MI BODA CONTIGO (Corín Tellado)
Publicado en
junio 06, 2023
ARGUMENTO
Cuando Salvador quedó viudo y con cinco hijos menores sus amigos Marcelina y Lorenzo se ofrecieron a cuidar de la más pequeña Fefa. De esta manera podía atender debidamente a los otros cuatro y Fefa también estaría atendida. Los años pasaron y Fefa siguió con sus padrinos. Cierto día, repentinamente, Marcelina muere y deja solos a Lorenzo y a Fefa que ya tiene 20 años... La familia Leina intentará sacar a Fefa de esa casa para evitar habladurías pero ¿Evitarán que se enamoren?
CAPÍTULO I
El señor notario, don Salvador Leina, escuchaba atentamente cuanto decían sus hijos. Indudablemente, llevaban razón, pero no era nada fácil resolver todo aquello sin lastimar susceptibilidades.
—No habléis todos a la vez —indicó suavemente, mirando a unos y a otros—. Esto no es una operación comercial ni un testamento. Además, por lo que observo, apenas si sabéis lo ocurrido hace trece años. Tú, Gerardo, tenías entonces, aproximadamente, dieciséis años. Y tú, Doly, unos catorce. En cuanto a los gemelos, apenas si habrían cumplido los once. Deberéis tener presente que no fui yo quien hizo un favor a Lorenzo, sino que fue este y su mujer quienes me lo hicieron a mí. Viudo joven y con cinco hijos, todos de corta edad, cuando me pidieron a Fefa, no dudé en dársela. Era una niña enclenque, siempre enfermita, y Marcelina, que en paz descanse la pobre, aunque muy joven en aquella época, ya sabía yo que no tendría hijos.
—Ya sabemos —opinó Gerardo— que entonces te hizo un bien, papá. Es indudable que fue un gran favor, pero ahora Marcelina murió.
—Sí, sí —se impacientó—. Yo lo sé.
—Y Fefa sigue viviendo con el viudo.
—Si la quiere como si fuera su hija, hijos míos.
—De acuerdo, papá —intervino uno de los gemelos. Pero Fefa tiene veinte años y Lorenzo es joven aún...
—¡Qué ocurrencia! ¿Me habéis citado aquí para eso? Hijos míos, tengo mucho trabajo en la notaría.
Intentó ponerse en pie, pero Gerardo se lo impidió con un ademán.
—Un poco de calma, papá. Hemos de hablar de este asunto como si Fefa no fuera nuestra hermana. Suponte que este caso está ocurriendo en la ciudad y que nosotros lo sabemos y lo censuramos.
—¿Y por qué vais a censurarlo? —replicó el padre, enojado—. Lorenzo crio a Fefa como si fuera su hija. Tenía Fefa siete años escasos cuando vuestra madre murió, y yo me quedé solo con todos vosotros. Tú, Gerardo, estudiabas en el instituto y me dabas bastante quehacer. Ya te gustaban las chicas y te olvidabas frecuentemente de tus estudios. Doly empezaba también a darme preocupaciones. Y los gemelos igual. Fefa, siempre enferma y sin madre, suponía para mí un dolor y una pesadilla. Nunca pagaré a Lorenzo y Marcelina lo que hicieron por mí en aquella época. Además, jamás me han robado el cariño de vuestra hermana. Todos los días, Marcelina me traía a Fefa de la mano. La niña los adoraba, si bien jamás dejó de amar a su padre. Cuando vosotros seáis padres, comprenderéis lo que eso supone.
—No estamos tratando del pasado, papá —indicó Jaime, uno de los gemelos—. Es el presente el que nos preocupa.
—Muerta Marcelina —opinó Germán, el gemelo de Jaime—, Fefa no debe continuar viviendo con Lorenzo.
—Es su pariente lejano —adujo don Salvador, enojado—. ¿Qué de particular tiene que Fefa siga viviendo en la casa dónde aprendió las primeras letras y los primeros rezos?
—Papá, papá, sé razonable —dijo el marido de Doly—. No es una vieja ni una niña. Está en la peor edad. A los veinte años una muchacha está a ganar, no a perder.
—¿Qué dices, Perico? ¿Fefa perdiendo en casa de Lorenzo...?
—Para ella, para ti y para mí, no, papá; pero para el mundo...
—No estoy de acuerdo, Perico. ¿Para decirme eso me habéis sacado de la notaría?
Se hallaban todos en el salón de la casa del notario. Doly, casada con Perico, médico establecido en la ciudad costera, residía en una bonita vivienda al lado de la ribera. Gerardo, abogado de profesión, trabajaba con su padre, pero vivía en otra hermosa casita con su mujer, Paula. Y los gemelos, solteros aún y con la carrera de Derecho terminada, vivían en la vieja casona con su padre, pero aquel día se hallaban presentes en la reunión, decidiendo el porvenir de la hermana menor.
No era fácil hacer comprender a don Salvador lo que ellos pretendían. La mujer de Lorenzo, pariente lejana de la madre muerta, amiga de toda la vida de la casa, vecina por añadidura, había muerto casi de repente hacía escasamente un mes, y la familia, los hermanos y los cuñados, pues el padre nunca fue mal pensado, habían citado al notario para tratar de aquel asunto.
—Yo opino —adujo Doly— que lo mejor de todo es hablar con Lorenzo.
—Hijos míos —se alteró el caballero—. Tenéis una mentalidad enferma. Un hombre lucha toda la vida por una niña a la que educa y ama como si fuera su hija, y cuando más necesita la ternura de esa hija, vosotros, sin piedad, pretendéis arrebatársela. ¿No es demasiada crueldad por vuestra parte? Dejadme salir, pues tengo la notaría abandonada. Tú, Gerardo, ve delante de mí. Ganas un buen sueldo —añadió, enojado— y opino que pierdes fácilmente el tiempo.
Gerardo se puso en pie y apuntó a su padre con el dedo enhiesto.
—¿Te has olvidado de la edad del viudo?
—No me interesa la edad. Conozco su moral y su bondad. En una ocasión de mi vida en que lo necesité, lo tuve a mi lado, como si fuera un hijo o un hermano. He sufrido mucho en distintas ocasiones de mi vida —añadió furioso ante la incomprensión de sus hijos— y siempre tuve a mi lado la paciencia, el consejo y la bondad de Lorenzo... e incluso su dinero.
—Tú no has necesitado dinero jamás —protestó uno de los gemelos.
Don Salvador le miró censor.
—Jaime —dijo mansamente—, indudablemente fuiste un buen estudiante. Has sido y sigues siendo cariñoso, pero ¿no serás un poco desagradecido y olvidadizo? No hay cosa peor —gruñó— que ser desagradecido. Creo que Sócrates nos dijo que quien no es agradecido, no es bien nacido. Y en cuanto al dinero al que aludes, puede que lo posea hoy, pero cuando murió tu madre, y os criaba a vosotros, aún no tenía la notaría. Durante más de dos años, Lorenzo mantuvo esta casa para que yo estudiara y acudiera sin apuros económicos a las oposiciones. Os aseguro que no fueron nada fáciles. ¿O es que ignorabais eso?
—No —saltó Gerardo—. Nadie ignora eso. Todos estamos de acuerdo en admitir la bondad, la generosidad y el desprendimiento moral y material de Lorenzo, pero una cosa es agradecerle cuanto hizo por nosotros y otra permitir que la buena moral de Fefa sufra menoscabo por vivir junto a un hombre que es viudo, joven, que no tiene familia y que goza de una posición no solo desahogada, sino extremadamente próspera.
—¿Tiene algo que ver su riqueza con la moral de tu hermana?
—En cierto modo, papá —se apresuró a decir Doly, antes de que su hermano pudiera responder—. Lorenzo tiene dinero suficiente para que cualquier mujer lo acepte y se case con él. Pero no Fefa.
—No seáis absurdos. Lorenzo nunca se casará con Fefa ni con otra mujer. Lorenzo amaba demasiado a su esposa muerta, y aún no hace ni un mes que murió. ¿Qué es lo que para vosotros significa la ternura y el cariño de un esposo?
Todos se miraron unos a otros sin responder. Fue la mujer de Gerardo quien indicó tímidamente.
—Es joven, papá. Lo lógico es que se case.
Don Salvador estuvo a punto de saltar sobre ella. Era hombre de genio pronto, aunque sabía contenerse. Apretó los puños, se puso en pie, y dirigiéndose a la puerta rezongó:
—Si yo pensara como vosotros, a estas alturas me importaría todo un rábano. Me habría casado por segunda vez y no hubiese pasado una vida solitaria y triste.
Salió y cerró la puerta tras él, con un violento golpe.
* * *
Hubo un silencio. Gerardo se dirigió al mueble-bar, sacó unos vasos y botella y sirvió whisky a todos.
—Será mejor que bebamos —opinó—. Hay que pensar en el medio de sacar a Fefa de casa de Lorenzo.
—Yo creo —adujo Perico Sandoval, el marido de Doly— que es un poco prematuro todo esto.
—¿Qué crees que pensará la ciudad?
—No creo que tenga facultades humanas para pensar —rio Germán.
—No seas memo. Me refiero a la gente.
—¿Por qué no hablamos con Fefa?
—¿Qué dices, Doly? Es una cría. Sería abrirle los ojos a unos temas en extremo desagradables —gruñó Gerardo—. Lo mejor es convencer a papá para que este, a su vez, haga ver a Lorenzo lo inconveniente de esa convivencia. Yo creo que Fefa debe salir de esa casa.
—¿No será mucho golpe para Lorenzo, ahora que se encuentra tan solo?
—Oye, Jaime, tiene razón papá. No eres muy agradecido, precisamente.
El gemelo bajó la cabeza.
—Entre el pariente y mi hermana —dijo, ceñudo—, la elección es obvia. Todos queremos a Fefa, aunque no se haya criado con nosotros.
—¿Qué os parece si dejamos esta conversación para otra ocasión? Papá no tardará en enviar un botones a buscarnos. ¿Vamos, Jaime? Tú y yo aún tenemos que preparar dos escrituras, y a mí me espera la novia a las siete.
Germán apuró el contenido del vaso, chasqueó la lengua y se puso en pie muy despacio.
—Tienes razón. —Luego miró a sus otros hermanos—. Muchachos, ya nos diréis a Jaime y a mí lo que acordasteis con respecto a este asunto.
—Yo también voy —dijo Gerardo, poniéndose en pie. Besó a su mujer y añadió—: Ve a casa, Paula. Ellos tienen que terminar una escritura, y yo he de preparar un testamento. Acabaremos esta conversación al anochecer, en mi casa, ¿os parece?
—Magnífico. De ese modo nos invitarás a cenar.
—Eso no —protestó Paula—. Me ponéis el comedor perdido. Cenaréis en vuestra casita e iréis a tomar el café con nosotros. ¿No te parece, Gerar?
—Por supuesto. Hasta la noche, queridos.
Perico Sandoval también se puso en pie, al tiempo de consultar el reloj.
—Hora de abrir la consulta —miró a su esposa—. ¿Os llevo a casa o vais caminando tú y Paula?
—Iremos dando un paseo, y tal vez..., tal vez nos detengamos en casa de Lorenzo.
—Mucho cuidado con la lengua —gritó Gerardo—. Antes de hablar hay que medir cada frase y cada expresión.
—No temas, hombre, no temas.
Las besaron y se despidieron. Las dos muchachas, muy bonitas por cierto, al quedarse solas se pusieron en pie y juntas salieron del salón.
—Vamos a ver a Basili —dijo Doly—. Ha sido como una madre para nosotros. La pobre va envejeciendo. ¿Sabes que me da un poco de pena todo esto, Paula? Es desolador ver cómo se destruyen las familias. Todos nos fuimos casando. Los gemelos no tardarán en hacerlo, y papá, que tanto se sacrificó por nosotros, se queda solo con Basili.
—Es ley de vida.
—Sí —admitió tristemente—. No es una ley muy justa, ¿verdad?
Basili se hallaba en el cuarto de planchar, dando órdenes a la doncella. Al ver a las dos jóvenes corrió hacia ellas y las besó lloriqueando.
—Señorita Doly, señorita Paula...
—Hola, Basili. No pasa un año por ti.
—Qué aduladora es la señorita Doly.
Las dos distinguidas jóvenes se echaron a reír.
—¿No ha venido la señorita Fefa?
—No.
—Qué desgracia, ¿verdad? —lloriqueó otra vez, saliendo del cuarto de la plancha junto a ellas—. Fue una gran desgracia que nadie esperaba. Tanto como se querían don Lorenzo y doña Marcelina... Ella era una santa.
Paula y Doly se miraron, enternecidas. Evidentemente, Marcelina era muy buena y nadie lo ignoraba en la ciudad, pero ellas, tal vez demasiado egoístas, apenas si lo habían sentido, aunque, naturalmente, consideraban lo ocurrido una gran pérdida para Lorenzo.
—La señorita Fefa lloraba desconsoladamente —siguió diciendo Basili—. Para ella fue una gran pérdida. La quería como si se tratara de su madre. Menos mal —añadió tras un suspiro— que a don Lorenzo le queda el consuelo de la señorita Fefa...
Doly y su cuñada se apresuraron a despedirse. Las lamentaciones de Basili no iban bien a sus temperamentos.
* * *
Caminaban una junto a otra por la ancha avenida. Doly era una muchacha gentil, joven, pues apenas si había cumplido los veintisiete años, atractiva y esbelta. Vestía con sumo gusto y sabía llevar la ropa. Paula, más joven que ella, no era tan bella, pero aún tenía más estilo. Cogidas del brazo, caminaron un buen trecho, pensativas y silenciosas. Al divisar el palacete donde vivían Lorenzo y Fefa, ambas se miraron.
—Será duro para Fefa dejar el hogar donde se crio como una hija —opinó Paula.
—¿Y si se niega? Fefa es de un carácter particular. No conoce los prejuicios, y el qué dirán la tiene muy sin cuidado. ¿No has pensado en eso?
—Puede..., ya que Lorenzo y Marcelina la educaron demasiado a lo moderno. Es lo que no me explico, que papá, tan chapado a la antigua, nunca haya dicho nada al respecto.
—Tu padre admira y quiere a Lorenzo.
—¿Y a quién no quiere papá? Es un santo varón.
—Pero cobra un dineral por una escritura —rio Paula, divertida.
—Es su profesión —adujo Doly, coreando la risa de su cuñada—. En serio, Paula. Se nos presenta una papeleta bastante difícil. ¿Qué crees que tardarán en decir en la ciudad cosillas mordaces respecto a Lorenzo y su pupila? Además, es absurdo que teniendo una casa y una familia viva con un viudo que no es su padre, su tío, ni siquiera su pariente. Nosotros éramos parientes de la difunta Marcelina, pero no de su marido.
—Analizadas las cosas a fondo —adujo Paula, irónica—, me pregunto por qué no habló la gente cuando tu padre, en desahogada posición económica, cedió a su hija menor.
—Entonces éramos todos menores. Fefa se criaba enclenque. Se la pidieron, y como no tenían hijos ni esperanza de tenerlos, pues nada más casarse Marcelina sufrió una delicada operación, lo normal es que papá se la cediese.
—Y menos mal —rio— que no cedió la adopción.
—Qué cosas tienes.
—Lorenzo y Marcelina se casaron jóvenes, ¿no?
—Marcelina debía tener dieciocho años, y cortejaba con Lorenzo desde los catorce. Fue un noviazgo muy pintoresco. Lorenzo tenía veinte años cuando decidió casarse con Marcelina, su novia. Rico y sin familia...
—Comprendo. ¿Crees que fueron felices?
Doly hizo un cálculo mental. Después miró a su cuñada y esbozó una sonrisa indefinible.
—¿Quién puede saber esas cosas? Perico y yo siempre estamos discutiendo y, sin embargo, nos amamos con locura. Lorenzo y Marcelina jamás riñeron. Al menos no se les oyó una disputa. ¿Fueron felices por eso? ¿Podemos juzgarlos así? No lo sé —se alzó de hombros—. A Lorenzo le gustaban mucho los niños. Siempre cuenta papá que, mientras fuimos niños, no salía de nuestra casa. Siempre andaba cargando con Fefa. Su mujer no le dio hijos. ¿Sabes lo que pienso respecto a la felicidad de Lorenzo y la difunta Marcelina? Que fueron felices sin emoción. Que se toleraron y respetaron sin apasionamiento. Tú sabes que esa felicidad no es envidiable.
—No.
—Pues así considero yo la dicha de nuestros amigos.
—Lorenzo es un hombre magnífico.
Doly asintió.
—Demasiado hombre para una mujer tan..., ¿pasiva o simple?, como su esposa. Lorenzo es un hombre moral, un caballero integro. Yo creo que jamás le fue infiel a su mujer, pero no por evitar un dolor a Marcelina, sino por su propia dignidad.
—Comprendo.
—Claro que esto... son suposiciones mías. No te fíes de ellas. Mira —exclamó de súbito—. Ahí tenemos a Fefa, en el jardín. Recoge flores para los búcaros. Se vuelve loca por las flores y los pájaros.
—¿Qué pensará de su situación?
—Tal vez nada. Lo considerará normal... Ten presente que para ella no hubo más padre que Lorenzo.
—Hija, pero este tiene treinta y cinco años y, además, parece un crío.
—Eso es lo malo. A Fefa le costará dejar la casa donde creció y fue tan feliz. Estoy segura de que mientras no se lo hagamos ver, ella no lo verá.
—No pensarás decirle nada, ¿verdad?
—Claro que no —se agitó Doly—. Eso tendrá que acordarlo el consejo privado de familia, y, por lo que has visto, papá está muy verde.
* * *
Era una muchacha bellísima. Esbelta como un junco, morena de tez, los ojos muy azules, el pelo rojizo. En aquel instante vestía unos pantalones negros y un jersey del mismo color, este sin mangas y de escote en pico, por el que asomaba un pañuelo blanco y negro de lunares de seda natural. Llevaba el abundante cabello, de un rojo fuerte, casi castaño, recogido en la nuca, despejando la esbeltez de su cuello y el óvalo exótico de su rostro.
Al ver a sus hermanas, dejó las tijeras en la cesta de mimbre y avanzó hacia ellas con paso elástico, ni presuroso ni lento. Un paso armonioso, moderno, de mujer del día. A su lado, Doly y Paula parecían dos provincianas, pese a ser bellas y modernas ambas.
—Hola, Fefa.
—Hola —replicó esta, besándolas en las mejillas—. No os esperaba hoy. ¿Merendaréis conmigo?
Doly y Paula se miraron.
—¿Nos da tiempo? —preguntó Paula—. No sé lo que tardará Gerardo en redactar un testamento.
—Os quedaréis —decidió Fefa con aquel su acento de voz tan cautivador—. Vamos hasta la terraza.
—¿Estás sola...?
—Los criados. Lorenzo ha ido al cementerio.
—¡Pobre Lorenzo!
Fefa se agitó.
—Sí. Pobre Lorenzo y pobre Marcelina, muerta en plena juventud.
—Era la mujer más buena del mundo. Nunca conocí nada igual.
—Lorenzo la amaba, ¿verdad?
Llegaban a la terraza.
—Sentaos. Pediré que nos sirvan aquí mismo la merienda. Hace mucho calor, ¿verdad? Yo me bañaba todos los días, pero desde... —apretó los labios—, desde que falleció Marcelina, por respeto a su memoria, me abstengo del baño. Era un placer enorme nadar en la piscina —añadió—. Ella ha muerto y yo sigo viviendo. Me creo en el deber de sacrificarse por esa razón.
—Es muy aleccionador por tu parte, pero no creo que tenga nada que ver con su muerte. La pobre Marcelina —prosiguió Doly—, si supiera que te privas del baño por respeto a ella, se sentiría a disgusto.
—Lorenzo la amaba mucho, ¿no? —preguntó nuevamente Paula.
—Mucho —replicó Fefa con la mayor sencillez—. Ha sido un golpe tremendo para él.
Quedó un momento silenciosa. Luego, añadió:
—Hay que tener en cuenta que no le queda nada en el mundo.
—Dinero, mujer —se apresuró a decir Doly.
—No seas egoísta y material —gruñó Fefa—. ¿Crees que el dinero lo hace todo?
—Por lo menos, mengua las penas.
—Puede que se las mengüe a aquel que a costa de una muerte se hace rico, pero para quien lleva la riqueza en sí desde la niñez, el dinero no mengua la pena de una esposa.
—Le admiras mucho —opinó Paula, inocente.
—Todo lo que debo admirar a un hombre que se preocupó siempre de mí, que me crio como a una hija, me educó como a una princesa y me mima como a una hermanita menor.
Doly y Paula se miraron. No eran tan inocentes como Fefa. ¿O sería que se hacía la tonta? Ellas eran muy mal pensadas.
—Mira —dijo Fefa, de pronto—, allí llega Lorenzo.
En efecto. Un hombre no muy alto, de aspecto vulgar, vestido totalmente de negro, avanzaba por el parque con paso lento y cansado. El hombre que llegaba con la cabeza sobre el pecho sería todo lo magnífico que Paula y Doly quisieran decir, pero de físico... resultaba una vulgaridad. Delgado, no muy alto, moreno de piel, con unos ojos negros, en aquel instante cubiertos por gafas oscuras, totalmente desprovisto de interés. Doly recordó que, sin gafas, alguna vez que habló con él, los ojos le brillaban mucho, denotando al hombre apasionado que sabe doblegarse. ¿Se habría doblegado Lorenzo durante su vida con Marcelina?
—Buenas tardes —saludó con una voz firme, educada y muy varonil—. No esperaba encontraros aquí.
—Pasábamos, y nos hemos dicho: entraremos a saludar a esos dos...
—Gracias.
—Siéntate, Lorenzo —dijo Fefa—. ¿O no quieres merendar con nosotras?
—Si me disculpáis, prefiero subir a mi despacho.
—Ve, pues.
Besó los dedos de Doly y Paula y, con una breve sonrisa a Fefa, se perdió en la puerta de cristales.
—Pobre Lorenzo —musitó Doly—. No sé si se consolará nunca.
—Fueron muchos años de matrimonio.
—¿Verdad que no disputaban jamás, Fefa?
—No —y sonriendo tímidamente, añadió—: Yo creo que era todo demasiado sereno. Yo no sabría jamás ser una mujer como Marcelina —se agitó, angustiada—. Era, ya os lo dije, demasiado buena. Y Lorenzo nunca la disgustó en nada. Vivían para él y para ella. Yo era, entre los dos, como un árbitro, aunque tal vez ellos no se dieran cuenta. Marcelina cuidaba de Lorenzo como si fuera su hijo. Es lo que nunca comprendo. No parecía una esposa, sino una madre. Bueno —añadió pesarosa—. Tal vez esto sea una crítica inadecuada.
—Mujer, no, ¿por qué? Estamos hablando en familia y con toda sinceridad.
—Por eso lo digo —y, reflexiva, repitió—: Yo nunca sabría ser una esposa como Marcelina. He intentado verme a mí misma como ella, y no he podido.
—Ten presente que tú eres una joven de la época. Marcelina pertenecía a otra.
—No era tan vieja.
La doncella sirvió la merienda, y las tres la tomaron casi en silencio.
—¿Qué piensas hacer en el futuro? —preguntó de súbito Doly.
Fefa no se inmutó. Indudablemente, aún no había pensado que ella era una mujer y Lorenzo un hombre. Para ella, Lorenzo era como un padre o un hermano, y dejarlo solo lo consideraba una crueldad, en el supuesto de que se detuviera a pensar en ello, pues, como decíamos, aún no había pensado.
—¿Con respecto a qué?
—A tu vida aquí. No vas a pasarte el resto de tu existencia cuidando de un hombre viudo.
—Yo no cuido de él —rio Fefa, divertida—. Posiblemente sea él quien cuida de mí. Al contrario de Marcelina, yo prefiero que me cuiden.
—Pero un día desearás que te cuide un marido.
Fefa volvió a sonreír tristemente, sin malicia.
—Naturalmente. Pero para eso tendré que estar muy enamorada, y aún no lo estoy. Cuando me case, viviremos con Lorenzo. No podemos dejarle solo.
—Suponiendo que tu marido, quienquiera que sea, esté de acuerdo.
—Lo estará —dijo, muy convencida—. Si me ama, lo estará. Ningún hijo abandona a su padre, por casarse. Yo soy una hija para Lorenzo. ¿Más mantequilla, Paula?
Esta y Doly ya no volvieron a tocar aquel asunto. Lo dejaron para la reunión privada en familia.
II
En la segunda reunión de la familia de don Salvador Leina, este se hallaba ausente. No por haberse excusado, sino porque sus hijos no le citaron.
Reunidos todos en el salón de la casa de Gerardo, acomodados en sillones y sofás, teniendo la taza de café en la mano, se miraban unos a otros interrogantes, después de haber oído a Doly, quien, con ayuda de Paula, explicó lo ocurrido aquella tarde en casa de Lorenzo.
—Fefa —dijo Paula suavemente—, no se da cuenta de nada. Ella vive con Lorenzo como si este fuera su padre o su hermano, y habrá que ser muy hábiles para sacarla de allí.
—¿Por qué hemos de andar con tanta contemplación? —adujo uno de los gemelos—. Es nuestra hermana y su honor es nuestro honor.
—No dramatices —observó Perico—. Ya has oído a tu hermana Fefa obra sin malicia. Para ella, Lorenzo es un hermano como tú, o un padre como tu padre. No creo que el honor tenga nada que ver con esto.
—Es precisamente —apuntó otro gemelo— lo que tratamos de evitar. Que ese honor sufra menoscabo alguno.
—¿También tú?
—No empecemos por las ramas —apaciguó Gerardo—. Comencemos a tratar este asunto por el tronco. Nada tiene que ver el honor, en efecto, puesto que el cariño entre Fefa y Lorenzo es absolutamente fraternal.
—Pero la gente no lo juzgará así.
—Eso es cierto, Perico. Tiene razón Jaime.
—Concretemos —adujo Gerardo—. ¿Qué es lo que podemos hacer para separar a Fefa de Lorenzo? Papá no parece dispuesto a ayudarnos. Lorenzo nunca prescindirá de Fefa por su voluntad. A nosotros, Fefa no nos hará ningún caso.
—¿Y si lo dejáramos así? —preguntó Doly—. Hace tan solo un mes que falleció Marcelina. Sería cruel por nuestra parte arrebatar a Fefa de la casa de Lorenzo, donde solo la tiene a ella.
—Eso no puede ser —protestó Germán—. ¿Sabéis lo que me dijo esta tarde mi novia?
—Una majadería —gritó Gerardo—. Ya sabemos que tu novia es una cursi.
—¡Gerardo!
—Perdona, muchacho. No me gusta tu novia.
—Estaría bueno que te gustara. ¿No tienes esposa?
Aquí se organizó una aguda discusión. Paula fue la que puso paz. Perico reía, apretando disimuladamente la mano de su mujer.
—Bueno, bueno —gruñó Gerardo—. Seamos juiciosos. Aquí no estamos tratando de novias, ni de lo que estas piensen o digan. Estamos tratando de Fefa. De lo que esta puede hacer en el futuro.
—Vosotros sabéis que Sergio Palomares le hace el amor.
Todos miraron a Jaime.
Hubo un silencio que rompió Doly con una risita y una frase burlona.
—No le gusta a Fefa.
—Es que ya van pretendiéndola seis hombres que no le gustaron. ¿No es eso un poco raro?
—¿Por qué? —protestó Paula—. Antes de que me pretendiera Gerardo, a mí me pretendieron una docena de hombres, y ninguno me gustó. En cambio, cuando Gerardo se fijó en mí... lo acepté.
—Gracias, mi vida.
