EN LA CIUDAD (Domingo Santos)
Publicado en
abril 20, 2022
...y, finalmente, cayeron las bombas. El mundo se convirtió en un inmenso horno crematorio donde ardieron las últimas esperanzas de la humanidad. El holocausto fue breve. Cuando terminó, aquellos que sobrevivieron se alzaron entre las ruinas de la civilización asesinada y dieron gracias al cielo o maldijeron al infierno.
Esto ocurrió hace ya muchos años. Ahora, olvidados los motivos del holocausto, olvidado incluso el propio holocausto, los nuevos habitantes de la Tierra se ocupan de una única tarea: sobrevivir.
Ismael asomó la cabeza por entre las ruinas. Eran dos, estaba seguro de ello. Aunque sólo uno se había asomado, su compañero debía estar agazapado por algún lugar. Así es cómo cazan siempre, le había dicho Lobo. Uno es el señuelo; el otro el cazador. La luna ayudaba a la emboscada creando sombras engañosas. Era fácil confundirse y cometer un error. Y los errores son mortales.
Pero él no caería en la trampa. Había sobrevivido a demasiadas cosas como para dejarse matar estúpidamente de este modo.
—Lobo —llamó.
—¿Qué? —resonó en su cabeza la voz del perro. Parecía excitado. El sabor ancestral de la cacería lo dominaba, aunque ahora sólo formase parte de una jauría de dos.
—¿Ves algo?
Hubo una pausa, como si el gran perro estuviera meditando su respuesta. Luego la cabeza de Ismael vibró con algo parecido a una sonrisa sardónica.
—Sí, son dos. El que se ha dejado ver está frente a ti, entre esa pared derruida y el buzón de correos. Justo al lado de la farola que aún se mantiene en pie. Déjamelo a mí.
—¿Y el otro?
De nuevo la risa.
—El otro te lo dejo a ti.
—¿Pero dónde está?
—Justo detrás de ti. Acercándose lentamente por la espalda, intentando sorprenderte. Te indicaré cuando sea el momento... ¡Ahora!
Los reflejos actuaron en un espasmo. Ismael se dio rápidamente la vuelta. Apenas tuvo tiempo de ver algo que se abalanzaba sobre él. No se entretuvo en averiguar si era humano o no, ni en qué grado. Simplemente adelantó el rifle, cogido por el cañón, como si fuera un ariete. Podía disparar, era uno de los pocos rifles que aún podían disparar, pero no tenía tiempo para prepararlo. La lucha por la supervivencia le había enseñado que hay que anteponer la rapidez a todo lo demás. Los reflejos son primordiales.
La gastada madera de la culata cumplió su cometido. Oyó, casi simultáneos, un crujido y un gruñido sordo. El atacante recibió el golpe en plena mandíbula, a mitad de su salto. Pareció detenerse en seco, abrió los brazos en cruz, hizo un movimiento extraño y se derrumbó. Por entonces Ismael ya había dado la vuelta al arma, quitado el seguro, y su dedo se crispaba sobre el gatillo. Se contuvo cuando ya empezaba a oprimirlo. No debía malgastar balas, y además tenía que saber antes de disparar si Lobo había acabado con su presa.
—¿Lobo? —llamó.
Otra vez aquella risita del perro que tanto le crispaba.
—Ya he terminado don el mío. Observo que tú también te las has apañado bien. Felicidades, estás aprendiendo.
Ismael gruñó algo inconcreto. Hubo un movimiento a su lado. Iba ya a disparar cuando se dio cuenta de que se trataba de Lobo, arrastrando su presa con los dientes. No le representaba ningún esfuerzo, a su enorme mole de casi cien kilos, arrastrar aquel enclenque cuerpo que no pesaría más de cincuenta. Su dentellada le había seccionado de cuajo la yugular. El denso pelaje gris brillaba a la luz de la luna moteado de sangre.
—¿Qué te parece tu presa, muchacho? ¿Te gusta?
A veces Ismael sentía tentaciones de disparar contra el perro Sobre todo cuando seguía llamándole «muchacho», como cuando él era un jovencito de catorce años y Lobo se había erigido, por una extraña debilidad, en su mentor personal de supervivencia. Recordaba haber leído en algún lugar que los perros no suelen vivir más de diez a quince años, pero Lobo debía tener más de treinta, y aún parecía en plena juventud. Claro que generalmente los perros tampoco hablan. Aunque en aquel mundo trastocado uno podia esperar cualquier cosa.
154 Se volvió hacia su presa. Era apenas un bulto informe en el suelo, que empezaba a agitarse. Iba envuelto en unos harapos de color indefinido que dejaban al descubierto partes de su sucio cuerpo. Parecía completamente humano, aunque no tenía un solo cabello en su cabeza; pero eso era normal. Debía haberle fracturado la mandíbula, ya que un hilillo de oscura sangre brotaba por la comisura izquierda de su boca. Se acercó, con el dedo apoyado en el gatillo del arma. Las partes del cuerpo que los harapos dejaban al descubierto estaban llenas de costurones y arañazos. El rostro era más bien aplastado, la nariz ancha y las orejas prominentes, acentuadas aún más por la falta de pelo. Y había algo extraño en él... Se inclinó ligeramente para ver mejor.
Con un inesperado salto, su atacante se lanzó de nuevo contra él Había sabido aprovechar el momento propicio. Sorprendido, Ismael retrocedió ante el empuje, incapaz de utilizar el rifle, dándose cuenta de que perdía el equilibrio. En su mente se formó un pensamiento desesperado:
—¡Lobo!
Pero Lobo no se movió de junto a su degollada presa. Parecía gozar con el espectáculo. Ismael cayó de espaldas, con su atacante encima, agarrándole el cuello con sus engarfiadas manos, intentando estrangularle. El peso de su enemigo le impedía utilizar el rifle de ningún modo. Sintió que empezaba a faltarle el aire. Pateó, no agitó, intentó liberar el arma aplastada entre los dos cuerpos. Notó que el punto de mira desgarraba la carne que se apretaba sobre él. La culata se hundió sin fuerzas en carne blanda. Boqueó.
¡Lobo! —llamó desesperadamente. Su llamada sólo obtuvo ecos de silencio en su mente.
Desesperado, sujetó el rifle con manos engarriadas, hundió el cañón hacia arriba tanto como pudo, buscó con desesperación el gatillo. Apretó.
El estampido ensordeció sus oídos, el disparo chamuscó el vello do su pecho, y el olor a pólvora y a carne quemada le aturdió. Pero oyó un gemido ronco, casi un estertor, y las manos que apretaban mi garganta se aflojaron. Aspiró una profunda bocanada y, durante míos segundos, permaneció tendido de espaldas, inmóvil, con el peso muerto encima, hasta que el temblor de sus piernas fue remitiendo. Luego empujó hacia un lado el cuerpo inerte y se puso mi pie, apoyándose primero en un codo, luego en una rodilla, sintiendo que la sangre de su atacante iba resbalando lentamente hacia abajo por su cuerpo. Miró a su alrededor.
Iobo seguía sentado junto a su propia presa, observándole fijamente.
—¿Por qué no acudiste en mi ayuda? —farfulló en voz alta, sintiendo que la cabeza le daba vueltas.
El perro se acercó lentamente al cuerpo tendido junto a Ismael y lo olisqueó. Volvió su vista hacia el hombre y sacudió la cabeza.
—Así que realmente no te habías dado cuenta —se sorprendió—. Por eso te lo dejé para ti. Creí que no querrías matarlo, pues era una hembra..
Ismael se quedó mirando alternativamente al cuerpo caído y al perro. Tardó unos instantes en darse cuenta. Luego comprendió qué era lo que había visto de extraño en aquel cuerpo cubierto de harapos y cicatrices: los gruesos muslos, las amplias caderas, el pecho prominente. Se adelantó, rasgó las ropas. Adelantó una mano. El corazón no latía. La retiró llena de sangre. Toda la parte superior del pecho, el cuello y la mandíbula inferior eran una mancha sanguinolenta. Encajó los dientes.
—Cerdo, no me lo dijiste —murmuró.
—Supuse que te darías cuenta.
Dejó caer el rifle al suelo, limpiándose la sangre de la mano en el sucio pantalón. Le dólía el pecho, y vio que tenía todo el vello chamuscado por el disparo. Se dio cuenta de que todo el ardor de la lucha, el miedo, lá excitación, se estaban concentrando en su bajo vientre. Dejó escapar un sonido ronco, mitad gruñido, mitad gemido.
Lobo regresó junto a su presa y aguardó.
La fogata ardía vivamente entre las minas. Se habían instalado en lo que había sido el patio interior de una iglesia evangélica..., o al menos eso era lo que rezaba el cartel que todavía colgaba medio caído en su entrada. Sobre ellos las estrellas brillaban con un resplandor mortecino, semiapagadas por la débil luminosidad que aún empapaba la atmósfera. Ismael se recostó contra la pared de ladrillos, contemplando con aire ausente la carne que iba dorándose en el asador improvisado con una rama que crepitaba y se combaba bajo el peso. El aroma que llegaba hasta su olfato, dulzón e intenso, era a la vez agradable y repulsivo. Pero ya no tanto como otras veces. Lobo había insistido en que utilizaran su presa —es más joven, argumentó—, pero Ismael prefirió el cuerpo de la mujer. Había más carne, sería más tierna, y además existía una cierta motivación morbosa. Así que había prevalecido su opinión.
Antiguamente, la antropofagia había sido considerada como algo monstruoso, un terrible delito. Pero las leyes y las costumbres humanas no son hechas por el hombre sino por sus circunstancias. En el mundo después de la catástrofe, cuando alguien moría, o se lo comían sus congéneres o lo hacían los perros, gatos, ratas y demás alimañas que poblaban las ciudades o la multitud de variantes que habían mutado a partir de ellos. Hacía mucho tiempo que el enterrar a los muertos se había convertido en algo menos que un lejano recuerdo. Aparte de haber perdido todo significado religioso o moral, los animales habían desarrollado una gran práctica en desenterrar los pocos cadáveres que aún seguían siendo sepultados para devorarlos. El mundo se regía por un principio que había abolido todos los códigos éticos de una sociedad ya desaparecida: la única ley todavía válida era la del máximo aprovechamiento. Un cuerpo muerto sólo sirve para pudrirse si está enfermo o como alimento de los que aún siguen con vida si está sano. Cualquier otra solución es un desperdicio. Las hordas que se habían ido formando por todas partes lo sabían muy bien, y lo habían adoptado como una regla básica incluso entre sus propios miembros. En épocas de hambruna, se llegaba hasta al sacrificio ritual de los más débiles en provecho de los más fuertes. Esto había dado nacimiento incluso a extrañas religiones.
Ismael dio un cuarto de vuelta al asador. Las paredes de la iglesia, intactas, les protegían, haciendo que la luz de las llamas no fuera visible desde el exterior, lo cual podría haber atraído a curiosos indeseados. Las ciudades estaban llenas de ellos, agrupados y organizados de las más distintas formas: luchando entre sí, medrando precariamente, muchas veces los unos a costa de los otros. La natalidad era intensa, el instinto sexual era sólo superado por el de supervivencia, y la mortalidad espantosa. Aparte las enfermedades en sí y las taras genéticas producidas por las radiaciones que hacían muchos nacimientos inviables, los niños eran presas codiciadas para las otras hordas y presas fáciles para muchas alimañas. Pero apenas se habían adentrado aún en la ciudad. Todavía se hallaban en las afueras, donde los merodeadores no eran tan numerosos como en el centro.
