... Ocultó la cabeza en la almohada y sollozó anhelando como nunca tener a Tony junto a ella.
—Oh, Tony —susurró apenas sin voz—, ven pronto a mi lado. Me moriré si sigo pensando en ese hombre embrutecido. Estoy desolada, querido...
Poco a poco fue rindiéndola el sueño oyendo los pasos monótonos de su padre en la alcoba contigua y cuando despertó a la mañana siguiente el sol entraba a raudales por las ventanas abiertas. Por un instante olvidando lo sucedido la noche anterior, se sintió feliz. Era joven, bonita y amaba a Tony... Desperezóse en la cama y al verse vestida recordó. Le pareció que el mundo se desmoronaba sobre ella y quedóse inmóvil mirando ante sí. El cielo era azul y el cantar de los pájaros se oía alegre y retozón. Podía ser feliz con aquella mañana. Deseaba serlo, tendría que serlo porque Tony respondería en seguida a su carta y le diría dónde y cómo podían reunirse.
Con esta idea se tiró del lecho y procedió a su tocado mañanero. Vistió pantalones negros pespunteados en blanco y una blusa escocesa de cuello camisero abierta y dejando ver el principio del seno erguido y bonito. Calzó zapatos bajos y peinó el cabello hacia atrás.
«Soy joven —pensó—. Joven y bella y amo a Tony».
Se asomó a la ventana.
«El día es hermoso y yo soy maravillosamente joven. ¿Qué importa todo? Rock Fuller se dará cuenta de que existen cosas que no pueden obtenerse con dinero y yo soy una de ellas».
Su padre la esperaba ya para desayunar.
Lo besó en la frente como siempre. Nunca podría perdonarle, pero era su padre y lo compadecía.
—¿Has escrito a tu novio, Beth?
—Sí, papá —dijo desplegando la servilleta.
—Esperemos, entonces, que conteste pronto.
Durante aquel día Beth se abstuvo de salir de la finca temiendo encontrarse con Rock. Prefería no verlo ni oír su voz bronca y burlona.
Transcurrieron los días. Supo por su padre que Rock apremiaba y la carta de Tony no llegaba. Un día Dick Bowe se sintió deprimido como nunca porque Rock fue a su casa y sin preámbulo alguno le hizo saber que deseaba casarse. Al salir, con la promesa de que aquella noche hablaría con su hija, Rock se encontró con Beth en la terraza. La joven jugaba con un gran perro y estaba despeinada y... deliciosa a juicio del hombre que la contempló en silencio, con la pipa apretada entre los dientes. Rock vestía su pantalón de pana, las altas polainas, aprisionaba el busto en una camisa azul, dejando al descubierto su fuerte pecho de atleta.
—Buenos días, señorita Bowe —saludó amablemente.
Beth dio un respingo y se puso súbitamente en pie. Frente a Rock parecía casi una insignificancia dada la estatura imponente del labrador.
—Hola —repuso quedamente.
—Hace una mañana espléndida —comentó Rock con naturalidad—. ¿Desea usted dar un paseo en mi compañía?
—Gracias, señor Fuller; pero no puedo ir ahora.
Bonitísima era y más bonitísima con aquel atuendo masculino. El pantalón negro pespunteado en blanco daba a su persona mayor encanto. Ingrávida y joven, deliciosa con el rostro arrebolado, apasionada bajo aquellos ojos brillantes un poco melancólicos. Rock nunca vio ojos azules más puros ni más bellos. Ni boca más roja ni dientes más blancos. La blusa escocesa abierta un poco atrevidamente enseñaba la tersura de su piel bronceada por el sol. Rock cambió la pipa de un lado a otro de la boca y arqueó una ceja como hacía siempre que algo le interesaba.
—¿Por qué no puede venir? Ande, no sea tonta. Le enseñaré algunos lugares muy bonitos.
—De veras que lo siento, señor Fuller.
Rock encogió los hombros y la miró más detenidamente. La joven se sintió ruborizar bajo aquella mirada atrevida que parecía desnudarla y tuvo miedo de los ojos verdes y provocadores que no se apartaban de su persona.
Se volvió de espaldas y Rock se echó a reír con todo descaro.
—Es usted una ingenua deliciosa —comentó fuerte.
—¡Señor Fuller!
—¿Qué sucede, señorita Bowe?
—No permito que me galantee.
Rock lanzó una breve mirada sobre sí mismo y curvó la boca en una extraña sonrisa.
—Sepa usted —dijo secamente— que yo galanteo por el simple hecho de galantear. Digo que es usted una deliciosa ingenua como pude decir que era usted rematadamente tonta. Buenos días, señorita Bowe.
Y se alejó con la mayor tranquilidad del mundo.
«Es un hombre raro —pensó Beth mirándolo caminar en dirección a su caballo—. Un hombre raro que vestido elegantemente y sin esos modales embrutecidos sería un buen actor de cine, pero nunca el hombre de mi vida».
* * *
Beth tenía la carta en la mano. Se la entregó Jin en aquel instante y Beth reconoció la letra tan amada de Tony...
—Beth —dijo Dick apareciendo en la estancia—. Tengo que hablar contigo.
La joven ocultó la carta. Prefería leerla antes de decir a su padre que la había recibido.
—¿Sobre qué, papá?
—Ya has visto a Rock esta mañana, ¿no es cierto?
—Lo es.
—Ha venido a saber cuándo os casáis.
—¡Papá!
—Añadió —dijo Dick con desesperación— que si no te lo digo hoy te lo dirá él mañana y que no sería tan delicado como yo.
—Bien, te contestaré luego.
—Es preciso marchar esta noche, Beth.
—¿Marchar?
—Sí. Conozco a Rock. No esperará un día más y para evitar violencias y humillaciones lo mejor de todo es que nos marchemos los dos esta misma noche. Así, pues, prepara tus cosas. Yo escribiré a Rock y le diré la verdad. Le dejo la hacienda y que haga con ella lo que pretendía hacer cuando insistió en que se la vendiera.
Beth no ignoraba lo que la hacienda significaba para su padre. Y admiró la serenidad de aquel hombre para desprenderse de algo entrañablemente querido, donde había nacido, y donde creció y donde se casó y fue feliz con su esposa.
—¿No hay forma de evitarlo, papá?
—No, querida. Rock no entra en razón. Le has gustado mucho y dice...
—¿Qué dice? —apremió apretando la carta en el interior del bolsillo.
—Dice que vivirás como una reina en su casona y que tiene dinero bastante para...
—Sigue, papá.
—Para comprar una mujer como tú.
—¡Papá!
—Lo siento, querida mía. No puedes ni nunca podrás darte cuenta de mi remordimiento.
—Ahora déjame sola, papá. Dentro de unos instantes daré una respuesta concreta.
Cerróse la puerta tras Dick Bowe y Beth rompió el sobre. Un pliego de papel apareció ante sus ojos. No era una carta larga, era por el contrario, una carta con apenas seis líneas. Y Beth que tenía dieciocho años y grandes ilusiones en su corazón joven sintió, leyendo aquellas líneas, que todo giraba bajo sus pies y que la mayor decepción de su vida la recibía en aquel instante.
La carta decía escuetamente así:
Beth: He recibido tu carta y con ella una desilusión porque nunca creí que te marcharas de París sin verme un momento. He organizado mi vida, Beth, y nunca podré casarme contigo porque no fuiste leal conmigo. Ana me dijo que te habías ido y yo... creí que me olvidabas y ya sabes lo que hacemos los hombres cuando nos creemos desengañados. Busqué el consuelo en otra mujer y procuro olvidarte. Preferible es que tú me imites.
Tony.
No hubo lágrimas en los grandes ojos, ni rabia en la boca bonita. Hubo tan solo una gran amargura en el rictus delicado y una pena honda, infinita.
«Busqué el consuelo en otra mujer y procuro olvidarte. Preferible es que tú me imites». ¡Qué falso y mezquino le pareció todo! Las cosas, los hombres, los sentimientos, la vida misma...
—Beth.
La voz de su padre estaba cerca. Ocultó la carta, la apretó en el bolsillo del pantalón negro y miró hacia la puerta. Serena, decidida, fuerte y valiente como si allí no hubiera pasado nada. ¡Qué importaba el exterior si tenía el corazón destrozado y sus ilusiones de mujer rodaban por tierra como un guiñapo!
—¿Qué deseas, papá?
—Mira.
—¿Qué es?
—Una cesta de fresas. Te las envía Rock Fuller junto con este ramo de flores.
Los labios femeninos que aún no sabían de besos, se curvaron irónicamente. Un hombre la despreciaba y otro..., otro con su rudeza y su grosería, sabía obsequiarla con un regalo delicado. ¿Dónde estaba realmente la delicadeza? ¿En el hombre elegante y mundano que juraba amarla o en aquel otro que la ganó en el juego y miraba con descaro su figura?
Se echó a reír. Su risa era bronca, cuajada de lágrimas que no lograron brotar porque Beth Bowe era mucho más fuerte y valiente que su padre.
—Es un regalo delicado —comentó dejando de reír súbitamente—. Tendré que ir a darle las gracias.
—¿Tú?
—¿Por qué no, si pienso casarme con él?
—¿Qué... que piensas casarte con él?
Estaba dicho ya. ¿Para qué repetirlo? Miró a su padre, sonrió entre dientes y dijo:
—Eso he dicho y no rectifico, papá. Puedes decir a Rock que me casaré con él cuando lo desee. Mañana mismo si os parece bien.
—Pero Beth...
—Lo he pensado mucho, papá. Después de todo, Rock no es tan repulsivo. No sé si nunca podré educarlo a mi modo, pero como bien dicen, si el esposo no se vuelve como la mujer, es la mujer que se hace a imagen y semejanza del marido. Es un refrán que convence, ¿no crees?
Dick se sintió feliz. Era duro para él dejar la hacienda y todo lo que amó hasta entonces; pero después pensó en Beth, en su súbita determinación. ¿Por qué? ¿Por qué?
—¿Y tu novio, Beth?
Los ojos azules centellearon.
—Creo que no estoy tan enamorada de él como imaginé. Además tuvo tiempo de responder a mi carta...
—Lo hará aún, Beth.
—No estoy dispuesta a esperar un día más, papá. Después de todo quizá voy a ser feliz. Seré yo quien se lo diga a... Rock. Iré a su casa ahora mismo.
—No, Beth, hija mía.
—Sí, papá —se echó a reír con risa rara y añadió señalando la cesta de fresas que aún conservaba su padre entre manos—. Ve, y deja eso en manos de Anna. Espérame en la terraza. Te diré lo que me diga Rock a mi regreso.
—Espera, Beth...
—Por favor, papá, quiero cambiarme de traje. Iré a caballo.
Lo empujó blandamente y Dick, con los ojos llenos de lágrimas caminó por el pasillo con la cesta de fresas entre manos.
—Dios te bendiga, Beth —susurró apenas—. Y tú, Rock, si no la haces feliz... si no la haces feliz...
IV
Rock se hallaba tras la ventana con la pipa entre los dientes cuando la vio llegar. Gentilísima dentro del traje de amazona, deliciosamente bella, deliciosamente joven. Los pantalones de montar estilizaban la figura femenina, más femenina cuanto más masculino era el traje. Aprisionaba el busto en una blusa roja y la piel tostada resaltaba como nunca bajo el rojo fresa del tejido suave que modelaba el busto erguido y túrgido.
—Pase usted, Beth —dijo Rock saliendo a su encuentro.
La joven traspasó el umbral del vestíbulo y se detuvo un poco asombrada porque no era lujo precisamente lo que contemplaban sus ojos, sino el buen gusto con que todo estaba dispuesto. Grandes macetas de flores alegraban el ambiente. Cortinas blancas de fina muselina, alfombras de colores discretos parecían tapar el brillo rutilante de las escalinatas.
—¿Le agrada? —preguntó Rock cambiando la pipa en la boca.
Beth detestó la pipa de Rock y aquella odiosa manía de moverla en la boca de un lado a otro. No dijo nada por supuesto; pero se prometió a sí misma desterrar la pipa maloliente.
—Está bien —contestó tan solo. Después elevó los ojos con valentía y añadió—: Deseo hablar con usted, señor Fuller.
—Sígame.
No había delicadeza en el hombre, sino una gran sencillez un poco ruda. Era imponente físicamente e imponente su carácter autoritario y seco. Por un instante Beth se preguntó cómo sería aquel hombre en plan de enamorado... ¿Enamorado Rock Fuller? Deseaba una mujer para que diera brillo a su casa, pero el amor... ¿Qué podía saber de amor un hombre como aquel que nunca salió de la comarca, que usurpaba los bienes de los demás sin grandes delicadezas y miraba a las mujeres de aquel modo? ¡Bah!
Lo siguió a través del vestíbulo. Se maravilló del orden que guardaba todo, los criados silenciosos que cruzaron a su paso, los muebles brillantes que adornaban el salón por donde cruzó ahora, el despacho donde entraba Rock...
—Pase —pidió el hombre con su voz bronca—. Pase y siéntese. Fuma, ¿no es cierto? Pues aquí, en esa caja hallará usted cigarrillos olorosos que mandé adquirir después de haberla visto fumar. —Se echó a reír y se sentó en el brazo de una butaca—. Es curioso, ¿verdad? Un labrador como yo ofreciendo cigarrillos rubios a una señorita que... Bueno, debemos caminar con el tiempo. Soy un hombre chapado a la antigua, pero me gustan las mujeres modernas.
Alargó la caja y los finos dedos de Beth alcanzaron uno. Rock sacó el mechero, un mechero antiguo que parecía de caminero y rascó la chispa. Un olor acre y desagradable por supuesto se filtró por las narices de Beth, que hizo un gesto de malestar. Por primera vez Rock se sintió nervioso, avergonzado. ¿No sería aquella chica demasiado fina para él? ¡Hum!
—Perdone —murmuró azorado—. Buscaré fósforos.
A su pesar, Beth lanzó una carcajada.
—¿De qué se ríe?
—De su mechero. ¿De quién lo heredó usted?
—De mi padre. Y este murió cuando yo tenía quince años.
Era curioso el hombre y a Beth le hizo mucha gracia su cara bronceada, muy varonil, con expresión de niño ingenuo.
Hurgó en el cajón y extrajo una caja de fósforos de la cual encendió uno. Lo aproximó al cigarrillo de Beth y esta aspiró sin dejar de mirarlo. Los ojos de Rock vistos así de cerca eran más verdes, más grandes y más extraños. Nerviosa se enderezó y fumó aprisa. Él la contemplaba en silencio sentado en el brazo de la butaca. No muy lejos estaba la joven.
—Señor Fuller —susurró Beth nerviosamente—. Ayer noche me habló papá de sus proyectos respecto a mí y a usted...
—Prometió hacerlo.
—¿Prometió hacer qué?
—Hablarle —rio Rock ya dueño de sí—. En realidad es una tontería retrasar las cosas, puesto que vamos a casarnos lo mismo...
—¿Y por qué quiere usted casarse conmigo?
—Porque es bonita.
—¿Solo por eso?
—Y porque es joven y porque... es usted.
—Y si le pidiera que... —se sintió, cohibida bajo la mirada dura— que no... que no...
—Siga. ¿Por qué se detiene?
Beth se puso en pie, sacudió el cigarrillo con ademán alegre y lo llevó a los labios. De espaldas a Rock dijo con voz apenas perceptible:
—No le amo ni le amaré nunca, señor Fuller.
—Bueno.
Se volvió airada.
—¿No le importa?
—En absoluto.
—¿Y por qué? ¿Por qué quiere casarse conmigo? —preguntó bajísimo inclinando el busto hacia él y mirándolo con aquellos ojos muy azules, muy grandes—. ¿Por qué?
—Ya se lo he dicho: es bonita, joven, distinguida; está perfectamente educada, y yo no soy joven, ni bello, ni distinguido, ni estoy bien educado. Necesito una mujer en esta casa, señorita Beth —añadió ásperamente—. A usted la gané una noche ante una mesa llena de dólares. Pude quedarme con la hacienda de Dick... Está bien situada, tiene pastos magníficos y una heredad que trabajada daría mucho producto. Pero por una vez en mi vida me sentí desprendido y la preferí a usted.