—Sin guasa —rezongó Paula.
De nuevo las risas interrumpieron la conversación.
—¿Acabamos o lo dejamos así? —gritó Doly—. Tened presente que Perico tal vez tenga que levantarse dos o tres veces por la noche, y ya son las once.
—Es verdad. Todos madrugamos. ¿Qué decidimos...? —preguntó Germán.
De nuevo se miraron unos a otros, indecisos.
—Por lo que observo, ninguno de nosotros se atreve a visitar a Fefa para decirle... que deje la casa de Lorenzo.
—¡Yo no! —dijo firmemente Doly—. Después de observar cómo aprecia a Lorenzo y la soledad de este, me cortarían la lengua.
—¿Tú, Paula? —preguntó Gerardo.
—No. Lo consideraría cruel.
—Vaya —rezongó Germán—. Por lo visto, todos somos gallinas.
—No se trata de eso —opinó Perico—, sino de que queremos mucho a Fefa, y no estamos dispuestos a proporcionarle un dolor. Yo considero que la persona indicada es vuestro padre.
—Hum.
—Papá no dirá nada.
—Papá aprecia a Lorenzo.
—Mañana —decidió Gerardo, dando por finalizada la conversación—, yo le hablaré a papá. Se lo diré bien claro, y no tendrá más remedio que visitar a Lorenzo y hacerle ver lo inadecuado de una continuada convivencia.
—Creo que es lo más indicado.
Se pusieron en pie.
—Hasta mañana, pues.
El grupo se dispersó, quedando Gerardo y su mujer aún en el salón, mirándose interrogantes.
—Con sinceridad, ¿qué piensas tú, Paula?
Esta avanzó hacia él y se apretó en su brazos.
—Nos amamos tanto, Gerardo —dijo sobre su boca— que, por egoísmo propio, no sabemos o no queremos comprender a los demás. Fefa no ama a Lorenzo, pero le quiere como si fuera su padre o su hermano. Ha de ser cruel para él prescindir de ese cariño, ahora que, precisamente, está tan solo. ¿Por qué, me pregunto yo, cuando fuisteis mayores no sugeristeis a tu padre la necesidad de tener a Fefa con vosotros?
—Por la misma causa que ahora, querida —dijo con ternura—. Porque nos daba pena el matrimonio. Siempre tuve la impresión de que Lorenzo y Marcelina necesitaban a Fefa en medio, con el fin de dar un poco de emoción a su matrimonio.
—¿Consideras, pues, que no fueron felices?
—No es eso. Lo fueron a su manera. De una forma que... tal vez no haya convencido a ninguno de los dos. Pero jamás se lo han confesado mutuamente.
—No te comprendo.
—No es fácil de comprender ni de explicar. Fueron muchos años de matrimonio sin emoción. Suponte que Lorenzo llora hoy a su madre o a su hermana mayor. Estoy seguro de que no llora a su mujer, esa mujer indispensable en la vida del hombre, que comparte sus alegrías emocionales.
* * *
—¿Me das una copa, Lorenzo?
Este esbozó una triste sonrisa.
—Has bebido dos, Fefa. No te acostumbres al licor.
La joven se echó a reír.
—Trato de que me acompañes y alegres esa cara. Mira, Lorenzo —dijo yendo hacia él y sentándose en el brazo del sillón que ocupaba el viudo de Marcelina—, has de tener en cuenta que lo ocurrido no tiene remedio. Ella ha muerto. Yo lo he sentido como si fuera mi madre, pues no conocí otra. Pero nosotros seguimos viviendo, y no puede trazarse una vida ni destruirla, porque otra persona, aunque sea muy querida, haya muerto.
—Lo sé.
—Pero te encierras en ti mismo, te consumes y te acabas.
Lorenzo golpeó distraído, los dedos femeninos que descansaban en su hombro.
—Sí, Fefa, sí, lo sé. Pero ten presente que hace solo un mes que perdí a mi mujer, y necesito hacerme a la idea de que no volverá a moverse junto a mí.
—Lo mejor de todo es que pienses que no estás solo. Me tienes a mí. Nunca te dejaré, pues si un día me caso, le pediré a mi marido que venga a vivir aquí, todos juntos. Serás un abuelo ideal para mis hijos a ti que tanto te gustan los niños.
—Gracias —sonrió cariñoso, mirándola—. Gracias, Fefa.
—¿Por qué no haces un viaje? —le sugirió, de súbito—. Creo que lo necesitas. Yo cuidaré tu casa en tu ausencia.
—¿Dejarte sola?
—¿Por qué no? Necesitas cambiar de ambiente. Siempre te oí decir que te gustaría conocer la Costa Azul. Ahora tienes ocasión de ello. Recuerda que a Marcelina no le seducía dejar la casa.
—Es cierto.
—Ve, pues. Yo no me quedo sola. Tengo aquí a mi familia.
—Eso es cierto.
Parecía familiarizarse con la idea. Fefa insistió:
—Tal vez una temporada por el mundo, te sirva de estímulo. Quizá, quizá —añadió, exteriorizando el pensamiento repentino—, encuentres una mujer de tu agrado y te cases con ella.
Lorenzo se puso en pie y no pudo menos de echarse a reír.
—¿Casarme otra vez? —preguntó un sí es no horrorizado—. No, por Dios.
—¿Y por qué no? Tienes treinta y cinco años. Es fácil que encuentres una mujer que te ame.
—Por mi dinero.
—Una mujer de tu talla no buscaría en ti el bienestar material, Lorenzo, si supieses buscarla, naturalmente.
—Calla, calla, novelera. Yo estoy para sentir el calor de las zapatillas en el pie, para leer la Prensa al amor de la lumbre y para graduar la vista, pero no para casarme de nuevo.
—Bueno, de todos modos —insistió—, sí que estás para realizar un largo viaje.
—No quiero dejarte sola.
Fefa se enojó:
—¿No te he dicho que tengo aquí a mi familia? Papá vendrá a hacerme buenos ratos de compañía.
—Lo pensaré. No creas que la idea me disgusta. Si pudiera llevarte conmigo...
Fefa se agitó nerviosamente. ¿Irse con él? ¿No sería maravilloso?
—Tal vez a tu padre no le agrade la idea —objetó Lorenzo—. ¿Qué dices tú?
—Pues... no lo sé. Yo iría, naturalmente —rio, gozosa—. Pero... ¿por qué ha de disgustarle a papá? —y con ansiedad—. Díselo tú.
—Mañana mismo.
—Entonces, voy a beber la tercera copa para celebrarlo.
Lorenzo sonrió, enternecido. Era una niña deliciosa aquella muchachita que tantas penas quitó a él y a Marcelina.
La asió de la mano, la besó en la frente y dijo con ternura:
—Ve a la cama, locuela. Mañana pensaremos en todo eso.
Fefa bebió el contenido de la copa y echó a correr. Ya en el umbral, se detuvo, se volvió hacia Lorenzo, que seguía mirándola, y le envió un beso con la punta de los dedos.
—Hasta mañana, querido padrino.
—Descansa y sueña con los angelitos.
Él se retiró también. Pero no soñó con nada. Hacía mucho tiempo que Lorenzo no soñaba. Se sentía deprimido, desazonado, sin deseos de vivir. La única razón que merecía la pena era Fefa, y algún día... sí, algún día se casaría y, aunque viviera con él, ya no sería lo mismo.
Se derrumbó en el lecho y entrecerró los ojos. Pensó en su mujer muerta. Había sido muy buena, muy honesta y cuidadosa. Pero... Lorenzo pasó los dedos por la frente. No quería pensar. Le dolía tener que hacerlo. Marcelina estaba muerta y había sido una mujer completa. Pero... bueno, siempre existía un pero en la vida del ser humano. Él lo era. Como los demás, con sus pasiones, sus deseos, sus vicios y sus virtudes. Marcelina fue en su vida..., ¿cómo fue Marcelina en su vida? Como una madre. Él se casó enamorado. Muy enamorado. Ella lo amaba a su vez, pero a su manera. Maternalmente... ¿Por qué una esposa ha de ser solo maternal? Él no era un hombre pasivo. Él era un hombre... de temperamento emocional. Pero nunca hubo emoción en su unión con Marcelina. Ella no tenía pasiones, ni deseos, ni inquietudes sexuales. Ella cuidaba de la casa, de Fefa y de él, con la misma pulcritud de una madre hacendosa y llena de deberes. No era eso lo que quería, lo que necesitaba, pero tampoco podía reprocharle que fuera así. Resultaría una crueldad por su parte.
Suspiró. Sería mejor no pensar en ella. Tal vez nadie lo conocía en realidad. Ni siquiera Fefa. Bueno. Fefa menos que nadie. Pero él no era como parecía. Él tenía sus ansiedades y sus anhelos y sus pasiones y sus deseos. Todo era inconfesable, por lo sexual que llevaba en sí. Tal vez los que le conocían lo consideraban un hombre pasivo. No lo era. Maldita sea, no.
* * *
—Lorenzo —exclamó Salvador, al verle en su despacho—. Pasa, muchacho. Toma asiento. ¿Qué milagro por aquí, a estas horas? ¿Qué tal Fefa?
—Muy bien.
Se sentó y encendió un cigarrillo. Cruzó una pierna sobre otra y balanceó un pie, como si en aquel instante no tuviera mejor cosa que hacer.
—Pensaba ir a tu casa esta tarde cuando cerrara la notaría —dijo Salvador—. No me gusta dejarla sola con los muchachos. Aparte de Gerardo, los demás tienen poco sentido común. Ya sabes lo que es la juventud.
Lorenzo esbozó una sonrisa.
—A decir verdad —argumentó—, apenas si sé lo que es: no la he tenido. Me casé demasiado joven, y coloqué sobre mí muchas responsabilidades.
—Ya veo lo afectado que estás. Hay que tener resignación, muchacho. La vida no es nada fácil. Supongo que no habrás olvidado cuando yo quedé viudo y con cinco hijos, el menor de los cuales tenía apenas siete años... Gracias a tu ayuda, pude seguir viviendo.
Lorenzo agitó la mano en el aire.
—No hables de eso —gruñó—. Siempre que nos vemos me haces pasar la vergüenza del recuerdo.
—¿Vergüenza?
—No me satisface que me estés recordando toda la vida lo que hice por tus hijos. Me menguas.
Don Salvador extendió la mano por encima de la mesa y palmeó la de su amigo.
—Eres un gran hombre, Lorenzo. ¿Qué piensas hacer ahora?
—A eso he venido.
Don Salvador agudizó el oído. ¿Iría Lorenzo a decirle que fuera a buscar a Fefa? ¿Se daría ya cuenta de lo inconveniente de seguir viviendo juntos?
—Tú dirás —indicó, cauteloso. Te escuchó. Ya sabes que siempre estoy dispuesto a ayudarte, sí, milagrosamente, necesitas mi ayuda.
—Gracias. He pensado salir de viaje. Un largo viaje, ¿sabes? La ciudad me ahoga —emitió una sonrisa parecida a una mueca informe—. En realidad, no se me había ocurrido una solución así para desvanecer un poco esta tirantez espiritual. Pero Fefa ayer noche me habló de ello, y yo pensé que sería maravilloso salir un poco de todo esto.
—Ciertamente.
—¿También a ti te parece bien la idea?
—Magnífica, sí. ¿Por qué no?
—Verás. El caso es que yo, sin Fefa, me encuentro como un pobre hombre. Me gusta cuidar de ella, ayudarla, escucharla.
Don Salvador encendió precipitadamente un cigarrillo.
—Claro, claro —dijo tan solo.
Lorenzo no se percató de nada. Continuó mansamente, sincero consigo mismo y con su amigo:
—He pensado que si la llevara conmigo sería estupendo.
Don Salvador fumó y se atragantó. ¿Cómo podía él decirle al buenazo de Lorenzo que Fefa no debía ir? ¿Qué no estaría bien visto por fuera?
—El viaje parecería más corto —prosiguió Lorenzo inocentemente—, y me haría la idea de que llevaba la casa conmigo.
—Sí, claro.
—¿No tienes inconveniente?
—Pues... —tragó saliva. Pensó en sus cuatro hijos y sus dos hijos políticos. ¿Qué dirían? Se pondrían como energúmenos. ¿No perdería Fefa, por salir de viaje con su protector viudo?—. Yo creo que... debes consultar con Fefa.
—¿Fefa? —saltó Lorenzo con súbita y extraña alegría—. Ella fue quien me indicó que viniera a hablar contigo.
¡Inconsciente criatura!
—Bueno, pues si ella está dispuesta... yo creo... creo...
Al diablo todo. Aquel hombre era honrado y caballeroso. Estaba seguro que su hija no perdería nada en absoluto. Pero... el mundo...
—Entonces, ¿no te opones?
Claro que se oponía. Pero ¿cómo decírselo?
No se lo diría. Hablaría con Fefa y le diría... le diría... Dios, qué difícil era todo aquello. ¿Por qué no recogió a su hija cuando pudo hacerlo, cuando consiguió una posición más desahogada? Pero ¿quién iba a decirle a él que Marcelina se moriría casi de repente y en plena juventud?
Lorenzo se puso en pie, dando por finalizada la conversación.
—Le diré a Fefa que estás de acuerdo, Salvador. Gracias, una vez más.
El notario sabía mucho de testamentos y escrituras y legados, pero de solucionar una papeleta semejante, no sabía nada en absoluto.
—Hasta otro día, Salvador.
—Ve con Dios, muchacho.
Quedó mirando al fondo del despacho, sin parpadear. ¿Qué iba a ocurrir cuando sus hijos se enterasen?
* * *
Fue a ver a Fefa. Sabía que, a aquella hora, Lorenzo se dirigía al cementerio a llevar un ramo de flores a la tumba de su mujer. Don Salvador subió al auto y en un momento en que su presencia en la notaría no era precisa, se dirigió a casa de Lorenzo, con el solo propósito de abordar a Fefa y decirle que... que... No sabía lo que iba a decirle.
Fefa lo recibió con la sonrisa en los labios.
—Papá, papá —gritó—. Cuántos días sin venir por aquí.
La besó con ternura. Era la más pequeña, y si bien siempre convivió con Lorenzo y su mujer, para él nunca dejó de ser la hija querida, alejada de su lado por imperativos de la vida, pero jamás por falta de ternura ni en él ni en su hija.
—Estás muy guapa —dijo, ponderativo—. Cada día eres más guapa.
—Gracias, papa. ¿A quién me parezco? —rio ella, un si no es burlona.
Don Salvador suspiró.
—A tu madre. ¿Por qué crees que no me he casado de nuevo?
—Por nosotros.
—No totalmente. Hay mujeres buenas que pueden ser auténticas madres para sus hijastros. Pero yo jamás encontré una mujer como tu madre. La llevo en mi sangre como un talismán se lleva en el pecho. Fue un recuerdo imperecedero, hija mía, y aún sigue siéndolo.
—Dichosa la mujer que es tan querida. Ven —añadió sin transición—. Ven a sentarte conmigo bajo la pérgola de la terraza. ¿Qué tal la jauría?
—Si te refieres a tus hermanos...
—¿A quién voy a referirme? Hace un siglo que no los veo. Concretamente, desde el día del entierro de Marcelina. Doly y Paula estuvieron ayer aquí de paso, pero Gerardo y los gemelos se olvidaron de su hermana menor.
—El trabajo...
—No, no los disculpes. Sé que se pasean por la plaza principal todos los días. Sé que Germán y Jaime tienen novia. Sé que Gerardo va al cine con su esposa...
—¿Y tú? —preguntó el padre, de pronto—. ¿Por qué no sales un poco?
Fefa se asombró.
—Papá, ¿cómo puedes decirme eso? Marcelina fue una madre para mí. Estoy segura de que ni una madre auténtica hubiera sido mejor.
—Lo sé, lo sé.
—Y el dolor y la soledad de Lorenzo no me permiten dejarlo solo. Ya te dijo lo que tenemos pensado, ¿verdad? Será maravilloso conocer la Costa Azul.
Don Salvador se menguó. Buscó en su mente palabras adecuadas para hacerle ver a su hija lo improcedente de aquellas idea, pero no las encontró.
—Lorenzo —prosiguió Fefa felicísima— necesita salir de este ambiente. Es preciso que olvide un poco a su esposa. ¿Sabes lo que he pensado? Que tal vez por el mundo encuentre una mujer que sepa entretenerlo y hacele olvidar. Sería magnífico que pudiera casarse de nuevo. Yo tengo cierta responsabilidad, papá. ¿No te parece? Si Lorenzo se casa, yo podré... volver a tu hogar.
—Nuestro hogar, Fefa.
—Sí, papá.
—Pero no será nada fácil casar de nuevo a Lorenzo.
—O sí. Los hombres no son tan constantes como parecen en ocasiones.
La conversación se hacía interminable, sin que don Salvador encontrara frases para decir a su hija lo que pretendía. Y apareció Lorenzo por el parque, sin que el notario dijera nada al respecto. Merendó con ellos, charló de todo, les oyó hacer planes para el viaje en perspectiva, y se despidió sin pronunciar una palabra de lo que pretendía.
Cuando regresó al despacho, Gerardo recogía los libros para el archivo.
—Papá —gruñó—. Te estuve buscando para firmar un testamento, y tú en las nubes.
—En casa de Lorenzo nada más —dijo don Salvador, desalentado, desplomándose en su ancho sillón giratorio.
Gerardo dejó los libros sobre la mesa y miró a su padre quietamente.
—¿Se lo has dicho?
—¿El qué?
—Lo de volver a casa.
—Hum. Ni eso ni nada. No me atreví. ¿Te enteras, hijo? No me atreví. No me fue posible. Son tan felices el uno junto al otro.
—Y aún lo dices —gritó Gerardo, exasperado.
—Calma, calma. No hay nada pecaminoso en ese amor fraternal. Yo, la verdad, no sé cómo hacer frente a las cosas. Ahora dicen que se van de viaje.
Gerardo dio un salto.
—¿Juntos?
—Sí, eso es.
—¡Oh! Y lo dices así, como si nada.
—¿Qué quieres que haga? —se exasperó—, ¿que los tire al mar?
—Que hables claramente, como hablaría cualquier otro hombre en tu lugar.
—Olvidas de nuevo que Lorenzo es para mí como un hijo.
—Y tú pareces olvidar que, si bien lo parece, y lo sientes así, realmente no lo es.
—Hum.
—Tienes que impedir ese viaje. Sería el colmo. ¿Sabes lo que ocurriría? Que las lenguas que aún están atadas, se desatarían sin reserva, y eso no beneficiaría nada a Fefa. Y Fefa es tu hija, ¿no?
—No seas majadero.
—Si lo es, como lo es, tienes que impedir ese viaje. Y no solo el viaje, sino la conveniencia. Ya sé que Lorenzo nos merece toda confianza. Ya sabemos que Fefa es de una honestidad a prueba de bomba, pero el mundo apenas si conoce a uno y a otro, y somos todos demasiado conocidos aparentemente. No nos llamamos Pérez, papá. Somos tus hijos, y a ti no hay quien te desconozca en la ciudad, y a Lorenzo lo mismo. Hay que impedir, a toda costa, que esto siga así.
—Hum.
—Si no lo haces tú, autorízame a mí para que lo haga.
—Tú no eres diplomático.
—Y tú, papá, lo eres demasiado.
—Bueno, bueno. Tengo que pensar en ello. Puedes llevar eso al archivo y cerrar las oficinas. Yo me quedo aquí un rato. Tengo que pensar.
III
Gerardo era muy impulsivo, y aquella tarde, en vez de dirigirse a su casa, con el fin de recoger a su esposa para llevarla al cine, se dirigió a la de Lorenzo. Él, como su padre, estimaba y admiraba a Lorenzo, pero no podía permitir que su hermana Fefa, estuviera en boca de las gentes, por carecer ellos de valor para decir unas simples frases.
Una doncella le comunicó que la señorita Fefa se había ido al rosario, y que don Lorenzo se hallaba encerrado en su despacho. Gerardo, ya sabía dónde tenía Lorenzo el despacho, y se dirigió hacia allí directamente.
«Puede que papá condene esta actitud mía, pero es igual. Si todos nos quedamos cruzados de brazos esperando que el asunto se solucione solo, Lorenzo y Fefa se irán de viaje sin sospechar que nadie está de acuerdo».
Tocó con los nudillos en la puerta y en seguida oyó la voz fuerte de Lorenzo:
—Pasen.
Gerardo abrió y entró, cerrando tras sí.
—Gerardo —exclamó Lorenzo, asombrado—. ¡Tú por aquí a estas horas!
—Hola.
—Pasa, muchacho, pasa y toma asiento. Pareces preocupado. ¿Te ocurre algo?
El recién llegado obedeció y aceptó el cigarrillo que Lorenzo le ofrecía. Lo prendió en sus labios y fumó fuerte. No resultaba nada fácil abordar el asunto, mas era obvio que tendría que hacerlo de cualquier forma que fuera.
—Fefa —dijo Lorenzo—, ha ido al rosario.
—Ya sé.
—¿Venías a visitarla a ella?
—A los dos.
—Muy bien —dijo serenamente, sin sospechar lo que se le venia encima—. Si quieres, salimos a dar un paseo, en espera del regreso de tu hermana.
—Prefiero... prefiero hablar primero contigo.
«Cuando papá se entere, me romperá la crisma, pero es igual. De una forma u otra, el asunto hay que dejarlo solucionado hoy mismo. Lorenzo comprenderá. Fefa, se hará cargo, y cada uno a lo suyo...».
—Tú dirás, Gerardo. ¿Sabes que me asustas un poco? Estás muy serio.
Gerardo cruzó una pierna sobre la otra nerviosamente, con el mismo nerviosismo la descruzó. Chupó fuerte el pitillo, lo aplastó en el cenicero y encendió otro. Lorenzo comprendió que algo grave iba a decir. Pero, la verdad, no acertaba a sospechar qué podía ser ello.
—Te escuchó, Gerardo.
—Tú sabes —empezó, titubeante— que todos te estamos muy agradecidos.
—¡Oh, no! —protestó Lorenzo enérgicamente—. Si es para hablarme de eso, cállate. Yo hice por vosotros lo que debí hacer, nada más. Aún no sé lo que vosotros tendréis que hacer por mí. Yo realizo las cosas sin esperar recompensa, simplemente porque debo hacerlas, pero un día esa recompensa puede llegar. En mi caso tal vez llegue, dada mi soledad y mi amargura.
—En momentos difíciles de nuestra vida —siguió Gerardo como si tomara marcha—, estuviste dispuesto a ayudarnos. Te hiciste cargo de Fefa, una muchachita enclenque, debilucha y sin madre.
—Si vas a seguir por ahí, prefiero que te marches —gruñó Lorenzo.
—No he venido para agradecerte eso, Lorenzo. Muy al contrario. Tal vez lo que voy a decirte te pruebe, una vez más, la ingratitud de los humanos. Pero quiero que sepas que no existe ingratitud por nuestra parte. Por eso tal vez te hablo de ese agradecimiento que todos nosotros tenemos muy presente. Lo que voy a decirte es algo a que nos obliga la vida y las circunstancias.
Lorenzo frunció el ceño. No lo comprendía en absoluto.
—Papá me dijo —siguió Gerardo roncamente, como si le costara un gran esfuerzo hablar— que pensabas marchar de viaje y llevarte a Fefa.
—Sí, Pero ¿qué tiene que ver esto con tu ingratitud?
—Pues... verás. No es fácil decirte esto. Nada fácil, Lorenzo.
—Soy hombre sincero, y mi política es clara. ¿Quieres imitarme por un momento?
—Lo intentaré. Estás viudo, pero eres joven, rico, bien parecido...
Lorenzo arqueó una ceja.
—¿No estarás halagándome demasiado?
—Perdona. Se trata de Fefa... También es joven, bonita y... vive sola contigo.
Lorenzo fue poniéndose en pie poco a poco. No parecía furioso, sino súbitamente menguado y entristecido.
—De modo —musitó, desalentado— que... era eso.
—Sí —respiró Gerardo, como si se quitara un peso de encima—. Papá no se atrevía a decírtelo, ignora que yo he venido... Pero todos pensamos que la gente no tardará en hablar. Cierto que habéis criado a Fefa como si fuera vuestra hija, Lorenzo, pero no lo es, y el mundo no lo ignora. Mientras vivió Marcelina, el hecho de que mi hermana siguiera con vosotros era lógico, dado que la criasteis y educasteis, pero ahora..., desgraciadamente, tú estás solo. Eres joven, como te dije antes, sin ánimo de halagarte... Joven y... Me entiendes, ¿no?
—Te entiendo —dijo Lorenzo como si acabaran de propinarle una paliza, dejándose caer nuevamente tras la mesa de despacho—. Te entiendo, sí.
—Siento... habértelo dicho tan brutalmente.
—De cualquier forma que me lo dijeras, lo hubiese considerado brutal, Gerardo. Os comprendo y me hago cargo de vuestra inquietud.
—No, eso no. No se trata de nuestra inquietud, Lorenzo, compréndelo. Se trata de lo que la gente, desgraciadamente tan mal pensada en estos casos pueda decir. Fefa está a merecer, ¿comprendes? Es joven, escandalosa y deliciosamente joven. Te quiere y será duro para ella dejar la casa donde se crio, pero yo, tras consultar con mis hermanos y mi padre, he llegado a la conclusión de que es absolutamente necesaria una separación. Cuando se case, si quiere vivir de nuevo contigo... que lo haga.
Lorenzo le escuchaba, sin parpadear. Una gran palidez cubría su semblante. Parecía súbitamente menguado. De pronto, con voz ronca, dijo:
—Un favor, Gerardo. No digas a nadie que me has hablado. Saldré de viaje mañana mismo, solo..., pero permíteme que, por ahora, Fefa no se entere de nada, y se quede en este hogar que yo siempre consideré suyo más que nuestro.
—Lorenzo...
—Separarla de mi lado —añadió quedamente, con extraño acento— sería como arrancarme las entrañas. Sobre el dolor que ya tengo, esto supondría un golpe insoportable. Permíteme, pues, que ponga un pretexto, que me marche solo, y que durante mi viaje pueda pensar que la dejo en esta casa, que aún tengo a alguien que me espera, que una muchacha pura e inocente reza por mí.
—Lorenzo...
—Has sido leal advirtiéndome, Gerardo —añadió Lorenzo angustiosamente—, pero también... has sido cruel.
—Perdona. Tú eres un familiar muy querido, pero Fefa es mi hermana.
—Sí. Tú conoces mi lealtad, mi honradez...
—Ya te dije que no se trata de ti ni de ella, ni siquiera de nosotros; se trata del mundo.
—Comprendo, sí. Creo que ahí viene Fefa. No le digas nada... Ni siquiera a tu padre. A mi regreso... hablaremos. Te prometo que Fefa volverá a casa.
—¿Estarás mucho tiempo ausente?
—No lo sé. Necesito... —pasó los dedos por la frente—. Necesito despejar esta bruma que rodea mi cabeza y mi corazón.
—Perdona el daño que te hice, Lorenzo. Piensa que fue involuntario y que por fuerza un día u otro teníamos que hablar.
—Sí, sí...
* * *
—Siéntate, querida.
Fefa se sentó en el borde del diván, frente a Lorenzo.
—Pareces preocupado —observó—. ¿Te ocurre algo?
—Nada. He de hablarte del viaje.
—¡Oh! —saltó ella—. Me ilusiona. Siempre soñé con conocer la Costa Azul. ¿Sabes que durante todo el día de hoy me lo pasé leyendo libros y ojeando guías?
Lorenzo cruzó una pierna sobre otra, y balanceó un pie, ademán en el característico cuando algo le preocupaba y no sabía cómo desvanecer la preocupación.
