DELICIOSA LOCURA (Corín Tellado)
Publicado en
julio 06, 2022
CAPÍTULO I
HUNDE las manos en los bolsillos de la chaqueta del pijama al pasearse furiosa de uno a otro lado.
¡Es horrible lo que le sucede!
¡Horrible, horrible!
Aquel estúpido viejo con cara de lechuguino, se las pagará. ¡Vamos, que sí!
¿Por qué no puede una mujer, por el simple hecho de serlo, hacer lo que le dé la gana?
¡Ah! ¡Pues no, señor! Se saldrá con la suya, aunque para ello tenga que enamorar al ridículo vejete.
No, otro medio más rápido y eficaz tendrá que hallar. De lo contrario, dejará de ser Koti Santistejo, la exótica millonaria, caprichosa y antojadiza hasta el paroxismo.
¿Es muy joven? Bueno, ¿y qué?
No tiene a nadie que le impida seguir sus impulsos, si se quiere audaces, pero ella los considera estimables, porque son suyos.
No conoció a sus padres. Jamás había querido a nadie, ni su corazón latió más o menos fuerte acariciando un deseo, porque todos fueron satisfechos al instante. ¿Pues entonces?
¿Por qué a aquel esperpento, de ojos saltones, se le antojaba absurda la idea que ella le había expuesto?
¡Oh, no! Pese a quien pese, Koti Santistejo se saldrá con la suya. ¡Digo!
¡Sería tan maravilloso! ¡Ser ella marino! ¡Qué felicidad!
El mar la atrae como poderoso imán. Los barcos son su ilusión. El mar, el misterio... Le entusiasma que haya dinamismo en todo.
A grandes zancadas, como un muchacho mal criado, recorre de parte a parte el cuarto de la pensión.
Enciende un cigarrillo, cuya punta pisotea rabiosa. Otro sigue la misma suerte, hasta que el suelo se ve cubierto de largas colillas.
¡Si pudiera ahogar al vejete!
Crispa las manos, posa en ellas sus ojos chispeantes. Son demasiado finas... Sí, ¿y qué?
«La mujer es algo tan delicado y frágil que sería una lástima gastarla en rudos trabajos y áridos estudios. Créame, señorita. Su idea es un absurdo, máxime siendo usted una mujer. Lo que solicita es de todo punto imposible. Esa carrera solo es accesible al género masculino. ¿Cómo pensar otra cosa? ¡Absurdo, absurdo!».
—¡Estúpido! —barbota entre dientes, al encender otro cigarrillo rubio, que muerde sin compasión.
Aún cree estar oyendo la voz atiplada del director de la Escuela de Náutica. No importa. Ella le demostrará que vale cien mil veces más que todos los hombres juntos.
De un formidable salto, déjese caer sobre el lecho. Allí se revuelca como pato en una alberca.
Reniega de los hombres, de su suerte y también más que nada, de los tontos consejos del director de la Escuela.
—Dicen que mi padre era un hombre raro y antojadizo, pero terco en la lucha. Muy bien. Su hija no desmentirá su procedencia.
Dichas estas palabras, métese en el cuarto de baño. Deja que el agua fresquísima caiga como cascada sobre su cuerpo sano y joven. El agradable líquido alivia un tanto sus nervios alterados.
—¡Es una delicia!
Quédase en el baño largo rato, jugando como una chiquilla sin pizca de juicio, ansiosa de algo nuevo que la distraiga. Frótase luego el cuerpo con agua de colonia. Los sedosos cabellos le caen por la espalda, chorreando.
—Si yo pudiera meter un tiro en el «coco» de ese centollo, no dudaría —murmura, al tiempo de vestir un pijama blanco, muy holgado.
Se sienta a medias. Una pierna por encima del brazo de la butaca, otra estirada. Coge una novela. Enciende un cigarrillo, disponiéndose a leer aquella novelita que la tarde anterior compró en el tren.
Sus ojos de maravilla permanecen largo rato presos en las letras de molde. «Es entretenido el librito —piensa—, no está del todo mal».
De pronto, se alza, transfigurado el rostro.
—¿Eh? ¡Ya está, ya está! ¡Es formidable! ¡Ya lo encontré! ¡Ya lo encontré!
Como una tromba va hacia el ropero dispuesta a cambiar el exótico pijama por un vestido de hilo color verde suave.
Aquella escritora es maravillosa. Ha solucionado su problema sin demasiados quebraderos de cabeza.
Ahora verá el langostino de retorcido bigote...
Y silba alegremente mientras se viste con precipitación.
Coge el bolso. Cubre sus hombros con el chaquetón de cuadros y sale a la calle feliz y dinámica, dispuesta a dar principio al arreglo de sus asuntos, aquella misma tarde.
Quieran o no, ella sería marino mercante.
* * *
En esta misma tarde, Koti Santistejo conduce su «auto» azul, en dirección a Madrid.
Su idea es obsesionante, tenaz dispuesta a saltar por encima de todos los obstáculos, pequeños o grandes que se le interpongan.
Huérfana desde muy joven y educada en América, por añadidura, salió de ella algo original y caprichosa, pero era hermosa sobre todo lo imaginable. Fue educada por una tía frívola y despreocupada, amante del placer y el lujo, por lo cual hizo de la frágil y linda criatura una continuación de ella misma.
Un día cualquiera, la extravagante tía se fue a mejor vida, dejando a Koti dueña de sus muchos millones y su persona. A partir de entonces, la muchacha vivió como mariposa inquieta.
Ama el estudio y las emociones. La vida misma, es para ella motivo de diversión. Sus aficiones, pese a su indiscutible femineidad, son marcadamente varoniles. Le gustan los juegos violentos, el agua, las pelotas, los áridos estudios y los deportes por entero.
Su administrador general era bueno, viejo, honrado y cariñoso. Conocía a Koti desde que esta era tamañita. Vivía en Valencia la mayor parte del año, en una villa que en dicha ciudad poseía la extravagante millonaria. Actualmente se encuentra en Madrid, realizando unas gestiones y Koti se encamina en su busca. El pobre hombre, ansioso de tranquilidad, respiraba aliviado cuando la caprichosa le dejaba en paz.
Mas ahora, tal vez, su respiración no fuera tan acompasada como él hubiera deseado.
Koti pisa el acelerador con más fuerza, dispuesta a llegar cuanto antes a presencia de su abogado, administrador y consejero...
¡Pobrecito viejo, lo que le esperaba!
CAPÍTULO II
—PERO, Koti —limpia el sudor de su cabeza calva—. Eso es imposible.
—¿Imposible? —se impacienta, dando una patadita en el suelo—. No hay nada imposible si se hacen las cosas con buena voluntad e inteligencia. Yo deseo la documentación de un hombre. Con ella ingresaré en una Escuela de Náutica como otro muchacho más.
—¡Jesús, hija! ¡Eso es una locura!
—Bueno, ¿y qué? Si es una locura, yo la deseo y basta. ¿Qué te piden por esos papeles un millón? Lo pagas y en paz. En junio ingresaré en la Escuela Náutica de Cádiz.
Don Arturo Landor se leva ambas manos a la cabeza, desorbitando los ojos.
—¡Santo Dios y qué ideas...! Piloto, piloto... ¿Pero estás loca? ¿No piensas en lo que esto puede acarrearte? Vivir constantemente entre hombres, hombres libres y audaces... ¡Imposible, máxime en los tiempos que corremos...!
—Te repito que me saldré con la mía, aunque para ello tenga que hacer lo más extraño. Me vestiré de hombre, me recortaré el cabello, y entraré. Entonces seré otro muchacho más.
—¿No comprendes a lo que te expones?
—A nada. Ya te he dicho que seré otro chico más de los muchos estudiantes de Cádiz.
—Pero no dejarás de ser una mujer, expuesta a los múltiples peligros que esa locura puede acarrearte.
—Dejaré de ser una mujer a partir del momento que salga de tu casa, vestida con un equipo netamente masculino.
Sus labios, un poquito carnosos, se fruncen voluntariosos. Dispuesta a llevar a cabo su amenaza, hace ademán de coger su bolso y largarse apresuradamente. La voz del señor Landor la detiene en seco.
—Bien. Exponme más claro lo que deseas, y veré si puedo arreglarlo. Pero no me hagas responsable de nada. ¡Si eres una chiquilla! —se asusta al concluir.
—Te engañas. Soy una mujer tan mujer como cualquier otra con cuarenta años bien vividos, con la diferencia que los míos son jóvenes, felices y ansiosos de diversión —vuelve haciendo un gracioso mohín.
—Eso es. Ahora has dicho la palabra exacta: diversión. ¡Maldita sea! La diversión os trae locas...
—Es lo más natural. ¿Quieres que nos metamos en una cáscara de nuez para que el sol nos agriete? ¡Mi viejo y queridísimo! —ironiza—. Eso era cuando las mujeres, incansables, hacían punto tras los vidrios de un balcón. Hoy, en pleno siglo XX, eso es enteramente imposible.
—¡Hum! —gruñe, no muy convencido—. ¿Qué es lo que en concreto deseas? —agrega de mala gana.
—Que adquieras, de la forma que sea, unos papeles en regla, y lo demás queda de mi cuenta.
—Haré lo que pueda.
—¡Ah! Ya sabes. Esto es un secreto absoluto. Koti Santistejo morirá tan pronto me entregues esos papeles.
El abogado mueve la cabeza de uno a otro lado, apoyando un dedo en su frente. A la chiquilla le falta un tornillo; de lo contrario sería imposible tanto disparate.
Koti, ajena a los comentarios íntimos del señor Landor, sale a la calle feliz, contentísima. El primer paso ya estaba dado. ¿Los otros? ¡Bah! Eran facilísimos...
Días después, Guy Bermude, enfundado en un traje elegantísimo y cubierta su rojiza cabeza con un flexible de última moda, sube al vagón de primera con aire triunfal y decidido en toda su distinguidísima persona.
CAPÍTULO III
UN grupo de estudiantes se agolpa en torno a Guy Bermude, el cual, brazo en alto, saluda triunfal con las notas obtenidas.
—¿Qué, Guy? ¡Explota, animal! —chilla uno, impaciente.
—Un estupendo sobresaliente, amigos. Os invito a una copa de champaña en el Alpino.
—¿De veras? —inquieren varias voces, incrédulas.
—Y tanto. ¿Qué os creéis, pues? —se burla, echando el sombrero sobre los ojos.
—¿Convidas, Bermude?
Guy da media vuelta, encontrándose con el rostro simpático de Paulino de Melva.
—De eso estábamos hablando.
—¿Dónde va a ser?
—En el Alpino, por la tarde, y a champaña.
Paulino chasquea la lengua, riendo incrédulo.
—¿A quién has robado la «pasta»?
Un coro de carcajadas sigue a la burla de Paulino. Guy se encoge de hombros y enlaza el brazo de Melva, diciendo al tiempo de echar a andar:
—Esta mañana, cuando la faz del sol apenas se vislumbraba en el horizonte, hice un asalto a la casa de Piedad, «la empeñaora»...
Ahora sí que la carcajada es estridente.
Por su parte, Guy y Paulino enfilan la calle Ancha, bajan Eduardo Dato, siguiendo después la calle Columela hasta San Francisco.
—Vamos al His pano a tomar el aperitivo.
Se sientan en la barra, al tiempo que Paulino interroga:
—¿Qué piensas hacer?
—No te entiendo —enarca las cejas.
—Me refiero al verano.
—¡Ah! Pues no sé. Probablemente me quedaré aquí para estudiar de firme.
—¿Sigues pensando en presentarte para setiembre?
—Desde luego. Adoro el mar, deseo verme envuelto en sus espumosas olas.
Ríen los dos. Una muchachas pasan por la acera de enfrente, luciendo ese aire incomparable de salero andaluz. Paulino hace un guiño al saludarlas. Guy sorbe despacio la exquisita manzanilla.
—¿Has visto? —se entusiasma Melva.
Se encoge de hombros.
—No sé a qué te refieres.
—Eres un asno.
—Como quieras.
—¿Pero es que eres de hielo?
—Tal vez —se burla.
—No te atraen en absoluto las mujeres.
—Desde luego que no.
—Si las faldas son encantadoras...
—¿Quién lo duda, amigo? Las hay de vistosos colores, que son una tentación para el bolsillo. Fíjate si no en los incomparables escaparates de la casa de Hermu. Son una maravilla; no tienen rival —ríe irónico.
—Vete al infierno. Siempre sales por la tangente.
Gustavo ríe divertido.
—Mi único amor es el mar —dice, por toda explicación.
—Como tú, adoro el mar. Pero... las mujeres son mi debilidad. Mira, mira qué tipos tan estupendos.
—¡Hum! —gruñe, frunciendo el entrecejo al mirar la calle—. No están mal...
—¿Cómo que no están mal? Di que son guapísimas... —se entusiasma.
—Hombre, pues diles algo —ironiza.
—Ya lo hice, no vayas a creerte...
—¿Y...?
—Aspiran a algo más que a un simple marino.
Ríen juntos, y juntos salen del bar.
Caminan calle San Francisco abajo, enlazados del brazo. Guy mira a las bellas muchachitas con los ojos fríos, impasible. Por el contrario, Paulino desgrana alguno que otro madrigal, más o menos ingenioso.
En el portal de la pensión, se despiden.
—Vendré a buscarte para acompañar a dos hermosas damiselas...
—Bien, bien —ríe Guy—. Te espero.
Subió directo a su habitación. Cerró la puerta tras él, y, cuando se cercioró de su soledad, tiró el sombrero sobre la cama, alisó el cabello rojizo, sacando por último las notas del bolsillo. Las miró atentamente iluminados los ojos grises, abierta la boca en amplia sonrisa.
Era dichoso, o dichosa, mejor dicho. Estaba en vías de alcanzar la suprema aspiración de su vida.
Durante estos tres años, sus estudios en la Escuela de Náutica fueron siempre coronados con unas notas estupendas a fin de curso, y si seguía así y «empollaba» la astronomía, para el próximo setiembre luciría por derecho el uniforme azul galardonado en oro. Estudiaría con ahínco. No marcharía de Cádiz, y aquella habitación le tendría por huésped todo el verano.
* * *
Se separó de sus amigos, cuando paseaba por la Alameda. Sus ojos quietos se posan con más frecuencia en el mar, que en las guapas y gentilísimas mocitas que se mueven incansables a su lado.
Él, indiferente, aparta de ellas los ojos para ir a fijarlos en la soberbia pincelada de policromado colorido que la atrae imperiosamente.
—Desciende al mundo de los mortales, futuro marino —dice una voz melosa a sus espaldas.
—Hola, monada.
—¿Soñabas? —quiere saber Glorita Alberti, apoyándose a su lado.
—Yo no sueño jamás. La realidad es más bella, y a mí me satisface plenamente.
—¿De veras? —intenta coquetear.
—Sin duda alguna. Ahora mismo vivo a tu lado una realidad que no cambiaría por los sueños más maravillosos.
—Muy halagador, pero no te creo, Guy. Mi compañía te es tan indiferente, como un cigarrillo cuando no careces de ellos.
Se revuelve inquieta. ¡Hum! El giro que toma esta conversación le molesta. ¿Por qué las mujeres serán tan tontas?
Protesta sin demasiado entusiasmo, consiguiendo a medias que la coqueta se tranquilice.
A las diez de la noche, la Alameda va quedando poco a poco desierta. Las muchachitas retornan a sus hogares, después de saturarse del olor fragante que las diversas flores despedían generosas. Sus espíritus quedan tonificados al dar fin al cotidiano e indispensable paseíto por la ideal Alameda.
—¿Me acompañas?
Guy sonríe, resignándose una vez más a oír la voz dulzona y la charla insustancial de aquella hija de Eva.
—Encantado, chiquilla.
El suave taconeo de ella sobre el pavimento poníale nervioso, hasta hacer que sus dientes rechinaran rabiosos.
—¿Piensas pasar aquí el verano?
—Pues no sé. Posiblemente, no. ¡Ah!
Le sería de todo punto imposible resistirla un verano entero. Haría cualquier disparate, echándose novia si era preciso, antes de ser el flirt de aquella simple.
Desembocaban en la plaza de Mina, tomando luego la calle San José. Y el pobrecito de Guy sigue implorando, aunque sea a Satanás, para no chillar, echando a correr asqueado, aburrido y desesperado.
Florita se detiene en el portal. Guy suspira al fin, con amplitud.
—Hasta mañana. ¿Te veré en el Náutico? —sonríe melosa, oprimiendo su fina diestra.
—Probablemente, no. No saldré de la pensión en toda la mañana. Estudiaré de firme para tener derecho a lucir en setiembre el uniforme —ríe, burlón.
—¿Entonces, en la Alameda, al anochecer?
—No sé, encanto. Es mejor que lo dejemos al destino... —silabea, ambiguamente.
Así uno y otro día, siempre. ¡Dichosas mujeres! No, lo que es a él le tienen harto, harto, harto.
CAPÍTULO IV
EL calor era achicharrante. El pavimento de las calles despedía un vaho imposible de soportar. Guy llego aquella mañana a la plaza de San Juan de Dios, buscando un poquito de sombra. Miró en torno suyo y pensó que si se sentaba en Novelty el bochorno había de molestarle igual, por lo cual siguió adelante. El bar Cantábrico le pareció más fresco. Fue en derechura a la barra.
Echó el sombrero hacia atrás, aflojó el nudo de la corbata, y pidió un vaso de cerveza helada, al tiempo de sentarse en una alta banqueta.
Apuró la caña de un trago, chasqueó la lengua y encendió un cigarrillo. Luego entregóse a la tarea de observar lo que pasaba a su alrededor.
Unos pescadores gallegos barbotaban algo entre dientes, mientras marcaban las fichas del dominó. Más allá, una pandilla de muchachos hacía mofa de un futbolista. Nada de esto le interesaba. Miró, curioso, a un hombre que entraba. Le vio venir hasta la barra y acodarse a su lado. Vestía pantalón de franela gris, zapatos marrón de doble suela y camisa blanca, arremangada hasta el codo. No usaba corbata y por el cuello abierto dejaba ver un pecho fuerte, moreno y anchote. Parecía un atleta. Fumaba en pipa y el cabello lustrado peinábalo hacia atrás con descuido. El rostro tostado como sus brazos y manos, resaltaba extraordinariamente sobre los dientes blanquísimos, que ahora mordían, rabiosos, la pipa.
Pidió un vermut, cuyo líquido bebió a pequeños sorbos, mientras vaciaba la pipa, dando golpecitos sobre la barra niquelada, sin miramiento alguno.
Guy se dijo que era el primer ejemplar masculino, que merecía la pena de estudiarlo.
Desde luego, el estudiante no dudó en que se trataba de un marino mercante. Guy sintióse feliz. Pensó que todos experimentarían idéntico entusiasmo por la vida y sus derivados. Deseaba gritar y que todos participaran de su alegría. Miró al hombre, que ni una sola vez posó en él los ojos, y dijo a modo de saludo, abierta la boca, en amplia sonrisa:
—Calor, ¿eh?
—¡Hum!
Guy entendió aquel gruñido, pero como deseaba entablar conversación con el fornido marino, habló entusiasmado:
Sin quitar la pipa de los labios, masculló:
—¡Hombre, no diga usted! El calor es asfixiante.
—¿Quién lo duda? Vengo de la Guinea —dijo, por toda explicación.
—¡Ah, ya! Allí será insufrible. Fernando Poo es muy bonito, ¿verdad?
—Como otra parte cualquiera.
—No, no. Eso no puede ser. Los monos y...
El marino le miró aburrido, diciendo con escasa amabilidad:
—¿Se cree, acaso, que los monos andan por la calle?
El modo de interrogar era tan burlón y despectivo, que Guy tuvo que tragar saliva dos veces. Bebió otro vaso de cerveza, que el mozo había colocado a su lado. Encendió un nuevo cigarrillo rubio, diciendo, por último un tanto azorado:
—Claro que no pienso eso. Sería un absurdo. Pero...
—Camarero, ponme otro vermut.
Guy tragó otra vez saliva, pensando que aquel irascible era más difícil de abordar que una plaza bien guardada.
Julio Jarde bebía y fumaba mientras extraía del bolsillo un papel escrito. Guy vio cómo los ojos fríos del hombre se dulcificaban y su boca sonreía imperceptible.
¿Sería de su novia? Tal vez, pensaba Guy, pero en seguida dudó que hubiera una mujer en el planeta que quisiera al rudo marino. No creyó que aquella boca varonil, de trazo firme y duro, supiera abrirse para decir ternezas.
Rio bajito de su ocurrencia. Julio Jarde clavó en él sus ojos coléricos. A Guy le molestó aquella mirada. Cuidado con el estúpido, se dijo fastidiado. ¿No estaban en un lugar público? Pues cada uno podía hacer lo que le viniera en gana, reír si le placía, llorar si ese era su deseo, o saltar si quería.
—¿Qué es lo que tanta gracia le hace?
—¿Es indispensable una respuesta? —se engalló.
Julio se encogió de hombros, volviendo a clavar sus ojos en el papel.
—Usted es marino, ¿no?
—Oiga, «peque» —observó, sin amabilidad alguna—. ¿Me ha tomado a mí como entretenimiento? ¿No tiene otra cosa que hacer? Si le sirve de advertencia, voy a decirle que no tengo absolutamente ninguna gana de charlar. ¿Está claro? —dicho esto, volvió a su lectura.
Al pronto, Guy quedóse desconcertado, sin saber qué decir, más pronto se sobrepuso.
—Creo que estamos en un país civilizado, y entre personas sociables y educadas, es lo más natural que se charle. En cuanto a lo de «peque» absténgase, señor mío, de...
—Oye, oye —rio, burlón—. ¿Es que me amenazas?
—Si lo prefiere, voy a presentarme —habló Guy, haciendo caso omiso de la burla del hombre—. Me llamo Gustavo Bermude, estudio el último de Náutica y espero hacer las prácticas en setiembre.
¡Ya lo había dicho! Respiró tranquilo, olvidando la palabra «peque». Apuró el vaso de cerveza —ya era el tercero— y sacó un cigarrillo que encendió con gesto de suficiencia.
El marino guardó con parsimonia la carta en el bolsillo. Pidió otro vermut, encendió la pipa y miró luego con marcada burla al jovenzuelo.
