DIARIO DE UNA MADRE (Corín Tellado)
Publicado en
abril 19, 2022
Segunda parte de la serie Los diarios de Isabel Guzmán.
Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del autor, por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o actuales, será simple coincidencia.
ARGUMENTO
El matrimonio de Isabel y Fernando sigue igual de apasionado que el primer día. Ahora son sus hijos a quienes poco a poco se les va despertando esa llama a la que algunos llaman amor y, otros, pasión.
CAPÍTULO I
Han pasado muchos años desde el día que di por terminado mi diario de enfermera. Dicen que los pueblos felices no tienen historia; quizá yo fui como un pueblo feliz porque todo lo que tengo que contaros os resultaría vulgar y corriente. Es lo que sucedió y puede suceder en miles de hogares dichosos. ¿Nubecillas en el horizonte de mi felicidad? Sí, ¿quién no las tiene? Yo las he tenido como toda mujer casada, con hijos, enamorada de su marido, y con dos niñas y un niño que me dejó mamá cuando murió. Porque mamá murió un día, ¿cuándo? ¡Qué importa ello! La sentí mucho, todo lo que se puede sentir a una madre queridísima que nunca se separó de nuestro lado y se separa un día para no volver nunca más. Fernando, mi marido, me ayudó a soportar aquel mi primer gran dolor. ¡Fernando! Siempre tendré que venerarlo como a un ser superior dotado de todas las virtudes. Ha sido para mis tres hermanos como un padre amantísimo, para su hija, esta Ana Mari frágil y bonita que estudia Botánica y que me adora. Para mis dos hijos, Fernandito y Liza, y para mí el más amante de los esposos.
Desde que murió mamá me hice cargo del gobierno de mi casa y con ayuda de Petronila todo marchó perfectamente. Monsy, Lily y Ana fueron enviadas a un colegio catalán. Dick terminó el bachillerato y luego se preparó para ingresar en la escuela de ingenieros navales. Es un gran muchacho este Dick, un chico que sabe lo que le debe a mi marido y por esa misma razón pretende, y lo consigue, no defraudar a Fernando. Tanto es así que al año siguiente, Dick ingresó en la escuela con todos los honores. Fernando lo felicitó efusivamente y le regaló una «Vespa». Las tres colegialas cuando lo supieron enviaron tres telegramas muy expresivos y Dick se hinchó de satisfacción como un pavo real. Es admirable este Dick, serio, formal, poco hablador y estudioso. Se ha convertido en un hombre de esbelta figura, de elegantes modales. Es moreno y tiene el pelo muy negro. Los ojos grises y la frente despejada.
Han pasado años, muchos años desde que los dejé. Y os estoy refiriendo a mi modo lo que sucedió durante el transcurso de este tiempo. Nació una niña a quien pusimos Isabel, como yo. No me fue difícil criarla. Fernandito crecía vigilado por su padre. Se hizo pronto un muchachote y para las tres chicas que venían durante las vacaciones, mis dos hijos eran un juguete de valor incalculable. Hubimos de aumentar el servicio. Petronila con mi ayuda se hizo cargo del gobierno de la casa, consultaba conmigo, pero yo la dejaba a su libre albedrío porque tenía en ella plena confianza. Tomamos una doncella llamada Asunción y una cocinera que se llamaba Enriqueta. El piso era grande y cuando las chicas se marchaban de nuevo y Dick se encerraba en su cuarto a estudiar, casi no nos encontrábamos, si bien esto no era obstáculo para que Fernando y yo nos buscáramos. Sí, es cierto, seguimos amándonos con la misma impetuosidad de antes, como la noche en que nos entregamos uno a otro sin reservas de ninguna clase. Es grato pertenecer a un hombre como Fernando y oírle decir con voz baja lo mucho que me quiere, lo mucho que le he dado en la vida, lo muy feliz que le hice con estos dos hijos... Es grato, sí, sentir el llavín en la cerradura y oír los pasos inconfundibles avanzar y verlo cerca y sentir sus labios en los míos hasta quitarme la respiración. Es grato, sí...
Un día mis dos hermanas y la hija de mi marido, llegaron del pensionado y no volvieron a marchar. Ana Mari dijo que deseaba estudiar botánica. Tanto a Fernando como a mí nos pareció raro, tratamos de disuadirla, pero ella no quiso. Dijo que le gustaban las flores y todo lo que de ellas derivaba y empezó a estudiar. Monsy, que seguía siendo tan deliciosamente indiscreta como siempre, se dedicó a la pintura y tenía un profesor particular. A veces, Fernando y yo nos quedamos mirándola, pues era una bohemia. Con los pinceles y la paleta se nos atravesaba a cualquier hora, vistiendo pantalones, blusas exageradas, descalza y con los lisos y cortos cabellos peinados como un muchachote. Pero era una mujer preciosa esta mi querida Monsy de modales desenvueltos, moderna, chispeante, encantadoramente descarada. Como salía todos los días mañana y tarde a dar clase, pedí a Fernando que indagara quién era su profesor y un día Fernando llegó a casa algo alarmado.
—El profesor de tu querida extravagante —me dijo con acento de complicidad—, es ni más ni menos que Sebastián Truque, el pintor de moda.
—¿Y qué hace Monsy allí? —me alarmé—. Cariño, tienes que hablar a Monsy. Dile que no puede continuar dando lecciones con un hombre joven y despreocupado.
Mi marido se echó a reír.
—Dejémosla. Quizá se canse pronto o quizá lo pesque.
—¡Fernando!
Me contempló como si yo fuera una niñita de pecho.
Y atrayéndome hacia sí me besó muy fuerte en la boca, como si acabara de conocerme y de declararme su amor.
Después me llevó con él hacia el canapé, me sentó a su lado y fijando sus ojos en los míos habló quedamente, con persuasivo acento.
—Isabel, tú no fuiste mujer hasta que yo te conocí, y aún después, ya casada conmigo, seguiste siendo niña —me atrajo de nuevo hacia sí y apoyó mi cabeza en su pecho—. Vida mía, aún sigues siendo una inocente mujer. Monsy no lo será nunca. No se parece a ti, ni a Lily ni a Ana. Monsy es Monsy, ¿me entiendes? Y sabe algo de la vida y de los hombres. Todas las chicas casaderas de Madrid tratan de conquistar al pintor de moda. Pero ninguna se atrevió a pedirle que le diera lecciones. Y Monsy sí, ¿me comprendes? Sebastián Truque no tiene discípulas, tiene clientes y modelos. Y Monsy ha conseguido ser la única discípula. ¿Por qué no ser algún día su única mujer?
Me alarmé de veras.
—Pero no te das cuenta —dije apurada, aturdida— que Monsy es una niña y Truque un hombre casi maduro.
—Sí, me la doy. Psicológicamente también Monsy es madura. Temperamental madura, ¿no lo sabías?
Sé que abrí los ojos como platos.
—No lo sabía —confesé más aturdida aún.
Y Fernando volvió a besarme con unción como si la exclamación lo llenara de gozo.
—Ya, mi querida mujercita. Tú no sabes esas cosas. Pero yo sí. Dejemos a Monsy. Ten la seguridad que no se atrapará los dedos. Es una coqueta redomada, una deliciosa mujer, escandalosamente joven y el pintor trata de jugar con ella... Pero algún día comprenderá que con las muchachas como Monsy no se juega en vano. Ten la seguridad de que Monsy se casa con Sebastián Truque. No sería Monsy si no lo consiguiera.
Pasé una mano por la frente y me aparté de mi marido. Que Fernando tomara las cosas con aquella tranquilidad me ponía el cabello de punta. Monsy podía ser temperamentálmente madura, no lo discuto, pero era una chica de veinte años, acababa de salir del colegio como quien dice, no tenía derecho a conocer a los hombres y la fama de Sebastián Truque como hombre maduro y casi vicioso me daba respingo. No, decididamente hablaría con Monsy aquella misma noche y le diría... ¿qué podía decirle? Quizá mi hermana estuviera en las nubes con respecto al pintor, quizá solo le interesaba la pintura, tal vez mis frases abrieran sus ojos. De todos modos, decidí que aquella noche le hablaría.
Y le hablé.
* * *
Ana y Lily ocupaban una alcoba en la cual se filtraba la luz hasta muy tarde. Ana y Lily se llevaban estupendamente, salían juntas todas las mañanas y regresaban cogidas del brazo. Eran dos chiquillas deliciosas. Lily era morena y se parecía mucho a Dick. Tenía únicamente mis ojos verdes de mirar expresivo. Era esbelta, más bien delgada y poseía la distinción innata de nuestra difunta madre. Ana era rubia, frágil, delicadísima. Tenía los ojos azules más bellos que yo había visto jamás y siempre parecía preocupada. ¿Qué le sucedía a aquella criatura? Era como si algo la preocupara constantemente. Como si una pesadilla gravitara sobre su vida. Un día se lo pregunté, y se echó a reír.
—No me pasa nada, madrecita.
Me llamaba siempre así y yo jamás la diferencié de mis dos hijos y ella lo sabía. Quizá por eso me quería tanto.
La besé muy fuerte y ya en la alcoba junto a Fernando, se lo dije.
—Son figuraciones tuyas, querida mía. Ana no es bohemia como Monsy ni expresiva como Lily. Cuando esta se enamore te lo dirá inmediatamente, y Monsy también te lo dirá, si bien de distinto modo. Se mofará de su propio amor aunque en ello vaya toda su vida. Pero Ana no te dirá nada.
—¿Crees, pues, que se ha enamorado?
La respuesta de Fernando me dejó asombrada.
—Sí; hace tiempo.
—¡Fernando! ¿Estás... seguro de lo que dices? ¡Si es una niña!
—¿Una niña? A los veinte años tú te casaste conmigo.
Me di cuenta en aquel instante de lo fácil que pasa el tiempo. ¡Quince años ya! Yo tenía treinta y cinco, pero me conservaba como si tuviera treinta. Me sentía eternamente joven, quizá ello se debía a que Fernando me hacía sentir constantemente esa grata sensación.
—¿Dices que enamorada? —pregunté ahogándome, pues era la primera noticia que tenía.
—Vives en las nubes, mi querida enfermera.
—Te aseguro que no. Al contrario, vivo pendiente de ellas, de mis hijos, de ti...
—¡Vida mía! En efecto, vives pendiente de todos nosotros, pero no dispones de tiempo suficiente para mirar hacia dentro, hacia el interior de esas personas que amas y que te rodean.
—Pero...
—Cuando Ana tenía quince años ya suspiraba por el mismo muchacho. Y ahora que ese muchacho no está, que hace muchos años que no ha visto..., el amor de Ana se acrecentó.
—¿Acaso te refieres a... mi hermano?
—Sí. Me refiero a Dick.
—¡Dios santo, Fernando! Tendrás que hablar con Ana María, le dirás...
Mi marido fijó sus ojos en los míos mientras me atraía hacia sí. Me besó sin dejarme continuar y yo suspiré.
—Fernando...
—Yo no diré nada —dijo bajísimo—. Nada, Isa. Quizá Dick algún día se dé cuenta...
—No se la dará. Dick es un hombre que vive para sus estudios, ahora para su trabajo... Vendrá a vernos de tarde en tarde, tiene su vida formada en Barcelona, un piso, amigos, amigas. Y considera a Ana una hermana más.
—Sí.
—Fernando...
—Dime, Isa.
Mi marido estaba preocupado. Sí, por primera vez veía juntas sus cejas hirsutas. Se las acaricié con un dedo y despacio me incliné hacia él y lo besé suavemente en los ojos.
—Si quieres..., yo hablo con Dick.
Sentí a Fernando temblar junto a mí.
—No, no. Eso sería... desagradable para Ana María. Esperemos. Estas Pascuas de Navidad Dick vendrá... Quizá...
—¿Y si no es así?
—Hay otros hombres.
—Es que sería maravilloso que Dick y Ana...
Él rio bajo, con aquella su risa que me empequeñecía.
—Sí, sería maravilloso, pero nosotros no tenemos derecho a tergiversar el rumbo de dos destinos que no caminan al unísono. Hemos de ser simples espectadores en la vida de esos dos muchachos.
—Dick quiere a Ana, amor mío.
—Sí, pero no como yo te quiero a ti. Quiere a Ana como a sus dos hermanas, como a nuestros hijos... Eso no es el cariño que Ana siente por Dick.
—¿Y vamos a quedarnos cruzados de brazos mientras Ana sufre?
—Sí, es nuestro deber.
No obstante me prometí a mí misma indagar en la vida de Dick, cuando este viniera a pasar las Navidades. Ahora trabajaba en unos astilleros catalanes, apenas si nos visitaba dos o tres veces por año. No había visto a las chicas desde que terminó la carrera y se fue a organizar su vida. ¡Cinco años ya! Ana era una chica espigadita, casi incolora cuando la vio por última vez. Quizá ahora, que era una mujer preciosa... Pero no, tenía razón mi marido. Dick siempre vería en Ana a la hermanita cariñosa...
Y le hablé.
* * *
Como os dije antes, hablé a Monsy.
Me desvié un poco al pensar en Lily y en Ana. Y quiero que me disculpéis. Este relato vulgar no es una novela interesante. Es mi diario en el cual narro las cosas a mi modo. No soy una pedagoga, ni una literata ni siquiera domino bien la gramática. Soy una simple mujer que fue feliz durante quince años y ahora vivo pendiente de las preocupaciones de mis hijos, pues a todos los considero hijos propios.
Atravesé el pasillo superior y me dirigí a la alcoba de Monsy. Esta ocupaba un departamento para sí sola; no quiso compartirlo con nadie ni siquiera con mi hija Isabel. A decir verdad no puse mucho interés, porque esta hermana mía es de un modo de ser tan especial que temo perturbe la tranquilidad espiritual de mi dulce hija.
Toqué con los nudillos en la puerta y entré sin esperar autorización. Y tal como me lo suponía hallé a Monsy indolentemente tendida en un diván con las piernas alzadas en el respaldo. Vestía pantalones negros estrechos, pegados al tobillo, un suéter del mismo color ajustado al busto, modelando sus atrevidas formas. Tenía un pitillo en la boca y expelía el humo con voluptuosidad. Me asombré de que fuera mi hermana, de que estudiara en un colegio de religiosas, del ejemplo cristiano que vio siempre en mi hogar. Pero qué importaba todo ello; Monsy era así pese a todo y debo reconocer que de cualquier modo que fuera resultaba encantadora. Al verme saltó al suelo, quedó erguida en medio de la estancia y sacudió su cabeza con aire indolente.
—Buenas noches, Monsy.
—Hola, madrecita.
Todos me llamaban así. Y siempre me emocioné como una tonta ante el apelativo que no salía solo de los labios, nacía en el corazón de todos los míos.
Desvié los ojos de Monsy y los fijé en los mil objetos esparcidos por la estancia. Un conjunto de cosas raras... La cama al fondo, un diván, un caballete junto a la ventana. Un estante con libros de lomos dorados, una mesa de centro, una vitrina con estatuillas paganas que me hicieron desviar los ojos nuevamente. Varios cuadros apoyados en la pared y un libro de historia abierto en el suelo, sobre la gruesa alfombra. Miré de nuevo a Monsy y esta debió de entrar en mi pensamiento porque se echó a reír burlonamente.
—Siéntate, madrecita —rio aún—. Y por favor, no te asustes.
—Pues me asusto.
—No merece la pena. Mira —y cogió una figura de barro—, es un Cupido precioso. Y esta otra «la Maja desnuda» y aquella...
—Basta, Monsy. No vengo a contemplar tus obras de arte.
—Te advierto que no soy escultora. Soy pintora tan solo, mi querida madrecita. Estas figuritas me las regaló el maestro.
—¿Tu... profesor?
Monsy no parpadeó.
—Sí, mi profesor.
—Monsy, quiero hablarte.
—Toma asiento —procedió a retirar algunos objetos del diván y, haciendo una cómica reverencia, me mostró un lugar libre de estorbos—. A decir verdad, mi alcoba no es un recreo para la vista de una persona como tú. Pero a mí me gusta.
Me senté sin comentarios. Fijé los ojos en el semblante risueño de mi hermana y observé de pronto:
—Monsy, no concibo que dos personas vivan juntas casi toda su vida y sean tan diferentes.
—¿Te refieres a ti y a... mí?
—Sí; me refiero a nosotras dos.
—El mundo estaría perdido si todos fuéramos iguales.
Tomó asiento a mi lado y abriendo la pitillera llevó un cigarrillo a la boca.
—Monsy..., ¿fumas por presunción?
Me miró un instante y encogió los hombros. Era bonita aquella Monsy extravagante, de la cual lo ignoraba casi todo. Vivía a mi lado, creció junto a sus hermanos, junto a mis hijos y no conservaba absolutamente nada de las enseñanzas recibidas. Era, según Fernando, como una figura abstracta...
—Fumo porque me gusta, porque con un cigarrillo pienso con mayor tranquilidad y con precisión, porque me inspiro, porque me agrada.
—¿Siempre hiciste lo que te agradó?
Rio, quedo, con risa cómica.
—Por supuesto que no, mi querida madrecita. Me agradan muchas cosas que no hago, no te puedes dar idea de cuántas...
Se reía como si yo fuera un gusanito ignorante a su lado. Fernando, de habernos visto en aquel instante, también se hubiera reído pero de mi pasmo, de mi ingenuidad.
—¿Cuántas qué? —preguntó a lo tonto.
—Las cosas que me agradan y no hago —encogió los hombros, expelió el humo y preguntó—: ¿A qué has venido? Porque no fue a darme las buenas noches.
—No; quiero hablarte de tus clases pictóricas.
—¡Ah, mis clases!
—¿Cuántas discípulas tiene el maestro Truque?
Monsy no se inmutó. Conocía el arte de dominar sus rasgos faciales.
—Yo sola...
—¿Tú sola?
—Sí —rio. Y cabalgando una pierna sobre otra, sacudió el pie descalzo con diabólica desenvoltura—. Yo sola. El maestro pinta encargos. Es un pintor admirable. No admite discípulas, sino modelos.
Me estremecí.
II
Hubo un silencio en la estancia. Contemplé a Monsy con fijeza. Era bonita, sí, con una belleza provocativa, incitante. Pensé que si mamá la viera se habría asustado. Y yo, sin ser mamá, me asusté de veras.
Era rubia, tenía el pelo cortado a lo chico, liso, brillante y algunos mechones le caían por la frente. Su cutis era más bien moreno, tostado, pero natural. Su boca grande, ancha, sensual, y su cuerpo admirablemente bien formado. Vestida con aquellas ropas parecía una estatua palpitante. Nunca me fijé en ella como en aquel instante y me asusté de nuevo.
Cuando salía a la calle se maquillaba apenas. Sabía hacerlo y solo los ojos tomaban una nota repelente en su cara. Y quizá el de la boca exagerada, invitadora, atrevida. Me estremecí. ¿Quién le enseñaría a Monsy a pintarse de aquella manera? Una raya azulada en los ojos los hacía más oblicuos y su tono verdoso adquiría mayor relieve.
—Monsy —apunté con un hilo de voz—, ¿quieres decir que tú... eres modelo de Sebastián Truque?
Apartó el cigarrillo de la boca y después lo depositó en el cenicero.