Le miró espantada.
—¿Quiere usted decir que la hacienda de Dick Bowe vale más que yo?
Rock contempló filosóficamente la pipa apagada. La golpeó tranquilamente sobre la suela de su dura bota y curvó los labios en una sonrisa que igual podía ser conmiserativa como halagadora.
—Pues verá usted, señorita Bowe; para un hombre como yo avezado al campo, a hurgar en la tierra y a extraer de ella todo el producto posible, la heredad de su padre significa mucho más que usted. En cambio, para el hombre, vale usted más porque es mujer. ¿Comprende? Aparte de esto le diré que no soy un donjuán ni un apasionado. Me apasiona el campo, el producto que me dé y todo lo relacionado con mi finca. Las mujeres nunca me apasionaron. Pero necesito casarme. Todas las cosas tienen un valor distinto. Para el labrador el campo, para el hombre la mujer.
—Ha sido usted un muchacho enérgico y valiente.
—Hay personas que son valientes sin necesidad de serlo y llegar lejos. Hombres que tienen una vida holgada y no necesitan trabajar para vivir. Y estos hombres consiguen destacarse de los demás, si son valientes y enérgicos. En cambio el hombre que trabaja por necesidad es corriente y vulgar. Yo soy de estos últimos.
—No es usted vanidoso.
Rock agitó la manaza y Beth se asustó de su tamaño. Abatió los párpados y se dispuso a oír lo que Rock decía nuevamente.
—Cuando cumplí treinta años era un hombre rico. Entonces fue cuando me rodeé de comodidad, pero seguí trabajando. Puede que usted se ría, señorita Beth, pero lo cierto es que ignoro lo que es una mujer.
Beth elevó los ojos con rapidez. ¿Había amargura o indiferencia en las frases? Sus ojos chocaron con los de Rock y supo, lo intuyó en la mirada, que el hombre era sincero.
—Soy un hombre espiritual —rio, queriendo mofarse—. Es vergonzoso que a los treinta y dos años no pensara en mujeres hasta ahora. Y ahora sí, señorita Bowe, ahora sí quiero casarme. Necesito casarme. Quiero tener hijos, y una mujer que me..., que me aprecie. Algo que sea tan mío como el dinero que gané con mi trabajo.
Beth estaba muy pensativa. Allí, ante ella había un hombre de apariencia ruda, un burdo labrador que con la mayor sencillez del mundo confesaba que a los treinta y dos años ignoraba lo que era una mujer. Y la primera iba a ser ella, ella...
Era maravilloso y, sin embargo, ella no podía en forma alguna engañarlo, ni siquiera darle una esperanza. No le amaba ni le amaría nunca y Rock necesitaba una mujer menos espiritual que ella, más comprensible quizá, más mujer de campo. Algo completamente opuesto a la señorita educada en un pensionado aristocrático.
—Eso es todo, señorita Beth —dijo Rock con rara entonación—. Por nada del mundo hubiese hablado así a otra mujer, pero usted me ha comprendido. Aquí tiene usted un hombre que da miedo por su aspecto burdo y no obstante es un niño inocente.
Beth se puso en pie. Le daban ganas de llorar. Rock merecía ser amado y ella...
—Me ha ganado en el juego, Rock —dijo quedo—, mejor hubiera sido que todo se desarrollara más humanamente.
—No era mi propósito ganarla así —repuso sincero—, pero las circunstancias...
—Rock —susurró bajísimo, con voz apenas perceptible—, cuando monté en mi caballo y me dirigí hacia aquí venía con intención de afear su conducta... Ahora no podría hacerlo porque... porque me ha desconcertado usted. Sepa que le aprecio mucho, Rock, pero no le amo y usted necesita una mujer buena, comprensible, cariñosa y tolerante que le ayude a ser feliz. Yo no podría nunca lograr para usted esa felicidad porque ambos somos diametralmente opuestos.
—Tal vez necesitamos ser opuestos para ser dichosos.
—¿Para qué voy a engañarlo, Rock? Estoy enamorada de otro hombre. He recibido un desengaño muy grande... Sinceridad por sinceridad, ¿comprende? Me casaré con usted si así lo desea, pero quiero que sepa que amo a otro hombre.
—Y si yo no me casara con usted —preguntó Rock con voz extraña—, ¿se casaría con... ese otro hombre?
—No.
Las cejas de Rock se arquearon. La pipa se apagaba entre sus dedos anchos.
—¿No? ¿Por qué?
—Cuando se enteró de mi pobreza... —sonrió débilmente— debí parecerle menos atractiva.
—¡Gran Dios! ¿Y hay hombres que anteponen la riqueza al amor?
—Usted no sabe lo que es amor, amigo mío. ¿Por qué habla así de algo que desconoce?
—Estoy deseando amar, señorita Bowe. Usted no sabe lo que es vivir solo durante quince años, rumiar las amarguras hundido en un pobre lecho, gozar solo las alegrías, sin tener nunca con quien compartirlas. ¿No se mofa de mí, señorita Bowe?
—No, Rock. Me está usted asombrando.
—Bien —parpadeó Rock de modo raro—. Procuremos olvidar entre los dos su desengaño. A mi lado será feliz, Beth. Se lo prometo. ¿No me ama? Seremos dos buenos amigos... Para un hombre que vivió siempre solo, le basta la diáfana sonrisa de una mujer, su proximidad, su palpitación, su femineidad... La necesito, Beth.
—Es violento vivir a su lado, conocerlo y no amarlo, Rock.
—Olvidemos el amor.
—¿Y no recordará nunca que soy su... mujer?
—Lo recordaré todos los días, a cada instante —dijo bajísimo mirando la pipa oscura y apagada—. Tendré que recordarlo a todas horas, cuando me levante y sepa que usted está al otro lado del tabique, cuando me encuentre en el campo luchando con mis hombres, cuando regrese a comer y la vea sentada a mi lado... La recordaré, sí, pero no se asuste.
—Pues me asusta usted —sonrió la joven nerviosa.
—Cuando la ame de verdad y no pueda pasar sin usted se lo diré, Beth. Se lo diré con mi rudeza y usted quizá se ría de mí, pero me comprenderá.
—¿No hay forma de evitar esa boda, Rock? —preguntó con voz insegura.
—Creo que no, Beth. Nos casaremos en seguida.
—¿Y no me atormentará usted por haberle confesado mi amor por otro hombre?
—Nadie está libre de sufrir una desgracia.
Dejó el brazo de la butaca donde se sentaba y caminó hacia ella. A su lado Beth parecía una muñeca de juguete.
—Es usted muy bajita a mi lado —rio Rock alegremente—. Me gustan las mujeres frágiles.
La tomó por el brazo y añadió:
—Vamos, Beth, la acompañaré a su casa.
* * *
Aún estaba aturdida. ¿Cuántos días habían transcurrido desde que se hizo novia de aquel coloso con corazón de niño? Sentía remordimiento. Rock necesitaba una mujer más sencilla, más comprensible. Se lo dijo a Dick y el padre se extrañó.
—¿Por qué?
—Rock es... demasiado ingenuo, papá. Yo soy muy joven, pero sé de la vida. Rock ha vivido siempre en el campo y desconoce las maldades humanas.
—No ha sido bueno jamás —adujo Dick.
—Fue malo para ambicionar dinero. Pero como hombre nunca podrá serlo.
—¿Quieres decir que lo compadeces?
—Creo que sí. Ignora lo que es la vida, lo que es el mundo. Para él no existe más mundo que su comarca, su hacienda, los criados, los caballos y los toros. Desconoce lo que hay allá, lejos de esa pradera. Nunca fue al cine, ni al teatro, ni subió en auto ni en avión... Un hombre primitivo.
—Que tiene la suerte de llevarse una mujer como tú —dijo dulcemente.
—Una mujer como yo no podrá hacerlo feliz.
—Amóldalo a ti.
Sonrió apenas.
—¿Amoldarlo a mí? ¿Crees que es fácil? Está demasiado apegado a sus costumbres...
—Todos los hombres están apegados a sus costumbre hasta que se casan y entonces se acostumbran a ser como las mujeres desean. Si les molesta el tabaco, los hombres dejan de fumar; si les molesta que salgan, los hombres no salen; si quieren un traje, los hombres lo compran... Siempre ha sido así y así será mientras el mundo sea mundo.
Anna vino a interrumpir la conversación:
—El señor Fuller acaba de llegar.
Beth se puso en pie precipitadamente. Se casarían al día siguiente y Rock regresaba de la ciudad de comprar un traje para la ceremonia. Y la joven se asustaba ya pensando en la horrible estructura de aquel traje, tal vez el primer traje de caballero que se ponía Rock.
Salió a su encuentro y Rock le sonrió desde el vestíbulo.
—¿Hace mucho que ha llegado, Rock? —preguntó avanzando.
Se trataban de usted. Ella no parecía dispuesta a tutearlo y Rock nunca se lo había pedido.
—Hace un instante. Dejé el caballo en el patio de mi casa y aquí estoy. Le traigo un obsequio.
—Si no le importa daremos un paseo y me lo enseñará.
Dick los vio alejarse en dirección a la pradera. Formaban una bella pareja aunque Rock era quizá excesivamente alto junto a la frágil figura femenina muy esbelta.
Beth vestía una bata floreada, con el escote pronunciado y sin manga alguna. Apretábase en la cintura y caía en vuelos hasta un poco más abajo de la rodilla. Con la piel tostada y aquellos ojos tan azules parecía más joven aún, más niña y sobre todo... infinitamente más atractiva.
Se sentaron en el prado junto a la valla. Él vestía su horrible pantalón de montar y sus altas polainas, y aprisionaba el busto con una simple camisa azul, llevaba el cabello al descubierto y su pelo parecía más crespo que nunca.
—¿Ha comprado usted el traje, Rock?
—Por supuesto.
—Un traje de confección, ¿verdad?
—Pues no —rio de buena gana—. Los he probado, pero al mirarme al espejo los encontré horribles —volvió a reír. Cuando reía los dientes de Rock resaltaban maravillosamente en la cara bronceada—. Los aparté a un lado y entonces me preguntaron si lo quería a medida.
—Y habrá dicho usted que no podía ser puesto que se casaba mañana.
Se extrañó de oírse hablar a sí misma de aquella boda con la mayor naturalidad. ¿Sería posible que la admitiera como una cosa lógica? No, deseaba casarse, casarse y que Tony lo supiera... Y puesto que su boda era inevitable, puesto que aquel hombre casi la obligaba, lo hacía sin titubeos, quizá satisfecha, puesto que se moriría de dolor si supiera que Tony se casaba antes que ella.
Rock se echó a reír con aquella su risa un poco extraña, dura e ingenua a la vez.
—Eso dije, si bien el sastre se ofreció a confeccionarlo a cambio de un buen puñado de dólares.
—¡Dinero!
—Sí, dinero; todo se adquiere con dinero.
—Por eso usted trabajó durante muchos años.
—Solo supe acumular dólares sin comprender su significado. Cuando lo supe era, ya un hombre.
—Bien, el traje será negro, por supuesto.
—Sí. Tome, es para usted.
Ella abrió el estuche y una piedra centelleó a los rayos del sol.
—¿Por qué? —preguntó bajísimo sin levantar los ojos de la sortija costosísima—. Le habrá costado un dineral.
—Es para usted.
Lo miró a los ojos. El hombre sonreía suavemente.
—No debiera hacerlo, Rock. Es... es demasiado. Tenga usted en cuenta que de ahora en adelante seré una simple campesina y no podré lucir una sortija de este valor.
—Sí podrá, Beth... Yo seré siempre un campesino, pero usted... nunca podrá dejar de ser la reina de mi casa. Usted será siempre usted, Beth. Si dejara de serlo, yo...
—¿Usted qué?
—Quizá no la admirara como la admiro hoy.
Alcanzó la mano femenina y él mismo, con torpeza que a su pesar emocionó a la joven, le puso la sortija en el dedo medio de la mano izquierda. La piedra rutilaba, era pura, grande y despedía hirientes reflejos.
—En la mano derecha quiere que lleve el anillo, Beth —dijo sin soltar los dedos suaves que se perdían entre los suyos, grandes y ásperos—. Yo también lo llevaré y cuando lo mire pensaré que hay algo que me pertenece a mí solo, ¿comprende?, a mí solo para contemplarla o para reñirla, pero solo a mí.
—¿Y cuándo le traerán el traje, Rock? —preguntó nerviosa, rescatando su mano adornada.
—Mañana a primera hora. Nos casaremos por la tarde. Mis hombres harán fiesta, los de su padre también. Será una ceremonia sencilla.
—No saldremos de viaje, ¿verdad? —preguntó bajísimo, mirando la hierba donde hundía los dedos temblorosos.
—Quizá más adelante... Cuando usted me ambiente en un mundo que casi desconozco.
Muchas horas después, ya anochecido, Rock se despedía de Beth junto a la valla. Apoyaba su mano en la madera y la joven bajo aquel brazo parecía más menuda.
Todo estaba oscuro y Beth, al elevar el rostro buscó afanosa los ojos verdes que la buscaban a su vez.
—Beth —susurró Rock con deje amargo—, puesto que nos vamos a casar mañana..., te ruego que me trates de tú. Es violento para mí oírte...
—De acuerdo, Rock. Te trataré como tú a mí.
—Gracias, Liz.
Se estremeció de pies a cabeza.
—¿Por qué Liz?
—Me gusta más que Beth.
Solo Ana le llamaba Liz. Solo Ana porque la quería de verdad. Tony nunca la llamó así y aquel hombre...
—¿Te desagrada? —quiso saber.
—Me agrada, Rock. ¡Me agrada! Hasta mañana, Rock.
El brazo masculino descendió. La mano grande cayó acariciadora sobre el hombro desnudo y la carne morena se estremeció.
—Si te pidiera que me dieras un beso... —susurró—. Es ridículo, Liz... Nunca he besado a ninguna mujer.
—¡Rock...!
Merecía el beso. Tenía derecho al beso. Y ella no tenía derecho a negárselo aunque la hubiera ganado a los naipes.
—Si el beso que te pido se convierte en una tortura para ti, no me lo des, Liz.
—Te lo daré, Rock —suspiró—. No tengo derecho a negártelo.
La mano grande buscó en la oscuridad la barbilla fina que temblaba y la elevó despacio. Los ojos se encontraron.
—Eres buena, Liz —susurró apenas.
La besó. Fue un beso cálido, lento, casi leve, que emocionó extrañamente el corazón joven de Beth.
—Gracias —suspiró el hombre—. Gracias, pequeña Liz.
—Eres el primer hombre que me ha besado —dijo Liz con voz levísima.
Quiso alejarse. Rock la tomó por un brazo y la volvió hacia él. Inclinado sobre los ojos azules buceó en ellos con ansiedad.
—Y ese hombre que amas, ¿no te ha besado nunca?
—Nunca, Rock. Somos dos seres buenos.
Escapó ahora. Se perdió en la noche y el hombre suspiró hondo, y muy lentamente se ocultó en la senda.
V
James Reed y Tom Shaw estaban allí presenciando los preparativos de la boda.
—Por lo visto Dick no pudo evadirse —comentó Tom.
—Todos los cerdos tienen suerte y ese Rock lo es mucho.
Apareció Dick vestido con su mejor traje y James lo abordó.
—¿Qué tal, Dick? Por lo visto tu hija no se rebeló.
—Cállate, James. Se van a casar, quizá sean felices.
—Aquella noche debieron colgarte, Dick —dijo Tom furioso.
—No la obligué a nada —declaró Dick pensativamente—. Cuando se lo dije, fue a ver a Rock...
—Y se van a casar.
—Sí.
Se hallaban los tres junto al portalón de la casa de Rock. Allí, en el patio, se levantaba un altar. Dos muchachas disponían afanosas todos los preparativos. Flores, alfombras. Dos reclinatorios grandes forrados de rojo y dos más que trajo ahora el propio Rock. Al ver a sus amigos, se echó a reír y avanzó hacia ellos.
