Publicado en
noviembre 02, 2022
Mi tía Eulogia no tenía teléfono celular. Eso de que la ubicaran en cualquier parte, a cualquier hora, le parecía espantoso. Pero cuando conoció a Tomás, este le dijo: "No tener celular en estos días es como no tener identidad. Tienes que modernizarte, mujer". Y decidió comprarse uno...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Antes de conocer a Tomás, la tía Eulogia nunca había usado un teléfono celular. Les tenía pavor. Eso de poder ser ubicada en cualquier parte, a cualquier hora, por cualquier persona que conociese su número, le parecía simplemente espantoso. Se estaba quedando atrás, por cierto, era la única persona que ella conocía que no tenía celular. Sin embargo, se negaba rotundamente a entrar en esa parte de la tecnología. Pero un día cambió todo. Fue cuando conoció al tío de Tina Fernández.
Después del desastre con Alberto Donoso, el joven que conoció en un bar, Eulogia quedó con su autoestima un poco destruida. Se dio cuenta de que estaba joven para muchas cosas, pero no para hacer el amor con un hombre tantos años menor. La naturaleza es sabia, se dijo un día mirando una foto de Robert Redford y lamentándose de no ser una actriz de Hollywood para conocerlo. Su vida después de la catástrofe en ese cuarto de hotel se tornó bastante gris. En alguna parte de sí misma estaba empezando a conformarse. Me voy a quedar sin pareja, pensaba, prefiero eso a presenciar otro naufragio.
Un día de esos, Tina Fernández acudió en su ayuda.
—Déjate de cuentos. Tienes que conocer a mi tío Tomás. Ya te lo dije. Se parece a Robert Redford, es bastante mayor que tú. Está divorciado desde hace muchos años y muerto de ganas de rehacer su vida. Tienes que conocerlo.
Y así comenzó todo.
Tina propuso que se encontraran en un bar. Ella también iría, solamente para presentarlos, y una vez que se hubieran sonreído, los dejaría solos para que se conocieran.
Esa primera cita transcurrió como pasan casi siempre las primeras citas: Qué gusto conocerte, ¿cuánto tiempo hace que te separaste?, ¿dónde creciste?, ¿cuántos hijos tienes?... Todo muy correcto y muy formal. Tomás no se parecía en nada a Robert Redford, según constató Eulogia, pero era muy simpático. Y un tanto frenético.
Después de tomar algunas copas, la invitó a cenar a un buen restaurante. En el primer semáforo llamó por el teléfono celular para reservar la mejor mesa. En el segundo, llamó de nuevo para preguntar si tenían champán francés. Mi tía quedó con la boca abierta. Cuando estuvieron instalados en la mejor mesa del lugar frente a una botella de champán y dos copas, ella le preguntó cuántas veces usaba el celular en un día.
—Todas las necesarias —dijo él, y a continuación le pidió su número.
—No tengo celular—dijo mi tía mirándolo a los ojos, y temerosa de su reacción. ¿Pensaría que era anticuada?
—¿No tienes celular? ¿Y cómo se te ubica?
—En mi teléfono regular, y si no estoy, me dejan recado en la máquina contestadora. Después devuelvo las llamadas.
—¡Pero mujer, por Dios! No tener un celular en estos días es como no tener identidad. Tienes que modernizarte, ¡rejuvenecer!
Y eso fue todo lo que Eulogia necesitó para ir corriendo después de almuerzo a comprar un celular. En cuanto lo tuvo en sus manos llamó a Tomás para darle su número.
—¡Bienvenida al mundo de hoy! —bromeó Tomás desde el otro lado de la línea—. ¿Me has echado de menos?
—Aún no he tenido tiempo —dijo mi tía, sonriendo, y luego le explicó que estaba muy ocupada, tenía un montón de trabajo esperando en su escritorio, hablarían más tarde.
No alcanzaron a pasar cinco minutos cuando sonó su celular. Entusiasmada mi tía atendió la llamada. Era Tomás, claro, la única persona que conocía su número.
—¿Me has echado de menos?
—Sí, pero no puedo hablarte ahora, estoy llena de trabajo. ¿Qué tal si nos encontramos a tomar un trago esta tarde?
—¿A las cinco?
—A las cinco y media.
Transaron a las cinco y cuarto. Pero media hora más tarde, sonó el celular de nuevo.
—¿Todavía estás trabajando?
—Sí —respondió mi tía.
