LA TRANSAMAZÓNICA PENETRA EN EL INFIERNO VERDE
Publicado en
julio 07, 2022
Nueva vía del progreso que abrirá a la civilización vastos territorios vírgenes.
Por Robert Hummerstone.
SON LAS 6 de la mañana en la cuenca amazónica del Brasil. En el campamento de construcción de Belo Monte los trabajadores se apiñan en los camiones para iniciar otra agotadora jornada de trabajo en la selva. Cerca de allí, por la carretera polvorienta, los hombres del turno de la noche regresan a sus barracas para tratar de dormir a pesar del calor, que ya a esta hora es asfixiante.
Comienza un nuevo día en la construcción de la carretera Transamazónica. Para los hombres de Belo Monte y para millares más de trabajadores esparcidos por toda la cuenca amazónica, estos son días de calor y polvo, de lluvia y fango; días de paludismo y disentería, de voraces hormigas, mosquitos y moscas en el "infierno verde" del Brasil, una de las regiones más inhóspitas del mundo. Con hachas y motoniveladoras van penetrando en un territorio tan remoto y misterioso que ningún hombre civilizado lo holló antes. La carretera de 5000 kilómetros de longitud que están construyendo a través del corazón de esta selva abrirá audazmente a la colonización y a la explotación un territorio de millones de kilómetros cuadrados.
La carretera, que corre de 300 a 500 kilómetros al sur del río Amazonas, conectará los puertos de Recife y Joáo Pessoa, sobre el Atlántico, al este, y la más remota frontera con el Perú, al oeste. Con el tiempo, cuando el Perú haya construido los últimos 800 kilómetros a través de los Andes, hasta el Pacífico, la carretera Transamazónica, en realidad un camino sencillo de dos vías, en gran parte de tierra y grava, será el primer camino de costa a costa que atravesará la parte más ancha de Sudamérica.
Por ambicioso que parezca este proyecto, la carretera será solamente la primera de una gigantesca red de 15.000 kilómetros que Brasil se propone construir en todas direcciones, en la cuenca amazónica. Ya ha comenzado el trabajo en otra carretera que va de norte a sur, desde Cuiabá, en el Brasil centro-occidental, hasta Santarém, sobre el río Amazonas, cruzando la Transamazónica en su parte media. Estos caminos seguirán un terreno ondulante que no es especialmente difícil para la construcción, salvo su remota situación y las espesas selvas que lo cubren. La carretera Transamazónica debe cruzar cuatro ríos principales e incontables ríos secundarios.
El gobierno brasileño calcula que las carreteras Cuiabá-Santarém y Transamazónica costarán 86 millones de dólares. El dinero representa un 20 por ciento de un "fondo nacional de integración" (derivado del impuesto sobre la renta) constituido para el desarrollo interno. No se cuenta casi con ayuda extranjera.
La carretera ya ha operado cambios importantes en la selva. Desde octubre de 1971 circulan autobuses en los 250 kilómetros de carretera nueva entre Estreito y Marabá, primer tramo que se abrió. Hasta entonces toda esa región era selva virgen. Con el camino y la llegada de los trabajadores se ha creado una activa atmósfera de conquista. Las soñolientas aldeas ribereñas se han convertido en pueblos de gran actividad. Una de éstas, Altamira, ha visto duplicarse su población en el término de un año, y hoy cuenta con una flamante central de energía eléctrica.
Nuevos colonos, principalmente nordestinos, antes campesinos sin tierra en el empobrecido Nordeste brasileño, se instalaban casi a diario en nuevas poblaciones y granjas arrebatadas a la selva. Durante el primer año de construcción, 10.000 familias han ocupado nuevas viviendas levantadas en fangosos claros del bosque. Los planificadores oficiales calculan que a la vuelta de cinco años 500.000 brasileños se habrán establecido a lo largo de las nuevas carreteras.
