Publicado en
agosto 13, 2023
Cuento Sueco, seleccionado y presentado por Ulf Diederichs. Tomado de la recopilación hecha por Peter Christen Asbjornsen.
Érase una vez dos hermanas tan sumamente iguales que ni el diablo era capaz de distinguirlas. Una de ellas se llamaba Tita Grau. En cierta oca—sión, el diablo y Tita Grau hicieron una apuesta para ver quién cruzaba antes corriendo el pantano de Ski. Si la mujer le ganaba la apuesta al diablo, éste le daría un par de zapatos que jamás se desgastarían.
Cuando fijaron el día de la carrera, Tita Grau convenció a su herma¬na de que se pusiera en un extremo del pantano y ella misma se pon¬dría en el otro extremo. Ambas tendrían una labor en sus manos y es¬tarían haciendo calceta.
Cuando llegó el día fijado, el diablo fue a buscar a Tita Grau.
—Venga —dijo—, si ya estás preparada empezaremos a correr.
—Sí —dijo la mujer.
Entonces, el diablo echó a correr sin volver la vista atrás. La mujer, sin embargo, se quedó allí quieta. Cuando el diablo llegó al otro extre¬mo del pantano, la mujer estaba allí haciendo calceta.
—Bueno, ¿qué? ¿Echamos la carrera o no? —dijo ella. El diablo salió corriendo. Cuando llegó al otro extremo del pantano, allí estaba la mujer haciendo calceta.
—Bueno, ¿qué? —dijo la mujer—. ¿Echamos la carrera o no? Así siguió la cosa y el diablo corrió de un lado para otro. Al final, el diablo llegó con los zapatos en el extremo de una larga barra.
—Eres peor que yo todo lo que esta barra es más larga que tú.
Y érase una vez también un comerciante que tenía tratos con el diablo, de tal forma que todo lo que compraba conseguía venderlo obteniendo grandes beneficios, lo cual supone el mayor placer para un comercian¬te. Habían fijado que, cuando llegara una fecha determinada, el co¬merciante sería del diablo. Sin embargo, si para entonces quedaba aún en su tienda un mueble que nadie quisiera comprar, el diablo no tendría ningún derecho sobre él.
A medida que se iba acercando la fecha en la que el diablo iría a por el comerciante, éste se sentía cada vez más preocupado e inquieto por haberse vendido al diablo. Entonces pasó por allí una vieja mujer que preguntó al comerciante por qué estaba tan afligido.
—Ay —dijo el comerciante—, contra eso no puedes hacer nada.
—Sí que puedo —dijo la mujer—, si llego a saber lo que le pasa al ca¬ballero. El decidió contarle lo que le angustiaba:
—He firmado un pacto con el diablo en virtud del cual saco grandes beneficios a todo lo que compro. ¡Pero si me queda algún mueble que nadie quiera comprar, entonces me habré librado de él!
—Bueno —dijo la vieja—, entonces el caballero debe comprar una vitri¬na. Luego debe cogerme y meterme en la vitrina, pero antes debe em—badurnarme con alquitrán y emplumarme.
—¡Oh! —dijo el comerciante—. ¡Eso es¬taría muy bien, buena mujer!
Compró una vitrina, embadurnó a la vieja con alquitrán y la hizo revolcarse en un lecho de plumas. Cuando la vieja esta¬ba ya emplumada y embadurnada con al¬quitrán, la metió en la vitrina y la colgó en una pared de la tienda.
Cuando llegó el día fijado, el diablo se presentó y preguntó al comerciante:
—¿Qué? Te ha ido bien, ¿verdad?
—Sí —contestó el comerciante—, salvo con este mueble que tengo to¬davía en la tienda.
—¡Déjame que lo vea! —dijo el diablo.
En cuanto entró y lo vio, el diablo reconoció a la vieja: era Tita Grau.
—Sí —dijo el diablo—, quien te conozca no te compra. El pacto entre el diablo y el comerciante quedó pues anulado y que¬daron en paz.
Fin