—¿Aspira a ser marino, eh? —ironizó—. ¿No teme a las olas? ¿Se cree, acaso, que el mar es un vaso de cerveza?
—Sé lo que es el mar, y yo seré un gran marino —responde, con énfasis.
Julio Jarde rio con ruda carcajada. Le miró de reojo, diciendo despectivo:
—¿Lo ha soñado?
—¿Intenta burlarse? Le advierto que...
—No sigas, rapazuelo, que mi paciencia es limitada. —Tras rápida transición continuó—: Todos los niños «bien» —recalcó— estudian ahora esa carrera por pasatiempo, mas luego, cuando se ven en alta mar...; ¡hum! Se repliegan vergonzosos. Todos son unos críos —concluyó, mordaz.
—Oiga usted, señor mío...
Se enderezó en el taburete. Sintió algo que hizo crispar su rostro en mueca de dolor, pero como recordó aquello de «el que algo quiere...», volvió a adquirir la soltura acostumbrada.
—Está usted ofendiéndonos y yo...
—Usted es un «peque», como los demás.
Consideró que aquello ya era intolerable. De un salto se vio en el suelo. Hizo ademan de coger al marino y lanzar un «directo» en la cara burlona, mas Julio Jarde, adivinando los propósitos de Guy le alcanzó por las solapas y le dio dos volteretas como haría con un muñeco.
—Cuidado, amiguito —advirtió—, que estás hablando con un auténtico marino. Sentiría que ese traje tan elegante sufriera desperfectos.
Había hablado sin soltar la pipa. Cuando terminó, pagó la consumición y salió del bar, dejando a Guy aturdido.
Por espacio de varios minutos, no supo qué decir ni qué hacer. Sacudió la rojiza cabellera, hundió bruscamente el flexible sobre ella, pagó y en dos zancadas vióse fuera del bar.
Miró en torno suyo y vio al marino caminar en dirección al muelle Victoria, con paso mesurado, las manos en los bolsillos y la pipa en la boca.
Admiró su gallardía, la vitalidad que de él se desprendía y la apuesta distinción de su cuerpo esbelto y atlético.
En dos saltos lo alcanzó.
—Me gusta usted —dijo jadeante, amoldado su paso al del otro.
Julio se detuvo en seco.
—¿Eh?
—Sí, me gusta usted. Desearía navegar en su buque.
El marino echó a andar de nuevo, encogiéndose de hombros.
—Mi barco no es un orfelinato.
—Por favor, señor. No me dio su nombre.
—¿Para qué, chiquillo?
—Yo no quiero enfadarme de nuevo. Como supongo que es usted capitán, le llamaré así.
Rio divertido el marino. Decididamente, el «niño» se le pegó como una lapa. El «niño» siguió hablando entusiasmado:
—Adoro el mar. Sueño con verme en medio del océano, dentro de un barquito. Es maravilloso, ideal y...
—Y divertido —le atajó, rudo—. Oiga, amiguito ha estudiado la carrera de náutica, como pudo ser la de ingeniero, médico o cura, ¿no?
—Desde luego —le miro, sin entender.
Se detuvo en seco. Se volvió y clavó sus ojos castaños en los asustados de Guy.
—Yo tenía poco más de veinte años cuando cambié el rumbo de mi vida —habló, roncamente—; tenía que ganar dinero para mantener a mi madre viuda y a cinco hermanitos, ¿qué te parece, «rapaz»? Mi estupenda carrera de abogado se volvió humo, y, en cambio, seguí esta porque era más rápida y económica, ¿comprendes? Ten la completa seguridad de que el mar no es un juguete. Son muchas las veces que se sale del puerto con un sol espléndido y un mar tranquilo y se llega a tierra por puro milagro. ¡Cuántas vidas fueron tronchadas en plena juventud! Otros se los traga el agua, ¿has oído? —interrogó, fríamente—. Si yo pudiera librarme de ese mar que tú tanto adoras, no dudaría ni una fracción de segundo.
Sin añadir otra palabra, llegaron a la puerta del muelle. Guy habíase quedado pensativo. Un carabinero les detuvo.
—¿Adónde van ustedes?
El capitán respondió, sin mirarle:
—Soy capitán del Sur.
—¿Y usted?
Julio respondió por él:
—Este es un impertinente que me está dando la lata toda la mañana.
—Capitán. Yo comprendo todo lo que usted me ha dicho —habló Guy, no haciendo caso de la ironía—. Pero adoro el mar y estoy dispuesto a soportar todos los peligros. Déjeme visitar su barco.
—Vamos, muchacho —rio, burlón—. Déjate de tonterías. Es un barco carbonero y vas a manchar tu traje tan elegante.
—No se burle de nuevo, capitán —continuó, chispeantes de rabia los ojos grises.
—Ya te he dicho, chiquillo, lo que es el mar. Será más razonable que cambie el rumbo de tus estudios, como yo un día, por necesidad. Tú, en cambio, lo harás por... porque es lo más acertado. La bata blanca de un laboratorio sentaría mejor a tu fragilidad.
Saludó con un gesto y echó a andar, traspasando las puertas del muelle.
Guy quedóse paralizado. Se miró a sí mismo, miró luego al risueño carabinero. No lo pensó ni un segundo. Con furia echó a correr tras el marinero, mas los fuertes brazos del guardia le detuvieron en seco.
—¡Eh, muchacho! Tú no puedes pasar.
Guy comprendió que le era inútil forcejear. Paróse en seco, puso las manos a modo de bocina, y grito, rabioso:
—¡Capitán, nos veremos en alta mar! Quiera o no, yo haré las prácticas con usted.
Julio Jarde se encogió de hombros y siguió andando, vuelta la cabeza.
Gustavo crispó los puños. Sus ojos fulguraban y su boca se frunció voluntariosa. De un tirón se soltó de los brazos del carabinero y echó a andar en dirección contraria a la del marino.
Se sentó en un banco de Canalejas. Allí permaneció toda la mañana, empollando la astronomía.
No quiso pensar en el inesperado encuentro. Era mejor dejarlo en olvido, hasta que en setiembre saliera agregado... Después... ¡Oh! Entonces sí que el irascible marino, por grado o por fuerza, tendría que admitirle para hacer las prácticas a su lado. ¿Entonces? Guy dejó la interrogante en manos del Destino.
CAPÍTULO V
SACUDIÓ la ceniza, llenó de tabaco la pipa, la encendió y, se acodó en la borda.
En el muelle de El Grao reinaba, como siempre, gran movimiento. Julio no veía —aunque todo lo miraba— las grúas que sin cesar descargaban las cajas de naranjas en la bodega, no veía a los oficiales de a bordo galantear, muy cerca de él, a unas guapas mocitas valencianas, ni veía al inspector charlar con el primer maquinista. Sus ojos clavábanse obstinados en el agua y vio con el pensamiento un rostro de mujer de cabellos blancos, rodeado de cinco jovencitos...
Recordó su niñez. A su padre, gruñón, y a su madre —el ídolo de su vida— siempre taciturna y triste.
Murió su padre, y su madrecita quedose sola, joven y hermosa, con un hijo a quien mantener y por todo recurso para vivir, sus manos de hada.
Pasaron los años como un soplo para el niño feliz, que con su inconsciencia infantil no sabía comprender el sufrimiento de su joven madre. La señora Jarde trabajaba incansable en sus bordados, para mantener al hijito amadísimo y para que estudiase.
Cuando Julio dio fin al Bachillerato, se sublevó en franca rebeldía. Él trabajaría en una oficina para pagar aquellos desvelos que jamás habría de olvidar. La señora Jarde se opuso tenazmente. Expuso razones, nombró ejemplos y fueron tan convincentes, que Julio no tuvo otro remedio que seguir estudiando. Ser abogado era su ilusión.
Contaba Julio quince años y su madre treinta y cinco cuando ocurrió aquel accidente que pudo costarle la vida.
Su abogacía en ciernes quedóse en eso. Sus recursos eran harto escasos y los cinco hermanitos y la madre necesitaban vivir, si no con lujo, sí con holgura y él era ya un hombre, el único de aquella familia. Por lo tanto, él era el llamado a ganar para criar a los hermanitos.
Dejó su carrera adorada y marchó a Bilbao. Estudió con ahínco y un día pudo enseñar a su madre el título de piloto. A los veinticinco años navegaba, como tercer oficial, en un petrolero.
Sacudió la ceniza y miró ante sí. Sonrió satisfecho, contento de sí mismo. Consiguió que su madre no cosiera más y que sus hermanitos vivieran sin demasiada estrechez. Él era feliz pudiendo ayudarles y había conseguido que aquella carrera de marino llegara a agradarle.
Sus aspiraciones se reducían a luchar por los suyos. Vivían en Gijón, esperando siempre ver llegar al vapor Sur al puerto de Musel.
Julio consideró que todos sus anhelos estaban coronados. ¿Para qué quería más? Sonrió abiertamente y fumó con deleite.
—Hola, capitán.
Sobresaltado, se volvió.
El inspector de la compañía sonrióle bonachonamente.
—Hola, señor inspector. ¿Qué hay?
—¿Cuándo salen, capitán?
Julio consultó el reloj de pulsera.
—Al anochecer. Muy cerquita de las nueve y cuarto.
—Harán escala en Cádiz —manifestó el inspector—. Allí recogerán un agregado. Es un muchacho recomendable. Salió este año de la Escuela de Cádiz y según el armador, es muy inteligente. Conviene que le miren bien y le ayuden un poco, ¿eh, capitán?
Julio recordó fugazmente al chiquillo impertinente del bar Cantábrico.
—Maldita la falta que nos hace un «peque» de esos —masculló.
El inspector sonrió, alargando un cigarrillo.
—Gracias. Fumo en pipa.
—Hombre, hay que ser humorístico —observó el señor Lagos—. El chiquillo es listo, y no creo le estorbe.
Se encogió de hombros, al encender de nuevo su inseparable pipa.
—Tal vez no. Pero más me gustaría seguir como ahora.
—Esperemos que no le moleste demasiado, ¿eh?
—Claro que no. Si estoy descontento, le mandaré a paseo y en paz.
—¡Bueno, bueno! Ahí le dejo, capitán. Buen viaje y hasta otro día.
Estrecháronse las manos con simpatía y el capitán quedó solo otra vez. Pensó un poco, terminando por encogerse de hombros.
Le desagradaban las cosas nuevas. Sin embargo, no le quedaba otro recurso que aguantar «mecha». El armador mandaba y él obedecía. ¡Ah! Pero que no esperara el armador que él iba a aguantar pacientemente a un niño tonto y remilgado.
Pensó otra vez en el chico impulsivo. Era simpática la «criatura», pese a sus modales elegantes y afeminados... Le crispaban los nervios esta clase de hombres y aquel «crío» ciertamente que lo era. Consultó el reloj. Las siete. Las grúas habían cesado de descargar cajas a bordo, los oficiales se fueron en compañía de los «niños» y él permanecía allí, acodado en la borda, mirándolo todo y no viendo nada...
CAPÍTULO VI
JULIO Jarde paseábase tranquilamente por cubierta.
—Hacía aproximadamente dos horas que habían atracado al muelle Victoria de Cádiz. El primer oficial y el segundo maquinista habían saltado a tierra, a ver a sus novias. Sonrió escéptico. Lo que es a él, maldita la falta que le hacían «ellas». No le atraían las mujeres, considerábalas a todas cortadas por el mismo patrón, o sea, vacías, insustanciales, coquetas... Decididamente no quería enumerar «cualidades». De lo contrario habría de estar así un mes seguido y no habría terminado aún.
Claro que él ya era un viejo, con alguna que otra cana en las sienes. Se dijo que a los treinta y pico de años, ya se piensa más en la tumba que en este mundo. Hundió las manos en los bolsillos del pantalón azul marino y echó la gorra hacia atrás.
Siguió, incansable, paseando de uno a otro lado.
El marmitón mondaba patatas, sentado en el suelo, frente a la puerta de la cocina. El mayordomo chillaba con las camareras y él seguía impertérrito, midiendo la cubierta a grandes zancadas.
—Un telegrama, capitán —le sonrió el telegrafista, alargando el papelito.
—¿Malas noticias, muchacho? —inquirió, deteniéndose en seco.
—¡Qué va! Claro que..., según se tome. Es un año más que pasa.
—¡Ah, vamos! Ya entiendo. Hoy hace treinta y tres años que mis ojos vieron por primera vez el sol. ¿Te crees que lo había aquel día? —rio, burlón.
El telegrafista sonrió con simpatía haciendo una mueca.
—Probablemente, capitán —dijo, por último. Abrió el telegrama y leyó en voz alta:
«Felicidades, te acompañamos en el día de hoy. Mamá y hermanitos».
Su boca dilatóse en una sonrisa y sus ojos resplandecieron. Miró al telegrafista que a su lado sonreía emocionado y dijo, aspirando fuerte:
—Es una dicha tener alguien que se acuerde de nosotros, ¿no, muchacho?
—Sí, capitán. Nosotros luchamos en el mar y allí en casa tenemos quien rece por nosotros y nos recuerde con cariño. ¿Qué mayor recompensa a nuestros desvelos?
—Bien, bien —estrechó la diestra del chico—, no nos pongamos sentimentales —rio fuerte, para ocultar la emoción.
—Hay que celebrarlo, capitán.
Sin esperar respuesta, Laureano Rodríguez marchó al encuentro de sus compañeros.
Julio sacó el telegrama y lo leyó de nuevo. Sus ojos se humedecieron, limpiándolos de un manotazo, mientras murmuraba:
—Si seré ridículo... Hay que sobreponerse... —Pero aún susurró, dulcemente—: Queridísimos...
—Hola, capitán.
Aquella voz pastosa, muy poco varonil, pero perfectamente educada, hízole volverse en redondo.
—¿Eh? ¿Qué buscas aquí, rapazuelo?
Guy Bermude no se inmutó. Sonrió pícaramente, chispeantes de gozo y travesuras, los ojos grises. Posó la maleta, quitóse el sombrero, limpió el copioso sudor que perlaba su frente, y dijo, por toda explicación:
—A sus órdenes, mi capitán. Soy el agregado que usted espera, sin duda alguna.
Julio se revolvió molesto y furioso. Con aquello sí que no contaba.
—¿Eso piensa, «peque»?
—¿Quién lo duda? —rio, simpáticamente.
—Siento decirte que, desde luego, no. Tú no vendrás en el barco.
Guy crispó los puños, mirando de hito en hito al capitán y barbotando, entre dientes:
—¿Tanto me odia?
—Vete al diablo.
Dio media vuelta, dispuesto a dar por terminada la conversación. Guy comprendió que se le escapaba la mejor oportunidad de su vida y corrió tras él.
—Oiga, capitán. Sea usted razonable.
Julio, seguía caminando, diciéndose, entre dientes: «Es obstinado el muchacho».
Guy tiró de su brazo, haciéndole detener.
—¡Caramba! —se encrespó—. Yo no sé por qué le soy tan antipático. —Tragó saliva, agregando—: Seré su lazarillo si lo desea, pero déjeme hacer las prácticas a su lado.
Julio rio a carcajadas, por la inesperada salida.
—Oye, rapaz. Lo que menos deseo tener es un lazarillo. Gracias a Dios, mis ojos no sufren cataratas. ¡Graciosísimo, graciosísimo!
Rio estrepitosamente, enseñando sus dientes. A Guy le gustó más que nunca y reanudó las súplicas.
El capitán seguía riendo, alocadamente. Tanto reír hizo a Guy enrojecer de ira.
—Tenga usted, esta es mi carta de presentación. Déjese ya de risas, que se le va a relajar la boca y sería una lástima.
—Oye, oye... ¿Cómo te atreves, renacuajo?
—Váyase usted al diablo —masculló Guy, en el paroxismo de su indignación—. Me quedaré aquí, aunque sea de polizón.
—Oye...
—Nada. He dicho que me quedaré y así lo haré.
Cogió su maleta, calóse el sombrero con brusquedad y echó a andar por la cubierta.
Julio, al pronto, quedó desconcertado. Le hizo muchísima gracia la bravura del «crío». Se encogió de hombros y lo dejó hacer.
Dos horas después, vio a Guy charlando tranquilamente con el «tele». Julio se fijó en el traje del rapaz. Era un estupendo uniforme, recién estrenado. El «crío» lo llevaba con desenvoltura y orgullo.
«Es demasiado refinado, pero endiabladamente simpático», pensó, yendo hacia él.
—Buenas tardes, capitán. ¿Qué manda usted? —se burló.
Guy volvióse en redondo, mirando extrañado.
—¿Qué quiere decir?
—Espero sus órdenes.
—Pero, capitán...
—No, el capitán es usted, don Gustavo —ironizó—. ¿No hace usted lo que le da bonitamente la gana? Pues, entonces...
Comprendió Guy al fin y se revolvió inquieto.
—Perdone, capitán —mustió con humildad; humildad que a Jarde no engañaba.
—Puedes quedarte, rebelde. Pero..., ¡ay de ti si no me obedeces en todo! —amenazó.
El rostro de Guy resplandeció de gozo. Alargó la mano y estrechó la otra que se le resistía.
—Gracias, capitán. Seremos inseparables.
—¡Dios me libre! Ya soy viejo para hacer de niñera...
Tres risas se unieron en amplísima carcajada.
* * *
Aquella noche, la oficialidad del Sur, obsequiaba a su capitán con una opípara cena.
Guy creía soñar viendo admirado a los nobles y fuertes marinos charlar en aquel ambiente de camaradería.
—Venga, Gustado. Bebe otra copita del añejo —dijo el capitán, mirándolo, desde le cabecera de la mesa, con burlona sonrisa.
Se le atragantó la mortadela que masticaba y bebió con prisa, temeroso de llamar la atención de aquellos bravos hombres de mar. La cena se prolongó hasta las tres de la madrugada.
Los pobrecitos ojos de Guy pestañeaban, mientras carraspeaba disimulando. Su garganta estaba quemada de tanto fumar. Se asfixiaba en aquel ambiente, llenito de rostros risueños, bocas burlonas y ojos chispeantes.
Guy, espantado, notaba cómo algunos de ellos hablaban más alto que lo razonable. El vinillo había surtido su efecto en aquellos hombres atléticos.
—Vaya debut que has tenido, ¿eh, muchacho?
La voz ronca del capitán le hizo estremecer de pánico. «Mira que si ahora la toma conmigo», pensó, aterrado.
—Es encantador, capitán —rio, irguiéndose audaz—. Yo no sabía que el ser marino nos guardase estas sorpresas.
—No temas, chiquillo, que si vienes por sorpresas, las hallaras a toneladas. ¿Eh, amigos? —rio el primer maquinista.
—Hay que fortalecer esos músculos, Guy —observó el primer oficial.
Guy sintió sobre él todas las miradas. Sonrió de una a otra parte, hasta que sus ojos tropezaron con la irónica mirada del capitán. Queriendo hacer alarde de su virilidad, alzóse con gesto brusco, que él consideró muy de hombre, y solicitó roncamente, como un marino más:
—Con su permiso, capitán.
Alcanzó una botella de manzanilla y vació su líquido en nueve copas. Cada uno cogió la suya. Se pusieron de pie y Guy hablo con desparpajo:
—Señores, brindemos por que nuestra amistad y camaradería se afirme en el futuro.
Se juntaron las copas y Guy bebió la suya de un solo trago. Ahora sí que el capitán rio complacido. Guy era tan varonil como otro cualquiera de sus oficiales.
Guy sintióse abrazado. Casi lo asfixiaron aquellos hercúleos brazos. Sin embargo, reía feliz. Aquellas eran las emociones que él buscaba, además del mar misterioso.
En días sucesivos, estrechó la amistad entre todos los tripulantes. Su charla chispeante y alegre, sus ojos traviesos y su mano generosa atrajeron bien pronto el querer que él ansiaba.
Solamente el capitán seguía resistiéndose a creer en su fortaleza física, pero esto a Guy teníale sin cuidado. Bien pronto se lo haría ver, no con palabras, sino con hechos contundentes.
CAPÍTULO VII
LA carrera de marino era mucho más interesante de lo que él había supuesto.
Soportaba paciente las ironías del fornido capitán y las pullas de los oficiales, los cuales reían burlones al señalar los débiles músculos del marino en ciernes.
Guy, por su parte, hacía lo imposible por demostrarles que era tan fuerte como ellos, llegando casi a conseguirlo.
Una mañana se vieron sorprendidos en el estrecho por fuerte temporal de Levante.
Guy, en mangas de camisa, los cabellos rojizos cayéndole en gruesos mechones sobre los ojos, apoyábase en el puente.
Un marinero llevaba el timón. Guy, más próximo a él, espiaba sus menores ges tos. Vio inquieto cómo el rostro del marinero palidecía intensamente, al tiempo de crispar sus manos sobre la rueda. ¿Qué le sucedía? Aquel hombre padecía del estómago. Guy lo sabía y fue hacia él.
El capitán y los oficiales nada vieron, ya que sus ojos estaban puestos en el mar, que por momentos se encabritaba.
Cuando el muchacho llegó al lado del marinero, ya este caía de bruces al suelo. Rápido como un rayo, alzólo entre sus brazos y gritó, roncamente:
—Capitán, el timonel se ha puesto enfermo.
Todos a una corrieron a él y quitáronle al viejo de los brazos. Guy se fue directo al timón.
Vio desaparecer al capitán y a los oficiales con el viejo marino, sin fijarse en quien, con mano segura, empuñaba el timón.
El viento arreciaba y a Guy le era difícil mantener en orden el mando, más inteligencia y su tesón hicieron que mordiese los labios y crispase las manos sobre la rueda, hasta que dos horas después, el barco navegaba tranquilamente.
Cuando el capitán volvió al puente, miró incrédulo al muchacho.
—Oye, rapaz, ¿qué haces ahí?
—Ya lo vé —sonrió.
—¿Dónde está el marinero que yo mandé aquí?
—No se enfade, capitán. Hice que se volviera. Quería entrenarme.
—¿Cuántas horas hace que estás ahí?
—Tal vez tres o más.
Momentos después, el marinero cogió el mando de manos de Guy. Este sacudió el cabello y bajó tranquilamente del puente. Lo que pensó el capitán no lo supo nunca.
