LLEGÓ LA COLEGIALA (Corín Tellado)
Publicado en
junio 15, 2022
ARGUMENTO
La joven sonrió y Pedro quedó suspenso. ¿Sin dientes? ¡Diantre! Los tenía todos y eran de una belleza extraordinaria. Y aquellos hoyitos en las mejillas que se formaban al sonreír... Decididamente no era una chica fea. Si acaso un poco pálida su belleza, inexpresiva... La miró de soslayo mientras ella estrechaba su mano con gentil sencillez.
Tenía un cuerpo delgado y era alta. Claro que bajo las ropas sin estética no se podía apreciar con precisión; mas de cualquier forma que fuera no era gordita...
—Encantada de conocerle, señor Olaizola —dijo suavemente.
A MODO DE PRÓLOGO
Me llamo..., como quiera que me llame. Esto es lo de menos, os lo aseguro. No os asustéis porque no voy a referiros una historia en primera persona, no voy a leer unas cuartillas. Os contaré esto de un modo especial con el solo objeto de no aburriros.
Soy amigo de Luis Lozano. Luis Lozano es un hombre que existe, que vive; es de carne y hueso como cualquier ser humano. Tiene treinta y cinco años, es ingeniero y dirige una fábrica de la cual es el mayor accionista. Estamos en un punto cualquiera de España. A decir verdad, yo me encuentro encantado en este punto cualquiera, con su club, su casino, sus teatros, sus cafeterías y sus chicas guapas, y esto es lo más importante para un tipo tan holgazán como yo. Luis Lozano se ha ido y por eso pienso en todo el episodio que motivó su viaje. Os aseguro que esta historia es vulgar y corriente; una historia que puede suceder todos los días y a cualquier ser humano, pero con un sabor nuevo para cada mortal: ¡El amor! Debo reconocer que es algo delicioso el amor. Luis Lozano es un tipo raro, ya os lo dije. Es un hombre vivido, de vuelta de todas partes como se suele decir. Para en casa apenas, tenía amigas en todas partes, gustaba a todas las mujeres y su cinismo era junto con su masculinidad lo que más atraía en el mundo mujeril. Pero Luis se reía de todas aquellas mujeres que le hacían la vida agradable. Luis estaba de regreso antes de que ellas emprendieran la marcha y ninguna logró pescarlo. Luis las conocía, sabía el punto vulnerable de cada una y su risa cínica hería a veces la «fina sensibilidad de sus amigas». Porque tenía muchas amigas.
Yo fui asistente de Luis Lozano cuando este era alférez en la guerra de Liberación. A decir verdad, era más bien su amigo, pero como siempre fui un cobarde y un holgazán, Luis, compadecido de mi terror, me llevó a su lado. Una vez finalizada la guerra me trasladé con Luis a su casona de la montaña y viví a su lado, haciendo los trabajos más inverosímiles. Hice de secretario, de mayordomo, de administrador y de amigo. Pero no era más que eso: un criado que trata de tú a su amo y que compartía su mesa y sus conversaciones. Pero era un criado, ¿no es cierto? Ahora tengo un trabajo estupendo, no soy tan holgazán y amo a una mujer, a mi propia mujer. ¡Lo que son las mujeres! Siempre consiguen lo que se proponen. Y esta esposa mía se ha propuesto sacarme de aquella apatía ridícula, y me sacó. Trabajo en la fábrica de la cual Luis Lozano es director y sigo siéndole adicto y le quiero como a un padre, a pesar de que tengo tres años más que él y mucha menos experiencia. Pero yo le ayudé a conseguir lo que quería y por eso me creo un poco protector.
Repito que es una historia manoseada, vulgar, quizá ridícula, pero estoy seguro de que para mi amigo no es vulgar ni ridículo. Os la voy a contar tal como fue. Quizá Luis se enfade, si bien ya me perdonará. Luis es un amigo generoso, apasionado y cínico, pero era mi amigo y yo sé que su nobleza es extraordinaria. No os olvidéis que yo soy el tipo estrafalario de esta historia. No quiero hacer panegírico. Me iréis conociendo a través de la historia y seguro que os resulto simpático. Mi mujer siempre dice que soy «un sol», pero no hay que olvidar que las mujeres son un poco exageradas.
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
Luis Lozano dejó la carta a un lado, fumó aprisa y miró a Pedro.
—Estalló la bomba —dijo como única explicación.
Y Pedro sabía a qué bomba se refería su amigo.
—¿Y bien?
—Tiene veinte años... ¡Veinte años! ¡Cómo transcurre el tiempo! ¿Sabes lo que te digo, Pedro? Me siento viejo, un carcamal.
—¿Una copa de ginebra?
—No. Me arde la garganta. Ayer noche fue demasiado.
—Siempre es demasiado —rio Pedro—, pero a la noche siguiente reincidimos.
—Irás a Francia, Pedro —exclamó Luis como si no le oyera—. Te irás en el avión de mañana. Recogerás a la chica y...
—¿La empaqueto?
—La traes a España.
—Y después, ¿qué?
—Mira en derredor. Un piso precioso, moderno, cómodo, pero masculinizado. Tendrás que quitar las figulinas paganas que tanto gustan a tus amigas, pero impropias para los ojos de una colegiala. Será preciso traer a una mujer a esta casa. Mis comidas no gustan a la chica. Será preciso barrer todos los días, quitar el polvo —Pedro bostezó— y hacer las camas. No podemos beber cuanto se nos antoje, no... y todo eso.
—Me hice cargo de esa criatura cuando su padre murió. Recuerda que la chica acababa de nacer y su madre fue muerta por una bomba... ¡Cielos! ¿Por qué sería yo tan quijote? Debí enviarla a un orfelinato, no a un colegio de señoritas distinguidas.
—Bueno, un borrón al pasado estúpido de un niño, sin mucho sentido. Ahora las cosas están como están. Oye, ¿no te apetece una copa de ginebra?
—No.
—Yo voy a bebería. ¿Dices que a Francia mañana?
—Eso he dicho. Lee la carta.
Pedro no se dignó poner en ella los ojos. Junto al bar trataba de preparar un cóctel. Hizo una mezcla extraordinaria y agitó la coctelera.
—Me imagino cómo será dicha carta. Todas las cartas de las monjas de un colegio de señoritas son iguales. «Distinguido amigo en Cristo Nuestro Señor...». He leído todas esas cartas y las he contestado en nombre del distinguido amigo. Ahora dirá que Begoña Pimentel ha cumplido los veinte años, que hace quince que está con ellas, que es una mujer y todo eso. ¿No es así, Luis?
—Es así.
—Bueno, toma este cóctel ya que no quieres ginebra a secas. Iré a preparar mi maleta.
—Pedro...
El aludido le entregó la copa y Luis la tomó con ademán mecánico.
—Sé correcto. Ella... es una niña. Desconoce el mundo, las maldades... ¡Cielos! Es una gran responsabilidad.
—Sí que lo es. Pero oye, tú me has mirado mal.
Luis lo miró mejor. Pedro tenía cara de mochuelo un día nevado. Pero un buen amigo. De gran corazón y útil. Sí, muy útil.
—Perdona.
—Bueno, estás perdonado. ¿Qué debo hacer con ella una vez fuera del pensionado?
—Traerla para acá.
—¿Vestida de colegiala y, con coletas?
—Diablo —se enfadó Luis—. Haz lo que quieras.
—Lamentable.
—¿Qué es lamentable?
—Tu mal humor. Hay que saber hacer las cosas enteras. Nunca me gustaron los tipos que las dejan a medias.
—No acabes con mi paciencia, Pedro.
—Bueno. Ahí te dejo. Voy a hacer mi maleta.
Salió del salón, que era un conglomerado de cosas raras. Un diván, butacas, una mesa llena de copas, una «turca» revuelta, una cocinilla eléctrica al fondo sobre una tarima... Un piano. Todo de primerísima calidad, pero demasiado revuelto.
Luis, al pasear por la estancia, tropezó con la alfombra, dio una patada al «Lulú» de Pedro, que ladró lastimero. Pedro respondió desde su cuarto con otro ladrido idéntico y «Lulú» salió zumbando. Luis lo contempló con expresión ausente y encogió los ojos. Su cínica mirada se clavó en la mesa llena de copas vacías. Tomó la coctelera, llenó una copa y la vació en su boca.
Después siguió la dirección del «Lulú».
—Oye —dijo recostándose en la puerta—. Si es muy fea llévala a un médico. Que le cambie la cara, detesto las cosas feas.
—No te preocupes, las detesto tanto como tú —rio Pedro divertido—. Oye... Era una niña horrible, ¿no?
—Detestable. Lloraba por nada, le caían los mocos y se mordía las uñas.
—¡Qué monada!
—Y lo peor de todo es que tenía las piernas torcidas.
—¿De veras? Un dechado de perfecciones físicas.
—Hace diez años que no la he visto —siguió Luis pensativo mientras su cínica mirada se posaba en el péndulo del reloj—. A decir verdad me costaba un dineral, pero lo doy por bien empleado si la tenía lejos. Pero ahora... ¡Diantre...! ¿No podría convencer a la superiora? Sería mejor que la chica se metiera monja.
—Sí, sería mejor. Se lo diré a la superiora.
—Pero ten cuidado.
—Soy el tipo más persuasivo que hay en el mundo —rio Pedro sin convicción.
—Tenía un pelo incoloro y tan lacio que daba pena —añadió Luis mordiendo el cigarrillo con impaciencia—. Y unos ojos de corderito desvalido. Y le faltaban dos dientes.
—¿Qué?
—Bueno, entonces tenía diez años.
—Si a los diez años le faltaban dos dientes, ahora le faltarán todos. «Lulú» —gritó dirigiéndose a su perro peludo, blanco como la nieve—, decididamente yo no voy a Francia. No llores, vida mía, no te dejaré solo.
—Déjate de tonterías, Pedro. Cierra tu maleta.
—¿Pretendes que me haga cargo de una muchacha sin dientes? No, amigo. Ve tú a Francia y llévala a un dentista.
Luis cruzó los brazos sobre el pecho y rio quedamente. Era su mayor encanto, su más preciado atractivo según sus amigas. Aquella risa breve, baja, indefinible, y aquel su mirar agudo que parecía desnudar todo cuanto tocaban sus extrañas pupilas de hombre vivido.
—De todas formas, tendrás que ir —dijo sin guasa—. Es preciso que esa joven deje mi conciencia tranquila. Prometí a su padre velar por ella. Y yo era un buen amigo de aquel bravo comandante.
—Debiste quedar sin lengua cuando prometiste velar por su hija —refunfuñó Pedro—. Eras un chiquillo, no tenías autoridad ni personalidad ninguna. Aún recuerdo cuando te vi llegar con la estrella de alférez. Me diste risa.
—Pero me seguiste.
—¡Diablo! ¿Qué podía hacer? Tenía que velar por ti.
Luis volvió a reír de aquel modo en él peculiar, pero no respondió. Despacio regresó al salón y se sirvió otro cóctel. Lo bebió de un trago y chasqueó la lengua. Pero era insustituible haciendo cócteles.
* * *
—¿Y dices que lo conoces?
—Claro. Yo nunca supe que tu protector era Luis Lozano. De haberlo sabido te hubiera hablado de él.
—No creas que me interesa mucho. Tengo entendido que no es un hombre vulgar y corriente.
—Claro que no lo es. Es un tipo muy interesante, millonario y con una vida... Bueno, lo dice la gente, ¿sabes?
—Sé.
—¿Qué es lo que sabes?
—Eso.
—Begoña, no te pongas enigmática.
—No me pongo, Matilde.
—Pero es que al referirte a tu protector lo haces despectivamente. Te advierto que Lozano es un hombre de veras, un caballero. Si tiene amigas y si estas lo halagan no creo que le importe mucho. Bueno, a decir verdad yo nunca la traté. ¿Viene él a buscarte?
—No lo sé.
Quedaron calladas y pensativas. Begoña agitó la cabeza y Matilde fue a sentarse a su lado.
—Tenía diez años cuando lo vi por única vez —dijo Begoña con voz queda—. Me asustó. Era un hombre alto, fuerte, con unos ojos... Sí, creo que me asustaron sus ojos. Me alegré de que no volviera ni me reclamara en las vacaciones.
—Has estado demasiado cerrada aquí —dijo Matilde—. Ahora enfrentarte con el mundo es duro...
—Me amoldaré.
—Pero no sabes nada de nada. Ni siquiera has leído una novela de amor.
Begoña se echó a reír. Era su risa alegre como un día de sol, un día primaveral. Enseñaba unos dientes perfectos y en las mejillas se formaban dos hoyuelos y sus ojos brillaban burlonamente.
—No te rías de ese modo. Tu risa siempre me pareció extraña.
—Pues es una risa como otra cualquiera. No necesito leer novelas amorosas. ¿Acaso ellas podrían enseñarme algo de lo que ignoro? No. Me volverían loca. Tengo un concepto del mundo y de los humanos hecho a medida de mi temperamento. Un concepto personal.
—No te servirá de nada cuando te enfrentes con el mundo.
—No tengo interés en enfrentarme con el mundo, Matilde —dijo grave—. Será el mundo quien se enfrente conmigo y sabré salir de su torbellino sin mácula, te lo digo.
—Dentro de unos meses nos veremos allí. Ya me dirás si has cambiado de parecer.
—Dejemos esto. Háblame de Luis Lozano. ¿Con quién vive? ¿Con su madre? ¿Con su esposa? ¿Tiene hijos?
Ahora fue Matilde la que rio de buena gana.
—¿Esposa e hijos? Tú sueñas, amorcito. A Luis Lozano no hay quien lo pesque. Esa es la frase. Cualquiera sabe lo que ese hombre piensa de las mujeres y del amor. Creo que para él todas las mujeres son amor. No tiene madre ni hermanos. Vive con un tipo llamado Pedro. Un holgazán de marca mayor que vive a espaldas del potentado. Es rubio, tiene los ojos azules...
—¿Luis Lozano?
—Pedro.
—Ah, no me interesa Pedro.
—Es al que conozco algo. Me lo presentaron como «secretario particular de Lozano», pero él me dijo con la mejor de las sonrisas: «No hagas caso, monina, soy su criado».
—Me voy a meter en un sitio curioso —apuntó Begoña molesta—. ¿Son dos locos?
—No; pero dos maniáticos quizá sí. Pedro viste impecablemente, es un tipo interesante y tiene unos ojos...
«Como los de Lorenzo —pensó Begoña—. Ojos desconcertantes».
—¿Te gusta Pedro?
Matilde dio un respingo.
—Oye, ¿por quién me has tomado?
—Por Matilde, desde luego. Pero estás hablando de él, cuando yo te pregunto por Luis.
—Es que Pedro es la continuación de su amigo. Han luchado juntos en la guerra. Creo que han nacido en el mismo barrio y cuando Luis era un niño, o casi un niño, Pedro disponía de una fortuna cuantiosa. Entre los dos la tiraron a manos llenas y cuando murieron los padres de Luis, y este entró en posesión de la herencia, ambos, terminado el dinero de Pedro, vivieron con el de Luis. Son inseparables. Creo que no quieren criadas, viven solos, Pedro hace de cocinera, de doncella y de secretario administrador. Comen casi siempre fuera de casa.
—Me estás asustando.
—Todo el mundo sabe esto en la ciudad, pero todos ignoran lo que Pedro y Luis piensan de los demás.
—Ya.
—Viven unas juergas espeluznantes, tienen amigas en todos lados y la vida para ellos parece un paraíso terrenal.
—Muy divertido. Pero pienso en que yo voy a vivir con ellos y no me parece nada divertido.
—Algo decidirán con respecto a ti.
—Sin duda ya lo tienen decidido.
* * *
Pedro Olaizola pasó una mano por el cabello correctamente peinado y se dispuso a esperar. No era nada divertido el encargo, pero Luis siempre encontraba la forma de evitar los malos tragos. Resignadamente se dejó caer en una butaca y cruzó las piernas. Se miró con cierta filosofía. Vestía un traje gris de corte irreprochable, corbata a tono, sobre la camisa inmaculada y calzaba zapatos negros brillantes como espejos. Decididamente estaba correcto para recibir a la colegiala a la cual tenía que llevar a España. No sentía gran curiosidad. La imaginaba envuelta en el detestable uniforme, calzada con zapatos horribles, recogido el cabello en dos trenzas prehistóricas y con un lío de ropa bajo el brazo. Una sonrisa inexpresiva, una boca desdentada y unas piernas torcidas. Luis era un quijote en medio de su mundología. ¿Por qué no la dotaba y la enviaba..., aunque fuera al Polo Norte? Una mujer en casa era un estorbo, una incomodidad...
Se abrió la puerta y Pedro se levantó precipitadamente. Era algo delgado y sumamente elegante aunque desempeñara las funciones de criado. Rio bajo, al estilo de Luis, miró a la mujer que entraba en la sala de recibo seguida de una monjita.
Avanzó hacia ellas con gesto cortés y se inclinó a besar al crucifico que colgaba de la cintura de la monjita. Luego miró a la que supuso pupila de su amigo.
—Señorita Pimentel..., tengo mucho gusto en conocerla. Soy secretario particular del señor Lorenzo —no podía decir que era un criado, hubiera resultado demasiado grotesco en aquellas circunstancias— y tengo el encargo de conducirla a España.
La joven sonrió y Pedro quedó suspenso. ¿Sin dientes? ¡Diantre! Los tenía todos y eran de una belleza extraordinaria. Y aquellos hoyitos en las mejillas que se formaban al sonreír... Decididamente no era una chica fea. Si acaso un poco pálida su belleza, inexpresiva... La miró de soslayo mientras ella estrechaba su mano con gentil sencillez.
Tenía un cuerpo delgado y era alta. Claro que bajo las ropas sin estética no se podía apreciar con precisión; mas de cualquier forma que fuera no era gordita...
—Encantada de conocerle, señor Olaizola —dijo suavemente.