—He pensado, querida Fefa, que no seré un compañero ameno.
La joven se inclinó hacia adelante, y sus grandes ojos azul cielo se clavaron en el rostro rígido de Lorenzo, con delatora ansiedad.
—¿Qué dices? ¿Es qué no quieres llevarme?
—No se trata de eso —se sofocó—. Es que a mi lado te aburrirías mucho.
—¡Oh!
La exclamación sonó en los oídos del hombre como un gemido. Impulsivo, se inclinó a su vez y acarició el cabello femenino.
—Querida Fefa...
—¿Por qué? —preguntó ella con aquel su apasionamiento incontenible—. ¿Por qué no me llevas?
—Verás..., yo creo que durante algún tiempo... necesito estar solo.
—Solo... ¿Por qué solo? —se agitó ella, conteniendo la desesperación—. ¿Es que no soy una hija para ti?
—Sí, sí, Fefa. Comprende. A mi lado te aburrirías, yo tendría que cambiar mis costumbres. Tendría que hacer esfuerzos, con el fin de divertirte. No podré, ¿sabes? Soy hombre...
—Ya sé qué clase de hombre eres, Lorenzo. No en vano llevo viviendo contigo desde que aprendí las primeras letras. He de decirte que me parece todo esto muy extraño. Aún esta mañana hicimos juntos planes para el viaje, y de repente... ¿Es que te estorbo?
—¡Fefa!
—Di, di, ¿es que te estorbo?
¿Estorbarle? Jamás. La necesitaba en su vida. No sabía para qué ni con qué fin, pero lo cierto, lo doloroso era que prescindir de ella era como prescindir de la vida misma.
—Fefa, escúchame...
—Di, di —clamó la joven impulsivamente, con aquella vehemencia incontenible—. ¿Por qué has cambiado de parecer?
No podría decírselo. Sabía que Fefa se pondría en pie, armaría un escándalo e iría a casa de Gerardo a insultarlo. Ella no vivía para el mundo, vivía para sí misma, para lo que le agradara y conviniera. Fefa no se parecía en nada al resto de la familia. No usaba política ni retórica, ni siquiera diplomacia femenina. Ella era como era, y había que tomarla así, y como de cualquier forma que fuera resultaba encantadora...
Entrecerró los ojos. ¿Qué le ocurría a él con respecto a Fefa? Apretó los labios como si con aquel gesto pretendiera contener los pensamientos de su cerebro.
—Lo mejor de todo es que no pensemos en el porqué, Fefa —dijo mansamente—. Tomemos las cosas como están, y te prometo que regresaré tan pronto pueda. Debes ser razonable.
La joven estaba a punto de llorar. Bonita como una aparición, fue poniéndose en pie y quedó plantada mirando a Lorenzo. De súbito, se echó en sus brazos.
—No permitiré que te vayas solo —susurró, ocultando la cabeza en el cuello masculino—. No lo permitiré.
Aquella espontaneidad menguó aún más a Lorenzo. La oprimió en sus brazos y sintió como si el mundo desapareciera en aquel instante y solo quedaran él y Fefa. No supo que, una vez más, la espontaneidad de la muchacha al estrecharle en sus brazos, le ruborizaba. No era la primera vez que le ocurría. Ya en vida de Marcelina, cuando Fefa, por cualquier causa, los abrazaba a él y a su mujer, cuando la sentía en su pecho, se consideraba muy mezquino, muy menguado.
Ella alzó el rostro y miró muy de cerca a Lorenzo. Cualquiera que los viera en aquel instante, hubiese pensado que eran dos enamorados. Pero no lo eran. Al menos, en Fefa no existía sentimiento amoroso. Tal vez existiera en Lorenzo, pero este lo ignoraba.
Puede también que la proximidad femenina le turbase, pero de eso a admitir un deseo pecaminoso había un abismo.
—Lorenzo —susurró Fefa, apretada al cuello masculino—. No puedes dejarme aquí. ¿Quién iba a despertarte por la mañana? ¿Quién iba a servirte el té de la tarde?
—Querida.
—Tienes que llevarme contigo.
—Es imposible, querida.
Fefa se desprendió de sus brazos, y Lorenzo sintió un gran vacío.
—Está bien, no insisto más —gritó, desalentada—. Está bien. Tú sabrás las causas.
Lorenzo se puso también en pie y le acarició el pelo.
—Sé razonable. Un hombre que acaba de quedar viudo, necesita un campo ilimitado, para esparcir su dolor. Contigo estaría amarrado.
Ella se volvió en redondo.
—¿Es eso?
No lo era, pero Lorenzo consideró que tal vez aquella piadosa y dolorosa mentira, sirviera para frenar las protestas de la joven.
—Sí —dijo—. Sí, es eso...
Fefa bajó la cabeza y dijo tristemente:
—Si es que vas a marchar mañana... te haré la maleta.
—Gracias, querida —y con esfuerzo, como si temiera escuchar la respuesta—: Te irás a vivir con tu padre o permanecerás aquí.
—Aquí —fue la rotunda contestación.
* * *
—Fefa...
La joven se inclinó hacia su padre, y le besó en ambas mejillas.
—Qué milagro por aquí —dijo el notario—. No te esperaba.
—Como Lorenzo se ha marchado esta mañana...
Don Salvador arqueó una ceja.
—¿Solo?
—Sí —se hundió en un sillón frente a la mesa de despacho y suspiró—. No sé por qué, pero lo cierto es que me dejó aquí. Es lo lamentable. Tantas ilusiones como yo me había hecho con este viaje. En fin, para otra vez será.
—Supongo, querida hijita, que vendrás a vivir conmigo.
—No. Supones mal. Me quedo en la casa de Lorenzo. Tú no me necesitas.
—¿Es un reproche, Fefa?
La joven se echó a reír con ternura. Extendió la mano por encima de la mesa, y oprimió los dedos de su padre.
—En modo alguno, papá. Yo nunca puedo olvidar que eres mi padre, que has sufrido mucho y que has sabido mantenerte viudo, sin darnos una madrastra. Te quiero mucho, pero tú aún tienes a los gemelos. Lorenzo no tiene a nadie.
—Es que Lorenzo ahora se halla de viaje, Fefa.
—Pero volverá. Sería tremendamente doloroso para él encontrar la casa vacía. Nunca le dejaré. Me han criado, papá. No debo ser injusta. Además... quiero a Lorenzo tanto como a ti, que ya es querer. Por nada del mundo lo dejaré solo. Marcelina me lo pidió en su lecho de muerte, y yo le prometí que jamás lo dejaría, ni aun después de casada.
Don Salvador mojó los labios con la lengua. Él conocía bien a todos sus hijos, pero, aunque pareciera extraño, conocía más a Fefa que a ninguno, Doly era muy noble, muy buena, pero voluble. Nunca tenía un criterio propio. Cualquiera podía hacérselo variar con sus razonamientos, fueran estos justos o injustos. Gerardo era un pendenciero y no sabía ser diplomático. Nunca sería un buen abogado. Solo tenía un gran corazón. En cuanto a los gemelos, resultaban dos pedantes infantiles que jugaban a ser hombres. Fefa era diferente a todos. Tenía un criterio propio, del cual era difícil desmontarla. Sabía lo que quería, y no ignoraba la forma de conseguirlo. Era una muchacha inteligente, agradecida y noble. Había depositado su cariño en el matrimonio que le dio amor y calor en su infancia y, si fuera preciso, hubiese dado la vida por ellos.
—Tendrás que pensar en que a tu marido no le agrade vivir en casa de Lorenzo —adujo, cauteloso, el caballero.
—También he pensado en eso.
—¿Ya?
—Yo pienso en todo.
«Menos en la inconveniencia de vivir con un hombre libre y joven», pensó el padre.
En voz alta manifestó:
—Suponte que un día te enamoras.
—Nunca cometeré la tontería de enamorarme de un hombre que no agrade a Lorenzo.
Don Salvador frunció el ceño. Prefirió cambiar de conversación.
—¿Cuánto tiempo estará fuera?
—No lo sé. No lo sabe él mismo. Tal vez vuelva pronto, o tal vez se quede en su casa.
—¿No sales? —dijo su padre.
—Sí —dijo, rotunda, al tiempo de ponerse en pie—. Sí. Tengo el auto abajo —añadió sin transición—. Voy a dar un paseo hasta casa de Doly. ¿Vienes, papá?
—Aún tengo una cita para las siete. Tal vez me reúna con vosotras después.
—Yo no estaré después de las ocho —dijo con desenvoltura—. Tengo que rezar el rosario por Marcelina. Lo he prometido.
—¿Toda tu vida? —se escandalizó el caballero—. ¿No es un poco exagerado?
—Hasta que me case, papá. Hice esa promesa.
—Bueno, bueno.
La joven lo besó en ambas mejillas, le dio una palmada en el hombro y le dijo con ternura:
—Tú estás un poco alejado de Dios, papá. Bien podías ir más a la iglesia.
Al cerrarse la puerta tras Fefa, se abrió la de comunicación y apareció Gerardo. Se quedó mirando a su padre, y este, tras un titubeo, dijo:
—Ya lo has oído, todo, ¿no?
Gerardo asintió.
—No me explico por qué Lorenzo cambió de modo de pensar y se dejó aquí a Fefa.
Gerardo parpadeó.
—Habrá pensado al fin, lo que nosotros pensamos desde hace tiempo.
—Puede que sí o puede que no. No lo sé. Lo cierto es que hizo algo muy bien hecho. Que pase el siguiente, Gerardo.
* * *
Un día y otro se deslizaron casi sin sentir para la familia Leina, pero no para Fefa, que si bien pertenecía a la misma familia, sus pensamientos con respecto al tiempo, se diferenciaban de los demás miembros de la misma. Para ella el correr de los días era una horrible e insoportable pesadez. Esperaba al cartero con avidez y cuando no recibía carta de Lorenzo, se sentía muy desgraciada.
Aquella tarde, perfilado ya el invierno, siete largos meses después de la marcha del hombre, Fefa se sentía muy sola, y decidió hacer una visita a su hermana Subió al auto de cuatro plazas que le regaló Lorenzo cuando, a los diecinueve años, se vistió de largo, y empuñó el volante. La casa se le venía encima. Las cartas del padrino, aunque llegaban con regularidad, semanalmente, apenas si decían nada. Ella sentía la sensación de que Lorenzo no había levantado el ánimo por el mundo. Al contrario; en sus cartas se apreciaba que lo tenía más decaído. Ella todas las tarde subía al cementerio a llevarle el ramo de flores a Marcelina, y, delante de su tumba, regularmente le decía:
—«Yo no tengo la culpa, madrina. Él se fue por su gusto, y no parece muy alegre. Se diría que le consume la tristeza. Yo hice todo lo posible por entretenerlo y quise acompañarle, como te prometí. No ha querido. Es lo que no me explico: por qué no ha querido».
Pensando en esto, conducía el auto a través de la ciudad, en dirección a casa de Doly.
Aparcó delante del chalet, y subió de dos en dos las escaleras. Vestía una falda estrecha, un jersey de cuello en pico, por el que asomaba un pañuelo de colores armoniosos y sobre ello una gabardina oscura. Calzaba zapatos bajos, y ni siquiera esto restaba esbeltez a su estilizada figura.
Paula y Doly, que cosían junto a la ventana del salón, al verla llegar se miraron.
—Es una preciosidad de criatura —opinó Paula—. Lo que no me explico es cómo se pasa la vida encerrada en su palacete como si fuera una jaula.
Doly no pudo responder, porque Fefa ya estaba allí, riendo ante ellas, quitándose la gabardina.
—¡Chicas —exclamó—, qué confortablemente se está aquí!
—Pasa y siéntate.
Lo hizo así.
—¿Qué sabes de Lorenzo?
—He tenido carta ayer. Parece que no encuentra sosiego —suspiro—. Yo lo pensé cuando marchó. Me necesita a mí. Yo soy quien le animo.
—Ya en la vida de Marcelina les animabas tú a los dos —apuntó Paula, maliciosa, pero sin que Fefa se percatara de tal malicia—. Marcelina, la pobre, era muy buena, pero muy sosa, ¿no?
—Nunca la analicé desde ese punto de vista. Para mí fue una madre muy cariñosa.
—De todos modos —dijo Doly, muy suavemente—, estás perdiendo la juventud. Una cosa es agradecer a dos personas lo que estas hacen por una, y otra, entregarles en recompensa toda una vida.
—¿Qué dices? —se alteró, frunciendo el ceño—. Yo no hago lo que hago por agradecimiento, sino porque me sale de lo más profundo de mi ser.
—Pues, hija, te estás consumiendo a lo tonto. Una joven de tu edad sale y se divierte con los chicos. Aún no has tenido novio, y es casi vergonzoso.
Fefa se calmó como por ensalmo. Se echó a reír, divertida. Tenía unos dientes nítidos e iguales, y al reír los enseñaba como una provocación.
—Eres muy guapa. Además —dijo Paula—. Sergio Palomares te ama.
Fefa arqueó una ceja burlonamente.
—¿Te lo ha dicho él?
—Lo sabe todo el mundo. Y no es de despreciar. Su posición económica resulta desahogada. Su carrera como ingeniero naval...
Fefa hizo un ademán con la mano, obligándola a callar.
—Si he de casarme por mejorar mi posición social y económica, prefiero morirme. Yo no soy mujer —recalcó—, que se venda, amiguitas. Yo necesito sentir el amor con todas mis fuerzas, y estoy segura de que lo sentiré.
—¿Cuándo? —preguntó, retadora, su hermana—. ¿Sí, cuándo empiece a arrugarse tu rostro?
—Cuando mi corazón lo exija así. Y estoy segura de que tengo señalado el momento y la hora. Todos tenemos una hora y una ocasión. Para mí llegará.
—Dios, dice: «Ayúdate y te ayudaré».
Fefa se echó a reír.
—Nunca seré de las muchachas que se pasean por la plaza exhibiéndose, en espera de un novio que a veces no llega nunca. Todas conocisteis a Rosa Pinares, ¿no...?
—Claro.
—Pues, ya veis... se ha teñido el pelo tres veces por temporada. Ha paseado todas las cafeterías de la ciudad. Ha salido con cien hombres diferentes y ahora está todo el día ante el confesionario, aburriendo al señor cura, con arrugas y sin novio. ¿De qué le sirvió a esa mujer que ha pasado por la vida haciendo ruido, ser como fue? La pobre se lamenta hoy y hace recuento de sus pecados, fastidiando a quien diariamente se los escucha. No, querida. No seré nunca un escaparate. Soy una mujer y tengo, como todas una hora destinada. Ya llegará.
—Una cosa es exhibirse y otra, hacer lo que tú haces —protestó Paula—. Te pasas los días cortando flores en el jardín, adornando el despacho de Lorenzo y visitando a tu familia.
—¿No es eso divertido? —rio Fefa, burlona.
Doly y Paula suspiraron al tiempo de mirarse. Los ojos de ambas parecieron decir: «¿Te das cuenta? No hay quien la soporte. Jamás dejará de pensar como lo hace».
Fefa encendió un cigarrillo, extendió las manos en dirección a la chimenea, y comentó mansamente:
—Aquí se está bien...
IV
La familia Leina se reunió de nuevo para tratar del asunto Fefa. Don Salvador, llamado para tal fin, les escuchaba en silencio. Tal vez tuvieran razón. La reclusión de la joven era en extremo excesivo, peligroso para su juventud, y para el futuro nada claro que se presentaba ante ella. Los gemelos eran los que más se apuraban. No era normal que una muchacha tan joven y bonita como Fefa, se pasara la vida encerrada en el palacete de Lorenzo Olviar. No era tampoco correcto que desdeñara a Sergio, y mucho menos que no respondiera a sus cartas.
Don Salvador escuchaba a sus hijos, a su nuera y a su yerno, con marcada inquietud. Aquellos locos eran muy capaces de visitar a Fefa y decirle cualquier barbaridad. En evitación de ello, decidió que sería él quien le hablara. Por esa razón se encaminaba allí aquella tarde, acompañado de Gerardo. Este conducía el auto y hablaba a la vez:
—¿Por qué no me dejas entrar contigo?
—Porque no eres diplomático —gruñó el padre—. Tú no sabes abordar las cosas sin herir.
—Y tú, papá, tanto temes herir, que te callas lo que piensas.
—No ofendo. Fefa no es como Doly, ni como tú, ni siquiera como yo. Fefa se hizo una composición de lugar, se afianzó en lo que ella considera correcto y normal, y no será fácil sacarla de su error.
—Pero tú admites que es un error.
—En toda mujer joven, la reclusión es contraproducente.
—Lo gracioso —gruñó Gerardo— es que no se recluye. Viste mejor que ninguna otra joven de la ciudad, incluyendo a Doly, y mi esposa. Sabe conducir, lo que no hacen los demás, pasea en auto, visita a la peluquera todos los días, va al cine sola, y le importa un rábano de lo que piensen los demás de sus actuaciones.
—Es una joven independiente —rio, cachazudo—. ¿Sabes que, si no fuera por vosotros, a mí no me hubiese inquietado la actitud de Fefa?
—Es que tú estás chapado a la antigua.
—No me digas que Fefa es una mujer de otra época. Tú mismo acabas de decir que es una joven del día.
Gerardo se mordió los labios.
—En unas cosas, y en otras, es del siglo pasado. ¿Has contado los meses que Lorenzo lleva ausente?
—Sí. Nueve justamente hoy.
—Sergio Palomares insiste.
—¿Y qué quieres que haga yo? Primero me encomendáis el papel de mediador entre Lorenzo y Fefa. Lorenzo marchó solo, aún ignoro por qué, cuando el día anterior me dijo a mí lo contrario, y ahora me buscáis de nuevo para que pida a Fefa..., ¿qué?
—Que se comporte como una joven de su edad.
—Se me antoja, Gerardo, que cuando Fefa se entere de nuestras maquinaciones, nos manda a todos al diablo, sin excluirme a mí.
—Tu autoridad de padre lo evitará.
Lo miró, burlón.
—Por lo visto, has olvidado que la autoridad de un padre junto a una hija de veinte años que se comporta correctamente, es nula.
—No es correcto que una muchacha de veinte años aún no haya tenido novio.
—Déjame aquí, Gerardo. Y acaba de despotricar. No sé todavía a lo que vengo —gruñó descendiendo—. Ya veremos lo que le digo a Fefa.
* * *
No le dijo nada. Al menos, en principio. Fefa lo recibió alegremente, le pidió que merendara con ella, y ambos se sentaron en el saloncito caldeado, ante una mesa con el servicio de la merienda.
—¿Qué sabes de Lorenzo?
—Está en París, por lo menos la semana pasada, papá. No sé nada más.
—¿Animado?
La joven hizo un gesto como de impotencia.
—No lo sé. Por su misiva se diría que está muriendo. Yo creía que era más expresivo por carta. Se muestra parco, indeciso. No sé qué pensar.
—Yo, en tu lugar, no pensaba nada —adujo el caballero, cauteloso— y me dedicaba a vivir.
Fefa le miró entre asombrada y divertida.
—¿Es que yo no me divierto, papá?
El caballero parpadeó.
—Pues... te pasas la vida un poco extrañamente, ¿no? Eres joven, bonita, tienes pretendientes... No puedes consagrar tu vida a un hombre que no es tu marido, ni tu padre, ni tu hermano.
—Fue más que todo eso para mí —protestó Fefa, sin alterarse—. Tú has sido muy bueno para mí, pero no estuviste a mi lado cuando me dio el sarampión, ni las paperas ni nada de eso.
—Me reprochas, querida.
—No, no, papá. Nada de eso. Sería cruel por mi parte hacerte un reproche, cuando sé que has sufrido mucho para sacar adelante a mis hermanos. Pero ten presente que Lorenzo y Marcelina no tenían ninguna obligación conmigo, y, sin embargo, se comportaron como dos padres. Yo, si olvidara esto, sería una ingrata, y tú sabes que ninguno de tus hijos lo somos. Pese a lo que piensen mis hermanos, yo me quedaré aquí y seré como debo ser.
Don Salvador volvió a parpadear. Indeciso, dijo:
—Tus hermanos...
—Sí, sí. Sé muy bien lo que piensan al respecto. ¿Por qué no se meten en sus vidas y dejan en paz las de los demás?
—Es que...
—¿Piensas que soy tonta? Te acucian a ti, te pinchan, y tú, cándidamente, vienes a mí e intentas decirme algo que nunca sabes decir. Pídeles a mis hermanos que se metan en lo suyo. Cuando Doly se casó, no me preguntó si me parecía bien. Cuando Gerardo eligió mujer, ni siquiera se molestó en preguntarte a ti. ¿Por qué te meten ahora donde no los llaman? Ni me moveré de la casa de Lorenzo, ni saldré a buscar novio. No lo necesito. Cuando lo necesite... ya veremos lo que haré.
—¿No crees que eso es ser un poco independiente?
—Lo seré. No me lo reprocho.
Fue inútil todo cuanto dijo. No podría, moralmente, tomarla del brazo y obligarla. Decidió dejarla en paz, y mandar al diablo a sus otros hijos cuando intentaran meterle a redentor. Lorenzo se hallaba ausente. Fefa no sufría en su honor. ¿Por qué molestarse?
* * *
Lo esperaban los seis en casa de Gerardo. Este fue quien le salió al encuentro y preguntó, inquieto:
—¿Qué tal ha reaccionado?
Don Salvador se exasperó.
—En lo sucesivo —gritó, enojado— dejaréis en paz a Fefa. No os ha pedido parecer, ¿no es eso? Pues no se lo deis.
—Ya te ha convencido —gruñó uno de los gemelos.
—Fefa es muy dueña de hacer lo que le venga en gana. Ha cumplido la mayoría de edad y puede mandaros a todos al diablo, incluido a mí, y presiento que es lo que está haciendo. ¿Se metió ella con vosotros? ¿Os dio consejos que no le pedisteis?
—Es demasiado joven para dar un consejo.
—Y demasiado joven para casarse —se impacientó—. Os pido —gritó, señalándoles con el dedo— que no volváis a empezar, rompiéndome la cabeza con estas cosas. Habéis logrado, no sé por qué medio, que Lorenzo se fuera solo. Ahora pretendéis que Fefa salga a bailar a la plaza y a exhibirse como una tonadillera. Se acabó. Que haga lo que le dé la gana. La considero más que capacitada para obrar por su cuenta y riesgo.
—¿Y si regresa Lorenzo?
—Gerardo, no me fastidies —rezongó el caballero—. Si regresa Lorenzo, que regrese, ya se las arreglarán ellos. Buenas noches. Tengo mucho que hacer.
Vista la actitud del padre, fue Gerardo, siempre entrometido, quien se personó al día siguiente en el hogar de Lorenzo. Fefa cortaba flores en el jardín y las colocaba en un cesto de mimbre. Al ver a su hermano mayor le sonrió únicamente como diciendo: «Bien venido, pero no seas pelmazo. Márchate cuanto antes».
—¿No me ofreces la merienda, Fefa?
—Tu mujer te estará esperando —dijo la joven irónicamente—. Suelta lo que vengas a decir, o no lo digas y márchate.
—Por lo visto, ya sabes que tengo algo que decirte.
—¡Oh, sí! Basta mirarte a los ojos. Estás rabiando por soltarlo. ¿De qué se trata? ¿Es con respecto a la próxima llegada de Lorenzo, o es por mi retraimiento?
—Por ambas cosas —estalló Gerardo—. Las dos las considero censurables.
—Da la casualidad —murmuró Fefa, sin dejar de cortar flores— que yo pienso igual. ¿Recuerdas cuando decidiste casarte?
—Sí, por supuesto. Nunca olvido nada que me concierne de cerca.
—Yo tampoco lo olvido. Ni siquiera me participaste tu boda.
—¿Es un reproche?
—No, desde luego. Nunca hago reproches que me molestan. Sé únicamente que te casaste y que me enteré dos días antes. Que fui a tu boda y que apenas reparaste en la hermana que lloraba de emoción, oculta tras la ancha espalda de Lorenzo y Marcelina. Recuerdo también cuando hice mi primera comunión. Papá pasaba por un apuro económico y no pudo hacerme más regalos que un libro de misa de nácar. Se lo agradecí —rio, enternecida—. Fue algo muy íntimo que guardo aún como si todavía conservara el calor de la mano de papá.
—¿Y qué me dices con eso?
—Tú acababas de ganar un premio que te concedió la Universidad por un trabajo literario que jamás se publicó. El premio consistía en unos cuantos miles de pesetas. Papá te pidió que me hicieras un regalo. Yo tenía una gran ilusión por un rosario de plata. Rosario que me regaló Lorenzo, pero que yo prefería me ofrecieran mis hermanos. Papá os reunió a todos...
—¿Cómo sabes eso?
—Siempre hay quien cuenta las cosas que más duelen a una. Os reunió, como yo te digo, y os explicó lo que pasaba. Vuestra hermanita tenía la enorme ilusión de poseer un rosario. Tú apretaste el dinero en tu bolsillo. Te fuiste a un campamento, te lo gastaste en fruslerías e hiciste oídos sordos a la súplica de papá. ¿Por qué ahora, que tienes tu vida íntima satisfecha, que yo no te pido nada porque nada necesito, porque todo me lo dio Lorenzo, te inmiscuyes en mi vida? Pierdes el tiempo —añadió, impasible—. Si tanto orgullo tienes, si tan puritano eres, procura que tus hijas, cuando las tengas, vayan por el camino que tú prefieras. Yo tengo el mío trazado, y nadie logrará desviarme de él, a no ser yo misma y mi conciencia.
—Eres una soberbia.
—Soy una mujer que no permite —atajó duramente— que un memo semejante, que ni siquiera sabe llevar una notaría, venga a decirme lo que debo o no debo hacer.
—No consiento —gritó Gerardo, frenético— que me faltes al respeto.
—No olvides, te digo yo, que quien falta está expuesto a que le falten a él. Buenas tardes.
Gerardo dio un paso atrás. Lívido de ira, gritó:
—¿Es que estás enamorada de Lorenzo?
Fefa recibió como una sacudida. ¿Enamorada de Lorenzo? ¿Es que Gerardo era tan mezquino, tan estúpido, tan...?
Fue a responder. Su hermano se alejaba a paso ligero en dirección a su pequeño coche.
Fefa cortó una flor con fiereza. Un brillo inusitado rutilaba en sus ojos.
* * *
Enamorada de Lorenzo. Claro que no. Ella le quería como si fuera un hermano verdadero. No un hermano como Gerardo, que jamás hizo otra cosa que inmiscuirse en la vida de los demás, no permitiendo que nadie se adentrara en la suya. Si no un hermano verdadero, un padre entrañable. Si le pusieran en la balanza a su padre Salvador y a su padre Lorenzo, se vería en un indescriptible dilema para decidirse por uno de los dos. Pero amor... ¿Amor? ¿Era absurdo Gerardo?
Suspiró, hundiéndose más en el diván. Se sentía cansada, aburrida, Lorenzo no debería permanecer tanto tiempo por el mundo. ¿Qué hacía? ¿Se divertía? Vegetaba. ¿Pensaba en Marcelina? ¿En ella? ¿En las dos?
Se puso en pie con pereza. A veces le dolía el cerebro de tanto pensar. ¿Por qué pensaba tanto? ¿Estaría envejeciendo antes de tiempo? No se explicaba por qué, Gerardo y su padre se empeñaban en sacarla de allí, en obligarla a salir y divertirse como las demás jóvenes. Ella no se divertía paseando por la plaza, ni sentada en la barra de una cafetería. Ni en vida de Marcelina había salido con amigas. Primero estuvo interna durante cinco años, visitada cada mes por el matrimonio. Después, al reintegrarse al hogar, Marcelina era ya su mejor amiga. Marcelina, la pobre, era muy maternal. A veces, excesivamente maternal, en particular para Lorenzo. Ella nunca sería como Marcelina para su marido. Estaba segura de que a veces, algunas, Lorenzo se sintió cansado junto a su esposa.