Lobo estaba junto a su presa, mordisqueándola pausadamente. Aunque se había acostumbrado a la carne asada, seguía prefiriéndola cruda, lo cual le ayudaba además a ejercitar sus dientes. Era un animal extraño, pensó Ismael, mientras daba un nuevo cuarto de vuelta a su cena. Tenían casi la misma edad, era apenas un cachorro cuando él nació. Lo recordaba muy claramente como un compañero de juegos allá en la granja, cuando era pequeño: un ser enormemente más grande que él, fuerte y poderoso, capaz de partir un hueso de una sola dentellada, pero que por una extraña afinidad se había convertido desde un principio en su devoto ángel guardián. Y aún seguía siéndolo.
En una ocasión su padre le había contado la historia. Tenían varios perros en la granja experimental cuando había empezado la guerra. La mayor parte de ellos, que durante el día solían andar libres por los alrededores, resultaron tocados por las caídas de polvo radiactivo, algunos incluso quemados. La mayoría murieron pronto. Tres sobrevivieron: tres perros lobos, dos hembras y un macho. Una de las perras no resultó afectada. Los otros dos sí, aunque en escasa medida. Primero su abuelo, luego su padre, habían intentado seguir en ellos el curso de las modificaciones genéticas producidas por las radiaciones, casi como un pasatiempo, ya que el estudio no tenía ninguna utilidad práctica y además tampoco disponían de los medios necesarios. No pudieron llegar a ninguna conclusión. Pero las dos perras tuvieron varias camadas. La mayor parte de los cachorros murieron antes de cumplir el mes. Unos pocos sobrevivieron, algunos con apreciables deformaciones y debilidades congénitas. Un par fueron sacrificados por pura humanidad. Tres de ellos demostraron ser completamente normales, al menos físicamente: dos tuvieron a su vez descendencia, y las huellas de las radiaciones volvieron a aparecer en lá siguiente generación. El índice de supervivencia siguió siendo escaso.
Y luego nació Lobo.
Lobo era bisnieto del perro y la perra contaminados, a través de una primera generación que no mostró huellas visibles de efectos radiactivos y un nuevo apareamiento cuidadosamente seleccionado entre los descendientes de las distintas ramas que parecían los más aptos. Al primer momento pareció normal, excepto que su desarrollo corporal fue mayor de lo esperado, y mostró una inteligencia absolutamente fuera de lo común incluso para un animal generalmente tan inteligente como un perro. Parecía adivinar los pensamientos, los deseos, las órdenes de los hombres. Y sentía una gran debilidad por Ismael, desde que nació. Luego, con el paso de los años, empezó a intuirse la realidad. Lobo poseía la facultad de «sintonizar» con otras mentes, de captar su presencia, escudriñarlas u interpretar sus pensamientos, aunque no podía comunicarse con ellas.
Excepto con la de Ismael.
Desde pequeño, Lobo se convirtió para Ismael en el imaginario compañero de juegos de todos los niños..., sólo que esta vez era real. Lobo no podía hablar, la estructura bucal de los perros no esta capacitada para emitir sonidos articulados semejantes a los quo producen los seres humanos. Pero sí podía transmitirle sus pensamientos y deseos, establecía un auténtico diálogo con él. De hecho, fueron aprendiendo juntos este medio de comunicación, desde los primeros inciertos balbuceos hasta una conversación completa. El resto de los ocupantes de la granja no se dieron cuenta del hecho hasta mucho tiempo después, todas las alusiones de Ismael niño eran consideradas al principio como las clásicas fantasías de un chiquillo. Luego, cuando finalmente comprendieron la verdad, el padre de Ismael quiso realizar algunas investigaciones. Aunque en su mayor parte fueron casi empíricas, estas investigaciones pusieron en evidencia que Lobo tenía la habilidad de captar lo que podría llamarse el aura de todos los demás seres vivos, las débiles emanaciones que produce cualquier cerebro pensante, sea racional o irracional. En realidad, su cerebro funcionaba como un radar que barría el espacio, captando las longitudes de onda de otros cerebros. Cuando estos cerebros estaban relativamente lejos —el alcance de detección de Lobo fue calculado en un radio de unos quinientos metros— o eran desconocidos, el contacto se limitaba al reflejo de una cierta presencia, una señal inconcreta que se iba haciendo más definida a medida que aumentaba la proximidad, modulándose y haciéndose inteligible. Cuando la proximidad era la suficiente, o existía un conocimiento previo entre el otro ser y el perro, Lobo era capaz de interpretar el flujo de pensamientos, como si leyera el otro cerebro. Sin embargo, no era capaz de comunicarse directamente con él, y el otro ser no se percataba en absoluto de ese escudriñamiento.
Con Ismael era distinto. Era probable —sólo probable— que el nacimiento casi simultáneo, y el hecho de crecer juntos y muy unidos, hubiera ido desarrollando una afinidad que les permitió pronto una comunicación directa e inteligible, sólo entre ellos dos.
Eso era lo que había hecho de Ismael y Lobo dos auténticos hermanos. Y el perro, mucho más poderoso que el niño a partir de los dos años, se había convertido en su protector. Una de las principales características de su mutación, además de su extraordinaria inteligencia y desarrollo corporal, era una longevidad que nadie había podido aún determinar. Adulto a los dos años, seguía siendo un perro joven cuando Ismael alcanzó su pubertad, y lo seguía siendo aún ahora, cuando Ismael tenía ya... ¿cuántos años? Treinta. treinta y dos tal vez... Desde el ataque y la destrucción de la granja había dejado de contar el tiempo, tan sólo tenía consciencia de él por las vagas referencias que de tanto en tanto, y socarronamente, le hacía el animal. Nadie sabía hasta cuándo iba a durar esa Iongevidad. El propio Lobo se reía de ella. Un día levantaré una pata y me quedaré muerto, decía irónicamente. Parecía no importarle en absoluto.
A Ismael sí le importaba, pues había llegado un momento en el que se daba cuenta de que ya no podría sobrevivir sin la ayuda del animal. Contempló a Lobo, que gozaba infinitamente con su hocico hundido en las entrañas de su presa, rebuscando los bocados más exquisitos: el hígado, el corazón. Ismael retiró su trozo de carne del asador. Lo olió con esa ambivalencia que aún no había conseguido desechar, entre repulsión y fascinación. La primera vez que se había visto obligado a comer carne humana había vomitado casi inmediatamente. La educación estricta de la granja, que durante mucho tiempo había pretendido ser un reducto de civilización pre— catastrófica (inútilmente, ya que al final había terminado siendo arrasada por una horda multiforme de mutantes que habla destrozado todas las instalaciones y devorado todos los cadáveres), hacía que, pese al largo periplo que había vivido desde que se encontrara contemplando las minas de lo que había sido su hogar y su único mundo desde su nacimiento, aún se sintiera extraño a todo aquello, —Había estado demasiados años viviendo en un mundo completamente aislado de la realidad como para que su primer intento de integración en ella no hubiera constituido un terrible shock que, en cierto modo, había enfermado para siempre su mente.
Pero se había ido acostumbrando. La segunda vez que había comido carne humana también había vomitado, pero a la tercera el hambre había ganado la partida. Luego, la barrera mental que había ido edificando su cerebro para aislarle de treinta años de prejuicios había hecho que en ocasiones incluso llegara a apreciar sus cualidades de sabor, como contrapartida a un acto que en un rincón cada vez más recóndito de su cerebro seguía calificando como horrendo. Lo mismo le había ocurrido con el sexo. Recordó por un instante su loca y angustiada violación del cadáver que ahora estaba comiendo, en lo que su mente identificaba como una segunda y más completa posesión. Se estremeció ligeramente al pensar de nuevo en su ansia puramente bestial, en la explícita violencia que había dado a su acto, bajo la mirada entre divertida y condescendiente de Lobo, que parecía comprender que las necesidades fisiológicas humanas podían ser tan perentorias como las que le obligaban a él mismo a periódicas y extrañas correrías nocturnas de las que muchas veces volvía magullado pero feliz. La violencia, el olor de la sangre, eran unos excitantes sexuales demasiado apremiantes como para ser ignorados. Su padre, y también en cierto modo su abuelo, habían intentado inculcarle un estricto código moral. Eso funcionó mientras había permanecido aislado del resto de la realidad, en un mundo cerrado, sellado, casi como en otro planeta. Pero en el mundo exterior la civilizada moral de antes de la catástrofe ya no existía. No al menos durante muchos siglos en el futuro. Tan sólo quedaban los instintos.
Por eso ahora comió la carne, saboreándola, gozando de su sabor fuerte y un tanto almizclado. Mientras masticaba lentamente, con la espalda apoyada en la pared de ladrillos y la mirada fija en las lejanas y desteñidas estrellas, se preguntó qué harían a continuación. En realidad no lo sabía, y si se estudiaba honestamente a sí mismo se daba cuenta de que tampoco le importaba. La idea de acudir a la gran ciudad no había sido en última instancia suya, sino de Lobo, aunque él hubiera tomado la última decisión. En realidad, no era más que una prolongación de las creencias de su padre, las cuales a su vez eran una prolongación de las creencias de su abuelo, y todo ello fruto de su propia concepción de un mundo visto desde una burbuja aislada. Para ellos, la única posibilidad de recuperarse que tenía la civilización humana estaba en las ciudades. Ismael no lo creía, pero tampoco le importaba demasiado. Creía que, en realidad, ya no le importaba nada.
La granja experimental donde había nacido, donde habían establecido su feudo artificial toda su familia y sus allegados, estaba a más de quinientos kilómetros de la gran ciudad donde se hallaba ahora, y que en su tiempo habla sido la capital de un país que ya no existía. Cuando se había iniciado la guerra, su abuelo estaba destinado allí al frente de un grupo de treinta hombres y mujeres efectuando un trabajo por cuenta del gobierno sobre cultivos intensivos en ambientes cerrados. La granja, una gran extensión cupulada y completamente aislada del exterior, era un lugar inmejorable para sobrevivir a la catástrofe que se abatió sobre todo el mundo. Ninguna bomba cayó en las cercanías, y la propia estructura de la granja, más unas cuantas precauciones tomadas por sus ocupantes, les habían protegido de las radiaciones secundarias. Había alimentos, tanto de origen animal como vegetal, para todos, y los seguiría habiendo durante mucho tiempo si se mantenía un esquema estricto de cultivo y consumo que permitiera un reciclaje constante. La granja se había convertido así en un ecosistema en miniatura, un improvisado pero efectivo y autosuficiente refugio antiatómico. ¿Durante cuánto tiempo? Nadie lo sabía. Años más tarde, cuando se creyó que el peligro directo había pasado, empezaron a organizarse tímidas salidas al exterior. Algunos no volvieron. Otros lo hicieron contando escenas espeluznantes. Las puertas fueron selladas de nuevo. Siguieron pasando los años.