—¿No entran ustedes? —preguntó burlón.
—Gracias, Rock. Preferimos verlo todo desde aquí —sonrió James no menos burlón—. ¿Por qué no te casas en la capilla del poblado?
—Porque don Damián se ofreció a casarnos aquí. No todos me tienen en tan mal concepto como usted.
—Los que te tienen en buen concepto no los habrás explotado como a mi.
Rock, que vestía el pantalón de montar y una camisa blanca arremangada hasta el codo y abierta en el pecho dejando ver el busto nervudo y fuerte, se echó a reír de buena gana y chasqueó la lengua.
—Mire usted, James, cuando los hombres gastan más de lo que ganan son idiotas y siempre hay alguien que se aprovecha de la estupidez de los demás. Si no lo hiciera yo, lo haría otro, y yo tengo el buen acierto de ver más que los demás.
—¿Y ni siquiera el día de tu boda me das una prórroga?
—Esta boda mía es algo absolutamente aparte, amigo James. No me enternece hasta el extremo de idiotizarme.
James abatió los párpados y sonrió apenas. Midió bien las palabras antes de decirlas y al fin murmuró lentamente:
—Sé de una persona generosa que me escuchará. Y supongo que tú no vas a negar a tu esposa un favor el día de tu boda. Me has invitado, Rock, esta tarde seré uno de tus primeros invitados y cuando finalice la ceremonia hablaré con tu esposa.
El rostro de Rock Fuller se contrajo. Su expresión no era tranquilizadora ni amable. Prendió a James por las solapas de la chaqueta, lo sacudió como si fuera una pluma y sin tener en cuenta su edad, lo levantó en vilo y lo aproximó a sus ojos centelleantes.
—Eso no —clamó fuera de sí—. Ella es... sagrada. Se librará muy bien, James. ¿Me oye? ¡Ay de usted si ella se disgusta por su causa!
Lo soltó y como un león enjaulado lanzóse al patio y lo paseó de un lado a otro con las manos apretadas tras la espalda. Dio voces, riñó con dos criados, echó del patio a las muchachas que adornaban el altar y al fin se ocultó en el interior de la casona.
Dick, Tom y James se encaminaron por la senda en dirección a sus fincas.
—Se ha enamorado —comentó Tom pensativamente.
—¿Enamorado?
—’Sí, Dick. El usurero se enamoró de la muchacha elegante... Era de prever —sonrió James—. Tu hija es bonita, distinguida y tiene todo lo que Rock quisiera tener...
Dick respondió, haciendo caso omiso de las observaciones de James:
—De todos modos tendrás que cederle la tierra que tienes hipotecada si no le pagas antes de ocho días.
—No lo haré —refutó James calladamente—. Es mi mejor tierra de pastos y si la cedo me arruinaré de verdad y para siempre.
—¿Piensas pagar?
—¿Acaso vas a prestarme tú el dinero?
Dick se echó a reír de modo raro.
—Falta que lo tenga para mí —dijo secamente.
—Pues iré a ver a tu hija. No creo que Rock se atreva a negarle un favor.
—¿Sabes acaso si mi hija te escuchará?
—Es demasiado angelical para admitir de buen grado una injusticia. Hace un instante —añadió quedo— he descubierto el punto flaco de Rock... Y él supo que lo había descubierto yo, por esa razón se puso como un loco... Ten en cuenta que toda la vida ha trabajado como si en vez de ser una persona humana fuera un animal. Nunca lo he visto con una mujer y hay mozas garbosas en la comarca. Pero tu hija no es una aldeana, Dick, es, por el contrario, una chica distinguida, de finas manos, de lindos ojos, de exquisitos modales. Rock quedó deslumbrado y yo para defender mis intereses tengo el deber de recurrir a quien sea y como sea.
—Pero no tienes derecho —reprochó Dick enojado— a inquietar la vida de mi hija.
—Sabré decir las cosas sin alterarla, Dick. No pierdas cuidado.
* * *
Ella vestía un sencillo traje de calle color gris muy tenue, ajustado, elegante. Más fina cuanto más pálida apareció en el patio junto a su padre. Los cabellos muy negros peinados con sencillez hacia atrás; los ojos muy azules velados por las lágrimas miraron a un lado y a otro con ansiedad. Casi toda la comarca estaba reunida allí y Beth se preguntó si todos sabrían los motivos por los cuales se casaba con... Rock Fuller.
Bajísimo se lo preguntó a su padre y este susurró:
—Solo lo saben dos personas, Beth.
—Tú y Rock.
—Y otras dos. Aquellos dos hombres que te miran sonrientes desde la empalizada. Se llaman James Reed y Tom Shaw, dos personas honradas que me aprecian mucho.
Apareció Rock en el patio. Beth lo miró. Sus ojos chocaron. En los de él había admiración; en la mirada de Beth un poco de extrañeza. Vestido con el traje negro, la camisa blanca y la corbata oscura parecía más bajo. Hubo de mirarlo bien para cerciorarse de que era el mismo Rock de todos los días. Incluso halló en él un parecido con otra persona que no pudo acertar a definir en aquel instante.
Avanzaron uno hacia el otro y las manazas de Rock ocultaron los dedos finos y aristocráticos.
—Estás muy bien —dijo él bajito.
Beth nada repuso. Empezó la ceremonia. Beth estuvo arrodillada al lado de Rock como si no fuera ella. Hasta aquel instante acogió con naturalidad la próxima boda. Ahora que ya se estaba casando, que iba a encadenarse para toda la vida a un hombre que no podría amar jamás, se sentía deprimida, desolada, como si el espíritu no le perteneciera.
Dijo «sí quiero» con voz apenas perceptible. Y oyó el «sí quiero» de Rock como si un trueno estallara en el silencio emocional del patio. Estaba casada con él. Casada para siempre, ligada a algo que detestaba como nunca en aquel momento. Miró la alianza que adornaba su dedo de la mano derecha y se sintió con unos tremendos deseos de llorar. Todo fue como un sueño. Los parabienes que oyó como venidos de muy lejos. El beso de su padre, los apretones de manos de muchos labradores que nunca había visto hasta aquel momento. Vio a James y Tom ante ella y les sonrió débilmente. Ellos apretaron su mano, la miraron y devolvieron la sonrisa casi tenue.
Todos la miraban con respeto. Era diferente a ellos. La única señorita distinguida de la comarca y les parecía sencillamente una reina, un ser superior a quien nunca podrían compararse. Beth intuyó aquello en las veladas y tímidas sonrisas que le dirigían y se dijo que de buen grado se hubiera cambiado por una aldeana.
Sintió a Rock a su lado. Era el último en besarla. Lo hizo en la mejilla y Beth se estremeció de pies a cabeza. Sintió odio hacia él, odio porque la obligó a algo horrendo que...
«Lo he compadecido —pensó asustada—. Admiré en distintas ocasiones su carácter entero y su espíritu de niño ingenuo y no obstante ahora lo odio con todas las fibras de mi ser. ¿Por qué? ¿Es que acaso creí que este momento no llegaría nunca?».
Presenció la alegría de los labradores como un autómata. Presidió la mesa grande, muy larga, repleta de ricos manjares como si no fuera ella la protagonista de la fiesta. Oyó los vivas y los brindis. Vio que, la luz del día se iba extinguiendo y que las grandes arañas del salón se encendían centelleantes. Vio después que los invitados, todos gente burda, ataviada con sus trajes domingueros iban desapareciendo poco a poco. Los despedía junto a Rock y sonreía como una tonta. ¿Cuántas palabras pronunció en toda la tarde? Dick, que la observaba en silencio, se sintió más culpable que nunca y se dio cuenta de que Beth estaba pasando por un momento de desesperación infinita. Rock también estaba sombrío. Era lo único que Beth podía agradecerle; no exteriorizar alegría alguna para no atormentarla. ¿Lo hacía consciente o era una faceta más de su extraño carácter?
Al fin desfiló el último invitado. Solo quedaba Dick en la estancia con un puro habano colgado de la boca.
—Pasemos al saloncito, Liz —dijo Rock—. Allí tomaremos café con tu padre.
—Si no os importa me retiraré. Estoy muy cansada —dijo sin mirarlo.
—Te acompañaré a tu aposento —volvióse a Dick y añadió—. Espérame aquí, Dick. Vuelvo en seguida.
La tomó por el brazo y ascendieron juntos por las escalinatas alfombradas. No parecía una casa de campo y, sin embargo, lo era. Quizá Rock leyó aquel pensamiento en los ojos azules, porque dijo con naturalidad:
—Al otro extremo de la casa hay otra entrada. Ya lo verás mañana. Es como si esta parte de la casa estuviera alejada de la otra y, no obstante, están anexas. Cuando restauré la finca por última vez lo dispuse así en evitación de que esto pareciera una cuadra.
Llegaron a un pasillo largo, reluciente. Había cuadros colgados de las paredes y una consola con un gran espejo. Beth se vio en él y quedó asustada. Estaba pálida y sus ojos no brillaban como habitualmente. Parecían apagados, sin vida propia.
—Estás desencajada —comentó amable.
Se detuvo ante dos puertas paralelas. Rock abrió ambas puertas y dijo:
—Mira. Esta es mi alcoba y esta otra la tuya. ¿Te agradan?
Eran sencillas, pero maravillosas. Algo parecido a las que ocupó en casa de Ana y totalmente diferentes a la pobre y pelada que habitó en casa de su padre.
—Creo que estarás cómoda —dijo él quedamente.
—Gracias, Rock.
Estaban ambos de pie en medio de la estancia de la joven. No había puerta de comunicación, tan solo aquella puerta del pasillo que parecía prohibida...
El lecho, muy bajo al fondo, una alfombra mullida y rica junto a él. El piso encerado, brillante y limpio. Un ropero que ocupaba toda una fachada, un tocador sobre el cual habían frascos de todos los tamaños y formas.
—¿Por qué? —preguntó ella señalándolos.
—No sé si te servirán de algo —dijo nervioso—. Pero los adquirí cuando fui a la ciudad a comprar mi traje. Son perfumes buenos, Liz... Sé que tú usas un perfume especial; pero... No me los desprecies.
—Gracias, Rock.
Se maravilló de que él tuviera aquellos cuidados. ¿Un hombre del campo con espíritu selecto? El ventanal caía sobre el jardín lateral y las cortinas de muselina danzaban sutilmente al compás de la brisa. Era una estancia cómoda, acogedora y amable, donde estaría sola...
—Son las once, Liz. Puedes dormir tranquilamente hasta mañana. Yo... tengo faena en el campo al amanecer y quizá no regrese hasta la noche. Quisiera que Sildey se arreglara bien contigo. Hace muchos años que ocupa el lugar preferente de mujer en mi casa, y ahora que has llegado tú, que yo te he traído, quisiera que congeniarais. Es una buena mujer que sabe desempeñar bien su cometido.
Pareció dudar y ella lo animó con los ojos.
—Las circunstancias por las cuales nos hemos casado no quisiera que fueran una tortura para ti, Liz. Y me agradaría mucho que ocuparas el lugar de ama que te pertenece. Sería humillante para mí que vivieras al mareen de lo que es mío y ahora tuyo...
—No te entiendo, Rock.
A su lado y oyéndole hablar se desarmaba. Todo su furor, su odio, desaparecían ante el hombre que parecía bueno y humilde.
—No quiero que hagas nada, Liz, nada en absoluto. Por nada del mundo quisiera que tus bellas manos se endurecieran. Has de vivir aquí como has vivido en el pensionado y en París, en casa de tu amiga Ana a quien puedes invitar cuando te apetezca. Obrarás como lo que eres: dueña y señora, como soy yo dueño y señor. Pero hay algo por lo que debe velar el ama y ese algo es la casa, los criados. No vivas al margen de lo que es mi vida y tu vida.
—Ahora te entiendo, Rock. Pierde cuidado. Soy tu esposa, y sé muy bien lo que debe hacer el ama de una casa como esta.
—Gracias, pequeña Liz. Ahora te dejo sola. —Vaciló. Parecía deseoso de decir algo y lo dijo con velada voz—: Si algún día comprendo que no puedo vivir sin tu amor, te lo diré, Liz. Puedo ser astuto para ganar dinero, para engañar a toda la comarca si con el engaño puedo engrosar mi capital, pero como hombre, como esposo, soy un pobre infeliz. Tendré que decírtelo, ¿sabes? Si te necesitara en mi vida íntima, en mi espíritu, no podría soportar la existencia y tendría que confesártelo.
—Me lo confesarás, Rock. Siempre estaré dispuesta a escucharte. Y si hoy —añadió con valentía— quieres quedarte a mi lado, quédate porque soy yo una mujer cristiana y me casé contigo consciente de mis deberes de esposa.
Rock ocultó el brillo de su mirada bajo los párpados. Se repuso al pronto y enarcó la ceja izquierda.
—No quiero que cumplas tus deberes de esposa como imposición obligada, sino con gusto, con amor.
—¿Y si no pudiera amarte nunca, Rock?
—No me lo digas jamás, Liz. Cuando yo te ame y te lo diga, por Dios te pido, no me humilles. Miénteme un poco de cariño porque a mí nunca me quiso nadie y sería terrible que mi propia esposa me negara el derecho de quererla.
—¿Y te conformarías con esa mentira?
El hombre se menguó. Parecía apenado y empequeñecido súbitamente.
—Hoy no podría soportar la mentira; cuando te ame la soportaré porque... te querré demasiado para renunciar a ti.
—Está bien, Rock.
—Hasta mañana, pequeña Liz.
La miró hondamente. Parecía mentira que aquel hombre supiera ganar dinero, enfurecerse ante los amigos, y se menguara de aquel modo ante una simple mujer.
—No quisiera por nada del mundo hacerte desgraciado, Rock —susurró ella acompañándolo hasta la puerta.
Él se detuvo y le puso una mano en el hombro.
—Tu sola presencia, representa la dicha para mí.
Inclinó su busto, la miró a los ojos y más que nunca aquellas pupilas quedaron inmóviles en los ojos azules, que parpadearon.
—Quisiera besarte antes de marchar —susurró apenas sin abrir los labios.
Y como en otra ocasión el cuerpo juvenil se estremeció de pies a cabeza. No podía negarle el beso. ¡Si exigiera! Pero pedía con voz humilde como si en vez de ser un hombretón fuera un pobre y desvalido mendigo.
No respondió. Empinada sobre la punta de sus pies, ofreció los labios semiabiertos. El hombre no se conformó esta vez con aprisionar la barbilla. La abarcó toda, la pegó a su pecho y la besó. Una sola vez como si temiera separarse. Un minuto o veinte, ¡qué más daba! Quedó jadeante pegada a la puerta y él se alejó sin mirarla de nuevo.
—¡Dios mío! —suspiró apenas—. ¡Dios mío!
* * *
Entró en la capilla y Dick dormitaba ya con el puro aún apagado entre los labios.
—Dick —llamó sacudiéndolo suavemente.
—¡Ah! —exclamó el caballero agitando la cabeza—. Ya creí que no volvías.
—Debemos hablar, Dick.
—Te escucho. Además de mi hija, ¿quieres mi hacienda?
Rock ya no era el marido sumiso que hablaba a una mujer que consideraba superior. Era el negociante, el hombre emprendedor que sabía ganar las jugadas.
—No se trata de eso. Nadie que me pertenezca, Dick ha vivido en la pobreza. He vivido yo mientras no pude hacerlo de otro modo. Ahora es diferente. Quiero, en efecto, hablar de su finca. Tiene usted una única heredera, ¿no es cierto?
—Por supuesto.
—Pues bien, como lo que es de Liz es mío y lo mío es de ella, me ocuparé de trabajar sus pocas tierras. Uniremos las dos fincas, restauraré la suya y usted...
—¿Debo marcharme a la Siberia? —preguntó Dick filosóficamente.
—Al contrario. Dejará de visitar ciertos lugares donde se pierde el dinero con mucha facilidad, y trabajará usted. Es joven aún y saldrá adelante con mi ayuda.