Suspiró y consultó el reloj. Las doce de la noche. Ya no se oía al servicio en la cocina y el cuarto de plancha. Con pereza, muy despacio, se encaminó a su habitación. «Tal vez estuve demasiado dura con Gerardo, pensó, pero lo merece. A Gerardo le importa un rábano lo que yo haga o diga. No es a mí a quien trata de defender, sino a sí mismo. Le molesta el qué dirán. Siempre viviendo lleno de prejuicios. Tal vez yo he sido educada de distinto modo, o quizá..., quizá mi modo de pensar con respecto al particular se deba al temperamento, que es, indudablemente, como dice papá, extremadamente independiente».
Oyó el motor de un auto y sonrió.
«Es agradable, no sé por qué, pero lo es, sentir a esta hora precisamente, el rodar de un auto por la carretera».
El motor de aquel auto se oyó más cerca. Fefa se detuvo en seco.
«¿Vuelve el pelmazo de Gerardo? Tal vez habló con Paula, y vienen los dos dispuestos a fastidiarme».
El motor del auto se detuvo muy cerca, Fefa dio la vuelta sobre sí misma. Vestía aún la falda estrecha y el jersey de cuello en pico, un poco holgado, adivinándose su estilizada figura bajo la suave lana.
El pelo rojizo lo ataba tras la nuca con una simple cinta, y su cuello esbelto y terso, semicubierto por el pañuelo de seda natural de un tono verde y beige.
Oyó pasos en la terraza, e inmediatamente el llavín en la cerradura de la puerta principal. Fefa Leina no pudo contener un grito ahogado, y corrió hacia la puerta, llegando a esta justamente cuando Lorenzo apareció en ella. Impulsiva, vehemente como siempre, no se detuvo un segundo. Corrió hacia él, se colgó de su cuello y lo besó repetidas veces en la mejilla, como si su razón de vivir fuera la aparición de Lorenzo en aquel instante.
—Locuela —dijo él, emocionado, besándola a su vez—. Mi querida locuela.
—Lorenzo..., Lorenzo, has vuelto.
—Sí, querida.
La apartó un poco de sí para mirarla. Entornó los párpados.
—Fefa, querida niña..., cuánto tiempo sin verte.
—¡Oh, Lorenzo! —susurró ella, sintiendo en sus ojos la humedad del llanto emocional—. ¡Oh, Lorenzo, qué tiempo este más interminable!
Él sonrió. A duras penas si podía contener la emoción. Ver de nuevo a Fefa era como..., como un regalo del cielo. Era lo único verdaderamente interesante en su vida de hombre solitario. Nunca podría olvidar aquellas terribles soledades rodeadas de gente. Es, indudablemente, la peor soledad. Cuando nos rodea la gente y nos sentimos terriblemente solos, como él se sintió durante aquellos nueve meses.
Ver de nuevo a Fefa era como..., como si la vida volviera a él y le ensanchara el alma.
—No debiste tardar tanto —le reprochó ella, colgándose de su brazo.
Quién pudiera decir que si alargó tanto aquellas vacaciones inútiles, pues ningún consuelo le reportaron, fue debido a ella, al temor de llegar y perderla.
—He tratado de encontrarme a mí mismo —le dijo.
—¿Y lo has conseguido? —preguntó, mirándolo con aquellos enormes ojazos de un purísimo azul.
Eran hermosos los ojos de Fefa. Tenían un no sé qué en el fondo de las pupilas, como una lucecita consoladora. Él, cuando los miraba, sentía unas cosas... Unas cosas un poco raras las cuales nunca sintió junto a otra mujer.
—No, no es fácil conseguir eso, Fefa querida —murmuró tristemente—. Uno marcha tratando de alejar la preocupación, y esta monta sobre uno.
—Cuánto mejor hubiese sido que te quedaras aquí a mi lado.
«Tendré que decirle... Le diré... No será nada fácil. Pero un día, muy pronto, le diré que tiene que dejar esta casa».
—¿Has comido? —preguntó, sin que él respondiera.
—No.
—Ven —tiró de su mano—. Ven. Yo misma te prepararé la cena.
—Deja. Llamaré a María.
—No faltaba más. ¿Es que te has vuelto tonto de repente? ¿Es que ya no quieres que me cuide de ti? —le amenaza graciosamente con el dedo—. Pues, quieras o no, te ayudaré. No con el celo de nuestra querida Marcelina —sonrió suavemente—, pues yo no soy tan maternal.
—No quiero que seas así.
—¿Qué dices?
Él se aturdió. Era un hombre tímido.
—Nada. Pensaba que... no quiero que te molestes.
Lo empujó hacia la cocina.
—Mira, aquí los dos juntos —rio feliz—. Estoy contenta, Lorenzo, muy contenta. Has vuelto. Era lo que yo más deseaba. Tú te sentirás solo, rodeado de gente, pero yo... ¡Dios mío! Qué días... Te serviré la cena, y a la vez tú me contarás cosas. Todo lo que hiciste durante esos nueve meses.
Él parecía alelado mirándola. ¿Era un regalo aquella criatura, o un sueño, o una realidad? ¿Podría él soportar el que se la llevaran?
Fefa se dio cuenta de que Lorenzo la miraba y no veía.
—Eh, Loren —rio—, ¿qué te pasa? Pareces a miles de leguas de distancia.
El viudo de Marcelina sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa.
—Oh, perdona. Bueno..., sí que acepto un plato de comida.
—¿Vas a contarme todo lo que hiciste?
—¿Cómo?
—Pero, Loren, demonio, ¿dónde estás?
Él rio, aturdido.
—Perdona —se sentó a la mesa. Ella iba de un lado a otro, poniendo el mantel, el jarro de agua, los cubiertos—. Fefa... soy un poco estúpido, ¿verdad?
—Claro que no. Lo que pasa es que vienes cansado. ¿Qué te parece si te preparo algo caliente?
—No te molestes, querida.
Ella se le quedó mirando, asombrada.
—Pero, Lorenzo, ¿qué diablos te pasa? Antes no te preocupabas tanto de que me molestara o no. ¿Quién soy yo aquí? ¿Qué crees que haría, si papá llegara de viaje, después de nueve meses de ausencia?
—Es... verdad. Dame lo que quieras.
Le calentó el caldo y se lo sirvió. No dejaba de hablar, mientras se movía por la cocina. Lorenzo la escuchaba, distraído. La miraba. Durante aquellos nueve meses, conoció a muchas mujeres. Muchas... todas las que pudo para aturdirse. Fue la primera vez en su vida que le fue infiel a su mujer. Cierto que esta ya no existía, pero en su conciencia había pecado, pecado brutalmente, con conocimiento de causa, y no por ello tranquilizó su inquietud. Solo consiguió manchar su moral y su conciencia, porque se arrepintió al día siguiente para pecar de nuevo, como si el pecado fuera un desquite a tanta pasividad vivida durante años interminables. Y nunca halló, porque esta era la conclusión, una mujer como Fefa. Ni tan bella, ni tan pura, ni tan niña, ni tan mujer a la vez.
—Come, Loren.
—¡Oh, sí! Perdona.
—¿Sabes que te encuentro distinto?
—Soy..., soy el mismo.
—¿Qué hiciste por el mundo?
—Hacer... ¿Hacer?
—Sí, sí, hacer.
—Conocí museos..., obras de arte. Fui a teatros...
—¿No has encontrado algo que llenara un rincón de tu vida?
—No.
La tenía ante él, apoyada de codos en la mesa, con la barbilla descansando en las palmas abiertas.
—¿Nada, nada?
Lo miraba maliciosa.
—Nada, Fefa. Te lo aseguro.
Comió en silencio. Ella se echó a reír.
—Loren —dijo de pronto—, traes ojos de pecador.
—¡Fefa!
—Bueno, no me tomes a mal lo que te digo. ¿No has vivido ninguna aventura?
—¡Niña!
—¿Por qué no puedes decírmelo?
—Fefa, eres una niña mal pensada. No —mintió—, no he buscado la aventura. No la encontré.
De pronto, Fefa dijo algo que sobresaltó a Lorenzo, hasta el punto que quedó con el tenedor en alto:
—¿Sabes una cosa? Es muy gracioso. Mi familia quiere que te deje solo.
—¡Oh!
De modo que ya se lo habían dicho, aprovechando su ausencia. Los creyó más discretos.
—No me lo han dicho con claridad, ¿sabes? —rio Fefa, totalmente despreocupada—. Pero yo lo adivino en los silencios de papá, en sus titubeos, en las miradas furibundas de Gerardo, en la simplicidad de los gemelos, y hasta en las insinuaciones de mi cuñada y mi hermana.
—Y...
—¿Y qué?
Se puso en pie.
—¿Qué has decidido?
—Mira, Lorenzo; yo no te dejo solo, aunque me maten. ¿Está claro? Se lo he dicho así a Gerardo, que es, en verdad, el más empeñado en que vuelva a casa. ¿Qué voy a hacer yo en mi casa? Papá tiene sus costumbres, costumbres que no va a cambiar por mí. Los gemelos se casarán pronto. ¿Qué papel represento yo en un hogar donde nunca viví, donde no me encontraría?
—Pero es tu hogar.
—Mi hogar es este —y de pronto, con angustia—. ¿Es que tú estás de acuerdo?
A Lorenzo empezaba a hacerle daño el consomé y el jamón y el vino y todo.
—No, Fefa. Yo no estoy de acuerdo, más que en lo que tú lo estés. Pero ¿no crees que es mejor dejar esta conversación para otro día?
—No me da más. Como no pienso variar mis costumbres.
Lorenzo dio un paso titubeante.
—¿No comes más?
—No tengo apetito. Estoy cansado, muy cansado.
—Entonces, iré a prepararte la cama. ¿Vienes, o prefieres quedarte fumando un cigarrillo?
—Me quedo.
—Hasta ahora.
Salió corriendo. Lorenzo encendió el pitillo, pero lo aplastó seguidamente entre los dedos, hasta el punto de quemarse.
Después, muy despacio, salió de la cocina y subió a su alcoba. Cuando perfiló su figura en el umbral, Fefa hacía su cama.
—Te ayudaré por este lado —dijo.
Y al contrario de Marcelina, que todo lo quería hacer sola, Fefa exclamó alegremente:
—Sí, sí, ayúdame. Tira de la sábana.
V
El lecho quedó dispuesto para Lorenzo. Fefa colocó el pijama sobre la cama abierta y las zapatillas al pie del lecho, y se echó a reír.
—Ya puedes descansar —dijo enderezándose.
—Gracias, querida Fefa.
Ella, de pie ante él, con los brazos cruzados sobre el pecho, se le quedó mirando, analítica.
—Loren —exclamó de súbito—. Pareces distinto. ¿Te ocurre algo?
—Si no tuvieras mucha prisa —titubeó—, hablaría contigo.
Fefa sonrió.
—¿Mucha prisa? Ninguna. ¿Dónde me siento?
Y dio la vuelta, buscando una butaca.
—Salgamos al saloncito, Fefa. Nos sentaremos frente a frente. Fumaremos un cigarrillo y tomaremos una copa.
—Como quieras.
La salita íntima, donde, en vida de Marcelina, esta se pasaba buena parte del día, era acogedora y confortable. Butacas pequeñitas, un sofá que tomaba todo el tabique derecho, una mesa muy baja en medio, y la alfombra cubriendo el suelo, donde se hundían los pies.
Lorenzo se dejó caer en el sofá con un suspiro, y Fefa se sentó frente a él, después de servirle una copa de licor.
—¿Tú no bebes?
—Prefiero observar cómo lo haces tú —y sin transición, con aquella su impaciencia impulsiva, añadió—: ¿Es tan grave lo que tienes que decirme?
—Se trata —titubeó— de lo que... desea tu familia.
Fefa se agitó. Echó el cuerpo un poco hacia delante y miró fijamente a Lorenzo, con aquellos, sus ojos inmensos, muy abiertos.
—¿Es que no quieres tenerme a tu lado?
Lorenzo chupó con fuerza el cigarrillo. Era un hombre tímido por naturaleza. Su aspecto vulgar, quizá sus muchos complejos, le restaban soltura. Delgado, no muy alto, nunca cruzó por la vida haciendo ruido. Al contrario, fue un hombre que pasó siempre inadvertido. Para Fefa, no. Fefa admiraba a Lorenzo, y le parecía el hombre más guapo del mundo, por lo mucho que lo quería. Pero no lo era. Solo los ojos tenían, en el fondo de las pupilas, una lucecita que siempre parecía encendida. Eso no lo había visto nadie, ni siquiera Marcelina. Fefa, sí; Fefa lo vio tan pronto empezó a ser mujer. La vida de Lorenzo no estaba en el exterior, sino dentro, muy dentro de sí.
—Hemos de hablar claramente —dijo, haciendo un esfuerzo para mantener la serenidad—. En vida de mi esposa, lo normal era que vivieras aquí, dado que nosotros te habíamos criado, y sería una crueldad por parte de tu padre el que intentara arrebatarte de nuestro lado. Pero mi mujer ha muerto —hizo una pausa. Dio dos vueltas al cigarrillo entre los dedos, y añadió al rato, sin que Fefa le interrumpiera—. Estoy solo y soy un hombre. Si en vez de morir Marcelina, hubiere muerto yo, no existiría problema.
—No veo por qué ha de existir ahora —dijo Fefa, sofocada—. Mi padre no está solo —añadió como si no entendiera—. Tiene el consuelo de los gemelos. En cambio tú..., ¿qué vas a hacer, si yo te dejo?
Lorenzo hizo un ademán de impotencia. Aplastó el cigarrillo en el cenicero a su alcance, y, seguidamente, con nerviosismo, encendió otro. Los dedos, al llevar el pitillo a la boca, le temblaban perceptiblemente.
—No se trata de mí, Fefa, sino de ti. Eres joven..., bonita... —parpadeó—, muy bonita —añadió con voz ronca—. Exageradamente bonita. No sales, no alternas, no conoces chicos... No es normal en una muchacha de tu edad.
—Soy feliz aquí —protestó—. ¿Por qué pretenden privarme de esta felicidad?
—Fefa, sé razonable... Eres feliz aquí porque no has conocido nada mejor. Pero existe algo mucho mejor, y cuando lo conozcas te llamarás estúpida por haber perdido tanto tiempo.
Fefa se puso en pie. Esbelta, preciosa, impulsiva, giró en redondo y miró a Lorenzo con desesperación.
—No te abandonaré —gritó, rotunda—. Diga lo que diga mi padre, haga lo que haga Gerardo, para salir de tu casa tendrán que venir a buscarme, y no creo que se atrevan.
Lorenzo se mordió los labios con fiereza.
—Escucha, Fefa. Ten presente que lo hacen por ti. La gente aún no se fijó. Yo estuve ausente.
—¿Por qué no me llevaste contigo? —gritó, excitada—. Porque te lo indicó Gerardo, ¿verdad?
—Yo...
—Fue él, ¿no? Tú pensaste llevarme contigo —añadió, apuntándolo con el dedo—. Y de pronto cambiaste de modo de pensar.
—Observo que estás muy excitada. ¿Por qué no dejamos esto para mañana? Hablaremos más claro los dos. Más seguros de nosotros mismos.
—Por muchos argumentos que uses —dijo ella reconcentradamente— nadie logrará apartarme de aquí, a menos que tú me tomes de la mano y me eches fuera.
—¡Cómo voy a echarte yo, Fefa, si cuando salgas de esta casa me moriré de pena!
Ella lo miró, fija y quietamente.
—¿Por qué, entonces, te empeñas en hacerles caso a mi padre y mis hermanos?
—Tu padre nunca me dijo nada. Fue Gerardo... Jamás se me hubiese ocurrido pensar que a mi lado podías..., podías...
—Dilo, Lorenzo.
—Perder en tu honor de mujer —dijo roncamente—. Gerardo lo considera así. Tal vez yo nunca pensé en ello. Ahora me doy cuenta de que posiblemente tenga razón.
—Mañana, cuando los dos estemos menos excitados, terminaremos esta conversación, Loren. ¿No te parece?
La tenía junto a él, bonita y suave. Tan suave y bonita... que Lorenzo apartó los ojos y pensó en todos los pecados que había cometido durante aquellos nueve meses, y que no le produjeron tranquilidad espiritual ni material alguna.
—Buenas noches, Loren.
Hasta su voz era diferente. Una voz que sonaba suavemente, y obligaba a pensar en cosas pecadoras...
—Hasta..., hasta mañana, Fefa.
Ella se empinó sobre la punta de los pies, y lo besó en la mejilla. Lorenzo entrecerró los ojos. Aquel perfume de mujer, aquella suavidad de su boca, aquel contacto de sus manos...
Giró en redondo.
—Adiós, hasta mañana —dijo rápidamente. Y se perdió en su alcoba.
* * *
Pensó mucho durante toda la noche. No era fácil contener los batalladores pensamientos de Fefa. Se levantó muy de mañana, se vistió y salió del palacete. El auto de Lorenzo un «Mercedes» último modelo, se hallaba aparcado ante la casa, con las llaves de contacto aún puestas. Fefa subió a él sin ningún titubeo, y lo condujo a través del parque, y luego por las anchas calles de la pequeña ciudad.
Lo detuvo ante la notaría. En el segundo piso de la casa se encontraría ya Gerardo, revisando los archivos. Su padre siempre decía que Gerardo nunca ganaría unas oposiciones a notaría, ni sabría llevar un bufete. Pero sí sabía inmiscuirse en las vidas de los demás, cuando nadie le pedía parecer alguno.
Subió corriendo y encontró a su padre abriendo la puerta.
—Fefa —exclamó, asombrado—. ¿Qué haces aquí a estas horas?
—Vengo a hablar contigo y con Gerardo —dijo, al tiempo de besarlo en la mejilla.
—¿No es mucho madrugar?
—Nunca se me pegaron las sábanas.
Lo decía con ironía. Don Salvador abrió de par en par la puerta y le cedió el paso.
—Gerardo ya estará en el despacho, aunque no es muy madrugador.
No estaba, pero llegó en aquel mismo instante.
—¿Ha vuelto Lorenzo? —preguntó, ceñudo, a su hermana—. He visto su coche aparcado abajo.
—Ha venido. El auto lo he traído yo.
—Toma asiento, Fefa —pidió don Salvador—. Y tú también, Gerardo. Por lo visto, Fefa ha venido a decirnos algo.
—Sí —replicó sin sentarse—. He venido a deciros que no permitiré que Gerardo se inmiscuya en mi vida privada. He venido a deciros que nunca dejaré la casa de Lorenzo. Lo siento por ti, papá. Pero creo que si has vivido sin mí tantos años, no creo que ahora me necesites perentoriamente.
—No se trata de eso, Fefa —gritó Gerardo—. La gente no está dispuesta a callar. Y tú estás viviendo con un hombre, que, si bien puede ser tu padre, no lo es. Dentro de muy poco, la gente dirá que es tu amante.
—No estoy dispuesta a consentir —gritó Fefa, excitadísima— que me faltes al respeto de ese modo. No todos son de tu calaña, Gerardo.
—Calma, calma —pidió don Salvador, maldiciendo in mente el temperamento impulsivo de su hija menor y la mala intención de su primogénito—. Mucha calma. Estas cosas no se tratan así, a lo loco.
Fefa se volvió hacia él con fiereza.
—Nunca —exclamó, rotunda— dejaré a Lorenzo solo. Se lo he prometido así a Marcelina, y prefiero que el mundo me escupa a la cara, que abandonarle. Tengo mi conciencia tranquila. Lo demás no me importa.
—No se trata de tu conciencia, hija mía. De esa también respondo yo, y de la de Lorenzo. Pero el mundo...
—El mundo dirá —atajó Gerardo, descompuesto— que te has enamorado de él. Si es así, cásate de una maldita vez, y no tendrás que salir de casa de Lorenzo.
Fefa quedó como alelada. Claro que ella no estaba enamorada de Lorenzo. Sería absurdo. Pero... ¿casarse con él para evitar habladurías? Era una idea muy sugerente... ¿Por qué no?
Se calmó como por encanto.
—Adiós, papá.
Este, que se había sentado tras la enorme mesa de despacho, se puso en pie precipitadamente.
—¿Te vas sin solucionar esto?
—Ya lo solucionaré yo.
—Pero...
—Adiós, papá. En cuanto a ti, Gerardo —añadió, volviéndose hacia él—, mejor será que dejes de ocuparte de lo que no te concierne. No te considero lo bastante inteligente para dilucidar acertadamente un asunto de tal índole. Y tampoco te considero generoso y noble para admitir que todo lo haces por mí. Es por ti, por tu buen nombre, por el qué dirán... No hay nada más estúpido que vivir para el mundo, olvidándose de uno mismo.
—Fefa —llamó el padre.
La joven se volvió desde la puerta.
—No pienso dejar la casa donde me crie y fui tan feliz. Adiós, papá.
—Pero...
—Adiós...
Cerró y bajó corriendo las escaleras.
* * *
Lorenzo la vio llegar y descender del auto. Arqueó una ceja. ¿Adónde había ido Fefa tan de mañana?
En mangas de camisa, recién bañado, el agua aún resbalaba por la frente, como si, al secarse, hubiere tenido prisa por dejar la alcoba.
Fefa llegó ante él, y con la mayor naturalidad lo besó en ambas mejillas. Lorenzo sintió aquel perfume tan personal, sus ojos de cielo, sus manos finas y aladas..., su persona, que era, en su totalidad, como un regalo o una irrealidad.
—He ido a dar un paseo —mintió—. Tenía que pensar libremente en lo que me dijiste ayer.
—¿Y qué has pensado?
—Mucho —dijo, evasiva, hurtándole el brillo de su mirada. Y sin transición añadió—. ¿Nos desayunamos?
Se colgó de su brazo con naturalidad, y ambos entraron en el salón comedor, donde una doncella disponía el desayuno. Lorenzo la miraba a hurtadillas. Vestía la joven un modelo de mañana, de fina lana, modelando su figura de modo insinuante. Sus formas, bien marcadas bajo la tela, poniendo de manifiesto, una vez más, su acentuada femineidad. Esbelta, con unas piernas perfectas y una cabeza arrogante, Fefa Leina tenía ese don especial con que son dotadas muy pocas mujeres. El don de la seguridad, de la femineidad y de la belleza.
Lorenzo apartó los ojos, como si temiera ofenderla, y se sentó a la mesa, no antes de retirar la silla para que Fefa tomara asiento.
—He pensado —dijo ella, de súbito— en todo lo que hablamos ayer.
—¡Ah!
—¿No me preguntas qué he decidido?
—Temo que... —desvió los ojos de ella—, temo que...
—Ya sé lo que temes, Loren. Yo no lo temo, porque estoy dispuesta a todo, menos a dejarte solo. Se lo he prometido a Marcelina, ¿sabes?
Lorenzo apretó los labios. Sordamente, reconcentradamente, dijo:
—No quiero las cosas forzadas. Marcelina era demasiado buena, pero no puede obligarte a cumplir algo que va contra la razón humana.
—¿Es humano que yo te deje?
—Es inhumano que pierdas tu juventud por mí.
—A veces, Lorenzo —dijo ella de modo extraño—, pienso que soy una vieja.
Él la miró, alarmado.
—¿Y crees que eso es razonable?
—¿Acaso es razonable todo lo que pensamos?
—No siempre, pero existen puntos... especiales, como este, que se pasan de la raya. Tú eres joven...
—Y bonita, ya me lo dijiste ayer —agitó la mano en el aire—. No quiero oír hablar de eso. ¿De qué me sirven la juventud y la belleza, si aún no he conseguido la felicidad?
—Nunca hiciste nada por hallarla, Fefa. Te has recluido. Un hombre te pretende.
—Vaya —rio, aturdida—. También sabes eso.
—En una ciudad tan pequeña, se sabe hasta la hora en que se acuesta el vecino más alejado. Ese hombre te merece.
—¿Sergio Palomares? Loren —añadió, impulsiva—, no le amo. No amo a nadie. A ti te quiero, y por nada ni por nadie te dejaré. Es algo que va dentro de mí como un mandato. ¿Me comprendes?
—No.
—Sí me comprendes —se inclinó sobre la mesa y lo miró con fijeza—. Dime, Lorenzo... Si yo te dejara solo en esta casa, ¿volverás a casarte?
Él se agitó.
—No —dijo, fuerte—. No. Cometería... el mismo error.
—¿El mismo error? —se asombró ella.
Lorenzo desvió los ojos. Enrojeció, a su pesar. Sí, el mismo error. Él vivió en un error junto a Marcelina. Un hombre no es feliz, solo por tener las zapatillas en su sitio, el periódico en la mesa, el café y el licor junto a sí. Un hombre como él, necesitaba algo más. No hubo vida emocional en su unión con Marcelina. Se diría que el día que se casó aprendió una lección amatoria y la repitió durante todos los años de su matrimonio, siempre igual, sin desviarse un centímetro. No, no era esa la felicidad conyugal. Pero ¿cómo decírselo a Fefa? ¿Qué podía saber ella, pobre criatura inexperta, de las ocultas emociones de un amor verdadero y pasional? Un hombre, cuando se casa, no necesita una madre, puesto que al casarse prescindió de ella. Necesita, y se casa buscando eso, una amiga, una compañera, una colaboradora, una amante... De todo debe tener la mujer que desea ser feliz y pretende hacer feliz a su compañero. Desgraciadamente, Marcelina era una mujer noble y honesta, pero desconocía la forma de hacer auténticamente feliz a su esposo. No basta ofrecerle una taza de café a una hora determinada. La mujer debe saber dar un beso de modo especial que el hombre no olvide jamás. Marcelina... solo sabía dar una taza de té.
—Loren... —dijo ella, interrumpiendo sus pensamientos—. Has dicho un error...
—Olvídalo. Has pensado algo. Dímelo.
Fefa sacudió la cabeza. ¡Un error! ¿Cuándo cometió Loren el error? ¿Al casarse con Marcelina, al recogerla a ella, o al volver de viaje? Sacudió de nuevo la cabeza, como si pretendiera alejar pensamientos complicados, y, cruzando los brazos sobre la mesa, dijo con aquel su impulso irreprimible:
—Solo hay un medio de que las cosas en esta casa continúen igual. Casándonos, Loren.
* * *
Lorenzo fue poniéndose en pie poco a poco, mirándola fija e inquisitivamente. Fefa, muy serena, se echó a reír, como si lo que acababa de decir fuera lo más natural del mundo.
—Loren —exclamó—. Pareces alelado.
—Has dicho...
—Sí, pero aún no terminé. Tú dices que no piensas casarte. Yo tampoco pienso hacerlo.
Lorenzo, irritado sin saber por qué, descargó un puñetazo sobre la mesa y exclamó sordamente:
—Qué sabes tú lo que harás, si aún no has nacido.
—He nacido —protestó Fefa, alterada—, y sé lo que quiero y lo que necesito. Si me llevan de tu lado, se me acabará la vida. Hay un medio para que nadie pueda inmiscuirse. Tú no tienes intención de rehacer tu vida íntima. Por mi parte no quiero dejarte. No he amado nunca, ni creo que sea capaz de hacerlo.
—Estás loca, Fefa. Te olvidas de que yo soy un hombre, y por mucho que te haya visto crecer a mi lado, por mucho que te admire como pupila, puede llegar un día que desee conocerte como mujer. Y tendré la ventaja de que eres mi esposa.