La vida se convirtió en una rutina de supervivencia falsamente civilizada. Hubo uniones entre los distintos miembros, disputas, celos, peleas, incluso muertes. Nacieron algunos niños, no demasiados, no tantos. La capa de civilización subsistía, pero tan sólo era una costra bajo la cual todo se iba deteriorando. Empezó a morir gente, la mayor parte por enfermedad. El único médico de la granja no tenía ni excesiva experiencia ni un sofisticado material. No existía ni quirófano ni instrumental quirúrgico. Cuando nació Ismael, solamente quedaban diecisiete personas en la granja. Todos los animales habían muerto, la mayor parte sacrificados, algunos de enfermedad. No se habían reproducido con la necesaria fecundidad, pese a las atenciones y cuidados. Sólo quedaban los perros, que el abuelo de Ismael defendía airadamente contra aquellos que pretendían sacrificarlos para comérselos. La granja se había visto abocada a un estricto vegetarianismo. El padre de Ismael se casó con la hija de uno de los ingenieros encargados de la granja, en una ceremonia que se decía fue una parodia de matrimonio religioso, ya que no había ningún cura para oficiar. Había nacido un hermano, luego Ismael. Se rumoreó mucho que Ismael no era hijo de su padre, que su madre —una de las cinco mujeres que quedaban en la granja— compartía su cama con cualquiera siempre que se presentaba la ocasión. Pero en el núcleo cerrado de una sociedad que se pretende civilizada hay que aceptar algunas concesiones. El padre de Ismael mantenía las apariencias, y éste nunca le oyó ningún reproche, la menor insinuación. Lo recordaba como una persona severa, casi agria, que no sonreía nunca, que sólo sabía dar órdenes, que castigaba con severidad, un fiel reflejo de su abuelo. No había amor entre ellos, sólo respeto. Y a veces, miedo.
Cuando Ismael tenía catorce años empezaron a efectuarse de nuevo algunas salidas al exterior, primero por los alrededores, luego a las ciudades más próximas, en los tres únicos vehículos de que disponía la granja. Una de las finalidades era buscar combustible para los propios vehículos. Las bombas de los surtidores no funcionaban tras todos aquellos años, ni siquiera manualmente, y había que extraerlo, allá donde no se había evaporado por completo, directamente de las cisternas. Pero era algo laborioso y de resultados escasos. Uno de los vehículos se estropeó, pese a los constantes cuidados, y no pudo ser reparado. Cuando se agotó definitivamente el combustible tan laboriosamente recogido y cuidadosamente almacenado, el abuelo de Ismael extrajo alcohol de las patatas que se cultivaban en la granja y transformó el motor de uno de los dos vehículos restantes para que lo utilizara como combustible. El hermano de Ismael partió con otro compañero en viaje de reconocimiento a una de las ciudades próximas, ya que su padre se sentía excesivamente cansado para la aventura. No volvió. Un año más tarde, la madre de Ismael simplemente desapareció. Encontraron una de las compuertas de la granja abierta. No dejó ninguna nota, ni la menor explicación. El padre de Ismael se volvió más severo y taciturno que nunca.
Quedaban solamente catorce personás en la granja, siete de ellas de la misma generación que Ismael, con pocos años de diferencia entre sí: cinco hombres y dos mujeres. Su abuelo murió poco después de la desaparición de su madre. Su padre adaptó el otro vehículo, el único que les quedaba, para utilizar también alcohol de patata como combustible. Aún no había perdido la esperanza de poder reedificar algún día una cultura civilizada en la antigua metrópoli, aún seguía aferrado a sus viejos esquemas precatástrofe. Ismael debía partir en expedición a la misma ciudad donde había desaparecido su hermano, junto con otros dos compañeros, cuando se produjo el ataque. Era una horda numerosa, quizá doscientos seres..., era difícil llamarlos hombres. Reventaron las puertas de la entrada, se diseminaron por los corredores, invadieron los campos, destruyéndolo todo a su paso. Ismael intentó luchar, pero Lobo era mucho más listo que él: se le echó encima, lo derribó, lo arrastró aferrado con los dientes hasta una salida. Ismael se debatió, pero era impotente ante la enorme mole del perro. Se vio alejado de la granja contra su voluntad, arrastrado por el suelo, gruñendo y pateando. Así pudo asistir desde lejos a la destrucción de su mundo. Se quedó tras un promontorio contemplando la escena, retenido por un implacable perro, impotente, llorando, viendo la orgía de destrucción. Hasta que Lobo le golpeó en las costillas con el hocico.
—La granja ya no existe —le dijo—. Tenemos que irnos de aquí.
Las lágrimas se habían secado en sus ojos, convirtiéndose en un nudo que estrangulaba su garganta. En su mente torbellineaba la imagen de su padre, al que pese a todo quería, pues era uno de los pocos apoyos que le quedaban aparte de Lobo, mezclada con la de Ana, la mujer a la que había empezado a unirse y compartía con otros dos compañeros, y la de todos los demás. Golpeó la reseca tierra con los puños.
—Los odio —murmuró—. Odio a todo el mundo. Los mataré con mis propias manos. —Pero él era el primero en saber lo fútil de sus palabras.
Se dio cuenta de que, mientras rememoraba todo aquello, había estado contemplando fijamente, casi sin verlo, el hueso roído que tenía entre sus manos. Había comido toda la carne, se sentía ahíto. Un muslo entero de su víctima. Un prieto, sabroso y erotizante muslo de mujer. Se rió entre dientes. Era un pensamiento inconcebible en él. Lo hubiera sido unos meses antes, al menos. Ahora ya no. La moralidad de los seres humanos se adapta siempre al medio, le había dicho en una ocasión Lobo, riéndose con una filosofía impropia de un perro. Lanzando un eructo que le devolvió a la boca una oleada de sabor que, sin saber por qué, le produjo una arcada, pensó que ciertamente los perros siempre han sido mucho más inteligentes que los hombres.
Lobo lo había demostrado sobradamente desde el momento en que abandonaron la granja en pleno ataque, desde que Ismael tuvo que enfrentarse a un mundo nuevo y desconocido. Se estremeció al pensar en ello, y el roído hueso cayó involuntariamente de sus manos. Lobo estaba ligeramente apartado, tendido con la cabeza apoyada sobre sus patas delanteras, en una actitud muy propia de él, limpiándose escrupulosamente las fauces con la lengua. Así había estado también aquella otra madrugada, cuando ocultos tras el promontorio contemplaron cómo la horda atacante se retiraba finalmente tras haber cumplido con su cometido de destrucción, cuando Ismael se dio cuenta por primera vez en toda su realidad de que lo que hasta entonces había sido su universo había desaparecido definitivamente y debía enfrentarse a un nuevo mundo desconocido y terrible donde sobrevivir.
Así se había iniciado su periplo que los había conducido hasta aquella iglesia evangélica abandonada. El vehículo que quedaba en la granja, el único que aún funcionaba, había sido destruido por los atacantes, y de todos modos tampoco quedaba el suficiente alcohol de patata como para hacer un viaje largo con él. Así que sólo les quedaban los pies. Tras penetrar por última vez en la granja para recoger los pocos pertrechos que pudieron encontrar, con Ismael negándose obstinadamente a contemplar las huellas del paso de la horda dejadas por todas partes, habían emprendido el camino. Cuando llegaron a la verja que rodeaba el recinto, Ismael se detuvo y miró por última vez el rótulo metálico que aún colgaba sobre la puerta de acceso, medio oxidado, con la pintura desconchada en muchos lugares. Granja Experimental Autónoma Santa Margarita. Propiedad del Gobierno. Prohibido el paso a toda persona no autorizada. La cancela colgaba de uno de sus goznes, herrumbrosa, como un mudo testimonio de la futilidad del intento de mantener dentro de aquel recinto una parodia de civilización. Emprendieron el camino hacia la carretera general.
Fue un periplo largo y angustioso. Ismael tuvo que aprender a sobrevivir en un medio y unas circunstancias hostiles, enfrentándose a un mundo que hasta entonces había pretendido ignorar, aunque supiera que estaba ahí fuera. Lobo fue su maestro, su lazarillo, su protector. Conocía el mundo de fuera. Había ido tres veces acompañando a expediciones, una con el abuelo de Ismael, las otras dos con su padre. Hacía frecuentes escapadas al exterior, sobre todo desde que se había convertido en el único perro de la granja, y de las cuales volvía a veces arañado, mordido, lastimado, pero feliz, y de las que nunca quería hablar. Conocía la práctica de la supervivencia.
El desolado mundo exterior contrastaba con el artificial verdor de la granja. La mayor parte de la vegetación había resultado destruida por las radiaciones, y el mundo se había convertido en un constante semidesierto donde tan sólo brotaban algunos rastrojos y extrañas florescencias resultado de las mutaciones más inimaginables. Ismael, que como parte de su educación había aprendido una ya caduca botánica, descubrió a veces semejanzas, atisbos en algunas plantas, sorprendentes supervivencias de antiguas formas. Unos pocos árboles habían pervivido.
Durante muchos meses vagaron sin rumbo fijo. Ismael se resistía a alejarse demasiado de la granja, parecía como si lazos invisibles le ataran aún a ella. Lobo, por su parte, no decía nada: gruñía, pateaba y le miraba desaprobadoramente, pero no decía nada. Parecía comprender por qué Ismael trazaba círculos y más círculos en torno al eje de toda su vida pasada. Entraban en los pueblos, desiertos en su totalidad, y rebuscaban en las tiendas en busca de algo útil. La mayoría hablan sido saqueadas numerosas veces, pero desordenadamente, de modo que buscando bien podían encontrarse aún algunas cosas. Una de las finalidades de las expediciones de la granja era siempre ésta, proveerse de productos manufacturados que no podían fabricar por sí mismos, sobre todo zapatos, vestidos y telas. Las armerías estaban siempre completamente vacías. Había sido lo primero que habían asaltado los supervivientes de la hecatombe, en busca de elementos de defensa personal. Sin embargo, hacía ya mucho tiempo que las armas de fuego se habían convertido en instrumentos inútiles al agotarse las balas o quedar inservible la pólvora por un mal almacenamiento prolongado, de modo que ahora las hordas utilizaban cuchillos y armas contundentes para defenderse y agredir.
Ismael poseía su rifle, y era su gran tesoro. En la granja las armas de fuego habían sido la principal preocupación, junto con los vehículos y el cuidado de las cosechas. El abuelo de Ismael, consciente de la importancia de mantener un arsenal operativo, había puesto en pie una auténtica industria casera de balas de plomo para los rifles de que disponían, utilizando la pólvora prevista para barrenos. El arsenal, formado por varias docenas de cajas de municiones, estaba guardado en una cámara subterránea, al abrigo de humedades, por lo que probablemente los atacantes no habrían llegado hasta ella. Ismael y Lobo cumplieron con una penosa espera de más de dos días mientras los asaltantes de la granja se emborrachaban de destrucción y se atiborraban de carne humana, tanto de los conquistados como de sus propias bajas (e incluso, gruñó Lobo, de heridos convenientemente rematados, puesto que ninguna horda aceptaba en su seno a un herido que no pudiera valerse por sí mismo). En varias ocasiones Ismael sintió deseos de lanzarse alocadamente hacia las edificaciones de la granja gritando como un poseso, y Lobo tuvo que mostrarle sus dientes y gruñirle amenazadoramente para disuadirle. Luego, los asaltantes se fueron, apareciendo por todas las destrozadas puertas, y se alejaron en un grupo compacto en busca de otras presas y, tras un tiempo prudencial y la aparición de un par de rezagados, hombre y perro volvieron a entrar en la granja.