Dick no dijo que se sentía satisfecho porque nunca quiso darle la razón a Rock, pero en el fondo hubiera saltado de gozo.
—Seré tu criado, ¿no?
—Déjese de bobadas. Admiro demasiado a mi esposa para tener a su padre de criado. Le expongo lo que me parece mejor y más conveniente. De vagos está el mundo lleno y es preciso que vayan desapareciendo.
Dick se puso en pie y encendió el puro.
—¿Algo más, Rock?
—Mañana tengo faena en el campo y no podré ir por su casa. Diré a mi abogado que se presente allí y arreglará sus asuntos del mejor modo que le parezca a mi representante.
—Por lo visto quieres dejar las cosas sentadas sobre un papel.
—No estoy dispuesto a tirar el dinero que gané a fuerza de años, tesón, trabajo y privaciones, Dick.
—¿Qué pretendes, pues?
—Muy sencillo. Simular una venta.
Dick se espantó.
—¿Una venta? ¿A ti?
Rock se echó a reír y le puso una mano en el hombro.
—Es usted mucho más desconfiado que yo y tenga en cuenta que yo lo soy mucho.
—Pues que me aspen si te entiendo. Y dime, hablando de otra cosa, ¿es que ahora subí de categoría que me tratas de usted?
—Ante una mesa de juego somos todos iguales. Ahora es usted el padre de mi mujer. Bueno, esas son tonterías. Le decía que simularemos una venta a mi esposa.
—¿Y lo sabe Beth?
—Escuche, Dick, admiro a mi mujer mucho, como usted no puede figurarse. Quiero sentirla en casa, quiero verla moverse junto a mí y quiero tener el consuelo de sus ojos a mi regreso del trabajo. Pero bajo ningún concepto admitiré que se inmiscuya en mis negocios.
Dick pensó en James. En los propósitos de este. Si Rock no admitía que su mujer se inmiscuyera en sus asuntos privados, ya podía disponerse a perder la tierra de los mejores pastos que poseía.
—¿A mí qué diablos me dices? —rio Dick cachazudo—. Si en verdad quieres que simule una venta, Beth tendrá que saberlo.
—Y lo sabrá, pero usted tendrá buen cuidado de añadir que fui yo quien propuse esa venta.
—¿Chantaje?
—¡Estúpido! —exclamó secamente—. Le estoy facilitando el camino para vivir mejor, y usted...
—No discutamos más, Rock. Haré lo que quieras y diré lo que me mandes; lo esencial es que mi hija sea feliz y que yo no tenga que ir a pedir.
En medio de su furor Rock lo compadeció. Evidentemente Dick nunca dejaría de ser un pobre e indefenso hombre sin pizca de sentido común.
—¡Hala! Ahora váyase a dormir a su casa y mañana ultimaremos detalles con mi abogado.
VI
Había mucho ruido en la casa. Sentía el mugir del ganado, las voces de los mozos en el patio y el ir y venir de las criadas por el pasillo largo y reluciente. Se bañó, peinó los cabellos y sin retoques en el rostro, nuestra joven se deslizó silenciosamente escaleras abajo.
—Buenos días, ama —saludó una mocita de sonrosadas mejillas cruzándola en el vestíbulo.
—Buenos días.
Al llegar a la terraza otra chica la saludó del mismo modo. Los mozos, que la vieron de pie en la terraza, quitaron sus gorras y la saludaron también.
Beth pensó que todo seguía igual. Solo existía la diferencia de que tenía un marido y muchos criados. Pero ella continuaba casi libre y feliz como si nada hubiera ocurrido. Admiró la riqueza de la casa. Buscó a Sildey al otro lado de la casona y la encontró trajinando en la cocina. Era una mujer menuda de grises cabellos y sonrosadas mejillas que disponía las ocupaciones con una soltura admirable.
—Buenos días —saludó cariñosa.
Sildey se volvió y la obsequió con una amplia sonrisa que relajaba su inmensa boca.
—Buenos días, ama. El amo salió a las cinco de la mañana y me dejó dicho que le subiera a usted el desayuno. Pero como usted no llamó...
—¿Y me hubiera oído?
—Hay un cordoncito al lado de su cama. Tire usted la campanilla.
—Quiere decir que agitándolo en mi alcoba...
—Suena aquí la campanilla.
—Prefiero que me sirva el desayuno aquí.
—Entonces váyase al comedor. Estará en un instante. Tocino y huevos fritos, ¿verdad?
Beth se estremeció de horror.
—No, no. Simple café con tostadas.
—Así está usted de delgada. Aquí hay que comer, ¿sabe usted? El amo se enfadará si sabe que no come.
—Pero si siempre desayuno café con tostadas.
—¡Alabado sea Dios! ¡Bueno, bueno!
La cocina era sencillamente inmensa. Y sobre el gran fogón unas horribles ollas que asustaron a Beth.
—¿Y eso para quién es? —preguntó.
—Para los mozos.
—¿Comen todos aquí?
—Claro. ¿Es que en la hacienda de su padre no es así?
—Pues no sé —rio de buena gana—. Nunca estuve en la cocina.
—Entonces no venga tampoco por esta —sonrió Sildey, abriendo su inmensa boca—. Huele a comida y todo está sobado. Esta parte de la casa pertenece casi por entero al personal de la hacienda y solo el amo viene por aquí de vez en cuando. Rex, la doncella, le servirá en el comedor.
—Sírvame usted y cuénteme cosas de mi marido.
—¿De su marido?
Beth se sonrojó.
—Sé que le quiero —mintió con aplomo, aunque roja como la grana—, pero ignoro muchas cosas relacionadas con él. ¿Estaba usted a su lado cuando quedó huérfano?
—No. Hace diez años tan solo que estoy en esta casa. Mi marido trabajó con él, estaba a su lado cuando murió el anciano patrón... Luego mi esposo sufrió un accidente, ¿sabe usted? Lo mató un caballo desbocado. El amo fue a buscarme y me trajo con él. Le debo mucho al amo, ¡oh, sí!; no se puede usted figurar cuánto.
Limpió las manos en el delantal y dejó a una mocita al lado de las inmensas ollas. Caminó tras Beth en dirección al comedor y mientras otra mujer servía a la joven, ella de pie a su lado le hablaba de Rock...
—Ha sufrido mucho, ¿sabe usted? ¡Oh, sí! Fueron años muy duros aquellos primeros. Luego ya el trabajo resultó un poco más llevadero porque tenía hombres a su servicio, hombres que sabían desempeñar su cometido. El amo nunca se preocupó de nada que no fuera su tierra, sus pastos y su ganado. Todos esos mozos que ha visto usted en el patio lo adoran, aunque el amo tiene mucho genio...
Beth untó un trozo de pan con mantequilla y miró a Sildey con simpatía. Le gustaba aquella mujer no solo por su aspecto limpio y aseado, sino por el cariño que sentía hacia todo lo que perteneciera a los Fuller. No amaba a Rock, pero era su esposa y era sobre todo una mujer cristiana que sabía muy bien su deber.
—¿Se enfada con frecuencia, verdad? —preguntó veladamente.
—No; pero cuando lo hace es preciso alejarse de él. Procure usted no despertar su ira —rio divertida.
—¿No?
—Se lo aconsejo. —Luego sin transición añadió—: Pero si no come usted nada. Es preciso que coma más, hay que engordar.
—He comido más que nunca. ¿Me acompaña a ver toda la casa?
—Claro que sí.
Empezaron por los dormitorios de los mozos de labranza. Eran grandes, con camas pequeñas alineadas en una larga estancia.
—¡Qué limpieza! —se maravilló la joven.
—Al otro extremo del parque hay un tren de lavado. El amo es previsor.
En el segundo piso había otra sala tan limpia y recogida como la primera con las camas blanquísimas alineadas una junto a otra a todo lo largo de la estancia.
—Estas pertenecen a las chicas. Y aquí, en esta alcoba vivo yo mis largas noches, señora Fuller.
Era una estancia triangular, con una cama al fondo, una silla, un armario y una mesa pequeña sobre la que había un libro de la vida de Cristo.
—Siempre leo lo mismo —sonrió aturdida—. Lo prometí cuando murió mi esposo.
—La admiro, Sildey.
La mujer vertió una lágrima y siguieron lentamente el recorrido. Dejaron la casa, tras ver el largo y ancho comedor, en medio del cual había una mesa larguísima donde, según Sildey, comían los criados.
—Se sirven ellos mismos —explicó—. Tienen su turno. Una semana les pertenece a unos y otra a otros. Sirven por grupos de tres. Todos se llevan muy bien y quieren y admiran al amo.
Rock podría tener mala fama en la comarca, mas allí era querido, admirado y respetado como un pequeño rey. Le agradó el descubrimiento. Y se dio cuenta de que, pese a todo, nadie como ella conocía el verdadero fondo de aquel hombre que era su marido.
«Debiera estar llorando —se dijo calladamente—. Debiera gemir y gritar por estar casada con un hombre al que no amo, y no obstante, para asombro mío, no solo no estoy disgustada, sino que estoy casi contenta».
Luego pasaron a la casa casi lujosa. Ambos edificios se separaban entre sí por un largo pasillo interior. El gran comedor donde se había celebrado el banquete el día anterior era sin lujos, pero acogedor y grato. La salita, de muebles forrados en rojo, tenía al fondo una gran chimenea, ahora apagada porque el sol entraba a raudales por los grandes ventanales abiertos. Los dormitorios amueblados con el mismo estilo y el despacho de él...
Austero, casi tan áspero como Rock Fuller. Negros los muebles pesados y gruesos, negra la carpeta que había sobre la mesa grande, negros los libros encuadernados que seguramente él nunca había mirado. Una gruesa alfombra donde el ruido de los pasos se extinguía y una lámpara de bronce dando luz a la estancia silenciosa.
—Se parece a mi marido —sonrió Beth apurada—. Es todo tan severo como el mismo Rock. Más tarde pondré aquí, en esta consola tan fúnebre un ramo de flores para proporcionarle un poco de alegría —se volvió hacia Sildey y añadió ruborosa, pues le daba apuro cambiar las costumbres—. He visto muchos maceteros por todos lados, pero ninguna flor. Las flores dan vida y alegría al hogar. Me ayudará a llenar los búcaros, ¿verdad, Sildey?
Sildey estaba sencillamente maravillada. Cuando supieron que el amo se casaba con una señorita educada en París se asustaron, se entristecieron; y ahora que la escuchaba se sentía feliz porque el amo merecía una mujer como aquella, que era fina y, sin embargo, hablaba dulcemente a sus inferiores.
—Aún le falta lo mejor —dijo sin responder a la pregunta—. Venga, venga...
La siguió en silencio y hubo de quedar detenida en el umbral de aquella inmensa galería que ocupaba toda una fachada, la fachada principal.
—¡Sildey!
—¿Qué me dice, señora Fuller?
¡Señora Fuller! Oírse llamar así la estremecía porque aunque ella quisiera ignorarlo, ellos le hacían recordar que pertenecía a un hombre, que estaba casada con aquel labrador rudo de corazón sensible...
—Es maravilloso —susurró avanzando y mirando a un lado y a otro—. Maravilloso, Sildey. ¿De quién partió esta ocurrencia?
—Del amo.
¡El amo! La mano del amo estaba allí, en cada rincón, diciendo que el hombre rudo tenía espíritu aunque pretendiera disimularlo.
Muchas flores, muchas. De todas las clases y tamaños se erguían zalameras sobre sus tallos. Y aquellos tallos aparecían soberbios en macetas pintadas de colores. Los cristales protegidos con las cortinas de fina muselina y las persianas alzadas ahora permitían que el sol entrara a raudales bañando aquel conjunto de plantas y flores. El piso encerado brillaba casi hiriente y al fondo un juego de mimbre, donde ahora se sentó Beth suspirando.
—Nada existe en toda la casa que me agrade como esto —comentó soñadora—. Este perfume, esta quietud y este sol que puede atenuarse con las largas persianas. Sildey, estoy sencillamente admirada. ¿Vas a decirme también que Rock dispuso esto?
—Lo vio en una revista y se empeñó en hacerlo aquí. Costó dinero, trabajo y mucho tiempo. Pero el amo siempre consigue lo que se propone.
«Sí —pensó ella—, también me ha conseguido a mí».
—Buscaré con frecuencia este refugio, Sildey. Coseré aquí y vendré a leer mis libros preferidos.
—Quédese ya, señora Fuller. Yo tengo trabajo en la cocina y no puedo detenerme más.
Le dijo adiós con la mano y se hundió más en el sillón de mimbre. Hacía muchas horas que no pensaba en Tony y pensó en aquel instante de soledad y recogimiento. Cuánto daría ella porque aquella casa perteneciera a Tony y este fuera su marido.
—Soy injusta —suspiró—; Rock es bueno y yo debo profesarle, si no cariño, al menos el afecto que merece por su generosidad. Me ganó con unos naipes, pero es bueno, es bueno...
* * *
No lo esperaba a aquella hora y se asustó cuando lo vio en el umbral del comedor.
—Hola, Liz.
Clavó en él sus ojos. Recordó el beso fuerte, hondo, que la dejó casi extenuada. ¿Lo recordó el hombre? Avanzó hacia ella. Venía sudoroso y la pipa que traía apagada en la boca despedía un olor poco agradable. Sus fuertes botas resonaban en el piso y sus manos grandes aún apretaban la fusta.
—No te esperaba ahora —susurró.
Lo tenía ante ella. Y el hombre la miraba. ¡Qué bonita estaba Liz con aquella batita sencilla que ceñía atrevidamente su cuerpo joven de sirena! ¡Y qué bonitos los ojos resaltando en el rostro tostado por el sol, y qué bonita la boca roja que él tenía deseos de besar, pero no besó...!
—Aunque vuelva al campo, siempre vengo a comer a casa y hoy con mayor motivo porque estás tú...
—Gracias, Rock.
A su lado era excesivamente pequeña y él hubo de inclinarse para mirarla a los ojos.
—Estoy contento —dijo suave—. Trabajé toda la mañana pensando que tú estabas aquí. Dime lo que has hecho durante mi ausencia.
—Recorrí las dos casas. Lo he visto todo.
—¿Y qué te agradó más?
—La galería...
—Me lo imaginaba.
—Estuve allí leyendo toda la mañana. Pero me aburro, ¿sabes? Tengo que tener alguna ocupación.
—Solo la ocupación de ponerte bonita. Y cuando quieras adquirir trajes, Liz, me lo dices y vamos los dos a la próxima ciudad.
Beth sonrió comprensiva. ¡Trajes en la ciudad!
—¿De qué te ríes?
—De tus ocurrencias —susurró nerviosa bajo aquellos ojos inmóviles que no dejaban de mirarla—. Cuando desee un nuevo equipo lo encargaré a mi modisto de París, Rock, aunque te cueste más.
Rock lanzó tal risotada que ella se asustó.
—Pues claro que sí, Liz. Soy tan torpe que no me doy cuenta de estas cosas. Me perdonas, ¿verdad? Todo mi capital está a tus pies, Liz, quiero que lo sepas.
—¿Por qué?
—Porque eres mi esposa —repuso extrañado.
—Aunque yo no fuera tu esposa, ¿le dirías lo mismo a otra mujer?
—Mi esposa tenías que ser tú, solo tú, Liz. Yo no podía casarme con ninguna mujer que no fueras tú. Y si algún día tenemos hijos —Beth se estremeció de pies a cabeza, pero Rock no lo notó—, quiero que se eduquen también en París. Quiero que sean como tú; que sepan luchar como yo, y que sepan sonreír como tú. Que tengan tu voz cálida, suave y tus manos delicadas, y tu andar lento y armonioso.
—Cuántas cosas sabes decir —sonrió apurada.
—Y lo que aún ignoras tú, Liz.
Seguía de pie ante ella dominándola con su estatura y retorciendo nerviosamente la fusta sobada.
—No es preciso ser un hombre ilustrado para decir lo que se siente, Liz. Yo estaría una vida entera bendiciendo el momento en que a Dick se le ocurrió jugar a los naipes. Y estaría asimismo mirándote constantemente y diciéndote cosas, muchas cosas.
