LOS CUATRO JOHNS (Ellery Queen)
Publicado en
julio 12, 2022
PERSONAJES
Hay tres Johns: 1, el verdadero John, sólo conocido de su Hacedor; 2, el ideal John de John, jamás el verdadero, y a menudo muy distinto a él; 3... nunca el verdadero John, ni el John de John, sino con frecuencia muy distinto a ambos.
Oliver Wendell Holmes
«El Autócrata de la Mesa del Desayuno»
PRÓLOGO
Mervyn Gray estaba sentado en una mesita del fondo de la cafetería «El Parnaso», cerca de la Universidad de California, en Berkeley. Estudiaba con mucho afán una hoja de papel en la que había cuatro nombres escritos. Hacía horas que había pedido café. De vez en cuando alargaba la mano hacia la taza y descubría que el café estaba frío.
La camarera le había llenado la taza dos veces. Era ya tarde y estaban a punto de cerrar; la camarera estaba ansiosa por verle marchar con sus problemas a otra parte. Un estudiante de la Universidad comentando sus notas, decidió la joven, mal dormido, mal nutrido y acosado por las preocupaciones. Los estudiantes habían acudido siempre a la cafetería y seguirían acudiendo. Indudablemente, ese joven, a pesar de toda su desesperación, sobreviviría.
La camarera se equivocaba en todos los conceptos. Mervyn Gray no era un estudiante; era ayudante de un catedrático. Y no tenía ninguna confianza en la supervivencia. Dos días atrás casi había sido envenenado; el día anterior una bala pasó a pocos centímetros de su cabeza; mañana, si había que creer al no identificado enemigo —y Mervyn creía en él—, Mervyn estaría muerto.
Lo más claro, presentar una queja a la Policía, no podía ser objeto de consideración por varios motivos. Para mejor o peor, el asunto se erguía entre él y su enemigo, un enemigo que, según le parecía a Mervyn, tenía todas las ventajas.
Se frotó las sienes. Cuatro hombres, cuatro hombres. ¿Cuál? Contempló el papel, buscando una brizna de inspiración.
Pero tuvo que sacudir su aturdida cabeza. Cogió la taza, y volvió a darse cuenta de que el café estaba frío. Se lo bebió y entornó los párpados. Le dolían, como si estuvieran envarados. Los levantó. «¿Cuál?»
Con infinito cuidado volvió a ordenar sus ideas. Existía un problema; por tanto, tenía que haber una solución. Revisó su lógica cadena de hechos, desde los sucesos del viernes, catorce de junio, por entre una semana y media, hasta el veinticuatro del mismo mes, en Berkeley. El débil eslabón de la cadena, que derivaba de Harriet Brill y Susie Hazelwood, era el primero. Sin embargo, tenía que empezar por algún sitio, por muy confuso que fuese el origen. En cuyo caso, la cadena, una vez más, le conduciría a cuatro nombres... y ahí se detendría.
Estaba demasiado cerca del problema, ésta era la gran dificultad. Tenía que retroceder, desentenderse, adquirir una perspectiva. Claro que esto era más fácil de decir que de hacer. Si hubiese un medio de definir las variantes, tal vez pudiese ocuparse de las mismas una a una... Mervyn sintió como si estuviese sumergiéndose bajo un océano de dientes de león.
Respiró profundamente, y volvió a inclinarse sobre la lista. Alguien, metódicamente, con toda malicia, intentaba destruirle. Uno de los cuatro hombres: ¿cuál? ¿No habría forma de aislarle de los otros tres inocentes? ¿No existía un reactivo que pudiera teñirle con el color de la culpabilidad? «Si fuese un psicólogo, Dios no lo quiera —pensó Mervyn—, podría llevar a cabo una serie de tests.» Manchas de tinta que adoptan el rostro de seres con las cuencas vacías de los ojos... o «Chevrolets» verdes... O asociaciones de palabras:
Amor (odio)
Excitación (Mary)
Carretera (Sur)
Coche (Desvanecido)
John (¿Cuál?)
Elección de preguntas múltiples: Su nombre es X. Tú odias a un hombre llamado Mervyn Gray (M. G.). Tú, por tanto:
a) Vas a M. G. francamente, le expones tus quejas, y procuras llegar a un arreglo.
b) Revelas tus sentimientos a amigos mutuos, para que sepan qué clase de villano es M. G.
c) Te vengas de M. G. por una serie de actos hostiles.
d) Decides que es mejor vivir y dejar vivir, y dejas en paz a M. G.
e) Matas a M. G.
Mervyn esbozó una triste sonrisa. Desentrañar los tests no era difícil; era lo que estaba debajo lo que contaba.
Esquematizó un plano, dando a los cuatro nombres una lista de atributos, desde el 0 al 10.
John John John John
Boce Viviano Thompson Pilgrim
Osadía 10 10 4 8
Impulso 4 6 5 4
Venganza 3 8 3 6
Imaginación 1 7 5 10
Perversidad 9 4 2 8
Destreza 4 2 7 6
Persistencia 8 4 6 5
Duplicidad 6 3 10 1
____________________
TOTAL 45 44 42 48
A Mervyn no le disgustó el plano. El método era arbitrario, y vagos los atributos, subjetivos los cálculos, pero las sumas se aproximaban a su propio criterio. No tardó, empero, en dejar de mostrarse divertido ante aquella lista. Planos, adivinanzas, intuiciones... todo inútil. Todo era inútil. Estaba combatiendo contra una sombra. Apretó los puños, súbitamente encolerizado.
Problema: solución.
John.
John ¿quién? ¿Qué John?
En la cafetería entró una rubia de veinte años, vistiendo una faldita gris y un suéter castaño oscuro. En un grupo de novatas de la Universidad, habría pasado inadvertida; no era alta y su figura resultaba un tanto masculina. Pero sus rasgos eran muy cambiantes, ya graves, ya maliciosos, ya inocentes como los de un bebé, o diestros, prudentes y hasta tristes.
A la vista de Mervyn Gray vaciló, instantáneamente pensativa. Luego, recorrió la fila de mesitas y se deslizó en el asiento fronterizo al del joven.
Mervyn levantó la mirada.
—Susie.
—Es tarde —dijo Susie Hazelwood. Miró la hoja de papel que se hallaba sobre la mesa, en la que Mervyn había pergeñado su plano. El joven lo dobló y lo metió en un bolsillo. Susie añadió, burlonamente—: ¿Secretos?
—Ojalá no hubiera ninguno —dijo Mervyn, desde lo más recóndito de su alma.
—Mis secretos son todos triviales. Apenas pienso en ellos.
La camarera se acercó a la mesita.
—Cerraremos dentro de cinco minutos.
—Sólo café —pidió Susie—. Con leche —Mervyn estaba mirando hacia la puerta. Susie siguió su mirada—. ¿Alguien que conoces?
—Nuestra amiga y vecina, Harriet. Una mujer imposible. Iba a entrar y ha cambiado de idea. Posiblemente al verme.
—Harriet piensa que estás loco. Tú y tu juego idiota.
—¿Qué juego idiota?
Frunciendo los labios, la joven imitó la voz de Mervyn.
—Ojalá la Luna estuviese hecha de queso verde. Nunca habría habido bastante queso en casa; lo usábamos como premio en nuestros juegos del Monopolio, en los que papá siempre ganaba. Empleaba dados cargados, por lo que yo le odiaba.
«Aquel juego...»
—Subestimas a Harriet —continuó Susie—. Sabe perfectamente a dónde vas, y te considera un pobre loco.
—Harriet es muy lista.
—Creo que odias a los psicólogos.
—A los psicólogos como Harriet.
La camarera trajo el café para Susie. Mervyn calló mientras la joven se servía la leche. Luego se inclinó hacia delante.
—Hablando de secretos, cuéntame los tuyos.
—Tengo muy pocos —replicó Susie, sonriendo y agitando la cucharilla en la taza.
—¿Por qué se marchó tu hermana Mary a Los Ángeles?
Susie reflexionó.
—Podría decírtelo, si lo supiera, pero no es así. No, de veras.
—¿Tu propia hermana? — Mervyn la miró con incredulidad.
—Podría adivinarlo —contestó Susie, encogiéndose de hombros—, si supiese por qué te interesa tanto. Claro que estabas... o estás aún, enamorado de ella. Y supongo que éste es suficiente motivo —había cierta hostilidad en el tono de la joven—. Quieres a Mary, ¿verdad?
Mervyn sonrió con falsedad.
—¿Qué entiendes por amor? Se ama de muchas maneras. Adoración. Amor platónico. Amor carnal. El amor de un vaquero por su caballo. El amor materno.
—Mary no es una iglesia, ni un caballo, ni una madre.
—También se puede conjugar el verbo amar. Yo amo, tú amas...
—Estás eludiendo mi pregunta. Contéstame, por favor. Es importante.
Mervyn reflexionó.
—Lo diré de esta manera —contestó al fin—. Si yo fuese un náufrago en una isla desierta y Mary llegase en una balsa, no le ordenaría que volviera al mar.
—¿Estás o no enamorado de ella?
—Eres excesivamente insistente.
—¿Contestarás?
—Es una pregunta tonta. Todo el mundo ama a Mary. Es una institución local.
—No pienses que me siento ofendida —Susie hizo una mueca—. ¿Por qué? Todo el mundo es bueno conmigo. Soy la hermanita de Mary, feliz incluso para una cita a ciegas. Y me pongo enferma de alegría cuando un tal Mervyn Gray me invita a salir.
Mervyn rió nervioso.
—¿Hermanita? ¿Es esto lo que piensas de ti misma?
—¿Y tú, qué opinas de ti?
—Oh, un don Quijote moderno. O el tipo de quien escribió A. E. Housman, el que dejó su corbata Dios sabe dónde.
—Literario, como de costumbre.
Mervyn enarcó una ceja ante aquel inesperado ataque.
—Enseño literatura inglesa. Leo libros.
—No te disculpes. No tienes que avergonzarte de ello.
Mervyn suspiró.
—Eres perversa —se acordó del plano y de sus cálculos—. Tienes un diez.
—¿Y esto es bueno o malo?
—Eres muy perversa. ¿Y si me dijeses con quién se marchó Mary?
Susie se acomodó en su asiento, contemplando a Mervyn por entre sus entornados párpados.
—¿Estás celoso?
—No.
—Entonces, ¿a qué tanto afán?
—Algún día te lo explicaré.
—Está bien. Te diré todo aquello que sé con seguridad. El viernes, catorce de junio, Mary terminó sus exámenes.
—Lo sé. Yo finalicé de examinar aquel mismo día.
—Bien, después concertó una cita con John.
—También lo sé. Pero, ¿qué John?
—Harriet, la fuente de información, afirma no tener la menor pista. Ni yo tampoco.
—Es la primera vez que Harriet no lo sabe todo.
La camarera se acercó a la mesa.
—Las doce. Vamos a cerrar.
Susie insistió en pagar su café. Ya en la caja, al buscar Mervyn su cartera, sacó el plano. Iba a romperlo cuando cambió de idea y volvió a guardárselo. Una idea cruzó por su cerebro. Volvió a sacar el plano una vez más y estudió los atributos. Interesantes. Mucho. Iluminadores... ¿Se atrevería a tomarlos en serio?
Cogió el cambio y se reunió con Susie en la calle. La joven le contempló con curiosidad. Mervyn exhaló un suspiro.
—Bien, bien...
—¿Bien por qué?
—Por el veinticuatro de junio. Hoy es veinticinco. El día que tenía que estar muerto.
—Para mí es el veinticuatro —replicó Susie—. Aún no me he acostado.
Mervyn contempló el cielo.
—Hermosa noche. Mira la Luna. Y estas nubes como pulmones.
—¿No es lo que podría llamarse un cielo aborregado?
—Imagínate una noche como ésta en el mar.
—Eres un romántico.
—Algunas personas me llaman realista brutal. Para Harriet soy un loco. No sé por qué.
—Tal vez porque eres medio romántico y medio realista bruto.
Bajaron por la avenida del Telégrafo y llegaron hasta el «Volkswagen» azul de Mervyn. El joven abrió la portezuela. Susie vaciló un segundo y al fin subió. Mervyn se deslizó en el asiento del conductor y miró a Susie.
—Creo que he sabido algo. Sí, acaba de ocurrírseme una cosa.
—¿Qué?
Antes de contestar, Mervyn puso en marcha el auto, internándose entre el tráfico.
—Es un asunto complicado. ¿Tienes que irte inmediatamente a casa?
—No.
Mervyn la contempló con su más retorcida sonrisa.
—No en veinticuatro de junio. Traería mala suerte.
—Vayamos a Reno y casémonos.
—Estamos ya a veinticinco.
—Para mí todavía es veinticuatro, ya te lo he dicho.
—¿Me rechazas? — sacó el plano del bolsillo. Accionó el conmutador de la luz y le pasó el plano a la joven. Ésta lo estudió con entera atención—. ¿Qué te parece?
—En conjunto, me parece estúpido. Algunos de los titulares son siniestros.
—Ha ocurrido algo siniestro. ¿No has sabido nada de Mary?
—No —el semblante de Susie estaba impasible.
—Hace una semana.
—Y media.
—¿No piensas que pueda haber sufrido un accidente?
Susie no contestó.
—¿Que podría estar muerta?
Susie continuó como una estatua. Estaban atravesando un largo túnel; las luces del mismo relampagueaban sobre sus rostros.
—¿Bien? — preguntó Mervyn—. ¿Se te ha ocurrido?
—Naturalmente.
Salieron del túnel y siguieron la carretera entre oscuras montañas. Mervyn eligió cuidadosamente sus palabras.
—He estado pensando en esta situación —una pausa—. Creo que Mary ha muerto.
Susie guardó silencio. Luego:
—¿Por qué no has ido a la Policía?
Mervyn pareció apenado.
—Soy miembro de la Facultad. Esto significa que soy como la mujer del César. No puedo esquivar la maldad, aunque ni siquiera sé qué significa este vocablo.
Susie dejó escapar un sonido escéptico por entre sus dientes.
—¿Piensas que soy excesivamente precavido?
—Entre otras, también se me ha ocurrido esta idea.
—Los emolumentos de un ayudante de profesor son escasos. Si me mantengo puro conseguiré un empleo de instructor en el semestre de otoño. Y esto es sólo la mitad. Mi tesis es una traducción de la gesta provenzal, cum comentarios. Es la especialidad del viejo Burton, y me prometió una cátedra tan pronto como consiga mi diploma. Ésta sería una promoción absolutamente meteórica, la ilusión de toda una vida. Considera ahora los titulares: «Instructor de California interrogado sobre una muerte sexual.» Ya podría empezar a buscar otro empleo.
—Con que fue una muerte sexual —la voz de Susie era muy baja.
—Esto es lo que dirían los periódicos.
—Cuéntame algo más sobre la muerte sexual de mi hermana.
—No seas obtusa, Susie. cínicamente cité este titular ante el hipotético caso de verme envuelto en un hipotético crimen.
Susie golpeó el plano.
—Si es tan hipotético, ¿a qué viene esto?
—Según Harriet —contestó Mervyn, como si le estuviera hablando a una niña—, Mary concertó una cita con «John». En cuyo caso, lo más natural es que John y Mary se encontrasen.
—No tienes imaginación y creo que es muy importante para un crimen sexual. Casi indispensable.
—Si fue un crimen sexual. Si hubo crimen. Naturalmente, hay ruedas dentro de ruedas.
—Naturalmente —asintió Susie, como ante un chiste particular. Volvió a estudiar el plano—. ¿Y si me tomo esto en serio? Tal vez estemos en camino de hacer colgar a John Pilgrim. O mejor, a John Boce. Su puntuación casi es tan alta como la de aquél y vive más cerca.
—Mi plano no parece haberte impresionado.
—Es tonto.
—Si dispones los atributos en círculo, como una rueda de colores, verás que todos los colores se combinan suavemente. Por ejemplo: imaginación, destreza y persistencia igualan a impulso. Lo que intento decirte es que estos atributos son sólo puntos en torno a una circunferencia. Yo no lo llamaría círculo. El total señala la extensión de la zona rodeada.
—Muy hábil.
—¿No crees que hablo en serio?
—Pienso que hace diez minutos insultaste a Harriet por ser una psicóloga.
—Tendré que explicártelo.
—Ojalá puedas. Por el momento, me estoy preguntando si mi hermana está viva o muerta.
—Está muerta.
1
Los apartamentos de «Yerba Buena Jardín», un par de complejos de dos plantas con seis apartamentos cada uno, se contemplaban mutuamente a través de un patio formado por rectángulos simétricos. Había una minúscula fuente en el centro del patio, y una faja de tierra con palmeras, hierba pampera, dalias y bambúes enanos, lo cual formaba el «jardín». Mary y Susie Hazelwood ocupaban el apartamento 12, al extremo del tercio superior de la unidad sur. La psicóloga Harriet Brill tenía el apartamento 10, al final de la balconada. En medio, en el número 11, residía la vieja señora Bridey Kelly, una maestra retirada y viuda, que estaba muy interesada en Dios. El apartamento 9, directamente debajo del de Susie y Mary, estaba vacante. En el 8 vivía un matrimonio viejo que solía pasar casi todo el tiempo en Méjico. El séptimo alojaba con irregularidad a un grupo de azafatas que llegaban y se marchaban a horas imprevistas, y a quienes nadie conocía.
En el complejo norte, directamente enfrente del de Mary y Susie, pero en el piso inferior, Mervyn Gray ocupaba el apartamento 3. El 2 estaba desocupado. En el apartamento 1, enfrente de Harriet Brill, aunque también en la planta inferior, vivía John Boce. Los números 4, 5 y 6 del piso superior, estaban alquilados a tres parejas obreras que formaban una especie de sociedad común.
La mañana del viernes, catorce de junio, Mary Hazelwood, ya a punto de graduarse en la Universidad, había terminado sus exámenes. A las ocho de la noche dejó el apartamento 12. Vestía un traje azul celeste y un abrigo de verano de color gris, y llevaba una maleta en la mano derecha. Bajó al patio, salió a la acera y no se la volvió a ver.
A nadie le había confiado sus planes, y menos aún a su hermana Susie, a la que amaba pero con la que se peleaba con frecuencia.
Harriet Brill fue la persona que reconoció haber visto a Mary por última vez. A las seis había entrado en el apartamento 12 sin llamar, y encontró a Mary, enroscada en el sofá, hablando por teléfono. Harriet había entrado de puntillas por si la joven se volvía a mirarla. Mary, sin embargo, terminó la conversación.
—No sé cómo, pero estoy segura de que lo arreglarás... Por favor, John, ¿llegarás puntual por una vez...? Por favor... Naturalmente, te quiero. ¿A quién si no...? Bien, entonces... Adiós.
Las palabras de afecto eran frecuentes en Mary, por lo que Harriet no les otorgó ninguna significación. Más tarde ya no estuvo tan segura.
Mary se puso de pie. No demostró sorpresa ante la presencia de Harriet; posiblemente, ya sabía que estaba allí.
—Tendrás que perdonarme —le dijo—, pero tengo mucha prisa. He de ducharme, cambiarme, preparar una maleta y sólo me queda una hora.
—¿Vas a algún sitio? — le preguntó Harriet, chispeantes las pupilas de curiosidad.
—A Tombuctú. A la Luna. A los montes tártaros. Tal vez a Los Ángeles.
—¡Diantre! ¡Estás muy animada!
—Los exámenes han terminado. Soy una mujer libre. ¡Hurra!
—Huelo un misterio. ¿Vas a fugarte?
Mary se echó a reír, con aquella risa contagiosa que reducía a los hombres a la servidumbre (si su físico no lo había logrado aún).
—Podría hacer algo peor. Tengo veintidós años y estoy soltera. Prácticamente, soy una solterona —pasó al cuarto de baño y soltó el agua de la ducha.
Harriet, con treinta años y soltera, giró sobre sus tacones y salió. No sentía gran afecto por Mary ni por Susie, aunque con la primera estaba más a gusto. Las dos hermanas tenían profundos aguijones. Sólo porque eran bonitas y con buen tipo pensaban que podían pasar por la vida dando codazos a los demás. Harriet se preguntó quién sería ese John que acaparaba el amor de Mary.
El mundo de Mary estaba lleno de Johns. Harriet los conocía a todos. John Boce, John Viviano, John Thompson, John Pilgrim. Mary los amaba a todos, seguro. Harriet se burlaba de los trucos que la joven empleaba para atraer la atención de los cuatro. La popularidad era uno, la baratura otro. Pocas personas sabían leer en el interior de la muchacha, a través de su fachada. Los ingenuos y hábiles coqueteos, las bromas, las risas... todo ello protegía una enorme sensualidad. Muchos hombres parecían estar ciegos... o no importarles. Por ejemplo, el ofensivo, aunque guapo, Mervyn Gray, del apartamento 3. Y el querido John Boce, sólido y confortable como un viejo roble. Gracias a Dios comenzaba a demostrar más estabilidad.
Harriet regresó a su apartamento. Era alta, con hombros y piernas delgados que por desdicha acentuaban sus abultadas caderas. Llevaba el cabello negro estirado hacia atrás, lo que acentuaba la pureza clásica de sus rasgos. Harriet estaba graduada en psicología y tenía algunos empleos como consultante psicóloga. Era muy aficionada a las violentas blusas campesinas, a las sandalias de esparto y a las joyas mejicanas; andaba despacio y bailaba como una posesa. Sus muros exhibían copias de los más incomprensibles cuadros de Picasso y Klee; además de sus obras técnicas, su librería albergaba a Kafka, Henry Miller, Sartre, Camus, Aldous Huxley, Bertrand Russell, C. Wright Mills y Lawrence Durrel, así como un grupo de exóticos libros de cocina de los que extraía comidas completamente insípidas.
Se preparó una taza de té y especuló sobre la identidad de «John». No le importaba, pero... Cogió el teléfono y marcó un número. Luego colgó al oír sonar el timbre.
Se mordió el labio inferior. Finalmente, en desafío, volvió a marcar el mismo número. El timbre sonó... tres... cuatro... cinco veces. No contestó nadie. Harriet devolvió el receptor a su horquilla con un grave chasquido.
Volvió a levantarlo y llamó al «Bancroft Textbook Exchange», donde Susie había aceptado un empleo temporal durante el final del semestre. Susie era una principiante, una socióloga. Hubo una corta espera mientras llamaban a Susie.
—¿Hola? Susie Hazelwood —la voz de la joven, como de costumbre, era de engreimiento.
—Aquí Harriet. ¿Tienes mucho trabajo?
—¿En este manicomio? Siempre hay trabajo.
—Oh... Pensé que podríamos charlar un rato.
—¿Qué ha ocurrido? — preguntó Susie con frialdad.
—¿Ocurrido? Nada. Pero he estado pensando en Mary. No sabía que se marchase, Susie. Por lo visto a Los Ángeles —a Harriet la molestó el silencio de Susie. Una sorpresa—. ¿Sabías que se marchaba?
—Bien, más o menos. No había esperado... Ha terminado los exámenes, y nada la retiene.
—Vuestro hogar está por allí, ¿verdad?
—En Ventura.
—Supongo que Mary irá a visitarlo.
—No lo sé.
—¿No? ¿Es tu propia hermana, eh? ¡Deberías avergonzarte!
—Procuramos no inmiscuirnos en los asuntos personales de cada una.
Hubo un corto silencio. Harriet decidió que el desaire, no lo era en absoluto.
—¿Quién es ese «John» con el que se va?
—¿Quién es quién? — la voz de Susie sonó intrigada.
Harriet le repitió la conversación que había sorprendido.
—Como soy curiosa, quisiera saber quién es ese John.
—No tengo idea.
—Seguramente, John Boce —sugirió Harriet—. Siempre ha estado fascinado por Mary.
—Es posible.
—Parecía muy excitada y llena de malicia. Ya conoces a Mary. Pero hoy más. Y —añadió Harriet con tono confidencial— no negó que tal vez se casase.
—Seguramente no negó tampoco que fuese a ingresar en la Legión Extranjera.
—Bien, Susie, al fin y al cabo, cuando una chica...
—Perdóname, Harriet. Tengo un cliente. ¿En otro momento...? — y colgó.
Harriet se levantó del sofá muy enfadada. Ya debía haberse figurado que la pequeña víbora no le diría nada. Se sirvió otra taza de té, salió al balcón y miró hacia el patio, preguntándose qué le reservaba el futuro.
Se abrió la puerta del apartamento 11. La señora Kelly, una gruesa mujer con artritismo, y más de setenta años, salió al balcón. Volvió a cerrar la puerta, miró a Harriet de soslayo, probó la cerradura y se dirigió a la escalerita. Tenía un rostro blandengue, con pocas arrugas y el cabello blanco, todavía rizado, cayéndole en ondas a los lados, como un par de enormes palomitas de maíz. Siempre pasaba de prisa por delante del apartamento 10, pero con Harriet apoyada en la barandilla no tuvo más remedio que detenerse.
—Buenas tardes, señora Kelly —la saludó Harriet—. La invito a una taza de té.
—No, gracias. Llegaré muy tarde a mi junta del comité —la señora Kelly pasaba la mayor parte de su tiempo en el sótano de la nueva iglesia, organizando subastas, tómbolas, cenas...
—Tendría que comprarse un dos plazas como el mío —le aconsejó Harriet—. No tendría que correr tanto.
—No sabría cómo meterme por entre el tráfico —la señora Kelly miró más allá de Harriet y movió la cabeza—. Oh, querida, estos peldaños. Cada día son más altos. Si no consigo un apartamento en la planta baja, tendré que mudarme.
—¡Oh, no! — gritó Harriet—. ¡Desde aquí arriba hay una vista estupenda del patio!
Pero la señora Kelly ya había reanudado la marcha.
Harriet contempló cómo la pesada figura bajaba la escalera; luego, encogiéndose de hombros, cogió su taza y regresó adentro.
Era hora de que se preparase para su cita. Había hecho sus planes. Sabía exactamente qué llevaría, y se había comprado una onza de un perfume muy caro. «Latchof», decía la etiqueta del frasco. ¡No era moco de pavo! Pero seguramente servía para excitar a un francés o un egipcio. Hubiera querido estar segura. Y si se pagaba tributo a tan provocador aroma... Esta noche sería una mujer pura. El encanto era algo más que un tributo de la juventud, y ésta no era necesariamente cuestión de edad. ¡Qué cosa tan milagrosa esto que se llama sexo! Interesante, muy interesante. Harriet lo sabía; lo había leído todo en El Sexo y la Joven Soltera de Kraft—Ebing, y no necesitaba que nadie se lo explicase. Especialmente una pequeña provinciana como Mary. Harriet continuó arreglándose para aquella velada.
2
El sábado por la mañana, quince de junio, Harriet utilizó el accidente de la señora Kelly para visitar a Susie. Pero la puerta del apartamento 12 no estaba entornada. Tuvo que llamar al timbre.
Transcurrió un minuto. Al cabo, Susie, envuelta en una toalla de baño blanca, abrió la puerta.
—¡Dormilona! — rió Harriet—. ¿Las once y aún dormida?
Entró, cediéndole el paso Susie, tras proferir un gruñido.
Harriet se plantó en el centro de la habitación, mirando animadamente en todas direcciones.
—¿Se marchó Mary?
Susie se dejó caer en el diván. Parecía molesta, adormilada y con ganas de estar sola.
—Supongo que sí. Yo llegué muy tarde.
—Pobrecita... —se condolió Harriet—. Te haré café.
Corrió a la cocinita, buscó el café y se dispuso a hervir agua.
—Tendrías que comprar un «Chemex». Es más difícil, pero hace un café delicioso. El agua tiene que calentarse exactamente a ciento ochenta y siete grados.
La respuesta de Susie fue ininteligible. Harriet la contempló de reojo. ¡No lo sabía!
Harriet puso el agua al fuego, volvió al saloncito y se acomodó en un sillón.
—¿Entonces no viste a Mary antes de que se marcase.
—Sólo unos instantes.
—¿Y supiste quién es «John»?
—No se lo pregunté.
—¿Cuánto tiempo estará fuera? Espero que no se case,
Susie se encogió de hombros, sin concederle interés al asunto.
—Mary es tan popular y tan graciosa, sería una lástima que se casase tan pronto —continuó Harriet.
Hubo un momento de silencio, que Susie no pareció dispuesta a romper. Enroscó las piernas bajo la toalla de baño, instalándose acurrucada en un extremo del sofá.
—Pobre señora Kelly —exclamó Harriet—. Tendré que volver a llamar al hospital.
Susie mostró ahora cierto interés.
—¿Qué le ha pasado a la señora Kelly?
—Se cayó en la escalera —dijo Harriet en voz baja.
—¡Qué horrible! ¿Se rompió algo?
—La pelvis y la clavícula. Y la pierna izquierda. Susie parpadeó.
—¡Pobre vieja!
—Es un milagro que esté con vida.
—¿Cuándo ocurrió?
—Anoche, a las ocho. Estaba yo a punto de salir cuando oí un trastazo tremendo. Corrí afuera y allí estaba ella, como un montón de ropas. Pensé que estaba muerta.
—¿Dónde está ahora?
—Con las hermanas de la Caridad. Llamé esta mañana y me contestaron que no sabían si saldría del trance con vida.
Susie quedó sumida en el silencio. Harriet volvió a la cocina, y redujo la llama del fogón.
—¿Vienes a la fiesta?
—¿Fiesta? — Susie pronunció la palabra como si fuese sinónimo de «leprosería».
—Seguro que será divertida —exclamó Harriet—. Es una casa magnífica. Todo limpio, sencillo, moderno.
—¿Quién es?
—Oleg, naturalmente. Tendrías que venir.
—No me han invitado. Ni siquiera conozco a ese tipo.
—Claro que sí, tonta. El marido de la señora Malinski.
Susie asintió distraídamente. La señora Malinski era ayudante del superintendente de la biblioteca universitaria, donde tanto Mary como Harriet pasaban gran parte de su tiempo.
—John... John Boce, mencionó una fiesta —dijo Susie pensativa.
—Oh, ¿conque sales con John? — saltó Harriet al punto.
Susie torció los labios.
—No es así, en realidad. No... no estoy segura de mis sentimientos.
Harriet volvió a la cocina y, por fin, regresó con dos tazas de café.
—John conoce a Oleg del laboratorio. Es un técnico de no sé qué.
—¿Quién? ¿John Boce?
—Oh, no... John Boce no distingue un matraz de una retorta. Es contable —le entregó a Susie la taza de café y volvió a sentarse en el sillón—. No creo que Mary renuncie a la biblioteca —rió después—. Llamaré a John Thompson y lo averiguaré. Excepto que sea él quien la mantenga escondida. Tal vez Mary se fugó realmente con John Thompson —miró a Susie inquisitivamente.
—No es imposible —asintió Susie. Y tomó un sorbo de café.
Harriet se puso de pie.
—Bien, supongo que debo irme...
Susie no intentó disuadirla y la otra se marchó. Durante un momento después de haberse cerrado la puerta, Susie permaneció sentada. Luego dejó la taza y empezó a llorar.
Harriet, al regresar a su apartamento, vio a John Boce que entraba en el patio, procedente de la calle. Levantó un brazo a guisa de saludo, y Harriet se asomó invitadoramente a la barandilla. Boce era un tipo corpulento, pálido, complaciente, carirredondo. Sus vestidos estaban arrugados; tenía barriga; sus ojos parpadeaban constantemente detrás de sus gafas con montura de oro; su nariz era larga y gruesa. Era generoso con su tiempo y precavido con su dinero. Ante el fastidio de Harriet, no aflojó el paso. La joven penetró en su apartamento.
El contable fue hasta el final del patio, se detuvo delante del apartamento 3, y llamó con un tabaleo popular. Esperó y volvió a llamar: ta—ta—ta—ta—ta, rap—rap.
Mervyn Gray abrió la puerta. Iba descalzo y llevaba una bata de baño, azul.
—Te he despertado —bromeó Boce—. ¿Por qué no duermes de noche? — pasó adentro, buscó con la mirada una butaca y se dejó caer en ella con un gruñido.
Mervyn se acomodó en el sofá, frotándose los ojos.
—Supongo que tendrás un buen motivo para molestarme.
—Es mediodía, querido, mediodía —de pronto, su semblante se puso lúgubre—. Bien, tengo un problema, ahora que lo has preguntado.
—Por favor, cuéntaselo a otro.
El contable asió los brazos de la butaca y los palmoteó briosamente.
—Ésta es la situación. Esta noche hay una fiesta. Pensé que podrías cederme uno de tus coches. Nuestro coche, en realidad.
—¿Por qué no me lo pagas? — refunfuñó Mervyn—. Entonces sería tuyo.
—No me siento culpable, si es lo que te preocupa.
—Es el dinero lo que me preocupa. ¿Quieres el coche o no? Si no...
—No te precipites. Lo quiero, pero también quiero que me hagas una rebaja.
—¿Menos de doscientos pavos? Harriet está convencida de que estoy loco. Un comerciante me dará doscientos cincuenta.
—Ni que fuese un «Cadillac» nuevo.
—Olvídalo —Mervyn se encogió de hombros—. Busca algo mejor.
—Un momento. Concedo que el coche es básicamente bueno. Pero reconocerás que tiene algunos defectos. La capota está en mal estado. Y la ignición...
—No tienes que preocuparte si has perdido la llave.
—No es preocupación. Me gustan las llaves. Y las válvulas tampoco marchan bien. Y la pintura no está...
—Por esto no te pido cuatrocientos dólares.
John Boce se irguió sorprendido y luego rió a carcajadas.
—¡Tienes un sentido del humor muy gracioso!
—Sí, soy un payaso —asintió Mervyn—. Oye, mañana pondré un anuncio en el periódico. Y ahora ¿quieres largarte?
—No tan de prisa. Hay una fiesta esta noche. Quería hacer una prueba final con el coche para decidirme.
—Lo has probado, comprobado, archiprobado y requeteprobado durante tres meses. ¿No te da vergüenza?
—Mervyn, soy muy pobre. Tengo que ahorrar cada centavo.
Mervyn pasó a su cocinita y volvió al saloncito con una lata de cerveza. Bebió, ignorando la sed de John Boce.
—¡Hijo de una perra! — bufó Boce. Se puso de pie, fue al refrigerador, buscó una lata de cerveza, la abrió y volvió a su butaca—. A veces pienso en ti, Mervyn —una pausa—. ¿Sabes lo de Mary?
—¿Qué le pasa?
—Ella y Susie tuvieron una disputa. Y Mary se ha largado a Los Ángeles.