—No. Dice que no sirvo.
—¿Que no...?
—Sí —se impacientó—. Eso dice: que no sirvo, que soy demasiado de este mundo.
—¿De este...?
Dio la vuelta sobre sí misma y se acercó a la ventana. De espaldas a mí repitió molesta:
—De este mundo, Isa, sí.
—Prefiero que me llames madrecita.
—Perdona. ¿Deseabas saber algo más, madrecita?
—Sí. Deseaba saber muchas cosas, si bien temo que no me dejes saber ninguna.
Volvió a acercarse a mí.
—Madrecita —dijo, bajando la voz y fijando sus ojos en los míos—, ya no soy una niña, tengo veintidós años.
—Lo sé. Pero... ¿crees que junto a... tu maestro vas a ser feliz? ¿Y por qué lo conociste? ¿Y dónde lo conociste? ¿Y por qué te admite a ti de discípula si no tiene a nadie más? ¿Y por qué vas allí mañana y tarde? Monsy —añadí casi sin respirar—, Sebastián Truque es un hombre maduro. Conoce a las mujeres, ha vivido con ellas. No tiene buena fama. Tú eres para él...
Monsy agitó la mano. Una mano de dedos largos personales, donde lucía un brillante que Fernando le regaló a los dieciocho años.
—Lo único indescifrable, madrecita. Tenlo presente. Ha conocido a muchas mujeres... Pero nunca a una muchacha pura. Y yo lo soy.
—Tú no eres pura, Monsy —me atreví a decir.
Monsy empequeñeció los ojos. En aquel instante me pareció más hermosa que nunca, pese a lo raro de su belleza.
—Me ofendes, madrecita —dijo, sin enfadarse.
—Monsy, querida mía, te ruego, te suplico que dejes de hacer visitas al ático de ese pintor. Mézclate con Lily y Ana. Vuelve a tu pandilla de antes. No me pareces una mujer normal desde que vas al ático...
Monsy se sentó a mi lado y encendió otro cigarrillo. Y ya eran tres. La miré, censora.
Ella rio sin dejar de fumar.
—Me pides un imposible. No comprendo a Lily ni a Ana y los amigos de estas me cansan. Yo pertenezco a otro mundo, un mundo intelectual, diferente. Ana y Lily hablan de modelos de noche, de bailes, de fiestas, de hombres guapos...
—¿Y no es natural?
—Para ellas, quizá lo sea; para mí, no. No me interesan los bailes, ni las fiestas ni los hombres guapos. Me gusta un buen libro, me interesa su autor. Me gusta un cuadro bien logrado y gusto de saber quién lo pintó, por qué, cuándo y cómo y hasta lo que sintió pintándolo. En cuanto a los hombres guapos, me repugnan de tal manera que, cuando conozco a uno, me dan náuseas. Y me intereso por todo aquello que no sea vulgar en esta vida.
No supe qué decir. Pero de pronto tuve deseos de decir algo y lo dije.
—Monsy, yo soy una mujer vulgar, siento un amor vulgar, mi marido es vulgar, nuestra vida es vulgar. Dime, ¿has pensado alguna vez en mi felicidad?
Escruté en su mirada y la vi enternecida. Tomó mis manos entre las suyas y las apretó cálidamente.
—Ni tú eres vulgar, ni Fernando es vulgar, ni tu vida es vulgar, madrecita. Todo lo tuyo es extraordinario; la intimidad que proporcionas a la casa, el cariño que derramas a tu paso... Dios mío —susurró—, si estás dando amor a cada instante.
—Monsy.
—Sí. Das amor a todos, lo idealizas todo, lo iluminas todo con tu presencia. Pero ¿hemos de ser todos como tú, madrecita? La vida sería demasiado bella si así fuera. Yo tengo que ser como soy y nadie podrá cambiarme, y aun cuando no sea de tu agrado mi modo de ser, sería impropio de mí buscar un ser falso para mi verdadero ser. ¿No te das cuenta?
—¿Estás enamorada de tu maestro?
Monsy se mantuvo impasible. Diríase que no oyó mi pregunta. Pero la respuesta me demostró lo contrario.
—No lo sé. Te aseguro que no lo sé.
—¿Y por qué vas allí?
—Porque lo admiro.
—¿Y es eso bastante?
—Para mí, sí. Todo lo que admiro es superior. Sebastián es un hombre admirable. ¿Muchos años? Dios mío, ¿qué importan los años cuando un hombre es admirable?
—Pero no te favorece nada su amistad. Todos nos conocen en Madrid. Saben quién eres... Te ven entrar y salir...
Monsy volvió a empequeñecer los ojos. Me miró.
—¿Te envió Fernando a decirme eso?
—No. Fernando dice que eres así...
—¿Y me desaprueba?
—Me gustaría saber qué interés tiene para ti la opinión de mi marido.
Se puso en pie. Miró el reloj que aprisionaba su muñeca y dijo:
—Es tarde, madrecita —y tras rápida transición—: No me interesa la opinión de tu marido ni de nadie. Estimo a Fernando. Sé lo que hizo por nosotros, pero no es bastante para considerar su opinión cuando yo tengo una propia.
La dejé por imposible, y al llegar junto a mi marido, me di cuenta de que sabía tanto de Monsy como cuando entré en su alcoba.
Fernando me interrogó y le conté palabra por palabra la conversación sostenida con mi hermana. Quedó silencioso un rato y después, tomándome en sus brazos, susurró:
—No te preocupes más de Monsy, querida mía. Ella es una mujer que sabe lo que espera de la vida.
—¿Y se equivoca?
—No. Es de las que consiguen todo cuanto se proponen.
—Me asustas tú tanto como me asustó ella.
—Pues no te asustes porque no merece la pena. Monsy es de las muchachas que conocen la vida aunque no tenga demasiada experiencia de esta.
Y le hablé.
* * *
Lily estudiaba filosofía y letras. No sé si le interesaba de veras la carrera o algún compañero. Lo cierto es que estudiaba y con Ana se pasaba la vida o bien en su alcoba con la cabeza inclinada sobre los libros, o en alguna fiesta ofrecida por sus amigos. Mis dos hijos, Fernando e Isabel, estaban internos en Valencia. Fernando quería ser médico, como su padre, pero aún no había finalizado el bachillerato, y mi marido era de los que decían que una buena educación solo podría recibirse en un pensionado interno, y allí estaba mi hijo con dolor de mi corazón. Isabel no era buena estudiante, tanto es así que mi esposo, de mutuo acuerdo conmigo, decidió que, una vez finalizado el bachillerato, la traeríamos a casa y saldría de ella únicamente para casarse.
Y así estaban las cosas cuando una tarde, inesperadamente, llegó Dick. Me sentí orgullosa de él. Era un mozo alto, fuerte, de negros cabellos y ojos grises de mirar inteligente. Lo abracé fuertemente y me sentí felicísima de ser su hermana, y una vez más agradecí a mi marido el haberse casado conmigo y haber hecho un hombre a Dick.
—¿Estás sola? —me preguntó, pasándome un brazo por los hombros.
—Sí.
—¿Adónde va la familia? ¿Y tus hijos?
—Ven, entremos en la salita. ¿Has comido?
—Sí, lo hice en el tren.
Entramos en la salita y nos sentamos frente a frente. Dick vestía de gris oscuro. Era elegante y me gustaba contemplarlo con admiración.
Él se echó a reír de buen grado y me palmeó las manos que yo unía en el regazo.
—Mi querida madrecita, qué ganas tenía de verte.
—¿Pasarás muchos días con nosotros?
—Una semana tan solo. El trabajo me reclama.
—¿Y qué tal te encuentras en Barcelona?
—Bien. Os echo en falta. A veces siento ganas de dar un salto y plantarme en este hogar que tú formaste para nosotros —quedó pensativo—. Madrecita..., no sé cómo vamos a pagar todo el bien que nos has hecho.
—No digas eso.
—He de decirlo mientras viva.
—Hablemos de otra cosa. ¿Tienes novia?
Dick se echó a reír. Su cara cuando reía se iluminaba toda. Era interesante mi querido hermano. No era guapo, pero sí fuerte, musculoso y de esos hombres que gustan a todas las mujeres por igual.
—No. No dispongo de tiempo para eso.
—Siempre hay tiempo para una mujer.
—Sí. Mas yo no lo tengo. No lo busco. Me dedico a lo mío, vivo feliz.
—¿Qué vida social es la tuya?
—Tengo amigos, madrecita, y amigas íntimas y mujeres que me agradan, pero todo pasa sobre mi vida sin rozarla apenas. Yo solo pienso en vosotros, en este hogar. ¿Y no sabes? Creo que pronto me destinarán aquí.
Sentí tal alegría que apenas si pude disimular.
—Sí. Me lo han prometido. Pero dime: ¿Y tus hijos? ¿Y Fernando? ¿Y mis hermanas? ¿Y Ana?
Se atropellaban las preguntas. Reí, enternecida.
—Mis hijos, internos en Valencia.
—Habérmelo dicho, querida. Hubiera ido a verlos todos los domingos.
—Ve de ahora en adelante. Se alegrarán.
—Iré. ¿Y la demás familia?
—Fernando, abajo, en la clínica. Subirá en seguida, pues hoy quedó en llevarme a un teatro. Monsy dando clase de pintura. Ya conoces su manía.
Dick frunció el ceño.
—¿Sigue tan...?
—Sí, sigue tan.
—Ha desertado, ¿verdad?
—Si te refieres a su modo de ser y al nuestro, sí, ha desertado. Es tan difícil que desistí de comprenderla.
—La vida le dará su lección. ¿A quién no se la da? ¿Y las otras?
—Lily estudia filosofía y letras, como ya sabes. Y Ana María...
—Hace mucho tiempo que no las he visto —dijo él, pensativo—. Casi cinco años. Cuando ellas regresaron yo me hallaba en Bélgica y después me quedé en Barcelona... Tengo deseos de verlas hechas mujeres.
—Las encontrarás cambiadas.
—¿Mucho?
—Sí: Ana es una preciosidad de criatura. Lily también.
—¿Monsy?
—Más bonita que ninguna, pero más...
—¿Más qué?
Hablamos mucho, hasta que llegó Fernando. Los dos hombres se abrazaron con sincero afecto y yo me sentí de nuevo feliz. Naturalmente, no fuimos al teatro. Charlando en la salita se nos pasó el tiempo hasta que sentimos los pasos seguros de Monsy en el vestíbulo. Apareció en el umbral con la cartera bajo el brazo, su boca sabiamente pintada, sus ojos con el rabillo azulado y sus ropas extravagantes que le sentaba como un guante. Vestía aquella tarde una falda ajustada, marcando las caderas. Calzaba zapatos altísimos y sobre el suéter de escote pronunciadísimo, un chaquetón de lana color crema. Al ver a su hermano, corrió hacia él y ambos se fundieron en un abrazo. De nuevo me sentí enternecida. Era grato verlos a los dos juntos, los dos mayores que siempre se llevaron estupendamente. Fernando buscó a tientas mi mano y la apretó con ternura. Lo miré.
—Tengo que decirte algo —dije a su oído—. No sé cómo te sentará.
—Viniendo de ti, bien.
—Ya me lo dirás más tarde.
Miré de nuevo a Dick y a Monsy. Se contemplaban fijamente y fue la chica la que sonrió, burlona.
—¿Qué pasa? ¿Me encuentras rara?
—Preciosa —dijo Dick—. Sencillamente preciosa. Y, ¿sabes?, no has cambiado nada. Únicamente la pintura que pone de relieve tus facciones.
—La vida moderna, chico.
—Ya veo que te la aplicas sin grandes limitaciones —insinuó Dick, sin enojo.
Monsy encogió los hombros y se unió a nosotros.
Hora y media después, sentimos la charla de Ana y Lily mezcladas en el vestíbulo. Dick se puso en pie y se ocultó tras un cortinón. La lámpara lucía espléndida sobre nuestras cabezas, Y cuando entraron Ana y Lily pude contemplarlas a mi gusto. Lily vestía un modelo de tarde oscuro y sobre él un abrigo de corte inglés. Calzaba altos zapatos y se tocaba la cabeza con una gorra negra. Se parecía a mí, era la que más se me igualaba en el físico y en lo moral. Algún día haría las delicias de un hombre como Fernando. Ojalá encontrara al hombre de su vida como yo lo encontré.
Ana, esbeltísima, con su belleza rubia, saludó en general. Tiró la cartera de los libros sobre una butaca y se dejó caer suspirando en el brazo de esta. Vestía una falda negra y un jersey blanco, y sobre estas ropas una simple gabardina. Calzaba zapatos altos y sus cabellos cortos lucían peinados hacia atrás con entera sencillez.
—¿Qué pasa? —preguntó Lily—. Parecéis conspiradores. Y, además, Monsy está aquí, y no en su... estudio. ¿Hay algo que nosotras no sepamos?
Ana nada preguntó. Yo espiaba todos sus movimientos. Quería saber si en efecto amaba a Dick. Lo sabría tan pronto este saliera de tras la cortina. Y Dick salió de modo súbito.
Lily lanzó un grito y corrió a sus brazos. Me fijé en Ana. Pálida, las manos apretadas una contra otra, se levantaba despacio, muy despacio. Vi a Dick, soltando a Lily, iba hacia ella. Ana no se movió. Sus labios temblaron, parpadeó y dijo con voz extraña:
—¿Cómo estás, Ricardo?
Era la primera vez que le llamaba así y me pareció que Dick no era Dick, nuestro querido Dick. Busqué los ojos de Fernando y sonrió ante mi mirada. Volví a mirar a Ana. Y, asombrada, vi que alargaba la mano. Dick, al pronto, no supo qué decir. Después tomó los dedos delgados entre los suyos. Lo noté nervioso, extrañado, confuso.
Pero con voz segura, respondió:
—Bien, gracias.
Los dedos se separaron. Era la primera vez que Ana no besaba a Dick como mis hermanas. Y esto parecía desconcertar a Dick, pero no a los demás que estábamos reunidos en el salón. Nadie hizo objeciones. ¿Es que mis hermanas conocían el secreto sentimental de Ana María? Me asombré de ser la única ignorante, pues si Fernando no me lo hubiera dicho, en aquel instante hubiera preguntado a Ana por qué no besaba a Dick en la mejilla como antes.
—Estás desconocida —dijo Dick—. Y mucho más bonita.
Se notaba en él que era una galantería forzada, violenta. Ya no había entre ellos aquella íntima camaradería que en otro tiempo los hizo inseparables.
—Tengo veinte años —dijo Ana, afablemente.
—Sí. Y yo más... No en vano pasa el tiempo.
Fernando se puso en pie y dijo, despejando la tirantez:
—Vayamos al comedor. Allí seguid piropeándoos mutuamente.
III
Fue una comida feliz. Solo faltaban mis dos hijos para que todo volviera a ser como antes. Claro que ahora no se sentaban en torno a la mesa rostros casi infantiles. Aquellos que un día fueron niños a los que yo encaucé en la vida con ayuda de mi marido, hoy eran personas mayores, conscientes, seguras de sí mismas. ¿Esto me satisfacía o me desagradaba? No lo sé en verdad. Antes yo sabía lo que ocultaba cada cabeza, cada corazón. Hoy, no. Hoy existía un problema en cada uno de los comensales que rodeaban la mesa y yo no tendría fácil entrada en aquel problema, fuera de la índole que fuese.
Suspiré y todos me miraron. Traté de sonreír, pero mis labios se distendieron en una mueca uniforme. Sentí la mano de Fernando, su mano consoladora, rodar a través de la mesa y que se cerraba sobre mis dedos. Su caricia me infundió ánimos; era como si Fernando entrara en mi interior y leyera en él como en una página cualquiera.
Observé a Ana. Sin duda era afable con Dick, si bien no por ello resultaba la misma joven de siempre. Tras sus ojos parecía ocultarse algo indescifrable, como si estuviera en guardia contra lo demás que podría entrar en su verdadero yo. Dick la miraba de vez en cuando, como preguntándose el motivo por el cual Ana cambiaba para él. Parecía pensativo, violento, confuso.
La primera en retirarse fue Ana María, pretextando un dolor de cabeza. Me besó en la frente y luego besó a su padre. A Dick le sonrió a distancia. Hubo un largo silencio cuando ella hubo desaparecido. Lo interrumpió Fernando para hablar del trabajo de Dick. Monsy bostezó.
Minutos después se despedía y, tras ella, Lily. También Fernando se fue, recomendándome que no tardara en reunirme con él.
Quedamos solos en el salón Dick y yo. Nos miramos en silencio y de súbito él vino hacia mí, se sentó a mi lado y tomó mis manos entre las suyas.
—Madrecita..., ¿he cambiado yo o ha cambiado ella?
La pregunta me desconcertó.
—¿Te refieres a Ana María?
—Sí. Yo no esperaba... —miró al frente, soltó mis manos y añadió, apreciativamente—: Me he sentido violento por primera vez, fuera de lugar... Yo creí que tu hogar, sería siempre un gran refugio para mi ansiedad insatisfecha, para mi ternura...
—Y lo es —salté, impulsiva.
—No. Ana ha dejado de estimarme. Pero ¿por qué?
Me quedé inmóvil. Quizá debiera decirle que Ana lo estimaba más que nunca y que por esa misma estimación, se apartaba de él. Pero no lo dije, no tenía derecho. Porque Ana era una hija para mí y Dick era mi hermano y, puestos ambos en la balanza, no sabría a cuál de ellos elegir. No tenía derecho a descubrir el secreto que no me fue confiado por la misma Ana. Me lo dijo mi marido y al mismo tiempo me recomendó silencio. Si supiera que Dick amaba a Ana, no dudaría pesé a todo, pero Dick apreciaba a la hija de mi marido, no la amaba.
—Dick, Ana sigue siendo la de siempre —dije a lo tonto.
—No. Y tú sabes que no es así.
—La has cogido desprevenida. Ya verás cómo cuando pase esta noche todo volverá a ser como siempre.
—¿Y por qué me llamó Ricardo? ¿Y por qué me dio la mano y no un beso como mis hermanas? Nunca la diferencié de ellas y tú lo sabes y es ella quien me indica el camino de una rectificación.
—Pues sigue por ese camino, Dick.
—Sí —se puso en pie.
—¿Te vas a la cama?
—No. Voy a salir un rato. He de volver a ver a mis amigos, mi peña, los lugares que antes me eran familiares.
—No te retires tarde, Dick. Son casi las doce.
—No, madrecita —sonrió, enternecido—. Seguiré practicando las buenas costumbres que me enseñaste desde que nací.
Y le hablé.
* * *
Encontré a Fernando en pijama, sentado en el borde del gran lecho. Y de pronto recordé mi propio problema que, por pensar en los míos, tenía casi olvidado. Sin duda Fernando me esperaba levantado para saber lo que tenía que decirle y yo, comprendí en aquel instante, que no sabía cómo darle la noticia.
Iba a tener otro hijo. Después de casi catorce años un nuevo hijo. No sé si era un contratiempo o una ventura. Acataba los designios de Dios, mas tenía un marido y temía que a este no le agradara saberse padre de nuevo.