Y él le dijo que bueno, no la molestaría, entonces. Pero un cuarto de hora después volvió a llamarla.
—¿Qué te parece si nos encontramos a las cuatro?
—Te dije que estaba llena de trabajo, no puedo a las cuatro.
—¿Quiere decir que no me has echado de menos como yo?
—Pero, Tomás —y no supo qué más decirle. Ella apenas lo conocía, no podría echarlo de menos.
—Es un poco impulsivo tu tío —le comentó a Tina Fernández cuando esta entró a buscar un archivo.
—Es que ha estado solo demasiado tiempo. Me ha llamado a mi celular para decirme que está loco por ti.
En eso sonó el celular de Eulogia.
—¿Qué flores te gustan?
—Las rosas —contestó con un gesto de cansancio en la cara.
Una hora más tarde, su oficina estaba llena de rosas rojas. Y el celular sonando con insistencia.
—¿Te llegaron?
—Sí, sí, gracias, pero no debiste...
—¿No te gustaron?
—Sí, por supuesto que me gustaron, solo que...
—No te gustaron.
A todo esto dieron las cinco y cuarto, y mi tía voló al bar. Se le había pasado la tarde y no había alcanzado a terminar ni la mitad de su trabajo. El celular sonó dos veces mientras iba en el taxi. Sabía que era Tomás, así que no contestó. Pero a la tercera abrió el aparatito y ahí estaba su voz agitada, nerviosa, como si acabase de correr el maratón de New York.
—¡Son las cinco y veinte y no has llegado! ¿Vas a venir? Te estoy esperando. No faltes, por favor —le dijo angustiado.
—Estoy bajándome del taxi — dijo mi tía, sintiendo unos fuertes deseos de decirle al taxista: "Mire, joven, devuélvase, no vamos a esta dirección sino a mi casa", pero un pajarito le sopló al oído: "No lo hagas Eulogia, este tipo puede matarte si no llegas a encontrarte con él en cinco minutos más".
Iba bajándose del taxi cuando la musiquilla del celular volvió a asaltarla. A estas alturas odiaba la musiquilla, aquel aparatito, al taxista por haberla dejado enfrente de aquel bar, a Tina por tener un tío y a ella misma por tonta.
Al entrar en el bar lo vio. Estaba sentado ante la barra con el celular en la mano seguramente llamándola a ella.
—¿Qué te pasa con el celular? —le preguntó acercándose a él con una cara de pocos amigos, que hubiera aterrorizado al pretendiente más obtuso—. ¿No puedes dejar tranquilo ese aparato?
—¡No me hables así! —se molestó Tomás guardándose el celular en el bolsillo.
—¡No me has dejado tranquila en toda la tarde! No he podido hacer ni la mitad de mi trabajo, Tomás. ¿Para eso querías que me comprara uno de estos aparatos? ¿Para acosarme?
—¿Acosar? ¿Llamas acosar al interés que muestro por ti?
—Llamo acosar a 40 llamadas por el celular en el espacio de seis horas —vociferó mi tía, y dio media vuelta y se fue dejándolo con el vaso en la mano, el celular en el bolsillo y una cara de loco que hubiera espantado al barman de haber estado mirándolo.
Mi tía iba en el taxi cuando sonó el celular. Estuvo a punto de lanzarlo por la ventana, pero sintiendo que había sido extremadamente dura con Tomás, lo contestó:
—Quiero pedirte perdón —balbuceó Tomás con una voz bastante más calmada.
—No tiene importancia, pero no me vuelvas a llamar, por lo menos en los próximos 20 minutos —dijo mi tía ahora sonriendo.
Hablaron un par de segundos para decirse que al otro día lo intentarían de nuevo.
—Buenas tardes, que pases una buena noche, nos vemos mañana, Eulogia —se despidió Tomás.
Pero eso no fue todo. Dos semáforos más adelante el maldito celular estaba sonando de nuevo.
—¿Sigues enojada conmigo?
Y fue entonces cuando Eulogia explotó.
—Mira, Tomás, si me llamas una sola vez más, no en 20 minutos, sino en lo que te resta de vida, voy a acercarme a la policía para implantar una denuncia por acoso celular.
Llegó a su casa dispuesta a tirar el teléfono, pero de pronto se dio cuenta de que el aparatito le había salvado, si no la vida, al menos de empatarse con un sicótico. Y lo conservó.
ILUSTRACIÓN: TERESITA PARERA
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, SEPTIEMBRE 27 DEL 2005