Mervyn inclinó la lata de cerveza.
—¿Una separación permanente?
—Creo que no. ¿Qué sería la vida sin Mary? Tan dulce, tan cariñosa... tan besucona.
—¡Cerdo!
Boce contempló a Mervyn con crítica.
—¡Sarcástico bastardo! A veces sospecho que no bromeas.
—Cada vez que trato de embromar a alguien, el embromado soy yo.
—Esto quise decir. Es posible que el cerdo seas tú. Mervyn reflexionó unos momentos. — Éste es el peligro.
—Sé positivo y refiérete a mí como justo, generoso y de gran corazón.
—Ya veo que todavía te interesa mi «Chevrolet».
—Te daré ciento cincuenta al contado y tú arreglarás la ignición y la capota.
—De acuerdo. Si tú arrojas tu reloj de pulsera.
—¿Mi «Rolex» de trescientos dólares? — Boce se miró la muñeca, que no sostenía el reloj. Parpadeó—. ¿Lo habré perdido? No, está en el cuarto de baño. Tiene que estar allí. Al menos, anoche... Bien, me he llevado un susto —se puso de pie—. Puesto que no quieres venderme el coche...
—No quiero «regalarte» mi coche.
—... ni quieres prestármelo, y como acompañaré a tu chica a la fiesta, puesto que Mary no está...
—¿Mi chica? ¿Cuál?
—Susie.
—¡Llévate a esa potranca y que te aproveche!
—En vista de todas estas circunstancias, supongo que tendré que rogarte que vengas con nosotros.
—Ya veo que se trata de una invitación espontánea.
—No rechaces las bondades de esta vida. Cógelas al vuelo.
Mervyn se acurrucó en el sofá.
—Creí que estabas saliendo con Harriet —sonrió—. Un gran amor. Susie afirma que Harriet te aceptará cuando se lo propongas.
—¡Bah! Primero planeo casarme con Mary Hazelwood.
—Sería estupendo —alabó Mervyn.
—Si no fuese por Mary, me enamoraría de su hermana. Es bonita, aseada y... virginal —miró de reojo a Mervyn—. ¿Verdad?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Nunca he intentado averiguarlo.
—Creí que... Bien, ojalá poseyese yo tus atractivos naturales.
—Dieta. Ejercicio. Y menos cerveza... especialmente la mía.
—Y me quedaré hecho una anguila —protestó Boce—. Estoy gordo para proteger mi personalidad. Mary se burla de mí, me pellizca la nariz y me alborota el pelo. Yo podría ser su tío. Bien ¿por qué no? Soy gordo y avuncular. Pero supongamos que hago dieta, ejercicio, corro, salto, bebo mi cerveza y acabo perdiendo cuarenta kilos. Estaré orgulloso de mí mismo. Estaré ágil, atlético, tendré un buen perfil. ¿Y después? Mary seguirá riéndose de mí, pellizcándome la nariz y alborotándome el pelo.
—Mary no quiere un hombre sino un tío, por lo visto. Que es lo que yo decidí hace tres meses.
Boce asintió de mal humor.
—¿Conque el gran mago Mervyn Gray no logró tañir la campanita?
—Ni siquiera lo intenté.
El contable quedó silencioso. Terminó su cerveza.
—¿Bien? ¿Vendrás a la fiesta? ¿Tú y tu coche?
—No estaré mucho tiempo. ¿Dónde es?
—En la colina, donde Oleg Malinski. ¿Lo conoces?
—No.
—Es ingeniero óptico, un genio. Esta noche asará un cordero. Habrá mucha gente, con que será mejor llegar temprano.
John Boce se marchó. Mervyn se tendió en el sofá, reflexionando. Tenía que vender el «Chevrolet», porque sin la llave del encendido, había pasado a ser propiedad pública. Gruñó, colocó los pies en el suelo y permaneció sentado con la cabeza entre las manos. Sus pensamientos le ponían enfermo.
Fue al baño, se duchó, se afeitó, se pasó un peine por el cabello y se contempló en el espejo con desaprobación. Era demasiado guapo, al estilo de los ídolos de los espectáculos mejicanos. Su piel era del color de la aceituna clara, ojos celestes, largas pestañas, cabello negro y poblado. Llevaba ropas sobrias, ya que gustaba de cultivar su sentido de la seriedad. Pero los grises y azules acentuaban su colorido, y su sobriedad era a menudo interpretada como arrogancia, narcisismo o estupidez. Por tanto, Mervyn se había refugiado en el siglo doce, donde podía estar a gusto con los cantares y las gestas, las baladas y los virelais de los juglares provenzales.
Mary Hazelwood también resultaba de su gusto. Mary, de aspecto exuberante y feliz, tomaba la vida como venía. Para ella el amor era una actividad tan necesaria como respirar. Coqueteaba con John Boce, con el cartero, con el asmático nieto de la señora Kelly, con Mervyn Gray... con todos, absolutamente con todos.
Mervyn estaba divertido y encantado; en compañía de la joven podía abandonar el siglo doce y su fachada de frialdad calculada. Sin embargo, la tradición de la belle dame sans merci le impulsaba a ser cauto; además, estaba Susie, quien también poseía sus propios encantos.
Susie era aún más extraña que Mary. Mervyn comprendía que ser la hermana pequeña de Mary le planteaba a la joven un serio problema. Sin embargo, poseía cuanto necesitaba para crearse su propia personalidad. Mervyn no podía sondear los sentimientos de la muchacha hacia él. ¿Le consideraba simplemente como un instrumento útil en sus maquinaciones... fuesen éstas cuales fuesen? La había besado dos veces, y a ella había parecido gustarle, para luego mostrarse más fría y distante que antes. Mientras tanto, Mary era Mary: bella hasta oprimir cualquier corazón, encantadora, provocativa y tan difícil de poseer como un rayo de sol. ¡Imposible no amar a Mary! Y quizá, para quien tuviera el corazón roto, imposible no odiarla también...
A las seis, John Boce penetró en el saloncito de Mervyn. Llevaba un traje de tergal marrón y zapatos amarillos. Su larga nariz estaba brillante y le chispeaban los ojos.
—Allons, mes enfants! —gritó—. En avant! Au moutonl ¡Lo huelo desde aquí! ¡Las chicas nos esperan! ¡De prisa, de prisa!
—¿Chicas en plural?
—Harriet viene con nosotros —Boce miró a Mervyn por el rabillo del ojo. Al no oír la protesta, lanzó un prolongado suspiro—. ¿Bien, muchacho, estás listo? Iremos en el convertible, ¿eh? Hay más espacio.
—Tengo el «Volkswagen» a mano. El otro está en el garaje.
El contable comenzó a gruñir, pero Mervyn ya había salido fuera. Susie y Harriet estaban aguardando junto a la fuentecilla del centro del patio. Susie lucía un conjunto de color eucalipto, y había conseguido poner cierto orden en su cabellera. Tenía los dedos de su mano izquierda apretados contra su muslo, señal de descontento o tensión. Harriet llevaba pantalones negros bajo una faldita roja, con un suéter peruano verdinegro, de un dibujo confuso y complicado.
Subieron por la calle hasta donde Mervyn tenía aparcado el «Volkswagen». Trató de colocar a John Boce con Harriet en los asientos posteriores, pero el gordo protestó con tanta vehemencia que Susie, sonriendo torvamente, se sentó delante, y aún quejándose, Boce se acomodó junto al conductor.
Mervyn le interrogó.
—¿A dónde vamos?
—Panorámica arriba. Casi en lo alto. No creo que lleguemos con este maldito cacharro.
—No sé si tendré bastante gasolina.
—Tienes el depósito de reserva. Una vez lleguemos allí, hay una pendiente. Vamos, chico, movámonos. El cordero sólo tiene cuatro piernas. Y habrá una para cada uno de nosotros si llegamos los primeros.
—Sólo son las seis. No puedes tener hambre.
—Siempre tengo hambre.
Mervyn puso en marcha el coche, arrancando hacia la Universidad. John Boce iba sentado al borde del asiento, contemplando el tráfico con cierto nerviosismo.
—Tuerce por el próximo bloque... Párate. Luz de tráfico... Tuerce ahora. Bancroft arriba. Señal de parada. Para. ¡Para! ¿Estás ciego, Mervyn?
Mervyn vio la oportunidad de hacer una jugada.
—Sí, nunca veo las cosas. No sé por qué. Tal vez porque las detesto. Estas cosas altas con cabezas coloradas. Me recuerdan algo, aunque ignoro qué. ¿Mi madre? Puede ser...
—¿Tenía el cabello rojo tu madre? — inquirió Harriet desde atrás.
—No lo recuerdo bien. Murió cuando yo tenía dieciséis años.
—Oh —exclamó Harriet.
—No le hagas caso —dijo Susie.
Bajo la dirección de Boce, Mervyn emprendió la carretera de la Panorámica, una carretera estrecha y tortuosa que parecía subir al cielo, con la bahía extendiéndose abajo, y San Francisco como un conjunto de minúsculas torrecitas al oeste, velado por la bruma.
Oleg y Olga Malinski habitaban una casa de cristal y madera roja encaramada increíblemente sobre un promontorio. En un claro había ya aparcados una docena de vehículos, y Boce se inclinó hacia delante mientras Mervyn buscaba un sitio libre.
—John —gritó Harriet de pronto—, pensaba preguntártelo y se me olvidó. ¿Te llamó Mary ayer, antes de irse?
Hubo un instante de profundo silencio. Susie y Mervyn miraron a John Boce, cuya nariz había enrojecido.
—¿Por qué tenía que llamarme?
—Habló con un tal John y le pidió que fuese puntual. Sé que no fue a ti, claro...
—¿Entonces, por qué me lo preguntas? — rezongó Boce.
—Mary conoce a muchos Johns —dijo Susie con indiferencia—. Y Peters, Wilburs, Dicks...
—Cuando hayas aparcado este trasto, saldré —le gritó el gordo a Mervyn.
El joven frenó finalmente.
—Tú guías.
La residencia de los Malinski era esencialmente un vasto salón. Había también dos o tres cuartitos para bañarse y dormir. Una terraza delante de toda la fachada parecía estar colgando en el vacío. Debajo y más allá se extendían las grises ciudades, la dorada bahía, el cielo, donde ya se estaban congregando los colores del crepúsculo.
Los coches aparcados a lo largo de la Panorámica habían asustado injustificadamente a John Boce; sólo se veían ocho o diez invitados. Se hallaban reunidos a un extremo de la terraza, donde un cordero estaba asándose sobre unas brasas. A su lado estaba Oleg Malinski, un hombre ágil, bajito, con una prominente cabeza. Un grueso bigote ocultaba su labio superior. Sus gestos eran extravagantes. Bebía vino rojo en un vaso mejicano, giraba el cordero, discurseaba con calor al auditorio reunido en torno al fuego y manoteaba constantemente. Boce corrió a reunirse con el grupo.
—Oleg —exclamó—, ya estoy aquí. ¡Qué magnífico cordero!
—¡Imbécil! Lo has arruinado todo —gritó alguien—. No puedo resistir la idea de comer cordero. Me había hecho la ilusión de que era un elefante.
—Tocaremos a más, entonces —se alegró Boce—. ¿Hay alguien más a quien pueda fastidiar?
Mervyn, Susie y Harriet llegaron a la terraza, y Boce presentó al joven. Oleg le tendió distraídamente la mano que sostenía el atizador.
—A Harriet ya la conozco, y a Susie, claro. ¿Dónde está tu efervescente hermana?
Susie se encogió ligeramente de hombros. Fue Harriet quien contestó, animadamente.
—¿No lo sabe? Se ha fugado.
Oleg Malinski levantó dramáticamente el atizador.
—¡No! ¡No creo lo que oigo! ¿Quién ha podido triunfar donde yo fracasé?
—Un tal John —explicó Harriet. — ¿John? ¿John qué?
—Yo no —protestó Boce—. Prefiero contarle mis cuitas a este cordero.
—¡Por favor, no lo llames cordero! — gritó la misma voz.
Mervyn se acercó a la zona de la cocina a depositar el galón de vino rojo que había traído; del garrafón ya abierto sirvió tres vasos, dando uno a Susie y otro a Harriet. Oleg Malinski todavía seguía preocupado por la fuga de Mary.
—Debe tratarse de alguien a quien conoce. John Lloyd, ¿eres tú el culpable?
John Lloyd, de cuarenta años, delgado y desmedrado como un insecto, sonrió bonachón.
—¿Lo admitiría en presencia de mi mujer?
Ésta, de pies planos, gordinflona y de cara cuadrada le lanzó una mirada maliciosa.
—Creo que no podemos considerar a John Lloyd como candidato —reconoció Oleg.
—Hay que considerarle imposible —proclamó John Boce—. En más de un sentido.
—Juro —afirmó Lloyd— que no conocía a esa damita.
—Bien, John Lloyd: imposible. ¿Hay algún John sin esposa? — Oleg revistó a sus invitados—. Ahí veo a John Thompson, el bibliotecario. Persuasivo, hedonista, emprendedor, con el aroma de un privilegio especial, comprador de lo mejor de la vida.
Thompson, un hombre compacto, atezado, de treinta v cinco años, oyó la acusación con torva sonrisa. Tenía un aire de aplomo en su persona.
—Mi presupuesto apenas alcanza para comprar clips, mucho menos otras cosas.
—Fue un figura retórica —protestó Malinski—. En esta sociedad el encargado es el rey. Podrías con facilidad haber hecho que Mary soñase en los placeres del Olimpo; una almohada en su silla, una cinta púrpura en su máquina de escribir, unos minutos privilegiados para tomar café...
—Es cierto que poseo considerable poder —reconoció el bibliotecario Thompson—, pero en tal caso, ¿por qué estaría aquí ahora y no disfrutando de los frutos de la gratitud de Mary?
Oleg volvió al cordero.
—Algunos hombres se cansan pronto.
—No tan de prisa.
—Tal vez no. Pero mientras tanto, y sólo a guisa de prueba, te colocaremos en la categoría de los «Hartos En Seguida».
—Como quieras.
Susie se apartó del grupo.
—¡Son asquerosos! — musitó, en voz muy baja. Se dirigió al salón, se sentó y se puso a mirar por una ventana. Mervyn fue a sentarse a su lado. Ella le favoreció con una mirada venenosa, pero no dijo nada. Mervyn continuó bebiendo su vino rojo y chasqueando la lengua apreciativamente.
Llegaron más invitados; miembros de la Facultad, uno o dos escritores, un contingente del laboratorio de Radiaciones. Un hombre alto, delgado y con un buen perfil y ojos relucientes se inclinó hacia Susie.
—¡Mi querida señorita!
Susie le contempló con indiferencia.
—Hola.
—Raras veces la veo sin su hermana.
—Usualmente la llevo conmigo —Susie se apresuró a efectuar las presentaciones—. Mervyn Gray. John Viviano —éste saludó con cierta impaciencia.
Mervyn no hizo ningún esfuerzo por unirse a la conversación. La voz de John Viviano era alternativamente dura y melodiosa. La empleaba con el control de un virtuoso de la ópera. Habló de las películas en color y de los tonos de la tez; por lo visto, su trabajo eran las fotografías de modas. Oleg Malinski, que pasó junto al trío, señaló a John Viviano.
—Sin duda, tú eres el «John» que buscamos. Eres un galanteador de fama.
John Viviano se inclinó ante Susie.
—Estoy a tu servicio.
—No se trata de mí —sonrió la joven.
—No te estamos ofreciendo nuevas conquistas —le dijo Oleg a Viviano—. Te preguntamos por una antigua. ¿Qué has hecho con Mary?
—Querrás decir qué me gustaría hacer.
—La pregunta sigue en pie.
—No he hecho nada. Al menos, nada que deba avergonzarme. La vergüenza, que no conocen los niños ni los animales, me resulta igualmente desconocida.
—Entonces no eres el verdadero John.
—¿Verdadero para qué, Oleg?
—Mary se ha fugado con un John cuya identidad desconocemos.
Viviano miró brevemente en torno.
—Si tal cosa es cierta, felicito al sujeto. Si no, felicito a Mary.
Susie rió. El fotógrafo la contempló enarcando las cejas. No había dicho nada gracioso, ¿por qué se había reído la muchacha? Se sintió intrigado.
Olga Malinski salió de la cocina con una enorme bandeja que contenía arroz con carne. La esposa de Oleg no era más alta que su marido, y la mitad de su persona parecía ser su retocada cabellera, que casi ocultaba su rostro de agitanados rasgos. Llevó la bandeja a la terraza y la depositó sobre la mesa.
—¡El cordero está listo! — gritó Oleg—. Todos debéis prepararos —y todos acudieron corriendo.
El cordero fue un éxito: suculento, con un regusto a ajo, hierbas y pimienta.
Pasó la tarde y llegó la noche. Mervyn buscó a Susie y la encontró asomada a la barandilla, contemplando las brumosas ciudades. En silencio, se colocó a su lado. Ella empezó a tabalear con los dedos.
—Estoy cansada —dijo al fin—. ¿Volveremos pronto a casa?
—Cuando quieras... Oh, Oleg.
Malinski se había materializado al otro lado de Susie. Le escudriñó la cara.
—Te ocurre algo. ¿Es por Mary?
—En parte.
—Es raro que no se confiase a ti.
—No tanto. Tuvimos una pelea. En realidad, fui yo quien me enfadé. Y Mary se rió de mí.
—Así es ella. Sí. No me imagino a Mary perdiendo los estribos.
—Nada la afecta profundamente.
Oleg alzó la mano.
—Esto no es cierto, Susie. Por ejemplo, jamás permite que nadie atormente a un animal.
—Apedrearía a quien fuese. Lo ha hecho otras veces.
—Exactamente —asintió Oleg—. Como ves, Mary es capaz de sentir emociones.
—De cierta clase. Es frívola, una vampiresa perfecta. ¿Porque está loca por los hombres? En absoluto. Porque no es más que una adolescente a su edad. El coqueteo es un deporte para Mary. No siente nada, ni comprende a los hombres. A veces la asustan. Yo la he visto aterrorizada. Sin embargo, continúa coqueteando. Pero casi nunca... prácticamente nunca, se queda a solas con un hombre. Excepto uno. Éste la fascina, por la razón más simple del mundo: le muestra indiferencia. No le presta la menor atención. Y Mary ha picado.
—Sí, claro —suspiró Oleg.
—No hay nada que le recomiende. Es un poeta malísimo, un desdichado. Un canalla. Pero es el único hombre a quien Mary ha mirado dos veces.
—¿Se llama John? — preguntó Mervyn, que había callado todo el tiempo.
Susie asintió.
—John Pilgrim.
3
—No soy un tipo original —confesó Oleg Malinski en la oscuridad— y concedo que me sobrecoge cierta emoción cuando salgo aquí en una noche clara. Pero al contemplar estos millones de luces, estos miles de tejados, y aun sintiendo esta emoción, que en realidad no es más que una vibración, no puedo dejar de maravillarme ante el volumen de actividad humana que se desarrolla ante mis ojos. Resulta opresivo —Malinski extendió una mano—. Mirad allí. Mientras miramos, la muerte arrebata la vida de docenas de seres. Se consuman los casamientos. Nacen niños. Personas desdichadas piensan en el suicidio. Hay reuniones sociales, algunas de cierta especie. En algunas casas a oscuras, tal vez allí, o allá, un criminal halla a una joven aterrada que ha oído sus pasos. Sí, el canalla coloca sus manos en los hombros de la muchacha... En otras casas, la gente se contempla mutuamente o mira estúpidamente la televisión. Y en una de estas casas, ¿quién sabe?, tal vez Mary habla con su misterioso John.
Susie se estremeció.
Hubo un corto silencio.
—¿Has telefoneado a Ventura? — inquirió Oleg.
—No.
—Pues si consiguió convencer a «John», sea éste quien sea, para que la llevara a Ventura, ahora debe estar en su casa, y si tú hubieras llamado a tu casa ahora habrían terminado ya tus temores. ¿No es cierto, Mervyn?
—Sí, sí lo es.
—Pero no estoy preocupada —protestó Susie.
—En tal caso, pongámonos alegres. ¡Vamos, Susie, bailarás la czarda conmigo!
—No sé mucho.
—No es necesario saber. Yo soy un hombre que no sabe dar un paso y sin embargo las czardas me entusiasman.
—Tampoco siento entusiasmo por ellas.
—Entonces bailaré solo. De todas formas, hay vino para beber y quizás él te infundirá entusiasmo.
—In vino se supone que se halla veritas —asintió Susie con súbita energía—. Sí, vamos a beber.
Regresó al salón y se sirvió un vaso de vino. Luego se sentó en un diván. John Thompson estaba también allí, en animada conversación con una rubia que había sido presentada simplemente como Lalu. Llevaba una falda de franela negra, un cinturón de piel muy ancho y una blusa blanca. Iba descalza, y mientras escuchaba a John Thompson se rascaba los pies. Thompson no pareció ver a Susie, que en contraste con Lalu parecía seria y triste.
Mervyn volvió a llenar su vaso y se instaló en un rincón. Susie, evidentemente, había relegado al olvido la inminente partida, y Mervyn se alegró de poder estar sentado tranquilamente. Estaba de un humor que en él, usualmente, acompañaba a la fatiga. Era una curiosa sensación y no molesta. Veía cuanto pasaba como a través de una lente. Contempló la habitación. Susie estaba sentada decorosamente, sumida en sus pensamientos. A su lado, John Thompson inclinaba su cabeza hacia la rubia Lalu, y su expresión era de plácido contento. El bibliotecario pellizcó suavemente un brazo de la rubia. Ésta se inspeccionaba sus pies descalzos, rascándoselos, como si se tratase de un rito.
Un altercado al otro lado del salón atrajo la atención de Mervyn. John Boce y John Viviano no estaban de acuerdo. Boce se hallaba sentado en una silla de campaña, de lona, con las rodillas separadas, la barriga colgando, mientras Viviano se paseaba arriba y abajo, un manojo de nervios. El tema de la discusión parecía ser la definición de la belleza femenina. El contable se apoyaba en la Iliada.
—La mujer que botó un centenar de buques. Helena. No me digas que no pertenecía al tipo de los campos de concentración.
—¡Elegancia! — gritó el fotógrafo—. ¿Dónde está la elegancia en esas masas de carne? ¡Yo busco la belleza de los nervios!
Harriet se apresuró a ponerse del lado de Boce.
—En serio, Viviano, ¿no crees que los ideales cambian? Esto es cierto con respecto a las mujeres. ¿No encuentras atractivas a las mujeres pintadas por Rubens? ¿O por Vermeer?
—Rubens era holandés —replicó Viviano—. Y Vermeer no era mejor.
—El arte es universal —proclamó Harriet. Levantó su vaso con gesto grácil—. ¡Por el arte! — y apuró el vaso.
—¡Bah! — gruñó Viviano—. El arte es una palabra que nunca empleo. No tiene significado. Es un vocablo a propósito para las mujeres de cierta edad y para los buscadores de cultura.
—Pues te aseguro —declaró Boce— que cuando abrazo a una mujer me gusta sentir su carne. He visto chicas en las revistas de modas que parecen estar completamente secas.
Esto pareció ser el fin de la discusión.
Harriet se había reunido con Oleg, el cual estaba poniendo un disco en el «alta fidelidad». Las trompetas y los violines inundaron el salón. Oleg se llevó las manos a la cabeza y comenzó a ejecutar una especie de danza eslava. Harriet intentó seguirle, pero al cabo de unos pasos se decidió por el vino.
Mervyn miró hacia Susie y vio que le estaba mirando. Apartó la mirada antes de que él pudiera desentrañar su expresión.
Oleg Malinski, cansado del movido baile, paró la música.
—No se puede bailar solo. Beberemos vino y charlaremos.
—Yo ya he hablado —protestó Viviano—. Y también he bebido vino. Mañana debo vestir y fotografiar a cuatro hermosas mujeres.
—Indudablemente necesitarás tener muy despejada la cabeza —observó Oleg.
El fotógrafo hizo un gesto desdeñoso.
—No creas que es una delicia. Surgen muchos problemas. Sólo un hombre puede dominar a esas criaturas. Son como panteras enjauladas.
—Es un oficio divertido —opinó Boce—. Jamás había pensado en ello.
—Cada día se presentan nuevas dificultades —continuó Viviano—. ¿Sabes que soy como un dios para esas muchachas? Yo soy el agente que pone de manifiesto su belleza. Me adoran y blasfeman de mí. Bien, tengo que irme —saludó a derecha e izquierda, se inclinó ante Olga Malinski y salió del salón.
John Boce exhaló un profundo suspiro, con olor a ajos.
—Me alegro de ser normal. Me alegro de ser normal, sí.
Harriet se había sentado a sus pies con otro vaso de vino en la mano.
—Pero todavía no hemos sabido con quién se fugó Mary.
Oleg se atrajo una silla hacia sí.
—Es un problema fascinante. Presumiendo que los datos que poseemos sean correctos.
—Lo son —afirmó Harriet—. Oí a Mary con toda claridad. «John, ¿llegarás puntual por una vez?», dijo, y añadió: «Naturalmente, te quiero.»
Susie soltó una risita.
—¿Por qué tenía que preocuparse por la puntualidad? — exclamó Oleg, meneando la cabeza—. A menos, claro, que se trate de John Thompson, cuya falta de puntualidad es proverbial. Aún me hallo sorprendido de que haya llegado a tiempo esta noche. ¿Qué dices, John?
Thompson, apoyado en Lalu, rió pero no efectuó ningún comentario. Lalu le acariciaba el cabello.
—Harriet seguramente entendió mal el nombre —opinó Boce—. Debió oír Don o Ron o Lon.
—O Juan.
—O Con.
—O Ivonne.
—¿Fue Iván? ¿O Ivonne?
—Fue John —replicó Harriet.
El contable ahuecó sus mejillas.
—Susie, tú conoces a todos los que salen con Mary. ¿Cuántos Johns hay en su lista?
—Oh, no muchos. John Boce...
—i John Boce no! — gritó Harriet—. El «John» de Mary es mejor, más fuerte.
—John Thompson —continuó Susie, sin hacerle caso—, John Viviano... Yo se lo presenté a Mary.
Thompson se desentendió de Lalu, se incorporó en el sofá y se enderezó la corbata.
—Hay ese individuo que trabajó en la biblioteca. John Pilgrim. Lo despedí la semana pasada. A Mary parecía gustarle mucho.
—¡Hay que telefonear a ese tipo! — exigió John Boce—. Preguntarle si ha visto a Mary. O mejor aún, pedir que ella se ponga al aparato.
—John, no eres nada simpático —dijo Susie.
—Deja eso ahora —gruñó el aludido—. Hay que telefonear a ese canalla.
—Telefonéale tú mismo —le propuso Harriet.
—¡Naturalmente! ¿Dónde está el teléfono?
Oleg se lo indicó. Boce trastabilló por el salón, consultó la guía, luego marcó Informaciones, habló, escuchó y volvió a marcar. Todos los de la estancia estaban completamente inmóviles. Al quinto timbrazo contestó una voz.
—Déjeme hablar con Mary —exigió John Boce.
—Aquí no hay nadie que se llame Mary —replicó la voz. Era completamente audible para todos—. Se ha equivocado de número, amigo.
—¿Mary Hazelwood? ¿No es usted amigo de Mary Hazelwood?
—¡Váyase al infierno! — exclamó la voz.
Boce contempló tristemente el aparato y lentamente lo colocó en la horquilla.
—No admite nada.
Lalu se retrepó en el sofá, extendiendo sibaríticamente sus desnudas piernas.
—¿Por qué tantas molestias? — preguntó.
Susie les dio las buenas noches a Oleg y Olga Malinski y se marchó sin mirar si le seguía Mervyn.
El joven se levantó y efectuó las despedidas apresuradamente. Boce se puso también de pie.
—No quiero irme todavía, Mervyn. Oleg tiene unas salchichas polacas que proyecta asar. ¿Por qué no os quedáis un poquito más tú y Susie?
—Me marcho.
—¿Y cómo regresaremos nosotros?
—Si venís ahora, encantado de llevaros.
—Bueno, haré que nos lleve John Thompson.
Mervyn echó a andar hacia la puerta antes de que Boce cambiase de idea.
—Espera —le gritó éste—. Veré si Harriet quiere marcharse.
La joven, con las mejillas muy coloradas y el cabello alborotado, se estaba sirviendo otro vaso de vino.
—¿No ves que no? — le dijo Mervyn a Boce.
—Sí, tienes razón. Pero por otra parte...
—¿Por qué otra parte? — Mervyn se sentía irritado.
—Mañana necesitaré un juego de ruedas. Por media hora. Cogeré el convertible, si por tu parte no tienes que usarlo.
—Sí, lo que quieras. Ponle gasolina. La última vez que lo usaste tuve que pagar yo el servicio de la estación.
—De acuerdo —el contable volvió a estar de buen humor—. Buenas noches, chico, felices sueños y que no te ocurra ningún accidente.
Mervyn salió, contento de no tener que llevar a Boce ni a Harriet, pero enfadado también por haber permitido que aquél volviera a tomarle el pelo. El lunes, con toda seguridad, vendería el coche.
Susie no le esperaba en el «Volkswagen». Mervyn puso en marcha el coche.
A un centenar de metros, por la carretera, sus faros atraparon a la esbelta figura de la joven. Caminaba con la determinación de una amazona. Mervyn detuvo el coche y abrió la puerta. Susie subió.
—Supongo que es inútil preguntarte el motivo de tu peculiar conducta, ¿verdad? — le preguntó Mervyn.
—Estoy aprendiendo varias cosas sobre mí misma —fue la respuesta de ella con voz neutra—. La forma como obro ante condiciones especiales. Las condiciones especiales parecen impulsar en mí una conducta especial.
A Mervyn le asombró la observación. Le pareció un reto encubierto, como si Susie le desafiase a pedir una explicación.
—¿Qué harás este verano? — preguntó Mervyn para alterar el opresivo silencio.
—No voy a Tahoe —contestó Susie. Ella y Mary habían considerado seriamente la idea de aceptar unos empleos veraniegos en una de las playas del lago Tahoe—. Seguramente firmaré para la temporada de verano.
Le miró por primera vez desde que había subido al coche. Mervyn no pudo ver su expresión en la oscuridad, aunque, a decir verdad, tampoco sabía leerla nunca a la luz del día.
—¿Y tú? — le preguntó la muchacha.
—Todavía tengo mi tesis. Supongo que me concentraré en ella.
—¿Sin clases?
—Hasta el otoño.
Llegaron al fondo de la colina y Mervyn aflojó la marcha. Condujo por la calle Perdue hacia los apartamentos «Yerba Buena Jardín». Susie saltó del coche, le dio las gracias a Mervyn, corrió hacia la escalera de la balconada y luego hasta la puerta del apartamento 12. Mervyn se dirigió a su propio apartamento. Al abrir la puerta miró hacia atrás y sorprendió a la joven mirándole. Pero desvió la mirada al instante. Y la puerta se cerró a sus espaldas.
A la mañana siguiente, una llamada a la puerta despertó a Mervyn, Refunfuñando, saltó del lecho y miró el reloj. Faltaban diez minutos para las diez. Se dirigió a la puerta.
Era John Boce, vestido con un traje de color claro. Llevaba una especie de gorra de béisbol y gafas oscuras.
—Lamento esta intrusión, Mervyn. He venido por el «Chevrolet». Prácticamente, me convenciste de que es una buena inversión.
—Cógelo —gruñó Mervyn—, cógelo y lárgate.
—Gracias. ¿Dónde está?
—¿Dónde está? Donde siempre... En el garaje.
—Temo que no.
Mervyn le contempló con fijeza.
—¿Qué dices? Tiene que estar allí.
Mervyn se calzó unas zapatillas y se puso una bata y salió con el contable hacia el garaje, situado al fondo del patio. El amplio cobertizo servía para alojar a los vehículos de los apartamentos. Había ahora tres coches, pero ninguno era el convertible color menta.
Mervyn salió a la calle y miró arriba y abajo. Ningún convertible a la vista.
—¿Lo prestaste a alguien? — le preguntó John Boce, con suspicacia.
—No.
—¿Cuándo lo viste por última vez?
—No lo recuerdo con exactitud. El jueves o el viernes.
—Será mejor que comuniques el robo.
—¿Quién puede querer robar un trasto semejante?
—Este trasto —puntualizó Boce— es el coche que estás intentando venderme.
Mervyn pasó por alto la observación.
—El que lo ha cogido sabía el truco de la ignición.
—¿Cuál de tus amigos es más probable que te haya robado el coche?
—Ninguno. Todos,
Regresaron al apartamento de Mervyn. Éste puso agua al fuego para el café. Mientras esperaba, fue al teléfono y efectuó diversas llamadas a sus amigos. Ninguno había visto el coche.
—¡Valiente broma! — exclamó John Boce, sin dejar de mirar a Mervyn con suspicacia—. A menos que me estés tomando el pelo.
—No —contestó Mervyn, hastiado—. Aunque me tienes harto, ya estoy resignado.
—¿No pudo cogerlo Mary Hazelwood?
—No lo creo.
—Es posible. Estaba enterada de lo de la ignición.
—No lo habría cogido sin decírmelo. Me lo han robado —Mervyn levantó el teléfono una vez más y llamó a la Patrulla de Caminos para comunicarles su pérdida—. Ya está.
El contable se sirvió café.
—Lamento esta pérdida tanto como tú.
—Mucho más, seguro, puesto que no has tenido que preocuparte por el coste del mantenimiento.
—Vamos, Mervyn. Ya sabes que estaba a punto de comprar el coche.
—Ojalá hubiéramos efectuado la transacción la semana pasada.
Boce sacudió la cabeza.
—Mervyn, ésta es una cualidad tuya que no puedo admirar. ¿Qué mayor dicha en esta vida que procurar la felicidad de los demás?
—Sí, es muy grande. Si los demás procuran también mi felicidad. ¡Pero no, me roban el coche!
—Ya te lo devolverán. Mientras tanto, tengo a esa pobre criatura esperando. Y yo sin ruedas.
—Cómprate unos patines. Si es Harriet, ¿por qué no vais en su auto?
—No es Harriet, y no me atrevo a pedirle su dos plazas. No me es posible. Ya empleé el truco de mi tío enfermo demasiadas veces. Telefoneó a San Francisco y averiguó que mi tío estaba en Las Vegas. Y no pude ofrecerle ninguna explicación. Por esto contaba contigo.
—En otras palabras, que me pides el «Volkswagen».