A su pesar, Fefa se ruborizó, cosa que nunca le ocurría. Nerviosa, apretó los puños con fuerza, como si pretendiera hallar en ellos una respuesta adecuada. No la halló, pero las frases salieron rápidas de entre sus labios crispados.
—Nunca llegarás a ese punto, Lorenzo. Serás feliz teniéndome a tu lado, y yo seré dichosa sabiendo que nadie podrá apartarme de ti.
—Un día amarás a un hombre, y entonces sabrás que no hay fuerza humana que pueda retenerte, pero si estás casada... Si lo estás, Fefa, y conmigo, además..., ¿qué podrás hacer? Aunque yo me parta el alma, aunque me desgarre el corazón, aunque me oculte como un ladrón indecente, tú no podrás ser feliz, con otro hombre, salvo si yo me muero. Y la muerte, Fefa, no es cosa de los hombres, es cosa de Dios, y Este casi nunca la concede cuando uno quiere.
—Eres demasiado extremista.
—Tengo más edad que tú, y sé lo que son la vida y las pasiones humanas. Tú aún no sabes nada de eso.
—¿Quieres decir que no te casarás conmigo?
—Fefa, no me tientes... —se agitó cual si lo sacudiera un vendaval—. No me tientes, por amor de Dios.
—¿Qué dices? ¿Por qué llamas tentación a algo tan simple?
Para ella lo era. Para él, no. Lorenzo bien lo sabía. Tal vez la amara ya en vida de su mujer, porque aquello que había en su corazón desde mucho tiempo antes, no era ternura de padre. Él bien lo ocultó y lo doblegó, pero hay cosas en la vida que un hombre, por muy sereno que sea, o por mucho que pretenda serlo, saltan como una llama en un momento dado. Él sintió por Fefa una admiración indescriptible, primero. Luego, una ternura extraña, y cuando murió su mujer y alguien pretendió arrebatársela, creyó que le arrancaban de cuajo las entrañas. ¿Qué era aquello? ¿Amor de padre? ¿No arrebatan los hijos a los padres, sin que estos se inmutaran? ¿No es ley de vida? Para él no había ley. No admitía ley. Solo admitía dolor lacerante que era la muerte misma.
—Loren —dijo ella serenamente—. Te juro que yo no me enamoraré jamás.
La miró con lástima. No la sentía hacia ella, sino hacia sí mismo.
«Iré a hablar con Salvador. Le diré... que se la lleve. Que la oculte en el rincón más abstruso del mundo y me permita a mí olvidarla, si es que puedo...».
—Lorenzo, ¿qué piensas?
—Hay..., hay que tomarlo con calma —dijo él quedamente, desviando los ojos—. Hay que reflexionar mucho.
—¿Es que no te importa perderme?
—Fefa..., no me digas eso.
—Entonces, no te comprendo.
—Mi vida no importa —gritó él, excitado—. No importa nada. No vale nada. Pero la tuya, Fefa... Tu preciosa vida de mujer. ¿Crees que tú misma no me reprocharías un día, cuando conocieras a un hombre que te llegara al fondo del alma, que te encienda y te posea, el que me haya apoderado de ti en un momento en que no sabes lo que dices?
—Nunca querré tener más amigos que tú.
Él se alteró.
—Pero es que un hombre no puede vivir solo de amistad. Es que una mujer no puede tampoco vivir así.
—Loren —se entristeció ella—, no acabas de comprenderme.
—Sí te comprendo, Fefa —susurró él, desalentado—. Te comprendo demasiado. Propones un matrimonio blanco... Es difícil entre un hombre y una mujer, sanos y honrados, mantener una promesa así. Un día... tal vez un día, Fefa, sentiré la loca necesidad de besarte...
Ella se echó a reír. No sabía nada de la vida, ni de los hombres, ni de las pasiones, ni de los deseos de estos.
—Ya me besas —murmuró, divertida—. ¿No me besas todos los días?
Lorenzo apretó los puños en las profundidades del bolsillo del pantalón.
—No se trata de esos besos. Hay otros que roban la vida y encienden la sangre.
—Loren...
—Otros besos, Fefa, en la boca, que son como llamas y que hacen a uno olvidarse de todo, de la honradez, de la honestidad, de la nobleza y hasta de las promesas.
—¡Oh!
—Por eso... —dio la vuelta. Su ancha espalda quedó bajo los ojos abiertos de Fefa—: Por eso... no puedo aceptar el tentador ofrecimiento que me haces.
Ella dio un paso al frente. Sabía cosas de la vida, aunque Lorenzo creyera lo contrario. No las había practicado jamás, pero conocía un poco esa teoría amatoria de todos los hombres y todas las mujeres.
—Tú y yo —dijo con la mayor sencillez, creyendo ser sincera— nunca sentiremos esas tentaciones. Y seré feliz pudiendo continuar a tu lado, y tú, Loren, lo serás también. Estoy segura de que nunca encenderé a ti una loca pasión.
Él se volvió muy despacio. La miró, apiadado.
—He de hablar con tu padre —dijo tan solo.
—Le dirás —reprochó ella— que te lo pedí yo...
—Le diré —apuntó Lorenzo como si lo apalearan— que ninguno de los dos puede prescindir del otro. Que hemos decidido vivir juntos y que... vamos a casarnos. Añadiré que..., que... como nuestro matrimonio será totalmente en blanco —su voz se quebró. Fefa no pudo comprender aquel dolor del hombre—, si un día te enamoras, te daré la libertad. Será fácil, Fefa, anular un matrimonio que no se consumó.
—Sí, Loren, eso me parece muy bien. Pero desde ahora te digo... que no me enamoraré jamás.
—¡Tú qué sabes! ¡Qué sabes tú, ingenua criatura, de los misterios que encierra un corazón humano! De las pasiones y los deseos que agitan el cerebro de los hombres.
VI
De repente, Lorenzo pensó otra cosa. Ya subía al auto cuando giró sobre sí mismo y se dirigió a la terraza donde continuaba aún Fefa de pie, con la mano alzada diciéndole adiós.
—Fefa...
Ella bajó corriendo las escaleras, y llegó a pocos pasos del auto.
—¿Qué te pasa?
—No le diré a tu padre que ambos nos necesitamos y que, un día, cuando tú te enamores, si es que lo haces, pediremos la anulación.
—Como quieras.
—Le diré que nos amamos.
—¡Oh!
—Tus hermanos no son discretos —añadió con acento cansado.
—Loren —se agitó ella—. ¿Es que no quieres casarte? ¿Es que no quieres retenerme a tu lado?
Lorenzo estuvo a punto de replicar que si ella lo dejaba se moriría de dolor. No lo dijo. Tan solo, con súbita energía, asió su mano y se la oprimió fuertemente.
—Loren, estás temblando.
—Perdona. No sé lo que me pasa. Te decía... que tus hermanos no son discretos, y pregonarán a los cuatro vientos la razón por la cual nos casamos. Creo que nadie debe conocer la situación verdadera de nuestra intimidad. Prefiero que me envidien a que me compadezcan.
—No..., no te comprendo.
—Si tus hermanos saben la situación, si conocen los detalles... estoy seguro de que seré como un muñeco en la boca de las gentes. Prefiero que me consideren un desagradecido hacia mi mujer.
—Ella, si pudiera preverlo, se hubiera sentido muy feliz.
—Sí —admitió sin convicción—. Sí...
—Ve y dile a papá lo que más te convenga. No olvides nunca que yo diré... lo que tú digas. Solo tienes que advertirme cuando vuelvas.
—Gracias, Fefa.
—Pero alegra esa cara, Loren. Parece que te llevan al cadalso.
Y lo llevaban al cadalso. Casarse con Fefa para no sentirla suya, era tanto como morirse de repente y sin pasiones. Era como enterrarse en vida. ¡Qué sabía ella de lo que él sentía, de lo que aún podía sentir, de lo que había sentido ya en vida de su mujer, y ocultó en el fondo de su ser como un maldito pecado! ¡Qué podía saber ella, criatura pura e inocente!
Subió al auto y lo puso en marcha. Fefa quedaba allí, en la terraza, mirando ante sí sin ver nada.
¿Se sentía feliz? Sí, sí, se sentía feliz, aunque el mundo creyese lo contrario. Ella amaba a Lorenzo como si fuese su padre. Prescindir de él... Pero ¿no prescindían los hijos de los padres cuando llegaba la hora de amar, a un hombre que se convertía en marido? ¿Por qué, pues, ella sentía aquella angustia cuando pensaba en dejar a Lorenzo?
«Marcelina. Sí, tal vez ella. Nunca podré olvidar sus palabras. No abandones jamás a Lorenzo. Nunca le dejes solo. Te necesita...».
«Soy joven —siguió pensando—, y bonita, como dice Lorenzo. Y, sin embargo, no siento deseos de conocer a otro hombre, de ser feliz junto a otro hombre. Mi vida se traza aquí, entre estas paredes, oyendo a Loren, viéndole reír, escuchando el bronco acento de su voz. Tal vez es mi gran agradecimiento. Nunca sentí la falta de papá, ni la de mamá, ni la de mis hermanos. Ellos llenaron todos los huecos de mi vida».
Suspiró. Dio unas vueltas sobre sí misma, y se adentró en la casa.
Los criados iban de un lado a otro, indiferentes al drama que tenía lugar en torno a ellos.
«Unos locos besos que roban a vida...». Se echó a reír a su pesar. ¿Qué case de besos eran aquellos? Ella había leído libros, sabía que existían unos besos diferentes, pero no los consideraba tan..., tan... No encontró palabra apropiada para definirlos, y, alzándose de hombros, decidió olvidar las exaltadas palabras de Lorenzo.
¿Besaría Lorenzo a Marcelina con aquella locura que robaba la vida? Sonrió, divertida. Claro que no. Entre Lorenzo y Marcelina había algo suave, muy tierno, pero sin emoción.
«Soy estúpida. Si miles de veces he dicho que el día que me casara amaría con locura, ¿por qué me encierro ahora en una promesa sin amor?».
Porque Lorenzo era su vida espiritual, y no podía permitir que un hombre que tanto hizo por ella, se viera solo. Si sus hermanos no se hubieran inmiscuido en su vida privada, jamás..., jamás se le ocurriría casarse con Lorenzo. Pero sabía que, pese a su personalidad inabordable en tales casos, un día u otro, Gerardo se saldría con la suya, porque usaba la razón y la verdad. Una mujer joven y bonita no puede vivir sola con un hombre joven y viudo, por mucho que lo quiera.
Esa era la razón por la cual ella se casaba con Lorenzo.
Se encerró en su alcoba y esperó el regreso del hombre. Contó nerviosamente las borlas de la colcha, los pajaritos del empapelado. Después encendió un cigarrillo y quedó ensimismada, contemplando, absorta, las volutas que se perdían en el aire, alejándose difusas por la ventana abierta. Sintió frío, se puso en pie y cerró la ventana.
«No soy nerviosa, pensó molesta. No lo soy, y hoy me siento como si todo saltara dentro de mí».
* * *
Don Salvador escuchó sin parpadear. Gerardo, al otro lado del despacho, escuchaba a su vez, conteniendo a duras penas la rabia. De pronto no pudo contenerse, se puso en pie, atravesó su despacho y empujó la puerta de comunicación, justamente cuando Lorenzo decía:
—Hemos descubierto que nos necesitamos uno al otro. Vamos a casarnos, Salvador, si es que tú no tienes inconveniente.
Gerardo se plantó delante de Loren.
—Estoy seguro de que, aunque no esté de acuerdo, te tomarás buena prisa en apoderarte del tesoro.
—Gerardo —recriminó don Salvador—, toma asiento y cállate.
—Es mi hermana —gritó Gerardo—, y este hombre... es un aprovechado.
Lorenzo se sintió muy pequeño, muy poca cosa ante aquel padre y aquel hermano que defendían, muy lógicamente, la felicidad de Fefa. ¿Qué podía decir él en su propia defensa? ¿Acaso le hubiesen comprendido aquellos hombres, aunque les dijera lo que sentía?
—No soy un aprovechado, Gerardo. Soy un hombre como tú... Amo a Fefa.
—Al año de fallecer tu mujer. Si aún no has celebrado el aniversario de su muerte.
—Cállate, Gerardo. Te lo ordeno —gritó, amenazador, don Salvador—. Este asunto hemos de ventilarlo Lorenzo y yo.
—Tú, por agradecimiento, lo toleras todo. Y él, Lorenzo, se aprovecha de las circunstancias. ¿Es que no te has mirado a ti mismo? Ya eres viejo, y Fefa está empezando a vivir. Es una crueldad por tu parte el apoderarte de algo que solo te pertenece espiritualmente.
—Un hombre tiene derecho a amar y ser amado, aunque tenga treinta y cinco años.
—Has amado ya. Tu mujer aún está caliente.
—Gerardo —reprochó Lorenzo, poniéndose en pie—. Te estimo mucho, pero no permitiré que te inmiscuyas en mi vida. En efecto, solo hablaré de esto con tu padre. Si es que él quiere escucharme.
—Sal, Gerardo. Cuando tú te casaste —recalcó— no me pediste parecer. Paula es digna de la familia, pero sería igual que no lo fuera. Nunca solicitaste un consejo. Fefa es muy dueña de hacer lo que quiera con respecto a su vida privada. No pienso oponerme —añadió, rotundo—. El amor no tiene edad. Muchos, jóvenes ambos, han sido muy desgraciados, y muchos, con distintas edades, han sido estremecedoramente felices.
—Gracias, Salvador.
—No tienes por qué dármelas.
—Papá...
—Vete, Gerardo, y ocúpate de tus asuntos. Si son desgraciados, estoy seguro de que no te llamarán a ti para que soluciones su problema. Si son felices, como tú, no querrán compartir su dicha con los demás. Es una nueva sociedad conyugal que se forma —prosiguió, severo—. Salga bien o mal... tú no vas a pagar los desperfectos. El matrimonio es como una lotería. Todos jugamos, pero unas veces toca y otras no. Cuando se juega, nadie conoce el resultado, pero todos tenemos las mismas esperanzas, Gerardo.
—Fefa es escandalosamente joven, papá. Nunca estuvo enamorada.
—Lo está ahora de Lorenzo.
—Puede que sea espejismo, papá. Y cuando se rompa el espejo...
—Yo recogeré los trozos —dijo Lorenzo sin alterarse— y los uniré de tal modo, que nadie podrá ver las añadiduras.
—Eso es una filosofía bastante vulgar.
—Te he dicho que salgas, Gerardo.
Este obedeció. Parecía presa de súbito furor.
Hubo un silencio en el despacho del notario. Lorenzo, quedamente, dijo:
—Si estás dispuesto a apadrinar nuestra boda...
—Lo estoy.
—¿No deseas hablarle a tu hija sobre este asunto?
—No. Me fío de ti. Sé que harás lo posible, y hasta lo imposible, por lograr su felicidad.
—Sí. De eso dependerá toda mi vida —dijo como una sentencia.
Lorenzo se puso en pie y apretó la mano que don Salvador le tendía.
—Eres digno de ser amado, Lorenzo. Pero ten presente que Fefa es muy joven, que desconoce totalmente la vida y sus problemas.
—Lo sé.
—Si lo sabes y la amas, el triunfo será vuestro. Ojalá yo hubiera hecho lo que tú. Hoy no me encontraría tan solo.
* * *
Lo esperaba en el salón de la planta baja. Ella fumaba de vez en cuando, pero durante la hora que Lorenzo estuvo ausente, fumó más cigarrillos que en un día entero. Al ver aparecer el auto, aplastó el pitillo en el cenicero de bronce y salió a la terraza.
Loren descendió del coche sin prisas, miró hacia lo alto y sonrió tibiamente. Era alentadora aquella media sonrisa que lucía. Ella, en vida de Marcelina, apenas si lo vio reír. Era siempre grave y cariñoso, pero sin alegría. Ahora, sin dejar su gravedad, había algo en la media sonrisa del hombre, más humano. Se diría que, en contra de lo que ocurría antes, que parecía forzar la sonrisa, ahora esta se doblegaba, como si pretendiera salir al exterior y Lorenzo la contuviera.
—¿Qué..., qué dijo papá?
La asió del brazo y, juntos, entraron en la casa.
Se lo refirió todo en pocas palabras.
—Gerardo siempre fue un estúpido.
—Temo que diga la verdad.
Le miró, inquisidora.
—¿Es que no quieres...?
—No se trata de eso. Ellos creen que nos amamos...
—Olvídate de ese detalle. Lo esencial —dijo como si aquello la obsesionara— es que nadie podrá separarnos.
Lorenzo no respondió. Dado la clase de sus sentimientos, aquel amor fraternal, tan arraigado, le producía dolor.
Fefa se inclinó hacia él. Como era más baja de estatura, hubo de meter la cabeza bajo la de él para mirarle a los ojos.
—¿Qué haces? —preguntó él nervioso.
La joven se echó a reír. Su risa era grata, muy queda. Una risa juguetona e invitadora. Lorenzo, apretando los puños en las profundidades de los bolsillos del pantalón, pensó que sería horrible vivir junto a ella, sentirla tan cerca y tener que conformarse con mirarla tan solo.
—Loren... —susurró—, no pareces satisfecho.
—Lo..., lo estoy.
—¿Titubeas?
—¿Por qué eres tan preguntona, Fefa? —susurró a su vez, apartando de ella los ojos.
—Quisiera ahondar en ti.
—No es preciso. Soy claro..., muy claro, querida.
—¿Cuándo nos casamos? —preguntó ella, de pronto.
—Una vez se haya celebrado el aniversario de la muerte de... Marcelina.
—¡Oh! Aún faltan veinte días.
—Durante ellos irás a vivir con tu padre.
—¡No! —gritó, rotunda—. No.
—Fefa.
—Te digo que no. Echame de tu casa, si puedes. Soportaré todas las murmuraciones de las gentes y las impertinencias de mis hermanos y cuñados, pero irme de aquí, dejarte solo, jamás —se había exaltado. Él la miraba, boquiabierto—. ¿Me entiendes, Lorenzo? ¡No me iré...!
—Fefa...
—No, no quiero oírte al respecto. Me caso contigo por no salir de esta casa, y prefiero hacerlo cuanto antes. El requisito del aniversario lo considero una tontería. Marcelina no lo hubiese aprobado.
—No sabemos lo que Marcelina aprobaría, Fefa —dijo él, mansamente—. Está muerta.
—Yo sé lo que pensaba. Sé que no deseaba que yo te dejara solo.
—En calidad de pupila, Fefa —dijo enérgicamente—. En calidad de esposa, dudo que estuviera de acuerdo.
—Nuestro matrimonio —repuso, sin comprender lo mucho que le hería— es un simulacro. En apariencia puede parecer lo que tú y yo queramos y el mundo admita, pero en la intimidad seremos... lo que somos ahora, ¿no es así?
Él asintió con un breve movimiento de cabeza.
—Pues entonces no veo la razón por la cual hemos de esperar.
Lorenzo no respondió. Pasaron ambos al comedor y no tocaron más aquel punto. A la tarde, cuando Lorenzo salió para dirigirse al club, Doly y Paula se personaron en la casa, como si estuvieran apostadas en la verja, esperando que se marchara Lorenzo.
Al verlas llegar, Fefa no se inmutó. Estaba preparada.
—Ya sabemos la noticia —dijo, suspicaz, su hermana—. ¿Es posible?
—Lo es. ¿Tienes alguna objeción que oponer?
—Muchas y muy variadas —apuntó Paula, mordaz—. No pensarás que el matrimonio es un pasatiempo.
—Sé muy bien lo que significa el matrimonio y las obligaciones que encierra.
—No me dirás que una muchacha como tú, tan..., tan joven, bonita y personal ama a un hombre acabado como Lorenzo.
—¿Habéis venido a reprocharme o a advertirme?
—Solo a decirte algunas cosas, a las que nos obliga el matrimonio. Como mujeres casadas...
—Basta, Doly. ¿Fui yo a inmiscuirme en tu vida cuando elegiste a Perico Sandoval?
—No te lo hubiese permitido —cortó Doly, furiosa.
—De acuerdo. Yo hago lo mismo. Me caso con Lorenzo dentro de unos días. Muy pocos días. Me iré de viaje con él, y no habrá nadie que pueda impedirlo.
—Y todo por amor —ironizó Paula.
Fefa no se inmutó. Se diría que, en efecto, sin ella saberlo, era todo por amor.
—Sí —afirmó con la boca y la cabeza—. Todo, absolutamente todo, por amor.
Ambas quedaron cortadas, sin saber qué decir. Silenciosamente se pusieron en pie, y Fefa las acompañó a la puerta, hablando del tiempo frío que hacía, de las flores que se secaban con el rocío y de lo bonito que era el verano.
* * *
Fefa no se movió de la casa de Lorenzo, pese a los días que siguieron, hasta celebrarse el aniversario de la muerte de Marcelina. Su padre estuvo a verla, y le pidió que le acompañara a casa, mientras la boda no se celebrara, con el fin de evitar las habladurías de la gente. Ella se negó en redondo. Apenas si buscó pretextos. Su vida estaba trazada y nadie sería capaz de disuadirla.
En la ciudad se empezaba a comentar. Lorenzo lo supo, pero Fefa lo ignoró siempre. El hombre soportó las ironías y las miradas suspicaces. Soportó, asimismo, encontrarse con Gerardo y que este le volviese la cara. Soportó pacientemente que los gemelos no le dirigieran la palabra, y las miradas burlonas de los amigos.
Fefa, como siempre, apenas si salía de casa. Aquel día, la víspera de su boda, don Salvador visitó a su hija a una hora en que Lorenzo no se hallaba en casa.
—Siéntate, papá —invitó ella serenamente, tras besar a su padre en ambas mejillas—. Ya sé que quieres decirme algo.
—Te veo tan segura de ti misma, hijita, que me da miedo. Me lo das tú. ¿No has pensado en que Lorenzo puede ser un hombre distinto cuando sea tu marido?
—Sí.
—Lo has pensado... —se asombró.
No lo había pensado, pero como su boda era un parapeto para evitar la soledad de Lorenzo, no consideraba necesario que este cambiara.
—Puede resultar un hombre totalmente diferente a como tú lo imaginas.
—No he imaginado a Lorenzo, papá —dijo, rotunda—. Lo he visto, lo he oído... No es una imagen, es un ser real.
—Ya.
—¿Tienes algo más que decirme al respecto? ¿Se ha reunido el consejo de familia para acordar lo que debías decirme?
—Eres maliciosa.
—Como Lorenzo es real, yo también soy real. Os conozco. Aunque no he vivido con vosotros, sé cómo reaccionáis todos.
—Se diría que estás resentida, Fefa.
—¿Resentida? No, en modo alguno.
—Nunca me has perdonado que te alejara de tus hermanos.
—No, papá —se agitó—. Eso sí que no. Lo que ocurre es que me educaron de otro modo. Ten presente que yo no puedo hablar, pensar y reaccionar como mis hermanos. Tú los modelaste a ellos, pero no a mí.
—En ciertas cosas, querida Peía, todos reaccionamos y sentimos de la misma manera.
—Mi boda con Lorenzo, por ejemplo.
—No tengo nada contra Lorenzo —se apresuró a decir el caballero—. Si he de serte sincero, en este asunto trato de evitarle un dolor a él, más que a ti. Tú eres joven, estás empezando a vivir. Lorenzo ya ha vivido lo suyo... Una decepción a estas alturas sería como enterrarlo vivo. ¿Te haces cargo? Tú eres... deliciosa, pero demasiado personal. Ahora le amas, pero ¿qué ocurrirá si un día dejaras de amarle? Tú no eres mujer que se someta a un lazo que no desea. Eres extremista y caprichosa, Fefa.
—Con respecto a Lorenzo, no.
El caballero la miró, analítico.
—Entonces, es que le amas entrañablemente. Tal vez demasiado, hijita. Puede que tu temperamento pasional no encaje con la frialdad ya un poco acabada de Lorenzo.
—Son palabras de Doly.
—Son mis pensamientos, Fefa, pensamientos que dicta mi experiencia de la vida y de los amores terrenales.
—Vive tranquilo, papá. Lorenzo y yo nos comprendemos bien. Seremos felices.
El caballero no se atrevió a insistir. No era Fefa mujer a quien se convenciera.
* * *
Contra lo que pudiera suponerse, todos los hermanos acudieron a la boda, Fefa vestía de negro; sencilla y distinguida, pronunció el sí sin una vacilación, al igual que Lorenzo. Sintió el frío del anillo en su dedo y estos se agarrotaron entre los del hombre. Hubo un parpadeo por parte de ambos, al sentir el contacto de los dedos. Se miraron de forma especial, si bien ninguno de ambos supo leer en la mirada del otro.
Salieron cogidos del brazo. Él parecía más joven. A decir verdad, Lorenzo nunca tuvo aspecto de viejo. Marcelina era ligeramente más joven que él y, últimamente, cuando salían juntos, nadie los tomaba por marido y mujer, dada la lozanía de Lorenzo y la prematura vejez de Marcelina. Por eso, en aquel instante, caminando hacia la calle, llevando del brazo a Fefa, podía considerarse un hombre mayor que ella, pero no desigual para la maravillosa juventud femenina.
A su pesar, Loren no recordó las veces que tuvo en sus rodillas la figurina retozona e impulsiva que era Fefa en aquella época. Le parecía imposible que aun siendo una boda convenida entre los dos, pudiera colgarse de su brazo en calidad de esposa.
Ya en el exterior, Fefa recibió, inmutable, los besos de sus hermanos y cuñados. Después el de su padre y, más tarde, la risa tímida del sacerdote.
Lorenzo, aturdido, fue el blanco de todas las miradas. La boda se había celebrado a las ocho de la mañana, en evitación de curiosos, si bien estos, impulsados por una malsana ansia de ver y saber, se apostaban en la puerta del templó, esperando a los novios. Hubo alguien que silbó estridentemente, y los gemelos, con impulso de locos, se fueron hacia él, pero el entrometido huyó calle abajo. Hubo risas y cuchicheos. El cortejo, compuesto por la familia Leina y el sacerdote, ya que Lorenzo carecía de parientes, se perdieron en los autos y se dirigieron al palacete. Los novios ocupaban un coche junto a don Salvador.
—Espero, hijos míos —dijo el notario con acento temblón—, que no os arrepintáis jamás.
—Por supuesto, papá.
Lorenzo no dijo nada. Iba ensimismado, como si rememorara algo, o algo le inquietara. Pensaba en Marcelina. En el día de su boda con ella. En su viaje de novios, pálido y sin emociones. Él se casó amándola. Estaba seguro de que Marcelina hubiera dado la vida por él, pero eso no era suficiente. Para él no lo era, y, no obstante, pasó su vida sin pedir más, sin exigir más, porque sabía que la mujer, aun con ser muy noble y muy bonita, nunca sería capaz de darle otra cosa. Y ahora, casado con aquella preciosidad de Fefa... se vería obligado a continuar doblegando sus ansiedades, que no eran pocas.
—¿Os iréis de viaje? —preguntó don Salvador, despertándolo.
—Creo que sí —se volvió hacia Lorenzo—. ¿No es así, Loren?
—Por supuesto.
—¿En seguida?
—Sí —afirmó Lorenzo, deseoso de huir de las miradas inquisitivas de todos—. Tú harás los honores a la familia, Salvador.
—De acuerdo.
—¿No te parece, Fefa?
—Lo que tú digas.
El auto seguía rodando. Atrás quedaban los curiosos y los comentarios. Fefa se preguntó si era feliz. Sí, lo era. Ya nadie podría separarla de Lorenzo. ¿Enamorarse ella de otro hombre? Sería absurdo.