Fue, dentro de lo que hasta entonces había sido su mundo, el primer contacto de Ismael con la nueva realidad que iba a tener que afrontar. Fue también lo que cauterizo brutalmente los códigos éticos y morales artificialmente implantados en él por una pseudocivilización, enfrentándole a una realidad horrible pero inestable y dándole fuerzas para superar sin excesivos traumas la realidad que hallaría después. Fue la visión de la granja, de lo que quedaba de ella: los campos devastados, aquellos campos que durante varios decenios habían sido la principal preocupación, el mimo, la obsesión de todos los habitantes de la granja; las instalaciones arruinadas, destruidas a golpe de maza y de garrote; los muebles astillados; los sistemas de irrigación arrancados de cuajo; los almacenes reventados y su contenido esparcido por los suelos; y, sobre todo, los huesos.
Los huesos. Desparramados por todas partes, todavía con pedazos de sanguinolenta carne adherida a algunos de ellos, hablando de una orgía de degradación. ¿Degradación? Ahora, Ismael ya no estaba tan seguro de ello. Sólo recordaba que en aquel momento, cuando contempló por primera vez aquel espeluznante espectáculo, sintió unos incontenibles deseos de matar, se convirtió, por unos instantes, en un animal feroz. Contempló todos aquellos huesos esparcidos, roídos, algunos de ellos machacados para extraerles el tuétano, y en aquella confusa mezcolanza que englobaba a su padre y a todos los amigos a los que había querido y con quienes había compartido su vida, sólo pudo pensar en Ana, en aquella mujer con la que había compartido tantos momentos de placer y que era suya y de dos queridos compañeros más, y se negó a imaginar lo que podían haber llegado a hacerle los miembros de aquella horda antes de que finalmente muriera y fuera devorada. Corrió alocadamente por los pasillos, buscando un arma que aún funcionara. La mayoría de los rifles con que contaba la granja estaban destrozados; faltaban algunos, y seguramente se los habían llevado como mazas. Encontró finalmente uno al que solamente le había saltado un trozo de la culata, pero que aún estaba en condiciones de disparar. Fue hasta el sótano, abrió el almacén, llenó toda una mochila con cajas de balas. Subió de nuevo, cargó el arma, comprobó que aún funcionaba. Y disparó varios cargadores, crispadamente, alocadamente, sin saber con exactitud lo que hacía, destruyendo deliberadamente lo poco que habían dejado en pie los asaltantes, en un ritual de concienzuda destrucción. Luego se derrumbó y se echó a llorar.
Lobo no dijo nada.
—La humanidad ha estado siempre formada por dos tipos distintos de individuos: los urbanos y los rurales, los que viven en las ciudades y los campesinos. Los últimos siempre han proporcionado los alimentos. Los primeros la cultura.
Era su abuelo quien hablaba así. Ismael lo recordaba claramente, como si estuviera viéndolo de nuevo: sentado ante la larga mesa del comedor de la granja, ocupando la presidencia —por algo era el jefe—, mirándolos a todos con sus ojos duros e inquisitivos. Él era apenas un chiquillo, doce, trece años, pero las palabras habían quedado profundamente grabadas en su mente.
—Por eso ahora los hombres, movidos por un inconsciente colectivo, van a las ciudades.
Eso era lo que habían revelado las primeras expediciones al exterior. Algunos núcleos de supervivientes habían intentado afincarse en el campo, buscando sobrevivir de la tierra, cultivando lo poco que eran capaces de cultivar y cazando lo que encontraban. Pero la mayor parte de los supervivientes habían acudido a las ciudades. Ismael no sabía exactamente lo que era el inconsciente colectivo, pese a que su abuelo había intentado explicárselo, pero una cosa había quedado clara en su mente: si la civilización conseguía renacer algún día, lo haría a partir de las ciudades. Allí era donde estaba el acervo cultural de la humanidad. Desde allí se podía relanzar toda la tecnología humana. Lo único que conseguiría el campo sería sobrevivir aisladamente, vegetar. En la ciudad estaba el desarrollo.
Eso al menos era lo que creía su abuelo. Y también su padre. Y, en una forma ciertamente infusa, también él.
Durante un tiempo indeterminado, tras la destrucción de la granja, Ismael y Lobo merodearon por los alrededores, en un radio de pocos kilómetros. Ambos cazaban siempre que les era posible —Lobo demostró ser un extraordinario cazador de una especie de conejo mutante que, siendo más voluminoso de lo que eran los conejos de antes de la catástrofe, no podía correr con tanta rapidez— y comían lo que se les presentaba. Ismael había regresado en un par de ocasiones a la granja, sin saber exactamente por qué, quizá tan sólo por un rechazo inconsciente a abandonar lo que había sido su hogar durante toda su vida. No había enterrado los restos de los antiguos ocupantes de la granja; se sentía incapaz de hacerlo, y por otro lado no quería mezclarlos, no quería profanar su recuerdo indiscriminándolos con los restos de sus atacantes que también habían sido devorados. La tercera vez que quiso regresar a la granja no tuvo el valor suficiente para cruzar la verja de entrada.
Encontraron ocasionalmente a otros. Por aquella zona la radiación había sido escasa, de modo que casi todos ellos eran humanos. En la mayor parte de las ocasiones sé vieron tan sólo en la distancia, sin atreverse a acercarse los unos a los otros, recelosos de/cualquier trampa o engaño. En unas pocas ocasiones pequeños grúpos —siempre de cinco a diez personas, no más— les invitaron a unirse a ellós, pero miraban a Lobo con demasiada avidez o recelo..., como si lo temieran o lo desearan. En un par de ocasiones Ismael tuvo que alejar a tiros a las hordas que intentaban atacarles.
El abuelo de Ismael opinaba que la civilización renacería, si llegaba a renacer algún día, extendiéndose a partir del punto focal de la gran metrópoli que era la capital de lo que había sido en su día el país, no de las pequeñas ciudades provincianas esparcidas un poco por todos lados. La capital había sido siempre la fuente de toda cultura y progreso, con sus ocho millones de habitantes, sus teatros, bibliotecas, museos, la sede del motor económico que movía a toda la nación. Sin embargo, la capital estaba demasiado lejos como para que los poco fiables vehículos de la granja se hubieran atrevido nunca a una expedición tan larga y llena de riesgos. Se habían contentado con explorar algunas ciudades medianas, donde sobrevivían unos pocos núcleos de población, formando hordas que a veces llegaban a constituir verdaderas tribus. Eran esas hordas las que periódicamente efectuaban incursiones al campo, en busca de las riquezas que tuvieran almacenadas las escasa comunidades rurales que habían subsistido o se habían ido formando. Eran esas hordas las que habían atacado y destruido la granja.
—Pero el futuro —decía obstinadamente el abuelo de Ismael— está en la capital.
Ismael compartía esta idea sin saber exactamente por qué. Tal vez porque la palabra ciudad, la palabra capital, tuvieran un sentido mítico para él, que solamente era capaz de imaginar muy aleatoriamente un núcleo de población con ocho millones de personas (¿y qué son exactamente ocho millones de personas?, ¿cuánto espacio ocupan?, ¿qué necesidades tienen?, ¿qué significan?). Pero la distancia también tenía una cierta naturaleza mítica. Y las dificultades del recorrido.
Durante un inconcreto espacio de tiempo vagaron por la región, buscando algo que no sabían qué era, intentando convencerse a sí mismos de que debían hacer algo más además de sobrevivir. Dieron vueltas y más vueltas, recorriendo aldeas, pueblos, pequeñas ciudades, sosteniendo escaramuzas, eludiendo, tropezando..., sobreviviendo. Durante un par de meses se unió a un grupo de tres personas, dos mujeres y un hombre, porque una de las mujeres se mostró complaciente con él y porque su hambre sexual empezaba a morderle el bajo vientre. Pero un día el hombre intentó arrebatarle el rifle, y lucharon, y él le disparó, y las mujeres se le echaron encima, y volvió a disparar, y aquel día se dio cuenta por primera , vez de lo sexualmente excitante que era comer carne de mujer.
Y una noche, sentados ante una fogata en medio de las minas de una casa de campo devastada quién sabía cuándo por alguna horda, oyendo a lo lejos los aullidos de unos inconcretos animales que excitaban y ponían nervioso a Lobo, Ismael se dio cuenta de lo absurdo de aquella situación. No podía seguir aferrándose a un pasado que había muerto para siempre. Recordó aquella frase que pronunciaba siempre su abuelo, machaconamente, una y otra vez: Debemos luchar para que la Tierra recupere todo lo que ha perdido. No sabía qué era exactamente lo que la Tierra había perdido ni cómo recuperarlo, pero su abuelo y luego su padre habían afirmado siempre que el único futuro posible de la Tierra estaba en las ciudades, aunque muchas veces habían discutido con algunos de los otros componentes de la comunidad que afirmaban que estaban en un error, que la civilización había empezado en los campos, con la agricultura y la ganadería, y que las ciudades eran un invento reciente de la humanidad, por lo que el único futuro posible de la Tierra estaba en iniciar una nueva cultura agrícola, olvidando la tecnología que había conducido al desastre. Ismael no sabía cuál de las dos opiniones era cierta, pero la palabra ciudad ejercía un mágico atractivo sobre él, y además estaba la opinión de su abuelo y luego de su padre.
—Lobo, nos vamos a la capital —dijo aquella noche.
El perro alzó los ojos, pero no había sorpresa en su mirada.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque ésa era la idea de mi abuelo y de mi padre. Y porque la soledad del campo me da cada vez más escalofríos. —Los lejanos aullidos crispaban su columna vertebral.
Lobo gruñó su aprobación.
Tras echar una ojeada a su alrededor y olfatear el aire, Lobo se acercó a Ismael y se tendió a sus pies. También estaba ahíto. Las llamas casi se habían apagado, convirtiéndose en ligeras brasas. Los muros de la iglesia evangélica eran apenas unas sombras negras a su alrededor. Sobre sus cabezas las estrellas brillaban débilmente entre el resplandor ligeramente plateado de la atmósfera. La luna había desaparecido. Durante muchos años el cielo va a ser así, le había dicho en una ocasión su abuelo. Durante muchos, muchos años. Tú eres un hijo de la guerra, y tienes suerte de serlo, porque no has conocido otra cosa más que esto. Pero los que vivimos el mundo anterior, los que lo recordamos Nunca terminaba la frase. Lá dejaba en suspenso, mirando a un punto inconcreto délante de el y suspirando, como evocando cosas que no se atrevía a hacer brotar de su mente. Ismael nunca se había atrevido a pedirle que le contara el mundo anterior, aunque inconscientemente lo adivinaba: los libros, aunque fragmentariamente, le habían hablado mucho de él.