—No entiendo cómo puedes negarte en estas circunstancias.
—Reconozco que es difícil —asintió Mervyn—, pero da la casualidad que yo también tengo que usarlo.
—Creí que ibas a trabajar en tu tesis.
Al final, protestando y quejándose, Mervyn le arrojó las llaves. John Boce las hizo titinear con satisfacción.
—Aún debo estar dormido para hacer esto —murmuró Mervyn—. ¿Qué te parece si me dejases en el coche un galón o dos de gasolina?
El gordo se puso de pie.
—No digas más. La generosidad de John Boce es proverbial.
A las nueve de la mañana del quince de junio sonó el teléfono de Mervyn.
—Hola.
—Aquí el sargento Erickson de la Patrulla de Caminos. El señor Mervyn Gray, por favor.
—Yo soy Mervyn Gray.
—Señor Gray, hemos encontrado su «Chevrolet» convertible.
—¿Entero?
—Aparentemente, sí. No ha sufrido grandes daños. Alguien debió cogerlo para darle una carrera. Se hallaba en los arrabales de Madera.
—¿Madera?
—Sí. Cerca de Fresno.
—¡Eso está a doscientos cuarenta kilómetros!
—Tiene suerte que no haya estado en San Diego.
—Supongo que sí. ¿Y qué hago ahora?
—Puede recogerlo cuando quiera. Lo hemos llevado al garaje «Sterling», de Madera, en la Cuarta y Willow. Traiga su identificación y las pruebas de la propiedad y el coche será suyo. Tendrá que abonar uno o dos días de garaje.
—¿No hay indicios de quién lo cogió?
—Buscamos huellas por rutina. Pero no había ninguna. Su póliza de seguro cubrirá los gastos.
—Sólo cubre las responsabilidades públicas.
—Mala suerte. ¿Tiene la dirección?
—Sí, garaje «Sterling». Cuarta y Willow. Madera.
—Exacto.
—Muchas gracias.
—Encantado de haberle ayudado.
Mervyn se sirvió una taza de café, pero no intentó bebérselo. Miró hacia el patio, aceptando y rechazando una multitud de ideas. Madera. Mervyn conocía la población. Allí se había criado y su madre aún vivía allí. Era la vicepresidencia de la academia principal de Madera. (Era ella la que le había regalado el «Volkswagen» después de estar a punto de sufrir un accidente.) Conque su coche lo habían llevado a Madera... ¿Coincidencia?
Empujó repentinamente la silla hacia atrás, se vistió, telefoneó a la compañía de autobuses y diez minutos más tarde se hallaba en la ruta del Sur, por la carretera Eastshore, pasando por Livermore, las colinas de la cordillera del Diablo y bajando por el Valle Central. Luego, a través de Tracy y Manteca, hacia la carretera 99.
Los poblados del valle iban quedando atrás, con sus huertos intermedios, sus viñedos y la tierra de pastos. Modesto, Turlock, Merced, Chowchilla; para el ojo poco observador todos eran exactamente iguales. Estaciones de servicio, cafeterías donde vendían bocadillos, cobertizos para almacenar las frutas, moteles en los caminos, y en los pueblos tres o cuatro bloques bien construidos. El aire acondicionado del autobús era frío; fuera, hacía calor y el aire estaba impregnado del olor de la tierra y la resina de los eucaliptos; planeaba un humo menos palpable que el polvo.
Las cafeterías de Giant Orange estaban atestadas de hombres en mangas de camisa y mujeres con vestidos ligeros de algodón; casi todos eran naturales del Oeste Medio, o del Este asimilados al Oeste. Había panoramas, sonidos y olores comunes a todas las poblaciones del valle, y si Mervyn no hubiese tenido otras preocupaciones habría sentido añoranza. Pero su atención se hallaba centrada en sus problemas internos. Alguien a quien conocía le había sustraído el coche, llevándoselo a Madera donde lo abandonó. ¿Por qué?
El autobús llegó a Madera, una población como las demás. Mervyn saltó a tierra en la terminal y se dirigió a las Cuarta y Willow.
El garaje «Sterling» era una especie de cobertizo de un edificio, con los muros de acero ondulado. En la penumbra del interior, avistó al instante su coche. Fue hacia él y dio la vuelta a su alrededor. No había daños visibles por fuera. Abrió la portezuela y atisbo en el interior. No distinguió nada extraño.
Fue a la oficina del encargado, un joven de cara redonda, con el nombre «Tim» bordado sobre el bolsillo de su chaqueta blanca. Mervyn se estremeció ligeramente. Debió de conocer a Tim en la escuela superior, pero el joven no le reconoció. Esto no le sorprendió; no se parecía ya en nada al muchachito retraído, y un poco bobalicón que había abandonado Madera. Ni siquiera su licencia de conductor que tuvo que exhibir para justificarse, arrancó un chispazo recordatorio del cerebro del joven. Tampoco esto le sorprendió a Mervyn.
Pocos condiscípulos suyos sabían cuál era su nombre de pila; para ellos, a partir del grado medio, siempre había sido «Booksie»... Booksie Gray.
Mervyn firmó un recibo y abonó los gastos. El encargado le acompañó hasta el «Chevrolet».
—No lo hemos comprobado, pero parece estar en buen uso.
Mervyn trepó a su asiento y buscó bajo el tablero el botón de la ignición instalado por el anterior propietario. Apretó el botón de arranque; el motor se puso en marcha sin vacilación. El encargado se asomó por la ventanilla.
—¿Dejaron gasolina?
Mervyn revisó el indicador.
—Algo menos de un cuarto de tanque.
—¿Cómo está la presión del aceite?
Mervyn lo verificó, distraído ya con otra idea.
—Todo parece perfecto.
—Ha tenido suerte, caballero.
Mervyn estaba ansioso por arrancar. Salió del cobertizo, hizo girar el coche y empezó a conducir bajo el abrasador sol de la tarde.
Pasó por antiguas rutas en torno a la zona comercial y atravesó un distrito residencial de álamos, ventanas pintadas y jardines encespados. Pasó a menos de tres bloques de la escuela superior, donde a esta hora su madre estaría dirigiendo la orquesta (en la que el feúcho Mervyn había tocado como primer violín). En las afueras de la población, en un barrio de casitas muy pequeñas, árboles desmedrados y polvorientos jardines, giró hacia una sucia carretera, rodó dos bloques más y frenó al lado sombrío de un cobertizo aparentemente abandonado.
Por un momento, Mervyn no se movió. Luego examinó el cenicero: vacío. Abrió la puerta y registró debajo del asiento. Sólo un bolígrafo, algunos alfileres, un poco de polvo. Bajo el otro asiento, nada.
Respiró profundamente; con toda seguridad, el coche lo había cogido alguien que conocía todas las idiosincrasias del sistema de ignición. Investigó en el compartimento de los guantes. Halló un plano de carreteras, unas gafas de sol rotas, una linterna, unos mohosos alicates, dos clips para papel, tres alfileres para el cabello, un paquete de tejidos faciales, un abrelatas, y la llave que utilizaba para cerrar el portaequipajes.
Rodeó el coche y abrió dicho compartimento. Al instante reconoció la cosa retorcida con falda azul celeste y chaqueta del mismo tono. Comprendió que era esto lo que había esperado encontrar.
Durante cinco segundos, la galaxia pareció estar inmóvil, en tanto él contemplaba el cadáver de Mary Hazelwood. Las rodillas estaban dobladas, sin el menor miramiento; pero hasta en una muerte violenta, Mary Hazelwood no podía dejar de ser una belleza. La contraída cara miraba al frente. Unos mechones de cabello le caían desmayadamente sobre una pálida mejilla.
Mervyn bajó la tapa del portaequipajes con infinita preocupación. Giró la llave en la cerradura e, impelido por un impulso primitivo, se agachó a coger un puñado de arena, seca y reducida a polvo, y la dejó deslizar entre sus dedos.
Miró calle abajo, calle arriba. Tres o cuatro casitas blanqueadas por el sol. Un camión negro que cruzaba por una esquina.
Mervyn trepó rápidamente al coche. Asió el volante y titubeó como si la negra ebonita estuviera infectada. Empuñó el volante con más fuerza. La debilidad era un lujo que no podía permitirse. De ahora en adelante debía mostrarse decidido, sereno y duro.
4
Ante todo no debía dejarse dominar por el pánico.
Se estremeció al pensar con cuánta facilidad podía cometer una tontería. Su primer impulso al hallar el cadáver, por ejemplo, había sido dejarlo caer al suelo y arrancar a toda marcha... Estudió sus manos, aferradas al volante. Tenía los nudillos blancos.
Se obligó a relajarse. Tenía que hacer algo... algo... ¿pero qué?
Su primera idea fue informar a la Policía. Su estómago le dio un vuelco. Esto significaría meterse en el asunto hasta el cuello. El coche era suyo. Madera era su pueblo natal. Había estado enamorado de Mary. Y la coartada para la noche de la desaparición de la chica no existía. Mary no había sido precisamente una muchacha fea. Mary Hazelwood era hermosa, una joven perseguida por los hombres, aunque sin grandes resultados. Bien, la clase de muchacha que a menudo es la figura central de un crimen pasional.
¿Quién asesinó a Mary Hazelwood?, preguntarían los periódicos. Y mencionarían su nombre como uno de los probables sospechosos. Si la Policía no conseguía demostrar la culpabilidad de otra persona, su nombre se pronunciaría en relación con el caso siempre que se hablase del mismo. Incluso era concebible que le acusasen abiertamente. ¿Cómo podría demostrar su inocencia? Fuera de los tribunales, la gente no se fía de las meras palabras.
Inevitablemente, llegaría la temida entrevista con el profesor Burton. Con sus trajes de color mostaza, el profesor parecía un irascible y viejo Airedale. Al entrar Mervyn se levantaría, indicándolo una silla de alto respaldo. Después, empezaría la conversación:
«Profesor Burton: Señor Gray, indudablemente sabe por qué le he pedido que viniera hoy.
Mervyn Gray: Sí, tengo una fuerte sospecha.
Profesor Burton: Tenemos que encarar la crisis. De nada sirve fingir que no existe. Esta desdichada propaganda es algo que no le ocasiona ningún bien al departamento.
Mervyn Gray: Lo comprendo, profesor. Por desgracia, yo no puedo hacer nada.
Profesor Burton: Entonces, por desgracia, como dice usted, yo sí. No le censuramos, pero simplemente no podemos tolerar que este asunto esté relacionado con la Universidad.
Mervyn Gray: ¿Quiere decir que estoy despedido?
Profesor Burton: Quiero decir que no le contrataremos para el semestre de otoño. Y por su propio bien le sugiero que renuncie. Cuando sea olvidado este asunto, no existirá ningún motivo por el que no deba usted buscar un puesto similar en otra institución. En tal caso, cuente con buenas referencias de mi parte.
Mervyn Gray: ¿Y si no?
Profesor Burton (poniéndose de pie): Este aspecto no necesita ser considerado. Supongo que ya lo habrá meditado usted.
Mervyn Gray (desesperado): Naturalmente, doctor Burton. Pero es mi carrera la que está en peligro. Incluso había esperado ser nombrado ayudante de un profesor...
Profesor Burton (inflexible): Temo que esto no sea ya posible. La dirección se sentiría ultrajada, y con razón. Éstos son los hechos, señor Gray. ¿Puedo obtener su renuncia?»
Era inevitable, académicamente. Pero esto todavía no sería lo peor. Si la Policía se negaba a creer que él no sabía nada del motivo por el cual el cadáver de Mary estaba en el portaequipajes de su «Chevrolet»... entonces no se trataría ya de su carrera sino de su propia vida... Se esforzó por pensar fríamente.
Mary Hazelwood había sido asesinada. Y alguien le había robado el coche y había metido el cuerpo en él. Este alguien, casi con absoluta certeza, tenía que ser un conocido, porque se hallaba enterado del truco de la ignición. Una idea muy poco grata. Bien, había llegado el momento de pescar o quitar el cebo.
Ir a la Policía estaba fuera de cuestión.
Tras haberlo decidido, el próximo paso estaba claro. Pero aquí no podía hacerlo. Mervyn puso en marcha el motor y arrancó.
Torció por la avenida Ardly y luego por Perkins Road hacia el Freeway, en dirección Norte.
Al cabo de unos kilómetros se internó por una calle lateral, y luego giró a la izquierda.
Detuvo el coche entre un viñedo y un campo desierto, salvo unos cobertizos y algunas granjas a lo lejos. La brisa cálida susurraba entre las viñas; los sapos cantaban.
Mervyn saltó al suelo. Estaba solo.
Armándose de valor, abrió el maletero. La joven seguía allí, de color azul celeste, tiesa y enroscada. «Pobre Mary —pensó Mervyn—. Pobre e inocente Mary.»
Se agachó. La maleta de la joven estaba debajo de su cuerpo. La sien derecha mostraba una abolladura que deformaba sus facciones. Por lo visto, la causa de la muerte había sido un fuerte golpe con un objeto pesado. La zona de la contusión mostraba una serie de marcas secundarias, agrupadas en semicírculo, donde la piel había sido rasgada. Mary tenía los huesos delicados. El golpe tal vez no hubiera resultado mortal en otro cráneo.
Comenzaron a latirle los músculos del brazo, mientras sacaba la maleta de debajo del cadáver. Éste chocó contra el piso del portaequipajes. El sol resplandecía, los viñedos olían a hojas calientes y azufre, la carretera estaba polvorienta, el coche... En medio de este paisaje, el cadáver resultaba absurdo y lastimoso.
Mervyn llevó la maleta al asiento delantero y la abrió. Estaba examinando su contenido cuando un ruido le hizo levantar la cabeza. Detrás suyo, en el cruce, había una camioneta. Corrió al maletero y lo cerró apresuradamente. La camioneta llevaba un altavoz. Tres pares de ojos adultos le contemplaron desde el asiento delantero. En la parte posterior iban agazapados cuatro chiquillos, de caras zorrunas y pelo alborotado; siguieron mirando a Mervyn hasta que la camioneta sólo fue una nubecilla de polvo.
Mervyn regresó al asiento delantero y terminó la exploración de la maleta; sólo contenía los usuales artículos femeninos. La devolvió al maletero... y frunció el ceño. ¿No faltaba algo? ¡El bolso! Una maleta, pero no había bolso... Levantó el cuerpo y miró debajo. No había ningún bolso.
Mervyn cerró el portaequipajes. Le temblaban las manos. Se apartó a un lado de la carretera, cogió otro puñado de tierra y se restregó las manos nerviosamente. Después subió al coche, dio media vuelta, volvió al cruce y siguió el Freeway.
El sol se abatía sobre los prados. A través de su resplandor, hacia el Oeste, las doradas colinas de la Cordillera de la Costa se elevaban serenamente hacia lo alto. Mervyn procuró serenarse también. No podía permitirse el lujo de manejar aquel problema de una forma emotiva. Automáticamente, examinó el manómetro y recordó que al inspeccionar el coche en el garaje de Madera, aquél había indicado el cuarto. ¿Un hecho significativo? ¿Merecía cierta reflexión? La semana anterior, John Boce se había llevado el auto y había recalcado que lo devolvía con el tanque lleno. Desde entonces, Mervyn no había utilizado el «Chevrolet». Tres cuartos de dieciséis galones —la capacidad del tanque— eran doce galones. A la velocidad permitida en las carreteras, el convertible solía gastar un galón cada veinticuatro kilómetros. Aproximadamente doscientos noventa kilómetros, o tal vez trescientos, ya que el manómetro estaba un poco por debajo del cuarto. Madera se hallaba a más de doscientos cuarenta kilómetros de Berkeley. Lo cual dejaba un margen de cincuenta, quizá sesenta kilómetros sin justificación.
Esto era muy raro. Pero lo más importante ahora era decidir qué haría con Mary.
Miró a su izquierda, hacia las montañas. Después de unos kilómetros, las granjas iban desapareciendo, al empezar las primeras estribaciones montañosas. Mervyn conocía los sitios a los que jamás iba nadie, ni siquiera el ganado a pastar.
Mervyn sonrió. Tendría que asegurarse de que nadie le viera. Ruedas dentro de ruedas. Una sola certeza: alguien deseaba colgarle aquel asesinato.
Volvió a pensar en el bolso de Mary. ¿Perdido? ¿Por accidente? ¿Por un plan? Las posibilidades eran alarmantes.
Empezó a conducir más de prisa. Cien, ciento diez, ciento veinte. El azote del viento le hizo volver en sí, y disminuyó la marcha. Debía conducir con precaución, por debajo de la velocidad límite. No debían arrestarle. O, peor aún, sufrir ningún accidente y que se le abriera el maletero.
En Merced puso gasolina. Descubrió que estaba hambriento. No había comido nada desde el desayuno. Reflexionó. Eran ya las seis. Si conducía directamente llegaría a Berkeley a las ocho u ocho y media. Por un motivo que no podía identificar, le pareció demasiado temprano. Giró y entró en un drive—in.[1]
Pero de pronto vio que, con hambre o sin ella, no podía comer con Mary Hazelwood enroscada dentro del maletero. Le pareció algo monstruoso. De todas formas, pidió un vaso de leche, que bebió sin gusto. Luego pidió un café... Reflexionó. Si pudiera poner el asunto, de manera anónima, en manos de la Policía... ¿Por qué tenía que verse en tan desdichada situación? ¡Tener que elegir entre disponer de la víctima de un asesinato o arruinar su carrera! O tal vez cargar con todas las culpas...
Nervioso de repente, Mervyn pagó y regresó una vez más a la dirección Norte. Y otra vez pensó que aún era temprano. Por fin identificó la causa. Era la noche lo que necesitaba. No quería ser visto. ¡Se estaba sintiendo culpable!
La idea le encolerizó. Condujo más de prisa. Pero volvió a aflojar la marcha. Al fin y al cabo, en cierto modo ya era culpable. Llevaba un cadáver en el maletero de su coche, y planeaba disponer del mismo de manera que jamás pudiese ser hallado. Pensó en la Policía y de nuevo rechazó la idea. Era simplemente un suicidio... Si al menos conociera la identidad del asesino, si consiguiera dejar el cuerpo de la pobre Mary en la cama de ese alguien... Sería una especie de justicia poética. Pasó el resto del trayecto —a través de Modesto, Manteca, Tracy, Walnut Creek y por los montes de Berkeley— pensando una serie de fantasías, todas ellas desastrosas para el desconocido que había colocado el cadáver de Mary en su coche.
Eran las nueve y cuarto cuando, por fin, paró junto al bordillo de la esquina de los apartamentos «Yerba Buena Jardín».
Mervyn saltó del coche en el momento en que un anciano con camisa hawaiana iba siendo arrastrado por un perro atado a una correa. Mervyn se inmovilizó. ¿Comenzará el chucho a actuar inopinadamente al pasar junto al coche? Los perros suelen husmear la muerte...
El viejo y el perro pasaron.
Mervyn estaba orando.
Dobló la esquina y cruzó la calle Perdue hasta la entrada a los Apartamentos.
Ya en el patio, se detuvo. Había luces en diversas ventanas. Su apartamento estaba a oscuras, así como los tres de su derecha, números 12, 11 y 10, ocupados respectivamente por Susie Hazelwood, la señora Kelly (ahora hospitalizada) y Harriet Brill. El apartamento 1, de John Boce, se hallaba brillantemente iluminado y por las ventanas se filtraban diversas voces y risas femeninas. Mervyn reconoció la más cascada de Harriet Brill, el tono cálido de John Boce, y una voz de tenor, vagamente familiar. Siguió adelante. Las reuniones de John Boce no le preocupaban ahora en absoluto.
Al pasar, los visillos de una de las ventanas de John Boce se movieron. Un instante después, se abrió la puerta y John Boce en persona salió al patio.
—¡Eh, Mervyn, muchacho! — gritó.
Mervyn aspiró profundamente. Se volvió. Boce olía a bourbon.
—Mervyn, querido, ya has llegado... ¿Dónde diablos has estado?
—Aquí y allá...
Boce le asió de un brazo.
—Entra a tomar un trago. O dos o tres. Todo es bueno. El estilo del viejo Boce, ya sabes.
Mervyn trató de desasirse.
—Más tarde, John.
—Mervyn, insisto. Susie insiste. Harriet insiste. Todos insistimos.
—Bien, John, vendré luego. Suéltame.
—Mervyn, ¿qué te pasa? ¿Te apoyas primero en una pierna y luego en otra? Vamos... —tiró del joven y éste tiró en sentido contrario.
Susie se asomó a la ventana.
—¿Pero qué os pasa?
Llevaba el cabello suelto, como recién lavado. Su voz era ligera. Miraba fijamente a Mervyn.
—Intenta darme esquinazo —se quejó Boce—. Mira, Mervyn, tú no conoces a Blake Callahan, ¿verdad?
—No.
—¿Ni a su mujer, Estelle?
—Tampoco.
—¡Ah, lo suponía! Entonces será mejor que entres a conocerles —el brazo comenzaba a dolerle a Mervyn; hizo una mueca de dolor y Susie sonrió dulcemente y se retiró de la ventana. Entusiasmado, Boce regó a Mervyn con el bourbon del vaso que llevaba en la mano—. Vamos, muchacho. Te ofrezco bellísimas mujeres y whisky que fluye como el agua. Ya me conoces, amigo. Nunca hago las cosas a medias. Tú pide y nosotros te daremos... o iremos a buscarlo donde lo encontremos. Lo cual me recuerda que tomé prestado un quinto de tu bourbon. No te apures, ya te lo devolveré.
—¿Cómo penetraste en mi apartamento? — Mervyn estaba furioso.
—Como de costumbre. Por la puerta.
—O sea que la descerrajaste o quitaste los goznes.
—No, caramba. Giré el picaporte y entré.
Mervyn estaba falto de aliento y no tuvo más remedio que seguir a John Boce al apartamento 1.
John Viviano, paseando arriba y abajo por el salón, daba muestras de su bien timbrada voz. Se detuvo dramáticamente en medio de una zancada al entrar Mervyn, apenas inclinó la cabeza para saludarle y continuó su discurso. Harriet Brill estaba lánguidamente recostada contra una pared, llevando una falda de benarés amarilla y colorada, un suéter de mangas largas negro y unos pendientes de doce centímetros de diámetro.
El diván lo ocupaba una pareja que expresaban lo mismo que la gente que se encuentra atrapada en el pozo de las serpientes del zoo; él era un médico que respondía al nombre de Mike y ella, Charlotte, era su mujer. Mervyn intuyó vagamente que estaban relacionados con la Universidad. Blake Callahan resultó ser un hombre bajito con gafas ahumadas, y su esposa, Estelle, una mujer gruesa que lucía un apretado vestido de satén. Ambos estaban sentados en las dos sillas de lona de Boce, de color naranja. Mervyn no llegó a saber a qué se dedicaban, y John Boce no hizo nada por aclarárselo.
Susie, con pantalones y suéter, ambas prendas de color gris, se hallaba sentada en el diván al lado del doctor Mike. Se mostraba sumamente vivaracha, un aspecto de su personalidad insospechado para Mervyn. Susie era una continua sorpresa. Los pantalones realzaban su esbelta figura hasta el máximo; la suavidad del cabello le prestaba un aspecto más suave, más femenino que de costumbre. Mervyn se acomodó a su lado. La joven le miró con aire de crítica, empezó a decir algo y luego cambió de idea.
Mervyn se retrepó en el sofá, sintiéndose aliviado al no verse obligado a hablar. John Viviano era quien llevaba la voz cantante. El fotógrafo de modas estaba perorando con vehemencia, gesticulando mucho con las manos.
—No está en la naturaleza del animal humano —declaró—. Es antinatural. Vivimos en una época antinatural. Consideremos el Felis leo. ¿Quién lleva la melena? El león, no la leona. Consideremos el pez siamés. ¿Quién luce las magníficas aletas? También el macho. Y el macho de la iguana con su collarín. ¡Espectacular! Hoy todo se halla trastornado.
Señaló sus pantalones negros y su chaqueta de pana oscura.
—Observadme. Yo paso desapercibido —alargó un índice hacia Harriet—. Y ella, ella es el león, el pez siamés, el macho de la iguana. ¿No es natural que los manicomios estén llenos? Aunque resulte triste, yo contribuyo a la locura general. Soy yo quien animo a estas mujeres, a estos caníbales, cuando en realidad debería entregarles un cubo y una bayeta y decirles: «Mira, mujer, éste es el suelo.» Pero no es así.
Harriet Brill, que había estado tratando de interrumpirle, pudo hablar por fin.
—No creo que estés presentando el asunto con justicia.
Viviano dio media vuelta como un bailarín.
—¿No soy justo?
—No, Viviano. La gente se viste para expresar su personalidad. Y si tú te reprimes...
—¿Yo soy un reprimido?
—Lo eres.
El bajito, llamado Blake Callahan, intervino por primera vez con una voz profunda.
—Yo tengo una idea que creo puede satisfacer a todos. Según yo lo entiendo, John Viviano se resiente de la neutralidad de sus ropas, mientras que Harriet ataca su postura de mártir de la masculinidad. La controversia puede resolverse fácilmente. ¿Por qué no cambiáis simplemente de vestidos? Entonces Viviano llevaría unas ropas de alegres colorines, en apoyo de su virtu, podríamos decir, aseguraría que su antifeminismo es meramente un producto para la polémica.
Harriet y Viviano protestaron al punto, con voces igualmente apasionadas. Mervyn se volvió hacia Susie.
—¿Quién es Blake Callahan?
—Tiene que ver no sé qué con la Prensa universitaria.
Charlotte se inclinó hacia su esposo, el médico.
—Hoy no he visto a Mary en el gimnasio, Susie. Ya sabes que las clases siguen durante la temporada de verano.
Mervyn recordó que la pobre Mary había estado asistiendo a aquellas clases. Charlotte debía de ser la instructora. John Boce se acercó a Mervyn con un vaso.
—¿Pero no lo sabéis? Mary se ha fugado, o ha sido raptada. Por John Viviano.
—¡Sin bromas! — argüyó el aludido, rápidamente—. Esta oportunidad no se me ofreció a mí.
Harriet Brill produjo un sonido desdeñoso.
—Los hombres sois todos glandulares. Ahora presumís que Mary está corriendo una aventura vulgar...
—Una psicóloga diplomada no debería sorprenderse por nada —objetó Viviano.
—No estoy sorprendida. Pero entiendo la diferencia entre romance y vulgaridad.
—¿Quién puede escapar a su destino? — el fotógrafo levantó el vaso y lo apuró—. Todo lo que ha sido, es, y tiene que ser, está ordenado. ¡Si la vulgaridad es mi destino, yo la acepto!
—El secreto es una vida tranquila —dijo Blake Callahan con su vozarrón.
—No puedo aceptarlo, Viviano —replicó Harriet—. Los científicos no creen en la predestinación. Existe un principio muy importante que se le opone, algo respecto a la incertidumbre.
—¡Ah! — exclamó Viviano—. Un momento. Boce, sé buen chico y vuelve a llenarme el vaso con un poco de tu espléndido whisky. ¿Dónde estábamos? Oh, sí, la incertidumbre. Buen tema. Proporcionadme un calculador bien completo, bien programado, y os garantizo que predeciré el porvenir.
—Ya sabes que no tengo acceso a tal clase de calculador —rió Harriet—. Además, no lo juzgo posible —se volvió al hombre sentado al lado de Susie—. Mike, tú eres medico. ¿Cuál de los dos tiene razón?
Mike pareció embarazado.
—En su esencia, el Universo, en sí mismo, es un computador. Por la intersección de sus partes soluciona las ecuaciones de su propio futuro. Pero un computador construido por el hombre... —meneó la cabeza—. En cuanto a la incertidumbre es una figura retórica, aunque admito que hay trascendentalistas en la profesión que afirman que la incertidumbre es un factor constructivo de la realidad. Personalmente, opino que la forma más fácil de conocer lo futuro es vigilar los acontecimientos.
Todos digerieron esta sabiduría, aunque con cierta incertidumbre.
—¿Y la adivinación? — preguntó Harriet—. Conozco una maravillosa mujer, una negra con el cabello color naranja. Puede contemplar un objeto del cliente y decir las cosas más ocultas del pasado, y lo que piensas, o lo que te ocurrirá.
—¡Eh, eh! — objetó Viviano—. ¿Quién cree en la adivinación? — pasó a la cocina, desde la cual pudo ser oído acusando a John Boce de mal anfitrión.
—¡Vaya pajarraco! — suspiró Harriet.
La calma se apoderó del salón. Mervyn se dedicó a contemplar el vaso que tenía en la mano. La conversación disminuyó de intensidad. Mervyn se sintió sobrecogido por una sensación de fantasía.
Algo le estaba molestando. La urgencia de lo que le había traído a Berkeley. Miró hacia la cocina, donde Boce se hallaba todavía ocupado. Se levantó, murmuró una despedida general y se marchó.
Ya en su propio apartamento encontró, tal como le había anunciado Boce, la puerta entreabierta. Esto no era raro; frecuentemente él mismo se olvidaba de cerrarla. Sin embargo, esta vez le hizo sentirse desasosegado. La cerró, encendió la luz y corrió las persianas. De pie en el centro del saloncito, miró a su alrededor. Todo parecía normal, pero para los alertados sentidos de Mervyn, algo no concordaba.
Moviéndose lentamente, como si algo peligroso le acechase, miró debajo del diván. Nada. Fue a la librería y miró detrás de los volúmenes. Nada. Pasó al dormitorio y encendió la luz. La habitación, que Mervyn mantenía en un aseo monástico, apareció como de costumbre.
No obstante, miró debajo de la cama. Nada. Iba hacia la cómoda, cuando el armario atrajo su atención. En el cuerpo derecho había una oscura abertura. ¿Lo había dejado sin cerrar? Vaciló. Era como si hubiera otra personalidad en la estancia, irradiando malicia. Bien, no podía estar intranquilo toda la noche. Avanzó y abrió!a puerta del armario, dispuesto a todo.
La luz brilló sobre sus trajes. Abajo, un estante sostenía sus zapatos. El estante de encima mostraba diversos artículos... y un destello blanco.;Extraño! Mervyn alargó el brazo.
Un bolso blanco.
El bolso de Mary.
¡Seguro!
Llenó de aire sus pulmones. Ahora todo lo veía claro.
Se había presumido que se encontraría el «Chevrolet» y que la Policía descubriría el cadáver. Naturalmente, interrogarían a Mervyn, tratando de establecer sus movimientos. Registrarían su apartamento y hallarían el bolso. Mervyn sería arrestado, probablemente juzgado, seguramente convicto, y firmemente condenado a morir en la cámara de gas. Mervyn sintió un escalofrío.
Durante un momento estuvo contemplando el bolso. Luego lo abrió y hurgó en su interior. Lápiz de labios, espejito, peine, níqueles, carterita con varias tarjetas. Nada de dinero. Mervyn apretó los labios. ¿Y si el enemigo hubiera marcado los billetes de Mary con alguna señal, ocultándolos en otro lugar del apartamento? La idea era ridícula, excesivamente sutil; sin embargo, Mervyn miró en torno. Incluso fue a la cocina y buscó en la lata del café, donde solía dejar las monedas sueltas. Nada. Su imaginación le estaba jugando una mala pasada. Sonrió tristemente. Tal vez los sucesos estuvieran corriendo más de prisa que su desbocada imaginación.
Una cosa se destacaba con sin igual precisión. Mary Hazelwood estaba muerta. Una lástima, pero ahora tenía que preocuparse de su propia seguridad.
Abrió un cajón de la cocina y sacó un mantel de plástico, que, bien doblado, se metió en el bolsillo. El bolso de Mary lo encajó entre su cintura y el pantalón, se abrochó la chaqueta y salió al patio.
Pasó con rapidez por delante del apartamento 1, pero no le sirvió de nada. Antes de llegar a la calle se abrió la puerta, y los invitados de John Boce salieron al patio.
—¡Mervyn! — le llamó Boce—. ¡Eh, Mervyn, aguarda un momento!
Mervyn consiguió reprimir el impulso de largarle un directo a la nariz.
—¿Puedes llevar a Mike y Charlotte a su casa? — le preguntó el contable—. Está en North Side.
Mervyn no encontró ninguna excusa. Esperó, mientras Boce conducía afablemente al médico y a su esposa hacia la salida de los apartamentos.
—Espero que no le causemos ninguna molestia, señor Gray —dijo Mike.
—En absoluto —declaró Boce, muy seguro de sí—. Es un placer para Mervyn.
—Muchas gracias, John —le agradeció Charlotte.
—De nada, de nada. Buenas noches.
—Tengo el coche en la calle —les guió Mervyn—. Al doblar la esquina.
—Es usted muy amable, Mervyn. Nuestro coche está en reparación, pero John insistió en que viniésemos.
—No me molestan en absoluto.
Mike y Charlotte vivían a kilómetro y medio de distancia. Mervyn les dejó en su apartamento y retrocedió hacia la Universidad. Torció por la avenida Ashby y a continuación enfiló por la Contra Costa Freeway. Algo le apretaba el estómago, algo muy desagradable. El bolso de Mary. Lo había olvidado. Lo sacó y lo dejó sobre el asiento contiguo.
Le asaltó una nueva idea y paró el coche bajo un farol. Abrió el bolso y tras una afanosa búsqueda encontró una pequeña agenda. Con presteza fue pasando las hojas.
Nombre tras nombre, todos ellos escritos con la caligrafía apretada de Mary. En la «B», John Boce. En la «G», Mervyn Gray. El siguiente John estaba bajo la «P»: John Pilgrim. John Thompson no figuraba en el librito. Pero sí estaba John Viviano, con unas señas y un número telefónico de San Francisco.
No había ningún otro John.
Mervyn dejó la agenda en el bolso y continuó conduciendo.
La carretera le llevó hacia las arboladas colinas, por entre las que se extendían diversos suburbios, en torno a la falda del Monte Diablo. La Freeway llegó a su final, las colinas terminaron y se convirtieron en montones de mineral a la luz de la luna. Atravesó el monte y bajó al llano, donde se alineaban una serie de pueblecitos espaciados a lo largo de la playa que se extiende entre los ríos San Joaquín y Sacramento. La región era más tranquila, más rural; los viñedos y los huertos se sucedían a lo largo del camino.
El paisaje volvió a cambiar. La tierra se aplanó y el aire olió a pantano; los sauces susurraban su eterna canción y la humedad planeaba en el ambiente. La ruta, ahora más estrecha, torció a la derecha y comenzó a subir.