Y Pedro inmediatamente recordó la frase de Shakespeare: «Poseía una voz baja y grave, don maravilloso en una mujer».
La contempló con más detenimiento. Tenía algo, algo que emanaba de dentro como un don divino. Sus ojos eran color violeta, sus manos eran largas y finas, su boca era como una rosa abierta, provocativa, que aspira, se mueve y gira sin que su dueño se percatara de ello.
Parpadeó confuso y respondió gravemente a las preguntas de la monja. Se irían a España aquel mismo día en el avión que volaría al mediodía y esperaba que la señorita Pimentel se encontrase perfectamente en su nuevo hogar. Habló del señor Lozano (si Luis lo oyera se moriría de risa), alabó sus cualidades, su gran corazón, su caballerosidad, y Begoña se preguntó si había algo de burla en las frases breves, pero concisas.
Al fin se despidieron. Pedro vio cientos de rostros juveniles, asomados a las ventanas. «Me desintegran con los ojos», pensó divertido mientras subía al taxi. Begoña agitó la mano por última vez y el taxi se perdió en la carretera solitaria.
No llevaba lío de ropa. Una simple maleta pequeña de piel de Rusia. «Tiene buen gusto la muchachita —se dijo apreciando la estética de la maleta—. Pero con esas ropas tiene una facha terrible. ¿Qué sucedería si la llevase a una casa de modas y en vez de tomar el avión de hoy, tomáramos el de mañana?».
Se volvió hacia ella.
—Señorita. Pimentel, ¿le gustaría adquirir ropa en París?
—¿Ropa?
—Considero que no puede llegar vestida de uniforme a España.
—Oh, no se preocupe...
—Decididamente vamos a dedicarnos a la modista durante unas horas. El señor Lozano lo creerá muy razonable.
Begoña levantó un poco la barbilla. «Parece orgullosa y altiva, pero ya se le pasará», pensó Pedro disgustado.
—Prefiero marchar hoy a España.
—¿De veras, no tiene ilusión por los modelos de París?
—De veras —sonrió—. Doy poca importancia a esas nimiedades.
«Es diferente de las demás. O... ¿no será sincera?».
Encogió los hombros y ordenó al chófer que se dirigiera al hotel en el cual tenía los pasaportes.
II
Luis, como siempre, no se encontraba en el piso. Begoña entró precedida por Pedro y disimuló su asombro ante aquel conglomerado de objetos diversos que no guardaban armonía alguna. El salón parecía un museo exhibiendo cosas raras, la cocina tenía el aspecto de cuadra de gitanos, los dormitorios parecían esos ejemplares raros que nunca terminan en nada. El despacho en penumbra semejaba un mercado.
—¿Le agrada nuestro hogar?
Begoña recordó a Matilde. No había mentido.
Encogió los hombros, dijo que estaba cansada y que deseaba retirarse a dormir.
—No tenemos muchacha —dijo Pedro con la mayor tranquilidad—. Las mujeres son un estorbo...
Ella se le quedó mirando asombrada y Pedro se turbó sinceramente.
—Bueno, perdone usted. Quise decir...
—Lo entendí perfectamente.
«Qué monada».
—¿De veras? Es magnífico que me haya entendido. Venga —añadió tomando la maleta de la mano de la joven—. La conduciré a su alcoba. Seguramente que tendrá que arreglarla un poquito. A decir verdad, esa alcoba era... ejem, era...
—¿El cuarto oscuro?
—Pues... no, claro. Era... el destinado a guardar los útiles de limpieza. Creo que el señor Lozano lo habilitaría para usted. Sígame, por favor.
Begoña no se asustaba de nada, pero se prometió a sí misma enseñar a aquellos dos hombres a vivir como Dios manda.
Subió las escaleras y al llegar al vestíbulo superior Pedro se detuvo. Abrió una puerta, torció el gesto y dijo:
—Es aquí, señorita Pimentel. Espero que..., ejem..., que se encuentre perfectamente.
Begoña, sin asombrarse de nada —no pensaba en asombrarse jamás—, entró en la alcoba. Era una estancia amplia, cómoda sin duda, pero tan extraña que tuvo deseos de dar la vuelta, echar a correr y tumbarse a dormir en un parque cualquiera. Pedro, recobrado ya, abría una pequeña puerta y decía con gentil donosura:
—El baño, señorita Pimentel.
Y ponía la cara de un criado distinguido que muestra a su ama el gran refugio.
Begoña no miró hacia la puerta blanca. Tenía bastante con la alcoba. Había una cama preciosa al fondo. Seguramente que adquirida por Luis Lozano el día anterior o quizá aquel mismo día. Tenía un colchón cuadrado, las sábanas dobladas encima, la almohada sin funda y una colcha amarilla, además de seis cobertores. Seis nada menos, sonrió Begoña casi divertida. Había además una alfombra también nueva sobre un piso sucísimo. Un armario que era una monada, un tresillo al otro extremo, dos mesitas de noche, el aparato de la cera, un aspirador al otro lado, dos escobas, un cubo y seis o siete bayetas llenas de polvo. El juego de habitación, así como el tresillo y la mesa de centro en medio de aquel conglomerado de objetos de limpieza le produjeron náuseas, pero disimuló perfectamente.
—Mañana daré un repaso —dijo Pedro con toda tranquilidad—. Pero hoy necesita dormir. Le haré la cama.
—En modo alguno. Prefiero quedar sola. Muchas gracias por todo, señor Olaizola, y buenas noches.
—¿De veras no necesita nada?
—Solo quiero descansar. Mañana será otro día.
—Puedo traerle algo de comer. Leche, galletas, carne asada...
«No hay nada en la despensa, seguro —pensó—. Pero algo hay que decir».
—Muchas gracias. No quiero nada.
—Entonces, buenas noches, señorita Pimentel, y encantado de conocerla.
—Gracias. Buenas noches.
Se cerró la puerta y Pedro bajó presuroso, se tumbó en una mecedora del salón y pasó una y otra vez la mano por la frente. ¡Qué deseos de descansar, al fin! Estiró las piernas, buscó a tientas una botella de coñac y la vació casi en la boca. Glo, glo... Le divertía aquel ruido y le gustaba el sabor amargo del licor ardiente descendiendo por el esófago.
Súbitamente se sobresaltó. Diantre, ¿qué era aquello? ¿Estaría la jovencita bailando en su alcoba? Los ruidos eran rarísimos, mover de muebles, susurro de la aspiradora... Diablo, seguro que estaba aseando su dormitorio. Alzó una ceja hasta la misma frente y bebió de nuevo. Glo, glo. Sabía bien aquel coñac. Ardía en el estómago. Se dio cuenta de que lo tenía vacío, pero no se movió. Prefería pasar sin comer a ir a buscarlo.
Estaba tan cansado que se durmió como un bendito y cuando sintió una mano en su hombro abrió los ojos, dio la vuelta en el sofá, cerrándolos de nuevo y dijo soñoliento:
—Dejadme en paz. Me muero de sueño.
—Despierta, Pedro. ¿Puedes decirme qué haces ahí? ¿Y la chica?
—La chi... —dio un salto—. ¿Qué chica?
Luis lo sacudió sin miramientos y como Pedro aún seguía moviendo la cabeza sin saber responder con cordura, Luis giró sobre sus talones, buscó un sifón y lo vació tranquilamente en la cara de su amigo.
—Qué..., que..., que... —movía la cabeza esquivando el chaparrón—. Déjame ya, condenado.
—Bien, responde.
—Pero.
—Límpiate.
Y le tiraba una servilleta que había junto a un cenicero sobre la mesa de centro.
Pedro se limpió, increpando a su amigo y dijo malhumorado:
—Está en su alcoba.
—¿Ha venido?
—Te digo que está descansando. ¿Qué hora es?
—Las seis de la madrugada.
Pedro dio un salto.
—¿Las seis? ¿Has dicho las seis? —miró hacia el techo—. Bueno, han cesado los ruidos al fin.
—¿Qué ruidos?
—La dejé en su alcoba y el angelito se conoce que no pudo dormir antes de asear su apartamento. Los ruidos fueron horribles. ¿No habrá nada en la nevera? ¿Se terminó el coñac? Diantre, me comería ahora mismo una buena pierna de pollo.
—Muérdete las uñas —se sentó en el brazo de una butaca—. Cuéntame. ¿Cómo es mi pupila?
—No tiene dientes.
—¿Ni siquiera uno?
—Ni una raíz. Mañana la llevarás al dentista. ¿Dices que no hay nada en la nevera?
—¿Y qué hago yo con una chica sin dientes? No me será fácil casarla, aunque la dote espléndidamente. ¿Qué más?
—Unas piernas torcidas, horribles. ¿Ni tampoco coñac?
—Ni agua. Dime... ¿Rubia o morena?
—Cielos, me arañan el estómago. ¿Ni siquiera galletas?
—¿Vas a contestar?
—Rubia. ¿No hay galletas?
—Vete al diablo. Buenas noches.
—Buenos días.
Y cada uno se fue por su lado. Luis, rumiando algo entre dientes. Pedro renegando de su estómago, que no callaba.
* * *
En aquel piso nadie se levantaba hasta la una, y a veces hasta las tres de la tarde. Luis daba una vuelta por la fábrica una vez saciado su apetito en cualquier restaurante y Pedro lo imitaba; pero en vez de ir a la fábrica se metía en el club a jugar una partida hasta las siete, hora en que regresaba a casa. Tomaba dos o tres copas de coñac, hacía luego un cóctel y salía otra vez hasta las tantas de la madrugada.
Begoña se levantó casi inmediatamente de acostarse ellos, estuvo oyendo toda la conversación y no se enfadó. Begoña tenía sentido del humor, aunque su cara seria no lo indicara así. Formó un plan de combate y lo estaba llevando a efecto. No buscaba en ello su propia comodidad, sino el bien de su prójimo y aquel prójimo empezaba por los dos holgazanes que vivían al revés de todo el mundo.
Bajó a la portería, habló con la portera pidiendo a esta le cediera a su hija si la tenía. La portera se echó a reír al saber que vivía con los inquilinos del cuarto y le cedió a su nieta de buen grado, pues no tenía hijas disponibles. Pero antes de que Begoña se metiera de nuevo en el ascensor, le dijo burlona:
—Le advierto que los inquilinos del cuarto son perezosos. No crea usted que les agradará tener mujeres en su casa.
—Soy pupila del señor Lozano y he llegado ayer de París. Cumplo órdenes.
¿Ordenes? ¿Y qué podría hacer aquella monada de criatura en el piso del señor Lozano? Sin duda nada provechoso. Era demasiado guapa, demasiado joven y demasiado distinguida, pese a sus ropas tan feas.
Pero la dejó marchar sin hacer comentarios, prometiéndole que media hora después Subiría su nieta.
Y allí estaban Begoña y Rita trabajando afanosamente. En una hora la cocina parecía una auténtica cocina. Había café al fuego, olía toda la casa, había tortas calentitas sobre la mesa, en una bandeja, y relucía el fogón y los mosaicos del suelo, de los que momentos antes no se notaban sus ridículos arabescos. Luego le tocó el turno al salón. Las cosas volvieron a su sitio, las alfombras fueron convenientemente sacudidas, la aspiradora trabajaba sin cesar y Begoña sonreía divertida pensando ya en la cara de asombro que pondría Pedro y su compinche.
Tenía la melena recogida tras la nuca. El babi del colegio la envolvía toda. Calzaba zapatillas y sus ojos color violeta brillaban apasionadamente. Rita era una muchacha robusta, callada y trabajaba sin hacer un comentario. Media hora más tarde el salón guardaba armonía absoluta. Era consolador ver que todo ocupaba su lugar debido. El sofá, las alfombras, los espejos, los mil objetos antes diseminados de modo ridículo, ahora aparecían limpios. Begoña se recostó en la puerta y contempló el conjunto, aprobando. Cerró las maderas y con Rita se fue al despacho. Eran las once de la mañana y de las alcobas masculinas no salía un sonido, como si los dos holgazanes hubieran fallecido.
El despacho quedó ordenado enseguida porque, pese a su desorden, era la pieza más reducida. Rita salió a comprar flores, y Begoña llenó los búcaros con gusto exquisito. Luego subieron a la alcoba de la joven y la ordenaron cuidadosamente. Aquello era una habitación femenina, no una despensa. Quitaron todos los objetos inservibles, Rita los recogió para dárselos al trapero y a la una Rita marchó con un buen puñado de billetes.
—¿Vuelvo mañana, señorita?
—No. Únicamente si puedes venir todos los días e incluso dormir aquí.
—Trabajo por las tardes.
—Entonces hablaré con una agencia. Necesito una cocinera y una doncella, Rita.
—Lo comprendo, señorita Begoña. Buenos días.
—Adiós.
La joven excolegiala no sabía qué hacer. El piso era monísimo, los muebles, buenos de excelente calidad, las alfombras, los espejos, incluso los cuadros que colgaban de las paredes. Era un hogar acogedor y ahora daba gusto mirarlo. Pero los dos hombres seguían durmiendo sin enterarse de nada y era preciso que despertaran.
Entró en el comedor, puso un albo mantel sobre la mesa. Colocó tres cubiertos, las tortas en la bandeja, el café en la cafetera y, sin dudarlo un instante, se trasladó al salón. Buscó la radiogramola, revolvió los discos y puso el más chillón.
Enseguida se oyó en la casa la voz altísima del cantante:
«Soy de Pénjamo. Yo soy de Pénjamo...».
Begoña tapóse los oídos y se hundió en una butaca con las piernas cruzadas, que no eran torcidas ni mucho menos. Esperó pacientemente.
«Soy de Pénjamo. Soy de Pénjamo...».
Machacona la voz cantaba siempre lo mismo, pero Begoña no pensó ni por un instante volver a empezar. Dejó el disco que rodara y rodara y creyó, no sin razón, que ambos hombres despertarían de su pesado sueño. Y así fue. Se abrió una puerta y apareció Pedro con el pelo levantado, en pijama, agitando los brazos como aspas de molino.
—¿Quién diablos...?
Al ver a la joven tapóse la boca y se metió dentro de su alcoba, cerrando brusco. Luego se abrió otra puerta con precipitación. ¿Luis Lozano? Sí, era él sin duda. Salía hecho una furia atándose el cordón del batín. Sus cabellos negros sin peinar, pero tampoco muy despeinados, enmarcaban un rostro de facciones acusadas. Begoña se levantó despacio.
—¿Quién..., quién?
Luis calló, fue hacia la radiogramola. Quitó el disco y lo pisó con rabia.
—¿Quién se atreve...?
—Supongo —dijo Begoña con la mayor sangre fría— que tú serás mi protector...
Luis levantó la cabeza. Su pie aún continuaba sobre el disco hecho añicos. Miró a la joven...
—¿Usted..., tú...?
—Sí —rio Begoña y enseñó todos sus dientes con descaro.
Luis parpadeó.
«Diantre, no solo tiene dientes, sino que parecen el anuncio de un dentífrico».
—Luis Lozano —dijo la joven—, siento que te haya defraudado.
—¿Defraudado? ¿A mí?
—Es la una de la tarde y creí conveniente...
Salió Pedro bufando como una fiera, pero vestido y peinado correctamente.
—Señorita Pimentel...
—Buenos días, Pedro. Es usted muy madrugador.
Luis y Pedro se miraron interrogantes.
—La verdad es... Bueno —se agitó Pedro—, siempre madrugamos. Pero hoy...
—Nunca madrugamos —dijo Luis fiero—. Y no pienso variar mis costumbres.
—Ajá, eso es estupendo. Yo quería decirle —lo trataba ahora de usted— que pienso buscar trabajo en alguna parte.
Luis se agitó. Le daba rabia que aquella chica... fuera guapa. Guapa, sí, pese a su babi horrible, a sus zapatillas de casa, a todo. Era guapa. Muy guapa...
—¿Trabajar? Es usted mi pupila.
—De todos modos...
—Bueno —cortó Pedro—, vístase usted y vayamos a desayunar a un restaurante.
Begoña sonrió. Diablo, qué hoyuelos se le formaban en las mejillas... Y qué voz. Pensó como Pedro: «Poseía una voz grave y baja, don maravilloso en una mujer».
—Pasen al comedor, por favor —dijo la joven—. Tienen el desayuno dispuesto.
Luis y Pedro se miraron de nuevo. Y Pedro dio un respingo.
—Caray, qué arregladito está todo —rio burlón—. ¿Te has fijado, Luis?
Luis miraba a la joven que sostenía valientemente su mirada. Y sin dejar de mirarla con cinismo, comentó:
—Estoy recordando al comandante Pimentel. Era un tío testarudo. Pasemos al comedor.
III
–Esto parece nuevo —dijo Pedro mirando a un lado y a otro—. ¿Usted sola, señorita Pimentel?
—Y la nieta de la portera.
—Rita de mis amores... —salló de pronto y se echó a reír súbitamente—. Es usted un ángel.
Luis comía en silencio. Miraba las tortas, las manoseaba y luego las metía en la boca sin comentarios.
—Las mujeres son ideales —dijo Pedro.
—Pues tiene usted edad para casarse.
—Ya he pasado, hijita. Soy un Matusalén.
Luis seguía comiendo. Tenía apetito y aquellas tortitas... ¡Caray con las colegialas!
—Señor Lozano... —empezó ella.
Pero Luis cortó con un gesto:
—Llámame Luis y trátame de tú.
—Bien —se turbó un poco—. Yo quisiera...
—Di lo que sea. Después del dulce despertar ya no me asombra nada.
—Si es que voy a quedar a vivir aquí.
—Te quedarás.
—Pues... quisiera...
—Diga usted lo que sea, señorita.
Luis miró a Pedro y dijo brusco:
—Trátala de tú y llámala por su nombre. Detesto las ceremonias.
—¿Está usted de acuerdo, se...?
—Desde luego, Pedro.
—Gracias. Diga lo que quiera sin reparos.
