FIN DEL MAJESTUOSO QUEEN ELIZABETH
Publicado en
julio 13, 2022
Simples mortales como eran, nada pudieron hacer para salvar de las llamas al que fue rey de los mares.
Por Wong Yi.
EL DOMINGO 9 de enero de 1972 amaneció soleado y fresco. Cerca de la isla Tsing Yi, de Hong Kong, en un mar rutilante, 1200 obreros daban los últimos toques al arreglo del que había sido trasatlántico inglés de 83.673 toneladas, el Queen Elizabeth, que ya se llamaba Seawise University. El majestuoso rey de los mares había acudido de muy lejos para cambiar el rumbo de su existencia.
La primera misión asignada al Queen Elizabeth, tras de su botadura en septiembre de 1938, fue la de transportar más de 800.000 soldados aliados, cruzando buena parte del mundo, desde Australia, el Extremo Oriente y el Medio Oriente hasta Europa, África del Norte y el continente americano. Pero a la terminación de la segunda guerra mundial los armadores reacondicionaron y amueblaron con elegancia el hermoso paquebote, que llegó a ser la última palabra en eso de viajar a lo grande. Durante una travesía por el Atlántico Norte, que tardaba cuatro días y medio, por lo general el buque transportaba 2300 pasajeros atendidos por unos 1300 tripulantes y servidos a bordo por 35 salones, tres piscinas de natación, una cancha para frontón con raqueta, un baño turco, 12 bares, dos cines, dos gimnasios y hasta una "guardería" para animales domésticos. El palacio flotante de 310 metros de eslora era tan enorme que alguna vez la famosa actriz inglesa Beatrice Lillie comentó en son de broma: "¿A qué hora llega este país a Inglaterra?"
Pero apareció el avión de retropropulsión y, en 1968, como el costo de explotación del navío iba constantemente en aumento, la empresa Cunard Line, propietaria del Queen Elizabeth, resolvió retirarlo del servicio. Hasta entonces el trasatlántico había transportado 1,5 millones de pasajeros y recorrido 3,5 millones de millas marinas en 986 cruceros a través del Atlántico. Un grupo de hombres de negocios establecidos en Filadelfia (Estados Unidos) adquirió el barco en 10 millones de dólares y lo ancló en Port Everglades (Florida) para hacer de él un hotel flotante y una atracción turística. El plan fracasó, y con ello muchos pensaron que el Queen Elizabeth había llegado al final de su carrera. En pública subasta, en septiembre de 1970, C.Y. Tung, opulento naviero de Hong Kong, pagó por la nave la suma de 3,2 millones de dólares. El rico naviero, hombre de 60 años que hace unos 40 inició su fortuna con un carguero volandero, compró el Queen Elizabeth sin idea alguna de lucro, sino, según ha dicho después, porque sentía gran afecto por el trasatlántico.
El Queen Elizabeth llegó a Hong Kong en julio de 1971. Durante los meses siguientes, Tung y sus socios destinaron la cantidad de cinco millones de dólares a reacondicionar el navío para convertirlo en una universidad flotante, aunque una de sus secciones de primera clase se reservaría para llevar pasajeros. Con su nueva capa de pintura blanca, recobrado su antiguo esplendor, el barco debía dar comienzo a sus pruebas de navegación cinco días después.
Los obreros se mostraban alegres. Algunos habían llevado a bordo a la esposa y a los hijos para que visitaran el legendario navío. A los visitantes se les regalaría con un almuerzo. Se preparaba una cena-baile de gala, con fines de beneficencia, para mil personas, fiesta anunciada para los últimos días del mes. Al parecer, volvían los tiempos de gloria.
A eso de las 11 de la mañana la mayoría de los trabajadores desembarcaron para ir, a almorzar. A las 11:30, hora en que permanecían aún a bordo alrededor de 300 personas, Chang Hui-chiu, maquinista de cuarta clase, observó una densa columna de humo que salía de un pasadizo de la sección de popa de la nave.
