Publicado en
noviembre 21, 2022
Tomado del cuento de Oscar Wilde.
Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños acudían al jardín a jugar con el gigante.
Era un amplio y bello jardín, cubierto de hierba mullida y verde. Del césped nacían, aquí y allá, flores hermosas como estrellas, y doce melocotoneros rompían por la primavera en delicados capullos de tonos rosa y perla, y, con el otoño, daban fruta rica y abundante. Los pájaros llegaban a posarse en las ramas de los árboles y trinaban tan dulcemente que los niños suspendían sus juegos para escucharlos.
—¡Qué dichosos somos aquí! —se decían unos a otros.
"¿Qué hacéis aquí?" gritó el gigante.
Cierto día volvió el gigante. Había ido a visitar al ogro de Cornualles, con quien vivió por espacio de siete años. Transcurridos aquellos siete años el gigante había dicho cuanto tenía que decir, pues su conversación era limitada, y resolvió regresar a su castillo. Pero al llegar descubrió a los niños que retozaban en el jardín.
—¿Qué hacéis aquí ? —gritó el gigante con voz áspera, y los niños huyeron corriendo.— Mi jardín es mío y de nadie más, y eso bien puede entenderlo cualquiera. A nadie permitiré que juegue en él, a no ser yo mismo.
Y levantó un muro enorme alrededor del jardín, y fijó un letrero que decía:
QUIENES ENTREN AQUÍ SERÁN CASTIGADOS.
Era un gigante egoísta en grado extremo.
Los pobres niños ya no tenían jardín donde jugar. Intentaron jugar en el camino, pero estaba cubierto de polvo y duras piedras, y no les gustó. Después empezaron a vagar al pie del alto muro cuando salían de clase, y a añorar el hermoso jardín que quedaba al otro lado.
—¡Qué felices éramos allí! —exclamaban.
Las únicas criaturas que se mostraban complacidas eran la nieve y la escarcha.
Con el tiempo vino la primavera, y por toda la campiña aparecieron capullos y pajaritos. Únicamente en el jardín del gigante egoísta reinaba aún el invierno. Las aves no tenían ganas de cantar allí porque echaban de menos a los niños, y hasta los árboles se olvidaron de florecer. Cierta vez una hermosa flor asomó la cabeza entre la hierba, mas al ver el letrero, sintió tal piedad por los chiquitines que se recogió de nuevo en la tierra y se quedó dormida. Las únicas criaturas que se mostraban complacidas eran la nieve y la escarcha.
—La primavera se ha olvidado de este jardín —exclamaron—. Nos quedaremos aquí a vivir durante todo el año.
La nieve cubrió la hierba con su gran manto blanco y la escarcha pintó de plata todos los árboles del cercado. Hecho esto, invitaron al viento del septentrión a que viniera a hospedarse con ellas, y el viento acudió. Envuelto en pieles de los pies a la cabeza, se pasaba el día bramando por el jardín y derribando con su soplo el remate de las chimeneas.
—Este es un sitio encantador —comentaba—. Tenemos que decir al granizo que venga en seguida a visitarnos.
Y acudió el granizo. Todos los días, durante tres horas, sacudía el tejado del castillo hasta que acabó haciendo pedazos la mayoría de las pizarras, y luego dio en correr sin tregua alrededor del jardín, lo más de prisa que podía. Vestía de gris y su aliento era glacial.
—No acierto a comprender por qué tarda tanto en llegar la primavera —se decía el gigante egoísta, que, sentado a la Ventana, contemplaba su jardín blanco y helado—. Espero que algún día cambie el tiempo.
Pero la primavera no llegó al castillo, ni vino tampoco el verano. El otoño puso frutas de oro en todos los jardines, mas no dio ninguna al jardín del gigante.
—Es demasiado egoísta —explicó el otoño.
Y así el invierno reinaba siempre en aquel jardín, y el viento del septentrión, el granizo, la escarcha y la nieve danzaban a sus anchas entre los árboles.
Una mañana en que el gigante yacía despierto en su lecho, percibió una música bellísima. Tan dulce sonaba en sus oídos, que el gigante pensó que serían sin duda los músicos del Rey, de paso por el lugar. En realidad, era apenas un jilguerillo que cantaba frente a la ventana del gigante, pero hacía tanto tiempo que el egoísta no había oído el canto de un pájaro en su jardín, que aquel trino le pareció la música más hermosa del mundo. A continuación cesó de bramar el viento del septentrión y el granizo dejó de bailar encima de la cabeza del gigante, y por la ventana abierta llegó hasta él un perfume delicioso.
—Me parece que por fin ha venido la primavera —exclamó el gigante, y, saltando de la cama, se asomó afuera.
¿Qué fue lo que vio?
En cada árbol que podía ver estaba un niño.