—No sé si acertaré a llevar un hogar como este.
—No es preciso —saltó Luis, que seguía comiendo tortas—. Todo estaba bien como estaba. Iremos a comer a un restaurante... Lo demás...
—Entonces buscaré un empleo.
—¡En modo alguno! Tengo un documento que tu padre firmó antes de morir. Soy tu tutor y responsable de cuanto puedas hacer hasta tu mayoría de edad. Te quedarás aquí. Ya buscaré un hombre para ti, te casarás, tendrás hijos y un hogar como el que deseas. Ahora amóldate a vivir así.
—Considero que...
—Sigue.
—El hombre me lo buscaré yo.
—Y lo encontrarás enseguida —saltó Pedro impulsivo. Calló bruscamente y sonrió a lo tonto como si pretendiera disimular su nerviosismo—. Quiero decir...
—Ya sé lo que quiso decir —cortó Begoña y miró de nuevo a Luis—. Le ruego..., te ruego que...
—Las tortas estaban ricas —dijo Luis sin oírla y se puso en pie. Dio una patada a la silla y esta cayó hacia atrás—. No me gusta ver las cosas en su sitio. Esto es rutinario.
Begoña lo miraba furiosa, pero no objetó nada.
Pedro, que continuaba sentado, puso la mano sobre la joven y se la oprimió cariñoso.
—No le hagas caso, querida.
—¿Qué debo hacer?
—Lo que quieras.
—Pero yo... no quiero ir a comer a un restaurante ni me place ver las cosas sucias y fuera de su sitio.
—Ponías como quieras. Yo te ayudaré.
—¿Tú?
—No tengo otra ocupación.
—¡Pedro! —se oyó la voz de Luis.
Y el aludido se precipitó hacia el salón.
Begoña comió una torta, lo único que sabía cocinar porque aprendió por curiosidad. Eran sabrosas. ¿Qué hacer? Aquel Luis Lozano era un hombre desconcertante. Y guapo. ¿Guapo? No, otra cosa. Interesantote. Bruto y elegante a la vez. Un tipo digno de estudio. Pero no pensaba estudiarlo. Apretó las sienes con ambas manos. No quería pensar y pensaba. ¿Qué existencia le esperaba junto a dos hombres tan raros? Y ella nunca había tratado a un hombre, excepto al jardinero del colegio. Era un mundo nuevo..., caras nuevas. Todo nuevo en la vida que empezaba en aquel instante.
Oyó la voz queda de Luis y sin pensarlo, se acercó al cortinón. No sabía por qué, pero deseaba oírlo. Tenía una voz ronca, una risa breve que debía ser en él peculiar. Y una forma de mirar..., eran los mismos ojos de diez años antes y Begoña se estremeció. Le daban miedo aquellos ojos negros, ardientes, cínicos... Era algo terrible tener que vivir con él. Pedro era diferente.
—Has dicho que no tenía dientes.
Begoña sonrió.
—Bueno, pero los tiene.
—Has dicho que tenía las piernas torcidas.
Begoña volvió a sonreír aturdida.
—Pero las tiene derechas.
—¡Has dicho que era fea!
—¿Te parece guapa?
Begoña escapó del cortinón y se cerró en la cocina.
Sin salir de allí oyó que más tarde la puerta se cerraba y enseguida apareció Pedro.
—Creí que te habías ido —dijo sin mirarlo.
—Se fue Luis. No volverá en todo el día. Tú y yo vamos a salir.
—Te he dicho que no voy a un restaurante.
—Y no iremos. A mí no me gusta tropezar con mujeres en la casa, pero tú eres una chiquita preciosa. No me mires así. Piensa que soy tu hermano. Líbreme el cielo de tener un mal pensamiento junto a ti. Eres una chiquilla.
Con eso parecía decirlo todo, y Begoña sin saber por qué se tranquilizó completamente.
—Vamos a unirnos para la gran batalla. Saldremos de compras. Primero iremos a una casa de modas. Te comprarás todo aquello que te guste y luego a una agencia.
—¿A una agencia?
—Sí.
—¿Lo ordenó él?
—No. Se pondrá furioso, pero no importa. Tú no puedes hacer las comidas. La agencia se encargará de proporcionarnos una cocinera y una chica para la limpieza.
—¿No se enfadará?
—¿Luis?
—Sí.
—Claro, pero ya le pasará. Vamos, quítate ese delantal horrible. Voy a ser tu paladín esta tarde.
* * *
En la cocina había una mujer llamada Susana. Vestía uniforme azul, delantal blanco. En el salón, ordenando algunas cosas, había una doncella vistiendo uniforme azul, delantal blanco y cofia en la cabeza.
En el salón, al otro extremo de la doncella se encontraba Pedro y Begoña.
Había cajas cerradas por doquier, y otras abiertas. Eran las siete de la tarde.
—¿Te gusta todo?
—Magnífico, Pedro. Pero ¿qué dirá Luis?
—Lo que quiera. Si se enfada no le lleves la contraria. Por todo lo que te has comprado tú no se enfadará. Pero por lo de la servidumbre... sí.
—¡Dios mío!
—No te aflijas. Estás preciosa con ese modelo. Cielos, y qué piernas más bonitas...
—Me vas a ruborizar.
—Óyeme como si fuera tu hermano.
—Bueno, pues ayúdame a llevar estas cosas a mi alcoba.
Begoña, ayudada por Paula, colgó las ropas recién adquiridas en el armario. Blusas, ropa interior primorosísima. Batas de casa, trajes de calle, de noche, abrigos, zapatos... ¡Todo maravilloso! Eran las primeras ropas de mujer que adquiría y tenía veinte años. Sonrió ante el espejo. Este le devolvió una figura moderna, bonita, sin afeites, solo una pincelada en los labios y una leve capa de polvos en las mejillas color mate.
—Paula —dijo de pronto—, aquí tienes tu uniforme negro. Cuando termines de hacer limpieza te lo pones. Y..., desde mañana, la limpieza se hará muy temprano.
—Sí, señorita.
—Y otra cosa, Paula. Yo acabo de salir del colegio. Ignoro muchas cosas... Quisiera que tú, que has vivido siempre en este mundo maravilloso, me ayudaras siempre que fuera preciso.
Paula tenía veinticinco años y era agraciada y de noble corazón. Miró a la muchachita ingenua y le sonrió.
—Le ayudaré en todo, señorita. Pero enseguida no necesitará mi ayuda. La señorita es tan bella...
—Gracias, Paula. Y también quiero decirte que el señor se enfadará mucho al veros aquí. Pero no le deis importancia.
—He oído hablar de don Luis Lozano...
Begoña se volvió en redondo.
—¿Sí? ¿Le conoces? ¿Sabes algo de sus rarezas? Yo... soy su pupila.
—Lo sé, señorita Begoña. Don Pedro me habló un poco de todo.
—Mi buen Pedro. Es un hombre estupendo.
—Es un sol —dijo Paula sin poderlo evitar.
Begoña se le quedó mirando fijamente y luego se echó a reír.
—Sí, creo que es un sol.
Paula, roja como la grana, salió de la alcoba con el uniforme colgado del brazo.
¿Acaso se conocían Paula y Pedro? «Es un sol».
¿Y de qué se conocían? Bueno, de lo que fuera. Begoña encogió los hombros y se contempló nuevamente en el espejo. Estaba preciosa con el modelo de tarde modelando su busto y sus caderas. Era esbelta, delgada y encantadora sencillamente. Los cabellos rubios peinados en melenita corta le daban aire infantil, pero interesante, misterioso dentro de su infantilidad. Los ojos eran color violeta y brillaban. Sí, tenía un brillo inusitado en toda ella aquella tarde. Le escribiría a Matilde y le contaría todas sus cosas. Le diría...
«El... sigue pareciéndome aterrador. Sus ojos me producen miedo, su boca sonríe sin risa, es una boca cuadrada, provocadora, sensual...». No, no le diría nada de eso. Matilde le llamaría tonta. Le diría:
«He comprado un equipo precioso. Pedro es un hombre gentil, pero pagaba con cheques de Luis».
Tampoco le diría eso.
Le diría...
«El piso es precioso. Tengo una cocinera y una doncella llamada Paula que debe conocer bastante a Pedro...».
Aquello menos todavía. No le escribiría aún. Era mejor esperar.
—Señorita...
Se volvió.
—Paula, con el uniforme negro estás preciosa.
—¿De veras le parece bien?
—Naturalmente. Ahora di a Susana que prepare la cena. Ellos no tardarán en venir.
Pero ellos no vinieron. Dieron las diez, las doce, las tres, las cuatro... Begoña saltó de la cama, marchó al salón, se encaramó a una silla, quitó los plomos, puso la mesa de centro delante de la puerta de entrada y con la mayor tranquilidad se volvió a la alcoba, cerrando por dentro y a tientas buscó la cama.
Con los ojos muy abiertos espió el menor ruido. Paula y Susana ocupaban una habitación al final del piso. Era un cuarto que siempre estuvo cerrado, ocupado con muebles inservibles, si bien logró salvar los desechos de dos camas iguales, un ropero y una mesita de noche. Y los demás muebles fueron recogidos por el trapero que quiso pagar por ellos y Begoña se los regaló con su gentil sonrisa.
Pensaba en sí misma, en su futuro, en lo que sería de ella cerca de aquellos dos libertinos que a las cinco de la madrugada aún no estaban en sus camas. Ignoraba si poseía dinero. Sabía únicamente que su padre, comandante de Aviación, murió en combate, que su madre, una dama muy elegante de origen inglés, fue muerta por una bomba. No tenía parientes ni amigos, excepto aquel Luis Lozano que se ocupó de su educación y de que nada le faltara durante ese período de tiempo. Recordaba haber oído decir a la superiora que Luis Lozano enviaba el dinero a manos llenas. La prueba era que aún guardaba en su bolso unos cuantos miles de pesetas, que todos los meses le entregaban para sus gastos. ¿Era dinero suyo o se debía a la generosidad del millonario? Era un interrogante que Begoña se proponía aclarar un día cualquiera.
El reloj del pequeño vestíbulo superior tocó las seis de la mañana y como si aquello fuera una señal, se oyó el llavín en la cerradura.
Begoña se tiró de la cama precipitadamente, cubrióse con la bata flamante, calzó las chinelas y, atándose el cordón de la bata, se aproximó a la puerta de su alcoba y la entreabrió sigilosa. Le divertía y le entristecía al mismo tiempo la llegada de los dos sinvergüenzas. ¿Es que ni siquiera iban a respetar que ella estuviera en el hogar?
La llave de la cerradura daba vueltas y vueltas, lo que indicaba que el poseedor de ella no acertaba a sostenerla como Dios manda. ¿Borracho? Seguramente. Polla rendija de la puerta miró. La puerta de la calle quedaba frente por frente de su alcoba. Solo cuatro tramos de escalera la separaban de aquella puerta. Al fin esta cedió y a la luz tenue del rellano vio las dos figuras masculinas que, vestidas de oscuro, con los sombreros echados hacia atrás y las bufandas blancas mal colocadas, hacían su entrada triunfal. Alguien cerró la puerta con el pie y otro apretó el botón de la luz.
—¡Rayos! —chilló Pedro—. No tenemos luz.
E inmediatamente, ¡paff...! Las dos figuras tropezaron con la mesa y cayeron uno sobre otro formando un bloque humano con gran ruido aparatoso de astillas rotas.
«Así me gusta —pensó Begoña sin parpadear y tratando de buscar en la oscuridad los dos bultos—. Y tantas veces regreséis a estas horas, tantas veces os prepararé una encerrona».
—Diablos del infierno —tronó Pedro fuera de sí—. Me he roto una pierna, siete costillas y el bigote.
—¡Cállate, idiota, y ayúdame a levantar!
Begoña salió de su cuarto sigilosamente y a tientas buscó el rincón donde estaban los plomos. Era preciso colocarlos en su sitio sin que ellos se percataran.
Pasó junto a ellos sin que se fijaran en ella. Los vio tirados como fardos mezclados con la mesa, el jarrón, mojados por el agua de este; Luis tenía una blanca flor en la nariz y Pedro otra en la garganta.
—Pero ¿por qué no hay luz en esta casa? —preguntó Luis bufando como una fiera—. Nunca falta la luz a las nueve de la noche.
—Es que son las seis de la mañana, Luisito —dijo Pedro con voz lastimera.
—¿Las seis? Tú sueñas, amorcito. Mi reloj tiene las nueve.
—Lo que indica que lo debes llevar al relojero.
—Cielos, me he roto la clavícula y el hígado. Ayúdame, Pedro.
—Primero tendrás que ayudarme a mí. No me quedó sano ni el bigote, ya te lo he dicho.
Entretanto, Begoña fue hacia los plomos, subió sobre una silla y, tras colocarlos, regresó sigilosamente a su cuarto sin que los dos bultos lograran ponerse en pie.
—Pero... ¡Pedro!
—No grites tanto, Luis.
—¡Ayúdame!
Begoña salió de su alcoba, apretó el botón de la luz y su figura en lo alto de la escalera se recortó como un fantasma celestial. Bajó de dos en dos y apretó el botón de la luz del salón. Este se iluminó, así como el vestíbulo.
—Dios mío —exclamó suavemente—. ¿Qué os ha pasado?
«Nunca he visto nada tan grotesco», pensó al mismo tiempo de avanzar hacia los dos hombres tirados en el suelo.
—¿Os ayudo?
Luis estaba blanco como el papel. Sin duda la postura, además de ser incómoda bajo la pata de la mesa, era humillante, ridícula y le fastidiaba enormemente que aquella niña los viera en tal estado.
—Vuélvete a la cama —le gritó—. Vuélvete inmediatamente.
—Pero no puedo dejaros así.
—He dicho que te vayas.
No le hizo caso. Retiró la mesa, recogió el jarrón y las flores y dio la mano a Pedro, que la contemplaba con ojos suplicantes. No les reprochó nada, pero ellos, sin duda, se sentían doblemente humillados que era, precisamente, lo que deseaba la joven. Una vez Pedro en pie ayudó a su amigo y ambos avanzaron hacia un diván donde se dejaron caer. Begoña retiró la mesa, que tenía dos patas rotas, la puso a un lado del vestíbulo y luego se acercó al bar.
—¿Os preparo sifón? —preguntó con la voz más dulce de sus sonrisas.
Los dos hombres la miraban. Pedro con admiración, con ternura. Luis..., cualquiera sabía lo que expresaban los ojos de Luis.
—¿Por qué sifón? —gritó indignado—. ¿Crees que estamos borrachos?
—Claro que no. ¿Café puro?
—Diablos del infierno. Decididamente crees que estamos como cubas.
—Te aseguro...
—Lárgate de aquí, cervatillo —chilló Luis perdida la paciencia—. Bastante tenemos con lo sucedido. Hala, a la cama, cervatillo.
—No debes llamarme cervatillo.
—Te llamo como quiero —rio entre dientes.
—Os voy a preparar una taza de café.
Luis se irguió, avanzó hacia ella y se inclinó sobre la carita linda.
—Te he dicho... —empezó con voz descompuesta, pero súbitamente sonrió y añadió bajo—: Vete a la cama, pequeña. Creo que... Bueno, vete, anda.
IV
Begoña se levantó a las ocho de la mañana. A decir verdad no volvió a dormir, lo que indicaba que pasó la noche en blanco. Entró en la cocina cuando Susana disponía el desayuno. Begoña se sentó en el comedor y desayunó con apetito. Tendría mucho que pelear, mas de cualquier forma que fuera había de regenerar a aquellos dos hombres que ignoraban lo que era la dulzura de un hogar. ¿Cuántos años tendría Luis? Más de treinta, seguro. Pedro, treinta y ocho, lo sabía porque él mismo se lo dijo.
Leyó la prensa local y después subió de nuevo a su alcoba. Se duchó con agua fría, se vistió con calma y decidió salir un rato a rezar en una iglesia. La ciudad era pequeña o no demasiado grande. Le gustaba. Le agradaban sus calles limpias, sus edificios nuevos, sus plazas llenas de flores y sus comercios elegantes.
Entró en un edificio grande y, como supuso, estaban oficiando la misa en aquel instante. Rezó con fervor. Necesitaba mucha paciencia y más resignación y, sobre todo la ayuda de Dios para reformar los espíritus casi perdidos de aquellos dos hombres incomprensibles.
Cuando salió se sintió más reconfortada. Llegó a casa a las once de la mañana. Paula ordenaba el salón canturreando bajo, en la cocina trabajaba Susan. De las dos alcobas masculinas no salía ruido alguno.
—Por lo visto aún no se han levantado los señores.
—Aún no, señorita.
Begoña dejó el devocionario y el velo sobre una mesa, fue hacia la radio y la conectó.
Sentóse tranquilamente en una silla y, cruzando las piernas, fumó un cigarrillo de los de Luis. Sabían bien, se atragantó, tosió, pero siguió adelante. Todas sus amigas del pensionado fumaban y ella no pensaba ser menos que las demás. La radio chillaba con todas sus fuerzas. Era un serial y las voces se confundían, gritaban, lloraban...
—¿Qué es eso...?
—Buenos días, Pedro —replicó Begoña tranquilamente.
—Diantre, querida, todas las mañanas con esa gaita.
—Me encantan los seriales.
—Hum.
Se apoyó en el brazo de un sillón. Estaba recién peinado y vestía pantalón gris bajo el batín.
—¿No te gustan?
—Son las onces y media...
—Ya, y te acostaste a las seis. Dormís poco —indicó con cara de buena chica. ¿No crees que os perjudica?
Se abrió la puerta del cuarto de Luis. Este vestía correctamente de negro, su camisa era blanca y los zapatos también negros, muy brillantes. Era alto y fuerte y Begoña al lanzar sobre él una breve mirada se dijo que tenía por lo menos treinta y cinco años. Las arruguitas que se formaban en torno a los ojos parecían la mitad de una nuez, pero pese a todo era un hombre interesante. Sí, sumamente interesante. Dio los buenos días, con semblante sereno. Avanzó hacia la radio, la apagó tranquilamente y luego dijo:
—Begoña, pasa al despacho. Tengo que hablarte.