Había estallado un incendio en la parte posterior de la cubierta A. Cuando el cuerpo de bomberos del navío se dispuso a combatirlo, descubrió que la cubierta B, por el lado de popa, también estaba en llamas.
Se comunicó la noticia a los directores de la sociedad de C.Y. Tung, entre ellos a C.H. Tung, hijo del propietario, y todos se trasladaron apresuradamente al barco. Al llegar, vieron que el humo subía por las escaleras y recibieron informes de un tercer incendio, que ardía a proa, en la parte anterior de la cubierta A, por el lado de estribor. Se dirigían allá cuando nuevas columnas de humo comenzaron a brotar desde la popa.
El departamento de bomberos de Hong Kong recibió una primera llamada a las 11:52 de la mañana. A los tres minutos, el subjefe de bomberos, Leonard Worrallo, se hallaba camino del siniestro a bordo de un helicóptero. Ya el fuego se extendía a la superestructura, y cuando el piloto del helicóptero trataba de bajar hasta la nave, se lo impidió la humareda que salía del puente y de dos o tres cubiertas. Varias embarcaciones contra incendio, encabezadas por la Alexander Grantham, y más de 20 lanchas del Almirantazgo y de la Policía de Marina se presentaron a los pocos minutos, y pronto navegaban hacia la nave en llamas una flotilla de trasbordadores comerciales, juncos pesqueros, sampanes, walla-wallas, embarcaciones de recreo y aun barcos de asalto de las fuerzas británicas.
"Cuando llegamos, había mucha gente que gritaba, apiñada en la proa del barco", dice Cheung Wahchai, capitán del Cynthia, que salvó a muchas personas. Sus tripulantes arrojaron cuerdas a la cubierta del navío, por las que pudieron descender los atrapados. "Algunas personas que no consiguieron cuerda descendieron por la cadena del ancla y fueron recogidas por las lanchas que pasaban en ese momento. Unas cuantas cayeron al mar al perder pie, pero las sacaron del agua inmediatamente".
Ng Sai-lung, de 20 años de edad y aprendiz de maquinista, que descansaba sobre la cubierta M a eso de mediodía, vio que del octavo o séptimo piso de la nave salía humo. "Tomé un extintor", cuenta. "Cuando logré subir hasta allí, el humo era tan denso que no podía ver con claridad. Cerca de la popa había unos diez visitantes. Las mujeres y los niños comenzaban a entregarse al pánico. Les dije que se deslizaran por la cuerda que los pintores habían dejado colgando en la popa. Yo los seguí, pero al pasar en mi descenso delante de una portilla, una nube de humo negro me dio en la cara. La cuerda se me escapó de las manos y fui a caer justamente en un bote tripulado por un japonés".
El obrero Tam Fat trabajaba todavía en el cuarto de máquinas cuando las luces se apagaron, a las 12:20 de la tarde. Fat y otros cuatro trabajadores lograron llegar a las cubiertas superiores. "Yo estaba asustado", dice Fat, "y comprendí que lo mismo les pasaba a mis compañeros. En eso, oí dos explosiones. Al llegar a una escotilla, por el lado de estribor, me di cuenta de que de los cuatro hombres que iban conmigo, sólo uno, Lee Wai, seguía junto a mí". Tam Fat y Lee Wai bajaron por una escala de cuerda hasta una barcaza que estaba atada al navío; de ella pasaron a una lancha de la policía.
A las 12:22 el incendio adquiría las proporciones de un desastre. Poco más o menos una hora después, Harry Elsworth, oficial superior de los bomberos, llegó a bordo del trasbordador Man Hong, de dos cubiertas; lo acompañaban dos cuadrillas de bomberos e iba provisto de equipo contra incendios de tierra. "La popa estaba en llamas y hacía un calor tremendo", ha dicho el señor Elsworth. "Los bomberos practicaron una rápida inspección de la nave, pero tuvieron que retirarse a causa del humo y del excesivo calor".