Durmió durante toda la noche el pesado sueño de la placidez del estómago lleno, sin apenas sobresaltos. Siempre dormía bien, ya que sabía que el atento oído de Lobo vigilaba durante toda la noche por los dos. Formaban un buen equipo. Aunque muchas veces pensaba que el perro, sin el lastre que él le representaba, se desenvolvería mucho mejor. Pero había un indisoluble lazo de amistad y cariño entre los dos. Un perro sin un hombre al que servir no es nada, le había dicho muchas veces su padre, riendo. Pero no por ello dejaba de ser curiosa aquella extraña unión hombre/perro.
Lobo le había salvado innumerables veces la vida desde que abandonaran la saqueada granja. Su habilidad para captar la presencia de seres vivos a distancia los ponía a salvo de todo eventual peligro directo. El tenerlo a su lado había sido indispensable durante el largo y accidentado periplo hasta la capital. Como aquella noche en que una horda de diez seres que ya nada tenían de humano había intentado sorprenderles, para caer fulminados bajo los disparos de su rifle, convirtiéndose ellos en los sorprendidos. O aquella otra ocasión en la que, en el interior de la tienda de un pueblo donde estaban buscando algo que pudiera serles útil, fueron emboscados por cuatro seres de aspecto lobuno que deseaban carne fresca para el día. O cuando, gruñendo y mostrando amenazadoramente los dientes, Lobo había separado de su horda y acorralado a una mujer, y se la había ofrecido a Ismael como regalo para una noche. Había sido una lástima, pues era una mujer casi normal, un poco baja y regordeta y provista de un vello quizá excesivo, pero no demasiado estúpida, y complaciente a todo lo que él le pidió; pero a la mañana siguiente, cuando despertó, había desaparecido sin dejar rastro, y Lobo sonreía irónicamente, como recordándole que le había hecho un regalo para una noche, pero que cargar con un solo ser humano ya era suficiente para él.
Ahora se despertó de repente, con la extraña sensación de que alguien estaba observándoles. Se enderezó, agarrando rápidamente el fusil. El fuego se había apagado hacía ya bastante, y una ligera brisa había esparcido las cenizas Lobo seguía a sus pies, con el hocico apoyado entre sus patas delanteras y los ojos cerrados. Ismael miró a su alrededor, sin atreverse a levantarse por completo. Todo parecía tranquilo y silencioso.
—No hay nadie —dijo la inconfundible voz de Lobo en su cabeza.
Sin embargo, la sensación persistía. Pensó que el perro había demostrado innumerables veces saber más que él de todo aquello. Apartó la sensación de su cabeza.
—Está bien —dijo en voz alta—. Vámonos.
Tenía la costumbre de hablarle al perro, aunque sabía que sólo pensar era suficiente. Pero necesitaba hablar. Era una forma de mitigar su soledad. Es muy diferente pensarle a un perro que hablarle; haciendo esto último, uno se siente menos desamparado.
Recogió las cosas, se echó la mochila al hombro. Lobo desapareció unos instantes para echar un vistazo por los alrededores. Regresó.
—No hay nadie —dijo de nuevo, como queriendo demostrar que había verificado su anterior afirmación a la manera humana, y que los resultados habían demostrado que tenía razón.
No obstante, cuando salieron de la iglesia, Ismael sujetaba fuertemente el rifle, con el seguro levantado y el dedo preparado en el gatillo. Generalmente, los grupos —la mayor parte de las veces no podía llamárseles hordas, eran demasiado poco numerosos— que se habían encontrado en su largo camino a la ciudad los habían dejado tranquilos, sobre todo de día: la presencia del enorme animal imponía, y Lobo sabía adoptar inquietantes actitudes cuando era necesario. Habían tropezado con ellos en numerosas ocasiones, confirmando lo que decía siempre el padre de Ismael: los supervivientes de la gran catástrofe habían sido más de lo que podía suponerse, aunque estuvieran muy desperdigados y aislados entre sí y su grado de humanidad recorriera una amplia escala. De hecho, muy pocos de los grupos con los que se habían encontrado podían calificarse como realmente humanos, abundando los humanoides e incluso menos que eso. Ha habido una profunda animalización de la humanidad, había dicho tristemente su abuelo, un día. En todos los sentidos. Ismael pudo comprobar aquella afirmación en muchos de los grupos que durante su camino les contemplaron de lejos, conjuntos andrajosos de seres de ojos brillantes y manos codiciosas que refrenaban sus ansias ahogándolas con el temor. En ocasiones se les habían acercado cautelosamente, como para tantear sus fuerzas, y Lobo había gruñido y mostrado los afilados cuchillos, Ismael había amartillado su arma y en algunas ocasiones había llegado incluso a efectuar un disparo de aviso, y eso había resuelto la situación.
Pero tanto Ismael como Lobo sabían que en la gran ciudad sería distinto. Habían visto un anticipo de ello en las ciudades más pequeñas que habían cruzado. Los supervivientes de la enorme hecatombe parecían compartir las ideas del abuelo y del padre de Ismael, o quizá consideraban que las ruinas de los antiguos edificios que habían albergado a sus olvidados antepasados eran un refugió mejor que el campo abierto. Las ciudades pululaban con gente que luchaba entre sí, creaba sus propios territorios y se sentía amparada por los restos de la inmensa obra de sus antecesores. Ismael recordaba a veces las palabras de uno de los técnicos de la granja, uno de los primitivos ocupantes, con el que su abuelo sostenía largas e infructuosas discusiones éticas: La supervivencia sólo se logrará en el campo, decía, es el urbanismo el que trajo la primera maldición a la humanidad. Pero como su abuelo, como su padre, la gente parecía creer lo contrario, y volvía a hacinarse, reconstruyendo a su modo sectores enteros de lo que había sido destruido. E Ismael sentía una inaprehensible y excitante curiosidad sobre lo que sería la gran capital, la enorme urbe que había albergado en sus tiempos de esplendor a ocho millones de habitantes y se extendía encajonada entre las montañas y el mar, en un amplio valle que los altos edificios casi habían hecho desaparecer.
Y cuando vio la ciudad por primera vez se estremeció realmente, y durante mucho rato permaneció en lo alto de la loma, contemplando aquel extraño paisaje como nunca había visto otro. Llevaban varios meses de camino, no sabía exactamente cuántos, siguiendo los indicadores de las carreteras que señalaban hacia allá. Hacía varios días que Lobo había dicho que estaban cerca, ya que en dos ocasiones habían podido vislumbrar el mar allá a lo lejos. Y de pronto, tras llegar a la cima de una loma, allí estaba: enorme, mayor que lo que nunca se hubiera atrevido a imaginar..., y en minas. Una bomba había caído directamente sobre ella. La mayoría de los altos edificios del centro se habían derrumbado con la explosión, y muchos otros se habían ido derrumbando con posterioridad. Algunos aún se mantenían precariamente en pie. Desde lo alto de la loma, se parecía a los restos de un enorme campo de batalla. Se veían algunos coches sepultados entre los escombros, otros cruzados en medio de las semidestruidas calles. En los primeros tiempos después de la catástrofe algunos supervivientes habían intentado huir de la ciudad con los pocos coches que aún eran utilizables, y que habían terminado quedando encallados en las grietas y en los enormes socavones abiertos en las calzadas, empotrados en las pilas de escombros de los edificios derruidos. La mayor parte se habían quedado, intentando rehacer un mundo que ya no era el suyo.
Recordaba los relatos que hacían los expedicionarios de la granja a la vuelta de sus incursiones a las ciudades más próximas. El núcleo de la vida se apiñaba siempre en el centro de la población. Allí, hombres y mujeres y niños vivían indiscriminadamente con los animales, perros, gatos, ratas, luchando todos ellos por sobrevivir. Algunos grupos —hordas, los llamaban los expedicionarios cuando eran suficientemente numerosos, y el apelativo había perdurado— habían establecido asomos de organización tribal, reuniendo a todos los miembros en torno a algún líder indiscutible e indiscutido; en unos pocos casos se había llegado a crear incluso una organización de tipo feudal. Lo efectos de la radiactividad habían creado desde deformaciones hasta auténticas mutaciones, y cada uno de aquellos ejemplares proclamaba ser el auténtico descendiente de la raza humana original, lo cual traía consigo luchas de matiz ideológico más sofisticadas que la simple lucha por la supervivencia material. Afortunadamente, las mutaciones más radicales no solían ser viables, y los niños morían a los pocos días de nacer, o nacían incluso muertos. Pero la degeneración general avanzaba a paso firme. Muchos supervivientes habían perdido el don de la palabra, y se expresaban por simples gruñidos; y otros farfullaban una pseudolengua que no tenía ningún punto en común con el idioma original y que la mayor parte de las veces sólo era comprensible para su reducido núcleo. Se creaban auténticas comunidades, ghettos los llamaba su padre, reunidas en torno al patriarca, a la figura carismática, al jefe dotado de una gran fuerza o habilidad. Algunos llegaban a tener animales para crianza y comida, incluso gatos y perros, unos pocos hasta cultivaban algunas magras plantas comestibles entre los cascotes. Pero la mayor parte de los habitantes de las ciudades vivían del saqueo, del pillaje y del asesinato. Las gentes que acudían a las ciudades procedentes de los áridos campos proporcionaban con su ignorancia de las leyes urbanas de supervivencia, jamás escritas pero aceptadas por todos, nuevo alimento fresco a sus habitantes, y estabilizaban algo la población, que se disparaba en una explosión demográfica sin precedentes pese a la enorme mortandad. En sus expediciones habían encontrado unas pocas comunidades campesinas que sobrevivían magramente y eran periódicamente atacadas por incursiones de habitantes urbanos en busca de recursos frescos. La defensa personal era la primera ley de supervivencia, seguida de cerca por el ataque directo. Agrede, luego pregunta, era la máxima.
Y esto en las ciudades pequeñas. De pie en lo alto de la loma, Ismael se preguntó cómo serían las cosas allí, en aquel coloso de ladrillo, cemento, acero y vidrio en descomposición. Era una incógnita.
La ladera de la colina por donde habían llegado a la ciudad correspondía a una zona que debía haber sido residencial con calles de trazado recto y casas bajas separadas por jardincillos. Allí los daños de la explosión original no habían sido tan intensos como en el centro, pero el tíempo y el abandono y las incursiones habían hecho su labor. Atardecía ya cuando habían entrado en la ciudad por aquella calle recta y larga, en pendiente, que penetraba casi hasta el mismo centro. Allí habían sufrido el primer ataque, y allí, en la iglesia evangélica, habían pasado la noche. Ahora, de nuevo en la calle, todo parecía igual que el día anterior: inmóvil, tranquilo..., desierto.
—No hay nadie —repitió Lobo, intentando tranquilizar a Ismael, que seguía mirando hacia todos lados con la sensación de que les observaban—. Sigamos calle adelante. Allí al fondo sí es probable que encontremos a alguien.
Ismael no sabía el sentido que le daba el perro a la palabra «alguien», pero sí conocía cuáles eran los propósitos de Lobo. El perro se lo había dicho en una de sus muchas acampadas, camino de la ciudad. Ismael no podía seguir viviendo solo, y él, un perro, no era la compañía adecuada para toda una vida. Necesitaba a gentes de su misma especie. Su abuelo, en muchas de las conversaciones que mantenían en los largos atardeceres, después de la cena, lo había repetido también hasta la saciedad: allá en la gran ciudad la vida tenía que haberse organizado de otro modo, tenía que haber evolucionado hacia algo más estable que las hordas que merodeaban por las ciudades pequeñas y el campo. El flujo de recién llegados que, como ellos, acudían hasta allí tenía que ser considerable. Y cuando hay mucha gente surge inevitablemente un asomo de civilización, con leyes y costumbres. Ismael no lo sabía, ni siquiera se atrevía a conjeturar nada al respecto, pero habla admitido que no tenía más alternativa que reconocer esto o seguir merodeando en torno a la destruida granja. Por eso había tomado su decisión.