—Pues ahora vamos a comer. Estarás hambriento.
Rock cambió la pipa en la boca y Beth se dijo que cuando tuviera más confianza le diría que no lo hiciera.
—Sí, tengo apetito. He cabalgado toda la mañana y estoy sencillamente rendido.
Beth quedó suspensa. Rock iba a sentarse a la mesa vestido de aquel modo y sin lavar siquiera las manos. Se estremeció: «Cuando haga algo que te desagrade, dímelo». ¿Se lo diría? ¿Y si Rock se enfada?
«Tengo el deber de ir civilizándolo poco a poco. Es mi marido y si por cualquier causa estuviera alguien aquí y le viera... Además, si no se lo digo hoy lo hará en sucesivos días y no podré soportarlo».
—Sildey —llamó Rock con su vozarrón fuerte y autoritario—, ¿no hay comida?
A su lado, frente a él, Beth, linda, joven y fresca, parecía desentonar. Y observó cómo Rock dejaba la pipa horrible y la fusta sobada sobre la mesa, casi pegada al cubierto.
Decidida se levantó y sin decir nada, tomó ambas cosas y las llevó al otro extremo del comedor.
Él solo dijo con voz casi imperceptible:
—Perdona.
Le sonrió dulcemente. No podía ser indiferente con él porque Rock no lo merecía.
—No tiene importancia, Rock. ¿Vamos a comer?
—Claro. Sildey dirá en seguida que nos sirvan.
—¿No... no te lavas las manos, querido?
Rock quedó mirándola con los ojos inmóviles.
—Lavarme las... Sí, sí, claro. Perdona, Liz.
«Se siente humillado. He sido poco discreta», se angustió.
Lo vio venir y no pudo decirle que se cambiara de traje, que aquel estaba sucio de polvo y de sudor. Sería una humillación más y Rock nunca había sido humillado hasta ahora.
Comieron casi en silencio y cuando él marchó al trabajo, Beth subió a su alcoba y abrió los armarios. Inspeccionó todo en su interior. En aquel armario solo había un traje negro, el de la boda. Luego varios pantalones todos de montar y tres pares de leguis con sus espuelas de plata. En los cajones, doce camisas azules, crema, de cuadros, dos blancas y una verde muy tenue.
Ni corbatas, excepto la que llevó el día de la boda. Ni zapatos, excepto los que se puso para casarse. Un armario de hombre desprovisto de ropa, de la ropa más elemental. Se lo diría a Rock sin rodeos e irían juntos a la ciudad a comprar trajes, camisas y zapatos para aquel hombre que ignoraba lo que era vestir con decencia.
Cuando llegó por la noche ella estaba sentada en el porche. Su padre venía con él. Los vio desmontar en el patio y caminar juntos enfrascados en una charla, al parecer muy interesante.
Al verla él elevó los ojos y la sonrió. Traía la pipa en la boca como siempre y sus botas manchadas de barro y la camisa desabrochada dejando ver él pecho ancho y fuerte. Era un hombre admirable aunque Beth no lo reconociera así. Tenía un gran tipo y una cara extremadamente interesante donde los ojos verdes ponían una nota de melancolía.
—Hola, Liz.
Con naturalidad se colgó de sus brazos y en medio entraron en la casa.
—Me sentía tan sola que salí al porche para verte llegar —dijo elevando los ojos para mirarlo.
—Todo el día, me refiero a la tarde, estuve en la finca de tu padre. Hemos hecho grandes cosas y proyectado otras mejores.
—Yo he dispuesto venderte la finca, Beth —dijo Dick satisfecho—. Vamos a restaurarla, ¿comprendes?
—¿Y por qué vas a vendérmela?
—Lo hemos acordado así.
Miró a Rock. Encontró firmeza en la mirada.
—¿Por qué, Rock? —preguntó ella de modo raro.
—Para mayor facilidad.
—¿Facilidad de qué?
—No entiendes de esas cosas, Liz —cortó ásperamente.
Iba a responder, pero por primera vez tuvo miedo a la aspereza de aquella voz autoritaria.
«No despierte su ira, se lo ruego».
Mordióse los labios y cuando entró en la salita se hundió en una butaca y alcanzó un libro. Como si estuviera muy ausente de allí, oyó la conversación de su padre y Rock. Hablaban de la finca, de su reforma y de la valla que iban a hacer para unir las dos haciendas.
Después Dick se puso en pie, la besó en la frente y se fue, no sin antes comentar indiferentemente:
—Estás muy silenciosa.
—Hasta mañana, papá.
Rock lo acompañó hasta el porche. Oyó sus voces y después el galopar del caballo de su padre. Los pasos de Rock resonaron fuertes en el vestíbulo. Avanzaba de nuevo hacia la salita. Lo sintió entrar, cerrar la puerta y golpear la pipa en la suela del zapato.
—Pones todo perdido —observó ella acremente—. Después las chicas se ven y se desean para limpiar tus pisadas.
—Para eso les pago.
Lo tenía ante ella. Estaba enfadado.
—Si no ensuciara no necesitaba criados.
Se situó tras el respaldo de la butaca. Beth tenía el libro abierto sobre las rodillas y parecía leer. De súbito sintió las manos de Rock en sus hombros y la respiración cálida que encendía su piel.
—¿Estás enfadada?
—Por supuesto que no.
—Si he sido grosero perdona, Liz. No sé tratar a las mujeres como tú.
Estaba tan cerca de ella que un simple movimiento por parte de la joven bastó para que los labios masculinos se posaran en su cuello.
—Déjame, Rock.
Nada repuso. No la soltó. La besó una y otra vez como si estuviera hambriento de aquellos besos y cuando ella intentó ponerse en pie, la prendió por la cintura, la apretó contra sí y buscó los labios que temblaban perceptiblemente. Beth creyó que la ahogaba y cuando se vio libre aspiró hondo y susurró:
—Eres un bruto, Rock.
Rock estaba de espaldas a ella mirando hacia el patio oscuro. Tenía las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y la cabeza alzada.
—Rock.
—Es cierto que soy un bruto, Liz.
—Olvidémoslo, por favor. Y mírame, Rock. Tengo que hablarte.
Se hundió de nuevo en la butaca. Se extrañó de no sentir indignación, sino una gran laxitud.
—Dime, Liz.
—Siéntate enfrente, Rock. Quiero ver tu cara cuando te hable.
Sumiso fue a sentarse en la butaca frente a ella.
—Esta tarde estuve en tu alcoba. Rock.
—¿En mi alcoba?
—He comprobado que tu equipo es casi mísero.
—¿Mi equipo?
—No tienes ropa, vaya.
—¡Ah!
—Me gusta cómo está hecho tu traje negro. ¿Quieres que vayamos a la ciudad a comprar ropa para ti?
Rock no se enfadó, pero la proposición no fue de su agrado.
—¿Y para qué la quiero?
—Para vestir con decencia.
—Siempre fui un hombre decente...
—No seas susceptible, Rock.
—Haz lo que quieras. Iremos a donde desees...
—¿Pero contento?
Rock metió la pipa en la boca y fumó aprisa.
—Bueno, contento, sí.
—Entonces vayamos a cenar.
—Antes quiero decirte que he tenido carta de mi hermano.
Beth ya no recordaba que Rock tenía un hermano y preguntó con curiosidad:
—¿Qué hermano?
—El mío, el único que tengo y que no recordé que existía hasta ahora. Al parecer se encuentra sin dinero y sin... y sin nada —añadió áspero—. Cuando yo cumplí los veinte años me escribió también y decía que le mandara la parte que le correspondía.
—¿Y tú que hiciste?
—Se la mandé. Aducía que lo necesitaba para terminar sus estudios. No sé qué estudios serían esos que ahora no producen dinero... ¡Bah! Junto con el dinero le envié unos papeles para que los firmara, los firmó, me lo remitió rápidamente y hasta hoy.
—¿Y qué dice en la carta?
—Que se encuentra sin recursos y sin trabajo y que desea venir a pasar una temporada conmigo, si es que no tengo inconveniente.
—Le habrás contestado ya, ¿no?
—Lo hizo mi abogado. Cuando yo tenía veinte años ya contaba con ese abogado... Me gusta la ley y la acato sin vacilaciones, porque soy honrado. Cuando mi hermano me escribió la primera vez, respondió mi abogado. Y ahora también di orden para que lo volviera a hacer.
—¿Y qué le dices?
—Que venga. Dos meses para observar el trabajo de los demás y después a trabajar como yo. No quiero zánganos en mi casa. Si no está dispuesto a eso que no venga.
Beth sonrió suavemente. Le gustaba el modo de ser de Rock, recto, justo y honrado...
—Entre vivir en París y no tener nada, a vivir aquí con todas las necesidades cubiertas, elegirá esto, ¿no crees?
—No sé, no sé —dijo cambiando la pipa en la boca. Beth cerró los ojos—. A estos niños de París que juegan a ser gente distinguida, les cuesta inclinar el lomo.
—Hablando eres un labrador nato, Rock.
—Perdona —se echó a reír—. Ahora podemos ir a comer.
Se puso en pie y Beth le imitó. Rock le pasó un brazo por los hombros y comentó:
—Si lo deseas mañana mismo vamos a la ciudad a comprar mi ropa. No quiero que sufras por tan poca cosa.
—Mañana no, Rock. Para la semana que viene que tenemos el coche del médico.
—Liz —dijo Rock, de súbito—, creo que voy a comprar un coche.
Estaban de pie en el umbral muy juntos y Beth elevó los ojos rutilantes.
—¿Un auto quieres decir?
—Sí. Un auto lujoso para ti.
—No, Rock, no. Cuesta mucho y no hay necesidad.
—Bueno, ya veremos.
VII
Todos los días eran iguales. Pero ahora, constantemente Beth sentía la mirada quieta de Rock en su rostro. Era una mirada honda, silenciosa, extraña. Y ella se estremecía bajo aquella mirada y se dio cuenta de que su felicidad iba a tocar a su fin porque Rock ya la amaba. ¿Se lo dijo? Aún no. Pero sus miradas, sus besos, que no podía negar, el callado lenguaje de aquellos ojos verdes y profundos se lo decían a cada instante.
Le huía. Era algo instintivo porque sabía que cuando Rock hablara, ella tenía que callar, mentir si era preciso, mentir lo que no sentía.
Y aquella mañana Rock no fue a la faena como otras veces. Apareció en el comedor ataviado con su traje negro, la camisa blanca y la corbata oscura. Beth se le quedó mirando interrogante y él dijo:
—He pedido un coche a la ciudad. Vendrá en seguida. Solo tienes tiempo de cambiarte de ropa.
—¿Ahora?
—Cuanto más pronto mejor.
¡Todo un día cerca de él!
—Creí que te habías olvidado de tu ropa...
—Pues ya ves como no. Te disgusta mi pipa. —Beth se sobresaltó porque no recordaba habérselo dicho—, te horrorizan mis botas de montar y mis camisas a cuadros...
—Rock...
—Y te horroriza verme llegar y te repugnan... mis besos.
—No tienes derecho, Rock...
Serio, quieto, vestido de negro y moreno, y blancos los dientes, estaba sencillamente bello. Un dios griego, solo le faltaba la barba y le sobraba el traje para representar la soberbia estampa de la mitología...
Beth se menguó a su pesar y pensó que por nada del mundo quisiera despertar la ira de Rock.
—Vístete, Liz.
—Lo haré en un instante.
Tenía que pasar junto a él y pretendió hacerlo sin mirarlo, pero Rock la tomó por un brazo y la sujetó con fuerza.
—Pasado mañana llega mi hermano —dijo—. Y para entonces hemos de estar de vuelta.
—Supongo que estaremos hoy mismo —dijo ahogándose.
—Prefiero traer mis trajes listos —observó inclinado sobre los ojos femeninos muy abiertos.
—Está bien, Rock.
La soltó con ira y Beth caminó presurosa a lo largo del vestíbulo.
Cuando ambos se acomodaron en el asiento del taxi, ella susurró:
—No te hice ningún daño, Rock, para que me hables de ese modo.
—Estoy disgustado.
—Pero yo no tengo la culpa.
—Sí, la tienes.
Hablaba sin mirarla. Con los ojos clavados al frente. El taxi partió y ella se menguó en un ángulo del coche como si temiera que su solo suspiro enfureciera a Rock. Era un hombre incomprensible. A veces locamente apasionado, otras exquisitamente cariñoso, a veces extrañamente soberbio y ahora áspero, casi violento.
—Es cierto que prefiero que fumes cigarrillos —dijo Beth calladamente, rompiendo el hosco silencio.
—Pues yo prefiero mi pipa.
—Aun así nunca te lo he reprochado.
—¡Sería el colmo que lo hicieras!
—Rock...
—Di lo que sea.
Se sentía deprimida, angustiada. La adustez de Rock le dolía allí en lo más hondo de su ser y no sabía explicarse las causas. Pero le dolía, sí, con intensidad, como si la desgarraran.
—No tenía nada de particular que lo hiciera, Rock.
—Hay formas de decir las cosas —admitió mirándola—. Y preferible es que me lo hubieses dicho a esconderla en un rincón absurdo.
—Te lo juro que no la escondí.
Tenía los ojos clavados en ella y comprendió que decía la verdad.
—Los hombres como yo no deben nunca casarse con mujeres tan exquisitas como tú. Mira mis manos —rio rudo—. Cuando te toco te encoges como si tuvieras miedo de que ellas te lastimaran.
—No es cierto, Rock.
—Bah. ¡No importa!
—Además, pudiste pensar eso antes de haberte casado.
—¿Tú lo admites?
Se asustó de aquellos ojos.
—No, Rock, no lo admito. Estamos casados y no podemos rectificar.
—Es que yo te quiero —dijo con la misma sencillez que si dijera: «Mañana llega mi hermano».
—Está bien, Rock.
—Tú no me quieres, ¿verdad?
Se estremeció. «Cuando te diga que te quiero, miénteme, Liz».
—¿Me quieres, Liz?
Bajo aquellos ojos tembló como una criatura. Y lo era en realidad. El hombre también parecía un niño ingenuo confesando su maravilloso cariño a la mujer exquisita.
—Contesta, Liz.
—Te quiero, Rock.
* * *
Habían recorrido media ciudad. Los paquetes se alineaban en el taxi, cajas de zapatos, cajas de corbatas, calcetines... Beth, aturdida, compraba y compraba huyendo de la mirada inmóvil. Eligió los trajes para Rock y cuando le pidió su parecer procuraba no mirarlo. Él asentía y así horas y horas hasta que la rindió el cansancio y la desesperación.
—No puedo más, Rock —suspiró apenas colgándose de su brazo—. Llévame a un lugar donde pueda sentarme o dormir... Estoy... estoy...
—Ven —susurró enternecido.
Y pasándole un brazo por el hombro recorrieron las calles hasta llegar a un café donde ambos se sentaron.
—Te ruego que me lleves a casa, Rock. No podré soportar una hora más en esta ciudad extraña para mí.
Era bella y con aquella angustia en los ojos lo parecía más. Rock la quiso como nunca la había querido y sintió el deseo de mecerla en sus brazos como si fuera una niña. No lo hizo, no obstante. Se puso en pie, la tomó del brazo y caminó hacia el taxi, aparcado en la acera.
Hundida en el muelle asiento entre paquetes y cajas, y mecida por el movimiento del auto, Beth cerró los ojos y se durmió. Cuando llegaron a la finca era ya de noche. Sin despertarla Rock la tomó en brazos y traspasó con ella el umbral, mientras el capataz y Sildey se encargaban del taxista y de los paquetes, que depositaron en el suelo.
Beth abrió los ojos y sonrió.
—He dormido como una tonta.
—Ha sido mejor. Te llevaré a tu alcoba y diré a Sildey que te suba la cena.
—Gracias, Rock.
La depositó sobre el lecho y se irguió. Beth lanzó sobre él una breve mirada. Los cabellos negros encrespados parecían más cortos bajo la luz de la lámpara, y sus dientes más blancos y más tenue su sonrisa.
—Acuéstate, Liz. Tienes el semblante desencajado.