Mervyn conducía ahora a lo largo de un malecón, brillando el agua a su izquierda.
El aire apenas se movía; no muy lejos, seis luces espaciadas señalaban un puertecillo para embarcaciones de placer y barcas de pesca. Cruzó un puente de madera. Estuvo conduciendo varios kilómetros a lo largo del malecón, ya sin luces. Cuando llegó a otro puente de madera, detuvo el coche. Los únicos rumores eran el susurro del motor, el canto de los grillos y el croar de las ranas.
Saltó del coche y anduvo lentamente por el puente; la Luna, ya en el cénit, cabrilleaba en el agua. Bajó a la orilla y cogió un pedrusco de doce kilos, que subió con gran trabajo.
Ahora venía lo peor de la tarea. La parte más terrible.
Mervyn llevó el coche hacia la mitad del puente, volvió a bajar y abrió el maletero. Abajo, las negras aguas esperaban, acariciadas por la luna. Sacó el cadáver fuera. A pesar de sus esfuerzos, cayó sonoramente sobre las tablas de madera. Hizo un paquete con el bolso y la roca, envolviéndolo todo, junto con el cuerpo, con la alfombrilla del maletero, atándolo todo con el material de plástico, convertido en una cuerda retorcida. Después...
Vaciló. Era una manera innoble de comportarse con una criatura tan dulce, que había estado tan llena de vitalidad. A los ojos de Mervyn se agolparon las lágrimas. Miró a la Luna y luego al agua. No podía hacer otra cosa. Pensó: «Perdóname, Mary.»
Hizo rodar el bulto por el puente, hacia abajo. Se hundió en el agua, formando varios círculos concéntricos. La luna arrancó destellos del agua. Después todo se aquietó.
El río volvió a mostrarse oscuro.
Retrocedió lentamente hacia el coche. Ya estaba hecho. El auto le pareció vacío. También él se sintió vacío. Maquinalmente, con una linterna, exploró el compartimento del maletero. No halló nada.
Ya estaba hecho. Trepó al coche. El agua corría con la negrura de la tinta. Dijo:
—Adiós, Mary.
Puso en marcha el coche, salió del puente, torció y rodó por donde había venido, hacia las negras montañas, hacia el resplandor de las ciudades que circundaban la bahía. ¿Quién o qué le estaría esperando, con malignidad, tras las montañas?
Ahora sería más difícil. La evidencia que le ataba a Mary había desaparecido. Pero algo parecía atenazarle el cerebro. No pudo identificarlo. ¿Qué era lo que había pasado por alto? ¿El portaequipajes? Por la mañana haría una limpieza a fondo. ¿Alguna otra cosa? Movió la cabeza, lleno de irritación.
Mervyn llegó a su apartamento a las dos de la madrugada. Dejó el «Chevrolet» en el garaje y cruzó silenciosamente el patio. Todos los apartamentos estaban a oscuras. Mervyn contempló un momento el número 12. Susie debía sentirse tan sola...
Sintió el tentador impulso de subir a consolarla y a que ella le consolase. Imposible, claro. Harriet Brill, aquel radar humano, le oiría al pasar; además, era más fácil que Susie se mostrase ácida y sarcástica que consoladora. Pensó qué tal esposa sería Susie, y esta idea le dejó asombrado.
Cuando penetró en su apartamento y encendió la luz, procedió a registrarlo por completo. Quedó convencido a medias de que todo estaba normal.
Volvió indeciso al saloncito, sintiéndose fatigado. Pero sabía que no podría dormir. Fue a la cocina y abrió el armarito de los licores. John Boce se había llevado el quinto de bourbon, pero todavía le quedaba algo de Scotch. Se sirvió una generosa ración con soda, volvió al salón y se tumbó en el sofá.
Bebió, mientras reflexionaba.
Había pasado algo por alto. Sí, había descuidado algo.
Revisó todo el asunto, desde el viernes por la noche hasta el momento actual. Mary Hazelwood, con un conjunto azul celeste, sin vida, tiesa, corrompiéndose ya. Vio de nuevo la contusión de la sien. Y de pronto, con el corazón palpitante, se levantó y corrió a su dormitorio. Abrió el armario y buscó en el estante de arriba.
Las botas de esquiar. Cogió una por la punta, la arrojó sobre la cama y le dio vuelta. El tacón golpeó con fuerza la colcha. Mervyn estuvo a punto de desmayarse. Se dominó y examinó atentamente el tacón. No encontró nada. Arrojó la bota a un lado y observó el tacón de la otra, la izquierda. ¿Era una mancha oscura la que había en un lado? ¡Sí! Y también dos o tres cabellos rubios... como los de Mary.
Mervyn corrió hacia la cocina, con las botas de esquiar. Su cerebro parecía a punto de estallar: la mancha... sangre...; tenía que ser sangre... el pelo... de Mary...; tal vez encontrarían otros mirando el microscopio... podían realizar una prueba de la sangre... establecer el tipo sanguíneo... analizar el cabello... identificarlo...
En el fregadero lavó dos, tres, cuatro veces el tacón de la bota izquierda. Utilizó detergente y volvió a fregar, a pulir, a secar. Después lo frotó con vinagre. Con sal. Con más detergente. Hundió el tacón en amoníaco, y volvió a secarlo. Pero los análisis realizados en el laboratorio policiaco eran muy sensibles. Encendió la espita del gas y sostuvo el tacón junto a la llama. Una vez más lo lavó y secó.
Después, como medida de precaución, realizó todo el mismo proceso con la bota del pie derecho. «Por si acaso», se dijo.
Cuando regresó al saloncito jadeaba como si hubiera recorrido cinco kilómetros a paso ligero. Le parecía que sus ojos estaban inyectados en sangre.
Era imposible dormir.
Se dejó caer como un saco sobre el diván.
Afortunadamente, había descubierto otra trampa tendida por su enemigo. ¿Habría tal vez otras? Seguramente...
De repente sintió una extraña sensación en la nuca.
¡Estaba vigilado! Lo sabía... ¿No había oído un ligero rumor?
Mervyn se incorporó, escrutando la puerta de entrada, mordiéndose el labio inferior, flexionando los dedos y sin atreverse a respirar. «¡Maldito idiota! — pensó—. Levántate, abre la puerta y quédate tranquilo de una vez.»
De pronto se sintió lleno de cólera. Saltó del diván, fue a la puerta, la abrió...
Nadie.
Observó a derecha e izquierda.
Nadie.
Salió al patio y miró a su alrededor con deliberación. No ocurrió nada. La fuentecita iba manando a la luz de la luna.
Mervyn estuvo quieto, escuchando. Aparte del susurro del agua, no captó ningún otro ruido.
Volvió a su apartamento, cerró la puerta, apagó la luz del saloncito, penetró en su dormitorio, se desnudó rápidamente en la oscuridad, se metió en la cama y puso la cabeza bajo las sábanas, como un chiquillo.
Tardó un instante en dormirse.
5
Mervyn llevó el convertible hacia la parte delantera de los apartamentos. Cogió una manguera del patio y regó concienzudamente el interior del maletero, luego lo fregó con un cepillo y un trapo, y volvió a regarlo. Lo inspeccionó centímetro a centímetro. Al fin se convenció de que ni los más tenaces técnicos serían capaces de encontrar un solo cabello rubio. O una ínfima mota de sangre.
John Boce surgió por el patio. Mervyn le miró con sorpresa.
—Creí que eras un hombre trabajador.
El contable se balanceó sobre sus tacones.
—Un hombre como yo cobra por lo que sabe —dio la vuelta al auto con aire crítico—. Tiene buen aspecto, Mervyn. Considerando lo que ha debido pasar, la pintura está en buen estado. Lástima que no pueda decir lo mismo del cromado.
—Sí, es lástima.
—¿Es el radiador el que gotea?
—Te lo diré cuando haya acabado de lavar la cubierta.
Boce inspeccionó el asiento del conductor.
—No está mal. Te habrás divertido mucho con este trasto, Mervyn.
—Sí. Y ahora es como si me separase de una antigua amante.
—Incluso en un estilo literario hablas mal —le increpó el gordinflón—. ¿Vas a venderlo, eh?
—Absolutamente.
—¿Y si tu madre quiere que le devuelvas el «Volkswagen»?
—No, ahora teme a los autos.
Boce tocó un neumático.
—Te diré algo. Si quieres vender algo, no dejes que te lo roben. Esto desmerece el objeto en un cuarenta por ciento.
—Tal vez ahora sólo pediré trescientos.
Boce retrocedió asombrado.
—¡Creí que querías vender este cacharro!
Mervyn se agachó para fregar una rueda.
—Lo dejaré por doscientos cincuenta.
—Creí que el precio era de ciento cincuenta.
—Tú sólo buscas gangas, ¿eh?
Boce frunció el ceño.
—¿Una ganga este vejestorio? — miró arriba y abajo de la calle.
Con la cabeza ladeada, la boca fruncida y los ojos entornados se volvió de espaldas a Mervyn.
—A veces tengo una graciosa sensación. Que me pierdo la mitad de las cosas que ocurren.
—Lo mismo me ocurre a mí —asintió Mervyn—. Quizá deberíamos juntar las dos mitades.
—¿De veras? — Boce escupió en la acera como un hombre dispuesto a enfrentarse con un reto—. ¿Qué tal vas con Susie?
—Ni voy... ni vengo.
—Muchacho, no intentes engañar al tío John. Me he dado cuenta de su perfil clásico, de su indolencia, de su romántica palidez...
—¿Es cierto que ha recibido carta de Mary? — le atajó Mervyn.
—¿Una carta de Mary?
—Alguien me lo dijo. Incidentalmente, no se lo digas a Susie. Es confidencial. ¿Está Mary enfadada contigo?
—¿Mary enfadada... conmigo?
—Por lo que he oído, ella piensa que la has dejado. Tenías que encontrarte con ella y no te presentaste.
—¿Qué clase de fantasía es ésta? — estalló Boce.
—Entonces, ¿dónde estuviste el viernes por la noche? También yo quise localizarte.
—No importa dónde estuve el viernes por la noche. ¿Qué es eso de la carta?
—Apenas sé nada.
—¿Quién te dijo que llegó una carta? ¿Harriet? Debe de haber sido ella. Sabe todo de todo el mundo. Y lo que ignora lo sospecha.
—Olvida que lo mencioné. Y recuerda que es confidencial.
—Vete al diablo, Mervyn. Y también tu coche —y John Boce se alejó hacia su apartamento.
Mervyn enrolló la manguera y contempló el coche con ojo crítico. Salvo una o dos melladuras y algún rasguño, la carrocería se veía en buen estado. Realizó una inspección final del maletero. Tal vez fuese una buena idea echar un poco de pintura de aluminio...
Mervyn insertó un cartel de venta detrás del limpia—parabrisas y regresó a su apartamento. Se cambió de ropa, se hizo una taza de café instantáneo y fue a beberla junto a la ventana. Meditó sobre su tesis. Le esperaban largas horas de investigación. Debía trasladarse a la alegre corte de Leonor de Aquitania y sumergirse en la langue d'oc. Y para ello tenía que apartar de su mente aquella pesadilla, con Mary de protagonista. Pero era imposible. Era como esperar que cayese el otro zapato. Antes o después, se comunicaría la ausencia de Mary; más pronto o más tarde se formularían preguntas...
Al otro lado del patio, en la terraza superior, Susie salió del apartamento 12, llevando unos shorts, un polo blanco y zapatillas. Bajó la escalerilla. Mervyn dejó la taza y, con el pretexto de mirar en el buzón —el tercero de la línea de doce junto a la entrada—, salió también al patio.
Susie le dirigió un cortés buenos días y se dirigió a su propio buzón. Mervyn cogió la correspondencia y se la metió en el bolsillo.
—¿A dónde vas? — le preguntó a la joven—. ¿Tienes tiempo de tomar café y unos buñuelos? Yo todavía no me he desayunado.
Susie se detuvo, mirando por encima del hombro.
—Tengo que firmar para la temporada de verano.
—Tienes el día entero.
—No. He de visitar a la pobre señora Kelly, de dos a tres, en el hospital.
—¿Puede recibir visitas?
—Harriet estuvo allí anoche.
Mervyn miró los peldaños fatales.
—La vieja dio una buena caída.
—Es un milagro que esté con vida.
Salieron a la calle, sin haber resuelto la cuestión del café con buñuelos. Mervyn contempló a Susie por el rabillo del ojo. Como siempre, la vio simultáneamente distinta de la última vez. Ahora se hallaba casual y sombría. Su boca era una línea triste. «Una boca muy dulce», pensó Mervyn.
—¿No enseñas durante la temporada de verano? — le preguntó la joven.
—He de preparar mi tesis.
—No puedo imaginarte enseñando, Mervyn. Enseñando de veras.
—Tampoco yo. Oh, esto terminará también. Prefiero hacer otras cosas.
—¿Tales como...?
—No sé. Buscar en Europa manuscritos antiguos, tal vez. ¿Y tú, Susie?
—La vida es fluida. Y yo voy flotando.
—¿Derivando? — sugirió Mervyn.
—Flotando —le rectificó Susie, con firmeza.
—Será mejor que revise mi correspondencia —Mervyn cambió de tema—. ¿Me permites?
Giraron hacia la avenida del Telégrafo; la cafetería «El Parnaso» estaba a tres bloques de distancia. Mervyn, repasando su correo, encontró la cuenta del teléfono, lo que parecía una carta de su madre, un aviso de la biblioteca de la Universidad respecto a unos libros no devueltos, y una notificación del Departamento de Inglés a los ayudantes respecto a unos programas cambiados. Decidió que la carta de su madre —que estaba dentro de un sobre escrito a máquina, echada en Berkeley el dieciocho de junio, lo que era el día anterior —no debía ser de su madre. Mervyn rasgó el sobre y desdobló la hoja.
La carta sólo constaba de una palabra escrita con bolígrafo.
Mervyn frunció el ceño.
Dobló la carta y volvió a meterla dentro del sobre. Le agradó y sintió alivio al ver que Susie, que iba a su lado, no hubiese estado mirando su cara cuando abrió el sobre.
Al llegar a la cafetería, Mervyn la miró inquisitivamente. Susie vaciló, arrugó la nariz y parpadeó ante la luz del sol.
—Bien, de acuerdo, pero sólo un minuto.
Se sentaron a una mesa situada junto a una ventana; una camarera acudió a recibir la orden. Susie estaba muy tiesa, mirando a todas partes, excepto a Mervyn.
El joven jugó un gambito[2] para iniciar la conversación.
—¿Cómo no te vas a tu casa este verano?
—No me gusta el nuevo marido de mamá.
—Oh... Tienes un hermano, ¿verdad?
—Hermanastro. Diez años mayor que yo. Del tercer marido de mamá. El actual consorte es el cuarto, como un grano en la nariz. Corredor de fincas, con mucho encanto, dinero y amor paternal. Gesticula mucho. Mary ha tenido más disgustos con él que yo. Pero no quiere zaherir a mamá.
A pesar de sus propias dificultades, Mervyn estaba fascinado.
—¿Y tú?
—Mamá está hecha a prueba de bombas. Nos hizo hacer el títere delante de Gordon hasta que lo atrapó, y ahora en cambio, cree que es una excelente idea que estemos lejos de ellos —Susie se echó a reír con amargura—. Nuestra abuela vive en Butte. Durante un tiempo se habló de la Universidad de Montana.
—Entonces, ¿por qué quiso Mary irse a su casa? — preguntó Mervyn con cautela.
Susie partió un buñuelo en varios pedazos.
—¿Quién dice que se ha ido a casa?
—¿No?
La joven se encogió de hombros.
—¿No has sabido nada de ella desde que se fue?
—No —Susie observó a Mervyn por entre sus largas pestañas.
—Es raro.
—No mucho.
—Bien, tal vez no —concedió Mervyn—. Dadas las circunstancias...
—Sean las que sean.
—¿No te dio ninguna pista de quién fuese su acompañante?
Susie jugueteó con la cucharilla.
—Mary no es muy confidencial. No es que tenga secretos, pero no le da importancia a las cosas. Y había cierta frialdad entre nosotras últimamente. Bueno, casi diré que discutimos.
Mervyn se sobresaltó. La idea de que Mary discutiese con alguien era absurda.
—¿Y cuál fue el motivo?
—Tú.
—¿Yo? — el joven se echó a reír—. Nunca pensé que tuviese tanta importancia. Y mucho menos para Mary.
Susie se retrepó en su silla, contemplando a Mervyn.
—Una de tus más notables cualidades, Mervyn, es tu completa falta de vanidad. Eres lo bastante guapo como para parar un tren, ¿no lo sabes?
Mervyn se sintió incómodo.
—Pues... tal vez. Para enseñar es un obstáculo. Sin embargo, una disputa entre dos mujeres locamente enamoradas...
—¿Quién ha dicho tal cosa? Para mí es un asunto de principios. Y Mary no siempre sabe lo que quiere. Ya no es una chiquilla, y pensé que ya era hora de que lo supiese.
—Entiendo. Bien, si yo tenía alguna vanidad, ya está hecha añicos.
Susie dejó oír un sonido burlón.
—Cometí un error. Tu vanidad es tan inmensa que acaba por desaparecer. Es un buen truco. Lo ensayaré. Y ahora que no está Mary a mi lado, pienso que probaré todas sus técnicas, mejorándolas.
—Tenme compasión —le rogó Mervyn—. Ya tengo bastantes complicaciones.
Susie esbozó la sombra de una sonrisa.
—Debo irme.
—Yo también tengo varios asuntos que atender —contestó vagamente Mervyn.
Susie, sin dejar de sonreír, se marchó.
Mervyn continuó sentado embebido en profundos pensamientos. Pidió otra taza de café. Y sacó el sobre.
Le dio la vuelta. No había remitente. Volvió a extraer el papel doblado, palpándolo con los dedos como si pudiera tener vida.
La letra era de palo, clara, impersonal. La única palabra decía:
SUFRIRÁS
El estómago de Mervyn se contrajo en un espasmo de náusea.
¿Quién podía odiarle tanto? ¿Y por qué?
6
La carta resultaba incomprensible. El motivo del robo del coche y haber embutido a Mary en el maletero estaba muy claro: complicarle a él en el crimen. Pero, ¿por qué la carta?
La caligrafía no decía nada. Un grafólogo tal vez le hubiera hallado un significado a la E cuadrada, a la fioritura de la S, al trazo final de la patita de la R. Pero Mervyn no veía en todo ello ninguna pista que le sirviese para identificar al remitente.
Mervyn se sintió invadido por la cólera, a la que siguió un deseo irresistible de buscar refugio. La amenazadora nota lo cambiaba todo... y peor. ¡Si al menos supiese con quién tenía que enfrentarse! Hubiera, en tal caso, adoptado las oportunas medidas. Según Harriet Brill —no la prueba más irrefutable, pero al menos era la sombra de una pista—, Mary tenía que reunirse con «John». Había pocos Johns en la vida de Mary, y aunque hubiese otros, sin duda los más importantes eran John Boce, John Thompson, John Pilgrim y John Viviano. Podía ir a verles por separado y espetarles la pregunta directa:
—¿Dónde estabas la noche del viernes?
Tres se sorprenderían, y hasta se irritarían; uno se pondría en guardia. Sin embargo, podría comprobar dos o tres coartadas, y estrechar el campo de acción.
Cierto, John Boce le había contestado que se fuese al diablo ante la misma pregunta, y los demás podían imitarle. Pero nada perdía con probar. Quien no se arriesga, nada consigue.
Resuelto, se levantó, pagó en la caja y volvió a su apartamento.
Al ver el convertible verde menta se detuvo en seco. Estaba decidido a venderlo. Pero un día más no importaría, a menos que alguien volviera a robárselo, cargándole otro cadáver. Deprimido por esta idea, Mervyn levantó la capota del radiador y quitó el rotor del distribuidor.
Se marchó en el «Volkswagen», siendo su objetivo John Thompson, superintendente de la biblioteca de la Universidad. Había elegido primero a Thompson por múltiples razones. El bibliotecario era el que se hallaba más cerca. John Thompson era persona simpática. Y seguramente podría proporcionarle informes acerca de John Pilgrim.
Mientras subía la escalera de la biblioteca volvió a sentir ciertas dudas. Era muy probable que la respuesta a su pregunta fuese más o menos:
—¿Qué te importa dónde estuve yo el viernes por la noche?
¿Y entonces qué? A menos... a menos que lograse que el John culpable se traicionase a sí mismo...
Era fácil decirlo. Pero, ¿cómo inducir a que se acuse a sí mismo un sospechoso, o a que un inocente demuestre que lo es mediante una coartada?
Mervyn se paró en el vestíbulo de la biblioteca para meditar. Al fin encontró un modus operandi. Prosiguió la marcha por la escalera de mármol y salió a un vasto pasillo donde estaban los archivos. El usual movimiento estudiantil, en pleno auge dos semanas antes, había desaparecido.
A un lado una puerta de roble anunciaba: SÓLO PERSONAL BIBLIOTECA. Por esta puerta, a veces había visto pasar a Mary. La abrió y anduvo por un corto corredor hasta una mesa donde estaba una mujer ya madura al lado de un reloj. Le miró inquisitivamente y cuando Mervyn le pidió ver a John Thompson, volvió a mirarle severamente por encima de sus gafas y oprimió un botón situado a un lado de la mesa. Apareció una joven muy delgada con un delantal de lona, que le condujo hasta el caballero Thompson.
La joven le llevó por una escalera de caracol y por un pasillo situado detrás de una larga fila de estantes de libros en una estancia sin ventanas, donde había mujeres sentadas ante mesas repletas de libros, folletos y periódicos. La joven del delantal de lona abrió otra puerta de roble, dejó pasar a Mervyn, bostezó y se alejó.
El despacho de John Thompson era un cubículo impersonal con linóleo en el suelo, paredes de color marrón y una sola ventana que daba a un pedazo de jardín. El bibliotecario, girando en su silla, miró a Mervyn sin aparentar gran sorpresa. Llevaba un traje de mezclilla, falto de plancha, y una corbata color tabaco.
—Hola, Gray. Coge una silla —Thompson contempló al joven con escaso interés.
Mervyn se aclaró la garganta. Por fin dijo:
—He venido por lo de Mary Hazelwood.
—¿Sí? — le animó cortésmente Thompson.
No era un comienzo muy prometedor.
—Sí —asintió Mervyn—. Bien, Susie no sabe nada de ella y yo me hallo francamente preocupado. Mary y yo... Bien, será mejor no entrar en detalles —era un buen toque. El bibliotecario asintió como un hombre de mundo.
—No me digas más.
Mervyn se sintió alentado.
—Tú estuviste en la fiesta de Oleg Malinski, Thompson, por lo que ya sabes que se marchó con un tal John.
—Sí, creo que sí.
Mervyn volvió a aclararse la garganta.
—Mira, estoy tratando de averiguar con quién se largó Mary y por qué. No creo que tenga que darte mis motivos. ¿Puedes ayudarme, Thompson?
—Si te refieres a que yo pueda ser ese «John» —replicó el bibliotecario, balanceándose en la silla soñadora—mente—, no has tenido suerte.
—Ya lo dijiste en la fiesta de Malinski, y como es natural no dudo de tu palabra. Pero para dejarlo más transparente que el cristal... ¿podrías decirme dónde estuviste el viernes por la noche?
—¿El viernes por la noche? ¿El viernes pasado? — Thompson enlazó las manos tras la nuca—. Veamos. Creo que pasé toda la velada en mi apartamento. Sí, trabajando en mi libro. Todos los bibliotecarios escribimos al menos un libro.
—Perdóname si te parece que insisto, pero, ¿no hubo nadie contigo? Me gustaría poder borrarte definitivamente de mi lista.
Thompson meneó tristemente la cabeza.
—Lo siento, pero supongo que tendré que seguir en la lista. No puedo hacer nada más por ayudarte.
—¿No puedes... o no quieres?
—¿Hay alguna diferencia? El resultado es el mismo —rió—. No creí que pertenecieras al tipo celoso, Mervyn. No más que yo. El mundo está lleno de chicas. Aunque admito que Mary es algo especial.
Mervyn se puso de pie.
—Te hago perder el tiempo y yo pierdo el mío.
—Oh, siéntate —protestó Thompson—. Tu pieza se llama John Pilgrim. Trabajó aquí. Era un tipo muy interesante. Pilgrim trataba de darle esquinazo a Mary, y ésta le perseguía, empleando todos sus trucos. Yo disfruté de verdad.
—¿Y qué ocurrió?
—Oh, Pilgrim, por fin, se rindió. Él y Mary comenzaron a almorzar juntos bocadillos y demás... Cosas saladas, pan con mantequilla, jamón, vino tinto... Oficialmente, el vino está verbotten,[3] pero me daba pena interferirme.
—¿Y después?
—Le despedí.
—¿Cómo fue?
—Pilgrim era un inútil. Personalmente, no era mal chico, incluso un poco refrescante, si me entiendes, pero poseía un cerebro muy simple, poco adecuado para este trabajo.
—¿Tienes su dirección?
—Sí —el bibliotecario consultó un archivo—. 1909 1/2—A Milton. Está al sur de la Universidad.
Mervyn tomó nota.
—Esto simplifica mucho el asunto, Thompson. Y si pudieras decirme... bueno, sólo para eliminarte.
Thompson sacudió la cabeza.
—Gray, trabajo aquí cinco días por semana. Desde las tres de la tarde del viernes a las nueve de la mañana del lunes, soy un hombre diferente. Me gusta conservar mis dos mundos separados. Y lo consigo. Tendrás que aceptar mi palabra de que no tuve nada que ver con Mary Hazelwood ni con su fuga.
Mervyn se levantó por segunda vez.
—Gracias por todo.
—Lamento no haberte podido dar más satisfacción —Thompson dejó su asiento y despidió al joven.
Mervyn volvió a su coche, no excesivamente descontento. En cierto sentido, la entrevista no había sido malograda del todo; Thompson se había mostrado seguro de sí mismo. ¿O había sido todo una farsa? Mervyn se mordió los labios, preocupado de nuevo.
Torció hacia el sur de la Universidad, giró por la calle Milton y localizó el número 1909 1/2—A. Era una casita situada detrás de un alto edificio. El distrito pertenecía a la clase media, y aún menos, no muy lejos de los solares de coches usados de la avenida Shattuck.
Mervyn tomó por un camino de cemento que rodeaba un jardín bastante abandonado del cual emergía un dispositivo para secar ropa. La casita de John Pilgrim no era mucho más que un garaje. El tejado era de tejas rojas, y los muros, una vez los habían pintado de gris. Mervyn subió dos peldaños hasta el porche y llamó a la puerta.
No hubo respuesta. Mervyn se acercó a una ventana y atisbo al interior. Vio una alfombra que cubría el suelo. En el muro opuesto había varios aguafuertes de William Blake y una librería construida con cajones de naranjas, que albergaba dos o tres docenas de ediciones de bolsillo. En otra pared había un diván cubierto con una tela verde oscuro, una mecedora de rejilla y una mesa de cartas.
Llamó otra vez y desistió.
Ya en su propio apartamento se hizo un pote de café y unos bocadillos, que comió con apetito. Susie entró en el patio, subió hasta la balconada y penetró en su apartamento. Mervyn miró la hora. La una y media.
Susie, según recordó, planeaba visitar a la señora Kelly entre las dos y las tres.
Salió diez minutos más tarde; se había cambiado, y ahora llevaba un vestido azul. Impulsivamente, Mervyn salió al umbral.
—Hola, Susie.
La joven se volvió hacia él.
—¿Vas al hospital?
—Sí.
—Iré contigo.
—No sabía que te gustase la señora Kelly.
—Parece una persona muy respetable.
—Lo es —contestó secamente la joven.
La señora Kelly, recordó Mervyn, había tratado de mostrarse maternal con Susie y Mary. Era probable que fuese ésta la única maternidad que ambas hubiesen experimentado. Al llegar a la acera, Susie torció a la izquierda. Mervyn se detuvo extrañado.
—¿Piensas andar?
—¿Qué mal hay en ello? Está a poca distancia.
—¡Casi dos kilómetros! Vamos, cogeremos mi coche.
—Algún día —dijo Susie, siguiéndole— la gente empezará a perder las piernas.
Llegaron pronto al hospital.
Una encargada les condujo directamente a la sala 406. El ascensor los depositó en un corredor antiséptico. Susie empujó la puerta de la salita con suavidad y miró al interior.
—¿Señora Kelly? ¿Está despierta?
—Oh, Susie —dijo una voz débil—. Pasa.
La joven penetró en la salita. Mervyn la siguió, baja la cabeza. Los hospitales no le gustaban.
—Siéntate —carraspeó la señora Kelly. Estaba tendida de espaldas, una pierna enyesada en alto—. Me alegro de que hayas venido, querida. ¿Quién está contigo? ¿Mary?
Mervyn dio un paso adelante.
—Soy yo, señora Kelly. Mervyn Gray.
Los ojos de la señora Kelly parecieron querer salirle de las órbitas. Retorció todo su cuerpo. Abrió la boca y lanzó un alarido de terror.
—¡Usted!
—¿Yo? — Mervyn se acercó a la cama, altamente sorprendido—. ¿Yo qué, señora Kelly?
—¡Usted... fue usted quien me empujó por la escalera! — gritó furiosa la señora Kelly.
7
Cuando la enfermera del piso los hubo echado de la sala, Mervyn estaba pálido y Susie pensativa.
Esperaron el ascensor en un forzado silencio. Por fin, el joven se echó a reír nerviosamente.
—La pobre mujer debe de sufrir alucinaciones.
—Pues parecía muy normal hasta que te vio —observó Susie.
Mervyn la miró de soslayo.
—Está chalada, ésta es la verdad.
—A mí me parece que ésta es una débil defensa.
—¡Dios mío! — gritó Mervyn—. ¡No irás a creer...!
—¿Importa mucho lo que yo crea, señor Gray?
Se abrió la puerta del ascensor. Bajaron en medio de un gélido silencio. Ya en la calle, Susie sonrió fríamente.
—Gracias por haberme acompañado. Tengo que ir a un recado. Te dejo aquí.
Con una dolorosa inclinación de cabeza, Mervyn dio media vuelta. Subió a su coche y se sentó ante el volante, maldiciendo al mundo entero. Odiaba a todo el planeta, particularmente a aquellos ciudadanos que eran hembras, gordas, neuróticas y padecían de ilusiones paranoicas. ¿Por qué le habría acusado la vieja Kelly de haberla empujado por la escalera? «Tenía» que estar loca rematada.
Sin embargo, Mervyn se sentía inquieto. Cuanto más pensaba en ello, más le parecía que existía una relación entre su desconocido verdugo y lo que acababa de ocurrirle en la sala 406. ¿Pero qué, cómo, por qué? Puso en marcha el motor y se internó en el tráfico.
Condujo unos minutos sin rumbo fijo, dejando que se le enfriara la sangre. Por fin consultó su reloj. Las dos y media. ¿La tesis? ¿El estudio? ¿La investigación? Rió desdichadamente. ¡Imposible!
SUFRIRÁS, decía la nota.
Estimulado por el furor, Mervyn se dirigió a la carretera de la Costa. Atravesó el puente de la bahía y dobló por la calle Primera hacia el centro de San Francisco.
En una guía telefónica de una estación de servicio buscó la dirección de John Viviano: Plaza de San Angelo, 30. Resultó ser una reliquia del San Francisco de antes de 1906, situada al norte de Telegraph Hill, con una vista del embarcadero y la bahía. La fachada estaba pintada de blanco, con dos ventanas de balcón en cada planta. Sobre la puerta de entrada campeaba un letrero en letras blancas que decía:
JOHN VIVIANO, ARTISTA
ENTREN
Mervyn paso a un vestíbulo que le sorprendió. El suelo estaba alfombrado de negro y las paredes cubiertas también con terciopelo de igual color. A la izquierda había una mesa pintada de verdegris que sostenía una lámpara antigua con base de celadón y pantalla de cristal «Tiffany».
Si la decoración le sorprendió, lo que colgaba en el muro opuesto le aturdió. Era una gran fotografía enmarcada en metal dorado de una joven con un vestido estilo Imperio. Tenía una rodilla descansando sobre un butacón Luis XIV, con ambas manos rozando el respaldo del asiento. Miraba a Mervyn con la sonrisa de la Mona Lisa, pero era Mary Hazelwood.
Aquella confrontación resultó tan inesperada que Mervyn pegó un respingo. En su cerebro llameó la imagen atormentadora de la figura retorcida de la joven, con el vestido azul celeste, sumergiéndose tristemente en el agua. Mervyn parpadeó y apartó la vista de la fotografía.
El zumbido de la puerta interior lo contestó un joven moreno y delgado. Era casi totalmente calvo, bajito y tenía las piernas algo torcidas, con unos dedos manchados de nicotina. Sus pupilas eran sumamente penetrantes.
—¿Sí? — gruñó.
—Quiero ver al señor Viviano.
—Yo soy Viviano, Frank Viviano.
—Oh, yo pregunto por John Viviano.
—No está ahora.
¿Había burla, desdén o condescendencia en el tono del joven?
—¿Tardará mucho? — inquirió Mervyn.
Frank Viviano se encogió de hombros.
—Quizá media hora.
—Esperaré, si es posible —Mervyn señaló la fotografía—. Es Mary Hazelwood, ¿verdad?
—Regístreme. No conozco a muchas modelos.
Frank Viviano condujo a Mervyn hacia un amplio estudio, que contrastaba profundamente con el vestíbulo. Los muros no tenían pintura. La estancia era un enjambre de luces, reflectores, focos, cámaras y accesorios fotográficos de todas clases.
—Busque un asiento —le indicó el joven calvo con indiferencia. Se acercó a un banco de trabajo donde parecía estar reparando una cámara.
Mervyn dio una vuelta por el estudio. Examinó las cámaras: «Línhof», «Leica», «Nikon», «Mamiyaflex» y dos «Rolleiflex». Luego fue hacia el banco de trabajo. Tras haber buscado una frase para iniciar la conversación, dijo:
—¿Un día tranquilo, no?
—Más o menos —asintió Frank Viviano—. No hay regla fija. Aquí no trabajamos mucho, sólo las fotos especiales.
—Creí que John diseñaba vestidos.
—Hace cualquier cosa por un pavo —Frank Viviano puso cola en una juntura y apretó una laña—. Dibujar es su trabajo menor. Éste es el mejor, donde la vida es real. ¿Es usted de alguna agencia o independiente?
—No le entiendo —Mervyn estaba extrañado.
—¿No es un modelo?