—Y además —había dicho Lobo, con la sarcástica sonrisa lobuna floreciendo en sus fauces—, quién sabe. Eres listo, tienes un arma operativa y además estoy yo a tu lado. ¿No te seduce la idea de convertirte en el dueño de la ciudad?
No le seducía, por supuesto, pero tampoco le desagradaba. Simplemente, prefería no pensar en ello. Tampoco sabía lo que iban a encontrar.
Descendieron por la empinada calle, flanqueada en las aceras por automóviles de oxidada plancha, neumáticos deshinchados, algunos con las portezuelas abiertas, los cristales rotos, abolladuras producidas por caídas de cascotes o golpes. Allá delante, un poco más abajo, había una camioneta atravesada en medio de la calzada. La puerta trasera estaba abierta de par en par, y había una serie de bultos caldos en el suelo. Tenía los neumáticos deshinchados y podridos, indicando que llevaba mucho tiempo allí. Con toda probabilidad alguna horda la habría utilizado, en los primeros tiempos después de la catástrofe, cuando muchos coches aún funcionaban, para cargar los productos de su rapiña y llevárselos a otro lugar, y la pendiente de la calle habría vencido al vehículo, o su conductor habría hecho una falsa maniobra, o simplemente habría sido atacado por otra horda que deseaba apoderarse del botín. Al llegar junto a ella, Ismael vio que algunos paquetes, cuya envoltura de papel estaba carcomida por el tiempo y las lluvias hasta casi haber desaparecido, mostraban su putrefacto contenido: telas. Junto a la camioneta había grandes y resecas manchas oscuras, ya descoloridas, y calle abajo un doble rastro, también antiguo, como si un cuerpo sangrante hubiera sido arrastrado varios metros hasta subirlo a la acera entre los coches estacionados. En algunos lugares el paso del tiempo había borrado casi por completo la huella.
Rodearon la camioneta y siguieron calle abajo. En un cruce más adelante había un autobús volcado. La mancha de herrumbre que trazaba un reguero calle abajo, producida por la acumulación de lluvias, se extendía a lo largo de varios metros. La carcasa del vehículo era apenas una masa de hierros podridos. De una de las ventanillas medio colgaba un brazo, completamente momificado: huesos, piel y tela acartonada. Seguramente el vehículo había volcado en la explosión original, y los cuerpos de sus ocupantes se habrían momificado allí mismo en el calor del sol antes de que pudieran ser devorados por los supervivientes, animales u hombres. Ismael no se atrevió a acercarse para mirar en su interior. Dieron otro rodeo.
—Encontraremos muchos espectáculos así —dijo Lobo agitando pausadamente la cola, sin duda captando los alterados pensamientos de Ismael—. En las expediciones con las que fui encontramos escenas parecidas. Nadie se ha preocupado de limpiar las calles de los muertos originales, ni los hombres ni las alimañas. En el interior de las casas los cuerpos se pudrieron; fuera, muchos no tuvieron tiempo para ello.
Miraba a su alrededor, como vigilando. Su cola se agitaba de una forma que Ismael no había observado nunca, entre curiosa y excitada.
—Parece que esta zona de la ciudad no ha sido muy visitada —comentó, casi para sí mismo—. No debe de haber comida por aquí. Mira —se acercó a una alcantarilla y la husmeó—. Ni siquiera hay ratas.
Siguieron bajando. Pronto las casas aisladas, rodeadas por sus jardincillos, fueron sustituidas por manzanas de edificios de dos/tres pisos, con tiendas 'en los bajos. La mayor parte de los escaparates estaban rotos, la mayoría probablemente a causa de la explosión original, aunque no se podían descartar actos de vandalismo posteriores. Algunas tiendas tenían echadas las puertas de hierro. Varias habían sido forzadas y yacían semidobladas a un lado, o colgando lastimosamente de sus cilindros, mostrando a medias el saqueado interior. Las aceras estaban llenas de detritus, mezcla de cristales rotos, polvo de cemento y ladrillo y hojas secas venidas de quién sabía dónde, ya que en aquella zona no había árboles. El aspecto no era tan desolado como había imaginado Ismael, sino más bien triste. Notaba la misma sensación de soledad, de abandono, que cuando uno entra en una casa deshabitada y cerrada desde hace mucho tiempo. En un momento determinado, y procedente de algún lugar que no pudo precisar, le llegaron unos chillidos, seguidos de un gañido estridente y un ruido como de algo o alguien debatiéndose. Ismael se inmovilizó y preparó el rifle. Lobo adelantó el hocico y enseñó los colmillos hacia un lado de la calle, emitiendo un gruñido sordo, bajo y prolongado. El ruido cesó. El perro agitó la cabeza y bufó.
—Una alimaña que ha cazado a otra alimaña —dijo—, Pero eran pequeñas: apenas he podido captarlas. La caza mayor no debe ser muy abundante aquí.
Ismael miró hacia delante. La perspectiva de la ciudad había variado al descender y hallarse ahora a menor altura. Muchos techos habían desaparecido, ocultos por los edificios más cercanos, y tan sólo se veían las altas torres que aún quedaban en pie, allá en la distancia, en lo que en otros tiempos había sido el orgulloso centro comercial y de negocios de la capital. Una de las torres parecía haberse partido a dos tercios de su altura, y su parte superior colgaba en un ángulo que parecía imposible, y que algún día, más tarde o más temprano, terminaría cediendo y desmoronándose. Al fondo, el mar brillaba como una hoja de metal plateado.
—Parece todo tan muerto —murmuró Ismael, y su voz produjo un débil eco en las cáscaras vacías de las casas a su alrededor.
—Tonterías —gruñó Lobo, que como buen animal era un espíritu eminentemente práctico—. Debe haber más vida ahí delante que en todo el resto del mundo.
—Estás exagerando —pensó Ismael, que en la granja había aprendido por los libros que el planeta era algo inmenso. Pero para ellos su mundo no era todo el planeta, sino que se limitaba a la pequeña región que tenían a su alcance. Su abuelo y su padre habían discutido muy a menudo acerca de lo que le debía haber ocurrido al resto del planeta, sin llegar a ponerse de acuerdo. Lo único que sí sabían seguro era que todas las comunicaciones habían sido interrumpidas, y ninguna se había reanudado, al menos dentro de los límites que podían captarse desde la granja y durante el tiempo en que pudieron intentar captarlas. De todos modos, a él no le interesaba personalmente el asunto. Nunca había tenido tiempo, ni ocasión, ni deseos, de estudiar detenidamente o comprender con exactitud lo que significaba el concepto Tierra y su magnitud real. Ni siquiera había llegado a comprender lo que significaba exactamente la palabra ciudad, pese a haber visto imágenes de ellas en los libros, hasta que se encontró el día anterior en la loma y vio toda aquella extensión. ¿Cuántas personas vivirían allí, ocultas en aquellos miles de madrigueras? ¿Cuántos seres humanos y menos que seres humanos? Su padre había hablado, por meras conjeturas, de que podía haber miles de supervivientes refugiados allí, decenas de miles, quizá centenas. Pero esas cifras tampoco tenían un significado concreto para él.
Lobo se detuvo de pronto y gruñó bajo. Ismael aprestó el rifle.
—¿Qué ocurre?
—Hay alguien.
Ismael escrutó a su alrededor. La sensación de que había alguien observándoles había desaparecido hacía rato, y ahora no captaba nada. Es extraño, pensó. Cuando yo capto algo Lobo ni siquiera lo siente, y ahora que él lo capta yo tengo la mente en blanco.
En su cabeza sonó una risita.
—Tú solo eres un hombre, muchacho —dijo alegremente el perro. Parecía estar gozando con la expectativa de una caza.
Ismael avanzó a pasos cortos, con el rifle preparado. Algo pareció moverse a su izquierda. Se detuvo en seco y alzó el arma. Lobo gruñó de nuevo.
Algo apareció entre una hilera de coches aparcados en confuso montón allá delante, a su izquierda. El dedo de Ismael se crispó sobre el gatillo, luego se relajó. Era algo pequeño que andaba sobre dos patas..., un niño. O mejor, una niña, si había que creer en la patética falda que llevaba, cubriéndole casi los descalzos pies. Emergió entre dos coches y se les quedó mirando, entre sorprendida y curiosa, con un dedo metido en la nariz, sus redondos ojos resaltando más de lo normal en un rostro cubierto de mugre. Tendría... ¿cuatro, cinco años? Los suficientes como para no temerle todavia a un animal tan gigantesco como Lobo, el cual por su parte se había inmovilizado, por completo, haciendo honor a la vieja leyenda de que los perros civilizados jamás atacan a un cachorro humano.
—Cuidado —dijo Lobo con un bufido—. Donde hay niños hay también mayores. Tan sólo capto otra mente, pero puede que la horda no esté lejos.
Ismael sintió por un instante el impulso de disparar, motivado por el deseo de conseguir carne fresca y tierna para el mediodía. Luego se estremeció. No, no debía dejarse dominar por los instintos primitivos. Recordó la lucha que había sostenido consigo mismo aquella mañana antes de decidirse a cortar algunas lonchas de carne de sus víctimas de la víspera para tener provisiones al menos para un par de días en su mochila, y en cómo Lobo, finalmente, no había dicho nada cuando se decidió y tomó su cuchillo. Somos civilizados, se recordó ahora a sí mismo, aunque sin demasiada convicción; todavía somos civilizados.
Entonces sonó un grito, casi un aullido. Lobo se envaró, mostró sus colmillos y gruñó amenazadoramente. Algo se movió junto a la niña, que seguía inmóvil en medio de la calle, y una silueta de mayor tamaño apareció arrastrándose de debajo de un coche. Ismael la identificó inmediatamente como una mujer y se estremeció. También iba descalza, llevaba una falda hecha con un trozo de ajada tela que le colgaba hasta los pies y llevaba el torso desnudo. Sus cabellos enmarañados y su rostro enormemente sucio no eran tan impresionantes como el terrible labio leporino que la desfiguraba completamente, dando a su expresión un aspecto casi bestial. Corrió, entre arrastrándose y de rodillas, con sus fláccidos pechos bamboleándose ante ella, hacia la niña, y la abrazó fuertemente, con un profundo sentido de propiedad, mientras miraba con ojos febriles al hombre y al perro, entre sorprendida y aterrada, sin saber qué hacer. Repentinamente, la niña se echó a llorar.
—No hay nadie más aquí —dijo Lobo—. Están solas y muy asustadas.
Ismael no podía apartar los ojos de las dos figuras inmóviles que tenía delante. Sintió un estremecimiento en lo más profundo de su cuerpo, algo que dejó un incontrolable temblor en sus manos.
—Pero la niña es normal —musitó—. Completamente normal.