Sin decir nada tomé el camisón y las chinelas y, tras sonreír a Fernando, me encerré en el cuarto de baño. A través del tabique oí su voz llena de ternura:
—¿Qué es ello, madrecita?
Abrí los grifos del agua y me complací en mirar obstinada el chorro frío que caía sobre la bañera.
—Te lo diré luego —grité.
—¿Puedo entrar?
—Por favor, espera un instante.
Cerré los grifos, me envolví en la bata y salí de nuevo. Fernando me esperaba fumando un cigarrillo y acodado en la ventana abierta.
—Cierra, Fernando. Hace un frío terrible.
Cerró de golpe y avanzó hacia mí, siempre con la sonrisa en los labios.
—¿Es referente a los chicos?
—Por una vez me voy a olvidar de ellos, cariño —dije, prendiendo con mis dos manos el brazo de mi marido—. Permíteme que piense solo en nosotros dos.
—Lo estoy deseando. A veces siento celos —dijo, como un murmullo—, celos de mi hija, de tus hermanas. Ahora de Dick...
Le pasé una mano por la cara y él me la apresó y la apretó contra su boca. Siempre había encanto en nuestra unión. Ni un solo día Fernando dejó de halagar mi vanidad femenina, y yo se lo agradecía. Era como si nos casáramos el día anterior, y esta sensación la recibía todas las noches cuando me hallaba a su lado.
—Qué tontísimo eres —susurré—. Los quiero mucho como tú sabes. Pero el mayor cariño de mi vida eres tú.
Me encerré en sus brazos y le besé lentamente en los ojos. Me gustaba besar a Fernando y sentirlo quieto junto a mí bajo el poder de mis caricias, que siempre eran las mismas, pero que él las admitía como si a cada instante tuvieran un nuevo encanto, despertaran una nueva emoción. Por eso tenía que adorarlo, porque nunca dejó de ser un hombre nuevo para mí, porque jamás a su lado me sentí monótona o nostálgica. Porque Fernando Santana era para mí el mismo hombre y, sin embargo, un amante de cada día.
—Fernando —dije, tras un silencio—, debo decirte algo. Algo sumamente delicado. No sé lo que pensarás de ello. Temo que por primera vez te dé un serio disgusto.
Nunca nos habíamos disgustado. Aunque parezca mentira es así. Pudimos enfadarnos en un instante por cualquier nimiedad, para amigar minutos después con una emoción incontenible. Y ahora temía. Pero ¿por qué temía si Fernando me adoraba y yo lo sabía? Era estúpido aquel mi temor.
—Me asustas —rio.
Y la caricia suave de su mano rozaba mi hombro desnudo y descendía lentamente. Me palpitaba el corazón de tal manera que Fernando, notándolo, me miró a los ojos y se puso muy serio.
—¿Tan grave es?
Se lo dije de golpe, sin titubeos. Me miró otra vez, ahora con mayor fijeza.
—Isabel..., ¿y temes que eso me disguste?
Tuve ganas de llorar.
—Después de catorce años...
—Madrecita —rio bajo, como un murmullo—, sigues siendo tan ingenua como el día que te entregaste a mí. ¿Cómo es posible que dudes de mi sincera alegría?
—¿Te alegras...?
Me encerró contra sí y susurró:
—Bobita, bobita mía...
Puede extrañaros, creerlo incluso inverosímil, pero no es una presunción por mi parte lo que voy a deciros. Aquella noche me sentí como una novia feliz, una novia aturdida, enamorada, como si me casara minutos antes con mi querido doctor.
Y le hablé.
* * *
Creo que tendré que dejaros. Cuando cedí a escribir en aquel cuaderno que me costó dos cincuenta antes de la guerra, también hube de dejarlo. No por cansancio, sino porque Monsy rompió en mil pedazos mi cuaderno. Ahora lo conservo. Es un recuerdo de Fernando y lo oculto en la gaveta interior del armario de mi gabinete. Nadie, excepto Fernando, puede saber dónde está.
Dick marchó de nuevo a Barcelona. Apenas si lo vimos por casa. Tenía su tertulia en el club, y, o llegaba antes que las chicas, o se iba cuando estas entraban. Lo cierto es que apenas le vi. Me abrazó muy fuerte cuando se fue Ya sabía que iba a tener otro hijo y me contempló con admiración.
—Madrecita —me dijo, calladamente—, no sé si vendré a Madrid. Ojalá no acepten mi solicitud.
Me sobresalté.
—Pero..., ¿por qué, Dick? La noche de tu llegada estabas entusiasmado.
—No quiero vivir forzado en esta casa. Ya sé que tú deseas mi presencia aquí. Que Fernando la vería de buen grado, que mis hermanas se sentirían felices... Pero Ana María...
Tomé su rostro en mis manos y busqué con ansia sus sinceros ojos.
—¿Tanto te interesa la opinión de Ana? —pregunté—. Dime, ¿tanto te interesa?
—Es la hija del hombre a quien debo todo cuanto soy... No puedo soportar su odio. ¿Me entiendes, madrecita? Ana me odia, si bien yo nada hice para despertar su odio.
—Ana no te odia.
Se rio, bajo, y, besándome, se alejó de mí. Le vi perderse en la calle. Lo vi subir a un taxi y temí... que no volviera a verlo en mucho tiempo. Era el único varón de mi casa, o lo fue cuando nos sentíamos tan solas en aquel pueblo... Siempre lo admiré y ya siendo yo una mujer y él un niño, lo respeté como si fuera un hombre.
Sentí un hondo dolor. Y decidí en aquel instante hablar con Ana María.
Dos días después, Lily asistió a una fiesta y Ana regresó sola a casa. La seguí a su alcoba y ella pareció extrañada de verme entrar y cerrar la puerta tras de mí. No sé lo que iba a decirle, os lo aseguro. Pero era preciso decirle algo, hacerle comprender que Dick se encontraba violento en aquel hogar que yo formé para todos, para la hija de mi marido, para mis hermanas y para mis propios hijos.
—Lily se ha ido con la pandilla —dijo, como si mi presencia allí se debiera al deseo de saber de mi hermana.
—Me lo figuro. Quiero hablarte, Ana.
La joven me escrutó con los ojos.
—Te escucho, madrecita.
—¿Nos sentamos?
La llevé del brazo hacia el ventanal. Deseaba ver su cara a la luz natural del día. Era un atardecer lluvioso y la luz mortecina del crepúsculo invadía la estancia. La empujé blandamente y se sentó en el diván. Lo hice a su lado. Nos miramos de hito en hito. Indudablemente, temía escucharme.
—Ana..., tú sabes que voy a tener un hijo.
—Sí.
—¿Te... disgusta?
Se echó a reír, feliz. Por supuesto, creyó que se trataba de aquello y pareció respirar.
—Me satisface horrores, madrecita.
Y llena de ternura se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla. Me aturdí. El cariño que Ana sentía por mí me emocionaba tanto como el de Fernando. Era su hija, fruto de su unión con otra mujer, pero esto no impedía que yo la quisiera como a mis hermanos o a mis hijos.
—Después de catorce años...
—No me dejó concluir. Se echó a reír felicísima y, tomando mis manos, me contempló con admiración.
—¿Y qué importa ello, madrecita? Eres encantadora. Todos te adoramos porque nos has proporcionado un hogar tan poco en consonancia con los hogares de hoy... Este es un hogar verdadero, somos todos felices. Nos has educado en la caridad cristiana. Dios mío, estoy en la calle y deseo regresar a casa solo por verte, por sentir tu presencia en todos los rincones de la casa. Es para nosotros un consuelo indescriptible saber que tenemos esto, que es nuestro, que tú palpitas junto a nosotros... tú no sabes, y quizá no lo sepas nunca, lo que has dado a esta casa.
—Me halagas demasiado.
—Y eres tan bonita —añadió Ana, con voz ahogada por la emoción—. Tan delicada, tan joven...
—¿Joven?
—Lo pareces. Cuando sales con papá todos te miran con admiración. El otro día, estando con mis amigos, entrasteis los dos cogidos del brazo. Me felicitaron. Dijeron: «Tienes una madre hermosísima». Yo me sentí absurdamente emocionada, como si tú fueras mi obra.
—Qué locuela eres, querida mía.
La atraje hacia mí. La besé en la frente repetidas veces y de pronto, asustada, observé que Ana se echaba a llorar.
—¡Ana!
—Quisiera, quisiera —dijo, entre hipos—, encontrar un hombre como papá y yo ser como tú... Derramar amor a mi paso, sentir el cariño de todos... Quisiera...
—Querida mía, encontrarás lo que buscas, porque lo mereces.
Lloraba sin sollozos y yo acariciaba su cabello. Y, aunque os parezca extraño, lo cierto es que salí de su alcoba sin decirle lo que quería.
Y le hablé.
* * *
Recibimos carta de Dick y la leí en voz alta, cuando todos, reunidos en el salón, tomábamos el café. Era un domingo y Monsy, contra lo que tenía por costumbre, no parecía dispuesta a salir aquella tarde. Lily estaba citada con un amigo, según nos dijo, y Ana tenía un libro en el regazo y no pensaba salir. Fernando y yo daríamos una vuelta en nuestro coche al atardecer, pero aún era pronto.
La carta de Dick la leí a media voz y todos la escucharon en silencio. Decía que había ido a Valencia a ver a mis hijos y que encontró a Fernandito casi hecho un hombre y a Isabel de mal humor. No recordaba para nada su prometido viaje a Madrid y enviaba besos para todos «y un apretón de manos para Ana María».
Levanté los ojos y vi que Ana salía de la estancia con el libro bajo el brazo. La siguieron muchos ojos. Monsy sonrió sarcástica, como indicando que no concebía un amor como aquel, Lily se alejó tras Ana y Fernando y yo nos miramos.
Y volví a decidir que, cuando Monsy se encerrara en su habitación y Lily se hubiera marchado, yo iría a la alcoba de Ana y le diría lo que en otra ocasión no me atreví a decir.
Fernando dijo que iba a tumbarse un poco, me preguntó si lo seguía y le dije que más tarde. Quedamos Monsy y yo solas en el salón. Como siempre, mi hermana vestía pantalones azules esta vez y una chaqueta de lana blanca abotonada hasta el cuello y rodeado este con un pañuelo de colorines. Estaba pintada como siempre. La boca exagerada en un tono pálido, los ojos con el rabillo azul y los cabellos peinados al descuido como un hombre travieso. De cualquier forma que fuera, resultaba la estampa viva de la juventud y la audacia, el modernismo y la incitación. ¿Existiría en verdad un hombre que hiciera cambiar a mi querida Monsy? Yo las dejaba obrar por su cuenta y riesgo porque sabía que, pese a todo, nadie olvidaría en aquella casa las enseñanzas recibidas desde niñas.
—¿Te has fijado en Ana, madrecita?
—Sí.
—Está perdida.
—¿Por qué? ¿Consideras a una chica perdida porque se haya enamorado?
Vino hacia mí, balanceante. O era muy lista, cosa que yo no dudaba, o no cabía amor en su corazón.
—Mira, madrecita: que una chica se sienta contenta al lado de un hombre, que le guste, que se considere feliz y halagada, lo considero lógico; lo ilógico sería que no fuera así. Pero que se enamore hasta el extremo de perder la ilusión de vivir, lo creo estúpido.
—Es que Ana no es tan... mundana como tú.
Monsy agitó la cabeza y contempló el cigarrillo que sostenían sus dedos con expresión filosófica.
—Lo que indica que no crees en la existencia de mi corazoncito —dijo, burlona.
—Lo dudo con frecuencia. ¿Es que hoy no vas al estudio de tu pintor? Dime, Monsy: ¿Acaso no vives pendiente de Sebastián Truque? Tal vez trates de disimularlo, pero yo te conozco.
—Me gusta jugar con fuego, eso es todo.
—¿Y... no temes quemarte?
—Estoy inmunizada.
Y se alejó, balanceando su hermoso cuerpo.
IV
Lily marchó a las seis en punto. Un «Fiat» de dos plazas la esperaba a la puerta de la casa. Desde el balcón observé que un muchacho joven y apuesto bajaba del auto y abría la portezuela tras apretar los dedos de mi hermana. Esta subió al auto y este se alejó calle abajo.
Entré en mi alcoba. Fernando, metido en la cama, leía un libro.
—Pero ¿no vas a salir, Fernando?
Me miró y se echó a reír.
—Más tarde. Ven a mi lado un poco.
—No puedo. Tengo que hablar a Ana.
Dejó el libro sobre el embozo y escrutó en mis ojos.
—¿A Ana? ¿Y qué le vas a decir?
—Aún no lo sé. Luego volveré a tu lado.
Me alejé y llamé a la habitación de Ana. Esta abrió. Vestía una bata de casa y adiviné que bajo ella no llevaba nada. Calzaba chinelas y la felpa la envolvía voluptuosamente.
—Pasa, madrecita.
—¿Ibas a dormir la siesta?
Sonrió.
—No: es un poco tarde. Pero acabo de bañarme. Pasa, siéntate ahí. Me vestiré entretanto.
Se ocultó tras el biombo. Yo veía su cabeza y sus ojos se encontraron con los míos.
—Ana, ¿quién es el chico que vino a buscar a Lily?
—La pretende en serio.
—Pero ¿quién es?
—Se llama Javier Lorenzo. Es abogado y pertenece a una familia acomodada.
—¿Lily... le ama?
—Sí.
—¿Son novios?
—Sí.
—Lily debió decírmelo.
—Tienes plena confianza en nosotras.
—Sí, pero eso no basta en ciertas ocasiones.
—Cuando formalicen te lo dirán. Él es un chico excelente, y Lily lo quiere mucho.
—¿Y a dónde van hoy?
—Al fútbol.
—Ya.
—¿Te molesta, madrecita?
—Que Lily tenga novio no me molesta, pero sí me desagrada que no haya dicho nada.
—Ya os lo dirá.
Salió de tras el biombo. Vestía un modelo de tarde holgado. Estaba preciosa.
—Ana, quiero decirte algo. No he venido aquí solo para saber de Lily.
—Me lo imagino.
Se sentó a mi lado. Nuestros ojos volvieron a encontrarse. Sin duda, ella esperaba la pregunta que no formulé en otra ocasión.
—Ana —dije, titubeante—, ¿tú sabes que Dick solicitó ser trasladado a Madrid?
Indudablemente no lo sabía.
—No.
—Pues es así. Y ahora, si aprueban la solicitud, él no aceptará...
Se revolvió en el asiento.
—¿Por..., por qué?
—La última vez que Dick estuvo en casa... se encontró desplazado, como si ya no le perteneciera un puesto en este hogar...
—Eso es... absurdo.
—Sí. Así se lo dije, pero él no quiso escucharme. Tú...
—¿Yo? —se alarmó sinceramente—. ¿Acaso tengo yo la culpa?
—Sí —afirmé sin una vacilación.
—Yo... no te comprendo.
Le pasé un brazo por los hombros y recosté su cabeza en mi pecho.
—Ana, tú siempre besaste a Dick, y le llamaste como nosotros siempre le llamamos. Él... se violentó cuando tú le diste la mano. No me lo dijo, pero yo os conozco a todos.
Se puso en pie y me dio la espalda. Y dijo, con ahogado acento:
—Si nos conoces a todos..., sabrás por qué lo hice.
—Sí, lo sé.
Se volvió rápidamente y la inmensidad azul de sus ojos se llenó de lágrimas.
—¿Lo sabes?
—Sí, y es un método equivocado el que empleaste. Imita a Monsy.
—¿Monsy? Somos diferentes. Además, ¿acaso sabes lo que siente o piensa Monsy?
—Sí.
—¿Lo sabes?
—Repito que sí, por mucho que Monsy pretenda esquivar mi..., llamémosle, intuición de madrecita.
—Entonces no debieras permitirle volver al estudio de Sebastián.
—Al contrario. Monsy merece una lección de la vida o de los hombres. A ti no te lo permitiría, pero a ella sí. Monsy sabe lo que quiere y lo que espera. Monsy es una mujer... completa.
—Lo que indica que yo...
—Tú eres una niña.
Me puse en pie.
—Madrecita...
—¿Quieres un consejo?
—Sí, lo quiero.
—Dick escribió una felicitación en común para todos... Pero Lily, como siempre, contestará con una personal. Y Monsy lo mismo... Tú... también.
—¿Yo?
—Sí. Y le dirás que esperas que venga destinado a Madrid.
—Eso... no.
—Es la única forma de reparar el mal causado.
Me dirigí a la puerta y desde allí la miré. Observé su desesperación, su incertidumbre. No sabía dónde poner las maños ni dónde posar los ojos. Sentí la necesidad de decirle algo más, y, acercándome a ella de nuevo, le puse una mano en el hombro y se lo dije.
—Ana, cuando tu padre se casó conmigo, no lo hizo por amor. Tú eras una niña sin madre, él estaba demasiado solo. Y yo acepté de todos modos. Me lancé a la aventura sin saber cómo iba a salir de ella. Los resultados ya los ves.
—Dick... tiene amistades. Amará seguramente a una catalana.
—¿Y no te consideras lo bastante fuerte para desbancarla? Lánzate a la aventura... Quizá consigas más que adoptando esa actitud ofensiva.
Y la dejó sola tras besarla en la frente.
Las tarjetas fueron enviadas. No leí la de Lily, la cual supuse sería una sarta de frivolidades. Ni la de Monsy, que imaginé llena de frases enigmáticas. Pero sí leí la de Ana. Ella me la trajo. Era una tarjeta llena de ternura hacia el amigo y al final le decía las mismas frases que yo pronuncié: «Espero que tu nuevo destino en Madrid se efectúe pronto. Todos queremos tenerte aquí. Somos demasiadas mujeres para un hombre solo. Y, además, papá solo se dedica a mamá».
—Has añadido algo más —reí.
—¿No te agrada?
—Me agrada. Sin duda a Dick, también ha de agradarle. Y te ruego que, cuando vuelva, no le des la mano.
Se inclinó hacia mí. Creí que iba a besarme. Pero no fue así. Sus bonitos ojos relampaguearon y dijo, con voz ahogada:
—Eso... no podré hacerlo. Si Dick se acerca para besarme, yo... tendré que hacerlo de otra manera.
—¡Ana!
—Perdóname, madrecita.
—Pero es que... no estaría bien.
—Lo sé. Y para evitarme esa violencia, prefiero darle la mano.
—Pero tú..., ¿le quieres así?
—Sí, ya lo sabes.
Y se marchó dejándome suspensa. Se lo conté a Fernando. Yo no tengo secreto alguno para mi marido. Se rio alocadamente y yo traté de enfadarme.
—Todo eso lo sé.
—Pero..., ¿no te das cuenta?
—Me la doy.
—¿Y no te importa?
—No. En mi vida hubo muchas mujeres... Muchas, Isabel. Me gustaron todas por igual porque la que no tenía aquello tenía lo otro. A los hombres nos gustan todas las mujeres por ser mujeres simplemente. Pero solo queremos a una. ¿Me entiendes? Y Dick tendría que ser ciego para no darse cuenta de que Ana es como tú, y Dick siempre te admiró más que a ninguna mujer de este mundo.
Me sentí aturdida por el halago. Siempre era igual. Me cerró contra sí y estuve inmóvil bajo el poder de sus ojos hasta que los dos nos quedamos dormidos.