—No, diablo.
Frank lanzó un gruñido.
—John quedó en reunirse conmigo el viernes por la noche —explicó Mervyn, probando otro ataque—, y no se presentó. ¿Qué estuvo haciendo?
Viviano sacudió su calvicie.
—Es inútil saber lo que hace una gaviota como John.
—¿Es usted su hermano?
—Sí, somos un par de campesinos de North Beach —levantó una lente y probó el obturador—. Bien, voy a incorporarme al Cuerpo de la Paz. Quiero irme, buscar algo nuevo.
—Yo también pensé hacerlo —confesó Mervyn.
El hermano de Viviano levantó la mirada.
—¿Qué hace usted, a qué se dedica?
—Leo y escribo —contestó Mervyn—. Y juego bien al tenis. En la escuela superior toqué el violín.
—No creo que sirva.
—¿Para qué?
—Para el Cuerpo de la Paz.
—Sí, es verdad, no pertenezco al tipo pionero.
—Pues es hora de que alguien se encargue de ello —replicó Frank en tono duro—. ¿Sabe cómo viven ciertas personas? Peor que perros. ¿Sabe cómo está Etiopía? — estudió a Mervyn con atención, sus ojos tan negros como la lente de la cámara que sostenía en la mano.
—Todo lo que sé es que Haile Selassie de Etiopía es el León de Judá, y que suelen llamar a esa nación Abisinia.
—Me refiero a la gente. No han mejorado en seis mil años. Los etíopes son seres humanos, ¿no? Como usted y como yo.
—¿Va a enseñarles fotografía?
Frank Viviano le lanzó una mirada suspicaz.
—¿Por qué no? La fotografía es una afición universal. Se volverá loca la gente con la Tía Minnie haciendo sopa de hiena, Rover cazando a un babuino, o Júnior arrojando su primera lanza.
Mervyn consultó su reloj.
—La foto de Mary en el vestíbulo... ¿fue tomada aquí?
—¿Dónde, si no? Con la lente de «Mamiyaflex». Es una belleza natural. Guapa chica. ¿Amiga suya?
—La conozco.
El hermano de John Viviano aulló una carcajada.
—John está enamorado de ella. Cuando empieza a retratar a una dama, sé que está enganchado. Es muy susceptible. Por esto se metió en este asunto. John es todo un hombre. Le gustan los negocios donde pueda tratar con mujeres.
—¿Es usted su socio?
—Socio, representante, recadero, mujer de la limpieza... También hago casi todo el trabajo. John se cuida de las chicas. Sí, le gusta tratar con ellas —levantó la cabeza—. Aquí está ahora.
John Viviano entró apresuradamente. Se detuvo en seco al ver a Mervyn. Dejó una cámara sobre una mesa, se acercó al banco y contempló la cámara que su hermano estaba reparando.
—Esa monstruosa y vieja «Deardoff»...
—Necesitamos una cámara de objetivo grande —gruñó su hermano—. Ésta toma buenas fotos.
—Es un dinosaurio.
—Si un dinosaurio puede hacer una buena foto, usaré un dinosaurio.
John Viviano concentró su atención en Mervyn.
—¿Qué te trae por aquí, Gray? — su voz era amable.
—Necesito tu ayuda.
Viviano le miró suspicazmente y luego miró su reloj.
—Vamos arriba. Tengo prisa y es hora de tomar una copa.
Llevó a Mervyn por una estrecha escalera hacia un gabinete soleado con paredes blancas, alfombra roja, sofá verde Imperio y una cornucopia.
—¿Scotch? ¿Bourbon?
—Bourbon.
Viviano se acercó a una alacena y regresó con un par de vasos.
—¿Hacía mucho que esperabas?
—Veinte minutos.
—¿Has hablado con mi hermano Frank?
—Sí...
—¿Qué te ha contado?
«¿Quién está sonsacando a quién?», pensó Mervyn.
—Nada de importancia —contestó en voz alta—. Hemos hablado del Cuerpo de la Paz.
John Viviano empezó a pasearse por la estancia.
—No le aceptarán. Es un imbécil. Lleno de ideas idiotas. Bien, Gray, ¿qué te pasa?
—Mary Hazelwood.
—Querida Mary. ¿Has visto la foto?
—Sí. Bien, a decir verdad, estoy enamorado de ella, John.
—¿Y quién no? — Viviano chasqueó los dedos con impaciencia.
—No sé a dónde se ha ido y estoy preocupado. Ni siquiera le ha escrito a Susie. Y pensé que tal vez tú supieras dónde está.
Viviano se echó a reír, adelantando la cabeza como una víbora.
—¿Por qué no te expresas con más claridad? No, no soy ese «John». «John» es otro John. Y sea quien sea, le envidio. Yo también estoy enamorado de Mary.
—Te creo, Viviano. Pero Mary no conoce a muchos Johns. Afrontemos los hechos.
—Tantos como quieras. No tengo sensibilidad.
—Ahora, hablemos de nuestro «John». Supongamos que esté casado. O que tenga algún otro motivo para querer mantener secreto su asunto con Mary.
—¿Sí? — John Viviano había dejado de pasearse.
—Sí, y entonces cuando empiezo a preguntar respecto a Mary, él lo niega todo.
—¿Sí? — la voz del fotógrafo estaba ronca.
—¿Te ofenderás si te pregunto dónde estuviste el viernes por la noche?
—No me ofenderé. Pero declinaré contestar.
—Quiero eliminar el nombre de John Viviano de mi lista —dijo Mervyn con humildad.
—Tu amabilidad me confunde. ¿Y tus otros Johns, quiénes son?
—John Boce, John Pilgrim y John Thompson.
—¿Los has eliminado?
—Aún no.
Viviano enseñó sus dientes en una sonrisa zorruna.
—Eres un imbécil, Gray. Si Mary se marchó con alguien, ese alguien no puede estar aquí, ¿verdad? Entonces, ¿por qué me preguntas a mí con respecto al viernes por la noche?
—Sigo queriendo saber.
—Amigo mío —la sonrisa había desaparecido—, no puedo decírtelo. La delicadeza me lo impide. Ambos somos americanos de sangre caliente. Si te sugiero que pasé la noche del viernes en compañía de una hermosa mujer, no Mary, ¿me comprenderás?
—¿Puedes decirme su nombre?
—¿Por quién me tomas? — el fotógrafo estaba herido en su amor propio.
Mervyn se despidió rápidamente de John Viviano.
Condujo lentamente hacia Berkeley. En la avenida de San Pablo penetró en un drive—in a tomar un bocadillo de queso y lo fue mordisqueando mientras repasaba los acontecimientos del día. Totalizaban cero. Las evasivas de John Boce, la cortés obstinación de John Thompson, la burlona galantería de John Viviano. Faltaba John Pilgrim.
Recordando las botellas vacías que había observado al atisbar en la casita de Pilgrim, entró en una tienda y compró una botella barata de jerez. Luego guió hasta el 1909 1/2—A de la calle Milton.
Había una estropeada «Lambretta» aparcada en la acera, y oyó como alguien arrancaba unos tristes lamentos a las cuerdas de una guitarra. Estaba de suerte. Llamó v la puerta se abrió.
—¿John Pilgrim? — preguntó Mervyn.
—Yo soy Pilgrim —era un joven de formidable cara, corpulento, alto, con la nariz rota y aspecto general de brutalidad. De cabello negro brillante, había un toque gris en las sienes. Llevaba unos tejanos de color café, manchados, una camisa que había sido marrón, y mocasines negros. Aunque Mervyn le concedió cierto magnetismo viril, no pudo comprender qué había visto Mary en aquel tipo.
—Soy Mervyn Gray. Amigo de Mary Hazelwood.
—¿Conque es usted el tipo que telefoneó la otra noche? — rezongó Pilgrim.
—¿Qué noche?
—El sábado. A las once.
Mervyn recordó. John Boce había llamado a Pilgrim desde casa de Oleg Malinski.
—Fue otra persona.
—Y esta súbita popularidad, ¿por qué? — refunfuñó Pilgrim.
Mervyn se sintió de pronto cansado y disgustado. Pero consiguió frenarse.
—Mary se marchó el viernes por la noche a un lugar desconocido con un tal John. Y ha habido cierta especulación acerca de quién sería ese John.
La intensa mirada del dueño de la casa escrutó a Mervyn, y decidió que era inofensivo.
—Bien, siga especulando.
—Quise asegurarme —Mervyn indicó la bolsa de papel con la botella—. He traído una botella de jerez. ¿Bebemos?
—Pase —le invitó rápidamente John Pilgrim.
Mervyn le siguió a un saloncito. En el diván se hallaba una joven, de amplias caderas y cintura estrecha. Llevaba el cabello recogido con una raya en medio. Miró una sola vez a Mervyn y volvió a acariciar la guitarra. Las cuerdas resonaron tristemente.
John Pilgrim trajo dos vasos de la cocina, sin prestar la menor atención a la guitarrista. Mervyn quitó el corcho de la botella y sirvió bebidas. Pilgrim apuró el vaso.
—No recuerdo su nombre.
—Mervyn Gray.
Pilgrim asintió pensativamente.
—Mary le mencionó. Dijo que yo debía hablar con usted.
—¿Ah, sí?
—Sí, de poesía. Yo soy poeta —gruñó—. Hoy día esta palabra no significa nada. Nada en absoluto.
—Es un arte anticuado —observó Mervyn.
Pilgrim contempló su vaso.
—Pienso lo mismo. Sin embargo, el mundo actual necesita la poesía.
—Sí, el cerebro tiene una grieta que sólo la poesía puede llenar.
Pilgrim volvió a llenar su vaso.
—Mary me dijo que usted era poeta.
—Apenas. Traduzco los cantares de los trovadores medievales.
—No lo parece —dijo Pilgrim, en son de crítica—. Más bien le hubiera tomado por un vendedor de aspiradoras.
—Tampoco usted parece un bibliotecario —replicó Mervyn—. Más bien un camarero de mostrador.
—El empleo de bibliotecario fue sólo para tener las tardes ocupadas —explicó Pilgrim, blandiendo el vaso vacío—. También trabajo de noche. Tan pronto como tenga suficiente pasta me iré al Japón. En el Japón aprecian la poesía. Incluso el emperador escribe haiku.
—¿Conoce el japonés?
—No lo bastante para leer haiku. Aún no.
El nivel de la botella volvió a disminuir. De pronto, la joven del diván se levantó y salió sin decir nada, llevándose la guitarra. Cerró la puerta de la calle con suavidad. Pilgrim ni siquiera volvió la cabeza.
Mervyn condujo la conversación hacia el tema que le interesaba.
—Un mal asunto el de Mary. Ninguno de los Johns que ella conoce reconoce haber estado con ella el viernes por la noche. Usted tuvo algo que ver con ella, ¿no?
Los labios de John Pilgrim se curvaron en una mueca desdeñosa.
—Un cucurucho de helado que se derrite en las manos.
«Si es una muestra de su talento poético —pensó Mervyn—, prefiero el siglo XII.»
—¿Entonces fue a usted a quien ella telefoneó el viernes?
—¿A mí? ¿El viernes? — Pilgrim apuró de nuevo su vaso—. Mervyn, ¿qué persigue con tantas preguntas?
—Ya se lo dije. Mary concertó una cita con un tipo llamado John. Estoy tratando de descubrir quién era ese John.
—¿Qué ha hecho, la ha violado?
—¡No sea grosero! — rezongó Mervyn.
—¡Grosero! — Pilgrim le lanzó una mirada anonadante—. ¿Es usted tonto? ¿Desde cuándo es grosera una violación? Es la más alta expresión de la individualidad, como la nariz propia. Pero si piensa que ese John se apellidaba Pilgrim, olvídelo, amigo. La vida del viejo Johnny es un libro abierto.
—La originalidad de su metáfora me deleita —repuso Mervyn—. Su última frase significa que no vio a Mary el viernes por la noche, ¿verdad?
—¿Qué le han dicho los demás Johns?
—Ni una maldita palabra —confesó Mervyn con amargura—. Se han limitado a reír ante mis pobres dotes detectivescas.
—Yo trabajé como detective —declaró el poeta, volviendo a llenar su vaso—, y descubrí un caso de adulterio en beneficio del marido. Bien, Gray, ¿qué desea usted?
Mervyn luchó para no estallar.
—¡Quiero saber... a dónde se marchó Mary y con quién!
—Conmigo no —rió Pilgrim—. Estoy aquí.
—¿Por qué no me dice entonces dónde estuvo el viernes por la noche?
—Ya volvemos a las andadas —le recriminó Pilgrim—. Tiene mucho que aprender, Mervyn— y eliminando todo intermediario, se llevó el gollete de la botella a los labios.
Furioso, Mervyn casi huyó del apartamento de John Pilgrim. Condujo hasta los apartamento «Yerba Buena Jardín» como Ben Hur. Penetró directamente en su apartamento y se tumbó en la cama, respirando pesadamente.
Se despertó a medianoche tan tieso como un cadáver. Tenía la lengua gruesa y el cerebro a punto de estallar. Cojeó hasta el cuarto de baño, se limpió los dientes, y se drogó con una aspirina. Luego se desnudó y volvió entre las sábanas.
Con las primeras luces seguía aún persiguiendo inútilmente a Morfeo. Por fin desistió, plantó los pies en el suelo y decidió enfrentarse con el nuevo día. Se duchó, se afeitó, se vistió, hizo café, frió un par de huevos y tostó pan. Mientras se desayunaba, el cartero entró en el patio y fue depositando la correspondencia en los buzones. Mervyn empujó la silla hacia atrás y salió en busca del correo, con el vello erizado.
Sólo había una carta en el buzón. Era un sobre blanco, barato. Su nombre y señas estaban a máquina. No había remitente. Mervyn regresó volando a su apartamento y cerró la puerta. Contempló temerosamente el sobre.
Sólo era un sobre barato.
No ganaba nada con retrasar el momento.
Rasgó el sobre con el tenedor, de la peor forma posible, y miró su interior. Una sola hoja de papel doblada. Como la otra vez.
Sacó la hoja, la desdobló y leyó lo que tenía escrito.
Una sola palabra, trazada con un bolígrafo.
CONFIESA
8
Confiesa...
Sin duda alguna el mensaje se refería a la muerte de Mary Hazelwood. Aunque también había la caída de la señora Kelly, de la que él parecía, asimismo, responsable. Pero la señora Kelly había lanzado su acusación a pleno pulmón y no se hallaba en condiciones de redactar cartas anónimas.
¿Quién podía enviar esos mensajes dèlficos? Sólo el diablo que había metido el cadáver de Mary dentro del maletero del «Chevrolet», y había plantado el bolso y la bota ensangrentada en el armario.
Mervyn se dejó caer en un sillón y empezó a beber el café para confortarse. John Boce, John Thompson, John Viviano, John Pilgiim. Por enésima vez volvió a razonar todo el asunto.
Había primero la conversación telefónica de Mary con «John»: el factor clave. Lo había dicho Harriet Brill. Ésta conocía casi todos los amigos de Mary. Harriet trabajaba cerca de John Thompson en la biblioteca y, hasta recientemente, también de John Pilgrim. Conocía al fotógrafo Viviano gracias a su asociación con Mary y a John Boce como vecino y escolta suya...
Mervyn adoptó una decisión.
Fue a la ventana y miró al exterior. El coche de Harriet Brill se hallaba en la entrada, un viejo «Plymouth» de dos plazas. La joven seguramente estaba en casa.
Salió al patio y ascendió la escalerilla que llevaba al piso superior de la otra unidad. Ya arriba, miró hacia abajo. Era por allí por donde había caído la señora Kelly. Mervyn se estremeció. Era increíble que la vieja hubiera sobrevivido. No era extraño que la pobre mujer hubiese chillado al ver a su supuesto verdugo. Pero, ¿qué le había hecho pensar que él la había empujado?
Mervyn sacudió la cabeza. Empezaba a sentir un gran respeto hacia la profesión de detective.
Se encogió de hombros y llamó a la puerta del apartamento 10.
Harriet Brill miró por la ventana.
—¡Mervyn, qué sorpresa! Quel enchantement!
Destrabó la cabeza y abrió la puerta.
—Entrez, entrez, mon cher savant.
Mervyn entró. La joven llevaba una bata casera decorada con bananas, piñas y cocos, pareciendo un saco de fruta.
—Estaba a punto de tomar mi taza de té —explicó ella—. ¿Me acompañas?
—Encantado —respondió Mervyn.
—¡Fantástico! Pondré otra taza.
Mervyn se quedó plantado en el centro de la estancia, mirando en torno suyo. Había carteles de viaje enmarcados en las paredes, y copias de Picasso y Klee, con tres arlequines de cerámica sobre la repisa de la chimenea. Cogió uno.
—Los he comprado hace poco —dijo Harriet—. ¿No son maravillosos? Son de la última época de Fenner Fuller. Me gusta su inventiva sardónica —trajo al saloncito una bandeja con el servicio del té—. Siéntate, Mervyn. ¿Quieres bizcochos?
—Gracias —aceptó el joven. Se acomodó en una butaca tapizada de púrpura y verde.
—Creo que aún no habías estado nunca aquí. ¿Qué te parece mi guarida?
—Encantadora —Mervyn probó el té—. ¿Cómo está la señora Kelly?
Harriet parpadeó. Era evidente que la señora Kelly había hecho resonar su acusación contra Mervyn más allá de los muros del hospital.
—No la he visto desde ayer. No se encontraba muy bien. Vaya caída tonta.
—Pudo ser más grave.
—Estas caídas suelen ser fatales para las personas mayores. Tienen los huesos tan frágiles... Pudo matarse con toda facilidad —Harriet le dirigió al joven una sonrisa. No se sentía cómoda.
—Ayer la vi —dijo Mervyn—. Estaba chiflada.
Harriet asintió rápidamente.
—Esto pensé yo también. Un poco despistada.
Mervyn mordisqueó un bizcocho, mientras pensaba la forma más diplomática de abordar el tema.
—¿No trabajas hoy?
—Esta mañana no. Estoy muy enfrascada con mis abstracciones. Tengo que preparar unos tests personales. Ahora trabajo como psicóloga consultante para tres firmas —agregó con modestia.
—¡Bravo! ¿Trabajas también para John Thompson en la biblioteca, no? Es tu jefe.
—No. Tengo una mesa en la sala general.
—¿Pero estás en contacto con él?
—De vez en cuando. No tenemos mucho que decirnos —arrugó la nariz—. Creo que lleva una doble vida.
—¿Oh?
—Cada fin de semana desaparece, con la regularidad de un cronómetro. Y nadie puede encontrarle. Ni siquiera el señor Swinnick.
Era el superintendente general de la biblioteca. Mervyn volvió al tema que le interesaba.
—Es extraño. ¿Por qué se mostrará tan misterioso?
Harriet se echó a reír sin razón aparente.
—Por lo visto todavía estás preocupado por Mary.
—Soy curioso —reconoció Mervyn. Secretamente, se felicitó.
Harriet apretó los labios perceptiblemente.
—Quisiera saber si se armaría tanto jaleo si algún día desapareciese yo con un hombre.
«Mantenla en la buena vía, Mervyn.»
—Por lo visto no se marchó con Thompson.
Harriet soltó un bufido.
—No, a menos que él tenga una cabaña en Santa Cruz o en el monte.
—¿Y John Pilgrim?
Harriet pareció oler algo detestable.
—Un tipo inaguantable. No puedo imaginarme que... Bueno, no me lo puedo imaginar, eso es todo. O John Boce. Resulta ridículo pensarlo. Había terminado con Mary por completo —volvió a fruncir la nariz—. Quiero decir que Mary es frívola. Y John lo sabe.
—¿Y John Viviano?
Esta vez Harriet dio un respingo.
—¿Ese idiota? ¡Es capaz de cualquier cosa!
Mervyn se levantó.
—Gracias por el té.
—¿Ya te vas? ¿Quieres otra taza?
—No, gracias. Sólo vine a interesarme por la señora Kelly.
Harriet se hallaba ya junto a la ventana.
—Ahí viene John. Está ahora inspeccionando tu coche. Me gustaría que lo comprase. Es ridículo que un hombre no tenga coche.
—Boce casi nunca carece de coche. Usualmente, se trata del mío.
—También a veces le he prestado mi viejo «Scatterbolt» —la joven consiguió lanzar una mirada divertida y de desaprobación—. John, claro, es muy apegado al dinero. Supongo que en la actualidad es una buena condición. Todo está tan caro... Y él sólo es un contable.
—Será mejor que vaya a ver qué hace. Au revoir.
—Au' voir.
Un transeúnte, atraído por el cartel de venta, se había detenido a preguntarle a Boce si era el dueño del auto. Mervyn se ocultó tras una de las columnas de estuco de la entrada del patio, a escuchar.
—No es mío —replicó Boce con enfatismo—. No me gustan los convertibles. Este aire salino disuelve las capotas.
—Pues éste no parece en mal estado —el probable comprador parecía un joven muy formal—. ¿Sabe cuánto pide el propietario?
Boce rió compasivamente.
—Cambia frecuentemente de idea. Hace una semana me lo ofreció prácticamente por nada. Ya ha cambiado. Hermano, yo he llevado este coche.
—¿Un perro, eh?
—Llamémoslo así. Si usted quiere arreglarlo un poco, ofrézcale cien pavos. Seguramente le besará la mano.
Mervyn surgió como «Trampas» en «El Virginiano».[4] Boce retrocedió un paso, sobresaltado. Luego exclamó:
—¡Ah, Mervyn! Ese joven está interesado en tu coche. Le he estado haciendo la propaganda.
—¿Cuál es el precio? — inquirió el joven con toda seriedad.
—Trescientos —contestó Mervyn.
El joven se marchó.
—No eres muy persuasivo, John —dijo Mervyn en voz baja.
—Dame algo bueno en qué trabajar —replicó John Boce.
—¿Cuál es tu oferta final? Esta vez lo digo en serio.
—Pues... Ciento sesenta y cinco. Si le pones unas cubiertas nuevas. Y equilibras las ruedas.
Mervyn tuvo una inspiración.
—Hazme un memorándum de esta oferta, John. Aquí, en el dorso de este sobre. Con letras de imprenta. No puedo leer tu caligrafía.
Boce pareció sobresaltarse. Luego se encogió de hombros y obedeció.
—Debo llamar tu atención sobre el hecho de haber escrito: «Tentativa y condicional, no es una oferta en firme.»
—¿Por qué lo has escrito? — murmuró Mervyn, estudiando lo escrito.
—Soy un hombre práctico. Me sé de memoria la ley de los contratos.
—Bien, ahora voy a darte un tentativo y condicional «no». Pero guardaré este memorándum por si acaso me vuelvo loco y comienzo a desprenderme de mis bienes.
—Cuando lo hagas estaré presente —afirmó John Boce.
—Incidentalmente, ¿dónde estuviste el viernes por la noche?
—¿Todavía estás royendo el mismo hueso, Mervyn? ¿Qué importa dónde estuve?
—¿Qué te importa a ti decírmelo?
—No veo la finalidad de...
—Está bien. Pero ten en cuenta que mi coche desapareció entonces.
Boce hizo rodar sus ojos, implorando al cielo.
—Ahora, además de embustero, soy un ladrón.
—No necesariamente. Creo que ese John se fue hacia el Sur con mi coche. Y me gustaría conocer su nombre.
—No es Boce, amigo mío, créeme.
—Te creo. Pero la fe no es bastante.
—No iría con ese cacharro ni a diez bloques de distancia —le aseguró Boce—. A menos que mi vida dependiera de ello, claro.
—O no pudieras llevarte mi «Volkswagen». Vamos, John, confiesa, ¿dónde estuviste el viernes por la noche?
—¡Maldito seas, Mervyn! No es asunto tuyo. Tuve una cita. ¿Satisfecho?
—No. ¿Quién era ella?
—¡Qué importa! Digamos que una diosa de la fertilidad local. Bailamos. Y cada vez que yo pretendía marcharme, ella se pegaba a mí como una lapa.
John Boce no se mostró dispuesto a confesar nada más. Disgustado, Mervyn volvió a su apartamento, donde estudió el memorándum de Boce.
De repente, se vio asaltado por una idea.
En la biblioteca de la Universidad penetró en la sala contigua al despacho de John Thompson, con el pretexto de entregarle un mensaje de Harriet que, naturalmente, no estaba allí. De camino, se detuvo delante del tablero de avisos, lleno de noticias de todas clases. Uno trataba de los programas de verano y estaba firmado por «J. Thompson». Pero estaba escrito a máquina.
Veinte minutos más tarde, en el apartamento donde Thompson tenía su residencia, Mervyn tuvo más suerte. En la ranura existente junto a los timbres había una tarjeta con el nombre de John Thompson escrito a mano. Mervyn arrancó la tarjeta y se marchó a toda prisa.
Su próxima parada fue en el estudio de John Viviano. El fotógrafo estaba ausente, pero no así su hermano Frank, y ante el asombro de Mervyn accedió inmediatamente a la petición del joven, buscando por un cajón del archivo. Sacó un dibujo magnífico de una modelo con una capa negra. Las notas que detallaban el material que debía emplearse estaban trazadas a mano en el margen.
—Felicitaciones —dijo Frank Viviano—. No sé para qué lo necesita, pero espero que sea para ahorcar a John. Si es preciso, yo mismo le daré la patada a la banqueta.
Mervyn le agradeció sus buenos deseos y se marchó con el dibujo.
¿Cómo podría apoderarse de una muestra de la caligrafía de John Pilgrim? El proyecto trazó un surco en el entrecejo de Mervyn. Una solicitud directa daría como resultado una burla o un estallido de mala poesía.
O ambas cosas, peor aún. Claro que podía irrumpir en la casita... Por fin, Mervyn decidió emplear la táctica indirecta.
Se detuvo en una tienda de papelería y compró un ejemplar del Saturday Review. En la tienda había una máquina de escribir, y bajo el pretexto de mecanografiar un mensaje en una tarjeta, escribió:
¡Ejemplar suplementario! Ahora es el momento de suscribirse gratis por tres meses. Todo lo que hay que hacer es sugerir cuatro personas (nombres y señas) que puedan estar interesadas en suscribirse al Saturday Review. (No se mencionará su nombre.)
Escriba, por favor.
Nuestro representante no tardará en visitarle para recoger su tarjeta. Llénela, y sus tres meses de suscripción gratis comenzarán (aproximadamente) dentro de un mes.
Aparcó delante de la casita de Pilgrim, sólo unos metros más abajo. No vio la «Lambretta», por lo que supuso que el poeta no estaba en casa. Mervyn subió al porche, dejó la revista con la tarjeta unida con un clip contra la puerta, volvió a bajar los peldaños y se metió en el coche, decidido a esperar.
Transcurrió una hora antes de que oyera la «Lambretta». Mervyn vio cómo Pilgrim bajaba por la calle pegado al bordillo de la acera, como un cohete. Por milagro no se aplastó la nariz contra el porche. La máquina tosió, carraspeó y murió. Pilgrim saltó de la moto y procedió a abrir la puerta. Mervyn le vio agacharse y recoger del suelo la revista, entrando acto seguido en la casa, leyendo la tarjeta.
Mervyn esperó, escrutando la calle Milton. Unos veinte minutos más tarde, un muchacho aseadamente ataviado bajó por la acera. Mervyn le llamó y empezó a hablar con él calurosamente. El chico asintió inexpresivamente. Por fin, Mervyn le indicó la casita de John Pilgrim; el chico volvió a asentir y desapareció dentro de la casa, tras tocar el timbre.
Volvió cinco minutos más tarde con la tarjeta. Mervyn le dio una moneda de cincuenta centavos y el chico se marchó, siempre sin inmutarse.
«¡He tenido la suerte de cara!», pensó Mervyn.
Miró el anverso de la tarjeta donde había redactado su mensaje. Su alegría decayó. No había nada como respuesta. Pero al girar la cartulina, la animación volvió a brillar en sus pupilas. ¡Pilgrim había caído en la trampa!
Escupo sobre su nauseabunda revista. Odio estas estupideces. No vuelvan a venir por aquí. La próxima vez agarraré a su representante y le daré una tunda.
J. Pilgrim
De todos modos, había escrito a mano su belicoso mensaje.
Era ya casi de noche cuando Mervyn volvió a los apartamentos «Yerba Buena Jardín». «No ha sido un mal día de labor», pensó animado. Por primera vez había engañado a sus adversarios (como había empezado a llamar a los cuatro Johns, a pesar de que tres tenían que ser inocentes).
Al pasar por delante del apartamento de John Boce, Mervyn oyó la risa de Harriet Brill. Le recordó la reunión que había tenido lugar allí dos noches antes cuando Boce le había cogido «prestado» su bourbon sin permiso.
Y ante su asombro, apoyado en la puerta, dentro de una bolsa de papel, había un quinto de bourbon lleno. ¿Es que el leopardo cambiaba de hábitos?
El incidente, después de su éxito al conseguir las muestras caligráficas de los cuatro Johns, llevó a Mervyn a un estado de plena euforia. Ya en su apartamento cerró la puerta, encendió las luces, corrió las cortinas, sacó las diversas muestras que había obtenido, las dejó sobre la mesa al lado de las dos cartas anónimas, se preparó un combinado y se sentó canturreando.
«Veamos», pensó, frotándose las manos. Se tomó cierto tiempo, bebió un trago de su vaso, gozando al pensar la inteligencia que había demostrado al dominar a su enemigo.
Finalmente, cogió las dos cartas y comparó la escritura con la de las muestras.
La caligrafía de John Boce se hallaba caracterizada por unas mayúsculas muy estiradas que se inclinaban a la derecha como en un tipo de cursiva.
La de John Thompson era pequeña, precisa, apretada, con tendencia a redondear los ángulos y hacer convexos los trazos verticales.
La de John Viviano tendía al gótico, atrevida, fuerte, elegante.
John Pilgrim escribía con firmeza. Superficialmente, la suya era la escritura que más se parecía a la de los anónimos, pero...
Mervyn tomó otro sorbo y se preparó para un concienzudo análisis. Pero en aquel momento frunció el ceño y miró el vaso. Sentía la lengua de modo muy peculiar, aceitosa y gruesa. Y en la boca tenía un gusto muy raro. Olió el vaso. También el olor era extraño, aunque levemente familiar... un olor que asociaba con algo muy desagradable.
De pronto, el estómago de Mervyn se rebeló. Fue hacia el fregadero y leyó la etiqueta de la botella. «Jim Beam». Odió su contenido. El mismo olor, sólo que más fuerte: aceitoso, amargo, pesado.
Su estómago se estremeció, al tiempo que le ardía la garganta. Inclinándose sobre el fregadero, vomitó. Quedóse apoyado en la cocina, jadeando. Estaba a punto de beber un vaso de agua para limpiarse el estómago, cuando volvió a vomitar...
Cuando llegó junto al teléfono, tambaleándose, sólo una palabra estaba fija en su cerebro: «¡Veneno!»
El doctor era un hombre de mediana edad con el cabello intacto y un aspecto de prosperidad en toda su persona. Olió el bourbon, lo probó, examinó los restos del fregadero, le tomó el pulso a Mervyn, le auscultó el pecho y la espalda con el estetoscopio, le examinó la lengua, la garganta y las pupilas y le tomó la presión de la sangre. Durante todas estas operaciones no dejó de hacer «¡huuummm!» y asentir para sí. Mervyn intentó hablarle de sus traviesos sobrinos, pero desistió; el doctor no le escuchaba. Al fin, el médico se enderezó. Mervyn creyó verle desanimado.
—Esto no es nada, señor Gray. Ha ingerido muy poco veneno, y lo ha expulsado casi todo.
—¿Qué veneno es?
—Huele a aceite de valeriana. Pero ha actuado como la tintura de ipecacuana. Seguramente una mezcla de ambas. Si no ocurre nada más, está usted salvado. Váyase a la cama y descanse. Si nota dolor, mareo o pesadez en las manos o los pies, llámeme inmediatamente. Pero creo que está usted ya bien. Seguramente se trata de una broma.
«¡Tu abuela, una broma!», exclamó Mervyn para sí. Cuando el doctor se hubo marchado, Mervyn dio unos pasos por el saloncito y decidió que se encontraba mejor, aunque todavía débil. ¿Y si se hubiese bebido todo el contenido del vaso?
Su enemigo cada vez se tornaba más agresivo.
Mervyn volvió a examinar las muestras. Todas le parecieron siniestras. Ahora todas se parecían a la escritura de los dos anónimos.
Su estómago le hizo sentir varias punzadas, pero esta vez de hambre. Frió dos huevos, hizo unas tostadas, se sirvió un vaso de leche y comió el total con la voracidad de un hombre tranquilo por seguir habitando aún en el planeta Tierra.
Después vertió el maldito whisky en el retrete, en tanto su estómago se contraía al intuir el olor.
Se fue a la cama.
A la mañana siguiente esperó impaciente el correo. Cuando llegó, cogió el sobre blanco y barato y lo abrió febrilmente.
El tercer mensaje decía:
CONFIESA O MORIRÁS
9
Mervyn pasó por la avenida del Telégrafo en dirección a la Universidad. Era viernes, el día en que John Thompson solía desaparecer para el final de semana. Mientras atravesó la Sather Gate, Mervyn fue estudiando la biblioteca mentalmente.
John Thompson podía utilizar cualquiera de las tres o cuatro salidas para dirigirse a su coche. A menos que Mervyn aparcase muy cerca, el bibliotecario podía alejarse sin que el joven se diese cuenta.
Sumido en sus pensamientos, Mervyn se internó por la alameda existente delante de la Unión Estudiantil. Casi chocó con Oleg Malinski, el cual le saludó cordial—mente.
—Trabajas demasiado, Mervyn. Pareces preocupado... ¿Es por la tesis?
—No —musitó el joven—. Es personal. Si poseyese un adarme de sentido común, Oleg, abandonaría esta ciudad.
—Precisamente es mi filosofía —declaró Malinski—. ¡Cuando las presiones te agobien... vuela! ¡Márchate! ¡Evádete! ¡Escapa! ¿Por qué combatir? ¿Halló satisfacción el rey Canuto en desafiar a la marea?
—Tienes razón —asintió Mervyn, toscamente—. Ah, incidentalmente, ayer visité a tu amigo Viviano.
—¿De veras? ¡Qué sorpresa! — el bigote del ingeniero óptico se estremeció.
—¿Sorpresa?
—No esperaba que trabases amistad con John Viviano.
—Es cierto —admitió Mervyn—. Fui a preguntarle dónde pasó la noche del viernes.