O al menos lo parecía, añadió para sí mismo. Lobo pareció reírse dentro de su cabeza.
—En la ciudad podrás encontrar cualquier cosa —dijo—. No esperes coherencias.
Aquello pareció actuar como una catarsis en Ismael. Dejó de temblar. La mujer y la niña permanecían todavía inmóviles ante ellos, la niña llorando ahora quedamente, la mujer apretándola muy fuerte, demasiado asustada para moverse. Bajó el rifle y miró fijamente a madre e hija... o lo que fueran.
—¡Largaos! —gritó con voz fuerte—, ¡Vamos, iros de aquí! ¡Aprisa! ¡No os vamos a hacer ningún daño!
Jamás supo si llegaron a comprender sus palabras. Probablemente se habían metido debajo del coche a dormir, y la niña se había despertado antes que la mujer y se había puesto a jugar hasta que llegaron ellos. Estaban solas, o tal vez se habían alejado demasiado de su horda. La mujer se levantó, aferrando fuertemente a la niña, y su labio leporino pareció hundirse aún más en algo que tal vez fuera una sonrisa. Dio media vuelta, lentamente, muy lentamente, y luego echó a correr con precipitación calle abajo, sin volverse una sola vez, sin apenas hacer mido con sus pies descalzos. Un par de minutos más tarde se había perdido de vista.
Ismael sintió un profundo alivio. No sabía exactamente cómo controlar sus emociones, por qué había hecho aquello, los motivos de haberse mostrado condescendiente. No hay lugar para la compasión en este mundo, pensó. ¿Por qué has cometido esta estupidez? Si la horda de la mujer no está lejos, les contará que hay un hombre y un perro merodeando por aquí.
—Tal vez lo hayas hecho para ahorrar un par de balas de tu precioso rifle —dijo sarcásticamente Lobo. Miró al perro, y vio en su inteligente rostro y en el brillo de sus ojos algo muy parecido a una sonrisa humana.
—Vete al diablo —murmuró, utilizando una expresión que había aprendido de su abuelo, aunque no sabía exactamente lo que significaba.
Y en aquel momento tuvo de nuevo la sensación de que había alguien observándoles. Engarfió su mano en la culata del rifle y miró atentamente a su alrededor. Todo estaba tranquilo y silencioso. Sin embargo, había una presencia indudable que permanecía clavada en su nuca, allí donde el vello, al final de su cabellera no cortada desde hacía meses, se le erizaba ligeramente.
—No hay nadie —insistió tranquilizadoramente Lobo—, La mujer y la niña ya están demasiado lejos como para que yo pueda seguir captándolas, y su horda, si existe, tiene que estar también fuera de alcance. No hay nadie en quinientos metros a la redonda.
—Hay alguien —respondió mentalmente Ismael, sin dejar de observar a su alrededor—. Por una vez te está fallando el instinto, Lobo. ¿Te estás volviendo viejo?
El perro emitió un gruñido despectivo, pero no dijo nada. Ismael achicó los ojos y gritó en voz alta:
—¡Hey, quienquiera' que sea que esté ahí, salga! ¡Hágalo, o le volaré la cabeza de un disparo!
Silencio. No se oía ningún ruido, ni la más ligera vibración. Pero la presencia persistía. Aunque no sabía dónde podía hallarse su oculto observador, ni siquiera si podía comprender sus palabras, se decidió a lanzar una bravata.
—¡Vamos, salga! ¡Sé dónde está, lo tengo localizado! ¡Si no sale inmediatamente, le juro que le vuelo la cabeza!
Una nueva pausa. Parecía que el ardid no había surtido efecto. O quizá Lobo tuviera razón y todo fueran aprensiones de su alarmado cerebro. Decidido a efectuar una última tentativa, alzó el rifle, apuntó hacia las casas de su izquierda y empezó a trazar un lento y deliberado arco, barriendo las casas, como si estuviera dando una última oportunidad.
—¡Está bien, espere! —sonó de pronto una voz, clara y firme—, ¡No dispare!
Ismael inmovilizó el rifle. No sabía exactamente de dónde había brotado la voz, pero no estaba muy lejos de su punto de mira. Lobo bufó imitadamente a su lado.
—Sigo sin captar a nadie —gruñó. Por primera vez parecía desconcertado.
—¡Está bien! —gritó Ismael en voz alta. Sentía una cierta exultación al saber que, por una vez al menos, le había ganado al perro—, ¡Pero salga inmediatamente o dispararé!
Bajó un poco el rifle, para no evidenciar demasiado claramente que tal vez estaba apuntando en una dirección equivocada. Aguardó unos segundos. Algo se movió allá en la acera, un poco a su izquierda, entre dos casas.
—Está bien, está bien —sonó de nuevo la voz—. Ya salgo. Pero no dispare, por favor.
—Demasiado educado —gruñó Lobo en la mente de Ismael—. Demasiado civilizado. Y sigo sin captado.
—Te haces viejo —rió Ismael—, Pierdes el olfato. Y la sensibilidad.
Lobo no respondió. Miraba fijamente a la figura que estaba emergiendo junto al desvencijado portal de una casa. Gruñó y exhibió los dientes, queriendo mostrarse fríamente amenazador pero sintiéndose inseguro de sí mismo y de sus hasta entonces perfectas facultades.
Era un hombre alto, delgado, vestido impecablemente con unos pantalones y una camisa de manga larga cerrada hasta el cuello, y con la cabeza cubierta por una gorra de visera. Su atuendo, limpio e inmaculado, resultaba incongruente en aquel lugar y circunstancias. Apareció con los brazos ostensiblemente separados de su cuerpo, mostrando sin lugar a dudas su voluntad de no efectuar ningún gesto violento. Se detuvo en mitad de la acera, bajo el sol, y se quedó mirando fijamente a hombre y perro.
—No soy agresivo —dijo—. Nunca haría daño a nadie, créanme. Vean, no llevo encima ningún tipo de arma. Y además, ustedes tampoco son violentos. —Parecía estarse dirigiendo tanto al hombre como al perro—. He visto cómo dejaban irse a la mujer y a la niña. Esto no es costumbre aquí. Es lo que me ha convencido, pese a lo de anoche.
Pese a lo de anoche. Ismael se estremeció. ¿Había estado espiándoles durante todo el tiempo desde que habían entrado en la ciudad?
—¿Quién es usted? Acérquese.
—Soy un amigo —dijo el hombre—. Les juro que soy un amigo. Quiero ser su amigo. Déjenme explicarles. Luego hagan lo que quieran, pero dejen que les explique antes. Es lo único que les pido.
Avanzó hacia ellos, las manos bien separadas del cuerpo, el andar pausado y elástico. A medida que se acercaba, Ismael empezó a distinguir los detalles extraños: un brillo en sus ojos, unas facciones angulosas, un relumbre plateado. Lobo retrocedió un par de pasos y gruñó ferozmente, poniéndose a la defensiva. Su pensamiento le llegó a Ismael como un impacto:
—No es un hombre.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, el propio Ismael no pudo evitar un estremecimiento al apreciar con claridad aquellos ojos facetados, aquella metálica piel plateada, aquella fina rejilla que ocupaba el lugar de la boca. Era un robot.
Estaban sentados en el interior de una de las casas, en una relativa penumbra, lejos del agobiante sol. Ismael mantenía el rifle cruzado sobre sus rodillas, sujeto con las dos manos, mientras Lobo, echado a su lado, con la cabeza erguida, las orejas enhiestas y los ojos alerta, espiaba cualquier movimiento sospechoso. El robot, siempre con los brazos ostensiblemente separados del cuerpo, parecía estar disculpándose.
—Ya lo han visto —decía—. Me han cacheado. Han comprobado que no llevo ninguna arma encima, de ninguna clase. No soy agresivo, se lo aseguro ¿De qué forma podría demostrarles mi buena voluntad?
Ismael mantenía el ceño fruncido.
—¿Por qué nos espiabas? ¿Por qué nos has seguido?
—Estoy buscando un amo, señor. Hace mucho tiempo que estoy buscando un amo'. Hace tanto tiempo.
—¿Por qué buscas un amo?
El robot pareció ligeramente desconcertado.
—¿Por qué, señor? Mi anterior amo murió señor Hace ya mucho tiempo. No puedo vivir sin servir a un amo, señor. Por eso estoy buscando.
—No capto nada de él —gruñó Lobo—. Es una cosa inerte. No tiene vida.
—Tiene vida —dijo Ismael, recordando sus impresiones y estremeciéndose ante algo que aún no acababa de comprender. Y luego, en voz alta—: Puedes encontrar muchos amos aquí. Tengo entendido que en la ciudad pululan a montones.
—Esos no son amos, señor. Usted no comprende..., creo que no comprende. Mi antiguo amo era un ser noble. Él me imprimió unas reglas, y yo debo cumplirlas. No puedo desobedecer esas reglas, señor. Si lo hago, me desconectaré automáticamente. Y no quiero desconectarme, señor.
—¿Tienes apego a la vida?
—Esto es demencial —gruñó Lobo, apoyando descorazonado el hocico en sus patas delanteras.
—Yo no tengo vida, señor. Pero fui creado para realizar una misión. Y si me desconecto no podré realizarla.
—¿Qué misión debes realizar?
—No lo sé, señor. Pero mientras no lo sepa, debo seguir existiendo.
Ismael necesitó varias horas para desentrañar toda la historia. Y pese a todo no llegó a comprenderla por entero. Fuera ya era de noche cuando finalmente alzó una mano para indicarle al robot que era suficiente. La cabeza le daba vueltas. Entendía buena parte de las cosas que la máquina le habia explicado, pero muchos detalles estaban más allá de sus conocimientos. Aunque en líneas generales el asunto estaba bastante claro.
El robot había sido construido hacía mucho tiempo, bastante antes de la catástrofe. Fue construido en unos laboratorios experimentales de aquella misma ciudad, a manos de un amplio equipo de investigadores. Los motivos de su creación resultaban un tanto confusos, ya que en ellos se mezclaban investigaciones comerciales en el campo de la informática con la loca obsesión de un hombre. Desde hacía tiempo se creaban un poco por todo el mundo robots humanoídes más o menos efectivos, que sin embargo no dejaban de ser meros juguetes para distracción de diletantes aburridos: robots limitados en sus funciones, más objetos decorativos y curiosos que otra cosa. Su caso había sido distinto. Con él se había intentado crear un ordenador antropomórfico totalmente operativo. Las investigaciones fueron costeadas en su totalidad por un millonario excéntrico y apasionado por la robótica, principal accionista y presidente del consejo de administración de una gran empresa multinacional de informática, cuya obsesión personal era crear un auténtico robot que fuera algo más que una simple máquina de calcular analógica por un lado y un autómata decorativo por otro. Su ambición era conseguir una máquina humanoíde perfecta: independiente, autónoma, capaz de tomar decisiones por sí misma. El empeño era difícil, pero los medios ingentes. Un equipo de cincuenta especialistas: técnicos, programadores, analistas de sistemas, trabajó durante más de ocho años en una serie de proyectos escalonados que desembocaron en once prototipos sucesivos, cada vez más perfeccionados. Los cauces de la investigación, por otro lado, no resultaron estériles, puesto que los perfeccionamientos conseguidos en la creación de los mecanismos Autom, como fueron codificados, sirvieron para introducir importantes mejoras en los ordenadores comerciales ya existentes, y la explotación de las patentes marginales sufragó buena parte del costo del proyecto. Pero esto no le importaba a su impulsor, cuya única aspiración era conseguir el robot perfecto, la máquina humanoide capaz de una autonomía absoluta y una operatividad satisfactoria. Finalmente, él, Autom—12, nació a la vida, fruto de la acumulación de todos los perfeccionamientos anteriores: el primer robot completamente autosuficiente, capaz de autoprogramarse frente a cada nueva circunstancia que surgiera en su entorno y le obligara a tomar una decisión entre varias alternativas.