Y le hablé.
* * *
Y como os dije, voy a dejaros. Algún curioso habrá que os cuente lo que sucedió en mi hogar. El embarazo está ya muy avanzado y no dispongo de un minuto ni siquiera para escribir en el diario que tanta hilaridad causa a Fernando. Porque es por las noches cuando escribo, y Fernando me mira desde el lecho y se ríe de mí. Me enfado y nunca quiero darle a leer lo que escribo con tanto entusiasmo. Pero ahora no podré seguir. Algún día quizá, cuando nazca mi hijo, cuando todo se haya formalizado... Pero ahora no.
Antes quiero deciros algo. Dick llegó destinado a Madrid un día cualquiera. Y Ana le dio la mano, pero su sonrisa de bienvenida era todo un poema. No sé si Dick lo comprendió así. Sé únicamente que salen juntos a todas partes y que Lily parece dispuesta a formalizar sus relaciones con Javier Lorenzo.
Pregunté a Fernando algo sobre este chico.
—No te preocupes. Es un muchacho excelente y de porvenir.
—Pero Lily está demasiado enamorada.
—Sí, mejor. También tú lo estabas de mí.
—Mira el vanidoso.
—¿Acaso no es cierto?
Me colgué de su cuello y confesé vencida:
—Lo es, vida mía.
De Monsy no sé qué deciros. No conozco al maestro. Nunca lo he visto. Ana me dijo que era un gran tipo, que parecía un Patricio por su belleza nada común. Que tenía hilos de plata en las sienes y un gran tipo. Dijo también que poseía mucho dinero y que se le veía cada día con una mujer distinta.
Pero Monsy sigue yendo al estudio mañana y tarde, lo que me hace suponer que no perdió las esperanzas. ¿Cometerá mi hermana una tontería por este hombre? Sin duda no. Monsy, pese a sus aires de mujer mundana, es una chica sensata y honesta en el fondo. La admiro porque posee lo que yo nunca he poseído: desenvoltura, audacia, inteligencia y una belleza nada común. Quién me iba a decir que aquella niña indiscreta se convertiría en la mujer que es hoy.
Una tarde vi a Dick y a Ana llegar a casa cogidos del brazo. Los escruté con los ojos. No vi en ellos nada anormal. Dick seguía tratando a Ana con la misma confianza de siempre, si bien tampoco parecía enamorado de ella.
Entraron ambos en la biblioteca donde yo me hallaba, pero no me vieron. Hundida en el sillón esperaba que Fernando subiera de la clínica para salir un rato a tomar el aire. Era costumbre dar un paseo antes de cenar y después nadie salía en la casa. Ni siquiera Dick. Ponían discos y Dick se dedicaba a bailar con sus hermanas y con Ana alternativamente. Jamás tuve que reprenderlas por llegar tarde a la hora de las comidas. A las dos nos hallábamos sentados en torno a la mesa y a las diez se repetía la acción. Ni siquiera Monsy, cuya vida independiente me asustaba a veces, se retrasó jamás a la horas previstas. Las veladas después de cenar resultaban deliciosas. Fernando se hundía en un sofá, yo a su lado y tomando su brazo entre mis dos manos recostaba mi cabeza en su hombro y contemplábamos el cuadro. Era divertido ver a Monsy vestida con pantalones, bailando con Dick. Y era delicioso ver a Lily, con su silueta grácil, aprender los pasos de baile que Dick le enseñaba. Cuando le tocaba el turno a Ana, nadie hablaba. Yo observaba que Dick al prender la cintura de la hija de mi marido, lo hacía de distinto modo. ¿O sería alucinación mía?
Como iba diciendo, aquella tarde entraron y cerraron la puerta. Sin duda se creían solos.
—¿Bailamos, Ana?
—Bueno.
Adiviné los movimientos de Dick. Los imaginé, quiero decir. Sentí en seguida la música dulzona de una pieza lenta. Pensé en levantarme, en dejarme ver, pero no me atreví en aquel instante.
Los sentí bailar. No podía verlos. Dick dijo algo como un murmullo. Hubiera dado algo por verlos en aquel momento, pero no me atreví a abandonar mi sillón frailero.
Ana respondió con la misma voz. De pronto presentí que se estaban besando. Tuve la clara visión de las dos bocas juntas. Sin poder contenerme levanté un poco la cabeza y los vi. La estancia casi en penumbra, la gramola tocando, ellos dos en medio de la pieza muy apretados uno contra otro, los brazos de ella rodeando el cuerpo de Dick y este besaba la boca de Ana. La besaba largamente.
Me oculté luego en el sillón. Tapé la cara entre las manos. De niños ninguno fue un problema para mí y, no obstante, ahora lo eran. ¿Qué significaba aquello? ¿Y por qué, si se amaban no lo decían? Dick no tenía nada que esperar para casarse. Su porvenir estaba resuelto. Ana era una mujer...
Ahogué un suspiro y de pronto sentí un portazo y los pasos presurosos de Ana que se alejaban. Pensé en salir de mi escondrijo, preguntarle a Dick, saber por qué...
Pero no lo hice. Y a la hora de cenar bajé al comedor con el mismo anhelo de saber, de verlos, de escrutar en sus miradas. Pero Ana no estaba en el comedor y Dick cenaba fuera de casa. Me sentí deprimida. Fue la primera vez que no compartí mi incertidumbre con mi esposo. Era el padre de Ana. Dick era mi hermano..., y no quería que sufrieran ninguno de los dos ni tampoco mi marido que era, para mí, la vida entera.
Aquí os dejo. Estoy pesadísima, ocupo todas mis horas en hacer ropita para el nuevo bebé. Pero alguien entrará en la vida de mis hermanas y os contará lo que sucede. Siempre existe un despreocupado que se ocupa de nosotros aunque no queramos.
Cuando mi hijo venga al mundo, o cuando todas se casen y Fernando y yo quedemos solos con nuestros hijos, quizá vuelva a escribir en mi diario...
V
Hacía un frío espantoso aquella mañana. Todos entraron en el comedor a las nueve en punto. Isabel Guzmán, bonita como nunca, con sus cabellos cortos, muy negros, peinados hacia atrás, y sus ojos verdes, de dulce mirada buscaron la silueta de Ana. Estaba allí, sentada en su lugar habitual. Quizá más pálida que otras mañanas, pero serena y sonriente. Frente a ella se hallaba Dick. Un Dick serio, que no apartaba los ojos de Ana ni un solo instante. Isabel se preguntó qué sucedería entre aquellos dos. Lily parecía felicísima. Refería con todo lujo de detalles la función que había visto la tarde anterior con su novio. Monsy desayunaba en silencio. Vestía una falda de gruesa lana gris, una chaqueta de punto negra y un pañuelo verde en torno al cuello. Su boca ancha, invitadora, aparecía pintada como siempre, en un tono pálido que favorecía a su cutis moreno. En cuanto a los ojos, se pronunciaban con el rabillo oscuro que alargaba la almendra de sus ojos.
Todas las mañanas Dick, de paso para su trabajo, llevaba a Ana y a Lily en su pequeño automóvil de cuatro plazas. Y aquel día, cuando se puso en pie, miró a Ana y dijo:
—¿Venís?
—Sí —repuso Lily poniéndose en pie y tomando la cartera de los libros—. Naturalmente que vamos. ¿Vienes, Ana?
La hija de Fernando no se movió.
—¿Es que no vienes? —volvió a preguntar Lily.
—Hoy no. No sé la lección. Quiero estudiar en mi cuarto. Estoy atrasada.
Dick buscaba sus ojos afanosamente y Ana huía de su mirada. Isabel se sintió alarmada. ¿Qué les sucedía? ¿Y quién tenía la culpa? ¿Dick? ¿Ana?
Suspiró.
Fernando se dirigió a la puerta. Al llegar al umbral se volvió un poco y dijo:
—Isabel, cuando cierre la consulta vendré a buscarte para dar un paseo antes de comer.
—Sí, Fernando.
El doctor agitó la mano y se alejó. Dick y Lily se fueron también. Ana miró a Isabel.
—¿Es cierto que no sabes las lecciones?
—Sí, madrecita.
—Es raro en ti que siempre has estudiado mucho.
Monsy, que permanecía callada, se puso indolente en pie y alcanzando la cartera y el abrigo gris, rezongó entre dientes:
—Me voy, madrecita. Y tú, Ana, eres algo tonta.
—¿Yo?
—Sí, tú. Si estás enamorada de Dick no veo por qué le huyes. A los hombres hay que demostrarles que su amor no nos cohíbe.
Y se marchó canturreando. Isabel y Ana quedaron solas en el comedor.
Hubo un silencio.
—Ana...
—Dime, madrecita.
—Quiero que sepas que ayer tarde..., yo... estaba en la biblioteca.
Ana enrojeció, palideció y volvió a enrojecer.
Isabel levantó la mano por encima de la mesa y la puso sobre los dedos temblorosos de Ana.
—Querida, ¿es que las jóvenes de hoy jugáis al amor de esa manera? —suspiró—. Cuando yo conocí a tu padre y me hice su novia... no le besé. Transcurrió mucho tiempo antes de saber lo que era un beso de amor. Tú..., ¿por qué, Ana?
La joven se echó a llorar desconsoladamente.
—Ana.
—Fue una cosa inesperada, madrecita. Yo... no sabía... —reanudó sus sollozos—. Dick no me dijo nada. Yo me sentí aturdida...
—Lo sé. ¿Por qué no esperaste? Te sentí escapar. Quizá Dick tuviera algo importante que decirte. Ahora mismo debiste ir con ellos...
—No puedo —gimió—. El recuerdo de ayer tarde...
—Ana, te voy a dar un consejo. Cuando Dick vuelva a comer no rehuyas su mirada. Y si te pide un aparte concédeselo. Los hombres tienen poca paciencia.
Le dio una palmada en el hombro y después, súbitamente, se inclinó hacia ella y la besó en la frente.
—Sube a tu cuarto, Ana. Y pórtate normalmente, como si nada hubiera ocurrido.
—Sí, madrecita.
Y le hablé.
* * *
Monsy entró sin llamar. Empujó la puerta y pasó al interior del estudio quitándose los guantes. Miró a una parte y a otra y como no viera a nadie, se acercó despacio a un caballete que había colocado junto al ventanal y lo contempló con atención. Era una mujer bellísima, con los ojos rasgados, el busto prominente y la boca relajada.
No conocía a la modelo, mas esto no importaba gran cosa. Muchas modelos pasaban por aquel estudio sin que ella tuviera conocimiento del hecho por Sebastián Truque. Quitóse el abrigo y lo depositó en una butaca. Luego se hundió en el borde del canapé y encendió un cigarrillo. Cruzó una pierna sobre otra y fumó despacio.
Miró en torno con los párpados un poco caídos. Todo estaba como siempre. Un sinfín de objetos se juntaban entre sí sin gran armonía, si bien quizá el encanto de aquel estudio radicaba en su propio desorden. Había un bar al fondo, dos caballetes junto a los grandes ventanales que ocupaban toda una fachada. La pieza era cuadrada, una sola pieza en la cual se reunía un conglomerado de cosas dignas de tenerse en cuenta. Una cama turca, tres butacas, un biombo tras el cual se vestían las modelos, el bar, un diván, el canapé donde ella estaba sentada en aquel instante. Cuadros apoyados en las paredes, dos caballetes y la chaqueta blanca de Sebastián colgada en el respaldo de una silla. Cajetillas por todas partes, ceniceros llenos y vacíos, un zapato asomaba por debajo del diván y dos corbatas metidas en un vaso de plástico. Monsy sonrió. Era lo de siempre.
—Hola.
—Buenos días, maestro.
Sebastián entró y cerró tras sí. Era alto, delgado, tenía, como había dicho Ana, las sienes encanecidas y la frente despejada. El color de sus ojos era indefinible, pardos o azules. Cualquiera sabía. Cambiaban con frecuencia. Parecía, en efecto, un Patricio por su belleza nada común. Vestía pantalón gris y una chaqueta de lana negra. Bajo esta se veía el cuello de una camisa blanca, sin corbata.
—¿Hace mucho que has llegado?
Monsy lo miró y él sostuvo valientemente la mirada. La mirada de aquella niña mimada por la naturaleza que nunca posó para él.
—A la hora de siempre.
—Procedamos a dar la lección. Ven, acércate aquí.
Monsy se puso en pie con indolencia. Los ojos del hombre no se apartaban de su figura ni un solo instante. Diríase que la delineaba continuamente. Pero Monsy, haciendo caso omiso de aquella mirada a la cual estaba acostumbrada sin duda, se acercó al caballete y miró.
—¿Qué le encuentras?
—¿A quién?
—A este retrato.
La joven ladeó un poco la cabeza y expelió el humo antes de responder:
—Es una mujer bella.
—No te pregunto eso.
—Es...
El hombre se impacientaba.
—¿Qué es? Dilo de una vez.
—No lo sé. No me gusta.
—El cuadro, el tono de la pintura, la mujer..., ¿o qué, Monsy?
Ella alzó los ojos. Aquellos bellísimos ojos que inquietaban y atraían al pintor de moda, aunque él huyera de aquella atracción.
—Todo en una palabra. El color está poco logrado. La mujer es bella, pero su rasgos no son puros.
—Tampoco los tuyos lo son —dijo él ofendido.
—¿Los míos? —y rio provocadora—. ¿Acaso estamos analizándolos?
Y se alejó del caballete.
—Procederé a pintar, si le parece.
—Tomemos una copa.
Monsy se acercó al bar seguida de él. Sebastián la miraba escrutador. De pronto la tomó por un brazo y la atrajo hacia sí.
—Te he dicho que no volvieras.
—¿Y por qué no? No se niega a ser mi maestro. No vengo a posar.
—Vienes a destrozar mi tranquilidad.
—¿Su...? No me haga reír, maestro.
Y reía con la mayor desfachatez. Sebastián soltó la mano y se metió tras el bar. Con furia agitó una botella de ancho abdomen y vertió parte de su líquido en un vaso.
—Bebe.
Monsy tomó el vaso y bebió tranquilamente.
Pero no estaba tranquila. No podía estarlo cerca del hombre que amaba. Ignoraba por qué sé comportaba así con él. Eso sucedía todos los días. Él la deseaba, Monsy lo sabía. Pero no era aquello lo que ella quería despertar en un hombre. Agitó la cabeza, trató de alejar pensamientos penosos. Se estaba jugando su reputación por aquel hombre y no sabía si al final de todo lograría su objeto.
—¿Quieres comer conmigo hoy? —preguntó él de pronto.
Monsy pensó en las comidas puntuales de su casa. No podía desertar hasta aquel extremo: Isabel no se lo perdonaría.
—Gracias.
—¿Aceptas?
—No puedo —una transición—. Está rica esa bebida. ¿Empezamos, maestro?
Sebastián apretó el puño sobre el mostrador y dejó a un lado la botella.
—¿Empezamos o no, maestro?
—No empezamos.
—¿A dónde vas?
—A dar un paseo.
—Márchate.
Monsy asió la cartera, la apretó con dedos febriles y tomando el abrigo se dirigió a la puerta.
—¡Monsy!
—Dígame, maestro.
Se acercó a ella despacio. Más calmado trató de razonar.
—Me gustaría saber qué te has propuesto.
—Aprender el estilo de su arte, mi querido maestro.
—Vete al diablo.
Monsy encogió los hombros y se perdió en el elevador. Allí cerrada, ocultó la cara entre las manos y pensó:
«Si me viera madrecita...».
Y le hablé.
* * *
Dick llegó a casa antes que nadie aquella mañana. Se tropezó con Isabel en el vestíbulo y ambos se quedaron quietos mirándose.
—Muy pronto has vuelto —dijo ella con naturalidad.
—Sí.
—Yo espero a Fernando. Iremos a dar una vuelta por ahí antes de comer.
—Por la mañana hacía frío, pero ahora luce un sol consolador.
—Pasa aquí, Dick.
Entraron en la salita.
—¿Te preparo una copa?
—No. Voy a salir otra vez. Venía a invitar a Ana.
—Está estudiando. Pero ve y díselo.
Dick se dirigió a la puerta. Allí se detuvo suspenso.
—Madrecita, ¿tú crees que Ana me odia?
—No te odia.
—Lo parece.
—No lo parece.
—Madrecita, estás muy lacónica.
—Dick —dijo Isabel avanzando hacia su hermano y mirándolo de frente—, te voy a decir una cosa. Mientras Fernando no sube de la clínica yo acostumbro a leer en la biblioteca. Me hundo en el sillón frailero...
—¡Madrecita!
—Sí, todas las tardes, al anochecer.
—¡Isabel!
La mujer bonita sonrió apenas.
—Llámame madrecita, Dick. Suena mejor.
—Yo te aseguro...
—Ana es una niña. No conoció a más hombres que tú. ¿Me entiendes?
—Sí.
La mano alada de Isabel se posó suavemente en el brazo de Dick.
—Tu porvenir está resuelto, Dick. No tienes nada que esperar si amas, a Ana... —suspiró—. Porque no creo que la hayas besado por capricho.
—Piensas bien.
—Sube. Ana está en su cuarto.
Dick asintió y se perdió en el pasillo y subió los dos peldaños que le separaban de la puerta de roble. Tocó con los nudillos.
—Pasen.
Abrió y cerró tras sí, apoyando la espalda en la madera. Buscó la figura femenina. Estaba allí, hundida en el diván, con las piernas encogidas y el libro abierto en las rodillas. Al verlo, el libro cayó al suelo y ella fue incorporándose poco a poco.
—Dick...
El ingeniero adelantó unos pasos hasta situarse a su lado. La empujó blandamente y ambos quedaron sentados en el diván sin dejar de mirarse.
—Ana, yo... —rio aturdido—, vengo a buscarte para tomar el vermut.
—Estoy... estudiando.
—Ya lo veo. ¿No..., no puedes dejarlo por mí? Yo... quisiera decirte...
—Dímelo, Dick.
Parecían dos chiquillos temblorosos, indecisos. De súbito Dick asió las manos de Ana y tiró de ella. La acercó a su pecho.
—Ana..., ayer tarde...
La joven elevó los ojos.
Sus bellas pupilas claras, puras, interrogaban con ansiedad hundidas en las de Dick. Este fue acercando despacio su rostro y de pronto la besó en la boca. Ana abrió los ojos desmesuradamente, para entornarlos en seguida. Levantó los brazos y apretó el cuello de Dick.
—Ricardo —susurró apenas.
Él volvió a besarla.
—Ana..., ¿nos casamos?
Ella se apartó un poco.
—¿Casarnos? ¿Tú y yo, Ricardo?
—Me gusta que me llames Dick.
—¡Oh, Dick! —y llena de rubor ocultó la cara en el cuello de él.
—Dime, Ana. ¿Quieres?
—¡Dios mío! ¿Y me lo preguntas? ¿Acaso no sabes que sí, que lo estoy deseando? Dick, Dick..., si tú supieras la rabia que pasé...
—Chiquilla...