—¿Qué te contestó? — rió Malinski.
—Nada. Y negó haber tenido nada con Mary.
—Ya entiendo. Es Mary la que te preocupa.
—Su ausencia. Ni siquiera se ha comunicado con Susie.
—Hum... —especuló Malinski, y Mervyn sintió una súbita alarma. Eventualmente, la desaparición de Mary llegaría a oídos de la Policía, y alguien recordaría las investigaciones que él había estado llevando a cabo. Cada cosa a su tiempo, se recriminó.
—Oleg, ¿no sabes por casualidad dónde pasó Viviano la noche del viernes?
Pero Malinski estaba ya distraído estudiando el contorno de una protuberante jovencita en shorts. La joven pasó y Malinski giró sobre sí como la aguja de una brújula.
—¡Ah, juventud! — suspiró el ingeniero óptico—. Cuando voy por la Universidad en medio de chicas tan guapas, siento una sensación de desesperanza... ¡La belleza evaporándose en un instante!
Pero el pesar de Malinski se evaporó también al momento.
—Bien —añadió animadamente—, ¿qué me preguntabas de John Viviano? — y sin esperar la respuesta, continuó, mordiéndose el bigote—: Deja que te haga una pregunta, Mervyn. Cuando visitaste el estudio de Viviano, ¿cómo estaban las relaciones entre Frank y su hermano?
—Bueno, Frank habló de alistarse al Cuerpo de la Paz.
Oleg asintió con el gesto.
—Y con Frank fuera, el negocio fotográfico de Viviano se iría al diablo.
Mervyn puso cara de sorpresa.
—La vanidad de John Viviano es colosal —agregó Malinski—. ¿O ya lo sabes? John jamás admitirá una deficiencia, una falta de habilidad propia. Es un caso patológico. Te diré un secreto que seguramente no sabe ni siquiera Frank. Yo lo supe casualmente. Pero como no es nada confidencial puedo repetirlo libremente. John pasa como fotógrafo, pero lo cierto es que no sabe nada de la técnica de las cámaras oscuras. Y para remediarlo está estudiando en secreto.
—¡No!
—Sí. John es estupendo con los modelos. Posee un excelente ojo para las poses, las luces y la composición. Cualquier tonto puede componer una foto y apretar el disparador. Pero el cuarto oscuro necesita ya un proceso creador, mucho más difícil. Y Frank en esto es un genio. De un pésimo negativo, Frank puede sacar una foto excelente.
»A John le gustaría llegar a dominar esta técnica. Y como es un vanidoso, cualquier día, cuando Frank exhiba una buena fotografía a fuerza de técnica, John señalará algún fallo, indicándole que lo corrija. Entonces Frank se volverá loco, o se marchará del estudio para no volver.
Mervyn ahogó un bostezo.
—Todo esto es muy interesante, pero, ¿qué tiene que ver con lo que hizo John Viviano el viernes por la noche?
—Las noches de los martes y viernes John estudia técnica fotográfica en el Centro de Recreos de San Francisco. Su profesor es un amigo mío, George Szano, quien me pasó esta información.
—Oh...
—Es raro que te muestres tan interesado —Malinski observó a Mervyn—. ¿No está...? ¿cómo lo diría yo...? ¿No está tu primordial atención centrada sobre Susie?
—Bueno, más o menos.
Malinski resplandeció.
—Así debe ser. Mary es un ideal inalcanzable. Susie es carne y huesos. Vivaz, alegre, retozona.
—Ciertamente, es una forma muy particular de describir a las hermanas Hazelwood.
—¿Es posible que ignores que así somos todos los seres humanos? Todos podemos ser descritos de mil maneras distintas, según el prisma personal con que se nos estudie.
Mientras hablaba, Malinski se dedicaba a efectuar una grotesca serie de gestos, levantando un dedo, señalando, extendiendo hacia arriba las palmas de las manos... Sus ojos, de pronto, se concentraron más allá de Mervyn y éste, al volverse, vio a la joven de los shorts, que volvía. Ante el horror de Mervyn, Oleg alargó una mano y cuando la muchacha pasó a un lado, le acarició una cadera. La chica giró sobre sí, asombrada. Oleg lanzó un grito de asombro.
—¡Diantre! ¡Vaya plancha! La tomé por otra, señorita. Perdone y acepte mis disculpas.
La muchacha esbozó una sonrisa incierta.
—Bien, no fue nada.
—¿Me permite que la obsequie con unos bombones? ¿Sí.? De algún modo debo reparar mi gaucherie, Mad'moiselle...
Y mientras Malinski se llevaba a la joven, alameda abajo, Mervyn les contempló pensativamente. De haber intentado él este truco, la joven habría gritado que era un maldito asesino.
El campanario dio las once. Cuatro horas de espera aún... cuatro horas perdidas. Se enfureció. Era un tiempo que él hubiese podido aprovechar para sus investigaciones, para traducir, o al menos, para sumergirse en el ambiente de la antigua Provenza.
Oleg Malinski y la joven de los shorts ya habían desaparecido, perdidos entre el gentío de la calle. De repente, la poesía del siglo XII como medio de vida le pareció ridícula.
Anduvo lentamente, pensando sobre el cómo y el porqué de su existencia. ¿Era un fugitivo de la realidad? No necesariamente. Al fin y al cabo, ¿qué hay menos real que los mesones, las invisibles galaxias que superan la velocidad de la luz o la Antártida? Sin embargo, todo esto eran fundamentos para carreras respetables, incluso celebradas. ¿Y qué eran ocho siglos en la infinidad del tiempo? ¿Y quién sabe? Tal vez los Trovadores volverían a dar señales de vida. Claro que ahora provistos de guitarras eléctricas... En cuanto a otras diversiones... ya tenía bastantes con el asunto de la pobre Mary.
Pero estas reflexiones optimistas no levantaron su ánimo. Entró en un restaurante y pidió un bocadillo, sintiéndose malhumorado, aunque consciente del apetito de su estómago. Comió, especulando acerca de su invisible enemigo. ¿Y si llegaba a identificar a «John»? ¿Entonces qué? Dejó de comer. ¿Qué...?
John Thompson vivía en una casa de apartamentos de estuco de estilo antiguo, en la avenida del Colegio, a cuatro bloques de la Universidad. A las dos, Mervyn aparcó su «Volkswagen» al otro lado de la calle y esperó.
Pero una idea le hizo saltar del coche. Si Thompson se encerraba en su apartamento todo el fin de semana, todo iría bien. Pero si se encaminaba a algún sitio, utilizaría el coche, con toda seguridad aparcado cerca. Posiblemente en la parte de atrás del edificio. No estaría mal ir a investigar.
Mervyn cruzó la calle. En el mismo lugar donde se había imaginado vio un coche «MG» que identificó como perteneciente a John Thompson. Tranquilizado, volvió al «Volkswagen».
John Thompson apareció a las dos y cuarto, moviéndose con tanta rapidez que Mervyn casi le perdió de vista. El superintendente de la biblioteca miró arriba y abajo de la calle y entró en la casa.
Mervyn esperó. La espera podía ser muy larga si Thompson pasaba los finales de semana incomunicado en su apartamento. Pero no fue así. Veinte minutos más tarde reapareció, con pantalones oscuros y una camisa verde de mangas largas.
Parecía más un albañil que un bibliotecario. Thompson volvió a mirar a su alrededor; tranquilizado, dobló rápidamente la esquina. Unos momentos más tarde, el «MG» se deslizaba por la avenida del Colegio.
Mervyn le concedió cien metros de ventaja y después le siguió con toda prudencia. Pero John Thompson no volvió la cabeza ni una sola vez. Sin embargo, Mervyn tenía la penosa impresión de ser vigilado por el retrovisor. Pese a ello no abandonó la persecución.
Thompson condujo dos o tres kilómetros hacia el Sur. Luego, ante la consternación de Mervyn, introdujo el «MG» en el aparcamiento de un supermercado.
Mervyn, furioso, paró el coche junto al bordillo de la acera.
El bibliotecario volvió a salir con tres grandes bolsas llenas de comestibles. Las dejó en el «MG», y volvió a guiar el coche hacia la avenida del Colegio, regresando por donde había venido.
Mervyn le siguió con aire de frustración. ¿Y si Thompson paraba y le pedía explicaciones? Después recordó el asunto que le impulsaba a aquella persecución y, apretando los labios, aferró con más fuerza el volante.
Pronto se alegró de haber continuado. John Thompson no se dirigió a su casa. El «MG» torció hacia la avenida Ashby, siguió hacia el Este y luego giró hacia la carretera de la Costa. El tráfico era denso, por lo que Mervyn pudo acercarse sin peligro. En medio de un ejército de «Volkswagens», era difícil que el suyo fuese descubierto.
De pronto, Thompson aceleró, como si tuviera prisa. El «MG» comenzó a ganar terreno, burlando a los camiones y a los coches más grandes. Mervyn apenas pudo lograr no perderle de vista.
Las comunidades suburbanas de Orinda, Lafayette, Walnut Creek y Pleasant Hill quedaron atrás. En Concord, Thompson torció a la derecha y condujo tres kilómetros a través de una sucesión de senderos que terminaban en otras tantas casitas: «RIVERVIEW ACRES», «FAR HILLS», «MOONRISE MANOR», «COUNTRY CLUB ESTATES». En la última, «ENCHANTED MEADOWS», giró hacia la Madrone Road, y luego a la izquierda, internándose en la Willow Lane hasta llegar a la Cottonwood Drive, adentrándose finalmente en el sendero del 1315 Bramble Way.
Era una casita estilo rancho con planchas de madera y paredes de estuco.
John Thompson dejó el «MG» delante de la fachada. Se abrió la puerta y aparecieron dos niñas, gritando entusiasmadas, seguidas más pausadamente por una mujer de treinta y cinco años, con una cara muy agradable y una mata abundante de cabello color arena.
Mervyn, que se había detenido bastante atrás, vio cómo el bibliotecario saludaba a la mujer con un beso. Le entregó una de las bolsas de comestibles, cogió él las dos restantes y todo el grupo penetró en la casa, con las niñas asidas a los pantalones de Thompson.
Mervyn estaba maravillado. Transcurrieron diez minutos. ¿Qué podía hacer? Era muy arriesgado ir a la casa y tocar el timbre.
De pronto, Thompson salió de la casa embutido en unos pantalones tejanos muy usados. Fue al garaje, sacó fuera una segadora y empezó a recortar el césped. Mervyn giró el coche y regresó hasta el cruce de Bramble Way y Cottonwood Drive. Volvió a girar y empezó a conducir lentamente por el centro de la carretera. Thompson estaba empujando la segadora hacia la casa.
—¡Caramba, John Thompson! — exclamó Mervyn, deteniendo el coche.
El bibliotecario se detuvo en seco, volviéndose lentamente. Mervyn saltó fuera del vehículo.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí?
—Estoy recortando el césped —fue la respuesta del otro.
Las dos niñas salieron de la casa y se sentaron en los peldaños. Contemplaban intensamente a Mervyn.
—¿Y a ti qué te trae por aquí? — preguntó Thompson, con tono dulzón, lleno de ironía.
—Busco Willow Lane —replicó Mervyn—. No logro encontrarlo.
—Vuelve hasta la esquina y gira a la derecha por Cottonwood. Está tres calles más abajo.
—Gracias. ¡Vaya sorpresa haberte encontrado aquí!
—Me lo imagino.
—¿Son tus hijas? — Mervyn miró a las dos chiquillas.
—Sí.
—Son monísimas —alabó calurosamente Mervyn.
De la casa surgió la mujer. Thompson la vio acercarse con expresión de fastidio.
—Querida, éste es el señor Gray, un instructor de la Universidad. Mi esposa.
—Encantado de conocerla, señora Thompson —dijo Mervyn.
—¡Seguro! — musitó el bibliotecario.
—¿Cómo está? — la señora Thompson le dio la mano al visitante—. ¿Es usted vecino nuestro? — su acento parecía pertenecer al Oeste Medio.
—No, pasaba por aquí y vi a John.
La señora Thompson rió virilmente.
—A John le gustas estas tareas. Prefiere cuidar el césped a comer.
—Huuummm... —profirió el bibliotecario.
—Y es una suerte, porque siempre hay tanto trabajo... Al fin y al cabo, sólo pasa en casa los fines de semana, por culpa de ese maldito empleo. ¡Nunca está a mi lado! Me gustaría que trabajase en algo que le permitiese pasar en casa todas las noches.
Thompson levantó la mano en un gesto defensivo.
—Sí, el empleo de John es muy exigente —corroboró Mervyn.
Thompson pareció sobresaltarse.
—¿Qué nombre dijo? — inquirió la señora Thompson—. La primera vez soy incapaz de fijarme en el nombre de una persona.
—Mervyn Gray.
La señora Thompson sonrió.
—Sí, John ha hablado de usted algunas veces. Siempre le pido que traiga a alguno de sus amigos, pero jamás me complace.
—Bien, éste parece un lugar maravilloso para vivir —alabó Mervyn.
—¡Oh, sí! — asintió la señora Thompson—. Muy bueno para las niñas y además tenemos una recepción magnífica... Bien, menos por el Canal Dos. Claro que no es como vivir en la ciudad, pero John insiste en que vivamos aquí. Aunque sólo pueda pasar en casa los fines de semana.
Thompson estaba ligeramente apartado, moviendo la segadora atrás y adelante sugestivamente. Mervyn, dirigiéndose a él, observó que el jardín estaba en muy buen estado y Thompson musitó una frase que podía interpretarse como una expresión de modestia.
—¿Cuidas del jardín cada fin de semana? — preguntó Mervyn, con tono inocente.
—Sí —contestó Thompson, con ceño adusto.
—¡La semana pasada no, papá! — chilló una de las niñas.
Su padre la miró, centelleante, y luego a Mervyn. La mirada que le dirigió al joven fue asesina.
—Bien, será mejor que me vaya —se apresuró a decir Mervyn—. Encantado de haberla conocido, señora Thompson.
—Lo mismo digo. Espero que vuelva por aquí. Y tráigase a su esposa.
Mervyn condujo lentamente hacia Berkeley. Claro, el hecho de que Thompson no hubiese atendido su jardín el pasado fin de semana no quería decir necesariamente que no hubiese estado el viernes por la noche en su casita campestre. Por otra parte, esto podía ser exactamente lo ocurrido. Que no hubiese estado en «Enchanted Meadows». En otras palabras, reflexionó Mervyn con amargura, su investigación acerca de la posible relación de John Thompson con la muerte de Mary Hazelwood no había producido la más mínima luz.
Llegó a Berkeley unos minutos antes de las cinco. Impulsivamente, torció por la calle Milton, y detuvo el coche delante del 1909 1/2—A. Vio la motocicleta aparcada delante de la casa. John Pilgrim todavía no había salido en dirección a su nocturna ocupación.
Mervyn paró un poco más arriba. No tuvo que aguardar mucho. A las cinco y veinte, el petardeo del motor de la «Lambretta» le anunció a Mervyn la partida de Pilgrim. Efectivamente, no tardó en pasar a caballo de su máquina.
En el sillín iba la joven de la guitarra, luciendo un vestido negro y una gabardina blanca. «Casi un traje de gala», pensó Mervyn. ¿Una velada agradable? No, el poeta llevaba los tejanos y una chaqueta de pana. Tenía el semblante contraído; aparentemente, se tomaba muy en serio la tarea de conducir una motocicleta.
Pilgrim dobló hacia la avenida del Colegio, seguido por Mervyn. Luego torció a la derecha y siguió por el mismo camino seguido por Thompson pocas horas antes. En la avenida Ashby, igual que Thompson, Pilgrim se dirigió al Este. Mervyn comenzó a pensar que también debía poseer una casita en algún suburbio.
Pero el destino del poeta no se hallaba tan lejos. Mervyn casi perdió de vista la «Lambretta» en la avenida Claremont, donde tuvo que detenerse por culpa del denso tráfico y los semáforos. Pero consiguió atrapar a la moto en la avenida Ashby, y no la perdió ya de vista hasta los terrenos del hotel «Claremont», un edificio estilo Tudor con diversas torretas. Durante sesenta años el hotel «Claremont» había sido el centro social favorito de Berkeley.
Mervyn paró en la zona de aparcamiento, buscando la «Lambretta». ¿Habría invitado John Pilgrim a cenar en el «Claremont» a su amiguita? Mervyn lo dudaba. No concordaba con el estilo del poeta y ciertamente los pantalones tejanos y la chaqueta de pana no estaban de acuerdo con el ambiente del hotel.
Finalmente, halló la máquina en el extremo más alejado del aparcamiento. Desafiando a toda lógica, Pilgrim y su amiga habían entrado en el «Claremont». ¡Otro misterio!
Mervyn penetró en el edificio por las puertas de cristales que estaban abiertas al calor de la tarde bochornosa de verano. A su izquierda, el popular salón de la heladería decorado al estilo de 1920, se hallaba casi lleno de chicos acompañados de sus novias. Pero Mervyn no vio a John Pilgrim ni a la joven. Pasó al bar. Negociantes con trajes oscuros, mujeres con elegantes atuendos. Pero ni Pilgrim ni la guitarrista.
Mervyn entró en el salón. Allí estaba la joven, sola. Se había despojado de la gabardina, que tenía sobre la falda, pareciendo aguardar... ¿qué? Mervyn miró a su alrededor. Ni rastro de Pilgrim. Se sentó al otro lado del salón.
Transcurrieron diez minutos, veinte minutos. Fueron llegando hombres y mujeres, que se repartieron entre el bar y el restaurante. Un botones con uniforme marrón llamó al señor Bill Jones. Otro botones salió del bar, llevando un «Tom Collins» en una bandeja. Se lo sirvió a la joven de Pilgrim. La joven le sonrió. Mervyn pegó un respingo. El botones era Pilgrim. ¡Naturalmente! La historia de haber actuado como detective privado...
Pilgrim se llevó la bandeja. La muchacha sorbió el «Tom Collins», mientras de vez en cuando consultaba su reloj. Unos minutos más tarde, Pilgrim volvió a pasar y le murmuró unas palabras a la joven. Ésta apuró rápidamente su bebida y siguió al poeta—botones al comedor. Pilgrim habló con el maítre, el cual asintió y acompañó a la joven hasta una mesa remota, al otro lado de la estancia. La ayudó a sentarse con un gesto elegante y le entregó la minuta. El poeta—botones regresó al salón. Mervyn sonrió a su pesar. Pilgrim había llevado a cenar a su amiguita de una manera muy original.
Si este John trabajaba como botones los viernes por la noche también, no podía estar mezclado en la muerte de Mary Hazelwood, ni en el robo del convertible. ¿Pero trabajaba los viernes por la noche? ¿Había trabajado el viernes anterior?
Pasó otro botones. Mervyn le llamó.
—¿Estabas de servicio el viernes por la noche?
—No, señor. La semana pasada hice el turno de día.
—¿Y John Pilgrim? ¿También hizo el turno de día?
—No, trabaja permanentemente por las noches.
—¿Sabes si cambió su turno el viernes o trabajó de noche?
El botones contempló a Mervyn maliciosamente.
—¿Se trata de una indagatoria?
—Sí —repuso Mervyn—. Completamente confidencial. Pero no hay nada contra Pilgrim.
—Oh... —el botones pareció desalentado—. Bien, no sé nada del viernes pasado. Podría averiguarlo mirando su tarjeta de entrada.
Mervyn le entregó un dólar. El chico se desvaneció y regresó cinco minutos más tarde.
—Su tarjeta está pinchada en la nota del viernes. Hizo el turno completo, desde las seis hasta las dos de la madrugada.
—Gracias.
¡Bien por John Pilgrim!
Mervyn se levantó y atravesó el salón, deteniéndose un momento para considerar una nueva posibilidad. No. No era razonable.
Continuó adelante, y tropezó con una figura embutida en un uniforme marrón, el cual le asió por el bíceps con tanta fuerza, que Mervyn estuvo a punto de gritar.
Con una voz suave, Pilgrim le dijo:
—Perdóneme, caballero —y dando media vuelta se alejó.
10
Mervyn frunció el ceño mientras estaba contemplando la televisión a la hora de la cena. El viernes pasado por la noche, John Thompson podía haber y no haber estado cuidando su jardín y realizando otras labores domésticas en su «Enchanted Meadows». John Pilgrim seguramente había trabajado todo el turno de noche del hotel «Claremont». John Viviano había estado ocupado aprendiendo los elementos básicos de su profesión, y John Boce había atendido, al menos eso proclamaba, un compromiso social.
Mervyn consideró atentamente cada coartada.
La negativa de John Boce a revelar el nombre de su compañera no era de fiar.
La pauta del secreto doméstico de John Thompson cada fin de semana estaba clara, pero quedaba por saber si había estado o no en su casa el último viernes por la noche.
Lo mismo podía aplicarse a John Pilgrim. La tarjeta de entrada parecía exculparle... si el otro botones decía la verdad. Al recordar de qué manera le había Pilgrim asido por el brazo, Mervyn tuvo que considerar la posibilidad de que no se tratase de un choque casual.
En cuanto a John Viviano, según el testimonio de Malinski, podía haber estado recorriendo algunos estudios fotográficos en busca de técnica.
Mervyn consultó su reloj. Faltaban cinco minutos para las ocho. Casi exactamente una semana atrás, Mary Hazelwood había salido del apartamento 12 para acudir a su cita con la muerte. Mervyn se estremeció.
Se cambió de camisa, se puso una corbata y una chaqueta de color oscuro y, tras apagar las luces, fue hacia la puerta. Tras leve vacilación, la abrió lentamente.
No ocurrió nada extraordinario. El apartamento de la señora Kelly al otro lado del patio estaba a oscuras, tal como tenía que estar. Ni Susie ni Harriet Brill parecían estar en casa. Tampoco John Boce.
Mervyn avanzó bajo la sombra de la balconada, titubeó y se lanzó a cruzar el patio, preso de pánico. Se quedó asombrado al ver que había llegado al otro lado sano y salvo.
Estaba a medio bloque de distancia ya cuando divisó a Harriet, que evidentemente regresaba del supermercado. Refrenó su impulso de saltar al coche y huir.
—Buenas noches... —le gritó Harriet, alegremente.
—Hola, Harriet. ¿Sabes a dónde ha ido John Boce?
—No. ¿Por qué, Mervyn?
—Quería hablarle respecto al convertible.
—Vosotros dos y el coche... —se mofó la joven— Parecéis dos chiquillos peleando por unos cromos.
—Oye, Harriet, ¿no te pidió prestado el coche Johr Boce el viernes por la noche?
—John y yo teníamos una cita aquella noche —replicó Harriet, con cautela.
—¿Usasteis tu coche?
—Debió ser la noche que vimos Alexander Nevsky Una película de Eisenstein. A John y a mí nos apasionar las películas rusas. Por esto, porque son tan... tan rusas.
«Bueno, al diablo con ello», pensó Mervyn.
—Bien, seguramente mañana veré a John. ¿Cómo sigue la señora Kelly?
—Mejor —Harriet estaba nerviosa ahora—. Perdóname, Mervyn, pero he comprado un helado y se está derritiendo —y se alejó presurosa hacia su apartamento.
Mervyn cruzó el puente de la bahía y localizó el Centro de Recreos de San Francisco, un gran edificio público dedicado a las artes, las máquinas y las diver— siones. La planta baja estaba destinada a todas las facilidades para el proceso y la impresión de películas.
Mervyn descubrió al instante a Viviano. El fotógrafo estaba junto a un secador, contemplando con impaciencia la lenta e interminable cinta. Llevaba pantaIones negros y una chaqueta ancha, de listas rojas y azules. Levantó la vista, vio a Mervyn y pareció ponerse en guardia.
—¿Qué haces aquí, Viviano? — le saludó Mervyn con amabilidad—. ¿Experimentando a expensas de los contribuyentes?
—Exacto —refunfuñó el aludido.
Mervyn paseó la vista por la estancia. Cerca de la entrada al cuarto oscuro había un lavadero de impresiones. Al otro lado de la habitación había mesas con cortadores de papel, una prensa para montar película y otros aparatos.
—¿Qué clase de trabajo estás haciendo?
—Fotografía general —replicó Viviano con sequedad—. Todo y nada. Estoy mejorando mis actuales técnicas.
Los clisés comenzaron a caer del secador dentro de una bandeja. Viviano los fue recogiendo, examinándolos atentamente. A Mervyn le parecieron vistas ordinarias de un hotel antiguo, en el momento de ser arrasado.
—¿Las tomaste la semana pasada?
—Sí —gruñó Viviano—. El lunes por la mañana. La película es «Plus X». Y empleé una «Nikon F» con un telémetro de uno treinta y cinco.
—Interesante —mintió Mervyn—. ¿No tienes por casualidad otras fotos a mano... digamos hechas el viernes por la noche?
John Viviano dejó de golpe todas las vistas sobre la mesa.
—Todavía emperrado en lo mismo, ¿eh?
—Sí —admitió Mervyn. ¿Cómo debían actuar los detectives de ficción?
—¿Por qué? ¿Qué te importa a ti donde estuviese yo el viernes por la noche?
—Ya te lo dije —repuso Mervyn, fatigadamente—. Quiero encontrar a Mary Hazelwood.
—Muy bien —Viviano gesticuló con fiereza—. Terminemos con esta persecución. ¡El viernes por la noche estuve aquí! ¡Mira!
Fue a una mesa próxima, abrió una cartera y sacó una foto de 11 X 14.
—¿Lo ves? Trabajé tres Horas aquella noche para preparar esta impresión. Era un negativo muy difícil, y procuré obtener el mejor resultado.
Mervyn examinó la foto, una vista en primer plano de una calle de Chinatown[5], la avenida Grant, según la placa de la calle. La luz del sol al incidir en las travesías producía un efecto estriado de gran ampulosidad visual. Las aceras estaban repletas de transeúntes, y la calzada de vehículos.
Mervyn se vio obligado a admitir que era una foto excelente. Sin embargo, ¿qué demostraba? Viviano podía haberla tirado en otra ocasión.
—¿Es del viernes pasado?
—Sí.
—¿Te ayudó alguien? Bueno, ¿hay alguien que pueda corroborarlo?
—No lo sé —respondió Viviano con gran dignidad—. Me niego a seguir discutiendo este asunto, Gray. Perdóname.
—Espera —Mervyn se sintió ridículo—. Sólo estoy tratando de eliminarte, Viviano.
—No estamos en ningún tribunal —le espetó el fotógrafo—. Además, no me interesan tus problemas —sacó nuevas impresiones del secador y se volvió de espaldas a Mervyn.
Éste fue a la recepción. Una mujer de rasgos muy afilados le miró con muestras de desaprobación.
—¿Sí?
—¿Lleva usted un registro de quiénes trabajan en las cámaras oscuras?
La mujer sacudió la cabeza.
—¿Conoce al señor John Viviano?
—Ciertamente, ahora está en el secador.
—¿Estuvo aquí el viernes por la noche?
—No me acuerdo.
—¿Podría saberlo alguien?
—¿Por qué no se lo pregunta al señor Viviano?
—Ya lo hice. Y no se acuerda si estuvo el jueves o el viernes.
—Bien, si él no puede ayudarle, yo tampoco.
Mervyn volvió al secador. Viviano, ignorándole, pasó al cuarto oscuro. Mervyn volvió a examinar la fotografía de la avenida Grant. Un reloj de un edificio señalaba la hora: 3,17. Sí al menos hubiese habido la fecha... la cabecera de algún periódico, por ejemplo (Mervyn había visto este detalle en una película). Pero no había ningún quiosco a la vista.
Sólo un aspecto de la foto podía sugerir una posibilidad. Mervyn miró a su alrededor, temerosamente, y se acercó a la cartera de Viviano. No había ninguna otra copia de la foto. Desesperado, enrolló el original y se lo metió en el bolsillo apresuradamente. Al pasar por la mesita de la recepción, la mujer le miró con mofa. ¿O la! vez acusadoramente? Casi esperaba oírla gritar: «¡Al ladrón!», por lo que avivó el paso. Pero no le llamó, Mervyn decidió que aquélla debía ser la expresión habitual de la mujer.
A la mañana siguiente, mientras saboreaba el café junto a su ventana, esperando al cartero que llevaba retraso, Mervyn reflexionó acerca de los datos obtenidos últimamente.
Respecto al fatal viernes por la noche, ahora poseía la corroboración de Harriet Brill, según la cual John Boce había pasado con ella la velada en un cine. Bien, John Boce podía ser eliminado.
La situación de John Thompson quedaba en statu quo ante. Sin corroboración, e incluso con posibilidades de haber mentido.
La corroboración de la coartada de Viviano, según la cual había pasado la velada del viernes en el Centro de Recreo, no era satisfactoria. La fotografía de la calle de Chinatown podía haber sido tomada cualquier día y revelada en otro momento. Sólo existía la palabra de Viviano.
John Pilgrim había estado trabajando en el turno nocturno del hotel «Claremont», según atestiguaba su tarjeta de entrada. Una buena coartada, a menos que el otro botones le hubiese estado protegiendo, a petición del forzudo Pilgrim.
Mervyn suspiró. Era una tarea demasiado pesada.
Fue al teléfono, marcó el número de Informaciones y pidió el de John Thompson, 1315 Bramble Way «Enchanted Meadows», Concord.
Ante el alivio de Mervyn fue la esposa de Thompson quien le contestó; de haber sido el bibliotecario, habría colgado.
Dio su nombre y soportó la charla interminable de la señora Thompson hasta que vio una grieta por la que intervenir.
—Señora Thompson —le dijo en tono confidencial—, voy a hacerle una pregunta que le parecerá extraña, pero créame que se trata de algo que en realidad no tiene nada que ver con su marido —pensó que era una frase estúpida la que acababa de pronunciar—. ¿Pasó su esposo con usted el pasado fin de semana?
—¿El de la otra semana? ¿Conmigo? — la señora Thompson quedóse callada y Mervyn pensó que iba a colgar. Pero, no. Estaba reflexionando—. No.
Mervyn suspiró, satisfecho. La señora Thompson era muy ingenua. ¡Pero qué nauseabundo era el trabajo de detective!
—¿Entonces no estuvo en casa aquel fin de semana?
—¡Oh, él sí! — exclamó la señora Thompson—. Yo fui quien no estuvo. El pobre John tuvo que guisar, pero ya está acostumbrado.
Mervyn apretó los dientes, conteniéndose con gran fortaleza de carácter. ¡Todo era sumamente complicado!
—¿Cuándo se marchó usted, señora Thompson?
—El viernes, tan pronto como llegó John. Me fui con las niñas a Sacramento a ver a mi hermana Eunice. No me gusta que John tenga que pasar solo un fin de semana, pero Eunice se iba a Oklahoma, y ya no la veré en mucho tiempo. ¿Por qué me lo pregunta, señor Gray?
Era mujer, al fin y al cabo.
—Se trata de una broma —respondió Mervyn, soltando una falsa risita—. Es un juego al que nos dedicamos en la Universidad... demasiado complicado para contárselo por teléfono («o por cualquier otro conducto», pensó Mervyn).
—¿Quiere hablar con John? Está preparando unas estacas para las parras. Dice que podremos fabricarnos el vino. ¡Imagínese!
—Oh, no, no le moleste —se apresuró a decir Mervyn—. En realidad, para este juego él no tiene que saber que le he llamado. A propósito, ¿no telefoneó usted el viernes por la noche a John desde Sacramento?
—No... —el tono de la señora Thompson era ahora pensativo—. Señor Gray, este juego que usted dice...
«Ya sospecha», pensó Mervyn, desesperado.
—Perdone, señora Thompson, llaman a la puerta. Adiós —y colgó.
No oyó la despedida de la señora Thompson.
Mervyn volvió a apostarse junto a la ventana. Bien, algo había adelantado. ¿Pero qué? Lo cierto era que John Thompson había pasado el fin de semana solo en su casa. Consideró por qué la niña había dicho que su padre no había segado el césped aquella semana. ¡Claro! Cuando las niñas y la madre regresaron de Sacramento, la chiquilla observó que Thompson no había atendido el jardín. Bien, esto ya era algo.
«John Thompson —pensó Mervyn—, tu coartada apesta.»
Por fin llegó el cartero.
Mervyn salió y regresó con un montón de cartas y circulares. Pero sólo le interesó el sobre blanco y barato.
Se sentó a la mesa de la cocina, fascinado. Su nombre, sus señas... Rasgó el sobre lentamente, sacó el papel doblado y lo leyó atentamente:
CONFIESA
O
MORIRÁS
Mervyn estuvo contemplando las tres palabras durante varios minutos, con el corazón en la garganta. ¡Maldito John! «¿Qué demonios he hecho —pensó—, para merecer este trato?»
De nuevo consideró la idea de acudir a la Policía y contarlo todo.
¡Confiesa! El estómago del joven le dio un vuelco. Era imposible acudir a la Policía.
¿Hacer las maletas y largarse? Más pronto o más tarde, la Policía emprendería una investigación acerca de la desaparición de Mary, y cualquiera que hubiera dejado Berkeley sin motivo aparente resultaría sospechoso.
No, no le quedaba más remedio que seguir cazando a John. Releyó la carta y esta vez se enfureció.
Cogió el teléfono y llamó a casa de Richard Takahashi. La señora Takahashi le manifestó que su esposo estaba trabajando. Mervyn, entonces, llamó al observatorio de la Universidad. Tras una breve demora, oyó la voz reposada de Dick Takahashi.
—Dick, soy Mervyn Gray.
—Hola, Mervyn. ¿Cómo estás?
—Muy bien. Oye, Dick, tengo un problema que tal vez puedas resolverme. ¿Dispones de unos minutos?
—Seguro. ¿De qué se trata?
—Tengo que enseñártelo. ¿En qué sala trabajas ahora?
—En la 112.
—Llegaré dentro de veinte minutos.
Fue a pie. Creyó que una caminata le sentaría bien.
Al acercarse a la Universidad, pasó por delante de un cine. Seguro, la cartelera anunciaba Alexander Nevski, de Eisenstein. Más corroboración de la coartada de John Boce. Mervyn siguió andando. De pronto se detuvo, frunciendo el ceño. Era mucho tiempo para una reposición. Aunque se tratase de complacer a la gente culta de Berkeley. Más de una semana... ¿Era posible que...? Cruzó la calle en dirección a la taquilla del cine. Estaba cerrada, pero había un cartel con las exhibiciones del mes.
«Alexander Nevski: 17 a 22 de junio.»