Un espectáculo de lo más hermoso; eso vio el gigante. Los niños se habían introducido en el jardín por un agujero abierto en el muro y estaban ya encaramados en las ramas de los árboles. En cada uno de los árboles que el gigante podía distinguir estaba algún niño. Y los árboles se sentían tan felices con el regreso de los niños, que se habían cubierto de capullos y agitaban las ramas dulcemente sobre las cabezas infantiles. Los pájaros revoloteaban a más y mejor y trinaban alegremente; asomando por entre el verdor de la hierba, reían las flores. Era un cuadro delicioso, pero en cierto rincón del cercado imperaba aún el invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y en él se encontraba un pequeñuelo. Tan pequeño era que no conseguía alcanzar las ramas del árbol, y daba vueltas y más vueltas a su alrededor, llorando amargamente. El pobre árbol seguía cubierto por la nieve y la escarcha, y sobre él soplaba y rugía el viento del septentrión.
—¡Anda, amiguito! —le decía el árbol— ¡Súbete!
Y alargaba sus ramas hacia él lo más que podía, pero el niño era demasiado pequeñito.
Al contemplar aquel espectáculo, el gigante sintió que se le desgarraba el corazón.
—¡Qué egoísta he sido! —se dijo— Ahora comprendo por qué la primavera no quería venir aquí. Voy a subir a ese chiquitín a la copa del árbol, y luego tiraré el muro, y mi jardín se convertirá para siempre en lugar de recreo de los niños.
Pero en un rincón del jardín imperaba aún el invierno.
Estaba sinceramente arrepentido de lo que había hecho.
Descendió, pues, las escaleras, abrió la puerta principal sin hacer ruido y salió al jardín. Pero apenas lo vieron los niños, se asustaron a tal punto que huyeron a todo correr, y el invierno volvió a adueñarse del jardín. El único que permaneció en su sitio fue el chiquitín, pues tenía los ojos inundados de lágrimas y no vio llegar al gigante. Y el gigante se le acercó por detrás, lo levantó en una mano con dulzura y lo acomodó en el árbol. Al momento floreció el árbol, y los pajarillos vinieron a posarse en él y rompieron a cantar, y el chiquitín, alargando los brazos, rodeó con ellos el cuello del gigante y lo besó. Y los otros niños, viendo que el gigante ya no era malvado, regresaron corriendo, y con ellos volvió la primavera.
—Este jardín os pertenece, amiguitos —les dijo el gigante.
Y tomando un hacha enorme, derribó luego el muro. Y cuando los aldeanos pasaron a mediodía, de camino al mercado, encontraron al gigante jugando con los chiquillos en el más hermoso jardín que habían visto nunca.
El gigante lo acomodó en el árbol.
Los niños siguieron jugando allí todo el día, y al caer la tarde fueron en busca del gigante para despedirse.
—Pero, ¿dónde está vuestro compañerito? —les preguntó— ... El chiquitín a quien subí al árbol.
Era él a quien más quería el gigante, porque le había dado un beso.
—No lo sabemos —le contestaron los niños—. Se marchó.
—Decidle que no deje de volver mañana por aquí —les recomendó el gigante.
Pero sus amiguitos contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca antes lo habían visto. Y el gigante se quedé muy triste al oír aquello.
Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños acudían al jardín a jugar con el gigante. Mas el pequeñuelo preferido del gigante no volvió a aparecer. El gigante se mostraba muy bondadoso con todos los niños, pero echaba de menos a su primer amiguito y hablaba de él a menudo.
—¡Cuánto me gustaría verlo! —solía decir.
Y cuando los aldeanos pasaron, encontraron al gigante jugando.
Pasaron los años. El gigante envejeció mucho y tornóse un anciano decrépito. Ya no podía jugar cgn los niños, así que, sentado en una gran poltrona, se estaba admirando su jardín o viendo corretear a sus amiguitos.
—Tengo muchas flores bellísimas —comentaba—, pero los niños son las más hermosas de todas las flores.
Cierta mañana de invierno, mientras se vestía, el gigante se asomó a su ventana. Ya no le disgustaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y un descanso para las flores.
De repente vio algo que lo dejó maravillado y le hizo frotarse los ojos para mirar bien. Ante su vista se ofrecía un espectáculo en verdad asombroso. En el más apartado rincón del jardín crecía un árbol enteramente cubierto de flores blancas. De sus ramas doradas pendían hermosos frutos de plata, y a sus pies se erguía el chiquitín amado del gigante.
Lleno de alegría, corrió el gigante escaleras abajo y se lanzó al jardín. Cruzó a grandes zancadas el prado y llegó hasta el niño. Pero una vez que estuvo cerca de él, el gigante enrojeció de cólera y exclamó:
—¿Quién ha tenido el atrevimiento de hacerte daño?
"Los niños son las más hermosas de todas las flores."
Porque en la palma de las manos del niño aparecían las señales de sendos clavos, y se le veían también las marcas de otros dos clavos en las plantas de los pies.
—¿Quién ha osado herirte? —clamó el gigante— Dímelo y empuñaré mi mandoble y lo mataré.
—No —repuso el niño—: estas son las heridas del Amor.
—¿Quién eres? —preguntó el gigante, que, sobrecogido por extraño pavor, se dejó caer de rodillas ante el niño.
Y el niño sonrió al gigante y le dijo:
—En una ocasión me permitiste jugar en tu jardín. Hoy, vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.
Y esa misma tarde, cuando los niños entraron corriendo en el jardín, hallaron al gigante muerto al pie del árbol y todo cubierto de blancas flores.