VI
He vuelto a coger el diario que tenía oculto en la última gaveta de mi ropero. Fernando, al verme escribir otra vez, abrió mucho los ojos y después se echó a reír. Me dijo que le agradaba verme sentada ante el secreter, con la nuca bajo la luz de la lámpara. Añadió que viéndome así, le parecía eternamente niña y que ello le llenaba de regocijo.
Yo también me reí. Ha nacido mi tercer hijo. Es un chiquillo rollizo y encantador, con los ojos verdes como los míos y pálido como mi marido. A veces nos pasamos horas sentados los dos uno a cada lado de la cunita, con las manitas perdidas en las nuestras.
Tengo que contaros alguna cosa. En primer lugar, os diré que mis hijos, Fernando e Isabel (Liza para nosotros), ha venido a casa a pasar las vacaciones de verano y todos nos hemos ido a una finca que Fernando adquirió en las afueras de Madrid. Tenemos piscina, pista de tenis y una pradera invitadora para pasear a caballo. Fernando iba todas las noches en su coche y al amanecer del día siguiente regresaba a Madrid donde, según decía, se achicharraba. Una vez finalizado el verano mis dos hijos volvieron al pensionado y la vida se normalizó en la capital.
Ya alguien os diría que Ana prepara su ajuar para casarse con Dick. Tanto Fernando como yo estamos contentos. Dick no podría elegir mejor esposa y Ana no podría hallar mejor marido. Se casarán a finales del invierno en la finca de recreo. Será una boda espléndida. Están muy enamorados. Siempre juntos. Yo procuro huir de ello porque a veces me ruborizan con sus expansiones amorosas. ¡Qué juventud la de hoy! A veces pienso que no tienen recato, pero Ana es una chica tan pura y tan deliciosamente enamorada que la disculpo. En cuanto a Dick, no vive más que para su prometida.
También Lily se casará pronto. Al fin he conocido a su novio. Es un chico alto, esbelto y de humor excelente. Un día, hace de ello unos meses, Lily me buscó en el living para hablarme y yo la escuché atentamente. Cada día está más bonita esta hermana mía tan enamorada. ¡Cómo pasa el tiempo! Ayer eran niñas, jugaban en el salón con sus muñecas y hoy son mujeres y piden a la vida su recompensa.
No quiero divagar. Os cansaré. Lily vino a sentarse a mi lado y yo comprendí que deseaba decirme algo de mucha importancia para ella.
—Madrecita...
—No andes con rodeos, Lily. Ya sabes que no me gustan.
—¿Por qué sabes que quiero decirte algo?
—Basta mirarte.
—Pues sí, debo decírtelo. Javier quiere formalizar las relaciones. Dice, y tiene razón, que le gustaría entrar en casa, que anda conmigo como un ladrón...
—¿Tú le quieres, Lily?
Se puso en pie y me miró asombrada.
—La duda ofende, madrecita.
—Bien. Hablaré con Fernando y ya te diré lo que acordamos. ¿Pensáis casaros pronto?
—A principio de otoño.
—Bien.
La vi alejarse y me entró cierta nostalgia. Me satisfacía que se casaran, que formaran su hogar como yo formé el mío, pero era al mismo tiempo desconsolador saber que nos dejaban solos. Durante años aquel hogar estuvo lleno de risas y de llantos y de pronto dos de mis queridas muchachas se me iban. No quise ser egoísta. Yo había unido mi vida a un hombre, era feliz junto a él. Mis hermanas, Ana, Dick..., todos tenían derecho a esa parte de felicidad que la vida tiene reservada a sus privilegiados. ¿Y Monsy?
La veía salir y entrar como si lo que sucedía en torno a ella le importara un rábano. Y recordé que durante el verano ni un solo día vino a Madrid. ¿Es que su manía por el pintor de moda se había desvanecido? No era fácil entrar en el corazón de Monsy. Seguía siendo como siempre, indiferente, fría e independiente. Y sabía, por supuesto, que seguía dando lecciones pictóricas en el estudio de Sebastián Truque. No conocía a aquel hombre y hablé aquella noche con Fernando respecto a ello.
—Yo sí le conozco —me dijo.
—¿Y qué te parece?
—No se casará con Monsy.
—Lo que indica que Monsy lo ama.
—No lo sé. Pero creo que sí.
—Debiéramos hacer algo, Fernando.
—Tratándose de Monsy no es fácil hacer nada.
Aproveché para hablarle de Lily. Le pareció muy bien que Javier Lozano quisiera conocernos en el hogar y decidimos que un día de aquella semana ofreceríamos una pequeña fiesta en honor de Lily y su prometido.
Cuando se lo dije a Lily me abrazó fuertemente y al separarla vi que sus ojos estaban humedecidos.
—Pero Lily...
—Lo quiero mucho, ¿sabes? —dijo como un murmullo—. Y cuando lo vea a nuestro lado me parecerá... que ya es mi marido.
—Bien. Dile que el jueves por la tarde puede venir. Y si os parece podéis invitar a alguna de vuestras amigas. Fernando y yo tenemos el gusto de ofreceros una fiesta íntima, juvenil... Podréis bailar en el salón y Petronila os preparará una ligera merienda.
—¡Oh, madrecita! ¿Cómo vamos a pagarte?
—Recordando siempre que me gusta conocer vuestras alegrías y vuestras penas.
—No sé si es egoísmo propio —dijo Lily calladamente—, o es el mucho cariño que te profesamos, pero lo cierto es que tendremos, sin remedio, que venir a tu lado para hacer más patentes nuestra alegría y mitigar junto a ti nuestras penas suponiendo que las haya.
—Es un poco de todo, querida mía —reí acariciando su cabello—. Egoísmo y cariño..., ¿qué importa? Lo admito todo de buen grado.
Y le hablé.
* * *
De acuerdo con Fernando decidí hablarle de nuevo a Monsy. Ana y Lily estaban, como quien dice, en las puertas de un hogar propio. Se casarían, dejarían, en cierto modo, de ser un problema puara nosotros. Nos quedaba Monsy, que era la mayor y la más difícil de casar, y de comprender.
Entré en su cuarto al anochecer del miércoles. Al día siguiente tendría lugar la merienda prometida a Lily.
Monsy se hallaba tendida en la cama, con las manos tras la nuca y la vista perdida en el techo. Sin duda estaba preocupada, aunque al verme trató de disimularlo.
—Pasa —invitó sentándose en la cama.
Cerré la puerta tras mí y avancé hacia la cama. Me senté en el borde. Monsy, luego de dudarlo un instante, se tumbó de nuevo y encendió un cigarrillo egipcio.
—Ya sabrás que mañana damos una pequeña fiesta. Vendrá el novio de Lily, algunos amigos de ambos...
—Lo sé, madrecita.
—¿Tú piensas asistir?
Se echó a reír de buena gana, aunque tras aquella risa quise ver cierta amargura.
—Quizá.
—¿No... tienes a quién invitar?
La escrutaba con los ojos. Ella se sentó en la cama súbitamente y encogió las piernas. Apoyó la barbilla en las rodillas y quitando el cigarrillo de la boca, dijo con cierta ironía:
—Sí, tengo a quien invitar, si quisiera... Muchos amigos de Lily son mis amigos. Los de Ana o tantos otros que ellas no conocen siquiera. Pero no pienso hacerlo.
—Monsy, ¿por qué has de ser tan diferente de las demás?
—¿Crees que lo soy?
—Sin duda.
—Pues te equivocas. Soy como todas, la única diferencia estriba en que no me prodigo como las demás, en que guardo mis impresiones, mis alegrías y mis disgustos. Detesto a quien siempre está llorando o lamentándose.
—Pues a veces es preciso desahogar un poco.
—¿Crees que te hubieran remediado? No —rio con los ojos y con la boca—. Todo lo más te compadecerían y, la verdad, no me gusta ser compadecida.
—Concretemos, Monsy.
Me miró burlona.
—¿Qué hemos de concretar?
—Yo no soy todo el mundo. Puedo escucharte y no creo que mi compasión te cause enojo, en el supuesto de que lo que tengas que decir sea lastimoso...
—No te comprendo.
—A ti te pasa algo.
—¿A quién no le pasa nada? Sería maravilloso que no pasara nada, o quizá demasiado monótona la vida.
Me puse en pie. Perdía el tiempo con Monsy. Se iba en evasivas, en ironías, pero no decía nada de aquello que yo quería saber. Me dirigí a la puerta y con la mano en el pomo, me volví bruscamente para decir:
—Puedes invitar al... maestro. Es una fiesta familiar y no tiene nada de particular que traigas a tu amigo.
Volví a escrutar su rostro, esperando hallar en él alguna emoción.
Pero no vi nada.
—¿Me has oído, Monsy?
—Sí, perfectamente.
—Puedes traerlo.
—Gracias.
Pero no dijo si lo traería o no.
Y le hablé.
* * *
Me recosté en el umbral del salón y me sentí feliz. Ofrecía un brillante aspecto. Ana y Lily con ayuda de Dick habían adornado el salón con guirnaldas y farolillos. La merienda fría servida en las mesas paralelas, y adornada con profusión de flores. Ya casi no quedaba nada en aquellas mesas. Bebían y comían sin sentarse alternando con el baile.
Fernando me pasó un brazo por los hombros y me contempló arrobado.
—Ahora son ellas —me dijo como un murmullo—, pero no creas que todo terminará aquí. Mañana serán nuestros hijos y la cadena continuará.
—¿Para siempre?
—Por lo visto sí. Fuiste madre sin tener hijos y ahora eres madre con tres.
—Me agrada.
—Ya lo sé.
Vimos a Lily bailando con Javier.
—¿Qué te pareció? —me preguntó Fernando, haciendo más fuerte la presión de su mano en mi hombro.
—Parece un buen chico y además está muy enamorado de Lily.
—Sí. Mira a mi hija.
Me reí. Ana bailaba con Dick. Se les notaba emocionados, mirábanse a los ojos como dos tortolitos, lo que eran sin duda.
—Luego, se irán todas, Fernando, y hasta que Isabel está en edad de casarse, nos vamos a aburrir tú y yo.
—Nos queda Monsy.
Me estremecí, porque el recuerdo de Monsy me ponía nerviosa, febril, desasosegada.
No estaba allí, ni en su cuarto ni en la casa. Era un feo para Ana y Lily, pero ellas quizá conocían más a Monsy que yo porque la disculpaban.
—Me tiene preocupada esa chiquilla —dije bajo.
Y entretanto miraba cómo entre Dick, Javier y otro chico rubio, de grandes ojos oscuros, retiraban las mesas a un lado, dejando el salón libre de obstáculos. Las parejas se turnaban junto al tocadiscos. Eran seis parejas en total y sus ojos brillaban de felicidad.
—Quizá venga aún.
—No. Monsy se ha ido adrede. Pero ¿por qué? ¿Es que su amor por Sebastián es tan grande?
—Olvídate de Monsy por un instante.
Lo miré asombrada.
—¿Cómo voy a olvidarla si es la pesadilla de mi vida?
Fernando iba a responder, cuando su mano apretó mi hombro.
—Mira —susurró—, ahí tenemos a Monsy.
Me volví en redondo. Sí, allí, de pie en el umbral de la puerta paralela a la nuestra estaba Monsy junto a un hombre alto, de anchas espaldas y con las sienes encanecidas.
—Fernando..., ese hombre es...
—Sí. Es... el maestro.
Fernando me empujó y cruzamos el salón. Nadie se dio cuenta de nada. Los bailarines continuaban divirtiéndose. Fernando, con absoluta naturalidad estrechó la mano del pintor y me presentó. Se inclinó galante hacia mí y besó mis dedos. Monsy parecía muda, indiferente, vestida con un modelo de tarde que nos costó a Fernando y a mí un dineral unos días antes. Se lo regalamos con motivo de su cumpleaños y le sentaba como un guante. Sobre él llevaba un abrigo oscuro y calzaba zapatos de altísimos tacones. En cuanto a su cara estaba pintada como siempre: provocadora y audaz.
—Pasemos al living —dijo mi marido con sonrisa afable—. Estos locos no nos dejarían hablar.
Los vi entrar en la pequeña pieza y Monsy se quedó rezagada a mi lado. Nos miramos.
—¿Por qué has tardado tanto? —pregunté.
—Sebastián estaba ocupado. Hube de esperarlo.
—¿Qué es para ti Sebastián? —cuchicheé.
Y con el mismo acento respondió:
—Ya lo has dicho tú misma ayer: mi maestro, mi amigo.
Entramos en la pieza. Sebastián Truque tomaba entre sus dedos la copa que llena de licor le alargaba mi marido. Hablaban amigablemente, con soltura, como si se conocieran de toda la vida. Monsy se hundió en un sofá y cruzó las piernas. Observé que el pintor miraba aquellas piernas con rara expresión. Supe que sucedía algo entre ellos y me estremecí. Analicé al hombre desde la hondura de mi sillón. Fernando me entregó una copa y la tomé entre mis dedos sin prestarle siquiera atención. Mi atención estaba puesta en el extraño amigo de mi hermana. Lo vi de pie junto al bar con la copa en la mano.
Hablaba de algo que no entendí. Fernando asentía. Como adormecida fijé mis ojos en su cuerpo. Era elegante, tenía porte de señor. ¿Cuántos años? Por lo menos treinta y cinco o quizá más si juzgara a través de las arruguitas que se formaban en torno a los ojos al sonreír. Su cabeza arrogante se alzaba desafiadora y su traje oscuro sentaba como un guante a su elegancia nada común.
Me asusté. Que Monsy lo amara no me extrañaba nada. Pero pese a lo bonita que era, me di cuenta de que nunca sería el pintor para ella. Ni para ella ni para otra mujer. Era de los hombres que consiguen en la vida cuanto se proponen y no necesitan casarse. ¿Sería Monsy su último capricho? Me sentí temblar. Miré a Monsy y la vi con los ojos fijos en los míos. Parecían decirme: «No te precipites, madrecita. No es lo que crees, pero este hombre... será mío. Cómo ni cuándo voy a conseguirlo lo ignoro, mas ten la seguridad de que será mi marido».
Me tranquilicé un tanto y, con mayor frialdad, observé que Sebastián Truque miraba a mi hermana con frecuencia. La miraba de modo extraño. Monsy era bonita, joven, inteligente... Y aquel hombre era un caprichoso. Por supuesto algo había entre ellos, más que las lecciones pictóricas. Algo que escapaba a mi perspicacia.
Más tarde los vi bailar entre los demás. Fernando y yo, hundidos en el mismo diván, observábamos desde un ángulo del salón. Mi mano descansaba en las rodillas de mi marido y la suya se posaba sobre mis dedos. De pronto me los apretó y se inclinó hacia mí.
—Isa, no me gusta.
Me volví hacia él y pregunté:
—¿Qué es lo que no te gusta?
—La amistad de Monsy con Sebastián.
—¿Por... por qué?
—Fíjate cómo bailan. Analiza fríamente esta amistad. Se nota que él está pendiente de ella, pero no hay amor. ¿Me entiendes? En él no cabe amor.
—Me asustas.
—Yo mismo hablaré con Monsy esta noche. Me he mantenido al margen de esto porque creí... Pero no.
—¿Qué es lo que piensas?
—Mira.
Miré como me indicaba. En el ángulo opuesto Monsy bailaba con Sebastián. Aparentemente no había nada censurable en ellos, pero algo impreciso flotaba en el ambiente, en torno a ellos. Quizá era lo que vio Fernando. No podría explicarse con palabras contundentes lo que era, mas sin duda, existía ese algo.
Cuando todos se fueron suspiré tranquila. Javier besó mis dedos y me agradeció cuanto por ellos había hecho. Era un chico simpático que se ofrecía con la cara descubierta. Se notaba en él que adoraba a mi hermana y supe que sería su marido. Los demás se fueron con sus parejas tras saludarme afablemente y Sebastián fue el último en marchar. Monsy estaba a su lado, y Fernando junto a mí. Sentía las voces de Lily y Ana mezcladas con la de Dick en el salón. Se reían. Yo miré a Sebastián. Besó mi mano con mundana galantería y apretó los dedos de Fernando. A Monsy la miró de modo especial y dijo a media voz: «Hasta mañana».
VII
Fernando siempre se retiraba antes que nadie. Pero aquella noche quedó hundido en el sillón como si lo clavaran allí. Al fin Ana se despidió seguida de Lily. Dick había salido como todas las noches y nunca estábamos levantados cuando regresaba. Quedamos en el salón Monsy silenciosa, Fernando y yo.
Hubo un silencio. Lo rompió Fernando para decir:
—¿No te gustaría ir a París, Monsy?
Me quedé asombrada. No esperaba que mi marido abriera fuego desde aquel extremo. Un viaje a París para Monsy costaba un dineral y, por otra parte, Monsy nunca demostró deseos de ir a Francia.
La vi incorporarse y apretar el cigarrillo entre los labios.
—¿Me has oído, Monsy?
—Sí, claro que sí.
—¿Y qué dices?
—Me propones algo maravilloso. Pero...
—Ampliarás tus estudios. Te ofrezco la oportunidad de estar allí seis meses. Abriré una cuenta a tu nombre allí, serás una estudiante con recursos. Te daré dos cartas para amigos míos y te ambientarás en seguida.
—¿Y eso por qué? —preguntó Monsy, depositando el cigarrillo en el cenicero a su alcance.
—Me gustan tus cuadros —dijo Fernando con gran convicción, creo que nunca había visto nada pintado por Monsy—. Quizá llegue lejos.
Monsy se echó a reír con sarcasmo.
—Bien sabes que no llegaré a ningún sitio.
—¿No quieres ir a París?
La vi ponerse en pie y dar vueltas por el saloncito. Me pareció más esbelta que nunca y más digna de ser amada sin medida. Sus ojos rasgados, aumentados por el rabillo azul, se fijaron súbitamente en Fernando.
—¿Por qué no abordaste el tema desde otro lado? Bien sabes que me gustan las frases claras.
—Monsy, Fernando te ofrece una oportunidad —dije suavemente.
Mi hermana se volvió hacia mí y sus ojos brillaron indignados.
—No tenéis nada que temer —apuntó sin enfadarse—. Puede ser un caprichoso, pero yo soy una muchacha sensata.
Entonces Fernando se enfadó de veras. Nunca lo vi como en aquel instante. Fue hacia Monsy, la asió por un brazo y le hizo volverse hacia él.
—Escúchame —dijo con voz alterada—, no tienes padre. Yo lo represento. Te hemos educado para ser lo que es Ana o Lily. Como si fueras nuestra hija. Y no veo claro tus relaciones con un hombre que no se casa. Porque no esperes que Sebastián Truque se case. ¿Me entiendes? Eres demasiado niña y aun cuando te considere con un temperamento maduro, aun cuando seas una adulta inteligente, no eres lo bastante fuerte para enfrentarte con Sebastián. Un día, no sé cuándo, puede pesarte. Y aunque me he mantenido al margen de tu vida, supe que ibas a verlo todos los días. Cuando pasas por el club los hombres te siguen con una risita. Me miran y te miran luego a ti y después al ático del pintor. Y esto se acabó, Monsy. Si no quieres ir a París tendrás que dejar de ir al estudio. Elige lo que más te agrade.
—Haré lo que quiera —dijo separándose de mi marido.