Éste era, por tanto, el último día. La primera exhibición había tenido lugar el diecisiete... el lunes anterior. John Boce y Harriet Brill no habían visto Alexander Nevski el viernes por la noche. ¡Harriet le había prestado a Boce una falsa coartada!
Mervyn corrió hacia el observatorio, un cómodo y anticuado edificio, que olía a linóleo y barniz. En la sala 112 halló a Richard Takahashi, un joven regordete, con el cabello corto y gafas de montura negra.
—¿Bien, qué te sucede? — le preguntó Richard a bocajarro.
Mervyn sacó la fotografía que había sustraído de la cartera de John Viviano y la dejó sobre la mesa.
—Mira esta foto, Dick. ¿Qué te parece?
Takahashi entornó los ojos.
—Buena foto. El tipo sabía lo que estaba haciendo. Empleó un telémetro, claro. ¿Cuál es el problema?
—¿Qué día se tomó esta foto?
Takashahi miró a su amigo con el asombro retratado en su semblante, pero se inclinó sobre la foto. Tras una pausa, contestó lentamente:
—¿Piensas en la luz del sol?
—Sí. Fíjate en el reloj de la joyería. Presumiendo que vaya en punto, y puesto que la luz cae en un ángulo que puede ser medido, y la orientación de la avenida Grant es un valor fijo, ¿no es posible calcular el día que fue tomada?
Takahashi se frotó la barbilla.
—Puede ser del año pasado. O del otro.
—Es de este año. Mira la placa de matrícula del coche.
—Cierto —Takahashi se puso de pie, fue hacia un armario y regresó con un mapa a gran escala de San Francisco. Dijo—: Veré qué puedo hacer...
Transcurrieron diez... veinte minutos. Richard Takahassi medía ángulos, esbozaba planos sobre trozos de papel, trabajaba con la regla y consultaba el Almanaque Náutico. Por fin, se recostó en la silla.
—Esta fotografía seguramente fue tomada el martes, cuatro de junio, aunque pudo ser el tres o el cinco. Ésta es la extensión de la posibilidades, Mervyn.
—¿No podrías reducirlo a un solo día?
—No.
Mervyn le dio las gracias y se marchó. ¿De qué diablos le servía todo aquello?
Preso de ansiedad y desánimo al mismo tiempo, echó a andar por la avenida del Telégrafo. Entró en una cafetería y pidió un café, cuyo sabor apenas notó. En una mesa del fondo había una joven con un libro en la mano. El oscuro cabello le caía hacia adelante, casi ocultándole el semblante. Era la amiguita de John Pilgrim, la joven de la guitarra.
Mervyn se levantó y llevó su taza de café a la mesa de la muchacha, instalándose en ella. La joven guitarrista le miró y sonrió con aire vago.
—John Pilgrim no nos presentó —comenzó Mervyn—. Me llamo Mervyn Gray.
—Yo, Varella.
—¿Varella? ¿Varella qué?
—Sólo Varella.
—Bien, ¿por qué no? ¿Qué dice su licencia de conducir?
—Sólo Varella.
—¿Y no protestó el secretario del juzgado?
—¿Por qué? Así me llamo.
—Entiendo —miró el libro—. ¿Le gusta la poesía?
—Sí —era sincera.
—¿Escribe buena poesía John Pilgrim?
—Sí —también era sincera. «Muy mal crítico», pensó Mervyn.
—¿Es usted su novia?
Varella se atragantó.
—¡Oh, no! Nada tan tonto. Cuando las cosas se formalizan, ellos siempre dan el esquinazo. Nos vemos mucho... Ahora le estoy aguardando.
—¿Hace mucho que trabaja en el «Claremont»?
—Chits, no hable de esto. John pretende que es por una broma. Sé que este asunto le deprime mucho.
—¿Trabaja cada noche?
—No, claro. Tiene los martes y miércoles libres.
—¿Nunca los viernes por la noche?
—No lo creo. Aunque a veces los botones cambian entre sí los turnos.
—Oh... ¿Hay algún botones con quien haya cambiado el turno últimamente?
—Sí, Al Pennington. Al tiene locura por pintar pájaros. Es una labor meticulosa. A veces, son pájaros imaginarios.
—Hoy estamos a veintidós.
—Claro —exclamó Varella riendo, como si se tratase de una broma.
—Ayer fue veintiuno.
—¡Caramba, es verdad!
—Hace una semana fue el catorce. ¿Lo recuerda?
—No. Procuro no recordar nunca nada.
—¿Trabajó John Pilgrim el catorce por la noche?
—Me niego a contestar. No quiero recordar nada. El pasado no existe, ha muerto. Y yo odio a la muerte —se encogió de hombros—. Hay varios símbolos de la muerte. El crepúsculo. Un coche que entra en un túnel. Una taza vacía —indicó la de Mervyn—. Vuelva a llenarla, por favor.
—De acuerdo, ¿y la suya?
La joven meneó la cabeza.
—No he tocado la mía. Pedí café pero me da miedo beber.
Mervyn volvió con una taza llena.
—¿Lo ve? La vida renovada. Sus símbolos también tienen un reverso. El amanecer. Un coche que sale de un túnel. Una taza que se ha vuelto a llenar.
—Sí —Varella le dirigió una mirada irritada—. Seguramente, vivir es ultrahumanista. Yo lo soy, pero odio a quienes lo son también. ¡Dios mío! — exclamó, tras haber contemplado a Mervyn—. Es usted un hombre guapo. ¿Le gustan las chicas? ¿O...?
—Decididamente, las chicas —repuso Mervyn.
—Yo tengo una amiga que le gustaría —declaró Varella, pensativamente—. Muy delgada, pero con una bellísima mata de pelo rojo. Creo que usted le caería bien. Saldrá de la clínica la semana próxima.
—¿Clínica? ¿No será enfermera?
—No, es paciente. Cada unos cuantos meses va a la clínica «Langley—Porter» para una terapia de tres semanas.
—Varella —la urgió Mervyn, desesperado—. Piense en el día catorce. No como en un día del pasado, sino como en un trampolín para el presente. Una especie de lanzamiento para el futuro.
—¡Oh, sí, qué interesante!
—Bien —insistió Mervyn—. ¿Trabajó John Pilgrim la noche del catorce?
—No lo sé. Le conozco hace muy pocos días.
Mervyn se tragó una maldición y la dejó. Cruzó la calle hasta la cabina telefónica de una estación de servicio y llamó al hotel «Claremont», pidiendo hablar con el conserje.
No tardó en escuchar una voz suave, cautelosa, al otro extremo de la línea.
—Habla Charles.
—¿A qué hora entra de servicio Al Pennington?
—¿Pennington? Ya no está.
—¿No está? ¿Quiere decir que ya no trabaja en el hotel?
—Exacto, señor. Se marchó por el verano. Es ayudante temporal.
—¿Tiene sus señas?
—En Méjico.
Mervyn trasladó su mirada al techo de la cabina.
—¿Sabe usted si Pennington trabajó la noche del catorce en lugar de John Pilgrim?
—Ni la menor idea. Los chicos cambian los turnos entre sí, pero mientras yo tenga la cuota de botones completa, lo demás no me importa. ¿Quién habla, señor?
—Investigación del Gobierno, confidencial —dijo Mervyn en un tono de voz que consideró apropiado—. Nada en contra del hotel ni del servicio, ¿entiende? ¿Hay alguien ahí que pueda recordar la noche del catorce?
—John Pilgrim.
—Sí, claro. Bien, recuerde que esto es confidencial.
—Sí, señor —pero la voz del conserje no sonó demasiado convencida.
Mervyn colgó y lanzó una carcajada, que resonó por las paredes de la cabina.
De lo único que estaba seguro era de que Mary Hazelwood había muerto.
Y que el que la había matado le estaba colgando a él el sambenito.
11
Mervyn regresó a los apartamentos «Yerba Buena Jardín». No tenía idea de cuál podía ser su próximo paso. Se paró delante de su coche, el convertible verde de la fatalidad. Le pareció que el auto le miraba con malévola inteligencia, relucientes los faros con malicia.
«Sí —pensó Mervyn—, hay una cosa que puedo hacer y voy a hacerla ahora mismo.» Y antes de seguir adelante, dio un puntapié a un neumático.
Entró en su apartamento y buscó por todos los cajones hasta encontrar el certificado de propiedad. Un minuto más tarde llamó a la puerta del apartamento 1.
John Boce abrió la puerta. Llevaba un batín de franela, arrugado y manchado. Su rubio cabello estaba revuelto y el rostro mostraba señales de sueño.
—Oh, eres tú. Pasa —bostezó, enseñando hasta el fondo de su garganta—. ¿Qué quieres, Mervyn?
—¿Dejaste un quinto de whisky en el quicio de mi puerta, anoche?
—¿Por qué habría tenido que hacer una cosa tan estúpida?
—Creí que ibas a devolverme el whisky que te llevaste de mi apartamento la semana pasada.
El gordinflón se rascó la mejilla sin afeitar.
—La botella... Sí, ya me acuerdo. No, no te la he devuelto, Mervyn.
—Bien, no he venido por esto. Pensé que te gustaría darle un beso de despedida a mi «Chevrolet».
—¿Has hallado un comprador?
—Lo llevo a un traficante.
—Será mejor que lo lleves a un anticuario.
—Puedes seguirme en el «Volkswagen» y te traeré de vuelta.
Boce miró a Mervyn con expresión asombrada.
—¿De veras vas a venderlo?
—De veras.
—Bien, de acuerdo. Primero, deja que me vista. No me acuerdo de nada de lo ocurrido la noche pasada. Tal vez me desnudé en la calle. No, aquí hay un zapato. Concédeme cinco minutos.
Mervyn le esperó en la calle. Paseó arriba y abajo de la acera, mirando de soslayo al convertible, en el que todavía le parecía notar síntomas de inteligencia.
Cuando apareció Boce, frunció el ceño.
—He consultado mi talonario, Mervyn, y he visto que si quiero vivir arriesgadamente aún puedo comprarte ese trasto. Por ciento cincuenta, digamos.
—Doscientos cincuenta
—Llegaría hasta ciento sesenta.
—Yo aceptaría doscientos cuarenta.
—O incluso ciento sesenta y cinco.
Mervyn entró en el «Chevrolet».
—Andando, John. Aquí tienes las llaves del «Volkswagen».
—¿Ciento setenta?
Mervyn condujo hasta el solar de Ookland. Hileras e hileras de automóviles, con carteles en los parabrisas. LIGERO. LIMPIO. ESPECIAL. COMPRUEBE ÉSTE.
Algunos coches llevaban etiquetas con el precio. Mervyn, de pronto, frenó junto al bordillo y le indicó a Boce que aparcase detrás.
Luego esperó a que John se le reuniese.
—He estado reflexionando —dijo éste con voz espesa—. Podría llegar a ciento setenta y cinco, sobre una base de pago mensual.
—Calla, granuja —le increpó Mervyn—. Mira, el mismo año, igual modelo.
El convertible que le señalaba Mervyn llevaba una etiqueta: EL MEJOR. Y el precio era de trescientos noventa y cinco dólares.
—Es... es un error —alegó Boce, débilmente—. O están locos.
—¿Por qué no se lo dices al dueño de esto? — le sugirió Mervyn.
Pasó al solar. Un vendedor salió al instante de su despacho, y tras veinte minutos de examen, pruebas y comprobación del motor a cargo de un mecánico, Mer—vyn firmó un recibo de venta por valor de doscientos quince dólares.
—Bien, ya está —exclamó animadamente Mervyn, cuando él y John Boce estaban en el «Volkswagen».
Boce no contestó. Se hallaba como envuelto en una neblina, no creyendo lo que acababa de ver.
—Oye —continuó Mervyn—, creí que tenías una cita con una diosa de la fertilidad la noche del catorce... la noche que se marchó Mary.
—¿Sí? ¿Y qué? — rezongó John Boce.
—Mi última información es que la diosa de la fertilidad se llamó Harriet Brill. Bien, por sus caderas, tal vez pueda calificársela así.
—No tienes por qué mostrarte sarcástico —se quejó John Boce—. Harriet no está tan mal. Las he conocido peores.
Mervyn procuró que su pregunta sonase tan casual como si se tratase del tiempo.
—¿Dónde estuvisteis tú y Harriet aquella noche?
—En ningún sitio, si quieres saberlo —le soltó John Boce—. Te lo diré todo. Harriet sufrió una de sus crisis emocionales, por lo que me quedé en casa a leer un libro. ¿Satisfecho?
—En cierto modo.
El contable giró su cabezota hacia Mervyn, mirándole agudamente desde detrás de sus gafas.
—Y a propósito, ¿a qué viene tanta insistencia con respecto a la noche del catorce? ¿Me estás ocultando algo, Mervyn?
—No importa —murmuró Mervyn—. Bien, ¿proyectas devolverme la botella de whisky que me birlaste?
—Pensé que dijiste que ya te la habían devuelto.
—Pero no lo hiciste tú.
—¿Eso qué importa? Ya tienes tu bourbon.
—Bien, olvídalo.
Terminaron el viaje en silencio. Mervyn dejó a John Boce en los apartamentos y siguió adelante.
No tardó en llegar al puerto. Frenó y contempló la bahía. El viento de la tarde soplaba por la Golden Gate, enviando oleadas de espuma contra el muro, donde se rompían en magníficos surtidores.
La mente de Mervyn también se estaba rompiendo. No sabía qué hacer. Su investigación estaba yendo de mal en peor. John Boce había vuelto a entrar en el cuadro por su propio impulso, después de que Harriet Brill, en una de sus fantasías de femme fatale, le había proporcionado una coartada. «Todo el asunto —pensó Mervyn—, es inestable. Todo cambia de posición de un día a otro. Visto y no visto. ¡Qué maravilloso ser el detective de una novela, donde todo va saliendo de acuerdo con las deducciones! Blanco o negro; definido, preciso. Con todos los personajes actuando como los números de un problema aritmético...»
El viento estaba soplando cada vez más fuerte y la bahía mostraba un color gris de mal agüero. Al otro lado del agua, San Francisco parecía inerte, el San Francisco de On the Beach, como un montículo en ruinas, milagrosamente preservado. «¿Es éste un paisaje tan maravilloso?», se preguntó Mervyn. Lo mismo debía estar pensando Mary, ya que aquélla era su tumba. Y sería lo mismo para el joven, cuando «John» le enviase a reunirse con ella.
Mervyn aparcó el «Volkswagen» delante de los apartamentos. Había ya caído el crepúsculo. Sintió un escalofrío y cruzó el patio hacia su apartamento.
Estaba insertando la llave en la cerradura cuando sucedió.
¡Crack!
Apareció un agujero en el quicio de la puerta, a pocos centímetros de su cabeza.
Durante un instante, Mervyn se quedó paralizado por el miedo. Después sintió una oleada de furor. El patio estaba desierto. Lo mismo que la balconada de enfrente. Pero le pareció distinguir un leve movimiento en el seto que delimitaba el solar del fondo. Corrió hacia allá.
El solar estaba vacío. Corrió a través del solar hacia la calle Kellog. No había nadie a la vista, lo que durante el crepúsculo significaba sólo a un bloque de distancia. Pero era bastante.
Mervyn retrocedió. A su derecha estaba el garaje, a su izquierda el muro del edificio de tres plantas que daba a la calle Kellog.
Mervyn inspeccionó rápidamente el garaje, mirando debajo de los coches y diciéndose que era un maldito idiota. Pero tampoco en el garaje había nadie.
Mervyn miró en torno. Decididamente, había captado un movimiento... tal vez la ondulación de una tela. Y había llegado al solar casi inmediatamente después del disparo, por lo que era imposible que por allí hubiera huido nadie.
Entonces, ¿dónde se hallaba su atacante? Detrás de cada uno de los dos bloques que formaban los apartamentos «Yerba Buena Jardín» había un estrecho paso. Podía haberse marchado a través del seto, desvaneciéndose luego por detrás de los edificios.
Mervyn fue a comprobarlo.
Al sur era algo más claro, y Mervyn creyó ver unas ramitas rotas. Atisbó por el pasaje. Una alta valla de madera cerraba la parte sur del solar, llegando hasta la casa que daba a la calle Perdue. Valla y casa formaban un callejón paralelo a la calle. Estaba vacío.
Mervyn regresó corriendo al patio y examinó la parte delantera de los apartamentos. En la grieta donde el callejón se abría a la acera crecía una hortensia. Nadie había pasado por en medio, ya que los tallos parecían en perfecto estado. Mervyn estudió el terreno. El individuo habría tenido que dar un salto enorme e incluso a la incierta luz crepuscular, Mervyn hubiera observado las señales del salto.
¿Podía el asesino haber saltado por la valla hacia el patio de la casa contigua? Regresó al solar del fondo. Más allá de la valla había un callejón sin salida, del que sólo podía emergerse a través de la casa que daba a la calle Perdue o saltando otra cerca a un patio vecino. Altamente improbable.
¿Por dónde, entonces?
Mervyn regresó a su apartamento. Nadie parecía haber oído el tiro.
Examinó el agujero del quicio de la puerta. El proyectil se hallaba completamente enterrado en la madera. Trató de calcular el ángulo de entrada. Parecía conducir al seto.
Seguía atormentándose aún con el misterio de la súbita desaparición del asesino cuando ya había sacado la bala. Era pequeña, seguramente del 22. Mientras estaba de pie al lado de la puerta, dándole vueltas a la bala entre sus dedos, se dio cuenta de pronto de su vulnerabilidad. Apenas podía creerlo... ¡pero alguien había tratado de matarle!
Corrió a su apartamento, cerró la puerta, apagó las luces y fue hacia la ventana, a oscuras, sudando a mares.
Comprendió que no había hecho mucho caso de las notas anónimas. Unas letras sobre el papel... Sin importancia.
Pero la bala zumbando sobre su cabeza... Esto era algo definido.
Fuese quien fuese, había estado esperando en la oscuridad. Esperando con una pistola.
Y sin embargo, todo parecía pacífico. Hogareño. Las luces del apartamento de Susie y Harriet brillaban esplendorosamente, resultando aún más tranquilizadoras por el hecho de que las ventanas de la señora Kelly y las de todos los apartamentos de la planta baja estaban a oscuras. Las de John Boce también derramaban haces de luz al patio.
Mervyn permaneció allí en tinieblas, sintiendo una creciente inquietud y la necesidad física de salir y tocar la luminosidad que salía de la ventana de Susie. De pronto la oscuridad se le hizo insoportable. Además, sentía apetito.
Cerró completamente las persianas antes de encender la luz.
Después frió huevos con tocino, trató de leer un libro que trataba de la vida doméstica en el siglo XII, cabeceó y apresuradamente dejó el libro, se desnudó y se metió en cama.
Mervyn abrió los ojos cuando la radiante luz matinal irradiaba desde un purísimo cielo azul sin nubes. El aire que penetraba por la ventana del dormitorio era fragante, portador del aroma a hierba segada y a geranios recién regados.
Por un momento, aún adormilado, se sintió maravillado. Pero de pronto lo recordó todo y su ánimo decayó por completo. Se arrastró fuera de la cama como un vejestorio y estuvo bajo la ducha quince minutos para restaurar su juventud. Luego se bebió tres tazas de café.
¿Qué podía hacer?
Pensó en el diario de la mañana y, automáticamente, fue hacia la cerrada puerta. Tuvo que esforzarse por abrirla y a continuación fue hacia el buzón, esforzándose por no correr.
Al sacar el periódico, cayó algo más.
Un sobre blanco y barato.
Lentamente, Mervyn se agachó a cogerlo.
Volvió a su apartamento y tras cerrar la puerta se sentó y rasgó el sobre.
CONFIESA
O
MORIRÁS MAÑANA
12
Era preferible trasladarse a un hotel. Hoy. Ahora mismo. Antes de que el loco asesino lo despachase lo mismo que a Mary.
La idea de que éste podía ser el último día de su existencia no le ayudó a calmarse. Claro que no podía ser. Estas cosas sólo ocurren en los libros.
Luego, el recuerdo de aquella figura encorvada que había sido Mary Hazelwood, metida dentro del maletero de su convertible, se abrió paso en su conciencia. Ya había sucedido. A Mary.
Tenía que hacer algo. Correr. Ir a la Policía. O esconderse de la Némesis que había asesinado a Mary y trataba de asustarle para que él confesase un crimen que no había cometido.
Mervyn se irguió súbitamente.
«Trataba de asustarle...» ¡Naturalmente! ¡John no quería matarle! ¿Qué ganaba con su muerte? Confiesa, confiesa, decían los mensajes. Claro. ¡Una guerra psicológica! Trataba de trastornarle hasta el punto de hacerle confesar un crimen que no había cometido, con lo cual John quedaría a salvo.
Mervyn gruñó por su propia imbecilidad. Y al mismo tiempo sintió como si un peso fuese levantado de su pecho. Buscó un lápiz, halló uno y salió fuera, completamente tranquilo.
Había agrandado el agujero al sacar el proyectil, y ahora encajó el lápiz en aquél y miró hacia donde apuntaba el lápiz. No al seto; a la derecha del mismo. Desde el solar. De acuerdo. Había que empezar por ahí.
Mirando el solar a la luz del día, aún se quedó más perplejo. La noche atrás, él había corrido hacia la brecha del seto casi al momento. Su atacante no podía haber llegado a la calle más que unos segundos antes que él. No se había ocultado en el garaje; no podía haberse izado hasta el techo del mismo; era demasiado alto para trepar sin una escalerilla, y no había ninguna.
Mervyn consideró de nuevo los pasajes detrás de cada edificio. Al norte del seto, formando uno de los lados del pasaje, había una barrera insalvable. Al sur del seto había una brecha, pero el pasaje daba a la calle Perdue. Tampoco podía su enemigo haber saltado sobre la mata de hortensias sin haber dejado huellas de su paso... y no había ninguna.
Esto dejaba la valla que separaba el edificio sur de los apartamentos de la casa contigua. Y ahora Mervyn se dio cuenta de que la noche anterior se le había pasado por alto una cosa.
Directamente bajo la cerca había un huerto. El suelo húmedo no tenía señal alguna. Ni una sola huella.
Nadie había pasado aquella cerca.
Tenía que haber una respuesta, no obstante. Los hechos demostraban que el asesino no había huido a ninguna parte. Sin embargo, se había desvanecido. ¿Cómo? ¿A dónde?
Y fue entonces cuando Mervyn, al regresar al patio, casi se dio de bruces con el individuo alto del traje gris.
Tan pronto como Mervyn vio al tipo supo que era policía. Había algo en su apostura, en la mandíbula y en los ojos grises, en su aspecto general que recordaba al del difunto Gary Cooper, que le señalaba como un servidor de la ley.
«Bien —pensó Mervyn— ya me han atrapado.»
—¿El señor Gray? — preguntóle el pseudo Gary Cooper—. ¿Mervyn Gray? — su voz era abaritonada, lenta.
—¿Sí? — gruñó Mervyn. «Probablemente parezco ya culpable», pensó.
—Soy el teniente Hart de la Policía de Berkeley —abrió una cartera. Mervyn la miró maquinalmente. Sí, ya sabía que lo era—. Le estaba esperando. Me gustaría formularle unas preguntas.
—Seguro —Mervyn esperaba ya el tercer grado—. Vayamos al apartamento.
Su cerebro estaba increíblemente vacío. Según las novelas, habría debido estar planeando furiosamente una serie de evasiones, y en cambio... nada. El vacío. «Vaya, podría escribir una novela detectivesca, seguro», pensó Mervyn.
—Siéntese, teniente —le invitó el joven, ya en su apartamento. Corrió las persianas para permitir la entrada del sol en la estancia, y se dispuso a oír la primera pregunta acerca de Mary Hazelwood.
—Se trata de la caída de la señora Bridey Kelly por la escalera, señor Gray —le espetó Gary Cooper.
—Oh... oh... sí, claro... —se atragantó Mervyn.
—No voy a hurgar dentro de una herida —continuó severamente el teniente —. La señora Kelly afirma que fue empujada. Y le acusa a usted, señor Gray, de ser quien la empujó. ¿Qué tiene que decir en su descargo?
—Que debe de estar chiflada.
—¿Entonces niega la acusación?
—Claro que la niego. ¿Se trata de una acusación oficial, teniente?
—Bueno, no exactamente. La anciana ha presentado una queja. Todavía no ha firmado. Claro, es una anciana, y a veces las señoras de edad tienen... hum... manías. Pero a veces son empujadas escaleras abajo.
—¿Por qué iba a hacerlo? Apenas conozco a la vieja... a la anciana. No soy un psicópata.
—La señora Kelly afirma que usted la empujó.
—¿Pero cómo? — gritó Mervyn—. Si ni siquiera estaba allí.
—Ah... ¿dónde estaba usted?
—¿Cuando se cayó?
—Sí.
Mervyn reflexionó profundamente.
—No lo sé. Probablemente en la biblioteca de la Universidad.
—¿Puede demostrarlo?
—¿Quiere decir el momento exacto? No, señor.
El teniente Hart se levantó y fue hacia la ventana. De pronto dio media vuelta, sus rubicundas mejillas un poco más rojas.
—Señor Gray, tengo que hacerle una pregunta más. Un poco difícil.
—Adelante. ¿Más difícil que la acusación de la señora Kelly? ¿Cuál es la pregunta?
—¿Tiene usted la costumbre de andar por ahí descalzo?
—¿Qué? — Mervyn estaba maravillado.
—La señora Kelly afirma que cuando usted la atacó iba descalzo.
—Teniente Hart. ¿Cuánto tiempo cree usted que duraría en la Universidad si se supiese que el señor Gray, de la Facultad de inglés, va por las calles de Berkeley sin zapatos ni calcetines?
—Es lo que yo me figuré —suspiró el teniente—. Personalmente, opino que la anciana no sabe lo que se dice. Compréndame, señor Gray. Cuando alguien formula una denuncia tenemos que verificarla. Pero no creo que tenga usted que preocuparse por este caso. A menos, claro —añadió el teniente observando atentamente a Mervyn—, que usted la empujase.
—¡Bien, no lo hice!
El teniente Hart se marchó. Mervyn se quedó apoyado en la jamba de la puerta, contemplando la alta figura cruzando el patio. Cuando la encarnación de Gary Cooper hubo desaparecido, Mervyn volvióse a contemplar de nuevo el agujero del proyectil. ¿Tal vez hubiera debido hablarle del asunto? Soltó una triste carcajada. ¡Que lo descubrieran por sí mismos!
Sonó el teléfono y Mervyn entró en el apartamento.
—Aquí Mervyn Gray.
—Soy John Viviano. ¿Por qué te llevaste mi foto de Chinatown, eh? ¿Dónde está... ladronzuelo?
Mervyn estaba ya harto de todo el asunto.
—No te excites, Viviano. Te la devolveré.
—Si no la tengo aquí mañana, iré a la Policía —aulló Viviano—. ¿Con qué derecho me robas las cosas?
—Con ninguno. Lo siento. Adiós —colgó.
Se sentía deprimido, angustiado. Tenía que salir.
Llegó a la calle cuando Harriet Brill aparecía con su dos plazas.
—Mervyn, cariño —le llamó—. ¿Me esperabas, verdad?
—No —dijo con sinceridad—, pero vienes muy a punto. Harriet, ¿por qué diablos me dijiste que tú y John Boce habíais ido el viernes por la noche a ver Alexander Nevski?
Harriet abrió mucho los ojos.
—¡Pero, Mervyn, claro que fuimos!
—¿Ah, sí? Tengo noticias para ti, muñeca. La película de Eisenstein no la dieron en ese cine hasta el lunes.
—¿De veras? — Harriet soltó una risita embarcada—. Claro. Tienes razón, Mervyn. Fue el lunes por la noche cuando fuimos. El viernes fue cuando John Boce me dejó plantada. Su tío estaba enfermo y tuvo que ir a la ciudad.
—¿Usó tu coche?
—Lo pretendió, pero no se lo presté. No me gusta dejar el auto a nadie.
Mervyn saltó a su «Volkswagen» y se perdió por la calle Perdue, dejando a Harriet sentada al volante de su coche.
Iba sin destino. Pasó por la Universidad, torció por la avenida Hearst y dio la vuelta. Giró hacia la calle Milton y se aproximó a la casita de Pilgrim. Frenó y, cuando estuvo más calmado, se apeó y recorrió el estropeado sendero.
Pilgrim, con unos descoloridos tejanos, estaba repasando la «Lambretta». Levantó la mirada y miró fríamente a Mervyn.
—¿Ahora, qué?
—Quiero la verdad —le soltó Mervyn—. ¿Dónde estaba usted aquel viernes por la noche?
Pilgrim se levantó lentamente. Poseía unos músculos poderosos.
—¿Qué diablos le importa?
—Mucho —replicó Mervyn, poniéndose a la defensiva.
—Tiene usted una nariz muy larga, ¿no? Será mejor que deje de vigilarme, amigo. El viernes por la noche pude estar trabajando, y tal vez no. Además, no es asunto suyo. ¿Alguna pregunta más?
Mervyn levantó las manos para protegerse la cara y se alejó hacia su coche, con muy poca dignidad.
Tenía que encontrar, no obstante, un medio de atrapar a su verdugo.
Guió hacia la avenida del Telégrafo, aparcó y entró en la cafetería «El Parnaso». Se tomó una pizza, el célebre pastel napolitano. Pagó y volvió al coche. Pero titubeó. No sabía a dónde ir. Y «El Parnaso» era un lugar tan bueno como otro cualquiera. Cogió una agenda del «Volkswagen» y regresó a la cafetería.
Se instaló en una mesita del fondo, pidió café y procedió a organizar los hechos tal como los conocía.
Dos horas más tarde aún seguía escribiendo. Tras contemplar las notas, producto de su labor, meneó la cabeza y lo repasó todo de nuevo. Lo que necesitaba era una idea y extraer todos los hechos relevantes, únicamente.
Pasó la tarde.
Pidió un bocadillo de ternera, más café, y volvió a inclinarse sobre sus notas.
Nombres, fechas, sucesos... Todo junto comenzaba a tornarse borroso, sin color, sin esperanza.
John Boce. John Thompson. John Viviano. John Pilgrim.
Estaba donde había empezado. Los cuatro Johns. Cualquiera de ellos podía ser el «John».
La avenida del Telégrafo se oscureció. Lucieron las luces de los faroles callejeros. Entró y salió gente a cenar. Aparecieron las camareras del nuevo turno.
A las once y media, Mervyn había elaborado el esquema. Había evaluado a los cuatro Johns según una tabla de probabilidades y atributos arbitrarios: osadía, impulsividad, venganza, imaginación... La cuenta de Pilgrim daba 48; la de Boce, 45; la de Viviano, 44; la de Thompson, 42. Tan carente de sentido todo ello como los resultados de una sesión de una mesita velador.
Entonces entró Susie Hazelwood, y sostuvieron su conversación, en tanto la camarera les recordaba que era media noche, la hora del cierre. Después entraron en el «Volkswagen» de Mervyn y éste le enseñó el esquema a Susie, la cual se burló de él.
—Ya veo que tendré que explicártelo —murmuró Mervyn.
—¡Ojalá puedas! — contestó Susie—. Me he estado preguntando si mi hermana está viva o muerta.
Y fue entonces cuando Mervyn, con la voz estrangulada, contestó:
—Está muerta.
13
Susie Hazelwood miró por la ventanilla del «Volkswagen». Habían dejado atrás los suburbios, y ahora iban por en medio de un apacible valle, a la luz de la luna en su cuarto creciente. La ruta estaba bordeada por robles y álamos, con las montañas elevándose al fondo.
Susie buscó en su bolso y sacó un pañuelo, que se llevó a la nariz.
—¿Cómo sabes que Mary ha muerto? — preguntó con un hilo de voz.
—Déjame que te hable del diagrama —replicó Mervyn—. Hace poco pensaba que no tenía significado, que no era más que una tabla de valores arbitrarios. Por ejemplo, no sé que John Pilgrim sea dos veces más vengativo que John Boce, o que Viviano sea más atrevido que John Thompson. Éste es mi cálculo personal de sus caracteres. Sin embargo, puede haber algo ahí.
—¿Qué? — se burló Susie.
Mervyn torció hacia un camino lateral y detuvo el «Volkswagen» al claro de luna. El motor murió y se produjo un completo silencio. Sólo gradualmente, Mervyn fue dándose cuenta del canto de los grillos. Al Norte y al Este había luces parpadeantes, y por la Freway se veían los faros de los coches.
—Al dejar la cafetería —empezó a decir Mervyn— te miré y me dije: si tuviera que graduar a Susie según este diagrama, conseguiría una puntuación perfecta. Destreza, imaginación, duplicidad, perversidad, osadía... todo.
»Por suerte para Susie, continué, este diagrama no tiene sentido. Pero empecé a meditar. Te examiné a la luz de los sucesos. No pude hallar nada que realmente te señalase hasta que recordé lo ocurrido anoche. Alguien disparó contra mí desde el solar.
»Como un idiota, inmediatamente corrí allí para ver quién había disparado. No hallé a nadie y no pude comprender a dónde había huido el agresor. Pero tras haber eliminado todos los lugares posibles, excepto uno, sólo podía haber el verdadero. Y éste es uno de los cuatro apartamentos del ala sur, a través de una ventana posterior. No la de Harriet, ni la de la señora Kelly, ya que la valla termina antes de llegar bajo sus ventanas. El apartamento 9 está vacante y los del 8 se hallan de vacaciones. El apartamento 7 lo ocupan las azafatas, a quienes nadie conoce. Esto deja sólo el apartamento 12, Susie. Tu apartamento.
»No es un gran problema para una joven atlética disparar contra Mervyn Gray, correr, saltar la valla, trepar hasta una ventana posterior y contemplar cómo el viejo Mervyn se desespera arriba y abajo —la escrutó atentamente—. De haberte atrapado, seguramente me habrías matado allí mismo.
—Como puedo hacer ahora —repuso Susie. Tenía un revólver del calibre 22 en la mano. Estaba con la espalda contra la portezuela y sostenía la pistola muy cerca de su cuerpo, de forma que Mervyn no pudiera alcanzarla con facilidad—. Sin más remordimientos que cuando asesinaste a Mary o empujaste a la señora Kelly.
Mervyn estaba quieto, contemplando aquel rostro pálido.
Susie lanzó una amarga carcajada.
—Creíste asustarme trayéndome aquí, ¿verdad? ¿Crees que soy tonta? ¿Sabes por qué permití que me trajeras hasta este lugar apartado? Porque es más de medianoche, Mervyn. Ya es «mañana».
