Publicado en
noviembre 04, 2022
Río Volga
Este poderoso río, tan ruso como las botas de fieltro y el vodka, es una de las obras maestras de la naturaleza y uno de los principales actores de la historia.
Por George Feifer.
"EL VOLGA no es simplemente un río", musitó cerca de mí el marinero. "Es la corriente sanguínea de Rusia, su corazón y su alma. Por eso lo llamamos Matushka (querida madre) Volga".
Estábamos apoyados en la borda de un ligero barco de excursión por el Volga, contemplando al otro lado de las aguas una ruinosa aldea acurrucada, bajo la bruma matinal, en la ribera de oriente. El aire olía a tierra, a los extensos espacios abiertos de Rusia, y al propio río primordial que se extendía por delante de nosotros como si fuera hacia la eternidad.
Después de muchos años de oír durante mis viajes por Rusia comentarios como el de aquel marinero —mezcla de adoración, reverencia, respeto y creciente sentimiento "ruso" por Matushka Volga—, había decidido convencerme por mí mismo. Sólo está abierta a los extranjeros menos de una cuarta parte del río, pero es el sector más rico y desarrollado. Adquirí en Moscú un pasaje para un crucero de 12 días por el Volga, y emprendí el viaje.
Este río fue la cuna de la civilización rusa. Unas tribus nómadas establecieron en sus riberas los primeros poblados rusos, y oleadas subsiguientes de colonos escandinavos lo llamaron Volga, que significa "radiante" o "sagrado". Todavía siglos más tarde, el Volga constituía la principal vía para el transporte, las comunicaciones, la conquista militar... , todo ello de primerísima importancia para la unificación y el desarrollo de Rusia como nación real y definida. Sin Matushka, Rusia acaso sería hoy un país pobre e inaccesible.
A la especial situación geográlca del Volga es atribuible gran parte de su importancia histórica. Es el río más largo de Europa —3700 kilómetros desde sus fuentes hasta el delta—, y la superficie de su cuenca es mayor que las de Inglaterra, Francia, Alemania e Italia juntas. En medio de la notoria carencia de carreteras, su beneficioso paso por el corazón de Rusia hace del río un elemento primordial en todos los aspectos de la vida nacional; asimismo, sus centenares de afluentes lo unen a todos los confines del país. Uno de los tributarios de Matushka es por sí solo más largo que el célebre Rin de Alemania.
El extenso río nace en la sombreada meseta de Valdai, unos 480 kilómetros al noroeste de Moscú. Alimentado por nieves en deshielo, copiosísimas lluvias y poderosas corrientes subterráneas, describe un círculo hacia el este por encima de Moscú, atravesando el desvaído panorama del norte de Rusia con velocidad creciente. El río fluye a lo largo de unos 1600 kilómetros como la parte superior de un indeciso signo de interrogación, cuyo diámetro es aproximadamente la distancia entre París y Viena. Completando el semicírculo para regar una docena de las principales ciudades industriales de la Unión Soviética, el rabo del signo de interrogación avanza hacia el sur y cruza por un semidesierto recocido por el sol, antes de llegar finalmente a su delta —uno de los más grandes del mundo— en el mar Caspio.
Aun teniendo en cuenta que todo lo "ruso" evoca imágenes de vastedad, mi primera mirada al Volga superó cualquier expectativa. Poco después de entrar en él desde el canal Volga-Don, el Gogol, de 1600 toneladas, nuestro magnífico buque de excursión construido en Alemania Oriental, no era más que un puntito en el agua, pues Matushka tenía allí unos 20 kilómetros de ancho. No menos que en un gran océano, estábamos aislados en el mundo del río y sus distantes márgenes. Bajo un sol abrasador, el Gogol avanzaba suavemente río arriba a su velocidad de crucero de 12 nudos. "No crea que siempre es así", me advirtió un joven oficial del buque. "En invierno, lo que puede significar nada menos que seis meses del año, el hielo cierra completamente el río a la navegación. Entonces los marinos gozamos de un largo descanso".
Subí a cubierta y me las arreglé para que me invitaran a visitar el puente. El capitán, Roman Gainulin, aunque cordial, impregnó de propaganda la conversación. "El gobierno soviético ha hecho de toda la longitud del Volga un enorme proyecto de construcción: lo que nosotros llamamos rehacer el Volga", dijo. "El río ha sido ensanchado, ahondado, enderezado y provisto de un sistema combinado de presas, esclusas, canales y elementos auxiliares de la navegación. Ahora es la base de una sola red fluvial intercomunicada que sirve a los cinco millones y medio de kilómetros cuadrados de la Rusia europea, donde están enclavadas tres cuartas partes de la población y de las fábricas de la Unión Soviética. El alcance de nuestras obras de construcción es digno de la magnitud del Volga, ¡y todo ello para beneficio del pueblo soviético!"