Y se encaminó hacia allí. Begoña fue tras él. Vio que Luis miraba a Paula y luego a Susana... No dijo nada.
—Cierra la puerta.
Begoña la cerró.
—¿Quiénes son esas dos mujeres? Siéntate.
Él lo hizo tras la gran mesa y encendió un cigarrillo. Fumó aprisa quedando sus facciones difuminadas entre el humo perfumado.
—La cocinera y la doncella.
—Muy bien. ¿Quién lo ordenó...?
—Consideré que hacían falta. A menos que prefieras que lo hiciera yo.
—En modo alguno —movió la mano—. Dejémoslo así. No te he llamado para hablar de esas dos mujeres. Era solo para hablar de ti.
—Me alegro.
—¿Por qué?
—Porque..., porque... Bueno, porque estoy desorientado y quiero saber...
—¿Qué es lo que quieres saber?
—Una nueva vida se abre para mí —dijo turbada—. No sé lo que esa vida me tiene reservado.
—Yo tampoco lo sé. Únicamente deseo hablar de tus intereses. Seguramente que no sabes que tuviste un padre rico y una madre que no lo era menos.
Begoña contuvo el aliento. Él prosiguió pausadamente. No parecía el libertino de la noche anterior, sino un tutor comprensivo, caballeroso, amable, y hasta tierno.
—Tu capital está íntegro con los réditos adjuntos de estos veinte años transcurridos.
—¿Y mi educación?
—Naturalmente que la has pagado tú. Un día cualquiera te presentaré los apuntes de todo eso. Hoy no tengo tiempo, porque estoy citado con unos amigos en el club. Pero Pedro se encargará de ello si es que tienes prisa.
—No tengo prisa —se apresuró a decir.
—Me alegro, cervatillo —rio ya de otro modo. Ella se sintió turbada.
—Yo quisiera saber si puedo seguir con vosotros...
—¿Cómo?
—Si una vez Pedro me dé esas cuentas que no necesito, me permites pasar a un hogar mío.
Luis se tocó la barbilla.
—¿Lo deseas?
—No lo sé. Es vuestra vida tan absurda...
El ingeniero se agitó nervioso.
—¿Absurda? Si es magnífica, mi querido cervatillo.
—No me llames cervatillo.
—Perdona. Me lo pareces a veces... Eres tan...
—¿Tan?
—Bueno, dejémoslo.
—No quiero dejarlo.
Luis rio quedamente de aquel modo en él peculiar que turbaba a la joven. Aplastó la mano sobre el tablero de la mesa y dijo bajo:
—Begoña Pimentel, has estado veinte años en un colegio.
—Quince —corrigió rápida.
—Es cierto. Siempre creí que tenías unos meses cuando me hice cargo de ti.
—Tenía cinco años.
—Sí, lo sé. Tu niñera se encargó de trasladarte a Francia aun sin que yo te viera. Bueno, eso no importa. Quince años cerrada en un pensionado es mucho. Has vuelto tímida —se burlaba, la joven lo sabía bien—, ingenua, bonita... Como un cervatillo que se pierde en el bosque. Para ti el bosque es este mundo lleno de miserias y satisfacciones. Un mundo nuevo en el cual te debates. Begoña —añadió cambiando de tono—, que sea la última vez que quitas los plomos y pones un obstáculo en la puerta.
La joven se irguió bruscamente. Y Luis la miró fijo, con una mirada que le hizo enrojecer.
—Eres... muy bonita. Y ese modelo de mañana te sienta muy bien. Toma —añadió abriendo un cajón—. Un libro de cheques. Tienes cuenta abierta en varios Bancos. No te regalo nada. Es tu dinero. Tu capital asciende a... —nombró una cifra que hizo tambalearse a la muchacha—. Ten cuidado con los caza dotes. No me gusta que te cases con un cualquiera. Cuando cumplas tu mayoría de edad, que será dentro de un año, pasarás a ocupar un piso... Lo elegirás a tu gusto.
—Entretanto, ¿debo vivir con vosotros?
—Siempre que no pongas la radio y no quites los plomos.
—No puedo soportar...
—Has de soportarlo. No tengo obligaciones ni me gusta el matrimonio. Tengo muchos años ya para que una niña como tú me diga lo que debo hacer. Puedes retirarte, cervatillo.
No se atrevió a decirle que no le llamara así. Aquel hombre tan pronto era irónico, como frío, como despótico, como tierno. Una mezcla extraña que ella no comprendió.
Salió precipitadamente y se encontró a Pedro y a Paula hablando amigablemente. Y de nuevo se preguntó de qué se conocían. Pero como llevaba demasiadas cosas en la cabeza, estaba tan turbada aún, tan sorprendida, que subió a la alcoba y se tiró en la cama.
—Soy millonaria —susurró sin que esto le causara el placer esperado—. Joven, bonita..., ¿bonita? Lo dijo él. Y tengo toda una vida por delante. Dios mío, ¿soy por ello feliz?
El interrogante quedó flotando en el aire mientras Begoña Pimentel, aquella lindísima y joven muchacha, mantenía los labios muy apretados.
* * *
Aunque parezca extraño, a las dos en punto Luis y Pedro se sentaron a comer en el comedor familiar. Begoña, junto a ellos, los miraba sonriente, feliz, pero aturdida porque no concebía que ellos se dejaran vencer tan fácilmente, en particular Luis, pues Pedro era un bendito de Dios, pese a sus fanfarronadas.
Luis marchó una vez saciado su apetito, sin decir si la satisfacía el menú. Pedro quedó junto a Begoña y a las tres ambos se lanzaron a la calle.
—Te presentaré algunas chicas. Tienes que salir y divertirte. En el Club Náutico lo pasarás bien.
—¿En invierno?
—¿Qué importa eso?. Tiene unos salones magníficos.
Le presentó a un grupo numeroso en el cual se sintió a gusto. Bailó, bebió y fumó. Le gustaba todo aquello. Era nuevo, divertido. Cuando a las siete Pedro la llevó a casa encontróse con Luis en el salón leyendo abstraído un libro muy grueso.
—Hombre, estás aquí —dijo Pedro.
—Te esperaba.
—¿Sí?
—Sí. ¿Adónde llevaste a Begoña?
Esta miraba a uno y a otro sin parpadear. Luis parecía muy serio y Pedro turbado, indeciso.
—Al Club Náutico.
—¿Y por qué?
—No voy a estar encerrada en casa —apuntó la chica.
—Tú cállate, cervatillo.
—Te he dicho...
—Yo te digo que te calles.
Y la miró. La joven hundióse en un diván aún sin quitarse el abrigo. Sus ojos violeta parpadearon bajo aquella mirada de hombre recta, aguda, seria.
—Dime, Pedro.
—Begoña tiene razón. No puede quedarse en casa como un ser desvalido. Tiene veinte años...
—Veinte hermosos años —repitió Luis enigmáticamente—. Tiene tiempo de saber lo que es todo eso —añadió fuerte, con sequedad—. Las porquerías del mundo no fueron hechas para..., para el cervatillo.
Se puso en pie y agitó la coctelera. Vertió un poco en una copa inmensa y la tomó de un trago.
Se volvió bruscamente.
—No quiero que Begoña aprenda a sufrir y a gozar falsamente. Yo le voy a presentar a unas chicas.
—¿No puedo buscarme yo sola amigas?
—Por supuesto —y la miró de nuevo; la joven se sintió turbada—. Pero antes pasarán por mi sesión depurativa. Eres demasiado inocente, cervatillo. Demasiado pura y lamentaría que por un descuido mío... No. Es preciso que...
Pedro salió del salón dando fuertes patadas. Y Begoña se acercó a Luis.
—Le has ofendido.
—Él sabe que quiero para ti lo mejor de este mundo —la contempló detenidamente y le puso una mano en el hombro—. El que yo sea un perdido, un libertino, y quizá no lo soy tanto como dicen por ahí... no significa que quiera hacer de ti una continuación de mí mismo. Aún recuerdo a tu padre, aquel bravo comandante... Era el hombre más serio, más honrado y cabal de cuantos hombres he conocido en el mundo, y he conocido a muchos. Yo quiero que tú seas siempre la digna hija del comandante Pimentel.
—Pero tú no me das ejemplo —dijo sin darse cuenta. Llevó la mano a la boca y añadió roja como la grana—: Perdóname.
Luis curvó los labios en una extraña sonrisa.
—Te perdono. Hasta luego, cervatillo.
Pero no aquella noche ni en todas las noches de la semana Luis y Pedro variaron sus costumbres. Ella cenaba sola en el gran comedor y a las seis de la mañana los sentía llegar. No volvió a poner la radio. ¿Para qué? Se levantaban a la hora que les apetecía. Igual a las doce que a las tres. Luego Pedro se metía en el despacho, trabajaba hasta las siete y se marchaba. Ella no se atrevía a salir. Y sus nuevas amigas la llamaban por teléfono continuamente. Incluso tenía un ferviente admirador tan frívolo como sus amigas. Se llamaba Juan Romeral y era rubio, tenía los ojos azules y vestía a la última moda. Decían si había gastado toda su fortuna en francachelas y Begoña sentía repugnancia por todo aquello. Pero alguna vez accedía a salir con él sin que Luis se enterara y lo pasaba relativamente bien porque Juan parecía por primera vez sinceramente interesado. Luis no le presentó a sus amigas y ella se aburría en el hogar demasiado solo. Aprendió, con ayuda de Paula, a quien estimaba de veras, y de cuyas relaciones con Pedro tenía ciertas sospechas, a vestirse, a elegir el modelo adecuado a cada hora, a exagerar un poco sus ojos violeta, a pintar con audacia el clavel provocador de su boca. Era grato mirarse al espejo y encontrarse bonita. Y ella lo era sin duda, lo indicó Luis, lo decía Pedro y lo repetía constantemente Juan.
V
Begoña miró por centésima vez el reloj de pulsera. Las cuatro de la madrugada. Era demasiado. ¿Dónde estaban aquellos dos hombres? Dos semanas transcurridas desde aquel día y seguía sucediendo lo mismo. Decidida saltó de la cama, bajó en dos saltos y esta vez no quitó los plomos. Pero entró en el cuarto de los trastos de limpieza. Cogió una caja de cera y embadurnó todo el vestíbulo de modo exagerado. Luego, volvió a su cuarto, apagó la luz y cerró los ojos.
A las seis sintió cómo la puerta se abría y se encendían las luces e inmediatamente dos chillidos y dos golpes.
Se echó a reír con la cabeza bajo la sábana. Hala, les estaba bien empleado. Una caída de vez en cuando la necesitaban ambos.
Escuchó. Reconoció la voz de Luis increpando a sabe Dios quién. El lamento de Pedro y después un susurro.
Inmediatamente todo quedó en silencio, pero hubiera jurado que se oían voces de lejos, e incluso que se abría la puerta de la calle y se volvía a cerrar para abrirse nuevamente media hora después. Se durmió al fin. Soñó que Pedro andaba con una pierna escayolada, que Luis tenía una venda en los ojos.
A las diez Paula llamó a su puerta y se sentó de golpe en el lecho.
—Pasa, Paula.
La doncella entró.
—Señorita, no sé lo que pasa en la alcoba de los señores. Ha venido el médico y...
—¿El médico?
—Sí. Don Pedro le acompañó hasta la puerta. Tiene el traje hecho polvo.
—¿Polvo?
—Bueno, quiero decir lleno de cera.
—¿Cera? Dios mío. Alcánzame la bata.
Paula así lo hizo sin dejar de hablar.
—El vestíbulo estaba perdido, señorita. Hube de limpiarlo.
—Hiciste bien.
—Tenía tanta cera que...
—Comprendo.
—Yo me pregunto quién embadurnó de ese modo el vestíbulo.
Begoña no respondió. Se puso la bata, metió los pies en las chinelas y salió precipitadamente.
Entró en la alcoba de Luis, que estaba abierta y cerró tras sí.
—¿Qué..., qué te pasa?
—¿No te lo imaginas, cervatillo?
—Déjate de bromas.
—Bien sabe Dios que no me gustan las bromas y que en este instante no intento bromear.
—Pero...
—Me he dislocado un tobillo. Poca cosa —rio burlón—. ¿De dónde sacaste la cera? ¿Aquel horrible montón de cera, querida mía?
—Yo...
—No es así como se consigue convencer a un hombre. Acércate, chiquilla.
Se acercó despacio, tímidamente. Luis, recostado en los almohadones, no la miraba con rencor. Reía bajo con aquella su risa peculiar que siempre la turbaba, la empequeñecía.
—¿Por qué lo has hecho, Begoña?
—Yo...
—Dime. ¿Por qué? ¿No te das cuenta que somos dos hombres libres, demasiado solitarios? Quizá... amargados.
Se sentó junto a la cama. Levantó la cara ingenua. Sonrió apurada.
—¿Por qué amargados?
—Los años han pasado... Los sentimos como planchas candentes sobre nuestras espaldas... No es fácil resignarse. Y además, yo te doy mi palabra de honor, de que no hacemos nada malo fuera de casa. Unas partidas en el club, una reunión en el casino... Las horas pasan sin sentir para quien como nosotros no tiene obligaciones.
—Pero aún sois jóvenes.
Luis rio bajo.
—Cervatillo, tengo treinta y cinco años. Pedro tres más...
—¿Tienes complejo de años?
Volvió a reír el hombre de mundo.
—En modo alguno, pequeña. No se han ido en vano. Pero a veces duele ver que se van, aunque estén bien aprovechados —cambió el tono de su voz—. No vuelvas a embadurnar el hall con esa basura resbaladiza.
—Te juro que... no lo haré más, aunque tenga que irme de tu casa.
Él frunció el ceño.
—¿Por qué has de irte?
Begoña ocultó la cara entre las manos.
—Me siento avergonzada. No puedo soportar que tú, mi tutor... Dios mío.
—Begoña, quédate ahí.
—No quiero.
—¿Qué es lo que te pasa?
—Me humilla que tú... Que tú...
—Begoña, ven aquí.
La joven se dirigía a la puerta rápidamente.
—Begoña, he dicho...
La joven, salió cerrando la puerta y aquel su silencio supuso para Luis Lozano más que la cera, que la luz apagada, que la mesa, que sus veladas casi siempre inofensivas.
* * *
Apoyado en su bastón, con el tobillo aún vendado, Luis se tendió en el diván del salón. Hacía tres días que estaba sometido a aquella inmovilidad y no se sentía cansado ni aburrido del hogar.
A su lado Begoña leía un libro, o bien le contaba cosas del pensamiento o a veces hablaban simplemente. Aquella tarde sonó el timbre del teléfono y la joven se puso en pie y fue hacia él.
—Diga.
—...
—Imposible, Juan.
—...
—Te digo que no. Luis está en casa, no puedo dejarlo solo. Sí, ya sé. ¿Qué? Eres tonto. Luis es mi tutor. ¿Que si vivo con él? Claro. Pero...
—...
—Te lo he dicho ya. No puedo. Pero ¿qué dices? Si es como un padre para mí. ¿Luis? Sí, sí, es mi tutor y vivo aquí, en su casa. ¿Luis Lozano? Por favor, qué estupideces estás diciendo...
—Begoña —gritó Luis desde el diván—. Corta. He dicho que cortes.
Begoña lo miró asustada.
—He dicho que cortes.
La joven dejó a Juan con la palabra en la boca y se apartó del teléfono como si la quemara. Muda, absorta, miraba a Luis y luego el teléfono como si aún tratara de comprender algo que hasta entonces había pasado para ella inadvertido.
—Begoña.
—Ha dicho...
—¿Qué Juan es el que te llama? Acércate.
Begoña no se movió. Pálida, temblorosa aún, creía oír la voz descompuesta de Juan...
—Dime, ¿qué Juan es ese?
—Romeral.
Luis dio un bote en el diván y luego un quejido.
—Cielos, este tobillo. ¿Romeral? ¿Has dicho Romeral? ¿Y de qué conoces tú a Romeral?
—Me..., me lo presentó Pedro.
—Pedro... —masculló algo entre dientes. Luego en voz alta—: ¿Y qué te ha dicho? ¿Por qué te has quedado así?
Begoña lo miró de nuevo, con ojos nuevos, sí, como si lo viera por primera vez.
—Begoña, ven, querida.
La muchacha ocultó el rostro entre las manos y corrió a su alcoba. Luis hizo un sobrehumano esfuerzo y apoyado en su bastón subió los cuatro escalones. Sin llamar, empujó la puerta y entró.
—Cervatillo.
—Prefiero...
Luis avanzó despacio, con cara de dolor. El tobillo dolía, pero más dolía dentro, allí, en el pecho.
—Begoña, necesito saber qué te ha dicho ese mentecato.
La joven permanecía callada, vuelta de espaldas, con la vista fija en el paisaje nevado que se veía a través de la ventana.
—Debo saberlo. ¿Por qué te has asustado tanto? Exijo que me lo digas.
—Yo... no hago caso.
—Tú me lo vas a decir ahora mismo, pequeña. Me lo vas a decir a menos que prefieras que salga de casa y le rompa las narices a ese estúpido Romeral.
—No...
—Pues, dime.
No se lo diría. Prefería... Mordióse los labios. Luis la sujetó por los hombros y la sacudió.
—Necesito que lo digas, Begoña. Te lo exijo.
—Dijo que a tu lado yo...
—¿Qué?
—Yo perdía. Que tú eras..., que eras...
—¡Termina!
—Que eras un perdido, sin escrúpulos, un canalla, un libertino...
—Sigue...
—Que nunca debieran dar la tutela a un ser como tú.
—Sigue...
—Nada más. Creo que es suficiente.