Me puse en pie y fui hacia ella. La miré como si no la reconociera. Fernando no merecía una respuesta así. Fernando había sido para ella más que un padre y no permitía bajo ningún concepto que se sublevara ante Fernando y menos aún que le faltara al respeto.
—Monsy —dije fríamente—, discúlpate.
Se volvió hacia mí.
—No tengo por qué disculparme. Soy mayor de edad. Puedo hacer lo que me acomode.
Y Fernando dijo aquello que me hizo lanzar un grito ahogado.
—Si quieres hacer lo que te acomode, tendrás que salir de esta casa.
Estaba pálido, pero resuelto. Yo me debatí entre los dos cariños: el de mi marido y el de mi hermana.
—Monsy, Fernando te perdonará. Has de disculparte.
—Lo siento.
Se dirigía hacia la puerta.
Corrí tras ella. Fernando en mitad de la pieza nos miraba como ausente.
—¡Monsy!
—Me iré ahora mismo.
Súbitamente me acerqué a ella, la así por un brazo y enérgicamente le hice dar la vuelta. Alcé mi mano y la aplasté con rabia contra su bella cara. Hubo un momento de tensión indescriptible. Fernando corrió hacia mí, me miró como si no me reconociera. Monsy, con la mejilla enrojecida nos miró también.
—¡Monsy!
—Buenas noches.
Y salió. Me lancé en brazos de Fernando. Me besó el cabello y me dijo muy bajo:
—Tranquilízate. Pero... quizá hiciste mal en pegarle. Monsy no es dócil como tú.
Y le hablé.
* * *
Tendida en la cama lloré como una loca. Mis sollozos eran roncos y violentos. Era la primera vez que lloraba de aquel modo y Fernando no lograba tranquilizarme. Que Monsy hubiera dicho aquello y que yo le hubiera pegado no cabía en mí y, no obstante, había sido cierto.
Era mi hermana. Viví para ellas durante toda mi vida y aquel hombre que estaba junto a mí era mi marido, lo amaba, me hizo feliz, teníamos hijos y había sido un padre para mis pobres hermanos. Un padre amantísimo. Reanudé mis sollozos. Que Monsy pudiera irse de casa me volvía loca de desesperación y que Fernando sufriera me desquiciaba.
Habían transcurrido muchas horas cuando aún sollozando vi que Fernando abría la puerta de la alcoba y se precipitaba al pasillo. Me incorporé. Le seguí aturdida. Él entró en la alcoba de Monsy sin llamar. Dejó la puerta abierta y oí y vi lo que pasaba en su interior.
Monsy se hallaba sentada en el borde de la cama con la vista fija en el suelo. Tenía una mancha morada en la mejilla y sus ojos sin brillo parecían hipnóticos fijos en la alfombra de colorines. Fernando entró, avanzó hacia ella, se detuvo a su lado y le puso una mano en el hombro.
—¡Monsy!
La joven no respondió.
—Perdona lo que te he dicho —dijo mi marido.
Me quedé asombrada. Yo conocía a Fernando. Sabía que aquel paso le costaba mucho. Lo hacía por mí, por evitar mi sufrimiento.
Observé que Monsy alzaba los ojos y súbitamente rompió a llorar y se lanzó en brazos de mi marido.
Él sonrió, mirándome a distancia.
—Monsy, tranquilízate.
—Perdóname tú a mí —susurró sollozando—. He sido absurda... Tenías razón. Me iré a París cuando queráis. Es... es lo mejor.
Entré en la alcoba y cerré tras mí. Me acerqué a ellos y los separé. Monsy al verme me abrazó, me apretó contra sí con febril ansiedad.
—Madrecita..., no sé si podrás perdonarme nunca.
—Querida —dije emocionada—, no tengo nada que perdonarte.
—Yo...
Se separó de mí blandamente y se sentó de nuevo en el borde del lecho. No había rabillo azul en sus ojos ni pintura en los labios. Pero, si cabe, estaba más bella que nunca.
—Monsy.
Retorcía las manos una contra otra. Fernando se sentó a su lado y yo me senté al otro. La teníamos en medio y la sentimos temblar.
—Tú le amas mucho —dijo mi marido.
Ella asintió.
—Pero él no es sano como tú. Tú juegas con fuego. Nunca has jugado hasta ahora. Él está abrasado por las llamas.
—Lo sé.
—Y perderás.
—Lo sé.
—Y sería preciso separarte de esa llama si quieres vivir tranquila —dijo Fernando suavemente—. Conozco a los hombres como Sebastián. Les gusta el peligro, se enfrentan con él, pero se cansan pronto y buscan algo más asequible.
—Sí.
—Te irás a París. Lejos de él... recobrarás tu tranquilidad de espíritu.
La besó en la frente y se marchó. Yo quedé al lado de mi hermana y sin decir nada le ayudé a desvestirse. La arropé como si aún fuera una niña. Y es que nunca me pareció tan infantil como en aquel instante.
—Monsy, cuando estés en París escribe tu diario. Escribe aunque sea en un papel feo, pero escribe. Te hará un gran bien desahogarte y puesto que no eres comunicativa, la cuartilla recogerá de buen grado todo cuanto quieras decirle. Yo escribo siempre, aún he de escribir hoy... Es como una necesidad del espíritu.
—Quizá... lo haga.
—Y no vuelvas al ático.
—Sí. He de volver mañana. Él no puede saber... —me miró con rara expresión—. ¡Él no lo sabrá nunca!
Y le hablé.
* * *
Tiene razón la madrecita. Me siento mejor después de tomar la pluma y disponerme a escribir. Ella me enseñó su diario, lo he leído de un tirón. ¡Qué gran alma la de esta madrecita! ¡Qué gran ternura de su corazón y cuántos sufrimientos ocasionados por nosotros recopilados en su diario! Lástima que yo no sea como ella. Lástima que no encuentre en la vida un hombre como Fernando.
Me voy a París un día de estos. Fernando puso a mi disposición un libro de cheques, un equipo femenino como no tendrán dos mujeres, que, como yo, no dispongo de fortuna ni de padres adinerados. Cuán mal hice aquella noche y cuánto bien me hizo la bofetada recibida. Creo que si en aquel instante no estuviera aturdida, la hubiera apretado contra mí y hubiera dicho: «Gracias, infinitas gracias». Y después, cuando los vi a los dos en mi alcoba pidiéndome un perdón que me humillaba, me sentí empequeñecida, miserable como la peor criatura abyecta de este mundo.
Sí, fui al ático. Tenía que ir. No podía ofrecerle el espectáculo de mi derrota y prefiero quedar derrotada ante el mundo entero que ante un solo hombre llamado Sebastián Truque. Me recibió sonriente, con esa media sonrisa odiosa que me llega hasta la médula. Me miró con atención y después vino a mi lado. Intentó tomarme en sus brazos. Me tuvo en ellos muchas veces, pero jamás me entregué a su arrebato. Era mi única arma. Demostrarle que no me atraía hasta el extremo de ablandarme ante su proximidad.
—Me voy a París —le dije con la mayor naturalidad.
Y me aparté de su lado. Sé que Sebastián admitía mi aparte. Y sé asimismo que prefería no besarme a recibir mi frialdad. Nunca pudo ver en mí deseos de agradarle, ni nunca devolví sus pérfidos besos. Era grato dominar al hombre de aquella manera. Quizá soy perversa por ello, quizá soy una adulta temperamental como dice Fernando, pero no importa. Conocía el punto flaco de mi maestro, su debilidad por las muchachas bonitas y su cansancio después. De mí no se cansaría nunca porque no me tendría jamás. ¿Unos besos? Sí, unos besos sin respuesta que ningún hombre desea. Eso le di.
—¿Has dicho que a París?
—Sí. Mañana me voy.
—Pero..., ¿por qué? ¿Y qué vas a hacer tú en París?
—Pintar.
—¿Pintar? —rio odioso—. Pero si nunca serás una pintora ni siquiera mediocre.
—Lo sé. Si cree usted que me desilusiona, se equivoca.
—Eres muy lista, Monsy, pero has equivocado la carrera. Creo que te sentaría mejor la comedia.
—Hasta la vuelta, maestro.
—Sí, será mejor. Vete al diablo.
—Adiós.
—Óyeme.
Me detuve. Le dolía que me fuera. Era un entretenimiento para él mi presencia allí. Era un juego que lo divertía. Y yo sé que todos los días se decía que al día siguiente derretiría el hielo que me envolvía. Y renegaba cuando observaba que los días pasaban y no conseguía nada.
—Pero ¿de veras te marchas?
—Sí, maestro. Quizá nos veamos en París.
—No. Procuraré no verte más.
—Tanto mejor.
Me acerqué a la puerta. Allí me detuvo, me asió por un brazo y me miró muy fijo a los ojos.
—Hace mucho tiempo que vienes aquí mañana y tarde... ¿No te has enamorado de mí?
Me reí. Era grato reír en su cara, despreciarlo, humillarlo.
—Por supuesto que no, maestro.
Sus dedos lastimaron en mi carne.
—¿Por qué te dejas besar?
—Me divierte.
Y apartándome de él con brusquedad, corrí escalera abajo. En el rellano me detuvo. Alcé los ojos. Estaba lívido y su mandíbulas apretadas parecía que iban a estallar. Sin duda había sido la peor humillación de su vida de hombre galante.
Y le hablé.
* * *
Monsy se ha ido a París hace una semana. Antes de marchar me dijo que había empezado su diario. Se lo pedí y enrojeció un poco. «No puedo dártelo», me dijo.
—Pero ¿por qué?
—Es... demasiado íntimo y no me comprenderías.
No insistí. La abracé muy fuerte y cuando el avión se remontó en los aires, así el brazo de Fernando y volvimos al auto. Y fue entonces cuando vimos el «Cadillac» de Sebastián Truque perderse en la avenida.
Miré a mi marido y este encogió los hombros.
—¿Era él?
—Sí.
—Pero..., ¿por qué ha venido y no se acercó a despedirla?
—No lo sé, Isa. Quizá me haya equivocado y ese hombre ame a tu hermana. Pero no es ninguna satisfacción para Monsy convertirse en esposa de un hombre a quien le gustan todas las mujeres.
—Fernando —dije posando mi mano sobre la suya que sujetaba el volante—, si Monsy se casa con él... Sebastián no querrá saber nada de otra mujer.
—Quizá te engañes.
—Monsy es lo bastante inteligente y seductora para acaparar para sí sola a un marido que en cierto modo estará cansado de ir de unos brazos a otros. Unos brazos que no le dan ternura alguna.
—De todos modos, estoy más tranquilo sabiendo que ella está en París.
—¿Y no temes que sea peor? Para Sebastián no hay distancias ni barreras cuando algo le interesa.
—Espero que lo evite el buen juicio de tu hermana.
—Confiemos en ello.
Monsy nos escribía todas las semanas. Sus cartas eran optimistas, casi alegres. Pregunté a Fernando si sabía si Sebastián Truque continuaba en Madrid y mi marido me dijo que lo ignoraba.
—Averígualo, Fernando —le pedí casi por favor.
Y es que temía que Sebastián se hubiera ido a París en seguimiento de mi hermana. Y en Madrid estábamos nosotros, nuestro cariño, nuestro consejo y nuestro hogar acogedor. Pero en París estaría ella sola, sin hogar, junto a un hombre que la atraía, expuesta a todos los peligros.
Debo confesar que vivía en un estado febril constante y Fernando se enfadaba conmigo.
—Temo por ella, querido —dije aturdida, cuando él me pidió que viviera más al margen de la existencia de Monsy—. Mientras no sepa si ese hombre continúa en Madrid, no descansaré una noche tranquila.
Días después Fernando entró en el living donde me hallaba yo leyendo un libro. Se sentó a mi lado en el canapé, me atrajo hacia sí y me besó muy fuerte en la boca. Hacía muchos días que Fernando no me besaba y, la verdad, no me di cuenta de ello hasta aquel instante. Tenía la culpa mi intranquilidad, porque a causa de ella me olvidaba hasta de mi marido.
—Cariño...
—Ya creí que te olvidabas de que existía —reprochó en un susurro—. Piensas tanto en todos, que te olvidas de ti misma y de mí.
—Hazte cargo, Monsy me tiene muy preocupada.
—Pues tranquilízate, por ahora Truque continúa en Madrid, si bien...
—¿Qué?
—Un amigo común me dijo que pensaba marchar a París uno de estos días.
Me agarré a las solapas de su americana y susurré:
—Fernando..., pide conferencia con Monsy y dile que vuelva. Me da miedo pensar que se vea con ese hombre en París.
Se echó a reír y me acarició el pelo como si yo fuera una niña, como si le pidiera una cosa inverosímil, fuera de lugar.
—Madrecita, Monsy no está para jugar al escondite. Le hemos pedido que se fuera a París. Se fue. Ten un poco de paciencia. Falta ya poco. Para la boda de las chicas ella vendrá.
No fui capaz de convencerlo.
VIII
Soy Monsy, señores, estoy en París y, tal como me aconsejó mi hermana, escribo de vez en cuando. Solo de vez en cuando, cuando me siento cansada, aburrida o pesimista. Y esto suele ocurrir muy pocas veces porque ni soy romántica, ni sentimental ni cursi. Detesto escribir diarios. Pero esta vez voy a probar.
Aquí me tenéis. Vivo casi feliz. Tengo infinidad de amigos, doy grandes paseos por los Campos Elíseos que aparecen cuajados de flores ante mis ávidos ojos. Por las tardes, con mis amigos me voy a una boîte, bailo y me divierto como el que más y tengo, ¿cómo no?, centenares de pretendientes. Unos me agradan, otros me parecen ridículos y la mayoría me entretienen. Eso es todo.
Por lo demás, mi vida es la existencia de cualquier chica española que viene a París a pasar el tiempo. Porque debo confesar que no cogí un pincel en los tres meses que llevo aquí. No podía olvidar las últimas palabras de Sebastián. «¿Pintar? Pero si nunca serás una pintora ni siquiera mediocre». Él tenía razón, y puesto que lo reconocía así, decidí echar por la borda mi afición.
Una noche salí con unos amigos. Era un matrimonio catalán que se dedicaban al teatro. Él tenía un pelo largo y rizoso y ella era rubia como el oro. Me los presentó un amigo común a mi llegada a París y nos hicimos amigos, los mejores amigos. Decían que les agradaba mi franqueza, mi cultura y mi belleza física. Yo me reía indiferente. Ellos me agradaban por su cordialidad, por su sencillez y porque eran una pareja de baile admirable aunque no hubieran triunfado plenamente en París.
Salíamos con frecuencia cuando ellos no tenían trabajo. Y aquella noche me presentaron a un nuevo amigo y los cuatro salimos de noche. El amigo escribía poemas malísimos y soñaba con las musas, pero esto a mí no me importaba en absoluto. Era cordial, agradable, y resultaba un compañero ameno. Era, a decir verdad, lo único que me importaba.
Se llamaba Raúl y era oriundo de Castilla. Vivía en París en espera del triunfo y yo le vaticiné que triunfaría aunque no con sus poemas.
Entramos en un dancing. Nunca vi tanto color junto ni tantos rostros excitados, ni tanto humo. Pero aquel lugar, sin ser elegante, me entusiasmó. Si no encontrara allí a Sebastián no os hubiera contado esto, porque, la verdad, fui a muchos lugares parecidos, durante los tres meses de mi estancia en París. Pero aquella noche encontré a Sebastián, en compañía de una mujer. Una mujer elegante, pintada, esbelta y joven. Al verme, Sebastián se quedó suspenso por un instante, después inclinó la cabeza y me saludó apenas. Correspondí al saludo con indiferencia y seguí a mis amigos.
Fue una noche horrible, insoportable. No pude atender lo que me decía Raúl y menos aún lo que me decían mis amigos catalanes. Al final de la velada me dejaron en mi pensión y me quedé erguida en la puerta viendo cómo el auto se alejaba. Tenía ganas de llorar. Que Sebastián estuviera en París y me saludara con aquella frialdad era superior a mis fuerzas. Que estuviera con otra mujer me sacaba de quicio. Pero yo era razonable y sabía o debía saberlo que mis esperanzas con respecto a Sebastián eran absurdas. Suspiré y levanté el dedo para pulsar el timbre. En aquel instante un taxi se detuvo casi junto a mí y un hombre saltó al suelo. Me quedé de piedra. Era Sebastián, con un gabán oscuro, el cuello subido casi hasta la boca y un sombrero tapando su encanecida cabeza.
—Hola, Monsy —saludó con la mayor naturalidad.
Mi mano descendió sin tocar el timbre. La dejé caída a lo largo del cuerpo.
—Hola —repuse con voz que salió ronca de mi garganta.
El taxi se alejó y Sebastián se situó a mi lado. Asió mi brazo y se inclinó para mirarme a los ojos.
—Te he seguido —dijo—. ¿Damos un paseo a lo largo de la calle? Faltan unos minutos para las dos... En París esta hora es adecuada para un paseo.
—Pero se olvida usted de que en Madrid no lo es.
—Estamos en París.
—Pero yo soy española.
Dio una patada al suelo. Parecía impaciente.
—¿Lo damos o no lo damos?
Lo pensé un instante. Amaba a Sebastián con todos sus defectos inherentes a su persona, pero no le temía. ¡Oh, no! No le temía, aunque Sebastián creyera lo contrario.
—Vamos, pues. La calle es larga.
Había bruma, el pavimento parecía mojado. Los faroles se veían envueltos en un halo nebuloso. Algún transeúnte cruzaba presuroso por nuestro lado, ajeno a lo que pasaba en tomo a él.
Pensé si me viera la madrecita. Se habría asustado. Fernando hubiera fruncido el ceño desaprobando. Ana y Lily me llamarían loca, temeraria y se habrían ruborizado de terror. Yo estaba tranquila. Conocía mi fuerza de voluntad, mi orgullo de mujer, mi amor hacia aquel diabólico hombre.
Me tomó del brazo y sus dedos lastimaron mi carne. No protesté.
—He llegado ayer —dijo.
—Qué raro que me haya encontrado hoy.
—No es raro —apuntó fríamente—. Es lo lógico. Recorrí uno a uno todos los locales nocturnos hasta que te encontré.
—¿Es que quiere darme lecciones de pintura?
—No —observó mirándome fijamente con aquellos sus ojos encendidos—. Es que quiero seguir divirtiéndote.
Llegamos al final de la calle y aún sin responder dimos la vuelta. Mi pensión estaba al final. Al llegar allí entraría. No daría otro paseo más.
—Monsy, he dicho que quiero seguir divirtiéndote.
—Ya no posee usted esa virtud —reí despreocupada—. Ya no me divierte usted, maestro.
Se detuvo en medio de la calle y me atrajo hacia él con un solo brazo. Yo me desasí airada.
—El juego terminó —dije fríamente.
Y supe que esto le dolía más que mi indiferencia anterior. Ahora sabía por dónde atacarlo. No me besaría jamás, a menos que me pidiera en matrimonio.
—¡Monsy, he venido a París por ti!
—Pues puede regresar a Madrid mañana mismo, mi inteligente maestro. Ese juego se acabó —me incliné hacia él y hundí mi mirada en la suya—. Se acabó, ¿comprende, maestro? Me he desligado de usted por completo. Ya no me entretiene usted.