"Creímos que íbamos a asarnos vivos", comenta el timonel, Chan Yau, que con otros seis de los tripulantes ayudó a poner a salvo cerca de 150 personas. Por milagro, fueron pocas las víctimas. Sólo 14 personas resultaron heridas, y de ellas no más de ocho debieron permanecer en el hospital.
Hacia las 3 de la tarde el fuego había invadido la superestructura y se había extendido por cinco de los once pisos del paquebote. Llegué a éste como a las 3:30, a bordo de una lancha de retropropulsión. El Queen Elizabeth escoraba a estribor en un ángulo de 17 grados. El cuadro era aterrador, indecible. El humo escapaba por todas las portillas de la gigantesca nave, que parecía una ballena blanca rodeada de sampanes y de lanchas de bomberos del tamaño de caballas. A la Alexander Grantham misma se la habría tomado por una lancha de juguete, mientras arrojaba impotentes chorros de agua contra el fuego; no obstante, en realidad se lanzaban sobre las llamas hasta 30.000 litros de agua por minuto. Poco después densos penachos de humo negro se alzaban de las entrañas del barco, a la vez que de él se elevaban columnas de fuego, acompañadas a intervalos de explosiones. El capitán de la Alexander Grantham, viendo que el calor hacía imposible la tarea de los bomberos, ordenó suspenderla.
"Ningún servicio de bomberos, en ninguna parte del mundo, habría podido hacer más en aquellas circunstancias", declaró A.E.H. Wood, director del servicio de bomberos. Pero era evidente que la fuerza de la naturaleza había vencido a los simples mortales. Estos no pudieron hacer otra cosa que retirarse, contemplar cómo ardía el que había sido señor de los mares... y recoger notas para la historia. Se tomaban fotos; los periodistas, a bordo de vacilantes sampanes, hacían a gritos mil preguntas; arriba, volaban en círculos los helicópteros.
Hacia las 5:45 el fuego había cundido y devorado de proa a popa toda la superestructura y cinco de las cubiertas del navío. El humo oscurecía el activo puerto de Hong Kong. Una enorme nube de humo se cernía en el cielo, pintarrajeada allí, al parecer, con alguna brocha gigantesca, monstruosa.
Durante toda la noche los bomberos estuvieron dando vueltas alrededor de la nave. Las 11 cubiertas estaban ya en llamas y algunas de ellas se desplomaron. Las chimeneas se fundieron. Consumiéndose por la acción del fuego, la superestructura de metal tomaba un vivo color rojo.
Al día siguiente, hacia las 8 de la mañana, el barco tenía ya una inclinación de 20 grados. Cerca de las 9 se derrumbaron varias de sus secciones, entre ellas la chimenea, el mástil de popa, la parte trasera de cinco de las cubiertas y una parte del puente de mando. El enorme casco de acero se dobló como si fuera de cartón. A mediodía, 24 horas después de empezar el incendio, la poderosa nave se volcó y quedó semi-sumergida por la banda de estribor. Una informe masa de planchas de metal retorcidas sobresalía del mar.
No acabó aquí la catástrofe. Poco más de tres meses después, las 3000 toneladas de petróleo que habían quedado en las bodegas del navío incendiado comenzaron a escapar del casco. Una gruesa capa de inmundicias y manchas de petróleo cubría el mar en una extensión de más de tres kilómetros, desde el punto donde yacía el antiguo Queen Elizabeth hasta el puerto.
El tribunal de investigaciones de la marina mercante encargado del caso dictaminó que la causa del incendio fue una serie de actos cometidos deliberadamente por una o varias personas desconocidas. La compañía de seguros Lloyd's de Londres declaró que el desastre constituye una de las pérdidas en seguros más importante de la historia. Lloyd's y otras empresas tendrán que pagar más de ocho millones de dólares.