Luis la miró fijamente. Luego sin decir nada dio la vuelta sobre sí mismo y se encaminó a la puerta. De un salto Begoña se interpuso entre la puerta y el hombre.
—Me he turbado, Luis, pero te considero digno de ser mi tutor.
—He de ver a Romeral.
—No puedes salir. No lo permitiré. No debí decirte nada.
—Debiste decirlo, cervatillo —reía como si ella fuera una niña. Pero la humillación estaba dentro, dolía, y aquel Juanito Romeral—. Es mejor así. Déjame pasar.
—No. Olvídate de todo.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—¿Lo olvidarás?
—Sí, sí... claro que sí.
—Bien, yo también lo olvido.
Le dejó pasar. Entró en el baño, se miró al espejo. Eran tonterías de Juan. Nadie se preocupaba de ellos. Pero Juan dijo que se comentaría malévolamente, que tendría que salir de la casa de Lozano... Y ella..., ella no podría salir jamás de aquella casa. Algo invisible la ligaba a Pedro y a Luis. Algo desconocido que no tenía nombre, que no sabía darle nombre.
Sintió la puerta de la calle y salió bruscamente de su alcoba.
—¿Quién ha salido, Paula?
—El señor.
—¿Lozano?
—Sí, señorita.
La joven tapóse la cara con las manos. Fue contraproducente repetir a Luis lo que dijo Romeral. Sintió odio hacia aquel galante compañero que momentáneamente la separaba de Luis, Y por otra parte, el solo pensamiento de que por su culpa Luis y Juan pudieran pelearse le producía un dolor mortal. No amaba a Juan, se sentía a gusto a su lado, se divertía, era un ameno compañero... Pero Luis... Luis era el único ser en el mundo al que quería de veras si llegaba a las seis de la mañana como si no salía de casa.
Paula comprendió que algo sucedía, pero no hizo preguntas. Sirvió una taza de café a su señorita y luego salió del salón. Empezaba a descender el frío. Dentro de algún tiempo se iniciaría la primavera y en aquella pequeña ciudad del Norte, los veranos eran deliciosos.
Cerró el ventanal, sacudió una mota de polvo del cortinón y miró de nuevo a Begoña Pimentel que, sentada en un diván con las rodillas juntas y la cabeza inclinada sobre el pecho, permanecía silenciosa, absorta.
El reloj del vestíbulo tocó las ocho de la noche. Begoña, incapaz de sostener aquella incertidumbre, se dispuso a salir en el momento en que se abría la puerta y aparecía Pedro.
—Pedro...
Este levantó la cabeza y al ver a la joven corrió hacia ella y le apretó las manos.
—Pequeña.
—¿Has visto a Luis?
—Vengo de su lado. No tardará en volver. Javier le está vendando de nuevo el pie.
—¿Quién es Javier?
—Un médico amigo nuestro. Ven, sentémonos allí.
La condujo al diván con exquisita delicadeza y se sentó a su lado. La contempló tiernamente. De un modo tonto y cómo habían llegado a estimar los dos a aquella jovencita.
—Begoña, tengo que decirte algo sumamente grave. Sí, ya sabes a lo que me refiero. Luis me encarga el asunto, ¿sabes? Luis siempre se libra de los malos tragos.
—¿Qué es ello? ¿Ha visto Luis a Romeral? ¿Han peleado? ¿Está Luis peor?
—No te precipites haciendo preguntas. Te lo voy a referir todo. Luis vio a Romeral. Tuvieron unas palabras y nada más. Luis ha decidido que salgas de este piso. Al parecer no es solo Romeral el que hace comentarios a tu costa. Esto es como un pueblo, querida mía —Begoña lloraba en silencio—. Aquí se sabe todo, nadie nos desconoce a los dos. Saben por tanto que nuestra manera de vivir no es muy edificante y a nuestro lado, una joven como tú...
—Yo no puedo dejaros ahora.
—Pasarás a ocupar un piso precioso, amiguita, e iremos a visitarte todos los días. Paula y Susana se irán contigo...
—¿Y vosotros? ¿Vosotros? —preguntó con voz anhelante—. Seguiréis llegando a las tantas de la madrugada. Os levantaréis con las primeras sombras de la noche... No podré resistirlo.
—Te juro en nombre de Luis y en el mío propio, que los abusos se terminaron —Begoña lo miró. Y Pedro sostuvo valientemente la mirada femenina—. Hemos tomado gusto al hogar. Y quizá no somos tan viejos para desperdiciar los últimos años de nuestra vida. Iremos a visitarte todos los días...
—¿Es inevitable mi traslado?
—Lo es a menos que te cases con uno de los dos —rio de su propia ocurrencia— y no creo que desees por marido a un vejestorio como Luis o como yo.
—Qué cosas tienes.
—Por eso es preciso que callen las malas lenguas...
En aquel instante se abrió la puerta de la calle y entró un Luis sereno, quizá un poco más pálido que de costumbre apoyado en su bastón de puño de oro. Begoña se levantó despacio sin dejar de mirar al hombre que avanzaba. Cojeaba un poco y tal vez esto lo hacía más interesante. Tenía alguna cana en la sien, y arruguitas menudas en torno a los ojos, pero esto no quitaba para que siguiera pareciendo guapo, gallardo y muy varonil. Le sonrió enseñando los dientes blancos salpicados con una gota de oro y al llegar junto a ella le puso una mano en el hombro. Con voz grave dijo:
—Ya te lo habrá dicho Pedro.
—Me lo ha dicho; pero yo no quiero...
Volvió a sonreír de aquel modo en él peculiar y la presión de su mano se hizo más fuerte en el hombro de la joven.
—Es preciso. Pero antes quiero darte un consejo, cervatillo. No sé quién habrá puesto a Juan Romeral al tanto de tu situación económica... Ten en cuenta una cosa, cervatillo —le gustaba que le llamara así. Le gustaba, sí, sin saber por qué—; los hombres como Juan nacen, crecen y viven para que alguien los mantenga. Y yo no quiero que ese alguien sea una joven bonita y pura que está bajo mi tutela. No hables. Aún he de añadir más. Juan es un indeseable, si te quisiera de veras nunca trataría de inquietar tu espíritu, y hoy lo ha inquietado de modo extremo. He visto en tus ojos miedo, un miedo extraño, absurdo quizá, pero era miedo... Miedo al mundo que aún te es desconocido, a la vida que te azotó desde muy niña. ¿Me entiendes, Begoña?
Asintió con la cabeza.
—Prométeme que nunca te dejarás prender en las redes de un caza dotes desaprensivo. Solo si tú me lo prometes me sentiré tranquilo.
—Yo no quiero marchar de esta casa.
—Es absolutamente preciso —rio bajo—. Tengo un piso precioso en un barrio apartado de la ciudad. Un hogar encantador que Pedro se encargará de alhajar a tu gusto. El piso es mío y estarás allí sin que nadie te moleste. Hace muchos años, cuando Pedro y yo arribamos a este gran pueblo del Norte, dejando atrás mi casona gris de la montaña, adquirí unos terrenos. Aún ignoro hoy por qué lo hice. Algún tiempo después decidí edificar y edificamos hace apenas seis años. A uno de esos pisos es a donde irás tú, cervatillo.
—¿No podremos arreglarlo de otro modo, Luis? —preguntó ahogándose—. Quisiera seguir aquí, con vosotros. La vida en un piso solitario... me abrumará. He estado sola tanto tiempo...
—Pequeña..., pequeña, solitaria y bonita.
Pero no dijo más y Pedro aprovechó para intervenir.
—Ya le dije a Begoña que solo había una solución. Casarse con uno de los dos.
Luis se irguió. Se puso serio, terriblemente serio, y Begoña volvió a sentir aquella inexplicable turbación bajo los ojos negros.
—No digas tonterías —refutó secamente y a renglón seguido, como si todo lo demás estuviera dicho, interrogó—: ¿Cenamos?
Aquella noche los dos hombres se quedaron en casa, pero fue una velada triste y silenciosa. Pedro hacía números inclinado sobre la mesa. Luis, tendido en el diván con la pierna extendida sobre una butaca, parecía absorto. Begoña no se atrevía a interrumpir aquel silencio. Rubia, bonita, frágil, tejía una labor de punto sin levantar los ojos de las agujas.
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO
Pedro fumaba un cigarrillo hundido en una butaca de la acogedora salita. Paula entraba y salía disponiendo la mesa para el té. Begoña Pimentel reía de las gansadas que de vez en cuando decía Pedro.
—La vida es un primor, querida niña.
—¿Y Luis?
—Me has preguntado por él siete veces desde que he llegado y de ello hace exactamente media hora.
—Es... —se turbó— que no viene por mi casa desde hace muchos días, un mes exactamente.
—Ahora le entró el amor al trabajo. ¡Qué fastidio! ¿Sabes lo que me propone? Que vaya con él a la fábrica. Quiere que trabaje allí. De súbito se dio cuenta de que somos dos holgazanes empedernidos.
—Me alegro.
—Y de esto, toda la culpa la tienes tú.
—¿Yo?
—Eres tan sensata, tan entera, tan..., tan mujer, que a tu lado nos sentimos humillados. ¿Quieres creer que no hemos vuelto a retirarnos a las seis de la mañana? Tenemos una doncella, una cocinera y es delicioso comer guisos caseros.
Begoña, con su bata de casa, se acercó a Pedro y se sentó en el brazo de la butaca que ocupaba su amigo. Con toda familiaridad le pasó un brazo por los hombros y acercó su cabeza a la del hombre.
—Me estás mintiendo —dijo quedamente.
—Te aseguro que no.
—Nunca me atrevo a preguntar a Luis... Me da mucho miedo.
—¿Miedo?
Se echó a reír y poniéndose en pie dio algunas vueltas por la estancia. Estaba morena por el sol, sus facciones parecían más delicadas, sus ojos más claros, más provocativa su boca de dibujo sensual.
Hacía tres meses que vivía sola y recibía la visita de sus dos queridos amigos todos los días, mas desde hacía treinta días, ¡treinta interminables días!, Luis solo la llamaba por teléfono y siempre tenía una excusa.
—La presencia de Luis me mengua —dijo pensativa, dando la espalda a Pedro—. Es como si... —pasó una mano por la frente—. Olvidémonos de mí. Dime, Matilde me dijo que el otro día la invitaste al cine. ¿Es cierto?
—Lo es. Pero ¿por qué no quieres hablar de ti y de... Luis?
—¡Bah! ¿Te gusta Matilde?
Pedro rio tan fuerte que se le humedecieron los ojos.
—¿A quién amarga un dulce, encanto mío?
—Sin bromas.
Se puso en pie y la miró tiernamente.
—Begoña —dijo—, me gusta Matilde, pero es demasiado joven y bonita para un tipo chiflado como yo. La edad propicia ha pasado ya, ¿me entiendes? Es lamentable ver cómo ese precioso tiempo se desliza, cómo las canas invaden nuestra cabeza y las arrugas se multiplican. Dicen que solo la vejez abruma a las mujeres —rio como si pretendiera desvanecer una pena honda—, pero no hagas caso. También los hombres sienten el peso de los años. Ojalá fuera joven como Romeral, como Ruiz, como cualquiera de sus amigos.
—Pedro.
—¿Me estoy poniendo sentimental?
—Me estás impresionando.
—Bueno, pues vístete y vente a bailar conmigo.
—No tengo ganas de salir. Estuve en la playa toda la mañana y me agoté. Quédate a mi lado y tomemos el té juntos.
—¿No..., no viene hoy tu amiga?
Begoña se echó a reír enternecida y puso una mano en la de Pedro. Se la apretó tibiamente.
—Pedro, hace algún tiempo yo creí que tú y Paula...
Pedro se agitó en la butaca donde se dejara caer nuevamente.
—¿Paula?
—Sí, mi doncella.
—Amorcito mío —rio de buena gana—, Paula es una buena chica. Tiene un hijo en la aldea creciendo junto a sus abuelos... Es viuda de un sargento que hizo la guerra junto a mí. Cuando la vi en la agencia quise protegerla y por eso la elegí entre otras muchas. Pero... ¿amor? Dios mío, creo que nunca lo sentí.
—¿Ni por Matilde?
—No seas preguntona. Matilde es... fruto prohibido para un solterón recalcitrante.
Se oyó el timbre, luego el taconeo airoso de Paula y después la voz queda y profunda de Matilde. Entró en la salita taconeando fuerte. Saludó a Begoña, la besó en la mejilla y luego pellizcó la nariz del solterón.
—Encanto.
—No me vengas con palabritas tiernas, Matilde —chilló Pedro burlonamente—. Me enterneces.
—Mira el grandullón. Eres un sol.
Begoña reía mirando a uno y a otro. Todas las chicas llamaban «Sol» a Pedro. Lo observó por milésima vez. Alto, fuerte, rubio, con los ojos dorados y aquel tórax deportista que le hacía parecer diez años más joven. Matilde, morena, esbelta, delgada; con unos ojos azules de expresión traviesa y una boca bien dibujada que sonreía irónicamente. El uno para el otro. Sí, a juicio de Begoña habían nacido para vivir y gozar juntos, mas ignoraba si se unirían algún día.
—Iré a vestirme —dijo de súbito—. Soy enseguida con vosotros. Matilde, di a Paula que prepare el té.
Salió disparada dejando tras sí aquel perfume personal, tenue, pero inconfundible.
Al quedar solos los dos tórtolos se miraron. Matilde parpadeó y Pedro se echó a reír a lo Luis Lozano.
—Ayer me diste plantón.
—Y te lo daré siempre que salgas con aquella chica.
—¿Qué chica? —se encrespó Pedro.
—La del teatro Oriental. Fuiste con ella a una boîte, te vieron mis amigas.
—Óyeme, no consiento que me calumnien. Estoy demasiado enamorado de ti —rio fuerte— para que me importe ninguna otra mujer.
—No hables de ese amor, sol mío —cortó ella apuradísima—. No te creeré.
—Si creyeras..., ¿qué harías?
—A lo mejor te correspondía.
Pedro juntó las manos con un sonido raro. Después la miró con la ceja levantada.
—Te juro por mi honor... —y cómicamente puso la mano en el pecho.
Matilde dio dos patadas en el suelo.
—Eres un estúpido.
—Gracias, amorcito.
* * *
Pedro y Matilde discutían acaloradamente, como siempre, y Begoña los escuchaba divertida cuando sonó de nuevo el timbre de la puerta y los pasos de Paula en dirección a ella. Enseguida se oyeron otros pasos y una voz ronca dando las buenas noches. Begoña no tuvo fuerzas para levantarse. Conocía aquella voz y aquellos pasos entre mil voces y millones de pasos. Nos produce upa rara sensación identificar unos pasos de hombre. Siempre suele suceder así cuando el hombre interesa más que toda la humanidad. Pedro y Matilde no se dieron cuenta de nada, pero Begoña se levantó al fin, muy despacio, y avanzó hacia el vestíbulo. Allí estaba Luis Lozano dejando un sombrero en el perchero. Un mes sin verlo. Y al tenerlo ahora allí, sus nervios estaban por dentro haciendo ruido.
Adelantóse hacia él con su modelito claro, su cara morena y sus ojos violeta tan diferentes de los de cualquier otra mujer...
—Luis...
Se volvió y prendió en sus manos los deditos rosados. Los apretó fuertemente.
—Hola, cervatillo.
—Hace mucho tiempo que te olvidaste de tu cervatillo.
—No me olvidé.
—Pues lo parece.
Se miraban a los ojos con rara insistencia. A ella le gustaba hundir su mirada en aquellos ojos tan negros.
—Pedro y Matilde están aquí.
—Ya lo sé. Eso se delata de lejos. ¿Siguen discutiendo?
—Sí. Pero terminarán juntos, ya lo verás.
—¿Juntos? Matilde es una niña junto a Pedro.
Begoña rescató sus manos y le dio la espalda.
—¿Y eso qué importa? Pueden ser felices muchos años. La edad, poco importa. No importa nada cuando se ama de veras.
Sintió la mano de Luis en su hombro desnudo y se estremeció de pies a cabeza. Aquel contacto era electrizante, tibio, turbador, y sobre todo... inquietante.
—Tú... ¿si amaras?
Se volvió lentamente.
«Soy una estúpida. ¿Por qué hago estas cosas?».
—Me casaría sin importarme la diferencia de edad.
—Qué sabes tú. Eres una niña para pensar así.
—Soy una mujer y sé lo que quiero.
Luis le pasó una mano por la mejilla y al contacto de sus dedos la joven sintió que la sangre daba vueltas y vueltas enloquecida por su cuerpo. Pero se mantuvo quieta, quizá un poco pálida, pero quieta.
—Vamos a ver a esos dos chiflados.
Y reía de aquel modo en él peculiar mezcla de burla, sarcasmo y ternura.
La pareja seguía peleándose. Ahora discutían sobre Literatura y no se ponían de acuerdo en modo alguno. Al ver a Luis, ambos lanzaron una exclamación.
—Magnífico, Luis. Estábamos pensando en salir un poco a desentumecer los músculos —dijo Pedro—. ¿Formamos un cuarteto y nos lanzamos a la calle?
—Creí que discutíais sobre Literatura.
—Sí. Pero lo otro ya estaba discutido. ¿No es cierto, amorcito?
—Sí, mi sol.
Luis y Begoña se miraron y a dúo se echaron a reír.
—¿Qué hacemos, cervatillo? ¿Te apetece esa salida? Podemos cenar en un sitio que yo conozco. Pero no sé si a Matilde la esperan en su casa.
—No te preocupes por mí, Luis. He dicho que venía a casa de Begoña y ya saben los míos que con Begoña se me va el santo al cielo.
—Perfectamente —miró a su pupila—. Ponte un abrigo. No hace frío, pero hay cierta brisilla sospechosa.