Una vez se cerró la puerta tras Rock. Beth se tiró del lecho, fue hacia el espejo y se miró.
—No estoy asustada —suspiró mirando su faz— ni desencajada. Estoy aterrada, Rock, tengo miedo a tu amor que no comparto y que no voy a comprender.
Y no me negaré a ser tu mujer, Rock, porque... porque no puedo ni debo negarme.
Se bañó y después se hundió en el lecho. Sildey vino arrastrando una mesa de ruedas y con cariño le sirvió la cena.
—Está usted pálida, ama.
—Me he cansado.
—La ciudad es fea, ¿verdad?
—No me gustó nada, por supuesto. Prefiero la finca.
—Parece mentira que haya vivido usted siempre en París y se haya amoldado a esto tan pronto.
Beth lo pensó muchas veces. ¿Por qué no suspiró nunca por París y por qué dejó súbitamente de recordar a Tony?
—Me gusta la quietud del campo —repuso bajito.
—Esto es sano y hermoso.
Se fue Sildey y al fin se quedó muy quieta en el lecho. Oyó el trajín de la casa, sintió la brisa cálida de la noche que entraba por la ventana abierta agitando dulcemente las finas cortinas. Oyó a los mozos cantar en el patio y las risas de las chicas. Abatió los párpados. Se sentía a gusto. Una gran laxitud relajaba suave y dulcemente sus miembros. El cansancio la rindió y entre sueños oyó pasos que se acercaban. En aquel momento el reloj del vestíbulo dejaba oír las once campanadas.
Habían transcurrido quizá muchas horas cuando abrió los párpados como si alguien se lo exigiera. Primero no se dio cuenta de nada, después se sentó de golpe en la cama y susurró:
—¡Rock!
—Ya te lo he dicho, Liz: te quiero.
* * *
Descendió por las escalinatas a una hora muy avanzada de la mañana. Se sentía aturdida como si un volcán de mezcladas sensaciones bullera en su corazón sin saber definir cuál sentimiento prevalecía: el odio, la rabia, la humillación o la ternura. Brillante la mirada azul, curvados graciosamente los labios que sabían de besos, tostado el rostro joven, Beth llegó al vestíbulo y se disponía a buscar a Sildey, cuando la figura de Rock apareció en la puerta con una regadera en la mano. Al verla se detuvo y sus ojos rutilaron dulcemente. Vestía un pantalón de franela gris muy estrecho y cayendo un poco sobre el zapato brillante. Cerraba el busto una camisa blanca y no fumaba la pipa. Un aromático cigarrillo colgaba negligente de su boca. Beth se estremeció bajo aquellos ojos habladores que decían montones de cosas maravillosas. Bello en verdad, no parecía el labrador ordinario. Se maravilló del cambio operado en él y sintió algo extraño palpitar en su sangre y golpearle en los pulsos.
—Buenos días —saludó roja como la grana.
Rock dejó la regadera en el mismo suelo y con naturalidad avanzó hacia ella y la tomó en sus brazos. Tan frágil, tan linda vestida con aquella batita blanca de hilo ajustado al cuerpo joven y esbelto, se convirtió en una cosita menuda, apretada contra él.
—Buenos días, Liz, mi querida pequeña. A ver, déjame mirar tus ojos. Así...
Beth le miró. Y ella misma se extrañó de no sentir rabia ni repugnancia de aquella proximidad que la enardecía.
«Oh, Rock, Rock —pensó sin bajar los ojos—. Parece mentira que en unas horas me hayas encarcelado de este modo. Es absurdo quizá, pero... no estoy enfadada, no lo estoy».
—¿Qué ves en mis ojos, Rock? —preguntó zalamera.
El hombre la cerró más contra sí y allí mismo, sin mirar a parte alguna, sin interesarle los criados que salían y entraban, la besó en la boca apretadamente.
—No seas abusón, Rock. Tengo apetito.
—Eres maravillosa, Liz, y déjame decirte que te quiero, que estoy loco por ti y que no habrá fuerza humana que me lo haga callar.
—Pues dilo, Rock —sonrió nerviosa—. Dímelo cuantas veces quieras si ello te complace.
Colgóse de su brazo y juntos entraron en el comedor.
—¿Y tu pipa? —preguntó dulcemente irónica, al tiempo de desplegar la servilleta.
—Estoy fumando de tus cigarrillos, Liz. Mi pipa te desagrada.
—No me desagrada tu pipa; es el tabaco que fumas.
Rock enarcó la ceja.
—Huele mal.
—Me acostumbré a fumar ese tabaco cuando tenía que ahorrar hasta el último centavo.
—Pero ahora te has hecho un derrochador.
—Es que nunca estuve casado con una mujer deliciosa —sin transición añadió—: Mi hermano llegará dentro de unos instantes, ¿sabes? Me llamó por teléfono desde la ciudad. Llegó ayer noche.
Le satisfizo la noticia porque con la presencia de aquel hermano, Rock no tendría tiempo de buscar su intimidad. Y no es que le desagradara aquella intimidad un poco aturdida, un mucho turbadora, era que ignoraba aún los sentimientos que existían en su corazón con respecto a aquel hombre que para querer y, demostrárselo era el más sencillo y encantador del mundo.
—Si os habéis separado de pequeños no lo conocerás.
—Yo tenía quince años y él diez. Yo tengo ahora treinta y dos y él veintisiete. Nunca se acordó de que yo existía hasta que me necesitó, a los trece años. Y ahora que ya somos ambos hombres.
—Rock, eres generoso y quisiera que no te portaras groseramente con él. Cuando acude a ti es que te necesita.
—Por supuesto, Liz.
Y la miraba largamente, con aquellas pupilas quietas y la mujer, roja como la grana, se sentía estremecida bajo aquella mirada que la desconcertaba continuamente.
—No me mires así —pidió temblorosa.
—Estaría mirándote toda la vida y no me cansaría, Liz. Tú no sabes lo que es para un hombre como yo, tener una mujer como tú. No lo puedes saber porque nunca has vivido mezclada con la tierra, anhelando lo que nunca pude tener hasta ahora.
—Ahora ya lo tienes, Rock.
—Sí, lo tengo; pero aún no es suficiente para mi ambición de marido enamorado. Quisiera sentir tu caricia espontánea en mi cara, en todo mi ser y ver en tus ojos el amor que aún no me tienes.
—No tienes derecho a decir eso —susurró ahogándose—. Tú sabes que no lo tienes, Rock...
—No te lo reprocho, Liz. Un reproche por mi parte sería cruel, inhumano. Te has doblegado, ¿comprendes? Pero yo no puedo exigir complacencia porque eres demasiado superior a mí y...
—No quiero que digas eso.
Él iba a responder, pero el motor de un auto trepidó cerca del patio y luego se detuvo. Rock se puso en pie bruscamente y Liz lo imitó. Aproximóse a su esposo y con sus dos manos tomó el brazo masculino.
—De pronto me siento nerviosa —confesó aturdida.
La manaza de Rock cayó sobre los dedos temblorosos y los acarició dulcemente.
—No te preocupes. De pequeño era un muchacho simpático y alegre.
—¿Y tú cómo eras?
—Serio, reconcentrado, silencioso...
—Como ahora...
—Como ahora —rio divertido—, con la diferencia de que ahora te tengo a ti y me comprendes.
La figura de un hombre apareció en el umbral dél comedor. Era rubio, de ojos azules y vestía elegantemente un traje claro que llevaba con extremada soltura. Tony Fuller, que avanzaba resuelto y decidido, al ver a la pareja se detuvo en seco, lanzó una sorda exclamación y dijo:
—¡Beth!
Ella se estremeció de pies a cabeza, se sacudió como si la agitara un huracán y susurró:
—¡Tony!
El aludido avanzó, avanzó rápido, aturdido.
—Por fin —dijo bajo—. Por fin di contigo después de tanto tiempo.
Iba a tocarla; pero Rock, que había presenciado la escena con ademán impasible, pasó un brazo por los hombros de la mujer que le pertenecía y exclamó con absoluta naturalidad:
—Hola, Tony. Por lo visto ya conoces a mi esposa.
Tony abrió los ojos desmesuradamente, miró a Beth, luego a Rock y después dijo:
—Dices que Beth es tu esposa...
No interrogaba, repetía las mismas palabras como si le costara trabajo admitirlas.
—Eso he dicho.
La tenía prisionera y observó el temblor convulso de aquella mujer. «¿Para qué voy a engañarlo, Rock? Estoy enamorada de otro hombre. Cuando se enteró de mi pobreza debí parecerle menos atractiva...».
No la miró, prefería no ver el rostro ideal, tal vez ahora contraído por la desesperación de ver al hombre que amaba y saberse ligada a otro, a su propio hermano.
Pretendiendo despejar la tirantez invitó a Tony a sentarse. No le dio la mano, no le preguntó cómo había realizado el viaje ni siquiera si estaba contento de haber llegado. Solo le mostró un lugar en la mesa y después, sin soltar a Beth, ocupó su lugar habitual junto a su esposa.
Tony se sentó, si bien no dejaba de mirar a Beth, cuyos ojos sostenían la mirada con valentía, como si pretendiera demostrarle que no se sentía apenada ni sola. Allí, cerca de ella, rozándola con sus rodillas es taba el labrador, el labrador que la amaba y la hacía feliz. Sí, se dio cuenta dé ello en aquel crítico momento, observando a Tony tan desenvuelto, tan elegante, tan bien vestido, con tanta mundología y don de gentes... junto a Rock seco, austero, áspero e inmóvil. Y supo que no podría prescindir del cariño de Rock por nada ni por nadie. ¿Cuándo sucedió? ¿Antes de casarse con él o solo hacía unas horas? ¡Qué más daba! Lo cierto, lo maravilloso, lo inconcebible era que amaba a Rock con intensidad, con desesperación porque temía que ahora Rock se enojara.
«Él sabe que estuve enamorada de otro hombre, se lo dije yo misma. Y Rock se dará cuenta de que... ese hombre era su hermano».
—Supongo que París estará muy animado esta temporada —comentó Rock con naturalidad mirando a su hermano.
Este, ya repuesto de la sorpresa, intentó sonreír y repuso:
—Por supuesto.
—Has crecido mucho, Tony.
—Y tú, Rock.
—Es lógico.
Beth observó cómo ambos comían. Tony lo hacía con una delicadeza tal que casi aturdía, Rock no comía con los dedos, pero no había en su forma de comer cuidado alguno. Y ella, que siempre había censurado la forma de comer de Rock, la encontró ahora más humana, más...
Se echó a reír sin poder remediarlo y Rock la miró extrañado. Se ruborizó hasta la raíz del cabello. Estaba tan cerca de su marido que solo tuvo que mover la mano para colocarla sobre el brazo, que oprimió suavemente.
—Perdona, cariño.
Rock miró la mano menuda que descansaba dulcemente en su brazo y paladeó la frase con fruición, pero de súbito se puso serio y ya no habló más durante el desayuno.
Fue el primero en ponerse en pie. Sacó la pipa y sin mirar a Liz la llenó de aquel tabaco maloliente y fumó con intensidad, expeliendo unas bocanadas horribles.
«¿Qué le pasa? —se dijo la joven—. Si sabe que detesto ese olor, ¿por qué fuma precisamente ahora?».
—Debo marchar —dijo yendo hacia la puerta—. Me cambiaré de ropa e iré al campo. —Miró a Tony—. Puedes hacer lo que te dé la gana, Tony. Estás en tu casa. Supongo que Beth se sentirá muy complacida en mostrarte la casa y los alrededores.
Sin dirigir una mirada a su esposa, subió de dos en dos las escalinatas y se perdió en el pasillo superior.
—Es tan bruto como su ganado —rio Tony descarado.
La joven lo obsequió con una mirada fulminante y dijo echando a andar en dirección al piso superior:
—Y tiene un corazón tan grande como su heredad, Tony. ¿Lo recordarás, verdad? Porque te advierto que si no lo recuerdas te vas de nuevo a París a jugar con tus estúpidas musas.
—Beth, no es posible que tú digas eso. Yo no sabía que estabas aquí y si lo hubiera sabido, habría venido antes.
—Pues fue una lástima que yo no lo supiera, Tony, porque te hubiera escrito diciéndote que no vinieras a perder el tiempo.
—No me irás a decir que te has enamorado de ese... de ese..., vaya, de Rock.
No se dignó responder. Con agilidad subió las escaleras y empujó la puerta de la alcoba de Rock sin preámbulo alguno.
Cerró de nuevo y apoyó la espalda en la madera. Rock, que procedía a ponerse sus pantalones de montar y sus botas horribles, la miró y volvió a poner su atención en las botas que ahora ataba.
—Rock.
—Tengo prisa, Liz.
—¿Por qué ante él me has llamado Beth?
—Porque allí eras Beth, la Beth que él conoció. ¿No es cierto? Y por favor, pequeña, no entres en mi alcoba, no está bien.
La joven avanzó y se plantó ante Rock. Estaba muy bonita con aquel brillo de rebeldía en los ojos y aquella ira en la boca que se apretaba fuertemente.
—Has entrado tú en la mía, Rock, ¿comprendes? Entre tú y yo no existe secreto alguno, ¿no es cierto? Si Tony hubiera llegado ayer, yo, aunque abajo me hubieses insultado, no me atrevería a entrar aquí a reprochártelo, pero ahora soy tu mujer, me hiciste tu mujer y estoy contenta de serlo, Rock. Quiero que lo sepas y quiero también que no ignores que Tony fue el hombre a quien amé, o de quien creí estar enamorada. Pero ahora, al verlo, al tenerte a ti a mi lado...
—Hay mentiras piadosas que lastiman, Liz. Por favor, no me lo digas.
—¿Vas a obligarme, Rock, a parecer ante mis propios ojos una vulgar mujer?
—¿Es que las mujeres exquisitas como tú no pueden confesar sus debilidades como cualquier vulgar mujer?
Enrojeció hasta la raíz del cabello.
—Rock, no merezco eso.
—Dejémoslo, Liz. Es mejor.
—Pero yo no quiero que sufras.
—Me conmueve tu bondad —dijo terminando al fin de atar la bota. Fue hacia la mesita de noche y cogió la pipa. Liz avanzó hacia él, le arrancó la pipa de la mano y clavó en él la mirada centelleante—. ¡Liz!
—Prefiero que fumes mis cigarrillos, Rock, y me beses muchas veces. Cuantas veces cojas la pipa, tantas veces creeré que desprecias mi cariño.
—¿Tu cariño?
—No es una mentira, Rock. Es la verdad más maravillosa que he dicho en toda mi vida. Tú sabes bien que me cuesta fingir lo que no siento.
Aún la pipa bailaba en su mano. La miró y Rock la atrajo hacia sí con delicadeza.
—Si es una mentira, Dios te bendiga por haberla dicho —susurró buscando la boca, que se apretó cálida y dulcemente sobre la suya. Se abandonó al abrazo y fue el momento más emocional para el hombre que desconocía el cariño de una mujer—. Dios te bendiga, Liz, pequeña y apasionada Liz.
—Cámbiate de ropa —suspiró— y no te vayas al campo.
La apartó para verla bien.
—Tienes miedo, ¿verdad?
—¡Oh, Rock!, ¿cómo dices eso, después de saber...?
—Tienes miedo del amor de mi hermano. Confiésalo, Liz. Un hombre tan elegante, tan atildado, tan... tan diferente a tu marido. Y lo has querido a él, Liz, recuerda que me lo dijiste aquel día. «Estoy enamorada de otro hombre, señor Fuller» y ese hombre es mi hermano. Has sido novia da mi hermano y ahora pretendes engañarme con besos y frases bonitas. No, Liz, no. Soy un hombre sin malicias, soy un inocente, un idiota, pero no me hagas más tonto de lo que soy.
—Rock, Rock...
Rock, con la pipa apretada entre los dientes se dirigía a la puerta.
—No puedo reprocharte nada —dijo rompiendo la pipa en mil pedazos—. No tengo derecho a hacerlo porque fuiste sincera antes de casarte conmigo. Ahí te quedas, Liz. Me voy al campo y fumaré tus sabrosos cigarrillos, pero tú te quedas ahí y yo nada te reprocharé. Si sales indemne de la prueba, mis brazos estarán siempre dispuestos a...