Lo vi enfurecerse y quedar tranquilo casi simultáneamente, pero me sujetó con las dos manos y trató de besarme. Me reía en su misma cara. ¡Oh, sí! Me reía triunfal porque por una vez yo lo vencía. Era una victoria ínfima si se tiene en cuenta la seguridad de mi amor hacia él, pero no le serviría más de juguete, aunque me muriera.
—Escúchame...
Retrocedí hacia la puerta. Fui a apretar el timbre.
—Monsy —dijo junto a mí—, permíteme que entre contigo. Ofréceme una copa y hablemos.
Negué una y otra vez.
—Te lo suplico...
—Aunque se pusiera usted de rodillas, maestro.
—Es que...
—Por nada del mundo —atajé fríamente.
Y oprimí el timbre. En seguida abrieron y sin mirar hacia atrás entré y cerré la puerta. Pasé una noche horrible, creo que la más horrible de mi vida.
Al día siguiente me lo encontré otra vez. No rehuí su compañía. Y salimos juntos muchas mañanas, muchas tardes y muchas noches. Y supe que cada día transcurrido lo amaba más y él más me deseaba. Tanto peor para él. O amor o nada de nada y, aunque no se lo dije, él supo leerlo en la hondura de mis ojos. No pudo besarme y yo supe que era el mayor anhelo de su vida. Fue una lucha sin cuartel horrible, agotadora. Y cuando un día supe que se había ido de París, casi me alegré, pero, no obstante, en la soledad de mi alcoba, lloré mucho y presentí que lo perdía para siempre.
Una de aquellas tardes recibí una carta de la madrecita. Me decía que Lily y Ana se casaban el mismo día y que deseaba que yo estuviera presente. Me alegré. París, sin Sebastián, era insoportable y con él un suplicio. Decidí que me iría en el primer avión del día siguiente y me juré a mí misma no volver nunca más a París.
Hice mis maletas, pedí por teléfono pasaje para el avión y luego me senté a meditar.
Y le hablé.
* * *
Hace mucho tiempo que no escribo. Entre preparar las cosas de Ana y Lily, y entre este hijito mío, no tuve tiempo para nada. Pero hoy todo ha pasado. Ana y Lily se han casado, se fueron de viaje. Mis hijos regresaron al colegio y Monsy me ayuda a atender al pequeñín.
Porque vino Monsy de París. ¡Qué bonita está! Más que nunca con estarlo siempre. Ahora los rabillos de sus ojos son más largos, más pronunciados, y las dos rayas pálidas de su boca más sensibles. Sigue pintándose diferente de todo el mundo. A veces, al verla aparecer ante mí, me echo a reír. No lo puedo remediar. Es tan personal esta criatura, es tan bella además que todo le queda bien, la pintura de su cara, los pantalones masculinos que viste y hasta los trajes de calle aunque sean extravagantes.
No hablamos de Sebastián. Es como si todos nos pusiéramos de acuerdo para borrar el nombre masculino de nuestro círculo familiar. Ella no parece recordarlo y vive feliz. Al menos eso creo. Sale todos los días y cada día la veo llegar con un chico distinto que se inclina obsequioso hacia ella. Y yo me pregunto si uno de estos hombres no logrará conquistarla. Porque no me cabe en la cabeza que Monsy siga pensando en Sebastián Truque. A propósito de este hombre, creo que está en Madrid y que no se ve con mi hermana, lo que indica que Monsy ha entrado en razón.
La doble boda de mi hermana y mi hijastra fue espléndida. Nunca pensé que tuviéramos tantos amigos. Se celebró en la finca y resultó sencillamente maravillosa. Fernando fue el padrino de su hija y yo la madrina. Monsy fue la madrina de Lily y el padre de Javier el padrino. Ellas estaban preciosas vestidas de blanco. Fernando le regaló a su hija un piso y Dick compró los muebles. Todas las tardes Monsy, una vez finalizada la comida, se traslada al nido de los jóvenes esposos y lo pone a su gusto. Según me dijo Fernando, se está convirtiendo en un hogar encantador. Ya sé yo que todo lo que haga Monsy es digno de tenerse en cuenta. En cuanto a Lily irá a vivir con sus suegros porque Javier es hijo único y sus padres lo adoran. Se fueron de viaje a Mallorca, las dos parejas juntas y yo me sentí emocionada. ¡Cómo pasa el tiempo! Aún recuerdo cuando jugaban revolcándose en la cama de Monsy, cuando esta, en el pueblo, guardaba cama a causa de un resfriado. Desde aquel día Fernando se fijó en mí, nos casamos... ¡Dios mío! Casi soy una vieja, ellos me empujan. Y cuando se lo digo a Fernando, él se ríe y me toma en sus brazos y me demuestra que sigo siendo una chiquilla. Pero es que Fernando me quiere demasiado.
Una de estas noches Monsy llegó a casa acompañada de un chico alto y esbelto. Yo me hallaba recostada en el alféizar de la ventana y los vi llegar. Observé que él hablaba persuasivo inclinado hacia ella. Monsy reía con aquella su mueca indiferente que la hace más deseable para los hombres. Le dio la mano y él se la apretó con fuerza. Luego se fue y Monsy entró en la casa. Yo salí a su encuentro.
—Ven, Monsy.
Entró en el living quitándose los guantes y el abrigo. Quedó enfundada en el modelo de tarde ceñido, marcando sus bellas formas escultóricas. Porque, es la verdad, la más bonita de todas es Monsy, la mejor formada, la más moderna. Y además tiene un no sé qué en la mirada que aturde y desconcierta.
—Siéntate —pedí, sentándome a mi vez—. ¿Quién era ese chico?
—Me lo presentó Fernando. Es un arquitecto con porvenir —rio—. También esto lo dijo Fernando.
—Y tú te ríes.
—¿Y qué quieres que haga?
—Que lo tomes en serio. Que te conviene.
Monsy no respondió al pronto. Encendió un cigarrillo, cruzó las piernas y fumó despacio, expeliendo el humo con coquetería.
—¿Eres tú, la eterna enamorada, la que me aconseja que me case porque me conviene?
—Monsy, yo...
—Tú estás enamorada, te casaste con Fernando queriéndolo con locura. Lo quieres hoy con la misma intensidad.
—Sí, sí, es cierto —me impacienté.
—Pues no me pidas que me case con el arquitecto. No podría soportarle a mi lado un día entero.
Me quedé asombrada.
—¿Ni siquiera puedes probar?
—Ni siquiera. Y te aseguro que es un chico admirable. Pero ¿he de amarlo porque sea admirable? ¡Dios mío, no! Casi siempre amamos a los chicos que no lo son. Es una paradoja estúpida, pero que nadie ha tratado de remediar aún.
—Tú..., ¿amas a otro? ¿Es que sigues queriendo a Sebastián?
La vi agitarse. Sin duda daba en el blanco y nuevamente me asusté.
—Dejemos lo mío, ¿quieres? ¿Hubo carta de los novios?
—Sí. Pero no estamos hablando ahora de eso.
—Pues es un tema enternecedor.
Me sulfuré.
—Monsy —dije casi gritando—, o no tienes corazón o prefieres morir soltera.
—Creo que tengo corazón y no me daría nada morir soltera y supongo que tú lo preferirías a que hiciera una mala casada.
—Piensa en ese arquitecto. Es un chico magnífico. Aproximadamente de tu edad. Llegarías a quererlo.
—Hija mía —dijo Monsy pacientemente, sacudiendo la ceniza del cigarrillo—, esa es una posibilidad muy problemática, y no quiero verme en trance semejante. Prefiero mi libertad, mi tranquilidad espiritual a cargar con un hombre que al besarme me pondría carne de gallina.
—Monsy..., ¿estás en tu sano juicio?
—Por supuesto. Y no te asombres. Aunque venga con un chico cada día, no pienso casarme con ninguno. Me parecen ridículos, ¿sabes? Es la pura verdad.
—¿Entonces qué esperas de la vida?
—¿De la vida? Hija mía, muchas cosas.
—Y no me llames hija mía —grité indignada—, con esa indulgencia ofensiva.
—Perdona, madrecita.
—¿Y qué cosas esperas? —volví a la carga—. Porque a no ser el amor, del cual deriva todo, no veo que...
—¿Solo el amor? Hablas como la enamorada eterna.
—En efecto, y no me avergüenzo de ello.
—Yo te admiro —dijo sonriente—. Te admiro mucho, madrecita. ¿Puedo subir a mi cuarto?
—No.
Volvió a cruzar las piernas y a fumar resignadamente.
—Monsy, tú amas a Sebastián. Pero ¿no te das cuenta de que él nunca se casará contigo? ¿No te das cuenta que te lleva muchos años? ¿Qué encantos encuentras en ese hombre?
Me miró asombrada arqueando una ceja. El rabillo de su ojo se ensanchó.
—¿Importan algo los años, madrecita? Di la verdad, ¿importan? Fernando te lleva unos cuantos. ¿Has pensado en ellos alguna vez? Claro que no.
Bajé la cabeza con pesar.
—Es cierto, nunca pensé en ellos. Los años no importan mucho.
—En cuanto a los encantos que encuentro en él... —entornó los ojos—, madrecita, parece mentira que tú, tú que tanto amas, me hagas esa pregunta. Encuentro encantos múltiples que no sé de dónde proceden. Sus mismos defectos son para mí cualidades. ¿Ceguera? ¿Y no está ciega toda mujer que ama?
—Me asustas —dije bajísimo.
—Yo también estoy asustada. Pero no temas. Aún no le he visto desde que llegué de París, ni quizá le vea jamás, pero..., será el único hombre de mi vida. ¿Y sabes? No se portó bien conmigo. Me dio motivos para odiarlo eternamente, pero no es posible eso en mí. Yo era una niña como quien dice cuando lo conocí. Hoy soy una mujer y sigo pensando del mismo modo. ¿Tengo yo la culpa? ¿Puedes tú, lógicamente, reprochármelo? No. Yo no tengo la culpa. Es algo que dentro de mí me arrastra hacia él. Y tú no puedes reprochármelo porque sé que si te faltara Fernando ningún otro hombre podría ocupar su lugar en tu corazón. ¿No es cierto, madrecita?
Abrumada, con tan aplastantes razones, asentí en silencio. Ella se puso en pie, vino hacia mí y tomando mi mano en la suya me la besó calladamente.
—¿Qué haces, criatura?
Se echó a reír enternecida y me dijo con tenue acento:
—Soy la que más me parezco a ti. Soy constante en mis afectos y tú lo sabes. Si cuando Fernando Santana llegó de médico al pueblo se hubiera casado con una de tus amigas... te habrías muerto de pena. Y sé que jamás volverías a pensar en otro hombre.
—¡Oh, calla, calla!
—Yo solo puedo ser de Sebastián Truque, madrecita. Y no creas que esta conclusión me hace feliz. Quisiera poder arrancarlo de mí y escupirle a la cara hasta humillarlo. Pero... —esbozó una rara sonrisa—, esto no es posible.
IX
Acabo de llegar a casa. Estoy encerrada en mi alcoba. Isabel y Fernando se han ido al teatro y yo me he quedado aquí, ante un papel sobado, de mal color, que parece tener anemia.
Después de mucho tiempo, hoy he vuelto a ver a Sebastián. Fue un encuentro en plena calle. Yo iba sola y él venía solo. Nos quedamos parados como dos estatuas. Me pareció que estaba nervioso, que me miraba con avidez. ¡Quizá son ilusiones mías! Después, tras una vacilación, asió mis dos manos y allí, en medio de la calle, me quitó los guantes y me las besó cálidamente. Sentí que me estremecía de pies a cabeza. Ya casi había olvidado el proceder de Sebastián y de nuevo lo tenía ante mí, subyugándome con sus miradas, sus acercamientos y sus besos turbadores que, aunque en la palma de mi mano, los sentía en todo mi ser.
—¿A dónde vas? —me preguntó quedamente.
—Por ahí. Sin rumbo definido.
—¿Te acompaño?
—Bueno.
—Ven, tengo el auto aparcado al otro extremo de la calle.
Nunca había ido con Sebastián en su escandaloso «Cadillac», y deseaba ir. Sentí que me cogía del brazo y me lancé con él hacia el coche. No hablamos nada en el corto trayecto. Abrió la portezuela, subí y me senté. Él lo hizo por la otra portezuela y se acomodó ante el volante. Como siempre, olía a loción francesa, a tabaco caro, a hombre elegante. Y me pareció imposible que fuera yo la que estaba a su lado. Lo miré de soslayo, cuando él ponía el auto en marcha. Sus manos largas, nerviosas, en uno de cuyos dedos lucía un solitario de gran valor, se agitaban sobre el volante. Quizá no contaba con el encuentro. Quizá suponía para él como para mí, un placer indescriptible No lo sé, porque si lo supiera me hubiera echado en sus brazos y le hubiera besado hasta dejarlo inerte junto a mí. Lo habría besado como él quisiera ser besado. La gran lucha continuaba y yo me dije que quizá aquella tarde no saliera vencedora porque lo amaba demasiado.
Me fijé en sus sienes. Me parecieron más encanecidas. Sería grato caminar por la vida colgada de su brazo. Sería maravilloso que yo pudiera decirle lo mucho que le quería y de la forma que lo quería.
Me mordí los labios porque mis ojos tropezaron con los suyos. En aquel instante eran verdes como las aguas de un lago tranquilo. En otras ocasiones me habían parecido azules.
—¿A dónde vamos, Monsy?
—Me es igual un sitio que otro.
—¿No quieres volver al... ático?
Me estremecí.
—No.
—¿Me tienes miedo?
—No, maestro.
Se rio por lo bajo.
—¿Por qué nunca me has llamado Sebastián? Y tampoco me has tuteado.
—Si quiere lo hago —dije quedamente.
Él me miró en rápida ojeada. Seguramente pensaba que la fortaleza se venía abajo. Pero no era así. Yo no estaba vencida. A su lado, y después de tanto tiempo, quizá lo pensé, pero la verdad no era esa. Una vez familiarizada con su compañía volvía a ser la Monsy de siempre: displicente, orgullosa, inabordable.
—No me interesa mucho, criatura —rio—. Si no vamos al ático, ¿a dónde quieres ir?
—Decídalo usted.
—Entonces te llevo a merendar a un lugar que yo conozco. Un lugar maravilloso.
No habló más hasta que detuvo el auto ante una casa de soberbia estructura. Lo miré interrogante y él se echó a reír con aquella su risa odiosa.
—Baja —invitó abriendo la portezuela.
Y yo bajé y entré en el ascensor y luego salía antes que él a un pasillo superior de un quinto piso. Él abrió la puerta con toda naturalidad y me empujó blandamente. Comprendí que era su vivienda particular. Al pronto pensé dar un salto y echar a correr, pero después lo pensé mejor. Si intentaba cercarme de aquella manera, si pensaba vencerme así, se equivocaba Sebastián Truque.
Entré con la cabeza alzada. No se oía un ruido en toda la casa. Era, para ser sincera conmigo misma, el piso más maravilloso que mis ojos contemplaron jamás. Obras de arte por todas partes, tapices, cuadros, figuras... En el umbral de la biblioteca me quedé parada. Libros por todas partes, libros y más libros y figuras de bronce sobre la mesa, sobre una consola.
—¿Te gusta?
—Sí.
—Es mi refugio.
—Ya lo veo.
—Y eres la primera mujer que viene aquí —dijo con sencillez.
Le creí.
—¿Vive solo?
—Con mis criados. Pero hoy han salido todos por lo que veo. Ven, haremos los dos la merienda. ¿Sabes cocinar?
—Claro.
—Estupendo.
Me pasó un brazo por el cuello y me besó en la oreja.
—Imaginemos que estamos casados —rio, sin comprender el daño que me causaba—. Tú eres mi mujercita. Me haces la merienda y como yo tengo un apetito feroz y no tengo paciencia para esperarte en el living, entro tras ti en la cocina y te ayudo.
No supe qué decir. Pero me juré a mí misma hacerle una suculenta merienda aunque me quemara los dedos, las pestañas y hasta la lengua.
Él buscó un delantal y me lo puso por la cintura. Me sujetó por los hombros después. Me desasí sin violencia, y él se echó a reír.
—Me intriga —dijo luego, mirándome desde su altura—, tu modo de ser. ¿No te has enamorado nunca? —preguntó—. ¡Es raro! Eres casi una niña a mi lado. Yo he conocido muchas mujeres y ninguna me intrigó como tú.
—¿Hacemos la merienda?
—Claro. Me pondré un delantal yo también. Es... todo muy divertido.
Comprendí que con el delantal blanco estaba ridículo, pero a mí me agradó. Me reí, no obstante, y él se puso serio de pronto.
—Si te ríes me voy.
—No me río.
—Pues manos a la obra.
Estaba asombrada. Todo era muy diferente de otras veces. Incluso Sebastián me parecía un hombre nuevo y sentí que amaba los utensilios para la merienda. Encendió la cocina eléctrica, sacó botes de conserva de la nevera, carne, pollo..., vinos y un sinfín de cosas que no iban a serme de ninguna utilidad.
—Pero ¿crees que voy a utilizar todo eso, Sebastián?
Dejó el tarro de azúcar que tenía en la mano en aquel instante y me miró fijamente. Yo me di cuenta de que lo había tuteado por primera vez y llamado por su nombre. Me ruboricé como una cereza. Yo, sí, me ruboricé y me hubiera pegado por estúpida.
—Monsy...
—Sigamos, maestro.
—Me pregunto —dijo él sin acercarse a mí—, qué tendría yo que hacer para que atendieras mis requerimientos. Creo que ningún hombre tiene tanta paciencia. Tú sabes muy bien lo que siento por ti. ¿No es cierto que lo sabes, Monsy?
—Sí —dije seria, metiendo el pollo en el horno.
—¿Y qué debo hacer para convencerte?
—Casarte conmigo —dije con irritación.
Y lo miré de frente, con los ojos bien abiertos. Estaba harta. Harta de oírlo y hasta de sufrir.
Él, al pronto se echó a reír como un loco. Tenía una cuchara en la mano y la agitaba con verdadera furia. Parecía pronto a estallar y su risa era tan estridente que me entraron ganas de llorar. Pero no lloré, claro. Él seguía mirándome y paulatinamente dejó de reír y de agitar la cuchara.
—Dices que... —estaba serio—, que solo casándome contigo.
—Sí, eso he dicho.
Y me volví hacia el horno.
—¿Y tú serías de otra manera...?
—Prueba.
Hubo un silencio.
—Me tientas, Monsy.
Nada repuso. Y como si de mutuo acuerdo olvidáramos las frases cruzadas, nos dedicamos a terminar la merienda. Y salió, como yo propuse, suculenta. Eran las ocho de la tarde, cuando aún estábamos sentados frente a frente, charlando como dos buenos amigos. Lo desconocía. Me felicitó por la merienda, dijo que llegaría a ser una ama de casa perfecta y envidió al hombre que me llevara por esposa. Y después me ayudó a poner el abrigo y me dijo:
—Te llevaré a casa.
—No es preciso. Tomaré un taxi en la esquina.
—Quiero ir contigo. Y quiero que sepas que he pasado una tarde maravillosa junto a ti.