Se sentía contenta, felicísima como nunca. Matilde, su verdadera amiga, estaba allí, Pedro y Luis... Todos los sinceros afectos de su vida juntos. Salió disparada para regresar enseguida con el abrigo claro por los hombros. El auto de Luis esperaba abajo. Ella se sentó junto al conductor, que era Luis, y la pareja en el asiento de atrás. Al tiempo de arrancar, Luis se inclinó sobre la joven y dijo bajísimo:
—No cambies nunca de perfume.
—Pero...
—Te lo pido yo.
Sus ojos se cruzaron y Begoña aturdida hubo de apartar los suyos.
Estaba temblando.
II
No era un lugar elegante cuajado de luces y de vistosos modelos de noche. Era un simple merendero en el cual se detenían parejas de enamorados, matrimonios jóvenes, y algún que otro solterón con deseo de contemplar lo que no pudo alcanzar en la vida.
El cuarteto rodeaba una apartada mesa, al aire libre, casi rozando la pista en la cual bailaban muy juntas algunas parejas. La orquesta sobre el entarimado tocaba sin cesar. Y los farolillos pendían de un árbol cayendo sobre las mesas diseminadas por el jardín, el cual solo se abría durante la temporada de verano. Begoña no decía nada, ni palabra. Era la primera vez que asistía con Luis Lozano a una fiesta inspirándole aquel asombro indescifrable que sintió cuando tenía diez años y los ojos del hombre se clavaron en ella. Los sentía ahora fijos en su rostro y poníase roja como intimidada en cierto modo. Les sirvieron la buena cena. A base de langosta, salmón... y todo por el estilo. Fumaba ahora con la cabeza un poco echada hacia atrás como si desafiara a algo o a alguien.
—¿Bailamos, Matilde?
—Lo estoy deseando.
Se fueron cogidos del brazo. Begoña entornó los ojos y dijo sin mirar a su compañero:
—Forman una bella pareja, aunque él tenga treinta y ocho años. Matilde es una chica encantadora y Pedro un divertido holgazán, pero con un corazón así de grande.
Luis inclinóse hacia ella. El farol iluminaba las facciones femeninas.
—¿Te gustan los holgazanes divertidos?
—No.
—¿Y a Matilde?
—Tampoco. Pero Pedro trabajará. Solo con que Matilde se lo pida.
—¿Crees que se lo pedirá?
—Seguro.
Luis se incorporó y en silencio llenó de nuevo la copa de Begoña. Esta bebió el oporto a pequeños sorbos. Se sentía absolutamente excitada, el vino cosquilleaba dentro de su cuerpo, se mezclaba con su sangre que daba vuelcos y vuelcos produciendo aquel ridículo palpitar en los pulsos y en las sienes. Tenía ganas de bailar, de hacer locuras, de sentir a Luis junto a sí y de hundir sus ojos en los de él con insistencia provocadora. Sería grato sentir los brazos de Luis en torno a su cuerpo y sus labios...
«Estoy loca de remate. ¿Qué me pasa? Tiene la culpa este bendito vino. Sí, decididamente estoy bebiendo demasiado».
—¿Quieres bailar?
Era la voz queda de Luis. Abrió los párpados y encontró los ojos de Luis casi pegados a los suyos. Los abrió y los cerró casi simultáneamente para volverlos a abrir al instante.
—Sí —dijo con un hilo de voz.
Y pensó: «Soy absurda. Decididamente esta noche he perdido el juicio».
—Pues vamos, cervatillo.
«Me gusta que me llame cervatillo. Es como si..., como si... Nada, que he perdido el juicio».
Tocaban una pieza muy lenta. Sintió los brazos de Luis en torno a su espalda y se dejó llevar. Era la primera vez que bailaba con él, pero no la primera que bailaba con un hombre, y a su lado se sintió terriblemente ingenua. Luis la apretó contra sí tanto que se clavaron en su pecho los botones de su chaqueta, pero no hizo nada por apartarse. Cerró los ojos. Luis juntó su áspera mejilla a la de ella. Bailaron en silencio, absortos, como si el mundo se redujera a ellos dos solos. Lo sentía junto a sí, y el palpitar de su corazón se mezclaba con el de Luis. Turbada, quiso escapar de aquel embrujo, pero no pudo. Se abandonó al abrazo con lasitud, como si Luis fuera su poseedor y ella no pudiera negarle nada. Una hora o seis horas... No lo supo. Cuando requeridos por Matilde volvieron a la mesa, Begoña sintió que las piernas le temblaban y que el pulso golpeaba sin cesar haciendo un daño gozoso. Sí, aquello le producía un extraño placer y un dolor que era placer también. No se atrevía a mirar a Luis y observó que él tampoco tenía interés en encontrar sus ojos.
—Si no os llamamos —se enfadó Matilde— igual os quedáis allí hasta el día del Juicio Final. Vamos, tendré que disculparme en casa.
Volvieron al auto. Parecía que un silencio extraño, impresionante, los acercaba a todos. Pedro y Matilde no discutían, Luis puso el auto en marcha sin un comentario y las muchachas no parecían tener ganas de hablar.
—¿Te dejo junto a tu casa, Matilde?
—No —saltó Pedro—. Para al llegar a la calle X. La acompaño yo.
—Te digo que no.
El pesado silencio se rompía al fin.
—Pues yo te digo que sí.
—Que no, hombre, que no. Que si me ve papá, me rompe una costilla.
—Te curaremos, amorcito.
—Solete mío...
Luis paró el auto y los dos bajaron. Matilde riendo y muy aturdida se fijaba en Pedro que estaba serio como un poste.
—¿Os habéis puesto de acuerdo? —preguntó Luis.
—Claro.
—¿Qué dices tú, Matilde?
—¿Qué quieres que diga, Luis? ¿No ves que con este sol no puede nadie?
Los vieron alejarse del brazo, perderse en la calle ancha y larga.
Luis puso el auto en marcha.
—¿Quieres ir a alguna parte, cervatillo?
—A casa.
—¿Y si fuéramos a un teatro?
—Prefiero ir a casa —dijo sin mirarlo.
—Pues a casa.
Llegaron enseguida. Bajó Begoña y tras ella Luis.
—Hasta mañana, Luis.
Este miró al reloj de pulsera.
—Son las once. ¿No me ofreces una copa?
«Por supuesto que no. Estamos los dos nerviosos y excitados y lo mejor es... Claro que no quiero que suba. No estaría bien, además. Ni yo lo deseo. No, no lo deseo».
Y con voz vacilante se encontró diciendo:
—Sube, si quieres.
Y allí estaban. Los dos en el hall quitándose él el sombrero y ella el abrigo. Lo colgaron en el perchero y entraron en la salita. Begoña apretó el botón de la luz. En la cocina se oía la voz apacible de Paula y la chillona de Susana. Era grato llegar a un hogar como aquel después de una velada deliciosa.
—Voy a fumar otro de tus cigarrillos, Begoña.
—Fuma los que quieras. Siéntate; entretanto saboreas el cigarrillo voy a prepararte un martini.
Evitaban mirarse, Begoña ignoraba el motivo, mas por nada del mundo quisiera encontrarse con los ojos de Luis que, como si estuviera de acuerdo con ella, escapaba de su mirada.
Agitó la coctelera y llenó dos copas. Con una en cada mano se acercó a él y en silencio le entregó una. Al tomarla, los dedos se rozaron y Begoña los apartó rápidamente, como si aún estuviera bailando con él y lo sintiera junto a sí. Luis la contempló sonriente, con aquella su sonrisa cautivadora, peculiar en él.
—Siéntate a mi lado, cervatillo.
—Es muy tarde y Pedro habrá llegado ya a vuestra casa.
—Que espere. Otras veces tengo que esperar yo también por él.
Bebieron los dos. Las copas fueron depositadas en la mesa próxima.
—Estás inquieta. Me voy para no disgustarte más.
—No estoy disgustada.
—De todos modos te dejo ya.
Se puso en pie.
—Luis...
—Dime, pequeña.
—No estoy disgustada. Estoy contenta...
—¿Por qué?
—No lo sé.
Lo seguía hacia la puerta. El hall estaba en penumbra, pero la luz de la salita rozaba el suelo, el perchero, la puerta de entrada.
—Luis.
—Dime.
—No estoy disgustada.
Él reía. Se encasquetó el sombrero y bruscamente la cogió por un brazo, la atrajo hacia sí y la besó.
—Luis...
Hasta el nombre era nuevo, o lo parecía. ¡Luis! Tenía las mismas letras, pero sonaba diferente.
—Hasta mañana, cervatillo.
—Me..., me gusta que me llames, así.
Volvió a atraerla hacia sí. Pero ella se negó débilmente y Luis rio. Su risa queda la excitó más.
—Cervatillo, cuando sepas besar...
La soltó y bajó presuroso las escaleras. Begoña apoyó la espalda en la puerta. Pasó los dedos por los labios. Eran los primeros besos y despertaban en ella un sentimiento extraño, mezcla de temor y de asombro.
«Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué?».
Esperó que él le hablara de aquello al día siguiente, pero cuando se encontró con Luis en una cervecería, Luis la miró, ella enrojeció hasta la raíz del cabello y el hombre dijo suavemente:
—Buenos días, cervatillo.
* * *
—Estoy metida en un lío.
Begoña apenas si movió los ojos.
«También yo», pero en voz alta no dijo nada.
—Papá se enteró de mis relaciones con Pedro.
Ahora Begoña pareció salir de su sopor.
—¿Sí?
—Oye, pareces alelada. ¿Tienes algún disgusto?
Sacudió la cabeza.
—No, ninguno.
—Pues lo parece, chica. Como te decía, papá se enteró. ¿Y sabes lo que exige?
—Me lo figuro.
—Pues dilo.
—Que te olvides de Pedro, que busques un pretendiente más en consonancia con tus años...
—Frío, frío... —rio Matilde.
«Para esta chica todo es motivo de risa. Las cosas más serias le causan regocijo. Qué suerte la tuya».
—Entonces, ¿qué es?
—Exige que trabaje en la fábrica de la cual Luis y papá son los mayores accionistas. ¿No lo sabías?
—Claro que lo sé, porque Luis... —ahora costaba nombrar aquel nombre con naturalidad— adquirió algunas acciones para mí.
—Pues dime tú si no es un verdadero lío. Yo no me atrevo a decirle a Pedro...
—¿Que no te atreves? ¿Tú que no le tienes respeto alguno?
Matilde se puso seria de repente.
—Mira, Begoña, las cosas parecen de risa alguna vez y resulta que son muy serias, pero que muy serias. Yo quiero a Pedro con todo mi corazón y desde que Pedro me besó...
«Valientes sinvergüenzas», pensó mirando a la otra víctima.
—Dices que Pedro...
—Claro. Desde entonces le tengo un respeto absurdo. Bueno —se aturdió—, tú ya sabes que somos dos bobitas. Y como no conocemos a los hombres... —sacudió la cabeza—. Estoy loca por él, esa es la verdad y quería que tú le hablaras a Pedro.
—¿Hablarle? ¿De qué?
—De su trabajo en la fábrica. Es un matemático estupendo, pero al mismo tiempo es holgazán. En la fábrica podría desempeñar un puesto magnífico.
—Hablaré con Pedro.
—Dios te lo pague, amorcito.
Y allí estaban esperando que Pedro le hiciera la visita cotidiana. A Luis... no lo esperaba. ¿Por qué la había besado de aquel modo? ¿Por qué la inquietó? ¿Y por qué no le dio explicación alguna?
—Hola, monada.
Se sobresaltó.
—Pasa, Pedro. Acaba de marchar Matilde.
—Cuánto lo siento.
Se dejó caer en una butaca y comentó como al descuido:
—Supongo que estaría aquí Luis.
—No estuvo.
—Anda, que no hay quien lo aguante. Hemos discutido, se fue de casa enfadado... Ya se le pasará.
—¿Por qué discutisteis vosotros que os lleváis tan bien?
—Por una tontería. Luis se empeña en que trabaje en la fábrica y yo no quiero.
—¿Y por qué no quieres, Pedro?
El hombre arrugó la frente.
—Tengo una pequeña renta, querida. Vivo bien. Nunca trabajé y me parece ridículo que a mis años... En fin —pasó una mano por la frente—. No es por trabajar; ¿eh? —rio apurado—. A decir verdad, me gustaría ocuparme en algo, pero... ¿No te parece absurdo que a mis años...?
—No me lo parece —saltó impulsiva—. Además, quieres a Matilde y no creo yo que con tu renta puedas mantenerla. Además, Matilde es una rica heredera.
—Yo no la quiero por eso.
—Lo sé. Te conozco lo bastante. Pero al casarte con ella tienes que mantenerla en el rango que merece, al que está acostumbrada, y no creo que tu renta sea tan cuantiosa para...
—Ya. Tú también quieres que trabaje.
—Lo considero lógico.
Pedro paseó la estancia de un lado a otro con las manos tras la espalda y manifestó de mal humor.
—¿Me crees un holgazán? —preguntó de súbito.
Begoña parpadeó.
—Di, ¿me crees un holgazán?
—No —negó rotunda—. En modo alguno te creo un holgazán, pero no basta que yo no lo crea. Quieres a una mujer, quizá es la primera vez en tu vida que te has enamorado de veras y debes demostrar a esa mujer que eres digno de su amor.
Pedro se dejó caer frente a ella y tomó las manos femeninas entre las suyas.
—Begoña, desde que tú has llegado del colegio, Luis y yo hemos cambiado. Creímos que la vida era un sainete divertido y hemos procurado sacarle el mayor jugo posible. Durante un número indeterminado de años, consideramos que ese jugo era provechoso, pero de pronto yo me doy cuenta de que hemos perdido el tiempo lastimosamente. Que un muchacho de veinte años reconozca sus errores lo considero lógico, y muy natural, pero que un hombre que se encuentra en el ocaso de su vida, pretenda recuperar un tiempo ya ido, me parece absurdo. Eso es lo que me pasa a mí, ¿me comprendes?
—Te comprendo. Pero nunca es tarde.
—Creo que lo es. Imagínate a un vejestorio como yo metido en la ratonera de una oficina, haciendo números, revisando facturas... —agitó los brazos—. Me reiría de mí mismo.
Begoña se inclinó hacia adelante y miró fijamente a su amigo.
—Pedro —murmuró con voz grave—, yo sé que Matilde te quiere de veras. Tanto si trabajas como si no. Pero Matilde tiene un padre severísimo, una madre encantadora, unos hermanos que trabajan en la fábrica... ¿No te sientes humillado?
Pedro se levantó de pronto y volvió a medir la salita de un extremo a otro. Ahora tenía la frente arrugada y los labios apretados. De súbito se detuvo, miró a la joven y exclamó con voz enronquecida:
—¿Humillado? Cielos, sí, terriblemente humillado. Confieso mi debilidad ante ti, querida mía. Me siento el más humillado de los hombres.
—Pues ve a la fábrica, demuestra que eres un hombre inteligente y dentro de nada te veo conduciendo un «Rolls Royce».
Pedro se echó a reír irónicamente.
—Eres exagerada.
—Al menos prueba a demostrar que tienes inteligencia.
Begoña, tras decir aquello, se puso en pie requerida por el timbre del teléfono.
—¿Diga? —preguntó con el receptor en la mano, mirando aún a su amigo.
—Begoña, estoy junto al cine Royal. ¿Quieres venir conmigo?
Pedro observó que la joven se estremecía de pies a cabeza. Frunció el ceño. ¿Quién la llamaba? ¿Acaso Juanito Romeral, que no se resignaba a perder los millones de Begoña Pimentel?
—Pues... tengo visita.
—¿Quién es, cervatillo?
«Es grato oír esa voz y saber que pertenece a Luis. ¡Cervatillo! Nunca creí que un nombre tan ridículo me gustara tanto».
—¿No me oyes, cervatillo?
—Sí, te oigo.
—¿Quién es esa visita?
—Pues... —concibió una idea. No fuera a creer Luis que carecía de pretendientes y amigos—. Estaré contigo dentro de media hora. Si para entonces no he llegado, llámame de nuevo.
—Pero oye...
—Hasta luego.
Y cortó. Así, que quedara con el deseo de saber quién era aquella visita. No todos habían de ser triunfos para él, que besara sin decir por qué lo hacía y luego la invitaba al cine con toda tranquilidad seguro de que ella iría.
—Lo siento, Pedro, tengo que salir.
—Dirás que soy un atrevido, pero dime, ¿era Juanito Romeral?
—¿Romeral? No —rio divertida—. No tengo ni siquiera amistad con él. A raíz de aquello... le negué hasta el saludo. Era otro amigo que tú no conoces.
—Ten cuidado con los amigos.
Begoña rio acompañándolo hasta la puerta. Le dio el sombrero y de súbito pidió:
—No digas que estuviste aquí. A nadie, ¿me entiendes? Es una forma como otra cualquiera de dar celos a ese amigo mío.
—Ajá, ¿esas tenemos?
—Prométeme.
—Prometido.
La besó en la mejilla y abrió la puerta de la calle. Antes de alejarse dijo:
—Begoña, voy a probar. Mañana iré a la oficina. Es el mayor sacrificio que pueden exigir a un hombre, pero por primera vez me siento ligado a una mujer. A una niña caprichosa, pero demasiado bonita.
—Me alegro, Pedro. Cuando pase algún tiempo te sentirás seguro de ti mismo, satisfecho de la vida y de tu trabajo.
III
Vestida de blanco, destacando la piel morena bajo el modelo veraniego, sobre sus altos tacones, Begoña Pimentel atravesó la calle y se dirigió directamente al café contiguo al cine Royal. Lo vio enseguida, vestido de gris, elegante, correcto, sobresaliendo de los demás hombres que se acodaban en la barra.
«Ahora querrá saber quién era mi amigo y yo no lo diré».
—Hola.
—Hola, ya iba a marchar —dijo Luis escrutándola con los ojos.
—Pues no me retrasé tanto.