Esto es exacto. Pero como tantos otros progresos económicos de la Unión Soviética, el "rehacer el Volga" se logró a costa de enormes sacrificios humanos, pues muchos de los pasmosos proyectos de ingeniería se llevaron a cabo con mano de obra forzada. El Volga es, sin lugar a dudas, un símbolo del progreso ruso, pero, además, simboliza las penalidades que el pueblo ruso parece destinado a soportar, aun en sus triunfos.
Las penalidades y el triunfo se convirtieron en algo más que símbolos durante la primera escala del Gogol en Volgogrado, gris centro industrial y ferroviario provincial. Durante el invierno de 1942 a 1943, el 95 por ciento de la ciudad quedó destruido cuando Volgogrado, conocido entonces como Stalingrado, fue teatro de una de las más titánicas batallas de la historia de la guerra entre los invasores alemanes y el acosado ejército rojo. Con el amado Matushka a sus espaldas y la ayuda del invierno ruso, el ejército rojo se aferró a una faja de terreno que podía muchas veces medirse en metros, hoy claramente delineada por señales puestas en cada calle y el esqueleto de un derruido molino harinero dejado como recuerdo. Los rusos resistieron primero el pavoroso asalto, y acabaron contraatacando y destrozando a los alemanes: fue aquella la primera gran derrota de la máquina guerrera de Hitler y cambió diametralmente el curso de la segunda guerra mundial.
No tardamos en salir de la atmósfera meridional y aproximarnos al corazón de la Rusia europea, donde el río adquiere su más característico aspecto. La ribera occidental es considerablemente más alta que la oriental, y a veces se eleva en empinadas escarpas. Más allá de las orillas parecen extenderse interminables extensiones de parduscas tierras de cultivo: la estepa. De vez en cuando surgen aquí y allá débiles indicios de civilización: una nueva fábrica o una tosca construcción, con elevados postes para los cables de alta tensión que salen de las gigantescas presas de Matushka; una aldea a la orilla del río. "Ahora tiene usted una impresión de la verdadera Rusia", me anunció el joven oficial. "Cuando nuestra gente piensa en Rusia, no se acuerda de Moscú ni de Leningrado, sino de lo que está usted mirando ahora. No se puede entender el espíritu de Rusia sin haber contemplado estas escenas íntimas del Volga".
Sin duda alguna, el río mismo está activo, en consonancia con su papel de arteria industrial del corazón del país. El Gogol encontró un tráfico continuo de todo tipo de embarcaciones fluviales: desde rainosas balsas con antiguos motores fuera de borda hasta grandes deslizadores nuevos, que pasaban bufando a nuestro lado. Había también flotas de ultramodernos buques mercantes y petroleros de altura cargados hasta los topes con los más vitales bienes de consumo que produce y exporta la Unión Soviética: madera, petróleo, carbón y otros minerales, cereales. Pasaban días sin que avistáramos una sola carretera o un puente. "A veces", dijo con orgullo el capitán Gainulin, "lo llamamos la calle mayor de Rusia".
Sin embargo, a pesar de toda esta actividad, la impresión general —y abrumadora— del río es de una calma perezosa. Hasta los hermosos buques mercantes nuevos parecen haber adquirido de pronto un peculiar y repentino aspecto hogareño ruso, después de unas semanas en el Volga. En vez de banderas, prendas de ropa colgadas a secar en cuerdas bajo cubierta: sostenes femeninos al lado de calzoncillos de punto, pues las tripulaciones de los barcos rusos son mixtas. Después de las horas de las comidas, los hombres juegan al fútbol en las largas y bajas cubiertas..., algo muy distinto de las docenas de relatos que había yo leído sobre la vida en el Volga.
En la literatura rusa prerrevolucionaria, el río era el equivalente del Oeste norteamericano; un territorio de frontera en el cual la gran aventura y el trabajo agobiante marchaban codo con codo. La suerte más aciaga correspondía a los indigentes campesinos contratados —porque resultaban más baratos que los caballos— para ponerles arneses y dedicarlos a subir a remolque las barcazas río arriba tirando desde las orillas. Cantando la famosa canción de los remeros del Volga, los infortunados tiraban de las cuerdas y se convertían en el símbolo de la miseria de Rusia en medio de su opulencia natural.
Una mañana pasó nuestro barco frente a una enorme fábrica nueva de automóviles construida por la compañía italiana Fiat. En aquel momento, las constantes apologías del Volga que hacía el capitán Gainulin, ensalzándolo como una vía económica vital, me parecieron justas: el río "rehecho" está ahora enlazado directamente con aguas internacionales. La maquinada para la nueva fábrica de Fiat llegó directamente desde el puerto italiano de Génova, a través del Mediterráneo, los mares Negro y de Azov, y aguas arriba por el río Don, el canal Volga-Don y el Volga, para descargar directamente en la fábrica en construcción. "¡Es extraordinario!" exclamó el capitán, entusiasmado. "¡Matushka ha abierto nuestro corazón industrial a todo el ancho mundo!"