Otro día, Guy, sentado en un barril, oyó hablar a dos maquinistas.
—Alfredo, hay que subir al palo de popa y arreglar esa luz —decía el primer maquinista.
—Ahora hay muchísima marejada. Esperemos que...
Guy no quiso oír más. Dejó la gorra sobre el barril y encaminó sus pasos al palo.
Antes que nadie pudiera impedirlo, ya Guy se encontraba tranquilamente encima del palo.
—Baja, bellaco —chillaba, hasta desgañitarse, el maquinista.
—En cuanto termine —gritó Guy, burlón.
Desde el capitán, hasta el marmitón, contemplaban al «crío» admirados. El barco balanceábase de un modo alarmante.
—Esto es intolerable —barbotaba, congestionado, el maquinista.
Sus protestas fueron contestadas con estridentes carcajadas de los oficiales.
Bajó Guy con toda agilidad. Se plantó ante el enfurecido superior, inclinó su esbelto cuerpo y dijo, humildemente:
—Perdón, don Pedro. Castígueme, si quiere.
—¿Por qué lo has hecho? —rugió furioso, disimulando la risa.
—Cuando salga de este barco, quiero ser tan fuerte y bravo como nuestro capitán.
Este, que lo oía, rio de modo estridente, al tiempo de dar media vuelta, caminando hacia la cámara.
El maquinista rio también, gruñendo:
—Como sigas así, serás más fuerte que Sansón.
Un coro de risas siguió los pasos del oficial de máquinas y Guy fue el blanco de todas las miradas.
A partir de entonces, las burlas murieron por completo. Guy respiró tranquilo.
* * *
Hacía unas horas que habían llegado a Barcelona, cuando se le aproximó el capitán.
—¿Conoces esta ciudad, Guy?
—No, capitán.
—Yo voy a tierra. ¿Quieres acompañarme?
Precisamente esto era lo que Guy esperaba. Rápido se emparejó a su superior, saltando al muelle.
—¿Adónde quieres ir?
—A cualquier parte. —Consultó el reloj de pulsera, y agregó—: Son las doce y cuarto, un poco tarde. Pero en fin...
—Vaya, yo que he creído tener en mi barco un hombre... Presiento que voy a tener que volverme atrás. ¿Vas a consentirlo, Guy?
—No lo entiendo, capitán.
Julio Jarde se detuvo en seco, lo miró y echó a andar de nuevo. Cogió el brazo de Guy e indicó, irónico:
—Un hombre jamás dice que es tarde, ¿comprendes? Menos tratándose de marinos como nosotros, que venimos ansiosos de pisar tierra firme y echar una canita al aire. ¿Pero estás temblando, criatura?
—No, no —se esforzó el reír—. Tal vez será el frío.
—¡No digas disparates, muchacho! Si el calor es asfixiante.
—Sí, sí, claro...
¡Pobre Guy, y qué apuros estaba pasando! Caminaba asustado al lado de aquel hombre, tan hombre, tan alto, tan guapo...
Resumió diciéndose: «¿Y esto a mí, qué?».
Se enderezó. ¡Ay! Algo le dolió como otras muchas veces, pero siguió adelante, no sin pensar, aterrado, en lo que le esperaba.
El capitán había dicho: «Echar una canita al aire». ¿Qué clase de «canita» sería? ¿Adónde lo conduciría?
Desde luego, él tenía que resignarse o decir que se moría de congestión. Pero ¿cómo dejar al capitán solo? No, eso no entraba en sus cálculos.
Pensó que debía gritar, decir algo, hacer algo que impidiera penetrar en aquel edificio que ya veían muy cerca sus ojos desorbitados.
Las luces de un cabaret brillaban ante ellos y el capitán parecía dispuesto a penetrar en aquel local asfixiante, llenito de mujeres llamativas, rebosante de diversión, humo de tabaco y olor a perfumes baratos. «¡Vaya mescolanza!», se dijo Guy, asustado.
Estiró el cuello, enderezó el nudo de la bonita corbata y sacudió el pantalón de corte irreprochable, de un color indefinido.
El capitán rio bajito.
—¿Piensas que vamos a hacer una visita de cumplido?
A Guy le gustaba esta risa un tanto burlona pero irresistible. Miró de soslayo a su capitán y lo encontró guapísimo, turbador con aquel aire tan suyo de abandono. Admiró su bigotito negro y el cabello lustroso, haciendo contraste con sus blanquísimos dientes sobre la piel tostada. Decididamente, el bravo marino era un hombre como él no había visto hasta entonces. Subyugador, esa es la palabra que mejor le cuadraba. ¿Cómo sería aquel bello ejemplar masculino enamorado? ¿Sabría besar bien? ¿Eh? Un estremecimiento le agitó. ¡Qué estúpido se estaba volviendo! ¿Qué le importaba a él esto? ¡Ay, Señor, a qué pensamientos más descabellados lo llevaba el nerviosismo!
Siempre cogidos del brazo, penetraron en el lujoso cabaret. Al ver el aspecto de aquel lugar, Guy detúvose en seco.
—Pero, rapaz —exclamó, molesto—. ¿Eres hombre o mujer?
—¿Eh?
Ahora sí que Guy caminó con audacia, brillantes los ojos de desafío. En aquel momento hasta habría sido capaz de besar a una de aquellas «vampiresas», si lo hubieran apurado. Pensó, lleno de rabia, que aunque tuviera que morirse aquella misma noche de náuseas, él sería tan hombre como el capitán.
Sentáronse y pidió Julio dos whiskys. Guy cerró los ojos y esperó ver arder su garganta.
—Mira al segundo oficial y al «tele» —observó el capitán.
—¿Quiénes son las dos mujeres que los acompañan? ¿No tienen las novias en Cádiz?
—¡Ja, ja! —rio con ganas—. ¿Nunca has tenido novia?
—No.
—En tu vida no has pisado un lugar parecido, ¿eh, rapaz?
De un trago bebió Guy la copa.
—No... Claro que... que... —tosió con toda su alma y carraspeó varias veces—. Claro que no —terminó al fin.
—¿Podrías decirme qué te pasa?
—Este endiablado vino... —se sulfuró.
—¡Estás hecho un buen hombre! Tanta subida de palo, tanta rueda de timón y al final para no saber beber un copa.
—¿Qué no?
No lo pensó ni medio segundo. Cogió la copa de Julio y la apuró de un trago.
«Señor, ¿por qué sería él tan idiota?», pensó furioso, al sentir correr por su garganta la caldera de a bordo bien encendida.
—¡Muy bonito! ¿Y mi copa? —rio Julio, divertido. «No. ¡Lo que es amor propio, sí que hay en este cuerpo frágil!», pensó luego, complacido.
—Su copa la tengo ya en los bolsillos. ¡Y que no quema nada! —chasqueó la lengua.
Rieron juntos, dedicándose a mirar lo que sucedía a su alrededor.
CAPÍTULO VIII
—MIRA, Guy, eso que nos rodea es parte de la vida del marino —dijo el capitán, volviéndose a Guy.
—Tal vez sea así. Mire, capitán, los oficiales vienen hacia aquí —se atragantó— y traen cuatro mujeres.
—Claro, hombre. Son dos amigas...
Guy tragó saliva por tres veces, para decir por último con voz que quería ser segura, pero que, sin embargo, causó la hilaridad del compañero:
—¿No había dicho que íbamos a visitar la ciudad? ¡Vamos, capitán! —casi imploró—. A la luz de la luna estará maravillosa.
—Para una muchacha romántica, tal vez.
Guy se enderezó, bebiendo otra copa.
—Perdone, capitán. He bebido otra vez su copa —se aturulló.
—Ya lo veo —rio abiertamente—. Hoy parece que te has comido todas las guindillas del mayordomo. Si sigues así, tendremos que llevarte entre cuatro a bordo.
Guy sudaba por todos los poros y los malditos oficiales se acercaban cada vez más. «Un terremoto vendría de maravilla», pensó furioso.
—Buenas noches, amigos —saludó el «tele»—. Venimos dispuestos a formar grupo. ¿Hace?
—Claro que sí —habló el capitán, estrechando la mano de la rubia y haciéndole sitio a su lado.
Los oficiales se sentaron al lado de sus compañeras, tan llamativas como la rubia, y Guy se quedó con la última, la más audaz, la más provocativa e inquietante.
—¿Qué vais a beber, guapas? —quiso saber Julio.
—Champaña, Jarde. Para celebrar nuestro feliz encuentro —susurró la melosa rubia, arrimándose mucho al marino.
Guy saltó en la silla, barbotando algo entre dientes.
—¿Qué te pasa, chiquillo? —le preguntaron.
—Na... nada... Claro que... nada.
Pasó la mano por el cabello rojizo, volviéndose molesto.
El capitán no tomó en cuenta su nerviosismo, dedicándose por entero a la rubia mimosa.
La compañera de Guy trató de congraciarse con el nuevo marino, adivinando, a juzgar por su aspecto exterior, una bolsa bien repleta.
Guy bufaba como fiera enjaulada, esquivando las miradas insinuantes de la «linda». Furioso con ella y con todos los mortales, respondía a sus preguntas, sin saber a ciencia cierta lo que decía.
—¿Es la primera vez que vienes a Barcelona?
—No..., sí... Bueno, creo que sí —terminó al fin puestos los ojos coléricos en la pareja de enfrente.
A su entender, los rostros del capitán y de la «otra» estaban muy juntos. Apretóse los puños de impaciencia, cerrando los ojos para no ver.
—¿Quieres que nos vayamos tú y yo solos por ahí?
Guy no oía la proposición. Aquella maldita rubia... «¿Qué tiene que decirle al capitán al oído?», se decía, sintiendo un cosquilleo nervioso por el cuerpo.
—¿Estás en la luna? —inquirió, molesta, su «vampiresa».
—¿Eh? ¿Qué decías? «¡Maldita rubia!», masculló otra vez.
—¿Qué decías? —preguntó ahora su acompañante.
—Nada.
—¿No quieres que salgamos?
—No, no. ¡Qué disparate! Oye —trató de suavizarse—. ¿Hace mucho que tu amiga y Julio Jarde se conocen?
Irma se arrimó mucho a él. Bruscamente, Guy retrocedió asqueado maldiciendo interiormente a todas las mujeres. Se detuvo en seco y dejó que ella enlazara su brazo. ¡Qué apuros, Señor! Lo que es en otra no lo cogen.
—Sí, bastante. Fueron novios mucho tiempo.
—¿Vamos a bailar? —preguntó Guy, casi mordiéndola.
—Encantada.
Enlazó el talle de avispa, haciéndole dar más vueltas que una peonza.
—Chico, qué modo de bailar.
—Es mi costumbre. Vamos al bar.
Apoyóse Guy en la barra y pidió champaña. Irma intentó coquetear, más, «¡bueno está el horno para pasteles!», dijo Guy bebiendo de un trago la copa del espumoso líquido, al igual que si fuese agua corriente.
—¿Quieres quedarte aquí un momento? En seguida estoy contigo —habló, obsequiándola con una de sus mejores sonrisas.
Lejos de sus compañeros, Guy volvía a gozar de todo su aplomo.
—No tardes.
—No.
Directamente, fue al encuentro de un camarero.
—Oye, ven un momento.
—¿Qué desea, señor?
—¿Quieres ganarte quinientas pesetas?
El rostro anchote del camarero iluminóse de codicia.
—¿De qué se trata?
—¿Conoces al capitán y a los oficiales del Sur?
—¿A don Julio? ¡Claro que sí!
—Pues escucha. Si quieres ganarte quinientas pesetas, te acercas a la mesa cuando yo esté sentado con ellos, y dices que llaman del puerto al capitán. Añades que a bordo del Sur se armó un jaleo o que se incendió el buque. Cualquier cosa, con tal de que el capitán se largue de aquí. ¿Quieres las quinientas pesetas?
—¡Pero...!
—No hay pero que valga.
—¿Y si después se descubre?
—Tú dirás que te lo han dicho por teléfono.
—Tengo miedo. El capitán tiene fuertes puños y...
—Te daré mil pesetas, ¿estamos?
—Bueno.
Guy extrajo del bolsillo el fajo de billetes. Entregó uno al camarero y marchó al encuentro de Irma. Sintióse aliviado de un gran peso. Respiró fuerte y se dijo in mente: «Lo que es hoy, la rubita quedará descartada».
Cuando estuvo sentado otra vez a la mesa, el capitán dijo a Guy:
—Tú, muchacho, harás lo que quieras. Yo voy al teatro con María.
Aquello sí que no se lo esperaba. Mandó al infierno a todas las rubias, a todos los camareros y a todos los hombres. ¡Vaya nochecita que estaba pasando! Miró el reloj y dijo, ingenuamente:
—¿Al teatro capitán? ¡Si ya es muy tarde! A esta hora, las cuatro de la madrugada, no hay ningún local de esa índole abierto.
Como no quería ver los ojos furiosos del capitán y la mirada burlona de los oficiales, miró en todas direcciones, buscando algo que vio llegar.
—Hola, señores —saludó el camarero—. Siento tener que estropearles la noche, pero...
«El truco empieza bien», piensa Guy, contento.
—¿Qué pasa? —inquiere el «tele».
—Llaman del puerto diciendo que vayan a bordo inmediatamente. Han encontrado contrabando en el buque Sur, y el lío que se armó allí es de miedo.
—No es posible —se enfureció el capitán ya en pie.
—Eso es escuetamente lo que me han dicho.
—Vamos allá. Voy a ver si escarmientan. ¡Maldita sea! —rugió el capitán, enfurecido.
Las muchachas les acompañaron hasta la calle. Guy siempre al lado de Julio, vio cómo María hacía ademán de besar al capitán, el cual no parecía muy descontento de la idea.
Irma, cansada de la sosera del «rico», habíase quedado dentro del local. Los dos oficiales hablaban en un aparte, y Guy sentíase morir por momentos.
—Oye, ¿es que te has propuesto ser mi mascota?
—Pero, capitán... —intentaba protestar.
—Nada. Vete de mi lado y espéranos a bordo, que yo voy ahora mismito.
Y le guiñó uno de aquellos ojos que a Guy le parecía fantásticos.
Dio dos pasos atrás. Apoyando la espalda en la farola, esperó con todo su cuerpo en tensión.
¡Qué deseos imperiosos de gritar! ¡Ay! El rostro de la bella se acercaba cada vez más al cínico de Julio Jarde. Guy le llamó bruto, animal y... le era imposible aguantarse. Dentro de una milésima de segundo estarían besándose y él, allí, sin impedirlo.
Cuando vio llegar el momento, dio un salto felino y se subió a la farola.
—¡A mí todos! Por favor, cogedlo...
Todo sucedió en un segundo. Encaramado a la farola, el sombrero sobre los ojos y las piernas colgando, el aspecto de Guy era cómico de veras. Todos corrieron hacia él, espantados.
—¡Guy, chiquillo! ¿Qué te sucede? ¿Qué has visto? —preguntó anhelante Julio, ayudándole a bajar.
—Guy, decías que lo cogiéramos. ¿Quién era?
¡Vaya apuro! Guy, arrimándose al capitán con temor, dijo, torpemente:
—No..., no sé lo que era... Era algo, algo así como... —Miró la cara pintada de la rubia. Pensó que aquel rostro tenía semejanza con el hocico de un perro cuando da por terminado un trozo de grasa, y concluyó, sin pensarlo demasiado—: Sí, creo que era un perro rabioso...
—Pero ¿cómo es posible? —se extrañó el marino.
—A lo mejor era un lobo —dijo Guy, tembloroso.
¡Señor y que bien le salía el truco!
—Bueno, muchacho, ahora ya pasó. Vamos a bordo.
Guy no se hizo repetir la orden. Se cogió lindamente del brazo de Julio y tiró de él. «El pobre rapazuelo aún está asustado», pensó el capitán, despidiéndose de la rubia con un «hasta otro día».
Los rostros de los tres marinos reflejaban contrariedad. Solo Guy sonreía, sonreía...
El taxi los dejó en el mismo muelle. Saltaron a bordo y vieron, extrañados, que todo permanecía tranquilo. El guardián paseábase de uno a otro lado de la cubierta, con las manos en los bolsillos y el cigarrillo en los labios.
—Samuel, ¿qué pasó aquí? —inquirió el capitán, echando chispas por los ojos.
—¿Qué pasó, cuándo?
—¿Dónde está el contrabando?
—¿De qué contrabando habla?
—No acabes con mi paciencia, porque te voy a tirar al agua. ¿Dónde están esos canallas?
—Estoy de guardia desde las siete de la tarde. Hice la de un compañero y la mía y puedo asegurarle, capitán, que a bordo no ha sucedido nada anormal.
—¿Entonces? —se volvió a sus compañeros, extrañados como él.
En dos palabras explicó lo que le había dicho el camarero.
—Eso es una burla, capitán —rio, divertido, el guardián—. A bordo no pasó nada, ni hay contrabando tampoco.
—¡Maldito sea! ¿Quién... quién ha sido el gracioso? Recorrió a grandes zancadas la cubierta, con las manos en los bolsillos y la gorra echada hacia atrás.
—Mañana le saco la lengua al bruto ese. Mira que... Con el plan tan formidable que teníamos hoy. Bueno. A dormir, muchachos. Mañana aquel «gallina» cantará de plano.
Retiráronse a descansar, bastante contrariados. Guy comprobaba satisfecho que había triunfado. ¿Y si se descubría? ¡Bah! Él apartaría el peligro del mismo modo que a la rubia importuna.
Dejó el traje sobre una silla y comenzó a vestirse el pijama. Se miró al espejo y sonrió burlón.
—¡Guy! —llamaron desde fuera.
El rostro asustado que le devolvió el cristal, hízole temblar. Miró a todos los lados, buscando algo que en su atolondramiento no hallaba, mientras oía aterrado:
—¿Qué te sucede, Guy? Abre hombre, que me estás asustando.
—Ya voy capitán. Estoy en la cama.
Alcanzó el batín, vistióse apresuradamente, abrochándose hasta el cuello, y abrió al fin.
—¡Vaya! ¿Tienes miedo que te roben?
—No es eso, capitán.
—¿Qué es, entonces?
—¿Qué deseaba? —dijo, por toda explicación.
—Nada. Soy un idiota. Me preocupo por quien no lo merece, eso es todo.
Hizo ademán de marchar, pero Guy lo cogió por el brazo.
—Capitán —musitó, quedamente—. Gracias. El susto ya me ha pasado, pero su cariño hacia mí no lo olvidaré jamás.
Julio Jarde quedóse suspenso. No supo apreciar dónde ni por qué, aquella voz cálida era distinta a otras voces. Cuando intentó saber, ya Guy cerraba la puerta de golpe.
—Vaya muchacho más raro...
Lo dijo en voz alta, caminando hacia su camarote. Pero por mucho que lo intentó, no supo en qué consistía aquella «rareza».
Por su parte, Guy durmió con la sonrisa en los labios.
CAPÍTULO IX
EL camarero se encogió asustado viendo venir hacia él los fuertes puños de Julio Jarde.
—Habla, ya. De lo contrario, te sacaré la lengua.
—Pero, don Julio...
—Nada. Habla. Tú sabes quién fue el que te dio el recadito anoche. Dilo o te...
¡Santo Tomás, y qué puños! El pobre camarero presintió que su rostro se volvería papilla, si no se apresuraba a desembuchar.
—Habla —rugió Julio roncamente, para asustarlo.
—Pues... fue...
—¿Lo ves? Si a mí no se me escapa ni jota. ¿Cuánto te dieron?
Le cogió por las solapas, sacudiéndolo como a un muñeco.
—Fue don Gustavo...
—¿Eh? ¡Eso no es cierto! ¿Con qué fin?
—No lo sé. Me ofreció quinientas pesetas. Y no quise y luego...
—¿Qué? —casi lo ahogó.
—Me dio mil...
—¿Mil, qué? —gritó, incrédulo.
—Mil pesetas. Sacó del bolsillo un fajo de billetes, extrajo uno de ellos y me lo entregó.
No esperó más. Le dio un empujón y salió del local.
No marchó a bordo inmediatamente. Metió las manos en los bolsillos. Encendió la pipa y dispúsose a pensar, mientras paseaba.
Pero ¿quién le dio al chico tanto dinero, como para desprenderse con esa facilidad, de una cantidad semejante? ¿Y con qué fin quiso alejarlos del local? Daba mil vueltas al asunto en la cabeza y no le encontraba solución. Pensó que, lógicamente, no la tenía. El plan era para todos inmejorable. ¿Entonces? ¿Es que a Guy no le gustaba su pareja? Si hubiese sido así, lo más natural era que se hubiese marchado solo y dejara a los demás tranquilos. Pero, no. Este no era el motivo por el cual el muchacho se desprendiera de mil pesetas para sobornar a un empleado. ¿Entonces?
¿De dónde le venía el dinero al chico? ¿Y por qué si era rico lo negaba? No acertaba a comprender. Guy aparentaba ser tan pobre como cualquier marinero de a bordo.
Julio siguió en sus paseos, pensando, sin saber cuál de las múltiples conjeturas hechas era la más acertada. Guy usaba las mejores lociones, vestía estupendos trajes, zapatos de los más caros. ¿Quién le daba el dinero? Y si era suyo, ¿por qué lo ocultaba?
¡Vaya enigma! Por más que se esforzaba, no encontraba el hilo que le llevaría a desenredar la madeja...
Después de mucho meditar, decidió no hablar sobre el asunto. Limitarse a ver y observar era lo más prudente para llegar a la conclusión final.
Se encogió de hombros y marchó hacia el barco, dispuesto a mentir, si era preciso.
Guy le esperaba acodado en la borda. A sus pies vio el capitán un montón de puntas de cigarrillos.
«El “niño” está nervioso», pensó, deteniéndose a su lado.
—¿Ha descubierto algo, capitán?
La mirada de Julio se hizo más mordaz.
—No, muchacho, nada de particular. Dice que le hablaron por teléfono y de ahí no lo sacas. Habrá que interrogar a los hilos telefónicos —concluyó, burlón.
El capitán nada notó en el rostro de Guy. ¿Habría mentido el camarero? Le parecía absurdo pensarlo siquiera. El camarero había dicho la verdad y Guy era un redomado hipócrita.
