Publicado en
julio 14, 2022
Mi tía Eulogia llevaba años intentando comprender a Roberto y a la flaca de la esquina, pero había sido inútil... Por eso decidió estudiar sicología, para escuchar los problemas de los demás... Al comienzo, cuando se graduó, pasaba las tardes mirando las moscas, porque no tenía pacientes; pero un día, llegó la primera candidata a una cura de sueño...
Por Elizabeth Subercaseaux.
Que mi tía Eulogia llegara un día a la casa diciendo que estaba hasta más arriba de la coronilla, pues llevaba años intentando comprender a la flaca y a Roberto, y nunca lo lograba, no le extrañó a nadie. Ni la flaca ni Roberto eran dos tortitas de caramelo. No se había visto a dos personas más complejas, ni más llenas de contradicciones. Que mi tía no los entendiera no tenía, pues, nada de raro.
Lo que sí puso los pelos de punta a toda mi familia fue su anuncio de que, para entenderlos, había decidido estudiar sicología.
—Ay, hija —dijo mi abuela—. ¿Tú crees que a una gente tan rara, como es esta, se la entiende estudiando? Yo que tú hacía mi maleta y me iba a otra parte. Es mejor eso que estudiar sicología.
Pero mi tía se empeñó.
Cinco años más tarde egresó de la universidad con su flamante título en una carpeta de cuero, dispuesta a iniciar su consulta privada. Debo añadir que a estas alturas ya había olvidado su afán de comprender a Roberto y a la flaca. Lo primero que les enseñó el profesor Ciruela, especialista en sicología sistémica, fue que cuando no se entendía a las personas, lo único sano de hacer era no verlas más.
—¿No verlas más? —preguntó una alumna, sorprendida.
—Así es, señorita. No verlas más —dijo Ciruela.
—¿Y a mi mamá?
—A su mamá tampoco —cortó Ciruela.
Mi tía siguió su consejo. No es que no viera más a Roberto, pero se olvidó del problema.
Cuando iba a abrir su consultorio, alquiló un lugar espacioso. Eran dos piezas llenas de luz que amuebló con tres silloncitos de mimbre, una mesa con un cajón, un par de camas por si fuera necesario y una foto de Roberto cuando era joven y la quería, y ella hubiera dado su mano derecha por él.
Al comienzo pasaba las tardes mirando las moscas y pensando en cómo espantar los fantasmas que rondaban por su alma. No tenía ni un miserable paciente. Pero un día llegó la primera. Se la había enviado el profesor Ciruela.
—Venga a las cuatro —le dijo mi tía, con una voz cantarina que denotaba a la legua que estaba ardiendo en felicidad.
La mujer entró a la consulta de mi tía como una tromba. Venía agitadísima.
—No tengo tiempo para nada, doctora, así que de una carrera le digo lo que me pasa y usted verá qué hace conmigo. Pero todo tiene que ser rápido, porque tengo que estar en mi oficina a las cinco a más tardar. ¿Me siento?
—Por supuesto —le dijo mi tía— siéntese. Pero primero dígame cómo se llama.
—Ana —dijo la mujer y se lanzó a hablar como si el diablo la estuviera apurando—. Mire, doctora, estoy hasta más arriba de la coronilla, ya no puedo más. Mi marido arrancó con la crespa de la oficina. Mi hijo menor fue expulsado del colegio por escribir "muera el fascista del director" en el auto del director. ¿Y mi hija? ¿Qué quiere que le diga de mi hija? No me habla. Así de sencillo. Hace un año que no me dirige la palabra. ¿Y sabe por qué? Porque le da lata, dice. Pero yo sé que es porque según ella la abandoné cuando chica. ¿Y sabe por qué la abandoné? Por el trabajo. Ella me lo saca en cara. Que la dejé sola. Que mi trabajo estaba primero.... ¡Y claro que mi trabajo estaba primero! ¿Cómo no iba a estar primero, doctora? ¿De qué iban a vivir los miembros de la casa si yo no trabajaba? Porque el perejiliento de mi marido nunca ha ganado más de dos pesos, lo echan de todas partes y ahora está deprimido, dice. Pero la depresión le empieza cuando llega a la casa y se le termina en cuanto cierra la puerta y está en la calle. ¿Qué me dice usted? ¿Y la crespa? Para salir con la crespa se le quita la depresión de un plumazo. Dígame, doctora, ¿qué clase de vida es esta? Ya no doy más.
Mi tía movió la cabeza para lado y lado, pensativa. Las palabras de su paciente le parecían muy conocidas. Sacó sus cuentas en silencio y luego alzó la cabeza y le dijo:
—Voy a someterla a una cura de sueño.
—¡Cura de sueño! Usted debe estar loca, doctora. ¿Cómo se le ocurre que va a ponerme a dormir con todo lo que tengo que hacer?
—Lo único que usted tiene que hacer, señora, es salvar su vida. Así que la pongo a dormir tres días y se acabó.
Ana partió esa noche a su casa, alistó su maleta y quedaron en que al día siguiente se iniciaba la cura de sueño.