Corrió hacia él. Tomó las manos de Rock entre las suyas y susurró:
—Vete al campo si así lo prefieres, Rock, pero llévate esto clavado en la cabeza: Te quiero, ¿me entiendes? Te quiero como jamás he querido a nadie y no me preguntes desde cuándo ni cómo fue porque no sabría decirlo. Amo todo lo que tú toques y todo lo...
—Sigue.
Estaba bajo la mirada verde. Los ojos azules parpadearon y la boca tembló convulsivamente.
—Nada más, Rock. Ni siquiera me estás oyendo.
El hombre se fue y Liz apretó las sienes con ambas manos y, retrocediendo, se dejó caer en la cama de su marido.
VIII
Buscó el refugio de la galería. Siempre que se encontraba deprimida se iba allí y hundida en el sillón de mimbre, con las persianas caídas aspiraba con deleite el aroma que exhalaban las flores.
—Bonito lugar —dijo una voz tras ella.
No se movió. Tenía los ojos cerrados y en la boca un rictus amargo.
—Estás más bonita que cuando te vi por última vez. Dime, Beth, ¿te has casado por amor o por todas las maravillas que encierra este caserón?
—Eres demasiado mezquino, Tony, para apreciar la grandiosidad de mi cariño. Y quiero que sepas una cosa, Tony. Cuando me casé con Rock no le amaba, ¿comprendes? Ahora si Rock me faltara...
—No me irás a decir que enloquecerías.
—Quizá lo hiciera, porque la vida sin Rock no la concibo. Y, ¿sabes? Creo que ya lo quería antes de casarme.
—¿En qué quedamos? —se burló despiadadamente.
—Hoy me he dado cuenta de muchas cosas —murmuró pensativamente—. Si no le amara antes no me hubiese casado con él por nada del mundo. Creí que iba decepcionada al matrimonio, creí que te amaba a ti —sonrió sarcástica— y de pronto, ante su presencia, ante la naturalidad de Rock y tu odioso fingimiento... comprendí que no mereces el cariño de una mujer sencilla como yo ni el aprecio de un hombre como Rock que te abre las puertas de su casa con generosidad, y, sin embargo, tú con mezquindad te atreves a despreciarlo.
Tony se echó a reír con su risa cautivadora, al menos él creyó que lo era.
—Me alegro de encontrarte —comentó—: aunque no me alegro tanto de que tengas ya dueño. Ana no me dijo nada de tu boda cuando hace unos días pasé por su casa a despedirme.
—Es que yo nada he dicho a Ana.
—Se lo contaré yo a mi regreso. Será curioso.
—Tony —observó Beth calladamente—, durante mucho tiempo te tuve colocado en un pedestal sobre mi corazón. Ana me dijo muchas veces que no eras el hombre que yo merecía. Puso al descubierto tus defectos y enumeró...
—Mis grandes cualidades —rio Tony despreocupado, sacudiendo con elegancia la ceniza del cigarrillo.
—No tienes ninguna. Cuando me habló te defendí con todas mis fuerzas, ¿comprendes? No me di cuenta de que eras un hombre materializado. Hablabas muy bien, decías cosas bonitas, pero eras, sencillamente, bajo todas esas cosas agradables, el más comercial de todos los hombres. Pero me satisface verte, Tony, me satisface oírte, porque así nunca te recordaré como algo pasado, si bien agradable. He visto tus sentimientos al descubierto, ¿sabes?
—Eres una ingenua, Beth —sonrió Tony con la misma jovialidad provocadora—. Yo debo confesar que pese a todas mis mezquindades, como tú bien dices, existe el cariño que te tengo... Fuiste y eres la única mujer que me interesó y me alegro de verte para decírtelo.
—Y ni siquiera sabes respetar que soy la esposa de tu hermano.
Ahora la risa de Tony se convirtió en una carcajada.
—No concibo ni lo concebiré jamás que ames a Rock Fuller. Tú, una mujer educada en París casada con un zote que ni siquiera sabe comer. Beth, Beth —añadió aproximándose—, no nos engañemos ni trates de hacerme ver lo que no existe quizá para parapetarte y defender tu pudor de mujer.
Beth Bowe se puso en pie con violencia, apartó el sillón con un ademán brusco y sin pensarlo mucho, elevó la mano y la aplastó contra la mejilla rasurada.
—Y ahora, insolente —dijo roja de ira, más bella cuanto más indignada—, harás el favor de alejarte de mí y procurar ignorarme si no quieres que todo se lo diga a tu hermano.
Tony alcanzó la muñeca femenina e intentó retorcerla, si bien Beth dio un tirón y desapareció de la galería con la ira retratada en el rostro.
* * *
Pidió a Sildey que le subiera la cena a su alcoba pretextando un dolor de cabeza.
Vestía un pijama azul y sobre él una bata blanca de tenue gasa, calzaba chinelas blancas también y con aquel atuendo estaba más bella que nunca, si esto es posible. Tendida en el lecho con los ojos clavados en el techo espiaba todos los ruidos esperando sentir el galopar del caballo de Rock. El reloj dio las siete, las nueve y a las diez lo oyó llegar. Saltó del lecho y retiró la cortina. Allí estaba, erguido en el patio junto a Tony que salía a su encuentro y le golpeaba amistosamente en el hombro. ¡El muy hipócrita! Los vio entrar juntos en la casa, Tony con esa desfachatez propia de los seres falsos, tomó el brazo de Rock y lo miró sonriente como si jamás se hubieran separado y fueran los seres más compenetrados del mundo. Ahora Rock preguntaría por ella y Tony (como si lo viera) le diría que no la vio en toda la tarde ni en todo el día... Y Rock creería y con razón que le temía. Que temía la atracción de Tony...
«¿Cómo es posible, Dios santo, que yo hubiera estado enamorada de ese hombre?», se preguntó juntando las manos con desesperación.
Retrocedió hacia el lecho y apretó las sienes con ambas manos. «Si ese hombre continúa en casa enloqueceré —susurró ahogándose—. Necesito estar sola con Rock, sentir la voz de Rock fuerte y dominadora, la risa de Rock bronca y dura, los besos de Rock, las caricias de Rock, sus miradas, su proximidad...».
Esperó que él subiera, Sildey tenía que haberle dicho que le dolía la cabeza y era lógico que pretendiera verla, saber cómo estaba de su malestar. Y no obstante, él no venía.
Llegó Sildey con la cena y mientras la disponía Beth, desde el lecho, preguntó:
—¿Ha llegado mi marido, Sildey?
—Sí, señora Fuller. Están cenando.
De buen grado le hubiera preguntado si no inquirió noticias de ella, pero no se atrevió porque era poner su intimidad al descubierto.
—El joven Fuller es muy simpático —comentó Sildey sirviéndole la sopa, que ella no tocó—. Estaba contando cosas al amo y se reía mucho.
—¿Quién? ¿Mi esposo?
—No, no, el señorito Tony. El amo ríe pocas veces. Coma más, por favor.
—No tengo apetito, Sildey.
—Así está usted delgadita.
Sonrió para evitar una respuesta.
—¿Le cierro la ventana? ¿Apago la luz?
—Apague la luz, pero no cierre la ventana. Me agrada sentir los ruidos del patio.
Se fue Sildey. Las horas siguieron corriendo. A las once y media se durmió.
* * *
Estaba serio, distante. Fumaba cigarrillo tras cigarrillo y oía la charla de Tony como si viniera de muy lejos.
—Tu esposa parece que me huye —rio despreocupado.
A esto sí Rock prestó atención. Vestía aún su pantalón de montar y las polainas manchadas de barro. ¿Ella le huía? ¿Por qué? Sentado estaba y sentado se quedó junto a la chimenea apagada. Tan solo en su rostro se arquearon las cejas. Los dientes apretaban con irritación el cigarrillo.
—¿No os habéis conocido en París? —preguntó indiferente.
Tony se echó a reír.
—Sí. Eramos buenos amigos. Incluso creí estar enamorado de ella.
Rock se levantó.
—Escucha, Tony, yo me he criado aquí, en el campo, ¿comprendes? No he crecido en París como tú y desconozco el arte de la diplomacia. Antes de casarme con Beth ella me lo contó todo, ¿me comprendes? Y por esa razón sé mucho más que tú. Si vienes a mi casa para meter guerra, ahí tienes la puerta, cabes muy bien, ¿me comprendes? Yo no busqué capital en Beth, busqué su corazón, su espíritu, su bondad y su belleza. Y como no sirvo para andar con subterfugios te digo con sencillez que no me vengas con frases a medias ni con ciertas risitas que yo no devuelvo con la boca, sino con el puño. Soy como el campo, sencillo y bravo como él y honrado y frágil como las hierbas. Y como soy así digo las cosas con sencillez, con claridad, para que se me entiendan. Así pues, ya lo sabes.
—¿Qué debo saber? —preguntó Tony descarado.
—Que amo a mi mujer y que no admito tus falsedades. Y que nos dejes tranquilos y que te marches. Tienes cuerpo y salud para trabajar. Si no eres apto para la pintura inclina la espalda y hurga en la tierra como hurgué yo.
—Y eres tú mi hermano...
—Detesto los dramas, Tony —refutó Rock con rudeza—. No te diste cuenta de que tenías un hermano hasta ahora que lo necesitas. Cuando vivías con tus tíos no te preocupaste de saber si Rock vivía o moría. ¿Y sabes lo que yo hacía en aquel entonces? —añadió lanzando el cigarrillo destrozado por la ventana abierta—. Dormía sobre una tabla y trabajaba día y noche, comía un trozo de pan y bebía agua. Todo esto que ves, todo lo que nos rodea y algo más que tú no puedes ver, lo arranqué con mis manos de esa tierra que tú desprecias.
—No tengo dinero ni casa adonde ir.
—Bueno, te daré cierta cantidad para que emprendas tu vida si es que no estás dispuesto a trabajar a mi lado. Porque con esa pinta —añadió despectivo— será la tierra quien no quiera aproximarse a ti.
—Puedo llevarte la contabilidad.
Rock estuvo a punto de lanzar una carcajada, pero como no era propenso a la risa, se limitó a decir burlonamente:
—Tengo un abogado y un administrador, Tony, y te advierto que yo no soy tonto. Y como tengo mucho trabajo mañana, en el despacho precisamente, me retiro ya. Te doy una semana para pensarlo, Tony. O la tierra o París. En mi casa no quiero zánganos.
Y sin esperar respuesta se dirigió al vestíbulo y luego se perdió escalera arriba.
Sin titubeos, sin llamar, entró en la alcoba de su mujer. A oscuras se aproximó al lecho y se inclinó hacia ella. La joven dormía con la cabeza ladeada en la almohada y en sus párpados brillaba una lágrima. Rock, enternecido, puso allí sus labios y entonces Beth despertó sobresaltada.
—Rock.
—¿Cómo va esa cabeza?
—Poco te has preocupado de averiguarlo, Rock —susurró alargando los brazos y prendiendo el cuello masculino—. Estuve esperando, Rock...
—Estoy aquí.
—¿Qué hora es?
—Las doce.
—Y llegaste a las diez.
La besó y Beth se abandonó en sus brazos dulce y calladamente.
—Te quiero, Rock —suspiró apenas—, con tu pipa maloliente, tus botas manchadas de barro y tus camisas horribles. Pero bajo todo eso estás tú y te quiero a ti, ¿comprendes? Y has estado todo el día por ahí y no te preocupaste de mí.
—¿Y crees que merezco tu cariño?
—Sí.
—Pequeña y apasionada Liz, que dice mentiras que enajenan al pobre labrador.
IX
Se levantó radiante. Vistió los pantalones negros, una blusa blanca abierta en el pecho y calzó zapatos bajos. De este modo Liz se reunió con su esposo en el comedor, donde Tony, en mangas de camisa, parecía dueño y señor de la situación.
—Buenos días —saludó la joven.
Aproximóse a Rock y como este estaba hundido en una butaca, se situó tras él y lo besó silenciosamente cogiendo el rostro masculino entre sus manos.
—Buenos días, Beth.
—¿Te dispones a ir de caza?
—No —repuso Tony burlón—. Me disponía a echar un sermón a tu esposo.
Rock se puso en pie con violencia y fue entonces cuando Beth se dio cuenta de que Rock estaba enfadadísimo.
—¿Qué sucede, Rock?
—Pues que el señor Reed ha venido a ver a Rock y este lo echó con cajas destempladas. Sabrás que la visita era para ti.
—Cállate ya Tony, pareces una mujerzuela.
—Es que me revienta que recibas y despidas después a las visitas que vienen para tu esposa.
—¿Por qué, Rock?
Rock no la miró. Huía de los ojos bonitos que lo buscaban extrañados.
—Son asuntos de hombres, Liz —dijo Rock con raro acento—. James Reed tiene algo pendiente conmigo y... bueno —se agitó—, quería entrevistarse contigo.
—No me extraña que te hayas enriquecido en tan poco tiempo —observó Tony provocador—. Así se enriquece cualquiera. Figúrate, Beth...
—He dicho que te calles, Tony.
—No debo callar, Rock. Esto es denigrante, bochornoso y debe saberlo tu esposa. Si has hecho con todos tus vecinos lo que ahora haces con ese pobre hombre...
—He dicho que te calles. Fuera, fuera de aquí, Tony, o te parto la crisma.
Tony se fue.
Y Rock se hundió de nuevo en la butaca con la frente plegada en una profunda arruga. Lentamente Beth se aproximó. Se situó tras su marido, inclinó el busto hacia delante y cogió la cara disgustada entre sus manos delicadas.
—¿Por qué, cariño? —suspiró apenas, con los ojos clavados en los de Rock, que la miraban fijamente—. Cuéntame, sé que lo necesitas.
—No quiero mezclarte en estos asuntos, Liz.
—Me gusta saberlo todo.
—Hace algún tiempo presté dinero a Reed —dijo bajo, apretando los labios sobre las palmas tibias—, ha transcurrido el plazo fijado y me dispongo a embargar la finca sobre la cual le di el dinero.
—Eso no es humano, Rock.
El hombre se puso en pie. La miró desde su altura.
—Cuando yo tenía veinte años y necesité el dinero para enviar a Tony recurrí a él. Se trataba de unos días, Liz, unos pocos días porque yo había gastado todas mis reservas en restaurar la casa y en breve pensaba vender ganado. Con su producto cubriría mis gastos y devolvería el dinero a James Reed.
—¿Y bien, querido?
—Me lo negó. Y en aquel entonces él lo tenía.
—Debemos perdonar, Rock. Es nuestro deber de cristianos.
—Soy un negociante, Liz. ¿Me entiendes? Y James tendrá que pagar o de lo contrario...
—Rock.
—No te inmiscuyas en esos asuntos, Liz, te lo ruego.
La joven corrió hacia él y se apretó contra el ancho pecho. Cruzó el cuello de Rock con sus brazos y susurró:
—Por nuestro cariño, Rock. Amo en ti todo lo que hay de bueno... Y no quisiera hallar nunca nada de lo cual pudiera avergonzarme. Por Dios te pido que seas indulgente con tus semejantes, Rock... Me haría tan feliz saber que le has concedido una prórroga...
—No lo hice nunca —refutó huyendo de los ojos que lo quemaban—. Y tampoco lo haré ahora, Liz. Soy un hombre, no una mujerzuela como mi hermano. Yo no quería que supieras estas cosas. Iré hoy mismo a la ciudad y adquiriré un billete para que se marche... Necesito estar solo contigo, ¿comprendes?
—Estamos hablando de James.
—Y yo te hablo de Tony. ¿O es que aún le quieres?
Como una centella Liz se separó y lo contempló indignada.
—Y tú, tú, ¿por qué me preguntas eso ahora? Voy a creer que no eres noble, Rock.
El hombre lanzó sobre ella una mirada penetrante y como los deseos de apretarla en sus brazos eran infinitos, dio la vuelta bruscamente y se alejó.