—Perdóneme, capitán. He sido yo...
Vaya, ahora sí que el «crío» le desconcertaba.
—¿Eh?
—¿Qué quieres decir?
—Yo fui el que sobornó al camarero.
—No es posible —dijo, cada vez más sorprendido.
—Sí, aquella morenita me ponía los nervios de... —Hizo una mueca, continuando—: Por otra parte, me pareció que usted no estaba muy contento con la compañía...
—Calla ya, mamarracho —estalló—. ¿Por qué no te viniste solito? Haber dicho que te dolía aunque fuera el tobillo y en paz. ¡Maldito seas y qué bellaco eres!
—Perdóneme, capitán.
—¡Vete al infierno! Jamás te llevaré a ninguna parte. Eso puedes tenerlo por seguro.
—Bueno —ríe, con picardía—. Ya me las arreglaré para ir de cualquier forma.
—¿Cómo? —dio una vuelta en redondo, fulminándolo con los ojos—. ¿Te atreves a...?
Los ojos grises reían traviesos, y Julio se veía impotente para no reír como él.
Aquel «pintamonas» habíase ganado su simpatía, como nadie consiguiera hasta la fecha.
Guy, sin preocuparse de la presencia de su superior, comenzó a silbar, yendo y viniendo de un lado a otro del puente.
Vestía de uniforme. La cabeza llevábala descubierta y el sol reflejábase en sus cabellos rojizos, muy bien peinados.
El capitán lo miraba fijamente, tratando de descubrir en él algo que le llevara a descifrar el complicado crucigrama. Más solo halló en su «protegido» una belleza nada común. Él poco entendía de hermosuras varoniles. No obstante, para descubrirla en Guy no hacía falta mucho conocimiento en lindezas.
—Oye, Guy —dijo de pronto, haciéndole detener en sus continuos paseos—. ¿Por qué llevas el cabello tan largo?
La pregunta hizo palidecer al muchacho. Con disimulo, le hurtó el rostro y respondió, con aplomo:
—Es moda, y, además, me gusta.
Y siguió tranquilamente con sus paseos.
Un cuarto de hora después Julio quedaba solo en el puerto. Jarde siguió pensando, Guy le había desconcertado. No le habló de las mil pesetas, pero demostraba, con su indiferencia, que aquello teníalo sin cuidado por completo. ¿Y entonces? ¡Uf! ¡Qué lío!
Pasado un rato, consideró que todo aquello carecía de interés. Guy era un muchacho, como otro cualquiera.
Decididamente, el bravo capitán tendría mucho de marino, pero poquísimo de detective.
* * *
Estaban en alta mar, camino de Valencia, cuando Guy, sentado sobre un barril, balanceaba las piernas al tiempo de cantar a media voz en letra inglesa.
No vio cómo Jarde a pocos pasos de él, oíalo atentamente.
Guy terminó aquella canción y comenzó otra en alemán.
«¡Hola! —pensó Julio—. ¿Es que este “crío” no dejará nunca de darme en qué pensar?».
Su pronunciación era perfectísima. En nada se diferenciaba de un natural de aquellos países.
Guy vestía de uniforme y Jarde vio que del bolsillo le asomaba un libro. Le llamó la atención, y lo miró con fijeza. En esto las piernas del muchacho se balancearon más aprisa y el librito cayó al suelo. Despacio se aproximó y lo cogió, metiéndolo sin titubeos en el bolsillo, encaminándose después a su camarote.
«¡Vaya! ¡Un talonario de cheques! ¡Hum!», gruñó. ¿Qué quería decir aquello? No le fue fácil llegar a la conclusión que le pareció más acertada. El chico era rico, pero deseaba por todos los medios ocultarlo. ¿Pero por qué? ¡Vete tú a saber!
Volvió a cubierta. Dejó el talonario donde estaba. Guy seguía impertérrito, balanceando sus piernas y fumando cigarrillos.
—¿Qué haces aquí? —llegó de sorpresa a su lado.
—Buenos días, capitán. Estoy tomando el sol y cantando.
—¿En qué idioma? Yo no te entiendo.
—Sé algo de inglés —dijo, por toda explicación.
Julio pensó que para «algo» ya era bastante.
—Cantabas también otra lengua. Yo el inglés lo entiendo, pero...
—Se equivocaría, sin duda. No sé otro idioma que el inglés y aun ese, chapurreando.
Julio se encogió de hombros. El «niñito» mentía bonitamente.
—¿Qué libro es ese que se ha caído?
Como el rayo, saltó Guy al suelo. Cogió el talonario, metiéndolo rápido en el bolsillo.
—El cuento de La Cenicienta. Me encantan estos libritos. El de Caperucita Roja es mi delirio. Hasta luego, capitán.
—Oye, oye. Ven acá. ¿Quieres explicarte?
—¿Cuándo llegamos a Valencia? —retrocedió hasta situarse ante Julio, mirándolo de frente, sin pestañear.
—¿Quieres...? —comenzó apretando los puños.
—No tengo nada que explicar, capitán —dijo audazmente—. Esto que tengo en el bolsillo —y lo señaló con brusquedad— es mío, muy mío. Por lo tanto, sea el cuento de La Cenicienta o un paquete de cigarrillos, poco importa. Es mío y nada más. A sus órdenes, mi capitán.
Jarde se mordió los labios para no reír. Mostró una cara iracunda y ordenó a Guy.
—Vete de mi lado y que no te vea en un mes seguido. ¿Has oído? ¡Vete, vete!
Lo sujetó por las solapas, lo sacudió bien y luego lo soltó con brusquedad.
—Vete —repitió roncamente.
No abrió la boca el muchachito. Retrocedió unos pasos, yendo a apoyar la espalda en la puerta de la cámara.
Jamás había visto al capitán tan furioso. ¡Qué bruto y qué fuerza tenía! Guy se sintió otra vez zarandeado, yendo pasillo adelante tambaleándose.
Cuando llegó a su camarote, sonrió tristemente. ¡Vaya tipo ridículo! El cabello revuelto, la guerrera desabrochada, la corbata deshecha y la camisa hecha un pingajo.
—¡Pobre la mujer que le toque en suerte!:
Al decir esto muy quedo, cerró los puños y sus ojos centellearon hasta humedecerse.
El capitán en cubierta, se retorcía de risa.
—¿Qué te pasa, Julio? —trataba de saber el primer oficial. Limpióse las lágrimas diciendo entre hipos:
—Asusté de tal forma a Guy, que no vuelve a acercarse a mí.
Rio estrepitosamente y el otro le imitó casi sin saber por qué. La risa del capitán era contagiosa.
Cuando aquella noche las estrellas poblaban el cielo entero, se acodó Guy en la borda. Miró con religiosidad el sublime espectáculo que ofrecía el mar tranquilo, alumbrado tan solo por la media luna. El susurro del agua al chocar con los costados del barco, ponía otra nota poética en aquella noche de ensueño.
Suspiró tenuemente. Anheló con ansia, con fuego, algo que hasta entonces había estado para él olvidado. Se consideró débil, sin voluntad propia para domeñar lo que giraba dentro de él, con exigencias imposibles de conceder.
Tiró el cigarrillo y lo pisoteó con rabia. No vio que muy cerca de él, otro cigarrillo se consumía. Ni oyó unos que pasos cautelosos se aproximaban.
—Guy —musitó a su espalda una voz ronca de emoción.
—Capitán, ¿me perdona? —susurró quedamente.
—Pero, muchacho...
—Era un talonario de cheques, capitán.
La pipa de Julio cayó de su boca, y sus manos posáronse en los frágiles hombros del marino en ciernes.
—Guy, ¿por qué lo has dicho? ¿Por qué?
En la noche tranquilísima, solo se oía el susurro del agua y la respiración de Guy, cada vez más fatigosa. Alzó su cabeza hermosa y sus ojos grises, de chispitas doradas, claváronse audaces en los del capitán.
—Para que usted lo sepa.
Julio vio algo raro en aquella mirada, y molesto bajó los brazos, hasta hundir las manos en los bolsillos del pantalón.
¿Qué era lo que tenía aquel chiquillo que subyugaba? No lo sabía. Comprendía tan solo que lo quería con delirio, como o más que a un hermano, y supo por mucho que hiciera y por mucho que se lo hubiera propuesto, no podría en forma alguna alejarlo de él.
—Vete a la cama, Guy —aconsejó, bajito—. Ya te he perdonado. Será mejor que sepas que yo no estaba enfadado.
—¿No quiere saber por qué ese talonario está en mi bolsillo?
—No. No me interesa. Vete a la cama. Anda, estás temblando.
—Capitán... —suplicó.
—¡Vete, Guy!
Era una voz ronca la que ordenaba y Guy no dudó en obedecerla. Dio las buenas noches y marchó caminando despacio, hacia su camarote.
La cabeza de Julio ardía. ¿Qué poder emanaba del esbelto y guapo agregado?
¡Qué ojos más raros y qué mirada más... más... sí, más desconcertante!
¡Ah! Él sabía llevar un barco a puerto seguro, pero estudiar caracteres y saber entender el mudo lenguaje de... ¿las almas? —pensó que así estaría regular—, lo creía imposible. De psicólogo no tenía ni un adarme.
CAPÍTULO X
SALTÓ a tierra a las tres de la tarde. Llevaba permiso hasta que quisiera.
El capitán, desde cubierta, lo miraba riendo, diciéndole adiós con su mano morena.
—¿Qué miras tan atento, Julio?
—A Guy. No sé qué plan tendrá en Valencia. Me pidió permiso. Mira con qué aire triunfal camina.
—Es algo raro ese chico, ¿no crees?
—¿Por qué? —fingió extrañarse.
—No gana nada, porque esas pesetas no son nada, y fíjate cómo viste. El traje que lleva hoy cuesta más de diez mil pesetas. Eso es tan cierto como que me llamo Roman. Sus zapatos... En fin, todo lo suyo. Días pasados se le cayó la cartera del bolsillo, y quisiera que la vieras. ¡Vaya cartera! De piel de Rusia y el monograma en una esquinita, en oro y piedras. No sé si ese «niño» nos engaña, y no sé el fin que se propone, ya que a nosotros no habría de importarnos que fuese rico o pobre.
—Nada he observado —mintió, sin saber por qué lo hacía—. Es simpático y muy cariñoso.
—Eso, sí. Todos le queremos como algo nuestro. En el próximo viaje, si vamos a Gijón, voy a presentarlo a mi hermana a ver si lo conquista —rio, burlón.
El capitán se revolvió, molesto.
—¡Déjate de tonterías! El chico no piensa en mujeres. Por otra parte, es un chiquillo.
—Y algo afeminado —observó Román.
—¡No digas sandeces! —saltó enojado Julio—. Que sea fino y muy elegante no es motivo para decir tonterías. Recuerda cuando subió al palo de popa y se rio bonitamente del maquinista. Di que era afeminado.
Los dos amigos se miraron, riendo juntos.
—No vaya a ser que reñimos por el «niño pera» —dijo Julio, encendiendo la pipa.
Mientras, el «niño pera» llegaba a Villa Koti, silbando alegremente, bendiciendo a Dios, por ser tan estupendamente bueno y generoso.
—Hola —saludó al jardinero flexible en mano. Deseo ver a don Arturo Landor.
—No está, señor.
—¿Adónde ha ido?
—A Barcelona.
—¿Cuándo ha marchado? —se impacientó.
—¿Quién se ha quedado al cuidado de la finca?
—El mayordomo.
—Por favor, hágalo venir.
Se sentó en un sillón de mimbre, y rio burlón.
¡Qué limpio de nubes estaba el firmamento! El sol, cariñoso, enseñaba su cara feliz, y los pajarillos cantaban gozosos. Todo reía como él mismo, y se sintió satisfecho.
Sacó una cartulina del bolsillo, y escribió apresuradamente una letras en ella. Antes de que pudieran sorprenderlo, volvió a guardársela en el bolsillo.
—¿Qué desea, señor?
De un salto púsose en pie. Miró fijamente el rostro bonachón del leal Braulio. Pensó divertido que algunas personas no sabían para qué tenían los ojos, ya que tan mal uso hacían de ellos.
Extrajo la cartulina del bolsillo, diciendo:
—Soy amigo de Koti Santistejo.
—¿Cómo está la señorita? ¡Cuánto tiempo sin verla! ¡Es tan buena! —se emocionó el buen anciano.
—La señorita Koti se encuentra —recordó que el Sur estaba cargando café y dijo el primer nombre que se le vino a la boca— en Puerto Rico. Ella me dio esta tarjeta para que me dejaran coger el auto.
Momentos después, Guy subía al «cacharrito» de Koti, dispuesto a hacer uso de él toda la tarde.
—Lo traeré a la noche.
—Cuando quiera, señor.
* * *
El capitán y la oficialidad del Sur hallábanse sentados en la terraza de un café, cuando Guy hizo su aparición, conduciendo el coche verde muy claro.
Los oficiales vieron, verdaderamente extrañados, cómo el muchacho saltaba a la acera y subía a la terraza, después de tirar de cualquier manera el flexible sobre el asiento del vehículo.
Ajeno a que eran observados todos sus movimientos, se sentó en una mesita. ¡Uf! ¡Qué calor hacía! Aflojó el nudo de la corbata y pidió una cerveza helada.
—¿Os habéis fijado? —dijo el «tele» abriendo mucho los ojos.
—¿De quién será el «auto»?
—¡Qué pregunta más simple! Pues de él. ¿De quién si no?
—Se conoce que vive en Valencia.
—¡Vaya con el «niño»! —ironizó Román.
Todos se miraron. Y en todos los ojos brilló la misma idea. Se levantaron a una y fueron directos hacia el automóvil.
Cuando Guy estaba más tranquilo, esperando su exquisita cerveza, sintió que le gritaban:
—¡Guy, Guy, nos vamos en tu «cacharrito»!
Se llevó las manos a la cabeza, mientras se ponía de pie de un salto. El disgustado muchachito se desgañitó gritando y los seis oficiales de marina se reían bonitamente, montados en su «auto», el cual emprendió veloz carrera, conducido por las fuertes manos del «tele».
—Llame usted al guardia —le aconsejó una señora.
Guy la miró iracundo, diciendo no muy amablemente:
—Señora, esos oficiales son mis compañeros. ¿Comprende usted?
—¡Ya! Quieren gastarle una broma.
—Eso será. Buenas tardes y gracias por su consejo —casi la mordió.
Pidió otra cerveza. Metió las manos en los bolsillos y se dispuso a esperar con paciencia.
Pasó una hora, dos, tres..., hasta sabe Dios cuántas. Y Guy bebió doce cañas de cerveza. Fumó un paquete de cigarrillos y se desesperó sin resultado.
¡Qué indignación sentía! ¿Adónde abrían ido? Lo que más le dolía de todo era...
¿Estaría el capitán con alguna mujer? ¡Bah! Podría, si lo deseaba besar a un centenar de rubias, que lo que es a él, poco habría de importarle... ¡Maldito sea! ¡Y qué ocurrencia más estúpida había tenido al ir a aquel malhadado café!
Se cansó de esperar. Pagó y salió a la calle. Deambuló por las calles valencianas sin sombrero y con un humor de todos los diablos.
De pronto, sintió un brusco frenazo a su espalda. Antes de que pudiera volverse, unos brazos fuertes lo cogieron y lo llevaron en volandas hasta el automóvil. Chilló hasta desgañitarse, pero la «fiera» que lo tenía bien agarrado lo manejaba a su gusto, mientras los otros, por otra parte, cubrían sus ojos con un grueso pañuelo.
—¡Canallas! —gritó, revolviéndose—. Daré parte a la policía y... Bueno —se suavizó, presintiendo que por aquel camino nada había de adelantar—. Si me dejan libre, les daré quinientas pesetas.
Sintió un murmullo como si estuvieran poniéndose de acuerdo, y una voz de falsete que decía roncamente:
—Eso es muy poco. Danos más y lo pensaremos.
—Mil —ofreció, sin vacilar.
Los brazos que lo tenían sujeto oprimíanse más sobre su cuerpo hasta hacerle daño.
—¡Bruto! Suélteme usted. ¡Me tortura!
—Son pocas mil —oyó decir a la voz ronca.
Guy se volvió sin poder soltarse. El automóvil arrancaba y el muchacho creyó llegado el fin de su vida.
—Les daré cinco mil —ofreció, casi sin aliento.
—¿Las llevas contigo?
—No, pero firmaré un cheque, si me dejan libres los ojos.
—¿No temes que te hagamos firmar un millón, al saber que llevas contigo el talonario de cheques?
El coche corría de un modo casi suicida.
—Son ustedes caballeros y confío en su caballerosidad —mordió con ira burlona.
—Bien —oyó decir siempre a la misma voz—. Somos caballeros, por eso esperamos que tú no lo serás menos y nos des lo que te pidamos.
—¿Cuánto quieren?
—Un millón —dijo la voz, sin vacilación alguna.
—Matadme. Es lo más acertado.
—Primero ofrece tú. Luego pensaremos lo que con tu cuerpo se hace.
—Les doy medio millón y ni un céntimo más.
Un murmullo y unas risitas fueron la contestación que obtuvo. Guy creyó que no se conformaban. Hizo un poderoso esfuerzo y consiguió soltarse a medias de los brazos que lo aprisionaban. Se volvió y dio puntapiés a diestro y siniestro. Oyó gritos ahogados y exclamaciones de júbilo. No se paró a pensarlo. El coche seguía corriendo.
Sintió cómo le cogían por el talle. Se agarró con ansia a los brazos opresores, deseoso de morder. La mano que cogió entre las suyas era... Se mordió los labios con rabia. Habíalo comprendido todo. El solitario que palpaba entre sus dedos era el del capitán... No lo dudó un segundo. Anudó los brazos en torno al cuello de Julio Jarde y dijo con voz de falsete, que los otros no comprendieron:
—Ya me extraña que entre todos estos rufianes no viniera una mujer. Tú lo eres y como presiento que serás la novia del jefe de la banda, voy a cobrarme lo que deben tus secuaces.
Antes que los otros pudieran separarlos, Guy se encontraba besando con rabia los labios de la mujer.
Sintió que el «auto» se detenía en seco. Y un alarido de entusiasmo, extrañeza y locura se extendió por los ámbitos. Unos brazos de atleta le sacudieron furiosos. Se quitó la venda de los ojos y rio triunfante, burlonamente.
—¡Bellaco! —rugió el capitán—. ¿Te has fijado en la bella mujer que has besado?
—¡Ay, mi capitán! —chilló para ocultar la satisfacción—. Ya me parecía que los labios de la «bella» eran demasiado ásperos. ¡Ja, ja!
—¡Animal! —apostrofó el capitán, lleno de ira—. Merecías que te...
Guy no le hizo el menor caso. Era feliz, feliz... ¡Qué formidable locura! Se entusiasmó in mente.
El vehículo se detenía en el muelle. Guy no se preocupó de él y subió tras los otros hasta cubierta.
—¿De dónde sacarás el medio millón? —se burló el «tele».
—Soy rico. ¿Está claro? —retó, ya molesto.
—¿Por qué nos engañaste? —rióse con toda su alma el segundo maquinista.
—¡Porqué me dio la gana! —gritó.
—¿Eh? Mira el «niño». ¡Y cómo se nos ha vuelto de irrespetuoso!
—Oye, Guy —observó Julio—. Otra vez procura no equivocar el sexo cuando te dispongas a besar —añadió, aún pálido.
Guy se encogió de hombros, dejando a los amigos solos.
No podía más, y allí desahogó su hilaridad. ¡Qué feliz era, Señor, pero qué feliz!
CAPÍTULO XI
ERAN las cuatro de la madrugada, cuando el capitán del Sur salía a cubierta, enfundado en el pijama.
No podía dormir. Lo que había sucedido aquella tarde le tenía nervioso, desasosegado e inquieto.
No llegaba a comprender por qué el beso de Guy le puso de esta forma. Aunque nada dijo a sus compañeros, lo pensó, lo meditó y..., ¡nada! No llegaba a la conclusión que a él le parecía más razonable.
Al tener en sus brazos el «crío», notó algo extraño, sí, inaudito.
Apoyóse contra la borda. Encendió la pipa y se dispuso a fumar y a pensar. A pensar, sí, pero no sabía en qué ni cómo. Allí existía un misterio, no sabía cuál, pero que existía, estaba seguro.
Media hora llevaría paseándose de uno a otro lado, cuando sintió un grito agudo. ¿Qué era? Se detuvo en seco. Pensó que era la voz de Guy. En dos zancadas se plantó ante la puerta del camarote del muchachito. Pensó en entrar, pero dudó. ¿Por qué? No lo sabía. Entró al fin, algo temeroso, como si penetrara en un lugar prohibido. Se aproximó al lecho. Guy dormía tranquilo. Sin duda el grito fue a causa de una pesadilla. Encendió la luz y lo miró fijamente.
El muchacho dormía medio ladeado. Los brazos fuera del embozo y los cabellos rojizos revueltos. Julio, despacio, se aproximó más. Clavó los ojos incrédulos en el busto de Guy, que aparecía cubierto por la seda fina del pijama color crema con ribetes marrón. Se quedó helado, parecía de piedra. Pasó sus manos por los ojos como si no pudiera ver bien. ¡Inaudito! Aquella garganta... Quería cerciorarse y levantó la sábana que cubría los pies. Abrió los ojos desmesuradamente y chasqueó la lengua. Aquellos finos tobillos... Tapó de nuevo y miró aquella cara de suave tersura. Ya no dudó. Y se llamó bruto mil veces por haber estado ciego tanto tiempo. No podía apartar la vista del rostro de Guy. Parecía hipnotizado. Sus pupilas tornáronse dulces aquellos labios jugosos que le atraían como algo magnífico. Se sobrepuso. Mientras se enderezaba, pensó, cerrando los puños:
«Está bajo mi protección y seré el primero en respetarlo».
Dio unas vueltas por el camarote. Deseaba hallar algo, algo que le diera la clave de aquel enigma. Con precaución, abrió un cajón de la mesa de trabajo del muchachito. Sacó unos papeles. La documentación de Guy, en regla. ¿Entonces? Siguió buscando y halló algo que por el momento lo dejó paralizado. Era un retrato iluminado de una muchacha, de cabello revuelto de un color... Le pareció claro. Miró ávidamente los ojos grises, luminosos, muy traviesos. La boca un poco grande, de labios gordezuelos, y los dientes blancos, perfectos... La señorita apoyábase en un automóvil, el mismo que ahora estaba detenido en el muelle, pensó Julio. Vestía un chaquetón rojo y una falda bastante estrecha y abierta un poco por los lados.