No necesitaba amor para vivir. Ella tenía más que suficiente con la ternura de su marido.
El auto se detuvo. Los hermanos esperaban ya de pie en la terraza. Todos parecían ausentes Fefa los miró y sonrió, divertida. Al menos habían sabido callar a tiempo y admitir su boda con Lorenzo.
VII
La vida entre Lorenzo y Fefa no sufrió variación alguna. Durante aquel viaje de novios, que de novios no tuvo nada, ambos quizá se conocieron mejor, pero para los efectos fue una continuación de la vida que hacían en el palacete de Lorenzo. Este, convertido en un cicerone gentilísimo y amable, mostró a Fefa los más bonitos lugares de los países visitados. En París la llevó a museos, teatros y salas de fiesta. Ella no sabía bailar, y no pidió a Lorenzo que le enseñara. Le agradaba más ver y contemplar las evoluciones de los demás. Se mostró ávida de ver, curiosa y tal vez diferente. Eligió los más bellos vestidos en un casa de modas, compró un abrigo de visón, y con un mimo que estremecía al pobrecito Lorenzo, colgándosele del brazo le decía:
—Te salgo demasiado cara.
Él le sonreía.
—Tú nunca serás cara, Fefa. Te lo mereces todo.
Ella reía. Su risa era grata al oído. Lorenzo, en aquellos instantes, la asía del brazo, se lo oprimía íntimamente; pero Fefa, al parecer, no se enteraba de nada. No se daba cuenta de que Lorenzo la miraba constantemente, de que bebía más que oía sus palabras, de que para él la máxima felicidad era llevarla del brazo y caminar a su lado diciéndole cosas sin sentido.
También ella a ratos, pensaba que Lorenzo era diferente al hombre taciturno que vivía junto a Marcelina. A veces se le quedaba mirando y le decía:
—Ríes de otra manera.
Él se aturdía bajo aquella observación. Hacía un gesto, desviaba la mente de ella y hablaba de cualquier cosa.
Como dos inconscientes, se divertían. Una noche la llevó a un cabaret. Fefa se vistió por primera vez como una mujer auténtica, es decir, como se hubiese engalanado cualquier esposa en su lugar, apareciendo un poco madura ante los ojos de su marido. Peinó el cabello con un moño en lo alto de la cabeza. Vistió un modelo de noche descotado y sin mangas ni hombros, dejando estos al descubierto. Puso un collar de perlas en torno al cuello y, cuando daba un último vistazo al espejo, entró Lorenzo. Se la quedó mirando asombrado. Él sabía que Fefa era muy bella y muy atractiva, pero jamás imaginó que lo fuera tanto. La miró cegador y ella, a través del espejo, le sonrió picarona.
—¿Te gusto, Loren?
El viudo de Marcelina estuvo a punto de postrarse a sus pies y pedirle... pedirle un poco de amor, aunque solo fuera por caridad. Pero no podía asustarla. Para el amor, Fefa era una criatura. Él era un hombre; un hombre maduro y conocedor de la mujer.
Avanzó despacio. La contempló como absorto.
—Loren —exclamó ella, divertida, ajena a los pensamientos de su marido—. Te has quedado tonto.
Él reaccionó. Se inclinó un poco hacia adelante y susurró:
—Vamos, Fefa. Se nos hace tarde.
La joven dio dos vueltas en torno a él, despidiendo su perfume de violeta, que llegaba hasta el mismo fondo del corazón de Loren.
—¿Estoy guapa? ¿Te gusto?
Era una deliciosa inconsciente.
—Estás... muy bella.
Fueron al cabaret. Para Fefa todo era una novedad. No quiso bailar, dijo que no sabía, que haría el ridículo.
—Tendrás que enseñarme en casa —añadió después—. No quiero desentonar entre los bailarines.
Loren nunca le dijo que estaba dispuesto a enseñarle. Tenía miedo de sí mismo, del contacto de aquel cuerpo joven, que tal vez... tal vez al apretarlo entre sus brazos no tuviera voluntad para soltarlo.
Fefa era una criatura, no se daba cuenta del callado sufrimiento de él. Pero Loren no era un chiquillo, y sabía que un día u otro no podría contenerse y la apresaría entre sus brazos.
En otra ocasión fueron a una sala de fiestas. Sentados en un rincón, ante una mesa apartada, a pocos pasos de la pista, Fefa contemplaba maravillada, brillándole los ojos, a las parejas que bailaban. Loren la miraba a ella, la miraba largamente, de modo intenso. Cualquiera que los viera en aquel momento se daría cuenta de lo mucho que el hombre amaba y admiraba a la mujer... Pero Fefa, no. Ella no se percataba de nada. No se preguntaba nada. No se analizaba ni analizaba a Lorenzo. Ella había logrado casarse con él, no separarse jamás y estaba segura de que la vida junto a Lorenzo sería siempre bella. ¿Si tenía inquietudes sexuales? Ninguna. Fefa era una joven moderna, nada mojigata, pero carecía de experiencia para comprender que la vida junto a un hombre como Lorenzo no iba a ser tranquila solo por vivirla a su lado.
—¿Bailamos? —preguntó él, de pronto.
Fefa le miró y encontró sus ojos.
—Loren —exclamó, asombrada—. ¿Por qué me miras de ese modo?
—¿Cómo te miro?
—No sé —se aturdió ella—. Te brillan los ojos.
—¿Bailamos?
—¿Por qué te brillan los ojos, Loren?
—No lo sé. ¿Bailamos?
—Ya sabes que no sé dar un solo paso de baile.
—Te enseñaré.
—Prefiero que lo hagas en casa.
Él necesitaba bailar. Necesitaba sentirla junto a sí. ¿Por qué Fefa no se daba cuenta?
—Me enseñarás en casa, Loren. Cuando esta noche lleguemos al hotel... me das unas lecciones.
A solas... Sería tanto como invitarle a besarla.
Cuando llegaron al hotel, él hizo lo imposible por no recordar. Prefería no enseñarle.
Fefa se derrumbó en una butaca con un suspiro y, con su naturalidad habitual, se quitó los zapatos y movió los pies como si pretendiera hacer ejercicio.
—Me he cansado —rio—. ¿No te sientas un rato, Loren?
Él seguía en pie, mirándola. Ocupaban dos habitaciones con un saloncito de por medio, en el cual se hallaban en aquel instante. El saloncito en cuestión tenía dos puertas que daban acceso a las habitaciones paralelas.
* * *
Fefa se desperezó, recostó la cabeza en el respaldo del sillón, y sus pies, desprovistos de los zapatos y enfundados aún en las medias, se estiraron con pereza. No se daba cuenta de que cada uno de sus movimientos suponía para Loren una incitación. La joven se había casado con él para no perder al «padre querido», pero Loren no era un padre, era un hombre, y ella algún día se daría cuenta.
—Loren —susurró mimosa, con dulzón acento—. Me estás pareciendo una estatua. ¿Por qué me miras de ese modo? Siéntate a mi lado, cuéntame algo.
—Es tarde —dijo él, roncamente.
—¿Tarde? Mañana no tenemos prisa —suspiró lánguidamente. Loren apretó los labios—. ¿Cuántos días hace que nos hemos casado?
—Un mes.
—¡Oh! Un mes ya. ¿Sabes una cosa, querido? —lo miró con aquellos sus ojazos inmensos—. Me parece que fue ayer.
Alargó la mano y dijo aún, queda, mimosamente:
—Ven, cariño. Siéntate aquí, junto a mí.
Lorenzo apretó los puños en las profundidades del pantalón. Ella no se daba cuenta de que él..., de que él... no era el hombre pacífico e indiferente que vivía junto a Marcelina. Muerta ella, él sintió renacer sus anhelos. Ya no pudo doblegarlos. No quería doblegarlos. Tenía derecho a la vida compartida con una mujer apasionada y bonita como ella, como Fefa.
—Dame la mano.
Lorenzo hizo un esfuerzo. No le dio la mano, pero se sentó junto a ella en el borde del sofá.
—Estás incómoda —dijo, inclinándose sobre ella—. ¿Quieres que te quite las medias?
Fefa rio. Con una risa queda y suave. Tenía la cabeza ladeada en el respaldo del sofá, y Loren le hablaba sobre la garganta, casi rozándola con sus labios. La rozó en un instante. Fefa parpadeó. Sintió una cosa... Algo que jamás había sentido.
—No es preciso, Loren —dijo, como soñolienta—, ya me las quitaré yo.
—Estás muy perezosa.
—Sí.
—¿Te ayudo?
—No.
—Vas a dormirte —dijo otra vez sobre la garganta femenina.
Fefa se sintió muy pequeñita, protegida por Loren. Sus labios, en su garganta, eran diferentes. Sonrió, aturdida, y súbitamente se puso en pie.
—¡Oh! —se desperezó—. Qué día más agitado, ¿verdad?
Él la miraba desde el sofá. Con pena, con nostalgia, con un poco de rabia doblegada.
—Será mejor que nos vayamos a dormir. Hasta mañana, Loren.
Este se puso en pie. Quedó junto a ella, un tanto cortado.
—Mañana —dijo la muchacha aproximándose y empinándose sobre la punta de los pies— me enseñarás a bailar.
Pero al día siguiente no se lo pidió. Loren creyó conveniente volver a casa. Era peligrosa la convivencia con ella a solas. Era un peligro, sí, y una tentación. Él no podría soportar mucho tiempo aquella situación, y en casa tal vez pudiera, haciendo un esfuerzo, verla como la veía antes, como un fruto prohibido y admirado, pero que nunca tocaría, a no ser que ella misma se lo pidiera, cosa que, observando a Fefa en el transcurso de aquellos días, le parecía imposible, toda vez que no se daba cuenta de que era una mujer muy bella y que Lorenzo era un hombre joven aún, con ansias incontenibles, con deseos intensos, con anhelos locos.
Al día siguiente, cuando se encontraron de nuevo en la salita, él vestía aún el pijama arrugado de dormir. Ella, una primorosa bata de raso sobre el camisón de encaje. Llevaba el rojizo cabello suelto, la mirada pura y brillante, los pies desnudos, perdidos en las chinelas de raso.
Al ver a Loren, fue hacia él con la mayor naturalidad, y se cogió de su cuello. No era nuevo aquel ademán de Fefa. Ya en vida de Marcelina, hacía igual. Se colgaba de su cuello, lo besaba sonoramente en ambas mejillas, y le propinaba una palmadita en la frente. Así empezó él a sentir el perfume de Fefa, la juventud de Fefa, la atracción de Fefa. Aún en vida de su mujer, cuando se acostaba a su lado, cerraba los ojos y, pecadoramente, pensaba en la joven. Se doblegaba, pedía perdón y hurgaba en su conciencia, como si pretendiera limpiarla. Lo conseguía. Al día siguiente, cuando Fefa se acercaba a él, pecadoramente, aún en contra de sus deseos, volvía a sentir las mismas sensaciones. Así fue viviendo, consumiéndose y desesperándose. Y ahora aquella angustia se hacía más patente, porque Fefa era su mujer, o mejor aún, su esposa, y no podía ni siquiera tomarla en sus brazos y enseñarla a vivir. Además, si bien residieron juntos durante años, jamás la vio embutida en aquellas ropas. La intimidad de Fefa era para él una revelación turbadora. En vida de Marcelina, jamás se presentó ante ellos vestida así.
—Loren —dijo, besándolo en ambas mejillas—, estás distinto.
Estuvo a punto de tomarla en sus brazos, levantarla en vilo y demostrarle que, en efecto, ya nunca volvería a ser el mismo.
—Creo —dijo, apartándola de sí blandamente— que es horas de volver a casa.
—¡Oh! Tan feliz como soy aquí...
Aquí era París. Estaba seguro de que ni siquiera se había fijado en nada de lo que había visto. Ella era feliz a su lado, dondequiera que fuera. ¿Qué significaba eso? ¿Es que Fefa lo amaba, y lo ignoraba?
—De todos modos... creo que debemos volver. El invierno en casa es más agradable.
—Estando a tu lado, todos los lugares son agradables para mí.
¿Qué podía decir él ante aquella confesión espontánea? ¿Qué significaba aquella confesión?
Estuvo a punto de replicar: «Eso solo lo dice una mujer enamorada», pero no lo hizo. Estaba seguro de que Fefa se echaría a reír locamente, divertida, jocosa, y la risa femenina, en aquel instante, hubiera sido como una bofetada.
Y salió del saloncito inesperadamente, dejando a Fefa asombrada.
* * *
Penetró tras él en la alcoba. Loren, desnudo de medio cuerpo, se ponía una camisa. Su tórax, fuerte y velludo, contuvo un segundo a Fefa. Pero ella, o era demasiado inconsciente, o demasiado pura, porque avanzó y se sentó en el borde de la cama, de cara a él.
—Estás enfadado conmigo —susurró mimosa—. ¿Por qué, Loren querido?
—Fefa...
—¿Por qué?
—Te aseguro que no... estoy fastidiado.
Tiró de su manga.
—Pues te pasa algo.
—Fefa, ¿quieres ir a vestirte?
La bata ceñida ponía una vez más, bien de manifiesto las formas femeninas. El camisón de encaje dejaba ver parte de la carne morena y dura. Loren apartó los ojos y gruñó:
—Ve a vestirte. No está bien que te presentes así ante mí.
Fefa se echó a reír.
—Si soy tu mujer.
Loren se agitó.
—Eres solo mi esposa, Fefa.
—¿En qué consiste la diferencia?
Loren estuvo a punto de forzarla a descubrir aquella diferencia, pero una vez más se contuvo. ¿Estaría Fefa coqueteando con él, incitándole, buscándole, o era ella así tan... tan... deliciosamente femenina y turbadora? ¿Qué era aquella muchacha, en realidad? Viviendo con ella casi una vida entera, y jamás la conoció como la estaba conociendo en aquellos días.
—Dime, Loren —preguntó con la misma suavidad inquietante—. ¿En qué consiste la diferencia?
Terminó de ponerse la camisa y la abrochó ante el espejo. Veía a Fefa sentada en el borde de la cama, embutida en las ropas íntimas, más bella que nunca, con el cabello rojizo suelto por la espalda y aquellos sus ojazos inmensos, claros, azules como el cielo, fijos, suavemente fijos, en su rostro.
—El matrimonio se efectuó, Fefa —dijo entre dientes—, pero no se consumió.
—¡Oh!
—¿Te das cuenta de la enorme diferencia?
¿Se tiñó de púrpura el rostro femenino? Loren sintió una indescriptible ternura hacia aquella muchachita que aún ignoraba muchas cosas de la vida. Dejó de mirarse al espejo, y, haciendo un gran esfuerzo, se inclinó hacia ella, le acarició el pelo y susurró:
—¿Verdad que tú no quieres que el matrimonio se... se...?
Se mordió los labios. Fefa, muy despacio, se puso en pie y tímidamente, dijo:
—No lo sé. Loren, no lo sé —y haciendo rápida transición, añadió—: Voy a vestirme. Volveremos a casa cuando tú digas.
—Forzada, no.
—No.
—¿Estás enfadada conmigo?
—Claro que no.
—¿Quieres que regresemos mañana?
—Bueno.
Se desprendió de la mano que la acariciaba, y se dirigió a su alcoba.
—Fefa.
Quedó de espaldas a él, en el umbral de la puerta de comunicación.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué?
—Nada. Si quieres hacer algunas compras... Si quieres llevar algo a tus hermanos...
—No —dijo, rotunda, sin volverse—. A papá le compré un mechero. A ellos no les llevo nada.
De pronto, Loren fue hacia ella. Se quedó quieto tras su espalda, sin atreverse a tocarla.
—Quisiera —dijo bajísimo— que fueras feliz.
Fefa se volvió en redondo, y quedó ante él, suave, y femenina, bella como una aparición.
—Lo soy —dijo, rotunda—. Lo soy intensamente.
—¿Así... tan simplemente?
—¿Simplemente, llamas tú a vivir a tu lado para siempre?
Loren se desconcertó. ¿Es que aquella joven lo amaba y no lo sabía? Solo una mujer enamorada podía obrar como ella obraba y hablaba. O tal vez se equivocaba. Tal vez era tanto el cariño que le profesaba, que, dado su apasionamiento para todo, tergiversaba los sentimientos, sin percatarse ella misma, dada la enorme intensidad que ponía en ellos.
—¿Y en casa? —preguntó él, con el fin de evitar la conversación—. ¿Serás feliz de nuevo en casa?
—Claro que sí.
—Saldremos un poco...
—Me gusta la casa.
—Pero no puedes ignorar toda la vida lo que existe fuera de ella. Múltiples placeres que aún desconoces.
Fefa dio un paso atrás y asió el marco.
—No concibo mayor placer que vivir a tu lado donde sea y como sea, Loren.
Él parpadeó, aturdido. ¿Qué ocurriría si en aquel instante la tomara en sus brazos y le... enseñara algo de aquel inmenso placer que la vida reservaba a los humanos?
Seguramente que Fefa, asustada, horrorizada se espantaría y huiría de su lado. Tristemente, dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y dijo:
—Ve a cambiarte, querida. Saldremos a dar un paseo y a comprar algunos objetos para ti.
* * *
Fefa procedía a vestirse. Ante el espejo, el azogue le devolvía su imagen con precisión. No se mostraba ni extrañada, ni excitada, ni siquiera interrogante. Para ella la vida era cómoda, feliz, maravillosa. Estaba junto al hombre que quería. No pensó en que había dos clases de cariño. El cariño en sí, y el amor de hombre y mujer. Decir que ignoraba la diferencia entre uno y otro, hubiese sido desproporcionado. Fefa era una muchacha inteligente, culta, había leído mucho y sabía que existía el amor. Un amor capaz de arrollarlo, todo, de revivirlo todo o matarlo todo. Pero no concebía que entre ella y Loren pudiera haber algo más que ternura. Es más, nunca había reflexionado sobre ello. Loren era para ella... todo en la vida: padre, madre, amigo, hermano... ¿Esposo? También, pero no de la forma que él hubiese deseado. Ella no pensó jamás en que los besos entre ambos pudieran ser distintos. Ni pensó, asimismo, que su intimidad junto a Loren pudiera turbar, inquietar y excitar a este.
Por eso su mente estaba tranquila. No coqueteaba con Loren. Ella era así. Y su marido empezaba a conocerla. Antes no concebía presentarse ante Loren en camisón; ahora le parecía lo más normal del mundo.
—¿Estás lista, Fefa?
—Pasa, Loren —dijo con la mayor naturalidad—. Pasa y cierra. Estoy vistiéndome.
Se hallaba tras el biombo. Loren pasó con timidez Él no se creía tímido, aunque en realidad lo era, pero en su convivencia con Fefa temía en cualquier instante herir la susceptibilidad de la joven, o perturbarla simplemente, despertando en ella sentimientos que no pensaba forzar, porque esperaba que se exteriorizaran por sí solos.
—Siéntate, Loren. Estaré en seguida.
Veía su cabeza sobre el borde superior del biombo. La imaginó cambiándose de ropa. Fefa tiraba sobre la cama prendas que se iba quitando. Loren se agitó cual si lo sacudieran. En su inconsciencia, Fefa era peor que una mujer de la vida que se dispone a incitar a su amante.
—¿No será mejor que te espere fuera?
—¿Y por qué? Estoy terminando. ¿Quieres alcanzarme esa blusa?
El pobre Loren la asió con dos dedos y la levantó en el aire. Fefa la recogió sacando el brazo desnudo por encima del biombo. Reía al hacerlo.
—Fefa —gimió él—. Fefa...
La chica lo miró, asombrada.
—¿Qué te pasa, Loren?
¡Maldita sea! ¿Era tonta, era coqueta o era una inconsciente que no sabía nada de los hombres y las mujeres?
—Ya está. ¿Quieres alcanzarme ahora las medias?
Loren, el pobre Loren, que era más hombre de lo que ninguna mujer pudiera imaginar, asió las medias y se las entregó.
—Iremos de compras, ¿no?
—Sí.
—Siento tener que hacerte esperar.
—No te preocupes.
Veía su cabeza inclinada. Se ponía las medias.
—Entonces, es seguro que regresamos mañana.
—Creo que debemos hacerlo.
—No pienso tener contacto íntimo con mi familia.
—Es tu familia.
—Son chismosos y curiosos. Gerardo piensa que solo él puede ser feliz.
—¿Terminas?
Salió del biombo, preciosa, lozana, juvenil, enfundada en un modelo de mañana de firma cara, adquirido últimamente en París. Modelaba su figura de tal modo, que se adivinaban sus menores formas. Loren parpadeó.
—¿Te gusto?
Y dio dos vueltas en torno a él. Loren, furioso, la asió por el brazo y la inmovilizó. Fefa se le quedó mirando, interrogante.
—¿Qué te pasa...? Di, ¿qué te pasa?
¡Qué le pasaba! ¿Es que ella no lo comprendía?
—Nada —dijo a lo simple, soltándola.
Fefa se echó a reír, y se colgó de su brazo. Lo apretó contra su pecho y susurró:
—De un tiempo a esta parte, no te comprendo muy bien.
—Es que... que...
—¿Qué?
—No sé. Me he vuelto un poco achacoso.
Ella volvió a reír. Apretó aún más el brazo de su marido, y comentó, divertida:
—Si he de decirte verdad, nunca te vi tan joven como ahora. No creo que los achaques te den la lata. ¿Salimos?
Sí. Un poco de aire. Un poco de gente para sentirse aislado junto a ella.
Fefa nunca comprendió por qué Loren suspiró abiertamente al verse en plena calle.
VIII
La vida empezaba en aquel instante dentro del hogar de los Olviar. Era una existencia distinta para Fefa y Loren, aunque ellos creyeran lo contrario. No ocupaban la alcoba de Marcelina. Esta se cerró, y solo se ventilaba de tarde en tarde. Para disimular ante los criados, Loren le dijo a Fefa la misma noche de su llegada:
—Ocuparemos la habitación exterior del ala derecha, ¿te parece?
Fefa se quitaba el abrigo de visón, y miró a su marido, interrogante.
—¿Por qué? Yo creí que podía seguir usando mi alcoba de soltera.
—No estaría bien, Fefa. Los criados... —carraspeó—, todos, incluyendo a tu familia, creen que nos hemos casado... por amor.
—¡Ah! Bien —rio—. Ocuparemos esa alcoba, y así podré charlar contigo por la noche, cuando no tenga sueño. Solo tendré que abrir la puerta de comunicación.
—Sí —dijo a lo simple—. Sí.
Aquella noche de su llegada, los criados se habían retirado ya, cuando ellos arribaron al hogar.
Habían comido por el camino, y descansaban en aquel instante en el salón.
—Por lo visto —se estremeció Fefa, friolera—, no han encendido hoy la chimenea. ¿No tienes frío?
—Un poco. ¿Quieres que la encienda?
—¡Oh, no! Tengo sueño. Mucho sueño, Loren. Me he cansado. Mañana no pienso levantarme hasta bien avanzada la mañana.
Se había derrumbado en un diván, y se puso en pie con pereza.
—Nos iremos a la cama, Loren —dijo, asiendo el abrigo de visón—. ¿Sabes —exclamó de pronto— que es maravilloso volver a casa, después de mes y pico?
Él pensó que era vergonzoso el hecho de que viviera allí tantos años con Marcelina, y no la recordara para nada. En cada rincón de la casa estaba impregnado el recuerdo de Fefa. Cuando era niña, cuando luego se cortó las coletas, cuando se puso los primeros calcetines largos, cuando hizo la primera comunión, cuando regresó del colegio, hecha una mujer... Todos los recuerdos se los había acaparado ella. Ni siquiera la huella de las manos siempre tiernas de Marcelina se percibían en un solo rincón. ¿Por qué los seres humanos han de ser tan ingratos?, pensó Loren, agitado. Ella debió verlo lejano, porque le tocó en el brazo, exclamando:
—Loren, desciende. ¿Traes tú los maletines?
—Sí —se agitó nuevamente—. Claro.
Ambos ascendieron por las escalinatas alfombradas.
—Cuando se está tanto tiempo lejos del hogar —decía Fefa, caminando a su lado, cogida de su brazo—, al llegar a casa se respira, como si durante el viaje no se hubiera podido respirar. ¿Piensas ir mañana a la fábrica?
—Desde luego —apuntó él—. Es una vergüenza. Hace más de tres meses que no aparezco por allí. De un tiempo a esta parte, apenas si hice acto de presencia. El día menos pensado, mis químicos se largan con los fondos.
—Tienes confianza en ellos.
—Si. De no ser así, jamás la hubiese dejado en su poder. ¿Irás a buscarme a la hora de la salida?
—Sí.
Marcelina nunca iba. Marcelina era muy distinta a Fefa. A esta había que ayudarla en todo. Era mujer hasta para sentarse a la mesa. La pobre Marcelina también lo era, sería injusto pensar lo contrario, pero su espíritu maternal llegó a suponer para él un agobio insoportable.
Llegaron al piso superior y él se quedó de pie en la puerta.
—Pasa, Loren. Trae mi maletín.
Ella misma apretó el botón de la luz. La estancia se iluminó. Era amplia y muy femenina, muy parecida a Fefa. Tenía una cama al fondo, una alfombra muy mullida, de nudo, cubriendo la totalidad del piso, y las paredes empapeladas. Resultaba confortable y acogedora.
—Estaré a gusto aquí —dijo ella, soltando el visón sobre la cama y yendo hacia la puerta—. Veamos qué alcoba tienes tú.
Abrió la puerta de comunicación y apretó el botón de la luz.
—Magnífica, Loren. ¿A quién encargaste decorar estas alcobas? Hace solo unos meses estos departamentos estaban vacíos.
—Tu padre se encargó de ello.
Se volvió hacia él, riendo.
—Mira papá, qué gusto tiene.
Dio unas vueltas por la estancia, husmeándolo todo. Abrió la puerta del baño, el armario empotrado, que era como otra habitación y estaba lleno de ropa masculina, los cajones de la mesa, movió los sofás...
—Todo estupendo —se desperezó, gesto muy habitual en ella. Pero lejos de restarle encanto, se lo aumentaba—. Qué sueño tengo. Hasta mañana, querido.
Se acercó a él. Loren se agitó, pensando: «Ahora se empinará sobre la punta de los pies, me rodeará el cuello con sus brazos y me besará en ambas mejillas, como si yo fuera su papaíto o su hermanito».
Apretó los puños, consumido por la impotencia. En efecto, Fefa hizo lo que él pensaba. Pero no se apartó en seguida. Toda la fragancia de su cuerpo se transmitió al de Loren.
—Tienes expresión cansada, querido.
—Sí.
—¿Estás triste?
—No, claro que no.
—Me miras de un modo...
Loren asió los brazos femeninos y, haciendo un esfuerzo, intentó apartarla de su cuerpo.
—¿No quieres que te bese?
—Fefa.
¡Maldita imprudencia!
Dejó caer los brazos y la asió por la cintura. Impulsivo, la apretó contra sí. Ella permaneció inmóvil, un tanto asombrada.
—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Qué te pasa, Loren?
Por toda respuesta, él la soltó y giró en redondo. Fefa no supo jamás decir por qué, pero lo cierto fue que no se atrevió a preguntarle de nuevo qué le pasaba. Silenciosamente, un tanto indecisa, se dirigió a su alcoba y cerró la puerta.
* * *
Apareció en el comedor, vestida con un pantalón negro largo hasta el tobillo, modelando sus caderas y sus esbeltas pantorrillas. El busto cubierto por un jersey de lana blanca, de cuello en pico, por el que, como siempre, asomaba un pañuelo de armoniosos colores. Calzaba zapatos bajos, y más que una mujer casada, parecía una chiquilla. Pero una chiquilla maravillosa, que dejó un tanto suspenso a Loren. Este, sentado ante la mesa, daba principio al desayuno, creyendo tal vez que ella tardaría más en bajar.