«Soy una comediante. Estoy humilladísima, desconcertada, inquieta, turbada y hablo con la mayor naturalidad. Siento en mis labios sus besos y me río con la mayor desfachatez cuando de buen grado hubiera dado gritos de dolor».
—Veinte minutos de retraso. No es mucho para una mujer bonita.
Era el cumplido que hacía. La tomó del brazo y entraron juntos en el local. Se acomodaron en sendas butacas y Luis la miró inclinándose sobre ella.
—¿Estás disgustada?
—Claro que no.
—Me alegro. No puedo resistir las caras enfurruñadas.
No le preguntaba quién era el amigo, lo que indicaba que no le interesaba gran cosa. Y ella, humillada, se reconcentró en sí misma, puso toda su atención en la pantalla y, aunque sabía que él la miraba a través de la oscuridad, ni una sola vez volvió los ojos.
Salieron tras dos horas de suplicio mortal.
—¿Adónde vamos ahora?
Eran las nueve de la noche y Begoña no tenía ganas de ir a ninguna parte. Encogió los hombros.
—¿A bailar?
—No —saltó impulsiva.
Luis rio quedamente con aquella su risa que la estremecía de pies a cabeza.
—¿Y por qué no?
—Porque no quiero.
—Entonces elige tú un lugar divertido.
—A decir verdad, no siento ganas de diversión.
—La viejecita achacosa se aburre.
—No te burles.
—Si no me burlo, amor mío.
—Te prohíbo que me llames amor tuyo.
—Hum, cervatillo.
—Y no quiero que me llames cervatillo.
Luis apretó el brazo femenino y lo llevó a su costado. Buscó la mano y la cerró con fuerza entre las suyas. La apretó violentamente. Begoña sintió dolor y placer. Sí, un placer doloroso que le hacía bien. Pero no rescató su mano.
—Cervatillo.
—No quiero...
—Pero si lo pareces hoy más que nunca.
—Pues no quiero que me lo llames.
Pasaban ante un café y vieron a Pedro y a su novia. Estos los llamaron y acudieron a la mesa.
—¿De dónde venís? —preguntó Pedro con cierta ironía que molestó a Begoña.
—Del cine —replicó Luis.
Pedro buscó los ojos de Begoña: Se dio cuenta en aquel instante de muchas cosas y temió que el amor de la joven por su amigo fuera demasiado sincero para un hombre que, como Luis, no creía en la sinceridad del amor.
Estuvieron los cuatro juntos hasta las diez y media de la noche. Acordaron que al día siguiente domingo se irían de campo las dos parejas en el auto de Luis. Begoña se encargaba de hacer la comida y Matilde prometió que llevaría una tarta exquisita. Después se separaron. Luis y Begoña hicieron el camino a pie y Pedro y Matilde buscaron un taxi porque la casa de Matilde se encontraba lejos.
Pedro besó a Matilde antes de dejarla en el gran portal iluminado y Luis miró a Begoña con risueños ojos.
—Espero que mañana estés de mejor humor —dijo burlón.
—Ojalá.
—¿Tengo yo la culpa de tu mal humor?
—Seguro que no.
—Cervatillo... Perdona, Begoña...
—Dime.
La miró a los ojos hondo, hondo. Fue a decir algo, pero no dijo nada.
—Termina.
—Soy tu tutor —dijo al fin con voz ronca—. Creo que no me he portado bien. Te doy mil disculpas, querida.
«Y con eso cree que todo está dicho —pensó la joven con desaliento—. No se da cuenta de que es el primer hombre en mi vida y que por su causa estoy inquieta, inquieta, inquieta...».
—Lo olvido todo fácilmente —dijo con cierta soberbia ofensiva.
—Bien, me alegro. Buenas noches.
—Buenas noches.
La vio alejarse erguido y presuroso. Corrió escalera arriba y se derrumbó en el diván de la salita.
—La cena está lista, señorita.
—No tengo apetito —la doncella se retiraba—. Ah, oye. Di a Susana que mañana pasaremos el día en el campo y que necesito llevar merienda para cuatro.
—Sí, señorita.
—Paula...
La doncella volvió sobre sus pasos y contempló a la joven derrumbada en el diván.
—Dígame, señorita.
—Saldremos de aquí a las diez en punto.
—Todo estará dispuesto para esa hora.
Se alejaba... Begoña con voz débil volvió a llamarla.
—Paula...
Y la doncella volvió a detenerse y a mirarla interrogante.
—Dígame, señorita Begoña.
—¿Te has... enamorado... alguna vez?
Paula no se asombraba de nada. Era su mayor virtud aquella serenidad de saberlo todo, de comprenderlo todo.
—Mucho.
—¿Una sola vez, Paula?
—Una sola vez. Al padre de mi hijo.
—Ya. Es..., es una enfermedad terrible, ¿no crees?
—Una enfermedad terrible y deliciosa —contestó Paula con sonrisa comprensiva.
—¡Terrible y deliciosa!
—Sí, señorita Begoña.
—Gracias, Paula. Tráeme un vaso de leche.
—Temo que la falta de alimento no disipe su inquietud. La dieta no es buena.
Begoña sonrió aturdida.
—¿Qué tenemos de cena?
—Sopa de pescado, setas, pollo asado y la tarta de manzana, que tanto gusta a la señorita.
—¿Crees que merece la pena cenar?
—Lo creo.
—Pues sírveme.
Y sonrió. «Terrible y deliciosa». Tenía razón Paula. Aquel su amor le causaba terror y placer, un placer morboso quizá, si bien ella procuraba alejar el morbo.
Cerró los ojos, sintió los besos de Luis como si los estuviera recibiendo en aquel instante. Y después, estremecida, pensó en los celos no despertados. ¿Es que no le importaba que recibiera amigos en su piso? El muy estúpido ni siquiera volvió a preguntarle quién era aquel amigo...
* * *
Luis fue directamente a su casa, si bien no por ello pensaba quedarse en ella el resto de la noche. Necesitaba aturdirse, incluso emborracharse. La culpa de su inquietud la tenía aquella niña: «Cervatillo delicioso».
Entró en el piso.
—Hola.
—Caramba, muy pronto has vuelto.
—Diez minutos antes que tú. ¿Te preparo una copa?
—Gracias. Voy a salir.
—Tenemos una comida magnífica en casa.
Luis la desdeñó con un gesto.
—Estoy harto de casa —y dio una patada a una butaca, que salió disparada hasta el extremo del salón—. Harto, harto.
—Bueno, pareces un niño enfurruñado —rio Pedro como si tal cosa, pero mirando de reojo a su amigo—. ¿Te has fijado? Antes nadie nos veía el pelo en casa hasta las seis de la mañana y ahora... Somos dos buenos chicos.
Luis dio otra patada, esta vez a la estera.
—Somos dos vejestorios maniáticos —rectificó.
—Qué poco indulgente eres contigo mismo, amorcito.
—Déjate de bobadas.
—¿Bobadas? Yo no digo bobadas.
Bebió el contenido de la copa y chasqueó la lengua.
—Soy un as haciendo cócteles. Oye, no sé si te he dicho que el lunes empiezo a trabajar. Es curioso; si me hablan de esto hace unos meses me pego con cualquiera y ahora... —levantó los ojos, los clavó en el semblante poco tranquilizador de Luis—. ¿Crees que soy ahora más formal que antes?
—Sigues siendo un trasto, pero haces bien con trabajar. Al menos no sentirás ese terrible vacío.
—¿Qué vacío?
—No digo más que bobadas.
—¿Eres tú ahora el de las bobadas? ¿Vacío? Diablo, estoy enamorado de una chiquilla preciosa. No siento vacío por ninguna parte.
—Tú no entiendes eso.
—¿Es que lo sientes tú?
Ahora la patada la recibió el taburete del piano, que salió rodando hacia el hall.
—Qué humorcito tiene el angelito Luis —rio Pedro—. ¿Qué te han dado por ahí?
—Bah, bah, bah —y de súbito—: Me voy por ahí. Quiero divertirme.
Se dirigía a la puerta.
—Recuerda —gritó Pedro— que mañana a las diez nos esperan las chicas para pasar el día en el campo.
Luis se detuvo bruscamente sin volverse.
—Puede ser un día estupendo —continuó Pedro—. Tengo ganas de ver a Matilde en traje de baño: Ella dice que parece una salvaje en plena selva porque su maillot es de colores chillones.
—No dices más que tonterías.
Dio la vuelta al fin y se metió en el comedor. Pedro lo siguió balanceándose sobre las piernas y con las manos en los bolsillos del pantalón.
—¿Qué tenemos de cena?
—Caramelos de menta —rio Pedro recostándose en la puerta y de súbito una pregunta rara—: ¿Llamaste a Begoña por teléfono esta tarde?
Luis dio la vuelta en redondo. Se quedó mirando a su amigo con fijeza.
—¿Por qué me haces esa pregunta?
—Te la hago.
—Pues..., no: ¿Estabas tú allí?
—¿Yo?
«Quiero darle celos. ¿Es a Luis a quien Begoña quería dar celos? Vaya, vaya, con los dos vejestorios». El que consiguió el amor de Matilde y aquel Luis enfurecido que no sabía que era amado por el solete de Begoña.
—Di, ¿estabas tú allí, en su piso, cuando yo llamé?
Pedro se acercó a la mesa y cogió una loncha de jamón. La llevó a la boca.
—¿Yo qué?
—¡Cielos! ¿Es que no me entiendes?
—No grites tanto, amiguito. No, no estaba allí. Entraba cuando salía Begoña con...
—¿Con quién?
El plato de los entremeses se tambaleó en el borde de la mesa. La cocinera miró a la doncella con ojos picaros. Los señoritos estaban enfadados.
—Con un tipo muy elegante que no conocí. Pronto nos robarán a Begoña: Es una chica lindísima.
Dio un paso atrás.
—¿Adónde vas, Luis?
—De paseo. La casa se me cae encima.
—Pero, hombre...
—Vete al diablo.
Y salió dando un portazo. Pedro encogió los hombros filosóficamente y cogió otra loncha de jamón.
—Está sabroso —y gritó—: Salomé, sirve la cena.
—¿No come el señorito Luis?
—Claro que sí, no tardará en volver.
Como si aquello fuera una llamada, la puerta del piso se abrió y entró Luis con la cara más larga que un día de mayo.
IV
El auto de Luis, con este al volante, se detuvo ante la casa de Begoña; Pedro saltó al suelo con aire feliz. Vestía un pantalón de gabardina color crema, jersey de felpa blanca y calzaba zapatos del color del pantalón. Estaba francamente guapo. Luis vestía pantalón azul también de gabardina y jersey blanco de algodón. Llevaba un pañuelo al cuello y una visera en la cabeza. Los dos parecían muchachos y así era en realidad. Mas la cara de Luis no tenía ni una sonrisa. Serio, impenetrable, absorto, se quedó sentado ante el volante mientras Pedro se perdía en la escalera.
Aparecieron después. Pedro cargaba con una enorme cesta, Begoña con una bolsa y Matilde con otra. Vestían las dos faldas de vuelo, blusas blancas y calzaban zapatos bajos. Ocultaban el pelo bajo un pañuelo de colorines y cubrían los ojos con gafas oscuras. Saludaron a Luis dando gritos y luego se acomodaron en el auto, una vez Pedro hubo guardado las cestas de la comida.
Begoña se sentó junto a Luis, y Pedro y Matilde en la parte de atrás. El auto no llevaba capota y la brisa de la mañana acariciaba sus rostros.
—¿Listos? —preguntó Luis.
—Listos.
El auto arrancó perdiéndose en la calle y saliendo luego a la carretera.
—Hay que elegir un sitio donde podamos bañarnos —dijo Begoña—. ¿No conoces alguno, Luis?
—Sí.
—Qué lacónico estás.
—¿Lacónico?
—Sí; hasta pareces de mal humor.
—Pues estoy como siempre.
—Begoña encendió un cigarrillo y fumó sin prestarle aparentemente atención. En la parte de atrás Pedro cuchicheaba al oído de su novia:
—¿Qué les pasa?
—No lo sé. Desde el día que cenamos en aquel merendero.
—Alma mía, pero si eso fue anteayer.
—Bueno, pues desde anteayer les sucede algo.
—¿Crees tú que Begoña...?
—¿Y tú crees que Luis?
—Sí.
—Pues sí.
El auto se deslizaba raudo. Pasaron junto a la colina de una montaña imponente. El auto rodó por la carretera que bordeaba la falda de aquella montaña y llegó a un descampado. Torció por una carretera paralela y bajó por una pendiente.
—¿Es bonito ese sitio que conoces, Luis?
—Desde luego.
—¿Estuviste en él muchas veces?
—Alguna.
Era Matilde que preguntaba a gritos. Begoña seguía fumando. Era ya el tercer cigarrillo y sentía la garganta seca. Decididamente, le pasaba algo a Luis. ¿Tenía ella la culpa? Bah, también a ella le sucedían cosas y de ello tenía toda la culpa aquel hombrón demasiado serio que no abría los labios más que para responder a las preguntas que le hacían directamente.
La esperaba un bonito día junto a aquel hombre serio y absorto. ¿No tendría ganas de venir? Pues pudo haberse quedado.
—Dame un cigarrillo, Begoña.
Le molestó que no le llamara «cervatillo». Nadie podía pronunciar aquellas letras con la ternura que lo hacía Luis. ¿Por qué había cambiado? ¿Y los besos que le dio?
«Aunque tenga que morir soltera —susurró para sí— no consentiré que otro hombre roce mi cara. Fueron demasiados besos en un solo instante para mi boca, que desconocía el sabor de ese goce intensísimo».
—Te pedí un cigarro.
—Perdona.
Sacó la pitillera de oro y le puso el cigarrillo en la boca.
—¿Tengo que encendértelo?
—Sí, a menos que prefieras que pare el auto.
En silencio se inclinó hacia él y acercó la llama a la boca masculina. Los ojos se encontraron y Begoña apretó fuertemente el brazo de Luis. Este chupó con fuerza, la llama se apagó, pero la mano femenina seguía apretando.
Luis no dijo nada, pero miró la mano y la joven la apartó rápidamente.
—¿Qué te pasa, Begoña?
—Nada..., nada.
—¿Hubieras preferido quedarte en la ciudad?
—Eres absurdo.
—Eso quisiera ser..., a veces.
Se inclinó hacia él.
—¿Qué te pasa a ti? Has cambiado.
—Te aseguro que no.
—Yo creo que sí.
—Mira, ya estamos llegando. Ahí tienes la playa.
El auto se deslizaba por la pendiente y al fin se detuvo rozando la arena. Todos saltaron al suelo. Era un lugar pintoresco, precioso, lleno de vegetación, y al mismo tiempo con un mar azul hacia el fondo como turquesas purísimas.
No se veía a nadie por aquel lugar. Pedro y Matilde se dispusieron a preparar la tienda de campaña y Luis sacó todas las cosas del auto ayudado por Begoña.
—¿No piensas bañarte, Luis?
—Por supuesto que sí.
—Magnífico, porque te desafiaré a una carrera por las aguas.
—Te ganaré.
Él rio con aquella su risa queda que la inquietaba de modo extraño.
* * *
—¿Y Begoña?
—Mientras tú te fuiste a inspeccionar el terreno, ella se arrojó al agua. Nada hacia la orilla. ¿No ves su cabeza?
La veía a lo lejos. Nadaba con maestría, partiendo el líquido elemento con sus brazadas rítmicas. Despojóse del pantalón y se tiró de cabeza. No la alcanzó hasta que Begoña llegó a la otra orilla.
Al verla erguida en el césped, con aquel su cuerpo delgado y duro, de líneas puras y armoniosas, sus ojos centellearon, pero volvió a apaciguarse.
—¿Te has cansado?
—En absoluto.
—Lástima de un cigarrillo —dijo sentándose en la orilla.
Tenía un cuerpo ancho y moreno de Tarzán. Begoña se sentó a su lado y hundió los pies en el agua.
—Es maravilloso vivir en plena naturaleza.
—Cuando te cases puedes hacer vida de camping.
—Cuando me case querré ir a París.
—¿A París?
—Sí, a visitar a mis queridas monjitas. Se lo he prometido.
—Vaya —rio sin mirarla—. Antes de salir del pensionado ya sabías que ibas a casarte.
—No lo sabía, ni me muero por el matrimonio. No te rías de ese modo porque ya no me afectan tus risas burlonas. Toda chica dice siempre: «Cuando me case haré esto o aquello». Y a lo mejor, se queda soltera.
—Tú no quedarás.
Y la miraba. Begoña sintióse ruborizar bajo aquella mirada y apartó sus ojos y los clavó en el agua.
—¿Por qué no he de quedar?
—Porque eres bonita, porque eres rica y porque..., porque...
—¿Por qué más?
—Porque los hombres aman con facilidad a las mujeres como tú.
—Vaya, por lo visto tu mal humor te hace decir bobadas.
—No son bobadas. Y, además, no estoy de mal humor.
—¿No?
—¿Estás coqueteando conmigo, Begoña?
—¿Por qué no me llamas cervatillo?
—Porque tú me lo has prohibido.
—Eres muy obediente.
—¿Quieres que te lo vuelva a llamar?
—No me interesa. Voy a nadar de nuevo. Alcánzame si puedes.
Dio un salto acrobático y se hundió en el agua. Luis la siguió inmediatamente. Nadaba bien, pero Luis la superaba y la alcanzó con facilidad. La cogió por la cintura, la apretó contra sí y ambos se hundieron. Lucharon bajo el agua y en la superficie, para volver a sumergirse. Cuando salieron de nuevo, jadeaban los dos...
—Eres... —se ahogaba— un bruto.
—Perdona, cervatillo.
—¿De nuevo cervatillo?
—Ahora me lo pareces más.
—Eh, vosotros —chilló Matilde—, nadad hacia aquí.
—Nos llaman.
—Que nos llamen.
Pero Begoña, sin hacerle caso, nadó hacia la orilla y se detuvo en ella casi extenuada.