—¡Vaya mujer! —se dijo el capitán, admirado.
Rio bajito, y miró la cama donde Guy, dormía, ajeno por completo al registro de que era víctima.
Julio no lo dudó ni un segundo, y guardó la fotografía en el bolsillo. Miró de nuevo a Guy, y salió riendo ilusionado.
Ya lo sabía todo, o casi todo, y comprendió muchas cosas, muchas; tantas, que sintió una desilusión, insospechada hasta entonces, penetrarle en el alma.
Recordó el beso de aquella tarde y deseó que Guy se equivocara siempre en lo sucesivo.
Cuando se metió en el lecho sonreía dichoso, iluminado su rostro atractivo por una felicidad nueva, grandiosa...
No durmió en toda la noche, pensando en el plan que había de seguir. Cuando se levantó a las ocho, ya sabía lo que había de hacer. Guardar profundo secreto de todo lo que sabía y alejar a Guy de los peligros hasta... Sonreía..., sonreía...
* * *
El primero en entrar a la cámara aquella mañana fue el capitán. Se sentó a la cabecera de la mesa, y esperó paciente a los demás.
—Muy buenas —saludó Guy, penetrando como una tromba.
—Hola, muchacho. ¿Qué tal has descansado?
—Bien, capitán, muy bien. ¿Y usted?
—Bien, también —mintió.
Aunque deseaba mirarlo, no se atrevía a hacerlo con la atención que él hubiera querido, por temor a hacerse sospechoso.
Guy, con todo descaro, masticaba un trocito de mortadela.
—Si sigues así, vas a dejar a los demás sin entremeses —rio Julio, contentísimo.
—Tengo un apetito feroz —dijo a modo de disculpa, y siguió comiendo—. ¿Cuándo salimos, capitán?
—Esta tarde. Vamos a Cádiz, luego a Gijón. ¿Qué te parece?
—¡Formidable! —se entusiasmó, metiéndose en la boca otro trocito de salchichón.
—Allí tengo a mi familia —manifestó Julio.
—¡Estupendo! ¿Me la presentará, capitán?
Parecía un chiquillo travieso, y Jarde admiró sus ojos reidores. Pensó que sería maravilloso pasar la vida al lado de... un «niño» tan juguetón..., y subyugador...
—Claro que te la presentaré. —Meditó un segundo y agregó pausadamente—: Y a mi novia también.
La loncha de jamón que Guy llevábase a la boca cayó al suelo, junto con un vaso lleno de vino.
—¡Pero muchacho! —gritó Julio, tratando de contener la sonorosísima carcajada que estaba a punto de salir a flote.
Vio palidecer al muchacho, y tragarse tres ruedas de chorizo de un golpe.
—¡Santo Dios, y cómo se va a poner el «tele» cuando vea que le has dejado sin entremeses!
—¡Qué se vaya al infierno! —replicó Guy.
Siguió una pausa por ambas partes. Luego fue Guy el que silabeó, sin alzar la cabeza:
—¿Es guapa su novia, capitán?
—Veras...
La entrada de los otros oficiales dejó la conversación interrumpida.
—Buenos días, señores. ¿Dónde has metido el coche, Guy? Ya no está en el muelle —explicó el primer oficial.
—Me levanté temprano y lo llevé a casa.
—¿Pero tú vives aquí?
—No —mintió con todo aplomo—. Lo tengo en un garaje.
—Nos debes medio millón, Bermude —observó irónico, el segundo oficial.
—Y una explicación a sus patrañas.
—¿Y los entremeses? ¿Quién ha sido el tragón...? ¡Vomítalos, animal! —gritó el telegrafista, viendo que Guy tenía la boca llena.
—¡Habráse visto desfachatez!
Salvador lo cogió por el nudo de la corbata, y lo sacudió bonitamente. Guy hacía esfuerzos por librarse de la ira de aquellas fieras.
—Cuando lleguemos a Gijón, os convidaré a lo que queráis, con tal de que me dejéis vivo.
—¿Y el medio millón? —se burló uno.
—¿Y las patrañas? —vociferó otro.
—¿Por qué, si eres rico, nos has engañado? —inquirió Román.
—¿Y... y...? —rio el capitán con todas sus ganas, pensando en muchas cosas divertidas.
Por fin dejaron al muchacho tranquilo y comenzaron a despachar el almuerzo. Charlaron de mil temas distintos. Guy, con frecuencia, se atragantaba, causando la hilaridad de Julio Jarde.
—¡Vaya hembra, chicos! —entusiasmábase Pedro el tercer oficial, poniendo los ojos en blanco—. Me prometió ser amable y por último pasó la...
—¡Ay! ¡Mi barriga! —gritó Guy, para impedir que el otro siguiera hablando.
—Castiga a ese impertinente, hombre, y déjanos a nosotros tranquilos. Como os decía, pasamos la...
—¡Ay, ay! ¡Yo no puedo más, amigos! Capitán, si usted me lo permite...
—Vete, chico, vete. Y procura pinchar de una vez esa barriga que siempre te duele en los momentos más oportunos —rio burlón, en amplísima carcajada.
Nadie comprendió aquella hilaridad. ¡Cómo disfrutaba! El «peque» pagaba las consecuencias al intentar meterse donde no le llamaban...
La charla siguió su rumbo y el capitán aprobó la ocurrencia de aquel dolor de «barriga». De lo contrario... ¡Santa Catalina! ¡Y de qué cosas se iba a enterar el rapaz!
Terminado el almuerzo, todos se reintegraron a sus respectivos trabajos. Dos horas después, Julio Jarde observaba disimuladamente cómo Guy comía tranquilamente lo que con paciencia le servía el gruñón mayordomo. ¡El dinero de Guy hacía milagros!
CAPÍTULO XII
—¿ES linda su novia?
Julio le vio llegar y sonrió al mirarle. El rostro de Guy, sin él saberlo, demostraba extrema ansiedad.
—No tengo novia —dejó caer despacio, encendiendo la pipa, pero sin dejar de mirar los ojos temerosos del muchacho.
—¿Entonces? —inquirió con anhelo.
—La tuve. Pensaba casarme con ella. Reñimos, y todo terminó.
—¡Ah! ¿Tan fácilmente?
—¿Cómo? ¿Qué querías, pues?
—Cuando se ama de veras, jamás se olvida.
Lo dijo bajito, mirando ante sí con fijeza y una extraña sonrisa en el rostro bello.
Julio sintió que algo muy suave penetraba en su cuerpo y le cosquilleaba dulcemente en la sangre.
—¿Por qué lo dices con esa seguridad? ¿Has amado alguna vez?
—Siempre me he reído de ese sentimiento, tan cacareado y tan vulgar.
—¿Siempre?
Aunque no quería, la pregunta era anhelante.
Guy no se fijó. Siguió en la misma postura, sin moverse. Parecía extasiado, ausente de todo cuanto le rodeaba.
—Siempre, no. Un día, cuando menos lo esperaba, me enamoré yo, como otro mocito cualquiera.
—¿Eres correspondido?
Vio cómo Guy se estremecía. Vio cómo alzaba la cabeza y clavaba en él sus ojos de maravilla, mirándole intensamente.
Luego dijo, como en un eco muy dulce:
—Creo que sería imposible... Bueno, no importa —agregó, sacudiendo la cabeza y con ella el sentimentalismo—. Mi amor es de los imposibles. Viviré con su recuerdo.
—Fácilmente te conformas, muchacho —ironizó Jarde.
—Es el único recurso que me queda.
—¿Cómo? Tú, tan inteligente y audaz, hablas así de...
—No se burle, capitán, y olvidemos lo mío. Cuénteme su fracaso amoroso.
—No lo ha sido —rio bajito, con aquella risa que tanto encantaba a Guy—. Ella era una mujer que no me convenía. Primero tenía mucho dinero, y yo jamás me casaré con una mujer más rica que yo. Segundo, fumaba como un hombre más. Y tercero, era una chica modernísima, vacía, insustancial, muy genial y extravagante. Pero a mí esa clase de mujeres no me interesa.
Tosió Guy varias veces, diciendo atropelladamente:
—¿Cuándo llegamos a Cádiz? En cuanto atraquemos el muelle, saltaré a tierra para comprar el libro de que usted me habló. ¿Dónde me ha dicho que podría hallarlo?
Julio le miró y sonrió, mientras vaciaba la pipa. El librito era, según él, el más necesario para Guy. Claro que el muchachito no lo sabía, ni muchísimo menos.
—En la librería Luz. Es mejor que vayas allí directamente, porque es sitio seguro. Allí encontrarás todo lo que pidas.
—Pues, entonces, decidido. Iré a la librería Luz, compraré el libro y estudiaré de firme. Quisiera examinarme este año.
—Creo que te será imposible.
—Tal vez. ¡Ah! Hasta luego, capitán; tengo algo indispensable que hacer.
En dos zancadas desapareció y Julio rio como él sabía hacerlo. Hasta que se le saltaron las lágrimas.
El libro que había recomendado a Guy era bien distinto a lo que el chico esperaba. Disfrutó pensando en lo divertido que sería cuando Guy tuviera el «librito» en sus manos.
—Verdaderamente, no había mentido al decir que las extravagancias y las genialidades en las mujeres le ponían nervioso.
Pero ¡qué caramba!, presentía que había de tener que rectificar. Y fue feliz al suponer lo que diría Guy al verle casado con una mujer que llevaba también, como él, el uniforme de marino...
Ahora sí que rio divertido y... dichoso como nunca. ¡A qué casos llegaba el amor!
* * *
Encaminó sus pasos a la librería Luz.
Según el capitán, aquel libro le era necesario para sus estudios.
Verdaderamente, él jamás oyó decir que una mujer escribiera sobre temas de náutica. Recordó que... Sí, claro, las mujeres tenían los mismos derechos que los hombres...
Meditó un momento, y se dijo que aquellas ideas que cierto día expusiera Koti Santistejo a don Arturo Landor, ya no se encontraban tan arraigadas en su mente. ¿Sería que había comprendido él o el mundo?
«¡Vete a saber!», pensó, encogiéndose de hombros y enfilando Barrié.
Penetró en la librería. Miró con fijeza en torno suyo. Verdaderamente, el capitán tenía muchísima razón al decir que aquel era tiro fijo. Estupendo local y estupendo libro, se dijo in mente, puestos los ojos en las repletas estanterías.
Se aproximó el dependiente, y preguntó amable:
—¿Deseaba...?
—Deseaba un libro que habla extensamente de náutica.
El muchacho le miró extrañado, al interrogar:
—¿Querrá explicar mejor? Libros de esa índole tenemos muchos, pero no sé a cual de ellos se refiere.
—Es un libro escrito por Laura de Noves.
—¿Cómo...? —le miró interrogante—. ¿Ha dicho por...?
—Laura de Noves —repitió, ya impaciente.
—Tenga la bondad de esperar un momento —le pidió, extrañadísimo, puesto que él nunca oyera semejante disparate—. Llamaré al dueño y él sabrá entenderle mejor —concluyó, sin dejar de mirarlo.
Momentos después, el señor Manzanares hacía la misma pregunta que, en el paroxismo de su extrañeza, había formulado el joven dependiente.
—Pero, señor —se impacientó Guy—. Se trata de un libro...
—De Laura de Noves, y lleva por título: Chiquita en sociedad... —terminó una voz burlona, a su espalda.
La carcajada fue general.
Guy se volvió en redondo, y miró iracundo al capitán, el cual sonreía irónico.
—¡Capitán! —barbotó fríamente, aguantando a duras penas la rabia—. Usted me ha dicho que ese libro era muy necesario para mí, y no veo...
Jamás Julio lo viera sí, y temió haberse extralimitado en la burla.
—Ya verás qué bonito es. ¿Quiere usted hacerme el favor de un ejemplar?
El señor Manzanares empaquetó el librito con sumo cuidado, y se lo entregó a Jarde. Cuando este dio media vuelta, Guy había desaparecido.
—¿Y el chico? —se asustó.
—Se ha marchado —sonrió el dependiente—. Me parece que se enfadó de veras.
—Tal vez. Muchas gracias, señor, y hasta otro día.
El señor Manzanares y su subordinado rieron abiertamente. Mientras ellos hacían sabrosos comentarios, Julio buscaba por todo Cádiz al muchacho.
A las siete de la tarde, llegó a bordo. Respiró tranquilo cuando vio a Guy fumar cigarrillo tras cigarrillo, sentado en «su» barril.
—Guy —llamó quedamente, inclinándose a su oído—, ¿querrás perdonarme?
Saltó del barril, tiró el cigarrillo y lo pisó con rabia. Alzó la cabeza con orgullo y mirólo fríamente.
A Julio le pareció más hermoso que nunca, y tan retraído que le dio miedo.
—Señor Jarde —dijo Guy, sin alterar la voz y pausadamente—. Al salir esta tarde de la librería fui hasta las oficinas de la compañía. He pedido el traslado a otro buque.
Hizo ademán de marchar, pero la mano larga del capitán lo paró en seco.
—¿Por qué lo has hecho? —inquirió roncamente.
—Estoy harto de hacer el indio.
—Te he pedido perdón por la burla de hoy y...
—Yo le he perdonado —murmuró, con voz velada—. Me marcho porque lo deseo. Nadie tiene la culpa de que yo sea tan idiota —concluyó, mordiéndose los labios.
—Guy...
—Buenas noches, señor Jarde —saludó, haciendo de nuevo intención de marcharse.
—¡Tú no te irás! —rugió secamente.
—¿Quién lo va a impedir? —retó—. Me habré ido antes de dos horas.
—¿Y adónde, infeliz? —rio burlón.
Era el remate. Volvió sobre sus pasos. Se acercó mucho a él, y dijo, con los dientes apretados y sin dejar de mirarlo:
—Tengo exactamente veintiún años, y en este tiempo he recorrido el mundo entero. Sé lo que es una noche bajo la luna veneciana. Conozco las brumas de Londres y las claras mañanas parisienses. He corrido por las alegres plazas de Milán. He aspirado con deleite el perfume exquisito de los bellos jardines de Florencia. He visitado miserables casuchas y fastuosos palacios. He dormido en colchones de pluma. He vivido en grandes hoteles y pobres fondas. ¿Comprendes? —continuó, con vehemencia—. No temo al peligro, ni a los hombres. Soy valiente por naturaleza y porque me lo enseñaron. Con dinero se va a cualquier parte, y yo, yo solo, ¿ha oído? —se acercó más a él, fulgurantes los ojos de rabia—, puedo firmar en un cheque por valor de dieciséis millones de pesetas. ¿Lo sabe usted ahora? Ha tenido a bordo de su barco un hombre millonario que se cansó de vivir y deseó probar a ser marino mercante —concluyo, mordiéndose los labios y dando unos pasos atrás, hasta desaparecer.
Julio parecía una estatua. En este momento, único para él, recordó aquellas palabras de la Biblia: «Tienes ojos y no ves, tienes oídos y no oyes».
Jamás creyó que fuera tan apasionado en sus reacciones. En este instante fue cuando Julio Jarde descubrió cómo era el yo íntimo de Guy Bermude. Dentro de aquel cuerpo esbelto, vibraban y se consumían por no poder darle salida, un millón de pasiones contenidas.
Tembló, temía cualquier disparate de aquel chiquillo impulsivo. Corrió como loco, llegando jadeante a la puerta del camarote del muchachito.
—Se marcha, Julio. ¿Qué le has hecho? —apostrofó enojado el primer oficial, con voz enronquecida de emoción.
—Una broma...
—Pues ya ves lo que has hecho con tus bromas —comentó tristemente el segundo maquinista.
Toda la oficialidad estaba detenida en el pasillo. Y en todos los rostros se veía la contrariedad, el enojo y la pena.
Allí, muy adentro, Julio sintió un agradecimiento sin límites hacia los nobles y bravos marinos. Aquella mañana estaba aprendiendo muchas cosas, hasta entonces ignoradas. Los oficiales querían al frágil muchacho, como un día le dijera Román, «como algo nuestro».
—No podemos consentirlo —se desesperó el «tele».
—Hablé con él, y todo es inútil. Dice que aunque le ofrecieran la gloria, no permanecería ni un día más a bordo —comentó Pedro, con voz desfallecida.
—Le pregunté adónde iría, y sonrió enigmático. «A cualquier parte», me respondió extrañamente —murmuró un maquinista.
—¡Pues no se irá! —gritó Julio, palideciendo—. Pronto. Adelantemos la salida. Don Juan, ordene que enciendan, y a la mar. Yo cerraré esta puerta, y el rebelde ese no saldrá de ahí hasta que a mí me dé la gana.
Con furia dio la vuelta a la llave, y ordenó, secamente:
—Todos a sus puestos: ¡Ay de aquel que se atreva a abrir esta puerta!
Cuando Guy quiso salir, le fue imposible. El buque navegaba ya por la bahía, y una voz fuerte dijo desde fuera:
—No saldrás hasta que me plazca. Patalea si quieres.
CAPÍTULO XIII
UNA rabia sorda le dominaba.
Las delicadas manos asían con fuerza sus sienes para impedir aquellos agudos golpes que le enloquecían.
Oía la sirena del buque y el ruido molesto de las máquinas, y esto hacía crecer su cólera hasta hacer que sus labios se atirantaran, dando la sensación de ser dos rayas paralelas. Sus ojos fulguraban, y los paseos por el pequeño camarote hacíanse más rápidos.
Aquella inercia érale insoportable.
Golpeó las puertas con los puños cerrados. ¡Todo era inútil! ¡Oh! Le dolía todo el cuerpo y allí dentro, en el pecho, el corazón golpeábale de un modo alarmante.
Aquella burla fue la más cruel de todas, y haría pagar cara la mofa.
Se habían burlado de él, de él que jamás vio contrariados sus caprichos, y ahora...
Todo el cariño, toda la simpatía que sentía por el capitán, habíase muerto aquella noche, y en su lugar apareció el odio más feroz y apasionante que un corazón ardiente como el suyo podía humanamente soportar.
No quería reflexionar, o, tal vez, no supiera hacerlo. Se juró a sí mismo vengarse, aunque para ello destrozara su propia vida.
—¿Podrás? —burlóse una voz misteriosa, a su oído.
—¡Podré! —se oyó decir, en voz alta.
—Ahonda en tu corazón y verás lo que te responde —continuó la vocecilla, irónica.
—¡Le odio!
—¡No!
—¡Sí! —gritó, indignado. ¡No quería oír! ¡No quería!
Apago la luz. Todo le molestaba. El susurro del mar, las voces lejanas de los marineros y la voz de él, que ordenaba secamente.
Le vio con la imaginación, erguido en el puente. La pipa inseparable en los labios y los ojos fríos, que ante nada se ablandaban; no obstante, él sabía que aquellas pupilas, si lo querían, miraban dulcemente... La gorra de marino sobre la frente y el cuerpo elegante y bello...
Se acurrucó en la cama sin haberse desvestido previamente. Y se tuvo compasión de sí mismo.
¡Qué lejos estaba todo! Se acordó amargamente de aquella mañana en que subió al tren que había de conducirle a una vida desconocida hasta entonces, pero que, sin embargo, ansiaba con todas las potencias de su ser. Entonces sus ojos sonreían al mundo con desafío, y en su corazón juntábanse en extraña mescolanza un montón de anhelos, dulce esperanzas e intensas pasiones.
¡Qué cerca y qué lejos!
¿Pero, es posible que en tan poco tiempo cambie una persona? Él ya no tenía ni anhelos ni deseos, ni esperanzas. Solo quería morir, desaparecer para siempre y hundir en un rincón ignorado su dolor, su fracaso y su vergüenza.
Estaba avergonzado. Habíase reído del amor, del matrimonio, de los hijos sanos y fuertes y de las palabras dulces en un hogar comprendido. Y sentía vergüenza de sí mismo, por haber sido tan bruto, mezquino e ignorante.
Quisiera arrancarse el corazón, limpiarlo, estrujarlo en sus manos, y dejarlo limpio y fresco al colocarlo de nuevo en su sitio. Y entonces sonreiría otra vez a la vida con audacia, como antes había hecho, y así, tal vez, fuera feliz...
¿Lo sería? Sonrió con tristeza, dilatada la boca en amarga mueca. Ya no lo sería, puesto que en él todo era nuevo, y por mucho que hiciera y por mucho que se lo hubiera propuesto, no conseguiría olvidar aquella sensación tan dulce que hacía temblar su cuerpo y fundirse en transportes de intensa ternura su corazón ya entregado...
¡La burla, la rabia, el odio! Cuán vacías le resultaban estas palabras cuando algo más fuerte que lo que representaba reinaba dentro de él, gritando imperioso por la posesión de ese algo que le pertenecía, puesto que lo había ganado...
¡Qué tonto se estaba volviendo! ¡Ganado! ¿Pero había alguien capaz de haberse ganado aquel corazón de hombre?
No quiso pensar. No podía. Se desesperaba, y llegaría a gritar, a volverse loco.
¿Pero era esto el amor? ¿Y no era dulce? ¿Y no era grande? Sí que lo era. Sin embargo, para él estaba vedado, puesto que una tarde, cuatro años antes lo había descartado y despreciado, alejándolo para siempre de su vida en flor.
* * *
«Debes ir», decíale una voz susurrante. Sacudió la cabeza, cerrando los puños con cólera mal reprimida.
Paseábase por el puente como fiera enjaulada, pálido el rostro, golpeándole el corazón con los locos latidos.
Se detuvo en seco. Miró la luna, como interrogándola. ¡Qué estúpido era! Se había enamorado. Amaba locamente, apasionadamente, frenéticamente. Era feliz, amando de esta forma, única manera que él sabía hacerlo.
Sonrió escéptico, llamándose ridículo. A sus años y con la experiencia de la vida adquirida al correr el tiempo y con el trato constante de gentes nuevas, extrañas, malas y buenas, fue a caer como un incauto en lugar prohibido, tal vez.