Pero en aquel momento también caí en la cuenta de que en diez días no había visto una sola bandera extranjera en el río... y, efectivamente, tienen prohibida la entrada en él, excepto en circunstancias extraordinarias. "Las autoridades sienten un constante temor", me dijo un viejo moscovita amigo mío, antes de emprender el viaje, "de que alguien ponga una bomba en una esclusa del Volga y paralice los transportes". Hasta en el mismo Gogol las medidas de seguridad son tan rigurosas que sus pasajeros no podrían hacer un solo movimiento sin ser observados. Los extranjeros pueden viajar únicamente en barcos especiales a los cuales no tienen acceso los rusos que van de vacaciones; estos navíos, siguiendo la costumbre soviética, están acondicionados tanto para la comodidad de los pasajeros como para mantenerlos vigilados. Todos los pormenores de nuestro crucero, desde el paso por las importantes represas y ciudades industriales en plena noche hasta los agentes de la policía secreta apostados en garitas estratégicas, habían sido planeados cuidadosamente para que los pasajeros extranjeros pudiéramos oír, ver —y retratar— sólo lo que las autoridades quisieran.
Unos 800 kilómetros al norte de Volgogrado, el Gogol estaba pasando lentamente debajo del acantilado más alto de la ribera occidental, voluminoso farallón que obliga al río a desviarse acentuadamente hacia la izquierda. Desde esta cumbre, en el año 1670, los vigías de Stepan Razin, y quizá el mismo gran héroe popular en persona, reconocieron el terreno antes de avanzar con sus harapientas huestes. El arrojado caudillo, cosaco del Don que encabezó una de las más importantes revueltas campesinas, se apoderó de todo el Volga, desde el mar Caspio hasta aquí, junto con vastas extensiones de tierras contiguas. Capturado finalmente en 1671, se le envió a Moscú en una jaula por orden del zar Alexis, para decapitarlo y descuartizarlo en lo que hoy es la Plaza Roja... lo cual ayudó a que su memoria inspirara posteriores levantamientos de los delincuentes y oprimidos del país.
El buque atracó al día siguiente para que pudiéramos visitar una presa, nombrada, como tantas otras del país, en honor de Lenin. Cociéndose bajo el ardiente sol como un rascacielos caído en algún territorio evocador de las primitivas fronteras, la "Lenin" es una de las nueve grandes presas que recogen y encauzan la prodigiosa energía del Volga. Una de las nueve hace funcionar la central hidroeléctrica más poderosa de Europa; juntas, producen 50.000 millones de kilovatios-hora al año, la más grande cascada de energía de un solo origen en el mundo. Y aún hay en construcción presas mayores.
Navegando muy cerca de la ribera occidental, estábamos entonces entrando en el embalse Kuibyshev, uno de los más grandes lagos artificiales del planeta y una de las más grandes extensiones de agua dulce en Europa. Era difícil imaginar que este "mar", como lo llaman los marinos del Volga, no existiera hasta que se "rehizo" el río, y que 300 aldeas evacuadas estaban pudriéndose bajo los 25 metros de agua en cuya superficie nos hallábamos nosotros. También era difícil imaginar que un río pudiera proporcionar tan enorme caudal de agua. Porque, además de electricidad, Matushka provee a las principales ciudades de Rusia de un abastecimiento virtualmente inagotable de agua dulce; abastece incluso a Moscú, que está a 240 kilómetros de su más próximo meandro, "con bastante agua para llenar cada año un tren de buques cisterna que llegase desde aquella ciudad a la Luna", según afirma una guía turística rusa.
Nuestro recorrido terminó en Kazán, ciudad que en otro tiempo fue el cuartel general de tribus tártaras, cuyos salvajes jinetes guerreros mantuvieron a Rusia bajo su yugo durante siglos. Miré por última vez el Gogol desde el antiguo kremlin (palabra que en ruso significa "fortaleza") de Kazán, cuando el buque estaba atracado al lado de una docena de barcos de excursión más pequeños, en el puerto local de pasajeros. Si hubiera viajado unos cientos de kilómetros más río arriba, me habría acercado más a la Rusia primitiva, pues hoy el río atraviesa aún vastas extensiones de aislado bosque norteño, moteado de vez en cuando por cabañas de troncos. Pero todos los extranjeros teníamos que regresar en avión a Moscú, y ni siquiera pude volver a hablar con los marinos amigos: cuando el Gogol echó la última amarra, aquellos hombres volvieron a observar una fría reserva.
No obstante, tornaron a mi mente las palabras del joven marinero que calificó al Volga de "corazón y alma" de Rusia. Aun sin ser ruso, ya nunca podré pensar en aquella vasta tierra sin Matushka.