Al día siguiente llamó una segunda paciente, Inés. La había enviado Ana.
—Venga a las seis —le dijo mi tía.
Y llegó la paciente de las seis.
Se trataba de una mujer mucho menor que Ana, quizás unos 10 años menor. Muy tranquila. Casi demasiado tranquila. Vamos a decir que era el polo opuesto de su amiga.
—Ana me la recomendó mucho, doctora. Muchas gracias por haberme dado una cita tan pronto.
—Cuénteme —dijo mi tía Eulogia.
—¿Qué quiere que le cuente?
—Bueno, para qué vino a verme. ¿Cuál es su problema?
—¿Mi problema?
—Sí. Porque usted tiene un problema, ¿verdad? —preguntó mi tía.
—No —dijo la mujer asombrada—. No tengo ninguno.
—¿Y para qué vino a verme?
—Por lo mismo. Porque no tengo ningún problema.
—Eso no puede ser —dijo mi tía—todo el mundo tiene problemas.
—Yo no —dijo la paciente—. Mis hijos son espléndidos. Mi marido me ama y yo a él. Tenemos una regia situación económica. Amanezco todos los días con ganas de vivir mil años. Mi jardín es bello. Peso 48 kilos (105 libras). Y mi peluquero me entiende tan bien, como si fuera mi mejor amiga.
"Esta es la más loca de todas", pensó mi tía Eulogia.
—¿No hay ni una flaca de la esquina en su vida?
—¿Flaca de dónde?
—Bueno, es una manera de decir. ¿Su marido nunca ha salido con otra mujer?
—¿Johnny? ¡Cómo se le ocurre!
—¿Y qué puedo hacer por usted?
—Tratarme, pues, doctora. ¿A usted le parece normal que una mujer no tenga problemas, que le vaya bien en todo, que sea regia, que no haya tenido jamás en su vida una depresión, que sus hijos sean perfectos y el marido la adore, y ella, además, se sienta una buena persona con todo el mundo? ¿Ah? ¿Le parece muy normal todo eso?
Se había puesto frenétia.
—Cura de sueño —dijo mi tía—. La voy a poner a dormir y después veremos cómo sigue el tratamiento.
Y la durmió ese mismo día.
Y se apareció la paciente de las siete.
Caminaba como las modelos de pasarela. Era muy bonita. No puede haber tenido más de 18 años. Le dio a mi tía un beso en la mejilla y se sentó frente a ella. Antes de que mi tía le hiciera la primera pregunta ya se había lanzado a hablar. No había forma de pararla.
—¿Qué diablos me pasa, doctora? ¿Por qué siempre tengo que enamorarme de los peores, los maleducados, los que no sirven para nada, los reventados? ¡Dígame! Yo soy una mujer ordenada, doctora, me pinto bien, me arreglo, voy a mis clases todos los días, pero a la hora del amor, no tengo remedio. Reventado que pillo en la calle, con ese me meto. Si usted viera al Pavo Romero le daría el mismo infarto que le dio a mi mamá cuando se lo presenté. "Ah, no, Antonia", me dijo mi vieja, "con este tipo sí que no vas a salir. Yo no lo quiero en mi casa. ¿Dónde encontraste a este espantajo?". ¿Y sabe dónde lo encontré, doctora? En un bar, pues, donde están todos los hombres solteros. Pero yo soy como miel y abeja para estos tipos que no sirven para nada y que andan por el mundo a la caza de las incautas como yo. Y lo peor, doctora, es que me enamoro hasta las patas, como si fueran unos Antonio Banderas. Pero a mí me encanta. No tiene trabajo, y a mí me encanta. Se viste pésimo, y a mí me encanta. ¿Qué hago?
—Dormir —dijo mi tía—. La voy a someter a una cura de sueño.
Y la durmió.
Un mes más tarde la consulta parecía hospital. Mi tía había agregado 15 camas más y todas estaban llenas. Las cosas hubieran funcionado de lo mejor si no fuera porque una tarde llegó la policía.
Su licencia de sicóloga, doctora.
Mi tía le mostró su licencia.
—Acompáñeme. Está arrestada.
—¿Y por qué? Aquí está mi licencia.
—Sí, pero los maridos de esas viejas que tiene durmiendo la acusaron de secuestro. Va presa.
—Lo primero es que no son viejas, y lo segundo es que no he secuestrado a nadie. Estas mujeres estaban cansadas de la vida y yo las tengo descansando.
—¿Y cómo las tiene descansando? —preguntó, curioso, el policía.
—Con cura de sueño.
—Mmm. ¿Puedo pasar un rato?
Diez minutos más tarde, el policía le estaba contando que ya no daba más: le pagaban una miseria; su jefe era un maniático lleno de complejos; su mujer lo aguijoneaba todo el día por la falta de plata; su chiquillo había repetido el curso tres veces; él se quiso escapar a otro país y mandarlos a todos al diablo.
—¿Qué hago, doctora?
—Cura de sueño —dijo mi tía.
Y lo durmió.
ILUSTRACIÓN: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, NOVIEMBRE 12 DEL 2002