—¿Y qué esperaba de esta loca pasión? Nada, estaba seguro. Él era hombre rudo, acostumbrado a mandar a un puñado de hombres más o menos dóciles. Pero ¿qué sabía él de una mujer delicada, ni de un corazón femenino? En absoluto, nada.
Sonrió amargamente, pensando en aquello jamás presentido.
Se dijo con rabia que toda su tranquilidad había desaparecido al llegar aquel muchachillo a bordo. Por algo, él no deseaba su presencia ni su proximidad que des de un principio le subyugó sin poder comprender el motivo hasta ahora, cuando ya era tarde.
¿Por qué? ¿Por qué había hecho aquella comedia, que trastornó su vida? Un capricho, tal vez una apuesta entre amigas, o quizá el ansia, como él mismo le había dicho, de conocer lo que hasta entonces no le proporcionaron los millones, y como estos eran muchos y su fantasía más, solo tuvo que decir «quiero» y coger en sus manos el instrumento que había de quitar el sosiego a un hombre feliz y tranquilo, que lo era mucho con lo que tenía, sin aspirar a más.
Sintió rabia, rencor brutal hacia el chiquillo.
Un mundo de encontradas sensaciones bullía en el corazón ardiente de Julio Jarde, en aquel corazón que hasta entonces permaneciera dormido y al despertar, hacía que todo él vibrara de deseos y anhelos desconocidos, presentidos y esperados. Sus ojos fulguraron. Su cuerpo de atleta tembló y temió por ambos y... se temía a sí mismo.
Era la primera vez que amaba, la primera que se sintió estremecer, ante la proximidad de una mujer. Él la quería, y Guy se burlaba.
Se revolvió como un pez. Y con fuerza brutal tiró la pipa encendida al agua. La miró y vio cómo desaparecía entre las aguas turbias. Parecía que se burlaba viendo su desesperación y su amor.
—Jamás volveré a fumar en pipa —rugió, con ira.
Le era imposible permanecer inactivo; todo él palpitaba de amor, y no se detuvo...
No se paró ni a meditar. Ni supo comprender que iba a matar lo que pudiera haber quedado de bueno en el corazón femenino, confiado a su caballerosidad.
CAPÍTULO XIV
ERAN doce de la noche cuando la puerta del camarote de Guy fue abierta por la mano enérgica del capitán.
La luz permanecía apagada, y Julio detúvose en el umbral. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, brillaban extrañamente. Vio a Guy levantarse del lecho de un ágil salto, y apoyar luego la espalda en el mamparo.
Se miraron con fijeza, sin pestañear. Los ojos grises de Guy suplicaban calladamente. Sabíase a merced de aquel hombre, y supo leer en su mirada la pasión o el bajo deseo que encerraba toda una ofensa para su dignidad.
Por su parte, Jarde leyó con claridad transparente lo que aquella mirada de reproche y temor decía en mudo lenguaje.
Cerró la puerta. Adelantó unos pasos hasta situarse ante él.
Tuvo pena de los dos, y poquito a poco fue ahogando su loco deseo de vengar en el muchachito inocente los dolores que él estaba pasando.
—Guy —llamó, como un susurro.
—¡Váyase! —musitó, casi sin voz—. Váyase. No desembarcaré en Cádiz, pero lo haré en Gijón. Cualquier parte me es igual, en ninguna y en todas tengo mi hogar...
—¡Chiquillo! —le cogió por los hombros, y lo oprimió muy fuerte sobre su pecho—. No me desesperes más y óyeme. Si tú te marchas de mi lado, no responderé de mi vida. Te quiero tanto, rapazuelo, que...
—Suélteme —tembló visiblemente.
—Mírame.
—¡No! —se negó. Sabía que si lo hacía, leería en sus ojos lo que desmentían sus palabras.
—Prométeme que no te irás. Prométeme —imploró, posando su boca ardorosa en el cabello rojizo— que serás para mí como siempre; prométeme que...
—¡Suélteme!
Se arrancó de sus brazos y apoyó su espalda en un mueble. Todo él temblaba. Sus ojos brillaban y su boca entreabierta dejaba ver la nitidez de los dientes, cuya blancura resaltaba más a causa de la oscuridad en que estaban envueltos. Su respiración era jadeante, y en aquellos momentos decía bien a las claras quién se escondía bajo aquel traje masculino. Julio le miró apasionadamente, y cerró los ojos. Temblaba por «él» y por él...
Fue retrocediendo hasta la puerta sin abrir los ojos. Quería ser fuerte. Deseaba imperiosamente matar lo que vivía en él de salvaje. Llamóse canalla y renegó de sus bajos pensamientos y sus pocos limpios deseos.
Detúvose en la puerta, y suplicó una vez más:
—Guy, prométeme...
—Nada, Julio —era la primera vez que así le llamaba—, porque no sé si podré cumplirlo..., ahora menos que nunca...
—Guy, sé muchas cosas...
—¡No me lo diga! —gritó en un gemido—. Guárdeselas todas y... y... váyase...
—¡Guy!
—¡Váyase! ¡Por el amor de Dios, váyase...! Recuerde que es usted un caballero y que yo soy... otro «caballero» —concluyó en un murmullo, haciendo hincapié en la última frase.
—Voy a marcharme, pero antes te haré una última súplica —musitó, sin mover los pies—. ¿Recordarás que aquella «mujer» que tú amas te corresponde con..., sí, con fuego? Esa «mujer» te ama locamente y no le importa nada que no sea hacerte por entero suyo para siempre. —Se inclinó hacia delante, y continuó, vehemente—: Esa «mujer» tiene tu fotografía, pero no como eres ahora, sino otra, otra donde te muestras tal cual eres, ¿comprendes? Y te adora, Guy. Le has subyugado y matarás en «ella» todas las ansias de vivir, si la abandonas.
Estaban muy alejados uno del otro, y Julio no vio la palidez cadavérica del rostro de su interlocutor. Solo sintió un gemido, y la voz desfallecida, que suplicaba:
—¡Váyase, capitán, váyase!
—¿Has oído lo que te he dicho? —insistió, con anhelo.
—Sí.
—¿Me has comprendido?
—Temo que sí...
—¿Por qué lo temes?
—¡Váyase! Lo recordaré todo y...
—¿Ya no amas a esa «mujer»?
—Le dije un día que ese amor moriría conmigo. ¡Yo no sé amar! —suspiró, levemente.
—Pero ahora ya no tiene razón de morir contigo, puesto que yo te digo que te ama más, mucho más de lo que tú supones.
—¡Váyase! —gritó, ya en el paroxismo de sus esfuerzos por contenerse.
Julio no supo decir jamás, cómo ocurrió aquello. ¿Fue un loco deseo de demostrarle lo que era para él? ¿Un imperioso anhelo nunca satisfecho hasta entonces? Pudo ser también el mismo amor que ordenaba. No supo precisar; solo comprendió que si no lo hacía, la perdería para siempre.
Dio dos pasos y se encontró con Guy muy apretado entre sus brazos.
Este se revolvió con furia, mientras su boca seca, imploraba:
—Suélteme. Recuerde el respeto que me debe. ¡Por favor!
—Te quiero...
Sintió el cálido aliento de Jarde en su rostro. Se horrorizó, y gritó anhelante:
—¡Por su madre! Por lo que más quiera, déjeme usted... Pero comprendió que todo era inútil, y quedóse rígido esperando valiente lo que hubiese de vivir.
Julio le miró con fuego y le besó en los ojos, con frenesí. Buscó su boca que no se le hurtaba, y la encontró fría, hermética, dándole la sensación de ser una losa sepulcral. La apretó, sus cuerpos muy juntos, sus labios en uno. Con una mano le quitó la corbata, dejando al descubierto la suave y blanca garganta. Sus ojos fulguraban, y dijo al tiempo de posar los labios trémulos en ella:
—Así te quiere esa «mujer».
Los brazos de Guy, acostumbrados al deporte y los rudos ejercicios, se alargaron. Hizo un esfuerzo inaudito, y sus manos apretaron fuerte el cuello de Jarde. Fue un segundo, pero suficiente para que este reaccionara. Sus brazos cayeron a lo largo del cuerpo. Mordió los labios y oyó, rígido su cuerpo y los ojos sin expresión alguna, las palabras de reproche que había merecido.
—¡Canalla! —despreció Guy, con los dientes apretados—. Esa clase de amor no lo quiero. Le desprecio a usted.
El capitán retrocedió hacia la puerta. La abrió despacio, y susurró, con voz velada:
—Perdón. Merezco su desprecio. Yo mismo me odio. Apoyóse tembloroso sobre la puerta, y miró a Guy. Vio brillar sus ojos grises y vio también sus cabellos revueltos, la camisa medio desabrochada y todo él vibrante de rabia. Supo leer la expresión extraña de aquella mirada que se clavaba en él como un dardo.
En un momento comprendió avergonzado toda su bajeza, y salió del camarote sabiendo ya que el resto de su vida sería un martirio. En un segundo había destruido la obra que el Destino hiciera en unos meses.
Cuando la puerta del camarote se cerró tras él, Guy susurró entre lágrimas:
—¡Bruto! Eres tan salvaje como pretencioso y despreciable, pero yo te quiero de todas formas. ¡Será mi castigo!
* * *
A la seis de la mañana, el guardián notó la falta de la lancha motora. Dio el grito de alarma, pero ya era tarde.
Julio Jarde corrió al camarote de Guy, y lo encontró vacío. Tras él penetraron todos los oficiales. Sus rostros ansiosos denotaban a las claras lo que presentían.
—¿Se ha ido?
—Sí —musitó Julio, desplomándose sobre la cama intacta del muchachito.
—¡Julio...! —gritó emocionado Román—. ¿Estás llorando?
—Dejadme, dejadme... —suplicó roncamente, escondiendo el rostro entre las manos.
—Pero...
—Guy se fue porque soy un canalla —dijo, sin moverse ni enseñar el rostro—. Guy no era lo que vosotros creíais. Yo lo supe el día que me besó en el coche, ¿oís?, —alzando el rostro donde los ojos brillaban húmedos—. Guy era una mujer.
—¡No! —negaron seis voces a un tiempo.
—Sí. No sé el motivo que pudo haber tenido para adoptar una personalidad que no era la suya. Estoy seguro de que es una mujer y yo la amo.
—¡Pero eso es imposible! —se extrañó el «tele».
—Mil detalles os lo hubieran dicho si la observarais como yo lo he hecho.
—Sí, desde luego —convino el primer oficial—. Pero eso es una locura.
—Sí —musitó Julio Jarde—, una locura, pero deliciosa. Esa locura hizo que yo llegara a querer con delirio, como jamás supuse que pudiera quererse. —Extrajo la fotografía del bolsillo y la mostró a todos—. Esa muchachita ideal es Guy Bermude...
—Pero... ¡vaya mujer! —chasqueó la lengua Pedro, el admirador del bello sexo.
—¿Dónde estará, Dios santo? —imploró Julio, oprimiéndose las sienes con sus manos temblorosas.
—Podemos volver a Cádiz.
—Es imposible. Tendríamos que decir el motivo y eso es de todo punto inadmisible. Lo que os he dicho aquí, guardadlo siempre. Estoy seguro que Guy Bermude murió esta noche para nosotros. Si algún día le vemos de nuevo, será una mujer llena de millones e indiferencia.
—¿Estás seguro de que es millonaria?
—Completamente; tiene nada menos que dieciséis millones.
—¿Qué dices? —se extrañaron todos a una.
—Sí, tal vez fuera esta otra de sus excentricidades de millonaria. No sabía qué hacer y deseó vivir una temporadita con los hombres.
—Pero ella ha tenido que estudiar como uno de nosotros.
—Desde luego. Los millones hacen milagros y este fue uno de ellos. Engaño a todos, profesores, amigos, y por último a nosotros, los más inocentes. Muchachos —se irguió, hermético el bello rostro—, olvidémonos de Guy, y que tenga buen viaje. La suerte fue inmejorable, y pudo llegar muy bien a Sevilla. A estas horas se reirá bonitamente de todos nosotros —terminó sordamente, con un nudo de pena en la voz que quería ser fría y enérgica. ¡Pero qué lejos estaba de parecerles así a sus compañeros!
En días sucesivos, no volvió a hablarse de Guy. Este había muerto para aquellos hombres nobles y honrados por demás, que considerábanse burlados.
Pese a ello, todos sabían que en el corazón del joven capitán ya no reinaría jamás otra mujer que aquella, que tan mal había sabido pagar sus desvelos...
Pero Julio Jarde callaba avergonzado. Sabía que merecía el desprecio y el olvido, y supo tan bien reconocerlo, que prohibió censuras de la conducta de «él».
No habló de lo sucedido aquella noche. ¿Cómo hacerlo? Le era imposible, puesto que se despreciaba a sí mismo.
Meses después, tomó el mando del mejor transatlántico de la compañía.
Fue para él una satisfacción, ya que el Media Luna recorría el mundo entero, y eso hacíale olvidar sus propias amarguras. Y así pasaron dos años, en los cuales supo Julio Jarde que la chalupa fue entregada a la Comandancia de Marina de Sevilla, por un muchachito distinguido.
Después, Julio vivió amargado; Guy Bermude no dio señales de vida. Como dijera a sus oficiales, el «chiquillo» había muerto para ellos.
CAPÍTULO XV
CINCO días hacía que el transatlántico Media Luna navegaba con rumbo a España.
Los elegantes pasajeros sentábanse en cubierta, en cómodas sillas extensibles, ansiosos de tomar el sol de que estaban tan necesitados.
En la piscina se zambullía sin cesar la moderna juventud. En el salón de fumar, en el de lectura, en el bar y en las amplias plataformas, veíanse los pasajeros ocupados en aquello que más les entretenía.
Julio Jarde —capitán de aquella hermosa mole blanca— sentóse en un lugar apartado. Encendió un cigarrillo, entreteniéndose en contemplar las ascendentes espirales de humo, cuando oyó una voz pastosa, deliciosamente femenina, que preguntaba por él.
No se movió. Si algo querían de él, que lo buscaran allí.
—¿Qué queréis del capitán? —oyó decir a una voz de hombre.
—Pedirle un favor.
—¿Y para ello vais nada menos que cuatro?
—Ayúdame, James —solicitó una vocecilla gangosa—; queremos hacer un baile de trajes.
—¿Y creéis...? Vamos, nenitas, desechad esa idea. El capitán es mucho capitán, y no os lo va a consentir.
—¿Por qué no? —oyó que interrogaba con audacia, la voz pastosa.
—Porque no, y creo que es suficiente.
Julio Jarde reconoció en la voz masculina al financiero James Gladsworthy.
—Koti cumple mañana veintitrés años, y queremos celebrarlo.
—Si tú no nos ayudas, iremos solas.
—Koti ha dicho que se lo pediría ella.
—Y lo haré.
Jarde ya supo cómo se llamaba la mujer de la voz pastosa. Rio burlón, diciendo que tenía nombre de gato.
—No os atenderá —profetizó James, con burla.
—Eso lo veremos. Koti le mirará lánguidamente y ya el pobrecillo estará derretido...
Siguió una gran carcajada, que puso las mejillas de Jarde pálidas de coraje.
¡Qué estúpidas criaturas! Estaba seguro que todas llevarían por nombre ridículos diminutos, como Totó, Pirula, Mochito... ¡Qué asco! Y se proponían camelarle, si no con palabras, con gestos idiotas y coqueteos descarados.
Su indignación creció al punto cuando oyó a la llamada Koti, la cual llevaba la voz cantante.
—¡Cómo no vamos a pedirle nada regalado, no veo el porqué de su obstinación! Pagaremos un millón si es preciso, pero no tendrá más remedio que dejar que hagamos lo que nos dé la gana.
El capitán rugió, al ponerse de un salto en pie.
Quiso conocer a la descarada, aunque ya se la imaginaba: cabello teñido de un rubio chillón, ojos pintarrajeados y boca provocativa, ¡uf, qué asco!
Dio la vuelta, y salió al pasillo de la derecha para volver sobre sus pasos y encontrárselas de frente.
Las vio de espaldas, discutiendo aún con James, el cual marchóse riendo.
Se acodó en la borda, el cigarrillo en los labios y la gorra blanca, calada hasta los ojos.
Oyó cómo preguntaba a un oficial por el capitán. Luego, los pasos se acercaban.
—Buenos días, capitán —saludó la voz pastosa, a su espalda. Al oírla ahora tan cerca y decir de aquella forma tan particular «capitán», hizo que todo él se estremeciera.
Se volvió despacio, temeroso de encontrarse con aquel algo tan doloroso.
Alice de Margan, Monory, Martha y Koti Santistejo no se fijaron en la clase de hombre que tenían delante, ni vieron su juventud, ni su hermosura viril, ni siquiera el gesto de pena al mirar a Koti, ni la crispación de las nobles facciones. Ellas iban a lo suyo, y Koti habló, sin prestarle ninguna atención:
—Señor capitán, deseamos pedirle un favor. ¿Será usted amable?
Jarde la miró fijamente. Quiso saciar en un segundo lo que durante años se vio imposibilitado de hacer.
La vio... como jamás había soñado. Nunca pensó que Guy pudiera ser aquella hermosa maravilla inigualable que tenía ante él y no lo reconocía, gracias a la gorra calada que impedía ver más allá de su boca y un poquillo de la bien trazada nariz.
Estremecido de pasión, miró los ojos, el cabello rojizo, largo y sedoso, la boca sensual y los ojos grises, luminosos... El cutis tostado por el sol y... y toda ella palpitante de juventud y hermosura.
Tenía que dominarse; de lo contrario, daría un espectáculo, y sería ridículo en un hombre como él, sereno y ecuánime —así era juzgado—. ¡Pobres gentes, que engañadas estaban! Su corazón era un volcán y... todo él era pasión y fuego...
Se repuso, no obstante.
Quiso que ella le reconociera y deseó imperiosamente estudiar su reacción.
Quitóse la gorra. Echó luego el cabello hacia atrás. En las sienes veíanse algunas hebras plateadas que le hacían más interesante.
—Díganme, señoritas, en qué puedo servirles —interrogó amablemente.
Vio que Koti Santistejo apretaba los labios, cerrando por un segundo sus ojos. Solo esto. Nada más pudo apreciar. Luego, los abrió, sonriendo fríamente, y dijo, con aquella voz tan pastosísima:
—Deseábamos organizar un baile de trajes, capi...
Enmudeció, y esto fue suficiente para Julio. Había sido reconocido, y la palabra «capitán» traía a ambos amargos y... dulces recuerdos.
—Señor Jarde —volvió ella a hablar pasado tan solo un segundo—. Mañana cumplo años y deseaba obsequiar a mis amistades con un baile...
—Y bien —enarcó las cejas.
—Solicitamos de usted un permiso.
—¿Nos lo dará, capitán? —imploró Martha.
—Sea usted amable, señor —susurró Alice de Margan.
—Será maravilloso, señor Jarde —se entusiasmó Monory—; dénos el permiso y todo lo arreglaremos nosotras.
Las cuatro hablaban mientras Koti miraba de soslayo al hombre que tanto la había ofendido. Sintió inquietud y rabia por encontrarlo como nunca de varonil e interesante. ¿La había reconocido? Nada había visto que lo demostrara. ¡Bueno! Se encogió de hombros y dijo fríamente, mirándole desdeñosa:
—Bien, señor Jarde, ya sabe lo que queremos de usted. ¿Qué contesta?
Le molestó aquel tono de desprecio y suficiencia, y respondió como a su entender se merecía:
—Tienen ustedes bailes todos los días y a todas horas. Una hermosa piscina, un bar bien provisto y todo el buque a su disposición. ¿Qué más quieren? Pero baile de trajes, no. Confórmense ustedes con lo que tienen y... nada más, señoritas.
—¿Por qué se niega, si a usted no ha de reportarle ningún perjuicio, sino todo lo contrario? —se encrespó, chispeantes los ojos, Koti Santistejo.
—¿Tendrá suficiente con que le diga que lo quiero yo? —la miró fijamente.
—Sea usted bueno, señor capitán... —se entristeció Monory.
—Déjalo. Es tan salvaje como pollino —se burló Koti, dando media vuelta.
—Oiga, señorita. ¿Es ese elegante lenguaje el que le han enseñado en los escogidos colegios que ha frecuentado? —ironizó, cerrando los puños con rabia.
Se volvió despacio. Le miró con fijeza y dijo, recalcando las palabras:
—Ese lenguaje me lo ha enseñado, hace dos años, el capitán del buque Sur —le miró burlona, y continuó, dirigiéndose a sus amigas—: ¿Vamos?
Julio no se movió. Quedó petrificado. ¿Cómo se atrevía?
Le había llamado pollino. ¿Sí? «Pues espera y verás, bella Koti. El pollino y salvaje empezará a serlo desde ahora».
* * *
—¿Le conocías?
—¿Desde cuándo?
—¿Fuisteis amigos?
Koti elevó los ojos al techo, pidiendo protección.
—¡Callaréis ya! ¡Cuidado que sois pelmas!
—¡Te miró de un modo...!
—¡Es guapísimo!
—Jamás supuse que semejante ejemplar fuera el capitán de este buque. ¿De qué le conoces? —insistió Martha.
Penetraron en el bar. Koti se sentó en una banqueta. Las otras, en pie, esperaban que les explicase.
—¿Hace mucho que le conoces?
—Barman, ponnos cuatro copitas de ginebra —se burló. Se volvió a sus amigas, y manifestó, sin pensarlo demasiado—: Es mi novio.
—¿Eh?
—¿Pero...?
—¡No puede ser cierto...!
Koti disfrutó de lo lindo.
—Os repito que es mi novio. —Hizo una pausa que empleó en pensar, y como imaginación no le faltaba, armó la «patraña»—: Ya hace dos años que lo somos, pero como yo me fui a Nueva York, estábamos algo enfadados. Ayer noche charlé con él en el puente, reñimos y ya lo veis; hoy se ha vengado. Pero no os preocupéis; nos dará el consentimiento para el baile —prometió, resuelta.
Las otras mirábanle admiradas.
—Es guapísimo, darling.
Koti sonreía con aquella sonrisa tan suya que hacía enloquecer a los pobrecitos hombres.
Apuró la copita de ginebra, guiñando los ojos picaruelos.