Hoy por hoy, la mayoría de los nordestinos son obreros de la construcción que trabajan hasta 12 horas diarias, los siete días de la semana. Casi todos viven en los campamentos en toscas chozas improvisadas, y duermen en hamacas. Cerca de estas viviendas casi no hay agua corriente, y el arroyo aledaño debe utilizarse tanto para lavar como para beber. La disentería es endémica. Muchos trabajadores no tienen zapatos ni camisa, y es común ver a hombres descalzos que clavan un pico o una barra a pocos centímetros de los propios dedos. Un peón caminero gana apenas el equivalente de 30 dólares al mes, después de las deducciones que se le hacen por alimentación y habitación, aunque las horas extraordinarias se les pagan aparte. No hay muchas oportunidades de recreo, ya que ir al pueblo más cercano, en autobús o en bote, exige un viaje de varias horas.
Para los trabajadores especializados y mejor pagados, así como para los ingenieros, la vida es más placentera. Disponen de barracas en los campamentos, como Belo Monte, que parece una cabeza de playa del Pacífico meridional durante la segunda guerra mundial. Tanto éstas como las cabañas trepan por las rojas laderas de los cerros. Se ven en las riberas barriles de petróleo descargados por los trasbordadores que traen provisiones desde el puerto marítimo de Belém, a 640 kilómetros de distancia. En los talleres mecánicos y de reparaciones entran y salen durante las 24 horas del día camiones y tractores. Las avionetas de transporte utilizan constantemente una nueva pista de tierra apisonada, pero los peligros de la selva siempre están latentes, y la clínica de Belo Monte trata mensualmente más de 100 casos de paludismo.
Los ingenieros, por lo general, son jóvenes, inteligentes y laboriosos. Entrevisté a un mocetón de elevada talla recién egresado de la universidad que hacía cuatro meses trabajaba en la selva, donde debía permanecer otros cuatro. Aunque echaba de menos a su novia y se gastaba la mayor parte de su sueldo en llamarla por teléfono, no estaba arrepentido de haber aceptado aquel empleo.
La situación más penosa es la de los taladores, a quienes compete la tarea inicial de hacer el desmonte. Provistos de motoniveladoras, sierras eléctricas, hachas y machetes, estos hombres se adelantan hasta 80 kilómetros a las cuadrillas de constructores. Suelen permanecer hasta tres y cuatro meses consecutivos en la espesura, cortando a mano árboles gigantescos cuyos troncos llegan a tener 2,5 metros de diámetro. Se alimentan principalmente de lo que encuentran en la selva, pues sólo esporádicamente reciben provisiones que les dejan caer desde el aire los pilotos que vuelan a baja altura en aviones de la compañía constructora, cuando pueden divisar el humo de las fogatas.
La FUNAI, organismo gubernamental encargado de los asuntos indígenas, se ha preocupado por impedir que ocurran encuentros violentos entre los indígenas de la selva y los trabajadores de la carretera. Agentes de la FUNAI van adelante de las cuadrillas de trabajadores para establecer contacto con los indios, y luego informan a los trabajadores sobre lo que deben esperar y la manera como deben comportarse para evitar incidentes.
Pese a los penosos trabajos y las dificultades, el programa transamazónico ha entusiasmado a los brasileños, que habían soñado desde hace siglos con la apertura de la Amazonia, pero les faltó siempre la voluntad o los medios para realizarlo. Hoy, con una población de 100 millones que aumenta a razón de casi un tres por ciento anual, y con un crecimiento económico de más del 11 por ciento, la nación progresa impulsada por una nueva oleada de conciencia nacionalista.
No deja de ser irónico que haya sido el temor a su propio pueblo lo que indujo al gobierno a decidir la apertura de la Amazonia. En junio de 1970 el presidente Emilio Garrastazu Médici visitó el sobrepoblado y empobrecido Nordeste después de una sequía particularmente grave. Alarmado con lo que vio, Médici recurrió a la más rápida y dramática válvula de escape: una carretera que diera a la atribulada gente del Nordeste acceso a las tierras baldías de la selva. La construcción empezó tres meses después, en octubre de 1970, dirigida por el ministro de Transportes, Mario Andreazza.