Beth pasó una mano por la frente y fue a buscar a Sildey.
—Está usted pálida, ama. ¿Sucede algo?
—Mi esposo se fue a caballo y va algo enfadado. ¿Sabe usted el lugar que elige cuando se oculta en el bosque?
—Va siempre al riachuelo.
Lanzóse después sobre el caballo y se perdió tras la dirección de Rock. Galopó por el bosque, estuvo junto al riachuelo donde lo conoció y esperó una, dos horas. Era mediodía cuando llegaba al patio y Tony la recibió con su odiosa sonrisa irónica en los labios.
—Tu esposo se ha ido, Liz.
La joven pasó ante él y observó fríamente:
—No me llames Liz.
—Estoy imitando a tu marido.
—No podrías imitarlo nunca porque eres diametralmente opuesto.
Se internó en la casa y Sildey le salió al paso.
—El amo se ha ido y me dejó un papel para usted.
—Démelo —pidió ansiosa.
Con él apretado en sus manos corrió escaleras arriba y se ocultó en la alcoba de Rock. Desplegó el papel. La letra era clara, pero de rasgos desiguales.
Decía así:
Cuando llegué no estabas. Sildey me dijo que ibas en mi busca. Voy a la capital, Liz. Tengo algo urgente que hacer allí. Dentro de tres días hace dos meses que nos casamos y quiero estar a tu lado para entonces. He pensado mucho durante pocas horas, Liz, y he decidido por tu cariño, solo por tu cariño, ¿me entiendes?, conceder la prórroga a James. Comunica con mi abogado y díselo porque yo no tengo tiempo. Te quiero, Liz. Puedo ser un bruto y hasta un hombre innoble, pero para ti seré el más bueno que haya existido. Te quiero, pequeña y apasionada Liz. Recibe los besos que te gustan de tu hombre, de tu labrador.
»Rock».
Con el pliego desplegado ante sus ojos estuvo muchos minutos. Sus labios se abrían y solo sabía decir muy quedamente:
—Mi querido Rock, mi querido y noblote Rock, qué mal te comprenden. Dios te bendiga, Rock, por todo el bien que me haces, por todo el cariño que me tienes y por tanto que has despertado en mí.
* * *
Aquella tarde fue a ver a James Reed en persona y le participó la noticia. James, con los ojos húmedos por la emoción, la despidió en la puerta colmándola de bendiciones. Y después fue a ver a su padre. La casa parecía inhabitable porque la mayor parte estaba derribada.
—Vamos a hacer grandes cosas —dijo Dick entusiasmado—. Diablo, Beth, nunca pensé que el adusto Rock se convirtiera en un hombre humano.
—Dijiste que lo amoldaría a mí.
—Y lo has conseguido.
—No, papá. Lo ha conseguido él solo porque me quiere.
—¿Y tú a él?
Los ojos bonitos se iluminaron.
—Con todo mi corazón, con todo mi ser. Tendría que ser yo desnaturalizada para no quererlo. Rock es de los hombres que se meten en el corazón y no salen jamás.
—¿Has olvidado a tu novio parisiense?
¿Para qué decirle que aquel novio estaba allí, en la finca de su hermano?
—No recuerdo que existió. Debo confesarte, papá, que antes de casarme con Rock lo amaba ya. Nada ni nadie me hubiera hecho casarme con él de no haberle querido, pero la pena fue que no me di cuenta hasta hace poco.
—Gracias, hijita. Me proporcionas una inmensa alegría esta tarde.
—Ahora me voy, papá. Quiero ir aún a la ciudad a comprar cosas que necesito.
Volvió ya anochecido y encontró a Tony disponiendo las maletas.
—¿Te vas? —preguntó extrañada.
Tony se echó a reír con su risa odiosa y con desdén le enseñó unos papeles.
—Su abogado ha venido a verme hace un instante. Al parecer tu querido esposo se ha ido a Nueva York a resolver asuntos que desconozco, pero antes de emprender el viaje estuvo en casa de su abogado...
—He recibido una carta y dice que no tendría tiempo para eso.
—Lo habrá pensado mejor. Lee y entérate. Su generosidad llega al extremo de regalarme —recalcó con ironía— la bonita suma de veinte mil francos... Como ves me señala el camino hacia París y me entrega esa mísera cantidad para que me compre una corbata. Por lo visto debe creer que veinte mil francos sirven para algo. Te los regalo, Liz, mi querida Liz...
—Te prohíbo...
—¿No te llama él así? Es un amor enternecedor, Beth. El patán con dinero casado con la señorita distinguida que no posee ni un centavo. Fuiste más lista que yo.
—Eres malo, Tony. Si supieras la pena que me das oyéndote hablar.
—A cambio de esa cantidad —rio Tony provocador— le envié, también por el abogado, una carta muy expresiva que cierta dama me escribió hace poco tiempo. Tú debes conocerla.
Beth se estremeció de pies a cabeza, si bien se mantuvo aparentemente serena. Tony cerró la maleta, se cercioró de que no le faltaba nada y después la miró sonriente.
—Apuesto que cuando la lea se moverán hasta los cimientos de esta casa.
—Si Rock fuera tan mezquino como tú, quizá. Pero no os parecéis en nada para mi ventura.
—De lo que yo me congratulo, bella Beth.
Alcanzó la maleta y arrancó los papeles de manos de Beth con irritación.
—Además tuvo la gentileza de enviarme un pasaje para el avión que sale mañana al amanecer. Como ves, tu querido esposo lo tiene todo previsto. Adiós, Beth. Dentro de unos años, cuando vuelva por aquí, seguro de que, o encuentro a Rock hecho un señorón o a ti con delantal y escoba. Todo depende de quien pueda más.
—¡Y pensar que un día creí que te amaba!
—Debo confesar que yo solo amaba el dinero que creía que tenías. Mi hermano es más idiota que yo.
Se alejó con la maleta en la mano y el gabán en la otra. Beth lo vio ir y no hizo nada por correr tras él. Al contrario, sintió un alivio tremendo en todo su ser. Tony era malo, sus sentimientos eran perversos y a la corta o a la larga, si se quedaba en la finca hubiera conseguido separarla de su marido. Y ella necesitaba a Rock, lo necesitaba más que nunca, lo necesitaba como esposa, como compañera y como mujer simplemente.
A la mañana siguiente muy temprano decidió ir a la ciudad no solo a comprar lo que necesitaba... sino a ver al abogado de su marido, y este la recibió amablemente.
—Ayer noche se marchó el hermano de mi marido —dijo con voz armoniosa—, y dejó una carta para Rock...
—En efecto. Dicha carta se la he remitido a Nueva York ayer mismo, señora. El señor Fuller me dijo que era urgente.
¡El muy canalla! ¿Qué diría Rock cuando la leyera? Era una carta apasionada dirigida a otro hombre, una carta que ella escribió en un momento de desesperación... ¿Cómo reaccionaría Rock ante aquel grito de mujer? Él ya sabía, se lo había dicho ella. Pero Rock era especial para comprender y juzgar las cosas.
—¿Le interesa mucho? —preguntó el abogado observando el semblante pálido de la joven.
—No tiene importancia.
—¿El señor Fuller se ha ido ya?
—Ayer mismo.
—Supongo que se iría contento.
—¿Contento? Pues no. Iba bien disgustado con mi marido.
—Es raro.
—¿Por qué?
—Por orden de su esposo entregué a su hermano un cheque por valor de doscientos mil dólares. Más veinte mil francos para sus gastos de aquí a París.
Beth hubo de sujetarse para no caer. Abrió mucho los ojos, los cerró de nuevo y no dijo nada.
Se despidió precipitadamente. Doscientos mil dólares y aún tenía valor para... para insultar a Rock.
«Oh, Rock, queridísimo Rock, eres mucho más noble de lo que yo creía».
Al anochecer regresó a la finca y se durmió pensando en aquel niño grande que todos creían innoble y nadie lo conoció bien hasta que se casó con ella.
* * *
Se hallaba sentada bajo el porche cuando sintió el trepidar de un motor. Pensó que sería algún taxi que vendría a buscar a algún vecino y se quedó sentada. Fumaba un cigarrillo y pensaba en Rock. Habían transcurrido los tres días y aquella tarde hacía justamente dos meses que se habían casado.
Se puso en pie rápidamente. Un elegante automóvil entraba por el gran portalón abierto de par en par. Y aquel «Cadillac» avanzaba silencioso hacia las escalinatas. Se detuvo y fue entonces cuando Beth vio el rostro tostado de Rock, quien sentado ante el volante parecía un niño haciendo una travesura.
—Rock —susurró ella dando un salto.
Se inclinó sobre la portezuela y, sin pensarlo, con esa espontaneidad deliciosa de la mujer que ama, se abrazó a Rock y ella misma, por su propia voluntad selló la boca que deseaba besar continuamente.
—Pequeña y delicada Liz —suspiró Rock ahogadamente, casi con voz imperceptible—. Mi apasionada Liz.
—¡Ya creí que no venías!
—Sube. Siéntate a mi lado.
—Pero...
—Es mi regalo, Liz. Tenía que hacértelo. Yo soltero podía pasar sin auto toda la vida. Con una mujer como tú, educada en París... Sube, querida mía. Te llevaré a dar unas vueltas y así visitaremos a tu padre.
Estaba deslumbrada. El auto, negro, largo y acharolado, parecía burlarse de su asombro. Y Rock reía, reía con todas sus ganas observando la expresión juvenil.
—¿No quieres?
—Sí —dijo de súbito—. Pero espera un instante. Yo también tengo algo para ti.
Apareció minutos después y subió al auto. Sentada junto a él, lo miró muy de cerca, mientras el lujoso vehículo, asombro de todos los criados que lo contemplaban mudos de admiración, viró en redondo y se alejó majestuoso por el ancho camino que conducía a la finca de Dick Bowe.
En el interior iban dos seres silenciosos.
—Ignoraba que supieses conducir —dijo ella bajísimo.
—Cuando hice mi servicio militar estuve de chófer con un general... Ahora dame tu regalo.
—Detén el auto.
En medio de la pradera el auto parado ponía una nota casi ridícula. El hombre y la mujer estaban dentro, sentados uno junto a otro mirándose aún.
—Abre tú el paquete —pidió ella.
—Antes dame un beso.
Cayó en los brazos masculinos desfallecida y apasionada. Un beso, dos, ¡cuántos besos apretados, casi dolorosos!
—Lo he deseado tanto en estos días de soledad —suspiró ahogándose—. ¡Cómo has llegado a serme indispensable en mi vida de mujer, cariño!
—Y qué ventura es para mi saber que existe una mujer en el mundo que espera con anhelo mi llegada. Tú no sabes..., no sabes —gimió sobre el rostro ideal—, rio sabes lo que es tener deseos y domeñarlos, domeñarlos como si fueran un pecado. Y te tengo a ti ahora. ¡A ti, que eres la mujer más exquisita de cuantas he visto! —besó los ojos azules y dijo sin apartarse—: Recibí la carta de Tony, ¿sabes? La he quemado con aquel mechero que no te gusta.
—¡Oh, Rock!
—Creo en tu cariño, Liz. No podría dejar de creer porque fuiste sincera conmigo cuando no eras mi mujer... Si aquel pasado de tu vida lo hubieses callado y lo descubriera yo al veros juntos por primera vez... Pero tú me lo habías dicho y yo te creo ahora... Además eres una mujer demasiado superior para amar a un hombre que no es noble.
La soltó para deshacer el paquete. Beth observó que los dedos morenos y fuertes temblaban y le ayudó con suave ternura. Ante los ojos del hombre apareció una pipa retorcida, muy blanca, casi semejante a aquella otra que repugnaba a la mujer que no amaba.
—¡Liz!
—Quiero que fumes en pipa, Rock. Y no me molestará jamás porque... porque empecé a amarte cuando apareciste junto al riachuelo y con aquel ademán tan tuyo cambiaste la pipa dentro de la boca.
—Pequeña Liz —susurró tomándola en sus brazos—. Cuántas veces tendré que bendecir aquel momento en que Dick Bowe perdió sobre el tapete los últimos doce mil dólares...
Tenía el rostro juvenil bajo su cara y la besó en plena boca con ardor, apasionadamente, hasta dejarla muy quieta junto a su pecho.
—Me gusta fumar en pipa —suspiró apenas— y lo haré junto a ti sentados ambos ante la chimenea encendida en las largas noches de invierno. Ya no pasaré más inviernos solo, Liz. Te tendré a ti, tus sonrisas, tu voz armoniosa, tu perfume exquisito...
—Y mi amor.
—Sí, y tu amor, todo lo tuyo es amor...
EPÍLOGO
El invierno había llegado. La finca de Dick Bowe se erguía gallarda y majestuosa en la pradera muy verde.
Llovía mucho en aquella parte de la comarca y las faenas estaban detenidas, pero aun así, aquella tarde Rock salió y aún no había regresado.
La mujer, hundida en el ancho sillón, junto a la chimenea, leía un libro y levantaba de vez en cuando la cabeza para mirar hacia la ventana donde el agua golpeaba sin piedad.
Súbitamente sintió el galopar del caballo y casi simultáneamente la fuerte figura apareció en el umbral.
—¡Cómo vienes, amadísimo! —saltó asustada.
Corrió hacia él y buscó el refugio de sus brazos.
—Te estoy mojando, Liz.
—Qué importa.
La besó. Del cabello caía agua que humedecía el rostro juvenil.
—¿Lo ves?
—Qué más da eso si he paladeado el beso, cariño —rio divertida—. Ven, te ayudaré a quitar la zamarra.
Le secó luego la cabeza con una toalla y minutos después Rock se hundía junto a la chimenea, con los pies enfundados en cómodas chinelas de felpa.
—¿De dónde vienes? —preguntó, sentándose a su lado.
Rock la rodeó con sus brazos, la apretó contra sí y dijo:
—De la ciudad.
—¿De la ciudad?
—Tony se ha casado y fui a decir a mi abogado que enviara un regalo al hombre arrepentido.
—¿Arrepentido?
—Sigo todos los pasos de Tony desde que se fue. Se ha casado con una buena chica que no tiene dinero —rio de buena gana—, el calavera sentó la cabeza y puso un negocio con aquel dinero que yo le di.
—Me alegro mucho, Rock.
—Gracias, Liz. Sé que te alegras de todo corazón. Yo también estoy satisfecho porque he pensado mucho en Tony desde que este marchó.
—Ahora a vivir tranquilo, amadísimo. Siempre estás pendiente de los demás, excepto de ti mismo.
—Me gusta que te ocupes tú de mi.
Se apretó contra él y susurró:
—Ahora tendrás que preocuparte de alguien más.
—¿De quién?
—Del hijo que vamos a tener.
Rock Fuller hinchó el pecho y con aquella su espontánea brusquedad, la levantó en vilo, la besó en plena boca y cuando pudo respirar, suspiró:
—Liz, eres la mujer más maravillosa de este mundo y para celebrarlo te voy a llevar de viaje por el mundo entero.
Liz, emocionada, los ojos cuajados de lágrimas, musitó al tiempo de pasarle los brazos por el cuello y apoyar su cabeza en el hombro, que era el refugio más querido:
—Quiero estar aquí, siempre aquí, donde nos conocimos y nos amamos. Teniéndote a ti, el mundo entero me parece estar conmigo. Solo tú y yo, Rock, amadísimo, con tus ternuras y tus apasionamientos bruscos, pero contigo y aquí.
—Aquí, Liz. Tendré que bendecirte toda la vida.
La lluvia seguía cayendo, golpeando las ventanas sin piedad. La chimenea encendida chisporroteaba alegremente y allí, hundido en el ancho diván el hombre fumaba su pipa y la mujer joven y bella tejía una prenda de punto. De vez en cuando el hombre besaba a la mujer y esta reía zalamera devolviendo beso por beso, mirada por mirada y caricia por caricia.
Dos seres diferentes y se amaban apasionadamente. Él, alto, rudo, casi violento. Ella, fina, delicada, exquisita y joven...
F I N
Título original: La novia de mi hermano
Corín Tellado, 1957