—Está loquito por mí —rio burlona.
Y siguió diciendo mil embustes, que las otras se tragaban crédulas.
Aquella tarde le vio de lejos. Recordó con rabia aquella última noche del Sur. Se ocultó en su camarote. Mil encontradas sensaciones bullían dentro de ella.
Esperaba que sus amigas no divulgaran lo que ella les había confiado por la mañana.
Claro que, aunque no sucediera así, no le importaba. Era valiente, y afrontaría la situación sin desfallecer ni avergonzarse.
Ya no quería a Julio Jarde. Aquello fue una tontería, y... ¡qué tonta era! Jarde era el único hombre que le hacía estremecer; ¿para qué negarlo? Pero no quería ser vencida, no lo deseaba en modo alguno.
CAPÍTULO XVI
LA buscó frenético, sin poder hallarla por ninguna parte. ¡Qué bárbaro, y cómo sufría!
Se paseaba por cubierta, cuando le sorprendió el extraño saludo.
—Hola, capitán.
Aunque era de noche y no vio a la mujer, ya sabía que no era ella. Su voz y su perfume de «Noblesse» éranle harto conocidos.
—¿Qué hay, señorita? —preguntó, reconociendo a Martha Dowling.
—Tiene usted que darnos el permiso, señor Jarde —sonrió coquetuela.
—Es imposible. Yo suelo decir las cosas una sola vez.
—Su novia nos aseguró que nos lo daría usted.
—¿Mi novia? —Se detuvo en seco, mirándola fijamente, abiertos los ojos.
—Sí. Koti Santistejo. Hoy nos ha contado en el bar...
—¿Qué les contó?
—Que son ustedes novios desde hace dos años, pero que ahora están un poquito «mosca».
—Sí, claro —rio abiertamente—. Koti es algo inconsciente. ¿Dónde está ahora? —interrogó, escondiendo la ansiedad.
Con que novios, ¿eh? Bien estaba. Si ella lo había asegurado, no sería él quien lo desmintiera. Pero... espera y verás.
—En el salón, bailando —respondió Martha, sacándole de sus pensamientos atropellados.
—Vamos allá.
—La conga es el baile preferido por Koti —explicó la jovencita—. ¿No oye usted? Están bailando.
Aparecieron en el salón cuando Koti, toda sofocada y más inquietante que nunca, se desprendía de los brazos de Pole Margan.
Miró hacia la puerta y vio al capitán sonreír burlón, y a su lado la charlatana de Martha. Tembló. Pero como era decidida, esperó valientemente la «acometida».
Julio Jarde no lo pensó demasiado. Él, de audaz, también tenía su parte, y... se lanzó a la lucha, dispuesto a no desfallecer hasta vencer por completo o fracasar rotundamente y para siempre.
—Hola, querida; hola Pole. ¿Os divertís mucho?
—¿Eres tú, Jarde? Es una maravilla tu barco.
Rio Julio, diciendo, irónico:
—Sobre todo, alberga a bellas damitas, ¿eh, amigo? Pero esta vez me llevo a tu pareja.
—¡Eso sí que no! —protestó el otro, enérgico.
—¡Hombre, muy bonito! ¿Crees que voy a consentir que me roben la novia?
—¿Qué? —miró incrédulo a uno y otro—. Koti, nada me has dicho.
—Pero Pole, si... —balbució ella.
Miró a Martha, luego al rostro burlón del capitán. Pensó que si decía la verdad iba a ser el blanco de la ironía de todos. Por lo cual sonrió audazmente, diciendo:
—No me lo has preguntado.
—Sí, claro —se refrenó—. Tienes una suerte colosal —continuó, estrechando las manos de Jarde—. Felicidades.
—Gracias.
—¿Bailamos, Martha? —propuso Pole.
—Bueno.
Y se fueron. Julio y Koti se miraron fríamente.
No tuvieron tiempo de hablar, puesto que una pandilla les rodeó, gritando alegremente. Julio no conoció a ninguna de las jóvenes.
—¡Enhorabuena!
—¡Felicidades!
—¡Qué callado te lo tenías, Koti...!
—No hay derecho, Koti —se enfureció un pelirrojo, que a Jarde le dio la impresión de que era una naranja a medio pelar.
Koti sudaba tinta. ¿Es que no habían de dejarla en paz? Y el idiota de su «novio» la miraba burlonamente, con ironía...
—¡Dejadme tranquila! —chilló, abriéndose paso—. Vamos a cubierta, Jarde.
Les dejaron solos. Él la cogió del brazo. Koti se soltó, brusca.
—Déjeme usted.
Julio rio, con aquella risa que tanto gustaba a Guy.
—Vamos a cubierta, como has dicho.
—Pero ¿se cree que lo deseaba? Pues no, señor. Era para libertarme de esa plaga de «langostinos».
—Los adjetivos en tu boca son frecuentes, por lo que veo —ironizó.
Llegaban a cubierta.
Ella, sin saber cómo ni por qué, le siguió hasta donde quiso. Ya era las once de una noche oscura y bastante fría.
Koti apoyóse contra un mamparo, en un ángulo escondido. Él, enfrente, mirábala con fijeza.
Vestía una faldita de color café muy claro, que hacía resaltar perfectamente sus líneas bien definidas. Una blusa beige y una «rebeca» larga de tonos oscuros. Resultaba adorablemente bella, para los ojos admirativos que la contemplaban.
El cabello largo peinábalo con sencillez, dándole más aspecto de niña traviesa y extremadamente distinguida.
—¿Por qué has dicho que somos novios?
—¿Le molesta?
—No lo sé... —repuso él, ambiguamente.
—¡Vaya modo más extraño de expresarse...! —burlóse.
—Se arrimó más a ella. Koti retrocedió, recelosa.
—¿De dónde vienes?
—De Nueva York.
—¿Adónde fuiste cuando escapaste del barco?
—A Sevilla, y de allí a Barcelona; luego a Nueva York, donde tengo mi residencia.
—Y estos dos años, ¿has vivido allí?
—Sí.
—¿A qué vas a España?
—Pero ¿es que está usted confesándome? —inquirió rabiosa.
—Tal vez. Me gusta saber por dónde camina mi futura esposa.
—¡Ah! Pero ¿se ha creído semejante patraña?
—Naturalmente —afirmó aspirando el perfume de «Noblesse» que se desprendía de ella—. Yo no lo he dicho; has sido tú.
—Volveré a decir que no es cierto o que reñimos para siempre, y en paz.
—Como quieras. —Se encogió indiferentemente de hombros. ¡Qué rabia sintió Koti! ¿Es que ya le importaba tan poco? Hizo un cálculo y deseó jugar un poquillo con el incauto que no dudaba sería uno más en la serie.
Comenzó por tutearle.
—¿No tienes novia...? —inquirió, entornando los ojos.
—Sí.
—¿De veras? ¿Cómo es? ¿Cómo se llama?
—Koti Santistejo de la Vega. Tiene nombre de perrita, y unos apellidos demasiados sonoros, pero es igual; a mí me gusta y...
Se aproximó más a ella, tanto, que rozó su cuerpo con el suyo. Esperaba que Koti retrocediera como había hecho un momento antes pero se engañó totalmente. Koti permaneció en su sitio con las manos cruzadas en la espalda.
En aquel momento la muchacha le gustó más que nunca.
—¿No dices nada? —interrogó, posando sus manos en los hombros de ella.
—¿Qué quieres que diga?
—¡No me mires así! —imploró Jarde, tembloroso de emoción.
—Pero, Julio...
Era tan suave el acento y tan lánguida su mirada que Julio mandó la paciencia al diablo y oprimió aquel cuerpo entre sus brazos.
—Me haces daño.
—Te quiero, Koti. ¡Mi rapazuelo!
No quiso emocionarse. Sería tonto que esto sucediera. Ella ya no creía en nada. Aunque Jarde le gustaba más que ninguno de sus admiradores, no estaba dispuesta a dejar su libertad para ligarse a un hombre; aunque le atraía con irresistible fuerza magnética, ella no deseaba querer.
Así razonaba su cabecita hueca. Sin embargo, quería ser fuerte esperando el beso que veía llegar con anhelo.
Aún recordaba aquellos otros recibidos en el oscuro camarote, y desde entonces pudo ser besada por otros labios varoniles y ella no se dejó. Sabía que jamás ningún hombre le haría estremecerse ni desear una caricia. Solo Julio Jarde hacíale vibrar. Lo sabía, y quería domeñar esta atracción que la llevaba a él sin comprender por qué ni cómo.
Julio la miró a los ojos, musitando quedamente:
—¿Te casarás conmigo?
—No.
—¿Estás segura? —indagó, muy bajito. ¿Lo estaba? ¡Vaya usted a saber! Él le gustaba horrores, y su personalidad la enervaba, la estremecía. Si en aquel momento en que estaban tan unidos sus cuerpos y sus almas no la besaba, gritaría de angustia.
Julio la oprimió más fuerte. Miraba sus ojos con pasión.
—¿Qué esperas? —susurró ella, quedamente.
—¿Sabes, Koti...? —se burló, oprimiéndola más fuerte—. Quisiera besarte.
—Pues hazlo.
—No podré.
Le miró extrañada. Deseaba llorar, gritar o morder, ¡qué más daba!, cualquier cosa que la sacara de aquella angustia dolorosa.
—¿Quién va a impedir que me beses?
—El rouge —se burló, gozándose en su rabia.
—¡Julio! —gritó desesperada—. Tú no me quieres. Te estás burlando. Esto es cruel. ¡Suéltame!
Estaba vencida.
Julio lo sabía, pero quiso hacerle olvidar el excesivo modernismo, que él aborrecía. No supo comprender que era una mujer soberbia, demasiado orgullosa para poder perdonar su burla.
La soltó, diciendo con estudiada indiferencia:
—Vamos. Bailaremos un rato. En cubierta hace frío.
Uno al lado del otro, caminaron en silencio.
Una tremenda tempestad desencadenóse en el corazón de Koti. Sin embargo, aguantó paciente. No se daba por vencida. Aquella noche, costara lo que costase, ella había de ser la vencedora.
Julio enlazó su brazo y lo oprimió dulcemente contra su cuerpo.
—Te has burlado de mí... —susurró Koti.
—No, nenita. Es que te quiero a ti sola, no a esa asquerosa pintura que me repugna.
—¡Pero si la llevan todas! —argumentó, ingenuamente.
—Claro que sí. Y yo quiero que tú la lleves también.
—¿Entonces...?
Se detuvo en seco. Se volvió hacia ella e intentó besarla.
Koti vio la pasión en los ojos castaños, y díjose, rencorosa, que su hora había llegado.
—No, querido —sonrió, triunfante—. No me besarás ni hoy ni nunca. Esta noche fuiste la más formidable conquista del año. Gracias.
Y sin darle tiempo a reaccionar, saltó ágilmente, echando a correr en dirección al salón.
Julio mordióse los labios, jurándose a sí mismo no mirarla jamás. ¿Podría cumplirlo? Su poder de seducción era tanto, que temió ser débil.
Por su parte, Koti era feliz. En unos días vivió saboreando la burla, mas después... Su corazón se encogía de pena. Ella le amaba, le amaba... ¿Qué hacer?
Díjose que el tiempo decidiría. Pese a todo, ella jamás dejaría pasar la felicidad por su lado sin echarle el guante.
Había sido audaz siempre, pues lo seguiría siendo. Dejaría correr más años, y si al cabo de estos comprendía que su vida era él, correría a su lado y pediría perdón. Claro que antes había de hacer lo imposible por olvidarle. ¿Lo conseguiría? Como juró Julio con respecto a ella, hizo Koti en cuanto a él. Pero su poder de seducción era demasiado fuerte para que ella no cayera bajo su hechizo.
CAPÍTULO XVII
SIGUIERON varios días en que Jarde se abstuvo de transitar por cubierta.
No quería encontrarla. Le resultaba imposible enfrentarse con ella y soportar pacientemente su burla hiriente.
Una mañana, tres después de aquella noche, se encontró en la piscina, sin comprender cómo ni por qué. Vio cómo la inquietante Koti nadaba a grandes brazadas, seguida de cerca por un hombre, el cual, momentos después, saltó fuera del agua y la ayudó a subir cogiendo sus manos. Koti quitóse el gorrito de goma, sacudiendo la abundante cabellera.
Pareció le una sirena, una diosa griega o una flor exótica. Algo tan bello y subyugante, que a él le atraía poderosamente, y tenía que procurar que volviera a su lado.
No quiso ver más. Huyó. Pero ya era tarde, puesto que llevaba hincada en el alma la mirada fría de ella, que al encontrarse con la suya parecía despreciativa.
Consideró que era lo más provechoso para su tranquilidad alejarse de los lugares que ella frecuentaba, como el bar, el salón de lectura y demás dependencias del buque.
Llegaron una tarde a Barcelona.
No quiso verla desembarcar. Se metió en su camarote, dispuesto a morir antes que rebajarse de nuevo.
¡Ella no le quería! Le engañó inicuamente, haciéndose la humilde, la enamorada...
¡Qué asco sintió por todo! Las mujeres, la hipocresía, incluso la misma vida, que para él sonreía, le asqueaban.
Pasaron muchos días, tantos, que no supo contarlos. No quiso hacerlo por temor a ser débil y correr a ella.
Salieron de Barcelona y fueron a Cádiz, Valencia, Mallorca, Génova y de nuevo a España.
En este tiempo supo que Koti Santistejo, la mujer de hermosura sin igual y millonaria, habíase presentado en las oficinas de Cádiz preguntando por su paradero. ¿Es que aún le parecía poca la burla?
El permiso le correspondía en el mes de agosto, y este se aproximaba a pasos agigantados.
Sentía ansias imperiosas de reunirse con su familia. Esperaba olvidar en la querida tierra asturiana, al lado de los suyos, aquella pesadilla de su vida.
Al lado de las cinco hermanitas y de su madre, encontraría la paz para su espíritu.
Pepuchi, la mayor, contaba diecisiete años. La segunda, Begoñita, quince. Luego seguían las dos gemelas, Loli y Pilarín. Y la pequeña torbellino, Buri, angelote de siete años reidores.
Una noche, el tren dejó a Julio Jarde en la estación de Langreo.
Miró en torno suyo y aspiró fuerte. Su dolor pareció aliviarse. Su boca sonreía.
Esperaba algo, «algo» que presentía había de concluir para siempre con la atormentadora pesadilla. ¡Y qué razón tenía al esperar!
* * *
A aquella misma hora una figura femenina tomaba posesión de un lujoso apartamento compuesto por una habitación, salita, cuarto de baño y tocador, en el hotel Comercio, de Gijón.
Estaba totalmente vencida.
La ausencia de él, la vacía compañía de sus múltiples admiradores, la hipocresía de los nuevos amigos e incluso la misma vida, hiciéronle correr en pos de lo que había dejado por ñoñerías.
La felicidad era algo muy buscado y contadas veces encontrado. ¿Y ella iba a dejarla marchar, sin pensar siquiera que es una sola vez en la vida cuando puede hallarse?
Amábale como... ¿qué tonta era?, como siempre. ¿No era así la verdad? Le quiso desde el primer día que le vio y hoy aquel amor era inquietud, su sueño y el futuro todo.
¿Para qué le servían los millones, las adulaciones continuas de los amigos y su misma juventud? ¿Para qué, si le faltaba lo que era primordial para ella?
Había tenido entereza, extraordinario valor para enfrentarse con un peligro mucho mayor que el que ahora le acechaba. ¿Y por orgullo tonto iba a dejarlo escapar?
¡No y mil veces no!
La audacia viviría y moriría con Koti. ¿Para qué la quería, si no sabía acaparar aquella sublime felicidad que había visto en las pupilas castañas, tan queridas, en ofrenda entera a ella? No lo pensó mucho. Como un día dijera al capitán del Sur.
Y se vino a Gijón, donde sabía se hallaba el único hombre que podría hacerla feliz.
Estaba dispuesta a humillarse, si preciso fuera, aunque allí muy adentro tenía la esperanza de que esto no habría de ser necesario.
Koti Santistejo, después de encontrarse bien instalada en el hotel, pensó todo esto, sacando en conclusión muchas cosas que aún la atormentaban.
¿Habría dejado de amarla? ¿Olvidaría Julio a Guy «el rapazuelo»?
¡Qué suave le resultaba ahora aquello! Fue la época más feliz de su vida. Al lado de aquellos bravos hombres de mar, aprendió mucho de bueno. La verdadera felicidad encontrábase allí, y no entre ese mundo hipócrita que, bajo una sonrisa amable, esconde, la mayor parte de las veces, un fondo perverso, propenso a todas las indignadas.
Allí, en la pequeña sociedad, compuesta por un puñado de hombres, sanos de cuerpo y alma, no existía la ficción. Todo era claro y puro como esa agua que Dios nos envía, para nuestro sostén en la tierra.
Entre estos marinos que luchan por la vida envueltos en golpes de mar, sin comodidades, hallábase el hombre que haría su felicidad, y ella venía a buscarla.
CAPÍTULO XVIII
LA playa de San Lorenzo hallábase concurridísima. Los simpáticos gijonenses gozaban en aquel domingo de agosto de las delicias de un día clarísimo, un sol generoso y un mar fresquísimo que les ayudaba a sufrir el bochorno.
Junto a una caseta de múltiples colores jugaba Julio con su hermanita Buri, escarbando en la caldeada arena. Más allá, su madre y las cuatro hermanas charlaban, tendidas boca arriba.
La señora Zurieta era una mujer de aspecto distinguido y bondadoso. Sus ojos, muy dulces, eran semejantes a los de su hijo, con la diferencia de que estos destilaban amargura y los otros hablaban de suaves cariños y anhelos satisfechos.
—¡Julio, a ver si me coges! —gritó Buri, echando a correr por la suave arena.
Surgieron risas y frases cariñosísimas por parte de Jarde al tener en sus brazos aquel montoncito de carne tan querida.
Begoñita, Pepuchi y Loli, tumbadas sobre la arena protegían sus ojos con unas gafas oscuras. Y Pilarín, boca abajo, leía con gran interés una bonita novela de la popularísima colección «Pimpinela».
La señora de Zurieta, sentada en una silla plegable, sobre la pequeña plataforma de la caseta, hacía punto en una delicada labor.
Julio, acompañado de Buri, daba volteretas entre grandes carcajadas.
Vestía pantalón blanco y camisa deportiva de un tono muy claro. El cabello negro le venía sobre los ojos. Buri saltaba sobre su espalda y Julio aspiraba con fuerza por las narices, haciendo muecas para que Buri riera a carcajadas. De pronto, se puso en pie de un salto.
—¿Qué te pasa? ¿Te has cansado? —se inquietó Buri.
Las otras hermanitas y la madre miraron extrañadas.
—¿Qué es, Julio? ¿Qué miras con esa fijeza?
Él siguió como una estatua, fijos los ojos en una espalda femenina que se inclinaba hacia delante, sin saber que era observada.
El perfume de «Noblesse», para él inconfundible, hízole suponer que la tenía cerca. La vio no muy lejos. Sentada sola en la arena, mirando al mar. ¿Sería realmente Koti? ¿No sería el deseo de verla cerca lo que le hacía creer que todas las mujeres eran ella? Y si era ella, ¿a qué venía? ¿Es que ni en Gijón, su bonita tierra, tenía derecho a vivir tranquilo?
Como si los ojos de Julio tuvieran poder magnético, Koti se volvió. Sus ojos chocaron con los de Jarde, y rápida se puso en pie. Parecía temblorosa, emocionada. Dióle la impresión de ver otra Koti, más semejante al Guy de otros tiempos, inquieto, tímido.
Ni uno ni otro se movieron. Bastante alejados se encontraban, pero así y todo no dejaban de mirarse. A ambos les parecía ridículo aquel mutismo y alejamiento. Pero, sin embargo, ninguno de los dos hacía nada para lograr una aproximación.
La familia de Jarde siguió punto por punto la emocionante escena.
A María Aurora, enterada de lo ocurrido entre Julio y Koti, no le fue difícil identificar a la muchacha que le enseñara su hijo. Claro que el original superaba en belleza a la de la cartulina.
—Julio, ¿es ella? —preguntó, quedamente.
—Sí, mamá —silabeó, sin volverse.
Koti no lo dudó mucho. Comprendió que era la única oportunidad que le quedaba si quería conseguir la felicidad que tontamente había perdido.
Cerró los ojos adelantando unos pasos hasta situarse ante aquella familia.
—Hola, Julio. ¿Cómo estás? —saludó, alargando la mano que él estrechó, sin demasiado entusiasmo.
Miró luego a la familia de él. Supuso que lo sería, Julio se la presentó con orgullo mal disimulado.
Sonrió Koti, estrechando las manos de todas las jovencitas. La señora Zurieta sonrióle dulcemente, y aquella sonrisa fue la que más agradeció Koti, suspirando de añoranza. Hizo ademán de besar a Buri, más esta irguióse, diciendo con énfasis:
—Yo soy una mujer. —Alargó la mano, agregando—: ¿Cómo está usted?
La carcajada fue general.
Julio sentóse en la arena, cogiendo al simpático querubín en sus brazos. La besó apasionado, luciendo en sus ojos un cariño sin límites.
Las pupilas de Koti seguían la escena, diciéndose que así besaría a sus hijos si los tuviera. Y tembló de pánico al seguir pensando en que no fuera ella la madre de aquellos nenes, de cabellos negros como los de su padre.
—¿Hace mucho que estás aquí? —preguntó Julio, sin soltar a Buri.
—Seis días.
—¿Le gusta Gijón? —quiso saber María Aurora.
—Es encantador —sonrió—. La ciudad más bonita que he visitado hasta ahora.
—¿Verdad que sí? —se entusiasmó Pepuchi.
—Nosotros no hemos visitado otras capitales, salvo Oviedo. Pero aunque no fuera así, no variaría, mi modo de pensar sobre Gijón —habló Pilarín, olvidando por un momento la novela—. Es admirable, ¿verdad, hermanos?
—Desde luego —rieron todos.
Charlaron largo rato. A María Aurora le gustó plenamente la muchachita elegante, de modales distinguidos y sonrisa triste. ¿Sufría? Pensó que sí y deseó que fuera por su hijo. «Donde hay amor, hay sufrimiento».