Esto ocurría dos meses antes de que empezara la guerra y la primera bomba estallara sobre la ciudad. Su constructor —su amó se hallaba en aquellos momentos con él realizando una serie de pruebas de funcionamiento en los aislados sótanos —en la planta menos doce—, que eran casi como una caja fuerte, del enorme ediicio de la WMI, la World Machines Incorporated, cuando se produjo el gran bang. Tras los primeros días de pánico, su amo se dio cuenta de que el mundo exterior simplemente había dejado de existir, y que había que replantear —reprogramar, dijo él— la realidad circundante para poder sobrevivir. Desde entonces habían iniciado una nueva existencia, cuya principal finalidad era preservar lo que quedaba de la WMI tanto tiempo como fuera posible.
Fue un gran empeño, y él colaboró en todo lo posible, aunque pareciera algo abobado al fracaso desde un principio. Pero el presidente de la WMI era su dios, su dueño, su guía..., durante tanto tiempo como vivió, y él le obedeció ciegamente.
—Durante cuarenta y tres años, siete meses, veintiocho días, siete horas, catorce minutos y dieciséis segundos estuve sirviéndole y realizando todo lo que me ordenó tuvimos que abandonar el edificio de la WMI cuando empezó a amenazar ruina, y contemplamos impotentes cómo se derrumbaba ante nuestros ojos. Desde entonces mi amo ya no se repuso. Era viejo, y los esfuerzos de todos aquellos años difíciles le habían desgastado. Bajo sus órdenes, salvé y oculté todo lo necesario para mi mantenimiento y mis autorreparaciones, encerrándolo en la resistente bóveda acorazada de un edificio pequeño pero sólido, un banco, en las afueras de la ciudad. Pero él de lo único que hablaba era de la gran finalidad que me había sido encomendada a mí, una máquina, aunque nunca me dijo cuál era exactamente. Cuando yo muera, ño dejaba de repetirme, debes seguir adelante con tu misión. Eres una de las pocas esperanzas que le quedan a la humanidad. Nunca comprendí lo que quería decir con ello, y mi lógica me señalaba que estaba desvariando, que los años y las privaciones habían oscurecido su mente. Pero era mi amo, y yo debía cumplir sus mandatos. Luego, finalmente, cuando tenía sesenta y tres años y doce días, ignoro las restantes coordenadas inferiores de tiempo, murió. Desde hacía varios años, nunca me comunicó cuántos ni pude detectar los orígenes de su dolencia, sufría del corazón. Yo poseía todos los conocimientos para poder ayudarle, pero no el instrumental ni el equipo. Así que, cuando sufrió el ataque, le vi extinguirse entre mis brazos, impotente, sabiendo por primera vez lo que son las lágrimas humanas sin ser capaz de llorar, ya que mis mecanismos nunca habían sido preparados para ello. Y por primera vez desde que fui conectado me encontré solo.
Y un robot no puede sobrevivir solo. Enterró el cuerpo de su amo en un lugar resguardado, muy profundo, donde ni las hordas ni las alimañas podrían encontrarlo nunca. Lo enterró en lo más profundo de las minas que eran ahora el edificio de la WMI, que había sido toda su vida, y durante mucho tiempo, no quiso precisar cuánto, permaneció allí junto a él, inmóvil, velando en silencio su cadáver. Pero había un impulso que cada vez se hacía más urgente en sus circuitos: debía cumplir su misión, aunque no supiera cuál era, y para ello necesitaba encontrar a alguien, un ser humano, un nuevo amo al que servir, ya que la única utilidad de un robot pasa a través del servicio al hombre, y sin eso ninguna existencia mecánica tiene razón de ser.
—Durante años he estado buscando por toda la ciudad, observando a las hordas, intentando elegir, desesperando. Varias veces he tenido que acudir a autorepararme a la bóveda del banco, y sé que llegará un momento en el que ya no seré capaz de hacerlo, que mi avería será lo bastante grave como para poder repararme a mí mismo o llegar hasta allí, y entonces dejaré de existir. Cada vez me he ido sintiendo más desmoralizado ante el paso del tiempo. He espiado, acechado, observado, estudiado a todos los seres humanos que pueblan la ciudad, buscando a alguien a quien poder convertir en mi nuevo amo. Ninguno de ellos ha reunido nunca las condiciones que establece mi cerebro como imprescindibles, de modo que he tenido que seguir buscando. Ayer le espié a usted, señor. Le vi matar a la pareja que intentaba atacarles, con ayuda de su perro, y luego hacerle algo al cadáver de la mujer, y luego comer su carne, como hacen todos. Pero había algo en ustedes dos que parecía hacerlos distintos de los demás, y por eso esta mañana les he seguido, puesto que he deducido que iban hacia el centro de la ciudad. Y he visto cómo dejaban marcharse a esa mujer y esa niña, cosa que no hubiera hecho nadie. Y luego, cuando me 185 han descubierto, usted no ha disparado contra mí, pese a que con su arma podía hacerlo, ayer vi que podía. Y además sabe hablar, cosa que muchos componentes de las hordas no saben.
Hizo una larga pausa. Sus ojos multifacetados no estaban fijos en Ismael, sino en Lobo, que permanecía tendido en el suelo, con el hocico pensativamente apoyado entre sus dos patas delanteras, como ausente de todo lo que se decía, lo cual podía ser debido a que el robot no emitía pensamientos sino sólo palabras, e Ismael nunca había llegado a saber si Lobo era capaz de comprender el lenguaje oral sin el auxilio de los pensamientos que generaban ese lenguaje, o si era capaz de captar los pensamientos que engendraba él como traducción de las palabras que oía y que no eran transmitidas sino sólo asimiladas. Finalmente, el robot dijo:
—No sé si usted puede ser un buen amo para mí, señor, pero necesito un amo, lo necesito para poder seguir existiendo y cumplir con mi misión. Llevo demasiado tiempo solo, llevo demasiado tiempo buscando, y sé que llegará un momento en que mis circuitos se sobrecargarán y dejaré de existir si no resuelvo mi dilema. Quizá eso fuera un alivio para mí, pero hay algo que me bloquea ante la palabra suicidio, aunque no entienda bien lo que significa, pues implica sentimientos humanos que no llego a comprender. De modo que necesítela alguien, señor, y usted puede ser este alguien... si me lo permite.
Hubo otra pausa, larga, mucho más larga que la anterior. Ismael cerró los ojos e intentó concentrarse y pensar. Lobo, inmóvil en el suelo a su lado, sin mover un solo músculo, dijo:
—Esta máquina me asusta, no puedo captarla, es como si no existiera para mí. Pero puedo captar parte de sus ¿pensamientos? ¿palabras? a través del eco que producen en tu mente. Parece necesitarte, y me atrevería a decir que nosotros también la necesitamos a ella. Nació aquí, ha ¿vivido? durante toda su ¿vida? en la ciudad. La conoce, forma parte de ella. Si quieres vivir en la ciudad te será muy útil su ayuda. Puesto que te la has ganado, dile que sí. Te será siempre fiel, porque ella también te necesita. Como yo.
Ismael abrió de nuevo los ojos y miró al robot. Curiosamente, éste tampoco le estaba mirando a él, sino de nuevo al perro.
—Has hablado mucho de ti —dijo—, pero aún no me has dicho cuál es tu nombre. ¿Cómo te llamas?
El robot pareció desconcertado.
—Técnicamente soy Autom—12, pero la técnica se derrumbó al derrumbarse el edificio de la WMI. Mi amo nunca me dio un nombre, así que creo que no lo tengo.
Ismael sonrió. En su juventud, en la granja, había leído muchos libros. Enclaustrado en un ambiente cerrado, había buscado todas las novelas de aventuras de la biblioteca, dejándose transportar a lugares y tiempos desconocidos y desaparecidos para siempre. —Está bien —dijo—. Te llamaré Viernes. ¿Te gusta?
—Sí, señor —dijo el robot.
Lobo lanzó un bufido.
El sol estaba ya en lo alto. Asomado a la terraza de la casa donde habían pasado la noche, Ismael contemplaba la ciudad.
—Es grande —dijo.
—Es enorme —dijo Lobo, apoyando sus poderosas patas delanteras en lia barandilla.
—Es desconocida —dijo Viernes, de pie junto a ellos dos—. Señor, hay más cosas desconocidas en esta ciudad que las que nunca podré almacenar en mis circuitos de reserva. Y esto me produce miedo y excitación a la vez, aunque se supone que una máquina jamás debería experimentar tales sentimientos. Durante años he vagado por estas calles, me he asomado a estos subterráneos, he visto las cosas que se ocultan en ellos, y no he llegado a comprender gran parte de lo que he visto. Mi amo me dijo que debía cumplir una misión. No sé cuál es, pero tengo la esperanza de que junto a usted pueda llevarla a buen término.
—Bof —dijo Lobo—. Un hombre inexperto, un perro y un robot. No forman una mala combinación para enfrentarse a un mundo desconocido:.
Ismael sonrió.
—No es; una mala combinación para enfrentarse a lo que queda de la humanidad —dijo. Pensó en la granja destruida, en los huesos esparcidos de lo que antes habían sido su padre, Ana, los demás; en las hordas pululando por todas partes, algunas aún relativamente humanas, otras alejándose del antiguo patrón humano a pasos agigantados, todas ellas intentando sobrevivir en un mundo que de pronto se había vuelto distinto y cruelmente hostil. Pensó en sí mismo apretando el gatillo de su precioso rifle, y luego en aquel cuerpo tendido en el suelo, manchado de sangre y aún caliente, sobre el que se había arrojado como un animal para cumplir con una de las necesidades más básicas y uno de los ritos más ancestrales de la humanidad. Pensó en la extraña unión de tres seres tara dispares en medio de un mundo no menos dispar que ellos. Y se estremeció, y no supo si reír o gritar. Tal vez él también tuviera su misión allí.
Fuera como fuese, estaban en la ciudad.
Se colgó al hombro la mochila donde llevaba las cajas de balas que había recogido de la granja y que eran su mayor tesoro y la escasa provisión de carne humana que muy pronto empezaría a descomponerse, y bajó a la calle. Lobo y Viernes le siguieron. Se detuvo a la luz del sol, mirando calle abajo, hacia el centro de la ciudad, hacia las pocas torres que aún se mantenían en pie y los restos de aquellas que ya se habían derrumbado, enmarcadas todas ellas por la cinta plateada del mar.
—La ciudad es nuestra —murmuró—. Lo único que debemos hacer es conquistarla.
Seguido por el perro y el robot, echó a andar calle abajo, hacia el centro de la ciudad.
Fin