Al principio, claro está, hubo alguna oposición por parte de respetables científicos, economistas y periodistas, que veían en la carretera Transamazónica y en el resto del programa una amenaza para el equilibrio ecológico de la selva y para los indios que allí moran. Algunos críticos dijeron que este proyecto consumiría fondos mucho más urgentes para iniciar proyectos industriales en el mismo Nordeste. Con todo, la posición del gobierno al anunciar que se llevaría adelante el proyecto, fue que este era apenas un esfuerzo que debía haberse hecho desde tiempo atrás para corregir el atávico desequilibrio de la población brasileña: la Amazonia abarca el 59 por ciento del territorio del Brasil; sin embargo, en ella habita apenas el ocho por ciento de la población del país.
A despecho de los críticos, la civilización llega al Amazonas. El INCRA, instituto de colonización del gobierno, ha trazado un plan de gran alcance, según el cual la más importante zona de colonización será la que se extiende a lo largo de los 1250 kilómetros de la carretera, entre Estreito e Itaituba. Allí es donde se encuentran las mejores tierras labrantías según Jorge Pankov, director general de colonización del INCRA.
Al gobierno le costará el equivalente de 2000 dólares establecer a cada familia, proporcionándole, entre otras cosas, una casita de madera de cuatro habitaciones. Además, el INCRA otorga a cada colono un préstamo a 20 años, sin intereses, como subsidio auxiliar hasta que pueda recoger su primera cosecha; un sueldo equivalente a 30 dólares mensuales durante cinco meses; un préstamo especial para comprar herramientas; asistencia médica gratuita para la familia y educación para los hijos. Las motoniveladoras del INCRA ayudan al colono al empezar a desmontar el terreno de su granja. Pankov informa que se recibieron 50.000 solicitudes para los primeros 10.000 lotes disponibles, lo que les permitió escoger cuidadosamente a los colonos. En general, se eligen atendiendo a su experiencia agrícola, y se da preferencia a los que no poseen tierras.
Los primeros colonos llegaron en marzo de 1971 a la región de Altamira. Al principio se construían las casas en el terreno de cada agricultor separadas unas de otras, pero ahora el INCRA está concentrando a los colonos en pequeñas comunidades llamadas agrovilas, en cada una de las cuales caben hasta 1500 habitantes. Ningún agricultor tendrá que recorrer más de cinco kilómetros desde la agrovila hasta su sembrado. El INCRA ha iniciado la licitación para construir 30 agrovilas, de las cuales ya hay siete edificadas, y ya casi se han terminado otras cuatro. Formarán una telaraña en el territorio, pues se erigirán a intervalos de unos 15 kilómetros entre una y otra. Cada seis u ocho agrovilas integrarán una población más grande, llamada agrópolis, con aserraderos, tiendas, bodegas, bancos y demás establecimientos comerciales, y con escuelas, todo ello accesible en un tiempo no mayor de media hora. Y cada cuatro de éstas, formarán una ciudad, o rurópolis, con industria ligera y, más tarde, también pesada.
En vista de las predicciones de desastre que le han hecho los críticos, el gobierno ha tenido el cuidado de incluir en sus planes algunas salvaguardias. Aunque se reconoce que gran parte del terreno de la selva es de mala calidad, existe una amplia zona de 640 kilómetros de longitud por 240 de ancho que sostendrá a la población, si se cultiva adecuadamente. La carretera se trazó en tal forma que pasara por esa zona. Además, los especialistas del INCRA están enseñando a los colonos métodos científicos de cultivo y les exigen mantener inculta la mitad de la tierra, con el fin de evitar la erosión de la delgada capa de suelo fértil.
Mientras tanto, hay problemas más inmediatos. Los transportes no han dado abasto a las necesidades de los colonos. Muchos han tenido que esperar días enteros en puntos intermedios hasta que llegue un buque que los lleve al Amazonas, pero a pesar de todos los escollos, son pocos los que se han dado por vencidos y han regresado otra vez a sus casas.
La mayoría de los colonos persisten, como un viejo campesino de rostro curtido a quien conocí y que acababa de llegar con su mujer y su hijo. Enterrado hasta la cintura entre las ramas de los árboles talados en su campo, miró en torno calculando los meses de duro trabajo que tenía aún por delante y, clavando el machete en un tronco, me dijo: "En mi pueblo yo no tenía nada. Esta es mi primera tierra. La vida es difícil aquí, pero esta tierra es mía. Nunca regresaré allá".
Condensado del suplemento dominical del "Times" de Nueva York (5-III-1972)