Mervyn le pegó un manotazo al revólver. Se disparó y la bala pasó bajo su barbilla, rompiendo el cristal. Asió la 22 con una mano y a Susie con la otra, procurando no acercarla a sus dientes.
Forzó el apretón y consiguió el revólver.
Susie, presionada contra la portezuela, jadeó. Mervyn continuó sentado tranquilamente, esperando que su corazón se calmase.
—Así que yo maté a Mary —dijo al cabo de un rato—. En tal caso, claro, tendré que liquidarte también a ti.
Susie no dijo nada. Sus pupilas ya eran bastante elocuentes.
—A propósito, ¿cómo sabes que maté a Mary?
—Porque te vi.
—Oh... Si me dijeses cómo fue todo...
—Te vi golpearla con la bota de esquiar hasta matarla.
—¿De veras? Bien... Cuéntame más. Desde el principio.
—Mary se iba hacia el Sur —explicó la joven, vejada en su frustración—. Le había pedido a John que la llevara al aeropuerto.
—¿A qué John?
—A John Boce. Éste tenía una cita con Harriet, pero como ésta no quiso prestarle el coche, le dio plantón. De todas formas, no podía acompañar a Mary sin coche. Yo le dije a Mary que la llevaría en tu convertible, no pensé que te importase, pero mi hermana seguía enojada conmigo desde nuestra disputa y dijo que prefería coger un taxi. Yo repliqué que no fuese tonta y salí al garaje en busca de tu «Chevrolet», y estaba ya rodeando la esquina y acercándome al bordillo cuando vi salir a Mary con su maleta y acomodarse en tu «Volkswagen». No pude entenderlo y me quedé vigilando. Entonces es cuando te vi salir y coger la bota de esquiar e inclinarte hacia Mary, sentada en el «Volkswagen». Ante mi horror, vi caer a Mary. No podía dar crédito a mis ojos. Pensé que todo era un sueño. Pero después tú subiste al coche y arrancaste... con el cadáver de Mary. En realidad, no sabía si había muerto, aunque albergaba pocas dudas.
»Te seguí en tu ''Chevrolet'". ¿Qué otra cosa podía hacer? Te seguí durante varias horas. Hacia el valle. Cuando hubiste pasado por Merced, torciste hacia otra carretera y te internaste por el campo. Seguí detrás tuyo, con los faros apagados casi todo el trayecto. Cuando entraste en un camino particular, no me atreví a seguirte con el coche, por lo que me apeé. Fuiste hacia un viejo cobertizo...
—Estábamos en el rancho ganadero de mi abuelo.
—...y miré por una ventana. Arrancaste unas tablas del suelo y metiste a la pobre Mary en la fosa. Junto con su maleta. Volviste a colocar las tablas y esparciste paja por encima. Luego te marchaste.
»Yo fui en busca de tu "Chevrolet", que había dejado disimulado detrás de unos arbustos, de forma que tú no pudieras verlo, pero mientras iba andando resolví lo que iba a hacer. Llevé el convertible hasta el cobertizo, arranqué las tablas de nuevo, saqué el cuerpo de Mary —la voz de Susie flaqueó—, y metí su cadáver y la maleta dentro del maletero de tu "Chevrolet". Tú te habías olvidado de la bota, aquella bota fatal, manchada de...
—Sí, fui un estúpido —gruñó Mervyn.
—Bien, puse la bota y el bolso de Mary en el coche y arranqué. Mi primera idea fue, naturalmente, dirigirme a la comisaría más próxima, pero finalmente decidí no ir a la Policía. Tal vez se imaginarían que yo estaba de acuerdo contigo, o que era yo la culpable, y procuré mezclarte en el caso, porque yo había tenido aquella discusión con mi hermana y al menos Harriet Brill estaba enterada de ello, por lo que podía verme acusada de algo que no había hecho.
»Decidí que lo mejor era zanjar yo misma el asunto. Fui hasta Madera y dejé allí el coche, imaginándome que cuando la Policía lo descubriese, mirarían en el maletero y verían el cadáver de Mary, con lo cual no tardarían en llegar hasta ti, ya que el coche era tuyo. Decidí no poner allí el bolso de Mary y la bota con que la mataste; pensé que serviría mejor a mis propósitos si lo encontraban todo en tu posesión. Había una bolsa de papel en el auto, de alguna compra que habrías efectuado, y metí dentro el bolso y la bota. Abandoné el convertible y fui en busca del autobús, regresando a Berkeley.
—Supongo que al día siguiente —continuó Mervyn—, cuando yo me marché de casa, entraste por la ventana del dormitorio y plantaste el bolso y la bota en beneficio de la Policía, ¿verdad?
—Sí —le espetó Susie—, exactamente. Pensé que la Policía se hallaría con un buen caso entre las manos, y esperé a que hallasen el coche y descubrieran el cadáver de Mary. Luego, al registrar tu apartamento hallarían las pruebas delatoras de tu crimen. Pero tú fuiste más listo que yo, Mervyn. Deshiciste todo lo que yo había hecho, después de que la Policía, de manera estúpida, no miró dentro del maletero cuando tu coche fue encontrado.
»Bien, juré por la memoria de Mary que no permitiría que su asesinato quedase impune. Sin embargo, creí más seguro no verme complicada en el caso, por lo que empecé a enviarte las notas anónimas, esperando que ante tus propios remordimientos te entregases voluntariamente a la Policía. Pero cuando vi que no obrabas correctamente, que indudablemente te habías desprendido de toda prueba que pudiera relacionarte con el asesinato, comprendí que no tenía más remedio que castigarte por mi propia mano... matarte yo. Pero también en esto he fracasado. ¡Soy una tonta!
—Sí, careces de talento para estas cosas —admitió Mervyn, con simpatía—, aunque debo admitir que me has hecho pasar muy malos ratos. Y ahora supongo que no te importará escuchar mi confesión, ¿verdad?
—¡Oh, deja de jugar conmigo... sádico! — exclamó Susie—. Mátame y acabemos de una vez.
—Mientras yo hable tú vivirás, ¿no lo entiendes? — y al ver que ella no se molestaba en replicar, Mervyn se echó para atrás en el asiento y dijo pensativamente—. En todo lo principal, has descrito lo ocurrido con exacta certeza. En lo principal.
»Yo iba precisamente conduciendo el "Volkswagen" cuando Mary vino corriendo desde el patio con la maleta. Me pidió que la llevara al aeropuerto. Yo le contesté que estaba de acuerdo si esperaba a que fuese a mi apartamento a dejar un paquete de comestibles, cambiarme de camisa y ponerme una chaqueta. Mary respondió que tenía tiempo, por lo que entró en el "Volkswagen" con la maleta y yo me fui a mi apartamento. No tardé más de cinco o seis minutos. Susie. Cuando volví encontré a Mary sentada en el asiento delantero, con el cráneo aplastado y mi bota de esquiar en su falda.
Susie le estaba contemplando fijamente.
—Cogí la bota y el cuerpo de tu hermana cayó de costado. Me quedé aturdido. No sólo por la sorpresa de ver a Mary muerta, sino por el apuro en que iba a verme si alguien pasaba en aquellos momentos. Seguramente me acusarían del asesinato de Mary. Y si tal cosa ocurría, aparte del hecho de que podía verme en la cámara de gas, la notoriedad, el simple hecho de estar relacionado con un homicidio, arruinaría mi carrera. Ya sabes cómo es el profesor Burton. No sólo no hubiera podido conseguir el puesto que deseo, sino que me echaría de la Universidad y probablemente no lograría el acceso nunca jamás a ningún otro empleo semejante.
»Bien, me asusté. Ahora sé que cometí una estupidez. Pero en aquel momento sólo pensé en sacar de mi coche el cadáver de Mary. Entré en el "Volkswagen" y arranqué. Y claro, desde aquel momento me vi envuelto en el crimen, perdiendo toda esperanza de poder convencer a la Policía de mi inocencia. La ironía del caso fue que alguien me había visto, alguien que me tomó por el asesino. Tú.
—¡Maldito embustero! — exclamó Susie, iracunda—. ¿Cómo puedes estar sentado aquí, contándome estas mentiras cuando yo te vi golpearla con la bota... te vi con mis propios ojos?
—Lo que tú viste a la luz del atardecer, Susie —la atajó Mervyn con suavidad—, fue a mí inclinándome dentro del coche cuando Mary cayó de costado, y teniendo levantada la bota en mi mano. Esto es lo que viste.
Susie parpadeó... y volvió a parpadear.
—No me crees... —se quejó Mervyn.
Susie se mordió los labios.
—Susie —añadió Mervyn—, Mary ya estaba muerta cuando yo llegué junto al coche.
La muchacha comenzó a sollozar histéricamente. Mervyn la dejó llorar. Luego le puso una mano en la espalda. Ella quiso alejarse de su contacto.
—¡Maldición! — gritó Mervyn—. Si no maté a Mary, no es probable que te mate ahora a ti, ¿verdad?
—¡No te creo! ¡No puedo creerte!
—Estás demasiado aturdida para pensar con claridad, Susie. Si yo fuese un asesino, ahora te mataría. Pero no lo soy; y si te he dicho la verdad, tú estás completamente a salvo, ¿no?
La joven abrió levemente la boca. Asintió sin hablar.
—Bien, tranquilízate. No tengo intenciones de matarte.
Susie expulsó una bocanada de aire.
—Sí, y esto me debes. Pero lo cierto es que la culpa fue mía. Por tanto, ni siquiera pienso pegarte. No sé, tal vez me decida a besarte.
Susie empezó a replicar, pero cambió de idea.
—Cuando iba conduciendo el «Volkswagen» —prosiguió Mervyn—, llevando el cadáver de Mary, me acordé de Madera, donde me crié. No sabía que me estabas siguiendo. Más tarde, cuando descubrí el cadáver que yo había enterrado en aquel cobertizo, dentro del maletero del convertible, pensé que era el peor momento de toda mi vida.
Susie se aclaró la garganta.
—¿Qué... qué hiciste con el cuerpo?
—El río —repuso Mervyn en voz baja.
Susie mantuvo la vista fija al frente.
—Mi única excusa, Susie, es que me hallaba en un total desvarío.
—Si tú no mataste a Mary —preguntó Susie con un hilo de voz—, ¿quién lo hizo?
—No lo sé. «John»... sea éste cual sea. Me he torturado el cerebro, pero aún no sé quién es. Claro, que todo este tiempo trabajé sobre la presunción de que era el asesino de Mary el que me enviaba las notas anónimas. ¡Vaya detective!
Susie puso una mano entre las de él.
—Mervyn...
El joven la miró.
—Mervyn, lo siento —su voz sonaba lejana—. Lo siento por los dos. Ya es tarde para sentirlo por Mary.
—No lo sientas por mí —contestó Mervyn, enfurruñado—. Soy un perfecto imbécil. Además, soy un amoral.
—Mervyn.
—¿Qué?
—Vayamos a la Policía y contémoslo todo.
El joven no contestó.
—¿Qué te pasa? — gritó Susie—. ¿Temes que no sean tan crédulos como yo?
—Oh, basta de eso —la increpó Mervyn—. Estaba pensando que de repente ya no me importa un adarme que Burton me dé la patada. ¿Quién es el idiota que quiere pasar toda la vida en el siglo XII? — arrojó la pistola a la falda de la muchacha—. Bien, será mejor que la pongas en lugar seguro antes de que empecemos a declarar.
—¿Entonces vamos a la Policía?
—Vamos a la Policía.
Mervyn puso en marcha el coche y Susie lanzó un largo suspiro, contemplando el pequeño revólver, que finalmente metió dentro de su bolso. Durante el camino de regreso a Berkeley se rozaron sus hombros, sintiéndose muy próximos y, sin embargo, muy alejados uno del otro. Había una especie de intimidad triste en el «Volkswagen».
Mervyn aparcó delante de los apartamentos «Yerba Buena Jardín» y apagó los faros. Permanecieron sentados en la oscuridad.
—Creí que íbamos a la Policía —le recriminó Susie.
—Iremos —asintió Mervyn—, pero mientras veníamos hacia aquí estuve meditando.
—¿Qué?
—En lo extraño que resulta que la señora Kelly cayese por la escalera la misma noche en que fue asesinada Mary.
—¡Mervyn!
—¿Qué?
—Debemos ser telépatas. ¡Yo he pensado lo mismo!
—Aquí hay algo muy raro, Susie. No sólo fue empujada la señora Kelly la misma noche que asesinaron a Mary. sino que la vieja está convencida de que yo soy el responsable de su caída. Que yo la empujé. Bien, creo que podemos asegurar que la empujaron, ya que no es posible que ella se lo haya imaginado. Pero, ¿por qué insiste en afirmar que fui yo el culpable de su caída? Yo no lo hice, Susie, seguro. Todo el asunto es muy particular.
—Ciertamente lo es —asintió Susie y continuaron en silencio. De repente, Susie levantó la mirada—. Mervyn.
—¿Qué, Susie?
—Creo que esto merece una investigación lo más de prisa posible.
—Pero la Policía...
—Otro día más no importa, ¿verdad?
—¿Pero por dónde empezamos a investigar? — exclamó Mervyn, sintiéndose anonadado—. Ya he demostrado lo buen detective que soy.
—Iremos a la boca del lobo —replicó Susie.
—¿Al hospital?
—Naturalmente. Esta noche ya es tarde, ha terminado la hora de visita, pero podemos ir mañana muy temprano. Esta noche debemos dormir bien, ya que lo necesitamos después de todo lo que ha sucedido, y mañana... ¿de acuerdo?
Mervyn le cogió una mano y se la acarició. Estaba cálida y vivaz. Continuó acariciándosela.
—De acuerdo —exclamó el joven con fervor.
La hora de visita no era hasta las dos de la tarde, pero Susie conocía a la enfermera del piso y consiguió ser introducida a la salita de la señora Kelly. Ésta divisó a Mervyn detrás de la joven y abrió la boca para chillar, pero Susie se le adelantó.
—¡Señora Kelly, señora Kelly! ¡No grite! Yo estoy aquí para protegerla. Me cree, ¿verdad?
La vieja murmuró unas palabras ininteligibles.
—¿Me promete que me escuchará? ¿Me lo promete?
La señora Kelly asintió. Mervyn, que se había quedado tímidamente en el umbral, se relajó lo suficiente para que sus músculos respondiesen prestamente si se presentaba la necesidad de salir corriendo. En cuanto a la señora Kelly, no apartó sus aterrados ojos del joven.
—Queremos saber una cosa, señora Kelly —continuó Susie—. Usted afirma que Mervyn Gray fue quien la empujó en la escalera...
—Fue él —susurró la vieja dama.
—¿Cómo lo sabe? — inquirió Susie.
—¿Qué?
—Le he preguntado cómo sabe que fue Mervyn el que la empujó. A la gente, si se la empuja hacia delante, se la empuja desde atrás, ¿verdad? De lo contrario, no es un empujón. Por esto vuelvo a preguntarle: si usted estaba ya en el primer peldaño y alguien situado a sus espaldas le dio un empujón, ¿cómo sabe que fue Mervyn quien la empujó?
Mervyn le dirigió a la joven una mirada de ferviente adoración. Tenía cerebro. Aquello era tan obvio que él hubiera debido verlo desde el primer momento, y sin embargo se le había escapado el detalle. «¡Qué muchacha!», pensó.
—Lo que quiero decir —prosiguió el objeto de la adoración de Mervyn— es que usted no vio a quien la empujó, señora Kelly.
—Bien... no... —murmuró la anciana—. ¡Pero alguien le vio! Sí, ella me lo dijo.
—¿Oh? — exclamó Susie.
—Sí, ella estaba acodada en la ventana de su apartamento, con las luces apagadas —explicó la señora Kelly—. Me vio salir del apartamento y dirigirme a la escalera. Y entonces vio cómo el señor Gray se deslizaba por detrás de mí y me empujaba con todas sus fuerzas en el momento en que yo empezaba a bajar. El señor Gray iba descalzo y por esto no le oí. Sí —gritó la vieja, señalando con un tembloroso dedo a Mervyn—, y añadió que usted se rió como un loco mientras me empujaba. ¡Debiera avergonzarse! ¡Hacerle esto a un ser inofensivo como yo, que jamás le hice daño a nadie!
—Bueno... —Susie acarició la mano de la señora Kelly—. El señor Gray no hizo nada de esto, se lo aseguro.
—¿Que no?
—No, señora Kelly. A usted la empujó otra persona.
—¡Pero... pero si ella me lo dijo! ¡Me explicó que lo había visto todo! — gritó la paciente.
—¿Quién se lo dijo, señora Kelly?
—¡Harriet Brill!
—No creo que tengamos que esforzarnos mucho para saber lo que ocurrió —dijo Mervyn cuando él y Susie estuvieron ya en el «Volkswagen», después de haber dejado más tranquilizada a la señora Kelly—. Y ahora que sabemos lo sucedido, y que nadie llamado John tuvo que ver con el asunto, me pregunto cómo es posible que un ser humano se equivoque en tantas cosas.
—¡Pobre Mervyn! — rió Susie—. Pero tampoco yo había visto las cosas claras.
—Todo empezó por un mal entendido por parte de Harriet. Por culpa de aquella conversación telefónica que ella oyó en tu apartamento, cuando Mary estaba llamando a «John». Naturalmente, Mary estaba apremiando a John Boce para que la llevase al aeropuerto... no forjando ninguna fuga con él. No creo que Mary intentase fugarse con nadie, sino simplemente marcharse sola para serenarse después de vuestra pelea.
»Pero al oírla hablar por teléfono, Harriet llegó a una conclusión errónea. Y cuando, aquella misma noche, Boce no acudió a la cita que tenía con Harriet, seguramente con algún falso pretexto, y además le pidió el coche, Harriet estuvo segura de haber oído bien y de que John Boce y Mary habían proyectado fugarse. Para Harriet ésta debió ser la última esperanza... y la gota que hace rebosar el vaso. ¡El hombre que había roto su cita con ella, le había pedido el coche para poder marcharse con otra mujer!
»Naturalmente, le negó el coche a Boce; pero se enfureció y cuando vio a Mary con la maleta, debió ser un instante antes de las ocho, decidió matar a Mary allí mismo.
»Cuando Harriet llegó a la acera —continuó Mervyn, frunciendo el ceño—, Mary debía estar ya sentada en mi "Volkswagen"', esperándome para que la llevase al aeropuerto. Y Harriet se inclinó hacia la ventanilla y la acusó de haberle robado a John Boce...
—Y conociendo a mi hermana —murmuró Susie—, comprendo que debió decirle a Harriet a dónde podía irse. ¡Bien es verdad que Mary no quería a John Boce! Pero todavía quería menos que otra mujer le dijese que no debía ir con un hombre determinado.
—No sabemos qué le dijo Mary, pero Harriet perdió la cabeza. Cogió la primera cosa contundente que vio, mi bota de esquiar, y golpeó a Mary con todas sus fuerzas en la sien. Luego corrió hacia su apartamento. Yo me hallaba en el mío dejando la bolsa de comestibles y cambiándome de camisa, y tú estabas cogiendo mi convertible. Fue durante estos instantes cuando todo ocurrió. Cuando tú doblaste la esquina, y yo fui hacia el «Volkswagen», Mary ya estaba muerta y Harriet había vuelto a su apartamento. Lo único que no entiendo es todo el asunto de la señora Kelly.
—Tú saliste de la salita para discutir con la enfermera, cuando nos encontró en la habitación de la señora Kelly —le explicó Susie—, y mientras has estado fuera, la anciana me contó algo que contesta a la cuestión.
»La señora Kelly había estado en una asamblea parroquial un poco antes, y cuando le pregunté a qué hora regresó me contestó que a las ocho. Mervyn, el '"Volkswagen" estaba aparcado justo delante de los apartamentos "Yerba Buena Jardín", por donde tenía que pasar forzosamente la señora Kelly. Y debió hacerlo cuando Harriet estaba discutiendo con Mary o, tal vez, matándola.
»En realidad —prosiguió la joven—, la señora Kelly no se dio cuenta de lo ocurrido. Pero Harriet debió verla...
—¡Y pensó que la señora Kelly lo había observado todo! — exclamó Mervyn.
—Exacto. Por esto, cuando Harriet corrió hacia su apartamento con la sangre de Mary en su conciencia, cosa que dudo, probablemente sólo tenía una idea: cerrarle la boca a la señora Kelly. Aquella misma noche, no mucho más tarde, halló su oportunidad, cuando la anciana señora salió de su apartamento para volver a la iglesia... o adonde fuese. Cuando la señora Kelly llegó al primer peldaño, Harriet fue quien se deslizó por detrás y la empujó hacia abajo.
—Tratando de matarla también, como es natural —murmuró Mervyn.
—Pero al ver que la señora Kelly no había muerto, Harriet fue al día siguiente a visitarla al hospital para averiguar lo que sabía o recordaba. Por lo visto, Harriet decidió que la caída le había hecho olvidar lo relativo a la muerte de Mary. Y entonces, para redondear la cosa, le contó a la señora Kelly que había visto cómo tú la habías empujado —Susie se estremeció—. ¡Entre Harriet y yo, Mervyn, por poco te llevamos a la cámara de gas!
—¡Susie! — exclamó el joven, asiendo una mano de la chica.
—¿Qué?
—Hablando del rey de Roma...
Por la calle bajaba Harriet Brill, embutida en un traje de mezclilla. Llevaba un precioso ramo de flores.
—Va a ver a la señora Kelly —susurró Susie—. Y la vieja lo estropeará todo...
—Llámala —le aconsejó Mervyn, y sígueme la corriente.
—¡Harriet! — gritó Susie, asomándose por la ventanilla.
Harriet se paró en seco. Pero sonrió y corrió hacia el «Volkswagen», con expresión feliz.
—¡Mervyn! ¡Susie! ¿Qué hacéis aquí?
—Acaban de echarnos del hospital —le explicó Mervyn—. Fuimos a visitar a la pobre anciana y la enfermera nos echó alegando que no era hora de visita.
—¡Caramba! — dijo Harriet—. He pensado que a la pobre señora le gustarían unas flores frescas.
—Será mejor que no subas, Harriet. La enfermera ha desenterrado el hacha de guerra —dijo Susie— y está furiosa.
—Bueno... —titubeó Harriet.
—Precisamente, ahora nos íbamos —añadió Mervyn—. Sube. Te acompañaremos a casa.
—Bien, gracias —aceptó Harriet—. ¡Sois muy amables!
Susie abrió la portezuela para que subiera Harriet y Mervyn puso en marcha el motor, en dirección a la calle Grove.
—¿Por qué vamos por aquí? — preguntó Harriet de pronto.
—Oh, es que tengo una multa por aparcamiento indebido —le explicó Mervyn—. Tardaré sólo un instante en pagarla —y frenó delante del Ayuntamiento de Berkeley. Saltó del coche y corrió hacia el anexo que albergaba el Departamento de Policía.
—¿Sabes algo de Mary? — preguntó Harriet en tono casual—. Mervyn está muy preocupado por ella.
—Seguramente se estará divirtiendo en Ventura —contestó Susie, sin osar volver la cabeza.
—Es raro que no haya escrito.
—Bueno —contestó Susie, con voz estrangulada—, ya conoces a Mary.
La conversación languideció.
—Pues Mervyn está tardando bastante —se quejó Harriet.
—Aquí viene.
—¿Quién es ese tipo tan guapo que le acompaña? Mervyn se asomó al interior del coche.
—Señoritas, os presento al teniente Hart. Susie Hazelwood es la de delante, teniente. La otra es... Harriet Brill.
El teniente Hart asintió cortésmente.
—¿Cómo están? ¿Les importaría pasar adentro un minuto?
Susie salió del auto. El teniente Hart mantuvo la portezuela abierta.
—¿Señorita Brill?
—¿Qué desea? — tartamudeó la aludida.
—Quiero hacerle unas preguntas. Dentro estaremos con más comodidad.
Harriet salió del coche lentamente. Se volvió hacia Mervyn y Susie que estaban un poco apartados. En sus tensas, acusadoras expresiones leyó de repente algo terrible. Miró a su alrededor, pero el teniente Hart la cogió con firmeza por el codo.
—¿Qué le han estado contando? — chilló Harriet—. ¡Es mentira, todo es mentira!
—Entonces, no le importará a usted contarme a mí la verdad, señorita Brill —y el teniente añadió con cortés ironía—. ¿Verdad?
14
El profesor Burton le indicó una silla.
—Siéntese, Gray.
Mervyn se sentó en una silla de roble, de alto respaldo. La entrevista iba a desarrollarse exactamente como había imaginado. El profesor Burton le había rogado a Mervyn que fuese a verle para un asunto «relacionado» con su trabajo.
El profesor Burton se recostó hacia atrás, juntó las puntas de sus dedos, e inspeccionó a Mervyn con fría curiosidad. Luego empezó a decir con voz desagradable:
—Un asunto muy desdichado, Gray.
Mervyn asintió cansinamente.
El jefe del departamento de inglés se aclaró la garganta y arregló unos papeles de la mesa.
—He seguido el caso muy de cerca. Deplorable, deplorable. No sé cómo no está usted en la cárcel.
—Más bien me hablaron cortésmente —dijo Mervyn.
—Por favor, no me interprete mal, Gray. Delante de tan increíbles circunstancias, ¿quién soy yo para decir que debió obrar con más valentía? Lo cual no significa, naturalmente, que condene su conducta...
—Claro —asintió Mervyn con humildad.
—...sino que me limitaré a citar con Crabbe: «Todos los hombres serían cobardes si se atreviesen. Pero conocemos algunos hombres que tienen el valor de declararlo.» Esto va en favor suyo. Y creo que comprenderá, Gray, que bajo tales circunstancias, es absolutamente imposible colocarle en las clases de otoño.
Mervyn no dijo nada.
—Oh... —agregó el profesor Burton—, dentro de uno o dos años... tal vez tres o cuatro... ¿quién sabe? Todo se olvida y ya se sabe que agua pasada no mueve molino, pero...
—Sí —declaró Mervyn con ironía—, donde hubo brasas queda rescoldo.
—Exacto, Gray. Bien, dejemos que se enfríe la memoria de la gente, ¿eh? — miró a Mervyn con cierta inquietud—. ¿Tiene algún plan?
—La verdad es que apenas he tenido tiempo de pensar en el futuro —suspiró Mervyn.
—Claro, lo comprendo —Burton tabaleó sobre la mesa con sus largos dedos, contemplando un busto de Shakespeare al otro lado del despacho. De pronto, dijo—: Gray, ¿conoce el «Castel Poldiche»? ¿Cerca de Villefranche?
—¿Perdón...?
El profesor repitió la pregunta.
—No creo que lo conozca —negó Mervyn.
—Es uno de los castillos más antiguos de Francia. El gran salón data del siglo XI. Bien, hace unas semanas se abrió una cripta, y entre muchos otros tesoros, se encontraron unos cuantos manuscritos del siglo XII. Son los siguientes: seis planhs, aparentemente obra de Bertrán de Bon; un poema autobiográfico de un tal Cleanthe de Marbolh; una larga chanson de geste, firmada «Blaye», probablemente Jaufre Rudel, príncipe de Blaye, que se sabe frecuentaba el «Castel de Poldiche» durante la Guerre des Amants... y bastante material todavía no identificado. ¿Le interesa?
—¡Muchísimo!
El profesor Burton resplandeció.
—Sucede que la «Searcy Foundation» donará una cantidad ascendente a siete mil quinientos dólares, humm... posiblemente llegará a los diez mil, por el estudio de dichos manuscritos. Anotaciones, atribuciones, traducción... lo normal. Una beca para dos años. A mí me parece que usted podría...
Más tarde, sentado a la sombra de un roble, en un banco de mármol, un regalo a la Universidad de la Clase de 1903, Mervyn vio venir a Susie, la cual se acercó a saludarle.
—¿Hace mucho que me esperabas?
—Unos diez minutos.
Susie se sentó al lado del joven. Llevaba una falda negra y un suéter de manga corta del color de la cerveza. «Nunca —pensó Mervyn—, me ha parecido más apetecible... ni más remota.»
—¿Qué tal ha ido? — le preguntó ella.
—Me ha despedido.
Susie pareció aturdida.
—Bueno, no es ninguna sorpresa, ¿verdad?
—Pero hay algo más.
—¿Oh?
Mervyn le contó el hallazgo del sur de Francia y la donación para el estudio de los manuscritos.
—Ello significaría vivir en Francia uno o dos años. Tal vez en el mismo «Castel de Poldiche», donde han sido descubiertos los manuscritos.
—¡Suena divertido! Oh, Mervyn, me alegro mucho por ti.
—¿Vendrás conmigo, Susie? — le preguntó Mervyn de repente.
La muchacha permaneció unos instantes pensativa.
—No saldría bien, Mervyn. Hay demasiadas tinieblas entre ambos. Siempre que te mirase vería a Mary, al río y oiría el choque del cuerpo con el agua. Y cuando tú me mirases...
—Susie, no sería así... —objetó Mervyn.
Pero la joven sacudió tristemente la cabeza.
—Tal vez para ti no, Mervyn. Yo soy mujer —se levantó, sonriendo—. El verano ha concluido, viene el otoño, el nuevo semestre. No puedo con la sociología. Buscaré algo más interesante. Pero aún no sé qué. Tú vete a Francia y te olvidarás de todo. Enloquecerás a todas las francesas... y yo me casaré con John Boce —sonrió con pesar—, y todos viviremos felices al final.
Y se marchó con rápidos pasos.
En el extremo inferior del valle San Joaquín se extienden los ranchos de algodón, polvorientos, interrumpidos sólo por grandes bosques de eucaliptos. En el otoño, las trilladoras mecánicas zumban y se agitan a lo largo de las blancas hileras como invasores marcianos, dejando detrás tallos rotos y follaje destrozado. Los campos quedan después desiertos, y durante el final del otoño y los meses de invierno presentan el más desolado de los aspectos.
Después de las lluvias invernales, cuando las viejas plantas se alimentan y el suelo está húmedo, los tractores oruga llevan los arados y las traíllas por los campos. Es el momento más alegre del año. El aire sopla fresco y húmedo, y huele a tierra removida. Los grajos vuelan en bandadas y hacia Oriente se levanta la Sierra Nevada con sus caperuzas blancas. Una mañana de esta temporada, un coche iba dando bandazos por un camino vecinal, hasta que, súbitamente, se detuvo. Una muchacha saltó del vehículo y corrió hacia una cerca.
El conductor del tractor que se acercaba, pensando sólo en los surcos, no la vio en seguida. Luego, se atragantó. Paró el motor, saltó a tierra y corrió torpemente por entre los surcos.
La joven extendió las manos y él la abrazó por encima de la baja alambrada. La besó y ella le devolvió el beso.
—¿Qué diablos estás haciendo aquí? — le preguntó Mervyn.
—Vine a buscarte —le contestó Susie—. Y me ha costado mucho encontrarte —se echó a reír. Había algo en el rostro de Mervyn que jamás había visto, algunos reajustes de sombra, cierta fijeza de carne.
«Ha crecido —pensó él—. Y está más guapa que antes.»
—Hace meses que te busco. Tan pronto me enteré de que estabas haciendo el idiota, tras haber rechazado aquella donación.
Mervyn trepó por la alambrada, rasgándose los pantalones, sin darse cuenta siquiera.
—No puedo explicar exactamente por qué lo rechacé, Susie. Pero tenía que hacerlo. Tal vez sentí la necesidad de echar con el sudor todo el susto que había pasado. No hay nada como el trabajo del campo para sentirse como nuevo. No lo lamento.
Susie apoyó su cabeza en el sudado hombro del joven.
—Yo sí. Eres un ser negativo, sin espíritu.
—Tú también.
Ella se echó a reír, acariciándole.
—Bien, he venido a decirte que eres un tonto, señor Gray. Y que estoy a tu disposición. En todos los sentidos. En el sur de Francia, en Berkeley o... —tendió la vista alrededor— o en el campo, si así lo quieres, cosa que espero sepas rechazar.
—Claro, abandono la agricultura.
—¡Mervyn!
—En este mismo instante. Llévame al rancho. Cobraré mi cheque que haré efectivo en Delano y...
—¿Y...?
—Una vez te pedí que te casaras conmigo.
—En broma. Sobre este tema, las mujeres carecemos del sentido del humor.
—No, lo dije en serio. Claro que ya sabía que te negarías.
—Pues casi dije sí.
—¿Casi dijiste sí? — gritó Mervyn.
—Necesitas ir a un otorrino, querido —le dijo Susie tiernamente, acariciándole el cabello.
—¿Ya no me odias?
—¿Qué te parece?
—Esta tarde a las cuatro podemos estar en Las Vegas.
—Mervyn...
—¿Qué?
—Cuando descubrí dónde te habías refugiado...
—No estaba refugiado...
—Bien, fui a ver al profesor Burton y le pregunté si todavía podías optar a la beca. Gruñó, murmuró y, por fin, me manifestó que los manuscritos habían esperado ochocientos años, por lo que no importaba uno o dos meses más. Si todavía te muestras interesado en esa tarea...
—Manejar manuscritos sucios y polvorientos... —Mervyn movió la cabeza—. No lo sé, Susie. Ya no me parece importante.
—Pero es divertido, ¿no?
—¿Divertido? — Mervyn pareció sobresaltado—. Tal vez sí. No lo había pensado nunca...
—Nunca has pensado, tonto —dijo Susie con firmeza—. Además, éste es el camino por el que conseguirás tu título y tu cátedra.
—La enseñanza... —se quejó Mervyn—. ¿Quién desea ser profesor?
—Tú. Y si no es así... bien, siempre habrá a mano un tractor y una plantación de algodón.
Fueron al coche de Susie y la joven lo puso en marcha, dejando el silencio a sus espaldas.
En el campo, el tractor estaba parado desdichadamente.
Los grajos volaron con alivio y luego se posaron sobre la tierra removida, escarbándola en busca de gusanos.
Sólo mucho después se le ocurrió a Mervyn, recordando su extraordinaria reunión con Susie en la plantación, que ni una sola vez habían mencionado, ni pensado, en la pobre Mary.
Fin
[1] Drive—in: Restaurante al aire libre donde sirven dentro del auto. (N. del T.)
[2] En ajedrez, apertura desviacionista. (N. del T.)
[3] Verbotten, en alemán = prohibido. (N. del T.)
[4] El autor se refiere a un personaje de un programa de Televisión. (N. del T.)
[5] Chinatown es el populoso y popular barrio chino de San Francisco. (N. del T.)