—Pedro y yo vamos a hacer unas exhibiciones —dijo Matilde corriendo hacia ellos—. Tenemos que tener público.
Pedro se tiró después de su novia y ambos dieron volteretas sin ninguna gracia. Luis fumaba con los pies hundidos en el agua y Begoña, tumbada al sol, ni siquiera miraba hacia el agua.
—Eres una descortés —dijo Luis mirándola.
—Estoy cansada. Me has rendido con tus juegos.
—¿Volvemos?
—No. Dame un cigarrillo.
—No tengo más que este. Espera, que voy a buscarlo.
—No te molestes.
—¿Quieres el mío?
—Claro que no.
—Podemos fumar los dos. Ven.
Tiró de su mano y Begoña se sentó junto a él.
—Te he dicho que no quiero.
Tenía unos ojos violeta preciosos. Luis los contempló ahora bajo los rayos candentes del sol. Su pelo rubio tenía destellos de bronce y su boca... Apartó los ojos con presteza.
—¿De veras no quieres?
—No, no quiero.
La vio ponerse en pie y alejarse hacia la tienda de campaña recién levantada. Salió con la falda puesta y un cigarrillo en la boca. Sacudió el cabello y el sol pareció dorar su frente con una aureola.
—Es un día estupendo. ¿Qué haremos después de comer?
—Yo dormir la siesta bajo la sombra de un copudo árbol.
—Pues yo no pienso hacer eso. Me iré por ahí a recorrer los contornos.
—Entonces sacrificaré mi siesta y te haré compañía.
—Te advierto que no necesito compañía.
—Ya lo sé. La mía, quieres decir. Si fuera el chico elegantote que salió ayer contigo de tu casa...
Begoña se le quedó mirando asombrada.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Pedro.
Begoña soltó una carcajada. Miró hacia el medio de aquel mar y sus ojos brillaron al posarse en la cabeza de Pedro. ¡Maravilloso Pedro!
—¿Preterirías ese compañero?
La joven se encontraba de pie y sus dedos se hundían en la arena. Miraba desde lo alto la cara de Luis iluminada por el sol, vuelto hacia ella.
—Desde luego...
—Begoña..., siento que te hayas echado novio sin decirme nada.
—¿Por qué tenía que decírtelo? Además, no supe que era su novia hasta que...
—¿Hasta qué?
—Hasta que me besó.
Luis se agitó como si lo sacudiera un vendaval.
—¿Qué...? —se levantó despacio—. ¿Qué...? —la miraba—. ¿Qué te besó? —la sujetaba por un brazo—. ¿Qué te besó? —la sacudía—. ¿Diablo, estás hablando en serio? —seguía sacudiéndola—. ¿Y crees tú que los besos están a la orden del día? —más sacudimiento y más regocijo por parte de la «pupila»—. ¿De modo que... el cretino ese? Pero ¿quién es el cretino?
—Suéltame. ¿Por qué no pudo besarme? —lo miró con fijeza, desafiadora—. ¿No lo has hecho tú y eres mi tutor?
Luis la soltó. Dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo. Parecía que le había colocado mil años sobre las espaldas.
—Luis...
—Tienes razón. ¿Qué voy a aconsejarte yo que te falté más que ningún otro hombre? ¿Qué puedo decirte?
—Luis...
—Olvídate de todo. Pero... —pasó una mano por la frente. Begoña se sintió absurdamente emocionada— ten cuidado con los besos... No es... perdóname.
—¿Adónde vas?
—A bañarme otra vez.
Lo vio arrojarse al agua y ella quedó en la orilla silenciosa, pensativa.
* * *
La comida no fue alegre. Matilde y Pedro no eran lo bastante ingeniosos, al parecer, para despejar la tensión que existía. Bromeaban con Luis y este respondía sin gracia. Pedro terminó por enfadarse y se fue con Matilde acantilado abajo. Begoña tomaba el café a pequeños sorbos y Luis fumaba un cigarrillo con la espalda apoyada en el tronco de un árbol.
—¿Quién tiene la culpa de que nos estemos aburriendo de este modo, Luis?
—Quizá yo. No debí acompañaros.
—Creo que la tenemos los dos. ¿Quieres que demos un paseo por el bosque? Olvidemos nuestra conversación anterior.
—No es fácil.
—¿Para ti?
—¡Bah! La he olvidado ya.
Se puso en pie, pero Luis no la imitó.
—¿No vienes?
—Prefiero quedarme aquí.
—Bien, hasta luego.
Lanzóse bosque adelante. Fumaba y expelía el humo muy despacio, despacísimo, como sus pies, que caminaban con desgana. Era demasiado niña para comprender a Luis. Pero aun sin comprenderlo se sentía irritada, furiosa al mismo tiempo de sentir aquel hondo placer que ignoraba a qué atribuir. Se perdió tras el pinar y quedóse quieta mirando a lo lejos. El agua serena, apacible, apenas si se movía, la cinta policromada del horizonte se veía a lo lejos, dorando toda la montaña. Era consolador sentir aquella paz en medio del bosque, junto al mar, bajo un cielo como manto, sin manchas, color turquesa. Recostóse en el tronco de un árbol y sus pies calzados con sandalias se hundieron en las hierbas. Fumó lentamente y expelió el humo levantando un poco la cabeza.
Sería preciso olvidar a Luis, a menos que su furor fuera motivado por los celos. ¿Celos, Luis...? No, era absurdo que un hombre como Luis Lozano la amara. ¿Sus besos? Encogió los hombros. Luis habría besado a muchas mujeres, sin explicación, excusándose quizá unos días después, como si el hecho fuera un pasaje sin importancia. Pero Luis tenía que saber que ella no era una mujer cualquiera. Ella era su pupila...
—Hace una tarde hermosa.
Se volvió y encontró a Luis fumando indiferente, recostado en el tronco de otro árbol. Lo contempló brevemente y asintió.
—Nunca he visto una tarde así —replicó con el mismo tono de indiferencia—. ¿Dónde están Pedro y Matilde?
—Tumbados bajo la lona de la tienda.
—¿Han vuelto?
—Eso parece.
—Iré hasta allí.
Se enderezó.
—Déjalos —indicó Luis sin moverse—. Esos prefieren estar solos.
—¿Sabes lo que te digo? No es nada divertido hacer plan con una pareja de recién casados.
—¿Recién casados?
—Bueno, de novios próximos a casarse.
Tiró la colilla y miró a Luis. Este, recostado en el árbol próximo, miraba al cielo. Tenía un pitillo en la boca y los ojos entornados. La visera caía hacia atrás.
—Tú..., ¿no piensas casarte pronto? —Preguntó él de pronto.
—¿Con quién, Luis?
—Con ese chico...
—¿Qué chico?
Y no era fingido su asombro. En aquel instante olvidó su ridícula mentira.
—Con el que... Bueno, con ese que salía de tu casa. El que... —agitó la mano impaciente—, ya sabes a cuál me refiero.
Begoña se echó a reír y sus cabellos dorados se agitaron.
—¿Te refieres al chico que me besó? —siguió riendo como si tal cosa, pero subconscientemente se sentía menguadísima, tímida y avergonzada porque su audacia no estaba en armonía con su carácter serio—. Bah, ya sabes que los chicos hoy no son novios, son planes, camaradas...
—¿Planes? ¿Eres tú chica de plan?
Begoña enrojeció hasta la raíz del cabello.
—¿Por qué no? Es divertido.
Luis, fuera de sí, se situó junto a ella y la agarró de un brazo.
—¿Estás loca, Begoña? Si no lo estuvieras no dirías esas majaderías. Las chicas que nosotros buscamos para plan son aquellas a las cuales nunca se dirigió un hombre en serio. ¿Me entiendes? Cielos..., tú, tú...
—Bueno, no te pongas melodramático.
—Si me diera gusto a mí mismo, te pegaría —dijo sin rencor, con desprecio y amargura y aquello fue lo que violentó a Begoña.
—¿Pues sabes lo que te digo? —casi gritó—. Que estoy deseando cumplir mi mayoría de edad para perderte de vista. Sí, no me mires de ese modo, no soy un monstruo. Lo estoy deseando.
Y en contraste se echó a llorar como una loca. Desconcertado, Luis fue hacia ella, levantó la mano para tocarla, la dejó caer y solo dijo muy bajo:
—Faltan pocos meses, querida. Demasiado pocos...
Y a grandes zancadas se alejó de ella.
Begoña siguió llorando apoyada en el tronco del árbol. Nunca supo el tiempo que estuvo allí. Primero lloró con sollozos desgarradores después quedamente y al fin dejó de llorar, pero de vez en cuando una lágrima rodaba por su rostro y los labios sensuales la absorbían.
V
Matilde y Pedro quedaron junto al portal y el auto con Luis al volante, un Luis serio y absorto, y una Begoña junto a él muda y pensativa, siguió rodando. Las calles iluminadas, animadas y elegantes, produjeron en la joven cierta tranquilidad. Contempló los focos luminosos que se apagaban y se encendían a intervalos y sonrió a lo tonto.
Cuando el auto se detuvo, parecía entretenida en contemplar sus uñas.
—Hemos llegado, Begoña.
Añoraba aquella frase quizá cursi, pero alentadora. Cervatillo. Nunca más le llamaría así.
—¿No me oyes, querida?
Se agitó.
—Perdona. ¿Me das la cesta?
—Claro.
Bajaron los dos.
—Yo te la subiré a casa.
—En modo alguno —protestó la joven—. Puedo con ella y si no llamo a Paula.
—Bien, como quieras.
Había poca luz en la calle y Luis entró en el portal con la cesta. Bajo la luz, Begoña se dio cuenta de que Luis estaba pálido y terriblemente serio.
—Luis, creo que esta tarde te he ofendido.
Él sonrió a medias.
—No te preocupes, pequeña. No lo recuerdo.
—¿Me perdonas?
—Naturalmente.
—¿Todo?
Se agitó nervioso y su risa fue la misma risa peculiar, mezcla de burla y cariño.
—Todo, menos...
—¿Menos?
—No puedo borrar de mi pensamiento que un hombre, otro hombre...
El corazón de Begoña dio un vuelco.
—Sigue —pidió anhelante.
—Que otro hombre te haya besado. No puedo soportarlo. Cielos..., si me diera gusto a mí mismo...
Lanzóse a la calle y subió al auto y lo puso en marcha antes de que Begoña pudiera reaccionar.
Llegó a casa y entró en el piso con la ira retratada en los ojos. Pedro, que se hundía en una butaca con las piernas estiradas una sobre la otra, no se movió.
—¿No sabes? —sonrió feliz—. Entré en casa de Matilde y el delicioso papá de mi novia me introdujo en el despacho.
Luis paseaba de un lado a otro sin hacerle caso. Pedro apoyó la barbilla en los dedos entrelazados y continuó impertérrito.
—Me caso la semana que viene. Estoy loco por esa criatura. Algún día escribiré un libro de todo esto. Fue fantástico. La llegada de la colegiala... lo cambió todo.
Luis dio una soberbia patada al taburete del piano que rodó, como en otra ocasión, hacia el vestíbulo.
—Mañana empezaré a trabajar en la fábrica. Ya veremos qué puestecillo me das. No vayas a creer que entro allí como peón. Los números se me dan bien y tengo un título de químico guardado por algún sitio. Será cosa de buscarlo.
Otra patada y el taburete volvió a su sitio.
—Como supongo que tú te casarás cuando yo, tendré que buscar otro padrino.
Luis agitaba la coctelera como si fuera el cuello del amigo de Begoña.
—¿Qué me dices?
Luis lo miró con ojos ausentes. No vertió el líquido en una copa. Bebió de la coctelera y Pedro rio bajo chasqueando la lengua.
—¿Sabe bien?
—Vete al diablo.
—Qué niño tan educado.
Sonó el timbre del teléfono.
—Contesta, Luis.
—¿Yo? Así lo parta...
—Qué salvaje.
Estiró el brazo todo cuanto pudo y cogió el receptor.
—Diga...
Lo tapó y miró a Luis, que seguía bebiendo.
—Es para ti, Luis.
—Di que no estoy —rugió furioso.
—¿Sí? Es una mujer.
—Que se muera.
—¿Se lo digo así?
—Claro, idiota.
—Bueno. Pero te advierto que es Begoña...
Luis, que iba a beber, se quedó con la coctelera en alto. De súbito la tiró al suelo y en dos zancadas estuvo junto al teléfono.
—Dime, Begoña.
Nadie respondió.
—Begoña, ¿eres tú?
Pedro seguía con la barbilla apoyada en los dedos entrelazados, miraba filosóficamente al suelo y a Luis casi simultáneamente. Se divertía.
—Begoña.
—Sí, Luis, soy yo —dijo la vocecilla consoladora al otro lado—. Quiero decirte algo... No podría dormir sin...
—Di lo que sea, querida. Ya no me asombraré de nada.
«Hay que ver —pensó Pedro—, tan grandullón, y qué voz de niño bueno. Las mujeres consiguen prodigios».
—Es que... no soy chica de plan, ¿sabes? No me ha besado ningún hombre excepto... Bueno, ya sabes.
—¡Cervatillo!
Pedro cerró los ojos, para abrirlos inmediatamente. «Qué ridículo se pone Luis llamando cervatillo a la muchachita».
—Luis.
—Dime, cervatillo.
—Yo..., me gusta que me llames así.
—Te lo llamaría toda la vida, si tú quisieras.
—¿Toda la vida? ¿Junto a mí?
—Cuelga. Voy para allá.
Y colgó él, dando la vuelta sobre sí mismo.
—¿Vas a bailar? —preguntó Pedro sin alterarse.
—Oye, tú..., el otro día me mentiste. Eres tú el que estaba en casa de..., de ella cuando yo la llamé.
Pedro se echó a reír.
—¿Acaso creíste lo del chico elegante? Qué ingenuo eres. Pero... oye, ¿adónde demonios vas?
Luis se encasquetaba el sombrero y desde la puerta lo miró.
—Me casaré cuando tú, Pedro. Haremos grandes matrimonios y no creo que haya maridos más felices.
—Ajá. ¿Y qué más?
—Vete al diablo.
Pedro lanzó una carcajada y se levantó para beber un trago y al ver la coctelera rota y sentir la puerta de la calle al cerrarse, dijo entre dientes, con rara emoción:
—Querido Luis, cómo nos han cazado. Pero eres un estúpido por haber roto la coctelera.
* * *
Le abrió la puerta la misma Begoña. Luis se la quedó mirando y observó que la joven se ponía roja como la grana.
—Cervatillo.
—Yo...
La sujetó por la cintura y la llevó hacia la salita. Cerró la puerta con el pie y sin soltarla le echó la cabeza hacia atrás. La miró a los ojos.
—Begoña..., yo no puedo concebir que tú me quieras y tus ojos me lo están diciendo.
—Y yo —rio ella nerviosa— creo imposible que tú puedas quererme y tus ojos...
La apretó contra sí.
—¿Es cierto?
—Sí. Desde..., desde que te vi aquel día.
—Quiero casarme enseguida. Quizá soy demasiado mayor para ti. Pero... te haré feliz. Tú sabes que serás infinitamente dichosa a mi lado. Lo sabes, ¿no es verdad?
—Sí.
Luis reía con aquella su risa baja, contenida, que la estremecía de pies a cabeza.
—Luis...
—Ya sé que soy un salvaje. Ya lo sé, pero te irás acostumbrando a mí.
—Me gustas así.
—Dilo otra vez.
—Te quiero.
* * *
—¿No tienes otra ocupación mayor que mirar eso?
—Me hace gracia que tuvieras paciencia para escribirlo.
—¿Está mal? ¿Olvidé algo?
Matilde corrió hacia su marido y se sentó en sus rodillas.
—Nada, solete.
—Cuando regresen Luis y Begoña se lo enseñaremos.
—Es gracioso.
—¿Qué te parece gracioso?
—Que tuvieras paciencia para escribir esto. Es estupendo.
—¿Estupendo el manuscrito o yo?
—Tú, sol mío. Bésame como tú sabes hacerlo y después permite que me vista. Tendremos que bajar a comer. ¿Sabes lo qué me ha dicho papá? Que eres un hombre inteligente y que tu trabajo es magnífico.
—Lo que mejor hago de todo —rio Pedro— es quererte, amor mío.
Se besaban. Y Matilde huyó de él para correr hacia el tocador donde tenía las cuartillas.
—No sigas leyendo.
—Son graciosas. ¿Qué dirá Luis?
La apretó por la espalda, le echó la cabeza hacia atrás y rio sobre la boca femenina.
—Luis tiene bastante con Begoña. Espero que lleguen mañana. ¿Te das cuenta? Un mes ya desde que nos hemos casado y a mí me parece ayer. Quiero besarte más fuerte para convencerme de que eres mía.
—Hazlo, amor mío.
* * *
—Estás lindísima.
—¿Acaso no lo estoy siempre?
—Por supuesto, pero hoy...
—Siempre que puedes me ruborizas —rio nerviosa.
Luis la apretó contra sí. Le gustaba el rubor de su esposa, de su joven y bella esposa. Le gustaba su timidez y aquel nerviosismo que la agitaba cuando él llegaba a su lado y la apretaba contra sí. Era una deliciosa chiquilla.
—¿Sabes? —susurró acurrucada en sus brazos—. Las antiguas compañeras de colegio me envidian por pescar un marido tan guapo. Dicen que hasta las canas te favorecen.
—¿Y tú, qué dices?
—A mí me gustas y te quiero. Te quiero, tú lo sabes muy bien.
—Sí, cervatillo.
—Y no volverás a las seis de la mañana.
—Y no volveré.
—Y me besarás al marchar de casa y al volver.
—De mil amores.
—Pero estate quieto ahora.
Él reía.
—¿Lo deseas?
—Temblaba en sus brazos y reía al estilo de Luis Lozano.
—No, no lo deseo.
F I N
Título original: Llegó la colegiala
Corín Tellado, 1958
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