—Ingrato, no me esperabas —exclamó Fefa, apareciendo en el comedor, llenando todo de luz con su persona y dejando en Loren aquel perfume suave, tan de ella, que por sí solo ya delataba la gran personalidad femenina—. Ingrato...
La tenía ante él. Se inclinó, le rodeó el cuello con sus brazos y lo besó en la oreja. Loren se estremeció a su pesar. Él no era de hierro, y junto a aquella deliciosa criatura se estaba volviendo de mantequilla.
Echó los brazos hacia atrás y, sin moverse, la rodeó por la espalda, de tal modo que Fefa quedó prisionera junto a él.
—Me haces daño —rio, juguetona—. ¿Quieres soltarme?
Loren solo tuvo que ladear la cabeza. Fue algo inesperado. Los labios masculinos rozaron apenas los de Fefa. Esta parpadeó. Se quedó suspensa, y después, muy nerviosa, desenredó los brazos que la rodeaban y fue a sentarse frente a él.
Durante unos breves segundos, ambos permanecieron silenciosos. Él pensó que los labios de Fefa sabían a miel y a fuego. La joven pensaba que había sido muy extraño y turbador aquel instante, dejando en su ser como una huella indefinible.
—¿Irás a buscarme a la fábrica? —preguntó él, como si pretendiera desvanecer la tirantez.
—Sí, claro.
—No vayas muy aprisa. Te gusta la velocidad.
—Nunca me hiciste esa recomendación, y conduzco el auto desde los dieciséis años.
—Es que antes no eras mi esposa.
Ella, ya tranquila, olvidada de aquel breve instante, le amenazó con el dedo.
—Muy bonito. ¿Es que antes no me querías?
—Siempre te he querido. Pero ahora eres algo mío, querida. Llevas mi nombre.
—Loren —susurró soñadora—. ¿Sabes que me encanta llevar tu nombre?
—Si un día te enamoras de otro hombre...
—No.
—¿Por qué tan rotunda?
—Sé que no me enamoraré jamás.
—¿Ni... —lo preguntó con sequedad—, ni de mí?
Fefa, que mojaba un bizcocho en el café, se quedó con él en alto.
—¿De ti...?
—Sí. Un poco mayor que tú, pero al fin soy hombre, ¿no?
Fue ella ahora quien se aturdió.
—Sí, es cierto —dijo—. No había pensado nunca en eso. ¿Es que tú estás... —parpadeó— enamorado de mí...?
—Sí, —dijo Loren firmemente—. Sí.
—¡Oh!
Fue la única exclamación.
No preguntó por qué, cuándo, ni cómo. Loren terminó su desayuno sin que Fefa hablara de nuevo. Se puso en pie, y, tras doblar la servilleta, la dejó cuidadosamente junto al cubierto.
Ella bebía el café en silencio. Se diría que de súbito pensaba intensamente.
—Fefa —dijo, de pie junto a ella—. No pienses más en eso.
La joven levantó los ojos. Aquellos sus enormes ojos azules como el cielo, grandes, rasgados, orlados por espesas y oscuras pestañas.
—Loren... siento... siento...
—¿Qué me haya enamorado de ti?
—Sí.
Le acarició la mejilla, como haría con una criatura.
—No temas. Todo seguirá igual.
—Pero...
—¿Me prometes que lo olvidarás?
No era fácil. No deseaba su sufrimiento, y si la amaba tenía que sufrir. Ella no lo amaba, al menos no sabía que le amaba, El amor..., ¿qué era el amor en realidad? ¿No era como un milagro del cielo que vivían los mortales? Ella no estaba viviendo ningún milagro. Ella vivía una realidad que se había buscado por sí misma.
—Fefa..., siento haberte inquietado.
—Lo olvidaré. Prefiero..., prefiero olvidarlo.
—Sí —dijo él tristemente—. Sí, Fefa. Hasta luego. Se inclinó, la besó apenas sin rozarla en la mejilla, y se alejó a paso largo, como si le persiguieran.
Permaneció allí unos instantes. Pensó en el amor de Loren. ¿Qué clase de amor? Tal vez la quería tanto, que confundía aquel cariño con el amor. Sí, era eso sin duda. Se alzó de hombros. Era preferible pensar en otra cosa.
* * *
No la esperaba tan pronto. Cortaba flores en el jardín, como si el tiempo no transcurriera, como si su situación personal no cambiara en absoluto. Doly aparcó el auto al otro lado de la verja, saltó al suelo y se dirigió al rincón donde su hermana cortaba las flores que luego depositaba en un cesto de mimbre.
—Hola.
Llegada por detrás, la cogió de sorpresa. Se volvió en redondo.
—Hola, Doly. No te esperaba tan temprano.
—Papá nos llamó por teléfono muy de mañana. Nos dijo que habías regresado.
—¿Quién se lo dijo a papá?
—El mismo Lorenzo.
—Ya. No puedo ofrecerte asiento, Doly —dijo sin cortesía—. Estoy cortando flores para adornar la casa. Nada me agrada tanto como el olor de las flores. Y parece ser que en mi ausencia nadie se ocupó de eso.
—¿Qué tal el viaje?
—Magnífico.
Doly la miró, suspicaz.
—¿No recibiste decepciones? De una índole o de otra, siempre se reciben. Casi nunca el hombre corresponde en la realidad, a lo que en la imaginación pensamos de él.
Fefa miró a su hermana burlonamente.
—¿Te ocurrió a ti con el pobre Perico?
—Fefa.
Esta soltó las tijeras en el cesto, y miró a su hermana severamente.
—No eres piadosa, Doly. No has venido por el ansia de verme. Se han pasado aquí cuatro meses, sin que te preocuparas de mí. Y ahora, de repente..., sientes el ansia incontenible de venir a verme. ¿Por curiosear? Pues pierdes el tiempo. No he recibido decepciones ni las recibiré jamás junto a Loren.
—Loren —repitió Doly, irónica—. Hasta le llamas de modo diferente a como lo hacía Marcelina.
Fefa apretó los labios con fiereza. Por primera vez sintió unos locos celos de la muerta. ¿Por qué? ¿Por qué?
—Recuerdo que Marcelina siempre llamaba Lorenzo a su marido.
—Doly, no eres buena. Nada buena.
—¿Sientes celos...? No lo concibo. Que una joven tan bonita como tú se haya enamorado de un vejestorio.
—Si has venido para decirme eso, te ruego que vuelvas a marchar. ¡Ah! Y olvida el camino de esta casa. Loren es muy cortés, y hace esfuerzos para trataros con afabilidad. Yo no soy cortés. Ya lo sabes, ¿no?
Doly se despidió al fin, riendo burlonamente. Aquella risa produjo en Fefa una extraña reacción. Asió el cesto de las flores con rabia y lo tiró contra el suelo. Pero al rato, mansamente, empezó a cortar flores de nuevo. No se detuvo a pensar en el porqué de aquellas reacciones inesperadas y violentas, que nunca surgieron en ella hasta entonces. Al mediodía, cuando se disponía a salir en el auto, vio llegar a su padre a pie.
—¡Fefa!
Corrió hacia él y se colgó de su cuello.
—¡Papá!
Por primera vez, recibía a su padre con ansiedad. De pronto, y subconscientemente, empezaba a notar la diferencia que existía entre un padre auténtico y un hombre que no lo era, que la amaba, según aseguraba, y que la besaba fugazmente en la boca.
—Ya me dijo Lorenzo que te encontrabas bien. Que eras muy feliz...
—Lo soy, papá. Mucho. ¿Quieres dar un paseo a mi lado en el auto? Voy a buscar a Loren a la fábrica.
Subieron, uno por cada portezuela.
—Te encuentro un poco agotado, papá —dijo ella, poniendo el auto en marcha—. ¿No trabajas demasiado?
—Esta primavera voy a tomarme unas vacaciones. Me iré a la casa de campo, y haré compañía a los guardianes.
—Iremos a verte Loren y yo.
—Me gustaría reuniros a todos en la casa de campo, Fefa. A tus hermanos, sus esposas y vosotros dos. Tal vez no espere a la primavera. En verdad te digo que me encuentro muy cansado. No es apariencia. Es que el trabajo esta temporada fue agotador.
—No esperes más y vete ya, papá. Que Gerardo se ocupe de la notaría. Me parece —añadió, mordaz— que no te inspira confianza.
—Hice mal en separarte de tus hermanos. Los ves como extraños y los juzgas sin piedad.
—Tengo la mala costumbre —dijo Fefa serenamente— de juzgar a todo el mundo como se merece. Soy bastante justa en ese sentido, porque permito que los demás me juzguen a mí sin indulgencia.
—¿También Loren...? Eres mujer con muchos defectos.
—También Loren, papá. Pero creo que mi marido me encuentra perfecta.
—¡Vanidosilla!
* * *
Los días se deslizaron uno tras otro sin grandes emociones. La vida de Fefa apenas si varió. Todas las mañanas se levantaban a las diez, bajaba corriendo las escalinatas, hasta el comedor, y unas veces encontraba a Lorenzo y otras ya se había ido. Al mediodía iba a buscarlo a la fábrica de productos químicos, a la que Lorenzo acudía ahora diariamente, y a la tarde repetía el paseo. Regresaban los dos en el auto, directamente a casa. Una semana después de su regreso, visitaron a todos los hermanos. Fue una visita de cortesía, que Fefa no deseaba le devolvieran. No lo hicieron. Lorenzo se extrañó. Ella se echó a reír y dijo:
—No coincidimos en gustos y aficiones. Ellos se pasan la vida de fiesta en fiesta. Yo prefiero el hogar.
No hubo más comentario. Días después, su padre pasó a despedirse. El médico, según dijo, le recomendaba el campo una temporada, y, como poseía una finca a veinte kilómetros de la ciudad, se disponía a descansar en ella. Pidió a sus hijos, sin excluir a Lorenzo y Fefa, que lo visitaran los fines de semana. Fefa no respondió. In mente se dijo que por nada del mundo deseaba coincidir con sus hermanos en la finca de su padre. No era porque no los quisiera. Estaba segura de que amaba entrañablemente a sus hermanos, y estos le correspondían. Pero había entre ellos una tirantez, como un complejo inexplicable. Tal vez lo que ella temía era ser descubierta. Por nada del mundo hubiese deseado que penetraran en su secreto, consistente este en la falta de amor en su matrimonio. Falta de amor por su parte, y tal vez demasiado abundante por la de Loren, aunque ella no acababa de comprenderlo. No a Loren, sino a su amor resignado y paciente.
Ella se conocía. Sabía que si un día amaba a Loren, y se percataba de ello, iría a su lado y se lo diría sin ambages. Ella era así.
De modo que los días se deslizaron de la manera más simple, sin emociones ni altercados. Pero una noche, a mediados de marzo, hallándose los dos en la salita, con el tocadiscos puesto, Fefa exclamó:
—Loren, querido, enséñame a bailar.
—¿Cómo?
Loren leía la Prensa, hundido en una butaca. Frente a él, ojeando una revista, se hallaba Fefa. Al pedirle que le enseñara a bailar, se inclinaba hacia él, anhelante. El hombre sonrió, aturdido, un poco tímido.
—¿Enseñarte a bailar?
—Sí, eso he dicho —susurró Fefa, radiante—. Es una vergüenza que si un día, por deber social, nos vemos obligados a asistir a una fiesta, tenga que quedarme sentada en una butaca, observando cómo los demás se divierten.
—Pero es que...
No quería bailar con ella. Si la apretaba en sus brazos, no podría soltarla. Fefa no comprendía aquellas cosas. Era demasiado inconsciente, o demasiado indiferente a la atracción masculina.
—Te lo ruego, Loren.
Aquel «te lo ruego, Loren» llegó al fondo mismo del corazón y los sentidos del hombre. Dobló el periódico. Un poco pálido, se puso en pie.
—Si te piso —dijo ella, poniéndose también en pie y acercándose a él—, perdóname.
Era un bailable muy lento, Lorenzo la asió por la cintura y la oprimió en su pecho, como si temiera que aquel instante terminara demasiado pronto. Fefa sintió como una leve sacudida, pero no se apartó.
«Estoy jugando con fuego —pensó él—. Y Fefa no se da cuenta... No se da cuenta de que soy un hombre, de que la amo. Parece haberse olvidado ya...».
En efecto, Fefa se sentía muy a gusto en los brazos de su marido, pero no pensó que aquello fuera anormal.
—Quisiera eternizar este instante —dijo suavemente.
Loren la oprimió contra sí, y, contra lo que pudiera suponerse, Fefa no se asombró. Al contrario, ella también, impulsiva, se oprimió contra él. Fue esto más que suficiente para que el hombre se quedara inmóvil con Fefa pegada a su cuerpo. Al levantar ella al cabeza, Loren susurró:
—Quisiera besarte.
La joven parpadeó.
—Me... besas todos los días.
—De otro modo.
—De... ¡Ah! —Y seguidamente, nerviosa, musitó—: Has... has dejado de bailar.
—Fefa..., eres mi esposa.
—Sí.
—¿No puedo besarte?
—Sí.
—Me hurtas los ojos.
Ella lo miró de nuevo. Se sentía muy aturdida. Loren era diferente. Hasta el mirar de sus ojos había cambiado. Y tenían como un brillo enfebrecido.
—Quisiera aprender a bailar.
Lo dijo con acento ahogado, entrecerrando los ojos, como si quisiera huir de aquel brillo cegador, diferente, que la aturdía.
Loren se resignó una vez más.
—Uno, dos, uno, dos...
Durante un rato, bailaron desordenadamente. Ella, olvidada de su nerviosismo anterior; él, concentrando su interés en la enseñanza.
—Aprendo pronto, ¿verdad, Loren?
—Sí, querida. Sigamos. Uno, dos, uno, dos... Ahora vamos con el otro paso. Así, déjate llevar.
Terminó aquel disco, y empezó otro y otro y otro. De pronto, Loren se encontró con Fefa bailando normalmente.
—Ya sabes —dijo—. Eres muy inteligente.
—¿Por aprender pronto?
—Para todo.
Menos para darse cuenta de que él cada día podía vivir menos sin ella.
Aquella pieza se hizo muy lenta. Apenas si se movían. La manita de Fefa se perdía en el cuello de Loren. Este la sujetaba contra sí, sintiendo todo el calor del cuerpo femenino en el suyo.
—Mañana me llevarás a una sala de fiestas —dijo ella.
—Creí que no te gustaba.
Fefa alzó la cabeza para mirarlo. Su boca suave, entreabierta, quedó muy cerca de la de Loren.
—A tu lado me gustará, estoy segura.
—¿Y si te saca otro hombre a bailar? Un amigo mío, un amigo tuyo...
—No bailaré jamás con nadie.
—Fefa...
—Sí. ¿Qué?
—No sé qué decirte. Tú sabes..., sabes lo que siento.
—Lo que siento yo.
—No, Fefa, no. Tú sientes, pero equivocas los sentimientos. ¿Cómo podré hacerte comprender que me necesitas tanto en tu vida como yo a ti?
Fefa se desprendió. En aquel instante se sentía muy aturdida. Llevó la mano a la frente, y dijo bajísimo:
—Estoy..., estoy cansada, Loren. Tengo sueño.
IX
Lorenzo miró por centésima vez aquella puerta que lo separaba de su mujer. Apretó los puños y los oprimió contra las sienes. No tenía derecho a traspasar aquella puerta y decirle a Fefa...
—Soy tu marido y te amo, y tú me amas a mí. ¿No comprendes que me amas? ¿No te das cuenta de que todo eso que sientes es amor? ¿Crees posible que se pueda vivir junto a un hombre como tú vives, si no me amaras?
Pero no. Él no podía, en conciencia, decirle aquello a Fefa. Ella lo miraría con sus enormes ojazos, y se asombraría. Se preguntaría, turbada, si le amaba en realidad, y, terca, volvería a decir: «Te quiero como si fueras mi papá». Mentira. Una muchacha como Fefa, sensible, apasionada, temperamental, no podía querer a su marido como a su padre, porque la prueba estaba en la ausencia de Salvador, y en que su hija jamás pedía que la llevara a la finca, con el fin de verlo y darle un beso.
—Loren, ¿te has acostado ya?
Sintió como una sacudida. En efecto, estaba ya en la cama. Retiró la ropa para tirarse del lecho, pero Fefa ya se hallaba en el umbral de la puerta de comunicación, sonriendo con aquella su sonrisa cautivadora y natural, que no encerraba nada pecaminoso debajo.
—Pasa, querida.
—No tengo sueño, ¿sabes? Y me he dicho, voy a charlar un poco con mi esposo —se echó a reír, divertida—. ¿No suena un poco a extraña la palabra esposo?
—No. ¿Por qué ha de sonar? Es la normal. Pasa, ven a sentarte aquí.
Aquí era el borde de la cama. Fefa, enfundada en la bata de gasa blanca, viéndose el camisón de dormir azul celeste, se sentó en el borde del lecho y lo miró, entornando los párpados.
—He dicho en serio eso de que me lleves mañana a una sala de fiestas.
Loren recostó la cabeza en la almohada y entrecerró los ojos.
—Voy a tener celos de los que te miren.
—¡Qué gracioso!
¿Era simple o se hacía? No era simple. Él bien sabía que no lo era. Tal vez intentaba eludir la respuesta bajo una frase trivial.
—Fefa, ¿quieres que hablemos un poco tú y yo?
—Para eso he venido.
—Has venido a entretenerte, querida. Pero no a charlar de algo trascendental para ambos.
—¿De qué se trata?
—¿Nunca has pensado que estamos viviendo en falso?
—Sí.
Loren se incorporó, apoyando el codo en el borde del lecho.
—¿Lo... has pensado?
Asintió con un breve movimiento de cabeza.
—Si lo has pensado... ¿por qué no pones algo para remediarlo? Es bonita la vida matrimonial. Es... turbadora, Fefa. Diferente, tal vez, a lo que tú imaginas. Un hombre no puede conformarse con..., con... una simple sonrisa de mujer. Con encontrarla en casa a la salida de la oficina. Con pasear con ella en auto. Tú eres una muchacha equilibrada y conoces algo de la vida, no por haberla vivido, sino porque eres inteligente.
La mano que descansaba junto a Loren temblaba perceptiblemente.
—Estás temblando —dijo él, quedo—. Estás de una sensibilidad subida.
—Sí, creo que sí.
—¿No tienes nada que responder... a lo que te he dicho yo?
—Sí.
—¡Ah! Dime, pues...
—Me ocurre algo extraño, Loren —dijo bajísimo, hurtándole los ojos—. Creo que yo también te amo. En realidad, no sé qué es el amor. Nunca... he tenido trato con chicos.
—Salvo las cartas de Sergio.
Ella agitó la mano en el aire, como diciendo: «Eso fue una tontería».
—Tampoco se conoce el amor por medio de una carta —dijo en voz alta, un poco temblona esta—. Temo admitirte en mi vida, Loren, y sentir después... que no te soporto.
Él se agitó.
—Si no te soportara —añadió ella con el mismo tono bajísimo de voz—, tendría que decírtelo. Me conozco. Sé que... no soy mujer resignada. Cuando lo doy todo, no me reservo nada. Cuando no doy nada...
—A mí no me das nada.
—Te doy mi cariño.
—¿Y no es amor?
—¿Acaso puedo saberlo?
—Pruébalo.
Se estremeció.
—Sería correr un riesgo, Loren, que ni tú ni yo deseamos.
—Entonces —dijo él de súbito, con ronco acento—, hagamos un pacto.
—¿Un...?
—Sí. Permíteme que te conquiste, durante el tiempo que ambos consideremos necesario, para terminar en un verdadero viaje de novios.
Fefa estaba un poco pálida y le temblaba la boca. Era la primera vez que Loren la veía reaccionar como mujer madura, o, por lo menos, segura del papel que representaba junto a su marido.
—Dime, Fefa —pidió él, sin que la joven respondiera—. ¿Cómo me asocias a tu vida? Permíteme que te ayude a dilucidar en este asunto tan de tu corazón. ¿Me ves como a un padre, como a un hermano, un amigo...? ¿Cómo realmente me ves?
—Yo ignoraba que tú... me amabas.
—Pero ahora lo sabes —determinó, rotundo—. Ahora ya no puedes llamarte a engaño. Ahora sabes que si no te lo dije antes, fue por considerar tu juventud y el gran cariño que tú me tienes, y que no quise equivocar. Ahora puedo decirte que vivir a tu lado como yo vivo es... un suplicio. Que cada vez que me besas en la mejilla se me enciende la sangre, que cuando me hablas con tu tono quedo de voz...
—Cállate, Loren.
Se puso en pie. Lo miró ruborosa desde su altura. Loren aún seguía ladeado en el lecho, con el codo apoyado en el borde del colchón.
—Ahora... ya sabes lo que siento hacia ti. No lo que siente un padre amante, ni un hermano cariñoso. Siempre sentí por ti lo que siente un hombre fervorosamente enamorado.
—Tú amabas..., amabas...
—No. La quería. Como tú crees que me quieres a mí. Es completamente distinto, Fefa, por desgracia, un cariño de otro cariño. Hay un abismo de distancia y sentimientos.
—Me..., me querías así, en vida de ella.
—No —negó, rotundo—. Tal vez te haya querido con la ilusión de un hombre honrado que quisiera tener una esposa como tú. No lo sé. Lo que sí puedo decirte es que mis sentimientos siempre fueron honrados para ti. Mi gran amor lo descubría después..., cuando te sentí palpitar cerca, cuando me di cuenta que de un momento a otro podría perderte. Y entonces me sentí viejo...
—Yo no te veo viejo —dijo ella, súbitamente, con repentino ímpetu—. Si algo nos separa, no son tus años.
—¿Qué puede separarnos, Fefa? Dilo sin rubor y sin miedo. Si he pasado sin ti tanto tiempo, amándote tanto, deseándote tanto... dame el golpe final, y desapareceré de tu vida como si fuera una ráfaga que no dejó huella.
Fefa se estremeció de pies a cabeza.
—No quiero perderte... No. Eso no podría soportarlo. Si esto es amor, te amo con toda mi alma.
—Fefa...
—Pero no; aún no me he encontrado a mí misma. Hazme el amor, si quieres. Te autorizo a ello. Yo... —se ruborizó, le tembló perceptiblemente la boca— te admitiré en mi vida como..., como —dio la vuelta, quedó de espaldas a él— como si fueras mi novio.
Y antes de que él pudiera responder, huyó atravesando la estancia y cerrando la puerta tras sí.
Se lanzó de bruces en el lecho y quedó boca arriba con los ojos enormemente abiertos, hacía una pregunta que quedaba flotando en el aire, una pregunta a la que no hallaba respuesta. Esta tendría que dársela a Lorenzo y su comportamiento como hombre conquistador.
* * *
Las relaciones entre ambos variaron desde aquel día. Se diría que Fefa, de pronto, se había vuelto tímida. No podía remediarlo, aunque quisiera. Sus ojos, los del corazón y la cara, veían a Lorenzo de otro modo. Era un hombre distinto, aunque aparentemente fuera el mismo. Él, también, reservado, si bien veía a Fefa del mismo modo, temía siempre herir su susceptibilidad.
El primer beso surgió de un modo espontáneo, natural. Fue así...
Aquella tarde fueron a una sala de fiestas, como ella deseaba. Bailaron y se reunieron con Gerardo y Paula. Se notaba que el rencor entre ambas parejas se desvanecía, no existían complejos por parte de Fefa. No existían rencores por la de Gerardo, pues veía que su hermana junto a Lorenzo era feliz, y él era un hombre lo bastante razonable para admitir que, si dos seres se aman, la edad o las circunstancias en que se hayan casado importan un rábano.
Sentados los cuatro en torno a una mesa, hablaron del padre. Gerardo dijo que pasaría con él el fin de semana. Dijo también que Doly y Perico pensaban acompañarles.
—¿Vosotros no vais a ir?
—Posiblemente nos reunamos con vosotros.
Fefa no dijo nada. Para ella lo que dijera Lorenzo era sagrado.
—¿Bailamos, Fefa? —dijo su hermano—. Ya veo que has aprendido —miró a Lorenzo—. ¿La enseñaste tú?
—Sí.
Fefa se puso en pie y fue a bailar con su hermano.
—Estás demasiado enamorada —comentó Gerardo un sí es no irónico—. Las jovencitas como tú son temibles, cuando se enamoran de un hombre maduro.
—Es lo lógico —dijo, contra lo que pensaba.
—Por supuesto. De verdad te digo, Fefa, que nunca creí posible que os amarais. Tanto tiempo viviendo juntos, lo normal hubiese sido un cariño sincero, pero sin deseos.
Fefa no respondió.
—Qué pena me dan los muertos —murmuró Gerardo con súbita tristeza—. Si yo me muero, Paula se casará a los dos días.
—Marcelina y Lorenzo nunca fueron enteramente felices —apuntó Fefa, con cierta intensidad que la asombró.
Gerardo la apartó un poco.
—Sientes celos de la muerta.
Ella se sobresaltó.
—¿Qué dices?
—Que los sientes. Ve doblegándolos, querida. Ella está muerta, nunca será una rival. La prueba la tienes en la reacción de Lorenzo. No hay nada que se olvide tan pronto como un muerto.
—Te estás poniendo macabro.
—Di, mejor, sentimental.
Dejaron de bailar, pero ella no olvidó aquellas palabras: «Sientes celos de la muerta». ¿Sería posible? Claro que no. Su afán por alejar siempre las preocupaciones era tal vez el respecto a los sentimientos que la acercaban a Lorenzo.
Luego bailó con este.
—Estás muy guapa —le dijo al oído, apretándola contra sí.
—¿Estás conquistándome?
—Te tengo conquistada, aunque tú no lo sepas.
Era inquietante aquel contacto con Lorenzo, y su voz, y todo lo que de él derivaba. Por eso, cuando regresaron a casa, ya muy cerrada la noche, y después de haber comido en un restaurante en compañía de Gerardo y Paula, fue normal que Lorenzo la ayudara a quitarse el abrigo, dejara caer este sobre la alfombra y la tomara en sus brazos.
De este modo surgió el primer beso. Un beso diferente a todos los besos cruzados hasta entonces entre ellos. Un beso en la boca, enloquecedor, como un día dijera Lorenzo. Un beso que le llegó a Fefa hasta el fondo mismo del alma, y la inquietó y la sacudió como si mil goces la agitaran.
Lorenzo no la soltó en seguida. Empezó a besarla lentamente en la garganta, en los ojos, en la boca otra vez.
—Loren... —dijo ella, cerrando los ojos.
—No me digas nada.
—Es que...
—Ya sé, todo es diferente.
—Me gusta..., me gusta tener un novio como tú.
Y aquel novio doblegó sus ansias y la dejó escapar. En lo alto de la escalera, ella se volvió.
—Fefa... —dijo él roncamente—. Fefa..., déjame, déjame ir contigo.
Ella se estremeció. Todo estaba siendo muy extraño. Nunca pensó que pudiera sentir aquella turbación y aquella felicidad diferente junto a Lorenzo. Pero aún no sabía si lo deseaba a su lado para toda la vida, o solo era el cariño del padre que le tuvo siempre. Pero aquellos besos... la tuvieron en vela toda la noche. Eran sus primeros besos de mujer. Y se los había dado Lorenzo, el marido de Marcelina, la mujer que la crio y la enseñó a leer.