A Koti le subyugó la señora Zurieta y sus seis hijos. Anheló ser un miembro más de la cariñosísima familia y poder, sin reparos ni traba alguna, refugiar su orfandad en el regazo de aquella mujer dulce y cariñosa.
—¿No se baña, señorita? —sonrió Pepuchi, colocándose el gorrito de goma.
—No, hoy no me baño. Mañana, tal vez. Pero por favor, no me llame señorita, y tutéenme todos, como hace Julio —imploró casi, mirando a María Aurora.
Esta ya no dudó. En los ojos de aquella chiquilla había amor, mucho amor.
—Gracias, Koti. Te trataremos quizá con demasiada confianza. No te fíes de nosotros, pues somos todos exceptuando a mamita, una pandilla de locos —rio Pepuchi, enseñando la blanquísima dentadura.
«Igual que la de su hermano», pensó Koti.
—No te preocupes, hermanita. Koti será otra loca más.
—¡Julio, por favor! —amonestó la madre.
—Déjelo. El capitán es sumamente amable —rio bajito, mirándole de un modo que hizo temblar a Julio.
Marcharon las chicas a bañarse acompañadas por la madre, siempre temerosa de las trastadas que pudieran hacer aquellos impulsivos diablillos.
Ellos, solos de nuevo, no se atrevían a mirarse.
Koti comprendió, pese a su audacia, que jamás se atrevería ella a hablarle. Consideró que sería más razonable callar hasta que Dios hiciera el milagro y él volviera a quererla.
—¿Sabe tu madre quién soy? —preguntó, sin levantar la cabeza.
—Sí, lo sabe todo. Yo no tengo secretos para mamá —explicó, mirando insistente a las bañistas—. ¿Te molesta?
—No.
Se sentó a su lado.
Vestía un bonito conjunto blanco de playa, trajecito de hilo sin apenas mangas, zapatos de deporte y un pañuelito de múltiples colores sujetando con arte el cabello rojizo. Cubría sus ojos con unas gafas de gruesa montura. Tras ella escondía la melancolía de sus ojos.
—No me molesta —agregó—. Al contrario, te lo agradezco. —Tras una transición, continuó, dulcemente—: Tu madre es así, como yo me la imaginaba. Joven aún, buena y muy cariñosa —suspiró.
Les envolvió un silencio, que Koti rompió para musitar con nostalgia:
—Jamás he sabido lo que era una madre. Tiene que ser maravilloso, ¿verdad?
—Sí.
Otro silencio. Esta vez, fue Julio quien lo rompió, brusco:
—¿A qué has venido?
Ella se sobresaltó. Habló despacio, sin mirarle:
—Me habías hablado tan bien de tu tierra, que quise conocerla.
—Has podido escoger otro momento —agregó, ceñudo.
—Si te molesta mi presencia, me iré.
—No. Tu presencia no me es molesta. Pero... —Se inclinó hacia ella, musitando—: Yo comprendo que no guardarás de mí muy buen recuerdo.
—Acertaste.
—¿No podrás perdonarme nunca? Yo... yo... querría ser tu amigo, Koti. Sé buena. ¿Seremos amigos?
Antes que pudiera responder, llegaron las hermanas y María Aurora.
—Koti, sería para nosotros un placer que nos acompañaras a almorzar —invitó María Aurora.
—Por favor, mamá —saltó Julio, poniéndose en pie y sacudiendo la arena del pantalón blanco—. Koti se hospedará en un gran hotel y nuestra casita va a parecerle demasiado pobre.
—Me estás ofendiendo. —Se inclinó hacia él, para que los demás no la oyeran—: ¿Vas a ser un cruel que me prives de la única alegría que puedo tener?
—¡Bah! ¿Qué puede interesarte a ti?
—Está bien, no iré.
Se volvió a María Aurora, disculpándose, húmedos los ojos que nadie veía.
—Perdone, señora, pero...
—Nada, chiquilla —le atajó, cariñosísima—. Vendrás, almorzarás con nosotros. Si te parece pobre nuestra vivienda, ¡qué importa! Te la ofrecemos con todo cariño y esto es lo esencial, a mi entender. ¿No, Koti?
Koti no podía hablar. La emoción poníale un nudo en la garganta. Asintió con la cabeza, haciendo inauditos esfuerzos para no gritar la pena.
«Él ya no me quiere», sollozaba su corazón angustiado. Jarde todo lo observó. Sin embargo, calló, porque también se daba cuenta de que la emoción le impediría hablar.
Cuando subieron al tranvía, este estaba llenito. María Aurora y las nenas se acomodaron como pudieron. Julio y Koti permanecieron en la plataforma muy juntos, pues que de otra forma les era imposible sostenerse. Un vaivén del tranvía les unió más aún. Julio pasó el brazo por la cintura de la muchacha, diciendo al atreverse a obrar así:
—Perdona, pero es necesario. De lo contrario, daremos con nuestros huesos en el pavimento de la calle. —Con la mano que le quedaba libre, le arranco las gafas, guardándoselas en el bolsillo—. Así estas mejor —dijo, por toda explicación.
—¿Es que te enojas? ¿No quieres que vaya? Si tú lo deseas, me apearé —hablo Koti, recordando sus palabras anteriores.
—¿Qué pretexto pondrías?
Hizo ademán de ir al encuentro de María Aurora. Mas los brazos de Julio la oprimieron fuertemente.
—¡Quieta! Deseo que vengas a almorzar con nosotros.
Se miraron. En los ojos de ambos había emoción. Julio la oprimió dulcemente, sin que ella hiciera nada por desasirse.
—Probemos a ser amigos, Julio —susurró ella al oído de Jarde.
Él, otra vez subyugado por su proximidad y el exquisito perfume, musitó, apasionado:
—¿No me engañarás de nuevo?
—¿Lo crees así?
Y le miró con aquellos ojazos de tal forma, que un viejo pescador volvió la vista al otro lado para no ver el beso furtivo.
«Es una desvergüenza —pensó el buen hombre, diciéndose, después de contemplarlos—: ¡Qué caramba! ¡Hacen muy requetebién! ¡Aprovechad la juventud, que esta no corre, vuela!».
CAPÍTULO XIX
FUERON días maravillosos.
Julio la recogía muy de mañana en el hotel, y juntos marchaban a la playa, donde las cinco jovencitas y María Aurora la recibían siempre con alegría.
Simpatizó pronto con todos. Quería a la madre de Julio como si fuera suya.
Solo una intensa preocupación entenebrecía la felicidad presente. El silencio de Julio. La trataba con cariño, con adoración a veces. Sin embargo, aquella explicación que a su entender era indispensable, jamás llegaba. ¿Es que ya no la quería con amor? Solamente pensarlo la hacía estremecerse de angustia.
Aquella tarde, Koti se cansaba en el hotel. Aquella casa de todos le hastiaba.
Salió a la calle, dispuesta a caminar en dirección desconocida. Desde que llegó a Gijón no usaba el auto por temor a que Julio se enojara.
Se cansó de deambular de un lado a otro, y al anochecer, serían las nueve y cuarto, se encontró frente a Villa Aurora. No vaciló. Penetró decidida, cerrando tras ella la pequeña verja roja.
El cuadro que se presentó a su vista le inundó el alma de dulzura y nostalgia.
La madre, sentada en una hamaca, parecía descansar, pero lo que hacía realmente era contemplar a sus seis hijos, que jugaban sobre el césped del minúsculo jardín.
Las muchachitas se escondían, y tras de gritar «Cucú», Julio recorría el chiquito lugar, hasta alcanzarlas. La primera que cogía era la que hacía de «queda».
Deseó tomar parte en el juego. Reír, correr, chillar y llorar... Pero no se atrevía. Parecían tan en familia, tan felices, que temió ser ella una intrusa que rompiera la intimidad.
La vieron cuando intentaba dar la vuelta.
—¡Pero si es Koti! —exclamó, gozosa, Pepuchi—. ¡Koti ven! —llamó, entusiasmada.
No tuvo otro remedio. Se aproximó, saludando algo avergonzada.
—Buenas noches. Pasaba por aquí y me tomé la libertad de entrar.
—Pero, fíjate —sonrió dulcemente, María Aurora—. Eso no es un atrevimiento. Es una satisfacción para nosotros. Cenas en cas a, ¿eh?
—No, no. Eso no es posible.
—Vaya, mujer. Tú tan fina y te atreves a decir: «No, no es posible». ¿Por qué? —ironizó Julio.
—Jugarás con nosotros, ¿eh, Koti? —saltó, gozosa, Buri.
—Cuando Julio te coja, corre mucho porque si no, te va a apretar tanto, que luego te dolerá la cintura como a mí.
Koti rio feliz, exclamando:
—Tengo buenos puños, ¿no ves?
—¡Qué va! —desdeñó Buri—. Más fuertes que los míos no hay ningunos.
—¡Qué chiquilla más contestona! —se burló Pilarín.
—¿Más que tú? —se engalló Buri, poniendo unos «morritos» adorables.
—Bueno. Basta de regañar. A mi nenita no la toca nadie —desafió Julio cómicamente, cogiendo a la «peque» en sus brazos.
—¡Suéltame! ¡Me lastimas! —chilló la traviesa chiquilla. Como si aquellas frases trajeran para ambos inolvidables recuerdos, se encontraron sus ojos. Los dos estaban emocionados.
—Escondeos todos. Me quedo yo —dijo Julio.
—Escóndete por donde puedas —aconsejó Pepuchi a Koti—. Te recomiendo que te libres de Julio.
Echaron a correr, y a Koti no le quedó otro remedio que imitarlas.
Minutos después, hallábase oculta tras un tupido rosal. Miró en torno suyo. No vio nada más que oscuridad y silencio impresionante. Le dio miedo permanecer allí. No sabía qué esperaba, pero estaba. Si Julio la encontraba, ¿hablaría al fin? Ella le amaba locamente, con fuego, y no estaba dispuesta a dejar escapar la felicidad tan ansiada. ¿La quería él como ella deseaba ser querida? No tuvo tiempo de pensarlo. Oyó unos pasos y la voz de Jarde que murmuraba:
—Ya te he cogido, palomita. Pilarín, ¿dónde está Koti?
Koti comprendió que no la vería, y dijo, quedamente:
—Muy cerquita de ti —rio, bajito, replegándose.
—¿Ah, sí? Pues, prepárate. De esta no te salvas.
—Por favor, no te acerques, y vamos allá.
—¡Ea! Ellas me esperan al lado de mamá y a ti, que eras la que más me interesaba, ya te tengo.
Se arrodilló a su lado. Koti hizo ademán de levantarse, mas fuele imposible. Su cabeza cayó hacia atrás y los brazos de Julio rodearon su busto.
—¡Koti! —susurró a su oído.
—¡Julio!
¿Para qué más? Estos dos nombres, pronunciados con intensa dulzura, decían bien a las claras lo que uno sentía por el otro.
Los brazos de Koti rodearon el fuerte cuello moreno. Él la estrechó más fuerte, diciéndole, apasionado:
—Te quiero, mi «rapazuelo».
La besó en los labios tan fuerte, que Koti sintióse morir, pero..., de felicidad.
—¿No temes al rouge?
Los dos rieron.
—Te temo a ti, coquetuela.
—Vamos, Julio. Fíjate que no vengan tus hermanas. Nuestra postura no es nada correcta —se asustó.
Julio la tranquilizó, acariciando con deleite el rostro arrebolado.
—Somos dos enamorados, que se van a casar dentro de poquísimos días.
—¿De veras, Julio? —se ilusionó.
—Sí —prometió él, a su oído—. Nos casaremos, e iremos a vivir a un lugar maravilloso, siempre tú y yo solos. ¿Quieres?
—Lo que tú digas es para mí encantador.
La levantó en sus brazos. La miró a los ojos con pasión, con delirio. La dejó sobre el césped estrechándola frenético al susurrar con fuego:
—«Rapazuelo», eres mi vida toda.
Sus bocas se unieron. El beso, que al principio era tímido por parte de ella, se hizo enloquecedor.
Cuando comparecieron ante los demás, Buri gritó:
—¡Mira qué gracioso! Si hubiera sabido que Koti se escondió tan requetebién, la habría acompañado.
—Hiciste muy bien en no acompañar a Koti, ¿sabes, querida? Koti y yo somos novios, y nos casaremos muy pronto. ¿Te gusta?
—¿Koti?
—No, el plan.
—¡Claro que sí! Pero pongo una condición.
—Venga, explota —rio Julio, sin soltar la cintura de Koti.
—Que me traigas muy pronto un muñeco de París. Pero no de porcelana, ¿eh? De esos tengo un montón. Lo quiero de carne y hueso, como yo.
Todos rieron la ocurrencia y Julio oprimió más la cintura querida, mientras musitaba al oído de su amada:
—Ya lo ves. Tenemos que complacerla.
—¡Tontísimo! —enrojeció.
—Estas muy bonita con esos colores tan subidos.
—No te burles... Me harás enfadar.
—¿Sí?
Luego, Koti abrazó a su futura madre política y a las cinco hermanitas, que lloraban de gozo. Se sintió tan feliz que lloró como ellas.
Cuando se sentaron en torno a la gran mesa del amplio comedor, Buri miró con extrañeza a Julio y luego a Koti.
—Oye, no me gusta la pintura de tus labios, Koti —dijo sin pizca de picardía, pero en forma que resultó terriblemente indiscreta—. La que tiene Pepuchi no se pega. En cambio, la tuya...
—¿Qué? —inquirió, temerosa.
—Fíjate como tiene el cuello Julio. Cuando yo tenga novio, no me pintaré. Así nadie sabrá que...
—¡Buri! —exclamó María Aurora, impidiéndole continuar, ya que el rostro bonito de Koti era una amapola—. Eso es ser indiscreta, ¿has oído? Vete a tu habitación. Así aprenderás a ver, oír y callar. ¡Vete!
Pero no llegó a salir. Cuando toda desconsolada intentó levantarse, Koti la cogió en sus brazos, besándola entusiasmada.
—Eres adorable.
Julio reía con ganas, y su madre le hizo coro, imitándole luego todos.
La cena siguió su curso. Buri charlaba por los codos, después de ser perdonada. Claro que el sofoco nadie se lo quitó a Koti.
Cuando Julio la acompañó al hotel, Koti comentó, cogiéndose amorosa de su brazo:
—¡Qué apuro, chico! Buri es encantadora, pero esta noche...
—¡Qué importa! Buri ha tenido muchísima razón. Esa pintura es un estorbo.
—Pero a ti te gusta.
—Estando en tu boca, me gustaría hasta el veneno.
—¡Adulador!
—¡Mi «rapazuelo»!
CAPÍTULO XX
BESOS, recomendaciones, unas lagrimitas y un último adiós, agitando la mano en el aire.
El tren partió.
En el andén quedaron las cinco hermanitas y la madre, que aún miraba, húmedos los ojos, aquella mole negruzca que conducía al nuevo matrimonio.
—Vamos, nenas. Subamos al auto.
—¿Sabes, mamaíta? —observó Buri, dándose importancia—. El auto es mío. Me lo regaló Koti.
—Ya lo sé, hijita —sonrió—. Pero creo que nos lo prestarás esta tarde, ¿no?
—¡Claro que sí! —Se estiró cuanto pudo, dándose importancia—. Por esta vez, pase. Mas no esperéis que esto se repita muchas veces.
—¡Mira con la tonta! —se burló Pilarín—. Nosotras tenemos un auto en cuanto queramos. ¡Digo!
—¡Y tanto! —terció Loli—. Koti nos ha dotado a cada una con un millón. ¿Qué te parece, doña remilgos?
—Yo tengo más que vosotras. Un millón, un auto y...
—Y nada. Eso quisieras.
—Claro que sí. ¿Verdad, mamaíta?
—Sí, hija, sí —sonrió, emocionada—. Pero vamos a casa que ya es tardísimo.
Mientras los nuevos esposos retirábanse de la ventanilla, para descansar de tantas emociones.
Ya era noche cerrada. El tren corría por aquellas llanuras al encuentro de otra estación, quizá demasiado próxima.
—¡Nena! —susurró Julio, al oído de su esposa—. ¿No te sientas?
Se volvió hacia él. Estaba preciosa. Los ojos brillaban amorosos y su boca jugosa reía por todo y de nada.
Se sentó, diciendo con dulzura:
—Ven a mi lado.
Julio oprimió su talle con pasión. Apoyó la cabeza rojiza en el hombro de él, y juntó su mejilla a otra más suave.
—¿Por qué has dotado a las nenas con esa cantidad tan brutal? —amonestó, cariñoso.
—No te debes enfadar, vida mía. Son mis hermanitas y yo tengo muchos millones, que para nada quiero.
—Otro día discutiremos esto.
—Pero si ya está todo discutido —rio, ofreciendo sus labios—. Antes de besarme, júrame que no insistirás más sobre esto.
¿Qué iba a hacer? Prometió todo lo que quiso, besándola apasionado.
—¿Me quieres mucho? ¿Eres feliz? Iremos adonde tú quieras, haré lo que mandes, porque te adoro, mi amado Guy. ¿Recuerdas? ¿Me perdonas? Pero ¿es que no me oyes? ¿No me dices nada?
—¿Y me dejas?
—Es verdad. Soy un bruto. Tienes que ir acostumbrándote a mis salvajadas.
—Yo te quiero así de salvaje.
—¡Cómo te quiero, mi «rapazuelo»!
Miráronse intensamente. Encontrábanse solos. Aquel apartamento les pertenecía por entero y se abrazaron.
Koti pasó los brazos por el cuello querido, besándolo con toda la intensidad que era posible poner en la caricia. Musitó luego, como en un eco:
—¡Te quiero!
De nuevo se besaron y fueron felices.
EPÍLOGO
UN auto de estilizada línea se detuvo ante Villa Koti. Presuroso descendió don Arturo Landor. Sin detenerse penetró en el pequeño edificio. La doncella le dijo que la señora estaba en la salita y hacia allá se encaminó.
—Buenas tardes, señora Jarde.
—¡Pero viejo! —exclamó Koti, poniéndose en pie y corriendo hasta él—. ¿Cómo no nos ha advertido?
—Quería daros una sorpresa.
—Ha sido de las grandes —rio Koti, besándolo con todo cariño.
—Déjame que te mire. ¡Ajajá! —chasqueó la lengua—. Estás más guapa que nunca. Los dos años de matrimonio te sentaron de maravilla.
—¿Y la maternidad? ¿Olvidas que he tenido nada menos que tres bebés de una vez? Menos mal —rio sintiéndose feliz— que el médico me aseguró que no habría más. De lo contrario, figúrate...
—¡Ya, ya! —se burló el viejo—. Tres de una vez, después de renegar de los «críos».
—Pero ¿he dicho yo eso alguna vez? ¡Si son adorables!
—Claro, rica, claro. Lo que yo te decía. Pero tú entonces pensabas de muy distinta manera.
—¡Oh, viejo! ¡Cómo vienes de burlón! Recuerda que entonces no estaba enamorada.
—Claro, claro. Y tuviste que vestirte de hombre para encontrar «ese» ejemplar, que supo dominarte. ¡Menos mal!
—¡Cuidado que eres malo, viejecito!
—¿Porque digo la verdad, señora mía?
—Oye, oye. Déjate de burlas y ven que te enseñe mi prole.
—No, hija —replicó risueño—. Tengo un miedo horroroso a tus fieras.
—Es lo mismo. Aunque te coman, no te irás ya más de nuestro lado.
El cariñoso anciano se emocionó.
—¿Y tu amadísimo? —preguntó riendo.
—¡Ah! ¿Pero no sabes? Tengo cuatro hijos. El padre es uno de ellos.
—Lo creo —bromeó el simpático abogado—. ¿A qué se dedica? ¿Consintió al fin en dejar la mar?
—Sí, compró barcos y es todo un señor armador.
—Muy bien pensado.
La puerta de la salita se abrió de golpe, penetrando como una tromba dos robustos niños y una niñita preciosa. Los tres iban a gatas, haciendo mil piruetas, seguidos por el feliz papá.
—¿No te decía yo? —rio Koti abiertamente.
Arturo Landor coreó su risa, al exclamar:
—Pero, Julio, ¿es que has retornado a la sublime edad?
—¡Hola viejo! ¿Cómo aquí?
—Nueva York parecía que se me caía encima. Pensé que aquí os haría más falta y ya ves...
—Muy bien —lo abrazó entusiasmado—. Ya no te dejaremos escapar, ¿eh, Guy?
—Pero ¿aún estáis así?
—¡Ah! Pero ¿qué te creías? Mi maridísimo es mi sombra.
—¡Oye, oye! Yo, creo más bien que tú eres la mía.
—¡Papá! —chilló, impaciente, Julito—. ¿Vas a seguir jugando?
—Espera, rico. Venid todos a besar al padrino.
Koti se retiró para vestirse, dejando a Landor entre la grey infantil.
Momentos después, penetró su marido en la estancia. Hallábase Koti, retocando los labios cuando lo vio llegar por detrás, reflejado en el espejo.
—Por favor, vete —se asustó.
Sabía de antemano los estragos que hacía su amado cuando la besaba.
—Pero, querida, ¿tan poco me quieres? ¿Ya te has cansado de este pobre enamorado?
Tiró la barrita sobre el tocador y corrió feliz a estrecharse entre sus brazos.
—¡Pero si me tienes loquita, amor mío!
—Vengo a traerte, a más del beso, una gran noticia.
—¿Qué es ello?
—Mañana llegan a Valencia mi madre y las nenas. ¿Qué te parece? —se ilusionó Julio.
—¡Oh, Julio mío! ¡Qué alegría! —rio, dichosa, besándolo apasionada.
—Esta tarde, vamos a dejar al viejo con los niños y la nurse, ¿qué te parece? Nosotros nos escaparemos para vivir una vez más, solitos, las delicias de nuestro amor. ¿Hace?
—Todo lo que tú digas «hace» para mí.
Unos besos, unos mimos dulcísimos y juntos bajaron felices al encuentro de su prole.
Su dicha era completa, gracias a la deliciosa locura que la fantasía de Koti Santistejo no dudó en llevar a cabo en pos de una ilusión.
Fin
Título original: Deliciosa locura
Corín Tellado, 1955