Ella había querido siempre a Marcelina, y aquella noche... sintió celos. Tenía razón Gerardo. Eran celos. Unos celos endemoniados que la sacudían de pies a cabeza. Pero aún no comprendió que todo ello se debía a Lorenzo. O por lo menos a la posesión de Lorenzo, que Marcelina había tenido, y ella... ella no quería tener aún.
* * *
Lo vio aquella tarde. Era la primera vez que lo veía venir del cementerio, después de ser su mujer. Esto le produjo una sensación de ahogo, un vacío. ¿Cómo era posible que Lorenzo, después de besarla como la besó, con el alma y la vida, la noche anterior, fuera al cementerio a llevarle flores a su primera mujer? No se dio cuenta de que el hombre se creía en deuda con la muerta. De que el cariño que sintiera por su mujer fallecida, era opuesto al que le inspiraba ella.
Era demasiado niña Fefa Leina para comprender aquellas cosas, que eran como reminiscencias de una conciencia que no se consideraba limpia de pecado. Sabía, eso sí, que si su mujer viviera, él jamás cambiaría por otra. Nunca le fue infiel. Con el pensamiento, tal vez; pero ¿cuál es el hombre que no peca con el pensamiento?
Fefa cortaba flores en el jardín, cuando él se acercó. Hizo como si no se enterara de su proximidad. Lorenzo la besó en el cuello y la joven dio un salto.
—¡Oh! —dijo—. Eres tú.
—¿No me habías visto? Vengo del cementerio —apuntó con naturalidad—. He ido a llevar flores a la tumba de Marcelina.
Fefa no respondió. Entonces Lorenzo se dio cuenta de que algo le ocurría. Dio la vuelta en torno a ella y le levantó la barbilla con el dedo.
—¿Qué le pasa hoy a mi muchacha sensible?
—Suelta.
—Fefa...
No quería poner al descubierto sus celos absurdos, porque nadie se daba cuenta como ella de que eran totalmente absurdos e injustificados.
—¿Es que los novios no se enfadan alguna vez? —preguntó, como si pretendiera desvanecer la mala impresión causada con su súbito despego.
—Cuando hay una razón. Aquí no existe.
—Puede que me haya levantado de mal humor.
—No —negó, rotundo, Lorenzo—. No eres tú mujer que se levante de mal humor. Al menos, nunca ha ocurrido.
—Puede que no me conozcas.
—Fefa, ¿qué juego de palabras es este? A un hombre no se le condena sin un motivo plausible.
Era cierto. Tenía razón él, pero ella..., ella no podía remediarlo.
Lorenzo emitió una risita e intentó un nuevo acercamiento. Fefa, indignada, odiándose a sí misma por ser así, se apartó de él y dijo:
—No hagas tonterías.
Él era hombre de realidades, no de fantasías. Giró en redondo y se dirigió a la casa, sin preguntarle la causa de su enfado, pero sí interrogándose a sí mismo. ¿Qué le ocurría? ¿Acaso por los besos del día anterior?
Fefa sintió como si el mundo se desplomara. Había sido injusta, y él poco considerado.
* * *
Lorenzo leyó el periódico, si bien su pensamiento estaba en Fefa, pero no le dio la gana manifestarlo ni demostrarlo. Estaba empezando su vida conyugal, y si permitía que Fefa le hiciera escenas todos los días, su existencia se convertiría en una lucha inútil. No era un crío, y amaba a su esposa como aman los hombres hechos y derechos. No le cansaba aún la lucha callada sostenida sin rebeldía, pero tenía que aparentar lo contrario.
Fefa era una joven extremadamente espiritual, si bien en el fondo de su ser existía, aunque ella no lo supiera aún, un gran temperamento emocional, y este debía manifestarse ante el esposo tal como era, sin reservarse nada. Si permitía que se enojara por futilidades, llegaría un día en que tendría que estar de rodillas a sus pies, pidiéndole constantemente perdón, de pecados que no había cometido.
Así pues, se mantuvo en sus trece, ignorando, al parecer, el enfado de su esposa. Fefa, desesperada por aquel mutismo y aquella indiferencia, chiquilla al fin, a la noche ya no pudo más. La comida había transcurrido en el mayor silencio. Una vez finalizada esta, los dos, ella primero y él después, se dirigieron al saloncito contiguo.
—Mañana —dijo el hombre— iremos a pasar el fin de semana con tu padre y tus hermanos.
Fefa no respondió.
Lorenzo se hundió en un sillón y abrió el periódico. Fue el toque final para ella. Airada, se puso en pie y con furia salió del saloncito y subió corriendo las escaleras. Lorenzo suspiró resignadamente. La amaba como un loco, pero no estaba dispuesto a soportar sus cambios de humor sin sentido alguno. Si tenía algo contra él, que lo dijera con palabras. Nadie se entiende mejor que cuando se explican las razones de un enfado.
Pero aun así, se quedó donde estaba. Roto el corazón y perdidas las esperanzas, se mantuvo firme en su sitio, doblegando el ansia loca de correr hacia ella y tomarla en sus brazos.
Al rato oyó nuevamente los pasos de Fefa, esta vez descendiendo muy despacio las escalinatas.
¿No eran sus tacones los que sonaban? Cuando subió, calzaba zapatillas de casa.
Se irguió, a su pesar. ¿Es que Fefa se iba y lo dejaba solo? ¿Había comprendido al fin que no le amaba, que nunca lo amaría, como una mujer ama a su marido?
Ya se disponía a salir, cuando ella perfiló su esbelta y elegante figura en el umbral. Lorenzo alzó una ceja. Fefa siempre había sido original, pero no hasta aquel extremo.
—¿Te gusta? —preguntó ella con la mayor naturalidad—. Me lo ha traído hoy la modista.
Lorenzo estuvo a punto de soltar una dichosísima carcajada. No lo hizo. Muy serio, en su papel de marido analítico, dio varias vueltas en torno a ella.
—Precioso —ponderó, sincero—. Sin una falta.
—Es para cuando me lleves a una fiesta de noche.
Se trataba de un traje de fiesta sencillo y a la vez elegante. Descotado, sin mangas, poniendo de manifiesto sus formas armoniosas y escultóricas.
—No me parece muy..., muy correcto —dijo al cabo de un rato, dubitativo—. Es muy bonito, pero enseñas demasiado el cuerpo.
—Es para que lo vean, ¿no?
—Tu marido, pero no los fisgones.
Ella ya no pudo más. Había mantenido una terrible tensión durante todo el día, y en aquel instante tocaba a su fin, se oprimió en el cuerpo de su marido, le pasó los brazos por el cuello y echó la cabeza hacia atrás.
—Loren... —susurró—. No vayas más... al cementerio solo.
¿Era eso? ¿Hasta aquel punto le amaba? ¿Tener celos de una pobre muerta que nunca fue muy brillante en su vida?
—Fefa —musitó roncamente—. No debes decir eso. La pobre Marcelina.
—Fue tu mujer.
—Pero...
—La has besado.
—Fefa.
—La has querido.
—¡Fefa!
—La has acariciado como ahora me estás acariciando a mí. Tus manos... tus manos arden en mi cuerpo.
—Fefa.
Fue como un suspiro. La encerró contra sí, y buscó su boca. Ella se la dio. Total y enteramente.
Una eternidad estuvieron uno en brazos del otro. Después ella, roja como la grana, suspiró largamente en sus brazos.
—Iremos juntos, los dos, Loren.
—Ven aquí...
—Tengo que quitarme el vestido.
—Después. Ahora ven aquí.
Huía de sus brazos. Tenía miedo. Miedo de que aquello fuera amor. ¿No era amor?
—Fefa, no te vayas.
—Tengo sueño.
—Déjame que te bese otra vez.
Fefa huía hacia la puerta.
Loren hizo intención de ir tras ella. Pero no se movió. Quedó allí plantado como un poste. No podía forzarla. Fefa tenía que llegar espontánea a sus brazos, y sabía que llegaría.
Por su parte, la joven esposa se derrumbó en la cama y arrugó el vestido.
—¿Qué siento? ¿Qué siento, Dios mío? —susurró ahogadamente—. ¿Es amor? ¿Es amor por Loren esto que siento?
Era amor, y, por supuesto, estaba llegando al final de su resistencia a aquel amor. Loren lo sabía, por eso, con toda calma, al menos aparente, salió a la terraza y encendió un cigarrillo. Miró a lo alto, hacia la colina donde estaba enterrada su primera mujer. Murmuró una plegaria. Por ella solo podía hacer eso.
Lo hacen todos los hombres cuando son honrados y respetan a sus mujeres muertas. Solo una plegaria. Era muy poco, pero lo único que Lorenzo Olviar podía ofrecerle.
X
Se levantó tarde. A media mañana bajó al salón. Era sábado y Loren solo trabajaba en la fábrica por la mañana. Ya se había ido, cuando ella bajó, que era, precisamente, lo que pretendía, pues ver a Loren después de su claudicación de la noche anterior, le producía pesar. No el pesar de la rabia, sino el pesar de la timidez. Los besos de Loren aún ardían en su boca. ¿Qué le ocurría a ella? ¿Aún seguía dudando del amor que profesaba a su marido?
«Soy demasiado chiquilla. Trato de encontrarme a mí misma, de ser franca con mis sentimientos, y no puedo, o no sé, o no quiero...».
Dio unas vueltas por el salón.
«Hoy iremos a visitar a papá —se dijo—. Iremos por la tarde. Supongo que Loren no lo habrá olvidado».
—Señorita —dijo una doncella, desde el umbral—. La llaman al teléfono.
¿Loren, desde la fábrica?
Ruborosa, estremecida, se dirigió al teléfono. Hundióse en una butaca junto a la mesa de centro y asió el auricular.
—Diga.
—Fefa —se oyó al otro lado la voz de Doly—. ¿Al fin vais hoy a la finca?
—Creo que sí.
—Ya sé que el otro día cenasteis con Gerardo y Paula. Supongo que uno de estos días cenaréis con nosotros.
—No tenemos inconveniente.
—Si es que vais a la finca... charlaremos allí, porque nosotros, aunque un poco tarde, iremos también.
—Hasta la tarde, pues.
Colgó con nostalgia y permaneció hundida en la butaca, con un cigarrillo entre los dedos.
Soy estúpida. ¿Por qué me siento cada día más tímida junto a Loren?
—Señorita —dijo la doncella nuevamente—. La llaman otra vez... Es su esposo...
Fefa asió el receptor como si la impulsara un resorte.
—Loren...
—Hola, cariño. ¿Cómo es que no has madrugado?
—Tenía... sueño —mintió.
—Te esperé un buen rato... ¿No vas a venir a buscarme? Puedes meter en un maletín mi pijama y tu ropa... Iremos a la finca desde aquí.
—Magnífico.
—Hasta luego, pues, bonita.
—Loren...
—¿Qué?
—No estarás enfadado conmigo, ¿verdad?
—¿Puedo yo enfadarme contigo? Di, ¿puedo? Tú sabes que no.
—Hasta luego, Loren —susurró bajísimo.
El esposó colgó, y ella le imitó muy despacio.
Al instante, subió a su cuarto, llenó el maletín con ropa de ambos, y consultó la hora. Las doce y media. Faltaba media hora para ir al encuentro de Loren. Se vistió precipitadamente. Se puso ropa deportiva, calzó zapatos semibajos, hizo un moño tras la nuca y lanzó una breve mirada al espejo. Debió de encontrarse bonita, porque sus labios se entreabrieron en una sutil sonrisa satisfecha.
Con el maletín en la mano, bajó corriendo las escaleras. Encontró a María, el ama de llaves, en el vestíbulo.
—¿Se marcha de viaje la señorita?
—Nos marchamos los dos, María.
—¿Por mucho tiempo?
—Hasta el lunes por la mañana.
—Creí que el viaje era más largo.
Lo era, si bien ella lo ignoraba en aquel instante.
—No, no. Hasta el lunes, María.
Sacó el auto. Por las mañanas, Loren siempre iba caminando hacia la oficina. Decía que no se podían entumecer los miembros a su edad. Pero ella sabía que no lo hacía por esto, sino para que fuera a buscarlo al terminar la jornada de la mañana.
Subió al auto, lo puso en marcha, y se dirigió a la fábrica de productos químicos. Pensó en sí misma, en Lorenzo, en lo ocurrido entre ellos la noche anterior. Ella no pudo soportar aquel mutismo de Loren. Por eso fue a su alcoba a ponerse el vestido, para que la viera y tuviera motivo para desvanecer su enojo. Sí, tenía celos de Marcelina, aunque después de conocer los besos de Loren... ¿Podía continuar sintiéndolos de una muerta?
Apretó los labios. Frenó el auto ante la fábrica, justamente cuando los empleados y obreros empezaban a salir. Loren fue el último. Lo miró a distancia. No era un hombre físicamente brillante. Tenía poco pelo y alguna cana. Sus ojos eran penetrantes, tal vez lo único interesante que tenía en su persona, eran los ojos. No muy alto, más bien delgado, hubiese pasado sin llamar la atención. Pero a ella se la llamaba.
—Buenos días, cariño —saludó Lorenzo, de pie ante la ventanilla, mirándola de aquel modo que la estremecía de pies a cabeza—. Vamos a tener una tarde húmeda. Lloverá antes de dos horas.
—Y habrá tormenta.
Lorenzo lanzó una breve mirada al firmamento.
—Me temo que sí. ¿Conduces tú o lo hago yo?
—Prefiero que lo hagas tú.
Se retiró, y Lorenzo penetró en el auto, soltando seguidamente los frenos.
—Estás muy guapa —dijo bajísimo, sin dejar de atender al volante—. Inmensa y escandalosamente guapa.
—¿Cuándo no lo estoy?
—Hum..., hum... Estás coqueteando conmigo.
Impulsiva, se colgó de su brazo y apoyó la cabeza en su hombro.
—Me gusta coquetear contigo —dijo quedamente—. Me gusta mucho, Loren.
Él se volvió un poquitín. La besó largamente en la mejilla. Fefa, bajísimo, le dijo:
—Quiero vivir y que tú vivas junto a mí. No pierdas la dirección...
* * *
Ya se hallaban todos allí, exceptuando a Doly y Perico.
Fefa se sintió más cerca de sus hermanos y su padre. Era como si su amor hacia Lorenzo (si es que en realidad era amor lo que sentía) la acercara más a su familia. No había rencor en ninguno de ellos. Los gemelos apretaron fuertemente la mano de Loren y la besaron a ella. Uno de ellos le dijo al oído:
—Picarona, has conseguido lo que querías. Se te nota el amor por todos los poros.
¿Sería posible que se le notara?
Tal vez por eso se sentía más cerca de ellos espiritualmente. Porque amaba a Lorenzo, y el amor hace más cariñosos a los humanos.
Sonrió. Fue lo único que supo hacer en aquel instante. Luego fue hacia su padre.
—Papá...
—Hola, hijita. Estás muy guapa.
—Ya me lo ha dicho Loren.
Don Salvador se echó a reír.
—Es la obligación de un marido galante.
—Papá —se enojó—. Que Lorenzo no me dice esas cosas por obligación.
El caballero le dio una palmada en el hombro.
—Vamos a comer. Doly y Perico no vendrán hasta después, cuando Perico cierre la consulta. Estoy contento de teneros aquí a todos —añadió, lanzando una mirada en torno—. Es como si..., como si aún fuerais pequeños, viviera vuestra madre y os sintiera inocentes en torno a mí.
Estaba emocionado, todos los hijos, incluyendo a Paula y Loren, le rodearon. Hablaban todos a la vez. Después pasaron al comedor. Empezaba a llover.
—Lástima —dijo don Salvador a los postres, pasando con sus hijos al salón contiguo, con el fin de tomar el café y hacer allí la tertulia— que no haga buen tiempo. Esta finca es para que luzca el sol.
—Lo esencial —dijo Paula— es que estamos a tu lado.
—Gracias, querida.
—¿Qué os parece si jugáramos un julepe? —propuso Gerardo.
Loren miró a Fefa.
«Quisiera estar solo contigo —dijeron sus ojos—, pero no es posible. Hemos venido a acompañar a tu padre no a sentir nuestra propia satisfacción».
Ella lo miró largamente, admitiendo aquella razón.
Se sentaron uno junto a otro. Fefa sintió la rodilla de Loren en la suya. Lo miró de nuevo. Se puso roja como la grana.
Él deslizó la mano por debajo de la mesa y apresó los dedos femeninos. Los de ella se perdieron apasionadamente en los otros.
Empezó el juego. Durante más de tres horas les apasionó la disputa. Don Salvador reía. Era la primera vez en muchos años, que tenía reunidos a sus hijos. A media tarde llegaron Doly y Perico. Los recibieron con algazara.
* * *
Llovía torrencialmente. Fefa se acercó al balcón y apoyó la cabeza en el cristal. Sintió tras ella la acompasada respiración de Lorenzo y sus manos en la cintura. Sin volverse, susurró:
—Loren...
—Estás triste.
—No.
—Te ocurre algo.
—Emocionada.
La tapaba con todo su cuerpo. Fefa no se volvió todavía. Sentía la boca de Loren en su garganta. Al fondo del salón todos hablaban a la vez, sin fijarse en ellos.
—¿Por nosotros? ¿Por ellos?
—Por todos, Loren.
—Te entristece la lluvia.
—Un poco.
—¿Quieres que vayamos a dar un paseo por la casa?
Se estremeció. No sabía si lo deseaba. Sabía, sí, que sentía algo extraño dentro de sí, como si la lucha sostenida consigo misma, estuviera llegando a su fin.
—¿Quieres...?
—Después —dijo bajísimo.
—¿Me temes?
—No digas eso.
—Hace horas que no te beso.
—Loren...
—Te gustan mis besos.
Aspiró hondo. ¿Se respiraba mal allí, o era su corazón que se ensanchaba y no le cabía en el pecho y le ahogaba en la garganta?
—Di.
—Sí.
Las manos de Loren en su cintura se hacían acariciantes.
—Eh, vosotros —chilló Gerardo—. Dejad el amor para más tarde. Estamos apostando una jugada.
Se volvieron con nostalgia, como si el sortilegio se rompiera en mil pedazos, y ellos lo sintieran.
—Dejad de apostar —exclamó don Salvador—. Se han pasado las horas sin sentir. Lo mejor será dirigirnos al comedor a cenar.
Loren rodeó la espalda de su mujer y la miró a los ojos. Fefa, por primera vez, no le hurtó los suyos.
—Eres feliz —susurró él sin preguntar.
—Sí.
—¿Por estar junto a ti?
Ella asintió con un breve movimiento de cabeza.
Alguien los empujó. Rieron tras ellos.
—Estáis empalagosísimos —rio Paula.
Fefa suspiró.
—Ellos no comprenden —le dijo Loren al oído, tan bajo, que más adivinó que oyó sus palabras—. No se dan cuenta de que para nosotros todo es novedad.
—Sí.
—Ellos están hartos de practicar el amor.
—Sí.
—¿Te has dormido, querida?
Lo miró largamente. Hubo de levantar la cabeza para hacerlo.
—Te escucho. Me gusta escuchar tu voz.
—Por la señal... —rezaba don Salvador, bendiciendo la mesa.
Fefa y Loren lo oían como en sueños.
Al fin de la cena pasaron de nuevo al salón.
—No sé qué costumbres serán las vuestras, Loren —dijo don Salvador mirando a este y luego a su hija—. Aquí no tenemos demasiadas comodidades. Tampoco disponemos de grandes habitaciones. Os he distribuido lo mejor que pude. Los gemelos dormirán en una sola cama —los miró—. Lo siento, muchachos.
—No te preocupes, papá —rio Jaime—. Si este ronca, le daré un empujón.
Todos se echaron a reír.
—Los demás tendréis que dormir también en una sola cama. Lo siento por Loren y Fefa, cuyas costumbres desconozco.
Fefa enrojeció. Sentía en su rostro la mirada de todos. ¡Una sola cama!
—¿Estás de acuerdo, Loren? ¿Y tú, Fefa?
—No te preocupes, Salvador —rio Loren, un sí es no aturdido—. Fefa y yo nunca ocupamos dos camas.
«Lo dice con aplomo. Yo no sería capaz de hablar en este instante», pensó la pobrecita Fefa, inexperta.
—Mejor es así. Entonces, ya que esto queda explicado y todos estáis de acuerdo, empecemos otra partida de julepe. Sigue lloviendo, la chimenea arde, estamos en casa, cubiertos y todos juntos. Demos gracias a Dios de que así sea.
* * *
Todos se despidieron del padre, en el salón. Los gemelos fueron los primeros en retirarse. Subieron corriendo las escaleras, uno tras otro.
—¿Cuándo se casan? —preguntó Loren, tratando de distraer a su mujer, pero dirigiéndose a su suegro.
—Qué sé yo. Germán cambia de novia todas las semanas, y Jaime, si bien tiene siempre la misma, me parece que la abandona con harta frecuencia.
—Hasta mañana, pareja.
Fefa movió los labios, pero de ellos no salió un sonido. Gerardo y Paula decían adiós con la mano desde mitad de la escalera.
—Hasta mañana, tórtolos —rio Doly, desapareciendo del brazo de su marido.
Ellos, los últimos, como si retrasaran deliberadamente aquel momento de verse a solas, frente a frente, con la aplastante verdad, que si bien para Loren no era un dilema, para Fefa era... una tremenda y loca inquietud.
Besó a su padre. Don Salvador le dio un golpecito en la nuca.
—Hasta mañana, pequeña.
Nadie se daba cuenta de que ella iba a dormir con su marido por primera vez. Ella sí lo sabía. ¿Dejar a Loren en el pasillo? ¿Permitir que durmiera en la alfombra?
—Estás muy callada, Fefa.
—Perdona..., perdona, papá.
—Hasta mañana, queridos. Sigue lloviendo —añadió sin transición, con la mayor naturalidad—. Es lo malo que tiene esta parte rodeada de montañas. Cuando empieza a llover no para en una semana.
Loren se limitó a asentir. Su pensamiento estaba centrado en Fefa, en la lucha que esta sostenía consigo misma.
Le pasó un brazo por los hombros y se dirigió con ella a la escalera. Subieron muy despacio. Se diría que temían mirarse.
Él empujó la puerta y susurró:
—Pasa, Fefa.
Lo miró, indecisa. Fue un segundo. Cruzó, y Lorenzo lo hizo tras ella, cerrando la puerta.
La alcoba era corriente y vulgar. Una alcoba como tantas otras de casa de aldea. Las paredes encaladas, el suelo de madera de roble. Dos cuadros en las paredes y una cama ancha al fondo. Dos sillas y dos mesitas de noche.
Se miraron tímidamente.
—Tú dirás... —dijo Loren con amargura—. No hay... duda. Se diría que está hecho, o bien para que nos encontremos, o para que nos perdamos definitivamente uno a otro.
Fefa no respondió. Se quitó la chaqueta y la dejó sobre una silla. Después se sentó en otra. Pero tampoco allí estuvo quieta. Se diría que mil demonios la pinchaban. Se puso en pie, siempre bajo la mirada de Loren, y se sentó en el borde de la cama. Como siempre trató de quitarse un zapato con el otro pie. Loren se arrodilló y la descalzó. Sin decir nada, sin que ella protestara, le quitó las medias.
Fefa cerró los ojos.
Lo sintió en seguida junto a ella.
—Fefa...
—Sí.
—¿Tienes sueño?
—No.
—¿Estás inquieta?
—Sí, puede que sí.
—¿Qué debo hacer?
Ella parpadeó. Asió su mano y la oprimió fuertemente.
—Fefa.
—Creo que... que...
—Quieres que me quede a tu lado.
Fefa asintió con un breve movimiento de cabeza. Loren, tembloroso, se sentó y la asió por la espalda, Cayó con ella hacia atrás.
—No quiero inquietarte —dijo roncamente—, no quiero.
—Me inquietas, aunque no quieras.
La besó. Fefa, por primera vez, dejó al descubierto su temperamento emocional. Había aprendido a besar, a fuerza de recibir besos de Loren. Lo besó con toda la locura de su ansiedad.
Don Salvador decía a gritos desde el vestíbulo:
—¿Quién de vosotros dejó las luces del salón encendidas?
—¿Qué dice tu padre?
—No sé. Solo quiero saber que tú... que tú... estás junto a mí, Loren. Solo eso.
—Me... me amas.
—¿Y qué es amor, si no es esto? ¿Qué es?
—Es esto, sí. Diferente para cada uno que lo vive.
—Perezosos —rezongaba don Salvador, caminando a lo largo del pasillo en dirección a su alcoba—. Si uno se fiara de los hijos pagaría de luz la renta de un año.
—Es tu padre.
—Ya lo sé.
—Me amas...
La respuesta de Fefa fue tan tenue, que Loren más bien la adivinó.
* * *
Don Salvador leyó en voz alta por enésima vez:
«Papá, perdónanos. Nos vamos de viaje. Hemos descubierto que nos falta aún mucho del viaje de novios. Vamos a terminarlo».
—Maldito si lo comprendo —rezongó don Salvador—. Tan contento como yo estaba teniéndolos a todos aquí.
Hubo risitas maliciosas de sus hijos.
Don Salvador, gruñó:
—¿Qué pasa? ¿Por qué os reís?
—Hace mucho que te has casado, papá. Por eso no puedes comprender.
—Si llevan no sé cuántos meses casados...
—Puede que, para los efectos, los hayas casado ayer. Y lo curioso es que los has casado tú.
—Gerardo..., no te comprendo.
—¿Qué importa, papá? —rio Doly—. Ellos son felices. Es lo único que nos interesa: saber que ya lo son.
—¡Vaya por Dios!
—¿Jugamos un julepe? —propuso un gemelo—. Sigue lloviendo.
* * *
El auto corría. Conducía Loren. Un Loren diferente, sonriente, irónico, cariñoso y apasionado. Y a su lado, colgada de su brazo y apoyada la cabeza en su hombro, una Fefa, radiante, ruborosa, tímida y vehemente.
—¿Adónde vamos?
—¿Qué importa? A disfrutar.
—Loren...
—Sí, mi vida.
—Te amo, ¿sabes? Como nunca creía que se pudiera amar. Con todo mi ser.
—Dilo otra vez.
—Con todo...
El auto se detuvo.
Eran deliciosos los besos de Loren. Unos besos que, como él dijo en una ocasión, llegaban al fondo del alma. Lo encendían todo. Unos besos muy distintos...
—Fefa..., me parece que estoy soñando.
—Estás viviendo.
—Sí. Pero me parece imposible. ¿Soy yo merecedor de tanta dicha?
—¿Y yo? ¿Lo soy yo?
La besaba larga, apasionadamente. Fefa enredaba sus brazos en el cuello masculino y, muy bajo, mirándole a los ojos, apartando un poco la cabeza, le decía:
—Adondequiera que me lleves, aunque sea al fin del mundo..., Loren, estando a tu lado...
—Pero ¿estoy vivo?
—No seas tonto.
—¿Lo estoy?
—Lo estás. Mira, espera...
Lo besaba ella. El auto parecía totalmente estacionado en mitad de la carretera. Otro coche tocaba el claxon tras ellos, pidiendo paso.
Loren se echó a reír y lo puso en marcha, soltando a Fefa con nostalgia. Ella recostó la cabeza de nuevo en su hombro. Quedamente, dijo:
—Nunca creí que se pudiera amar así. Pensé que todo era más difícil. Pero es muy fácil, Loren, vida mía, quererte a ti.
—Dilo otra vez.
—Quererte a ti...
Los autos cruzaban como flechas a su lado. Loren, en cambio, conducía despacio, como si temiera que aquel instante inefable fuera a terminar con la carrera. Pero no terminaba. Fefa iba allí, a su lado, y era suya.
F I N
Título original: Mi boda contigo
Corín Tellado, 1964