—Gracias.
Antes de abrir la puerta me cogió por el brazo y me hizo dar la vuelta hacia él. Me miró a los ojos largamente y yo me estremecí. Sabía lo que quería. Lo supe en la forma de apretar la mano. Por un instante pensé echar a correr, pero después me quedé quieta.
Llegué a la calle y subí al primer taxi que encontré. Y aquí estoy. Si no cuento todo esto me hubiera ahogado. Aquí estoy sola, desesperada, humillada y furiosa conmigo misma. Yo, la fuerte, la personal, la orgullosa, la digna mujer, convertida en una cosita insignificante. He besado a Sebastián creo que como ninguna mujer besó a hombre alguno. Le di todo mi ser en aquel beso y el hombre, en aquel instante, estaría gozoso de su triunfo.
Nunca más volveré a verle y os aseguro que me dejaré galantear por el arquitecto que tienen cara de lechuguino en día festivo y un bigote la mar de ridículo.
Y le hablé.
* * *
No sé qué le pasa a Monsy estos días. Me tiene preocupada. Se lo dije a Fernando y mi marido encogió los hombros.
—Ya sabes que es algo maniática.
—No lo es, Fernando, y por eso me preocupo. No sale de casa desde hace una semana, se pasa los días pintando, o escribiendo o fumando, y eso no es corriente en Monsy.
—¿Y qué quieres que haga, amor mío?
—Ya sé que no puedes hacer nada.
—Poco puedo hacer. Y quiero que sepas que veo a Sebastián todos los días.
Me asombré.
—¿En la clínica? ¿Padece alguna enfermedad?
Mi marido se echó a reír.
—No. En el círculo. Me busca y no rehuyo su amistad. Hablamos de todo y a veces salimos juntos y me acompaña hasta aquí. A decir verdad noto en él que tiene ganas de que le invite a entrar.
—¿De verdad?
—De verdad, madrecita. Pero no pienso hacerlo. Si quiere ver a Monsy que dé la cara como hacen los hombres de bien y que venga a casa solito.
—Eso no lo hará.
—Pues invitado por mí que no lo espere.
—¿Qué te parece si se lo dijera a Monsy?
—¿Decirle qué?
—Tu amistad con él.
—Díselo.
Se echó a reír y yo le pregunté por qué se reía. Vino hacia mí, me tomó en sus brazos y me besó dulcemente en los ojos.
—Madrecita, mientras no veas a Monsy casada, no vivirás tranquila.
—¿Y te extraña?
—En ti no me extraña nada.
Y riendo volvió a besarme.
Entré en la alcoba de Monsy y cerré la puerta tras de mí. Mi hermana, tendida en la turca, fumaba con las piernas levantadas. Vestía pantalones y estaba descalza.
—¿Por qué no sales? —le pregunté.
—Me aburro.
—¿Y no te aburres en casa?
—¡Bah!
Me senté en el borde de la turca.
—Oye, Monsy, Fernando se encuentra todos los días con Sebastián en el círculo.
Parpadeó varias veces seguidas, pero no dijo nada.
—Y él le habla mucho. Se hicieron amigos.
Tampoco respondió.
—Y parece ser que él desea que Fernando lo invite a casa.
Súbitamente se puso en pie y fue hacia un cajón. Lo abrió y sacó un papel, lleno de una letra menuda y apretada.
—¿Quieres leerlo, madrecita? Tú me aconsejaste que escribiera alguna vez. Lee eso. Pero sal de aquí para leerlo, cuando termines vuelve si crees que merece la pena.
Tomé el papel entre mis dedos y salí sin decir palabra. Entré en mi alcoba y lo leí de un tirón. No supe qué decir. Y por supuesto, no volví a la alcoba de Monsy. Estaba asustada, estremecida. Monsy amaba mucho más que yo amé nunca. Amaba de otra manera y a un hombre menos sencillo que Fernando. Y el recuerdo de aquella merienda en casa del hombre soltero y mundano, me llenó de ira y de pena.
Cuando Monsy bajó al comedor a la hora de comer, me miró de refilón. No tenía rabos en los ojos y parecía melancólica. Yo apreté su mano, pero no supe decir nada.
—Hoy voy a salir —dijo Monsy.
La miré escrutadora.
—No vuelvas.
Asintió. Sabía lo que yo quería decirle y me sonrió como afirmando que no volvería al piso de Sebastián.
Cuando regresó al anochecer venía con el arquitecto. Yo me hallaba, como en otra ocasión, acodada en el alféizar de la ventana. Los vi avanzar por la calle y Monsy me pareció más ausente que nunca. Sin duda no escuchaba lo que decía su compañero. Se despidieron antes de llegar a casa. Él estrechó la mano de Monsy y le dijo algo, inclinado hacia ella. Monsy asintió sin entusiasmo, sin apenas mirarlo.
La esperé en el living. Monsy entró quitándose el abrigo. Lo depositó en una butaca y luego se hundió en el diván cerca de la ventana.
—¿Te has divertido? —pregunté a lo tonto.
Monsy alzó hasta mí los ojos y dijo:
—A veces hacemos preguntas estúpidas y nos no damos cuenta. ¿Crees tú posible que yo me divierta?
—Es lo normal de tu edad.
Agitó la hermosa cabeza. Los rabillos parecían exagerar sus ojos. Y tenía ojeras, grandes y moradas ojeras. Me dejé caer a su lado y así sus dos manos.
—Has leído aquello —me dijo—. Sabes ya de la forma que lo quiero. No soy una sentimental ni una romántica soñadora de fin de siglo. Pero estoy segura de querer a ese hombre como nunca querré a otro alguno.
—Ya lo sé. Pero de todos modos harás muy bien no subiendo más a su piso. Es... peligroso. No eres tan fuerte como tú crees. Además, en ciertos momentos de la vida y junto al hombre que se quiere de veras, nos convertimos en débiles mujeres. Si de veras deseas vivir tranquila procura no reincidir.
—Pierde cuidado que no lo haré —rio sarcástica—. ¿Y sabes por qué no lo haré? Porque comprendí que pese a todo soy una debilidad de mujer.
—Ya.
Cruzó las piernas y encendió un cigarrillo.
—¿Cuándo regresan los novios? ¿No has tenido carta?
Los tenía un poco olvidados. El problema de Monsy me preocupaba constantemente y hasta Fernando la noche anterior me lo notó. Pero no le di a leer aquel papel. Yo comprendía a Monsy, la disculpaba, si bien quizá Fernando no quisiera o no supiera disculparla y ante este temor guardé el papel para devolvérselo a mi hermana en la primera ocasión.
—Sí, he tenido carta —dije metiendo la mano en el bolsillo y dándole el fragmento de su diario—. Toma.
—¿La carta?
—No. Lo que me diste ayer noche.
Sonrió y recogiéndolo en sus dedos lo rompió en pedacitos pequeños.
—¿Por qué no lo rompes?
—Prefiero olvidar eso —una transición—. ¿Qué dicen los tortolitos?
—Que llegarán uno de estos días.
—Son muy felices —dijo pensativamente.
—Sí. Y yo quisiera que tú lo fueras en igual medida.
Se echó a reír por lo bajo. Alzó los ojos y me miró. Eran más claros que nunca aquellos bellos ojos rasgados por el rabillo azulado.
—Madrecita —me dijo bajo—, yo nunca seré feliz como ellas. Aunque me casara con Sebastián. Tú sabes que yo soy diferente de Ana y de Lily y sabes también que Sebastián no es como sus maridos. Mi vida estaría llena de sobresaltos, de goces intensísimos, pero también de horribles pesadillas.
—Y si lo comprendes así...
Se puso en pie y encogió los hombros.
—Aun comprendiéndolo así... lo quiero a él y no podré ser de ningún otro.
—Monsy.
—¿Qué?
—Nada, nada.
Y me quedé sola.
Dos días después llegaron los novios. Fue un acontecimiento. Comimos todos juntos y los viajeros nos refirieron las múltiples satisfacciones recibidas en el viaje inolvidable. Yo los contemplaba arrobada. Ana parecía radiante y sus dedos, de vez en cuando, se perdían en los de Dick. Lily manoseaba el brazo de su marido y este la miraba con adoración. Fue, ciertamente, una velada inolvidable. Solo la pesadilla de Monsy, que, aunque bromeaba con sus hermanos y cuñados, yo leía en la hondura de sus ojos el horrible dolor de su fracaso sentimental.
Se instalaron en sus hogares y todos los días al atardecer nos hacían una visita. Fernando era dichoso, tanto o más que nunca porque me tenía más para él solo.
X
Aún estoy emocionada, terriblemente emocionada. No sé si podré contaros con calma lo que motivó esta emoción. Me siento aturdida, la verdad, asombrada también y Fernando desde su cama, me mira con burlona sonrisa. Yo me enfado, pero sigo escribiendo. Quizá sea lo último que escribo en mi vida, porque nuestros hijos llegarán a Madrid próximamente y no volverán a salir de aquí.
Monsy se casa. ¿Sabéis? ¡Se casa! Me parece imposible que esto se haya solucionado de modo brusco y tan rápidamente. Pero quiero referir con calma lo que sucedió y cómo sucedió. Pero antes debo deciros que se casa dentro de seis días, en la finca de recreo y que a la boda asistirán mis hijos, los cuales no volverán a salir de aquí. Irá vestida de blanco y cuando contemplo su equipo venido expresamente de París, me parece vivir un sueño. Un equipo regio que le regaló su novio y cuando él lo miró en la sala que destinamos para ello, contempló a su novia y dijo bajo: «Todo lo merece tu virtud».
Soy tan sentimental que me emocioné como una tonta. Pero me pierdo en divagaciones y seguramente deseáis saber cómo sucedió esto.
Fue así: Estábamos, Monsy y yo, en el living haciendo punto. Yo, porque Monsy leía un libro francés y de vez en cuando suspiraba. Salía poco de casa aquellos días. Decía que no le apetecía visitar a sus hermanos porque salía mala de su hogar. Se querían tanto y lo demostraban tan pródigamente que Monsy sentía horrible nostalgia. Como os iba diciendo, estábamos solas. Fernando había ido al club como todas las tardes y no regresaría hasta el anochecer, hora en la cual Petronila, que sigue siendo un poco ama de todo, nos anunciaba que la comida estaba dispuesta.
Sentimos pasos y voces.
Miré a Monsy.
—¿Con quién viene Fernando?
Ella encogió los hombros.
—No lo sé. Y como todos los amigos de Fernando me cargan, me voy a mi cuarto hasta que se vaya.
Se puso en pie y yo me fui a retenerla cuando en el umbral se recostó Fernando y... ¿sabéis quién más? Sebastián Truque, con su porte de gran señor, sus cabellos encanecidos y su traje impecable. Miré a Monsy y la vi lívida.
—Buenas noches —saludó mi marido—. Monsy, Sebastián me ha pedido tu mano.
Suspiré tan ruidosamente que los dos hombres me miraron y sonrieron. Busqué la silueta de Monsy. Erguida, con la mano crispada en el respaldo del diván, vestida de negro, con sus pantalones apretados en el tobillo y el suéter marcando el busto, parecía paralizada, muda, absorta.
—Dice que quiere casarse en seguida —prosiguió mi marido, mi querido marido—. Hace días que me pide lo mismo. Yo no sé si tú...
Hubo un silencio. Sebastián tenía los párpados entornados y miraba a mi hermana con extraña fijeza. Ella dijo con voz normal:
—Yo... sí. Ya lo sabe Sebastián.
¿Lo veis? Otra, en su lugar hubiera saltado de gozo, se habría echado a llorar, pero Monsy no hizo nada de eso. Dijo aquellas palabras con acento seguro, normal. ¡Monsy era así! Pero Sebastián debía de comprenderla mejor que yo, porque avanzó hacia ella y le pasó un brazo por los hombros.
—Gracias, querida —dijo, y la besó en la frente.
Fernando hizo mutis y yo le seguí. Ellos quedaron solos en el living. Me imaginé a Monsy abandonada en los brazos del hombre, que deseaba sus besos con ferviente ansiedad. La imaginé, sí, riendo provocadora, pero entregando todo su ser y su alma en la sonrisa.
Cenó con nosotros aquella noche. Lo encontré encantador. Miraba a Monsy con ojos brillantes, llenos de ternura, y ella de vez en cuando dejaba sus dedos delgados entre los de él. Desde aquel día nos visita a todas horas y, como os dije, se casan a principio de la semana próxima. Ahora tengo tanto que hacer que debo dejaros. Quizá Monsy escriba en un papel tan anémico como el anterior, las impresiones recibidas durante estos días. Pero tal vez no disponga de tiempo. No lo sé. Cuando Monsy se case, yo volveré a escribir algo más. Pero será el final. Quedé sola con mi esposo y mis tres hijos. Ellos, los que también fueron hijos para mí, han formado sus hogares. Ya no son un problema ni una inquietud para mí. Ahora pensaré en los míos, en hacer de Liza un chica fina y bonita, cariñosa y dócil, y de Fernando un médico tan noble como su padre. La vida sigue su curso, nunca se detiene. Aún era mi propio problema, luego fue el de mis hermanos, más tarde el de mis hijos y ahora serán sus hijos. Es como una cadena interminable esta vida de todos y en cada eslabón dejamos un poco de nuestro propio ser.
Y le hablé.
* * *
Me he casado con Sebastián Truque. Sí, aunque parezca mentira, soy su mujer, su única mujer. Como leo el diario de la madrecita todos los días, sabiéndolo ella y aun sin saberlo porque conozco su escondrijo, ya sé que no ignoráis lo sucedido aquella noche. La madrecita dice que me imaginó en los brazos de Sebastián... Sonreí al leerlo. No es un prodigio su imaginación. Era lo lógico y eso lo imaginaba la mente más obtusa.
Asentí.
—E iremos a vivir a aquel piso.
Volví a asentir juntando mi mejilla a la suya.
—Y merendaremos.
—Y comeremos y cenaremos —reí radiante—. Todo junto a ti, Sebastián.
Petronila tocó con los nudillos en la puerta y salté de sus rodillas rápidamente. Me miré. Vestida con aquellos pantalones, tan impropios de la escena que acababa de tener lugar, parecía un pilluelo. Me reí y di permiso a Petronila.
—La cena está servida —dijo con su voz siempre monótona.
Dios mío, todo seguía igual. Petronila hablaba de la misma manera, el mantel de la mesa del comedor era inmaculadamente blanco como siempre, los floreros idénticos... y yo no veía nada, como todos los días. Para mí todo era distinto. Volví a sonreír y para cerciorarme de que estaba despierta, hube de pasar mis dedos sobre los de Sebastián.
Fueron días que no olvidaré en toda mi vida, lo aseguro. Días inolvidables en los cuales conocí a mi futuro esposo, como ninguna otra mujer lo conocería jamás. Me amaba mucho. ¡Oh, sí! ¡Era inútil que lo negara! Me amaba entrañablemente y yo me prometí a mí misma que jamás pensaría en otra mujer que no fuera yo.
—Pero si hace tiempo que solo pienso en ti —me decía cuando yo le reprochaba su vida anterior—. Si me cegaste desde el primer instante, si traté de rebelarme contra mí mismo.
—Y no has podido.
—No —decía como un murmullo pegándome a su pecho—. No he podido.
Nos casamos una mañana de sol, en la finca, rodeados de todos los míos. Cuando Sebastián me vio vestida de blanco, se inclinó hacia mí y me dijo al oído con rara voz:
—Siempre me pareciste diferente a todas... Pero hoy estás... escandalosamente bonita.
Apreté sus dedos con íntimo placer. Aún no me conocía bastante. No: Yo podía darle mucho más porque me había reservado durante meses, casi años. Y ahora iba a casarme con él. Tal convicción me estremecía de pies a cabeza. ¡Casarme con Sebastián, el hombre por el cual suspiré desde que me consideré mujer! ¿Comprendería nadie esto? Me desbordaba el gozo por todo mi ser y, cuando me vi arrodillada ante el altar, alcé los ojos y di gracias al cielo por la ventura que me deparaba. Recé con fervor, como jamás lo hice y pedí a la virgencita que me perdonara todos mis pecados y me diera salud para vivir para aquel hombre que me entregaban por esposo.
Durante el banquete creí que aún soñaba. La madrecita me miraba arrobada y la besé a escondidas.
—Locuela —me dijo.
—Soy tan feliz...
—Lo sé, lo sé.
Cuando vi a Sebastián junto a mí y el largo «Cadillac» dispuesto para el viaje aún creí soñar. Los besé a todos, pero a la madrecita con mayor intensidad. La apreté contra mí fuertemente y junté mi cara con la suya. Estaba preciosa aquel día. Es cierto que Isabel Guzmán siempre fue bella, pero nunca me lo pareció tanto como en aquel instante en que sus verdes ojos se llenaban dé lágrimas de felicidad.
—Vamos, vamos, no hagáis una escena —dijo Fernando tocando en el hombro a mi hermana.
Subí al auto. Sebastián conducía. Nos alejamos. Y no sé lo que pasó después. Sé únicamente que quise a mi marido con toda si alma, que Sebastián me adoraba, que nos perdimos en un mundo de ensueños, que nos entregamos al placer de nuestro amor y que sentí los besos de Sebastián como brasas en mi boca y que durante muchos días no supe si estaba viva, durmiendo o despierta.
AQUÍ TERMINO
Monsy y Sebastián han llegado ayer noche. Vinieron a cenar con nosotros y observé en mi hermana una mirada nueva. Era la misma mujer y me pareció distinta. Sus rabillos azulados seguían marcando la almendra en sus ojos y sus labios se pintaban con dos pinceladas pálidas. Envuelta en el rico abrigo de visón, colgada del brazo de su marido que la miraba con arrobo, me dije que no habría en el mundo pareja más dichosa. No era preciso que ellos lo dijeran. Se les notaba. Hay cosas que no pueden ocultarse nunca y la felicidad de aquellos dos, era patente.
Hacían una gran pareja pese a la diferencia de edad. Monsy con su gentil figura, su cara de exótica belleza, su empaque, no parecía menguada junto al hombre mundano y bello como un Patricio.
Al día siguiente nos invitaron a comer a su casa. Allí en el piso lujoso, nos reunimos todos. Ana con su marido. Lily con Javier, Fernando y yo y mis tres hijitos. Fue una comida que no olvidaré nunca. Y admiré a Monsy haciendo los honores de su casa y me fijé en la mirada que de continuo clavaba Sebastián en ella. En un aparte le dije a Monsy:
—Querida, tienes a tu marido embobado.
—Sí, madrecita. No podría soportar que Sebastián pensara en otra mujer. Vivo para él y por él, y mi vida, aunque feliz, está llena de sobresaltos.
—Te adora.
—Y tengo el deber de alimentar esa adoración hasta el fin de mis días.
Y reía con pícara sonrisa. Nunca me pareció tan bella ni tan endemoniadamente provocadora. Sebastián tenía que quererla sin medida, como la queríamos todos; pero el marido la conocía mejor..., quizá como nunca la conocimos nosotros.
Y la cadena sigue y no terminará nunca. Pero yo dejo de escribir. Esta misma noche, no volveré a coger la pluma. Solo me falta por decir que Ana espera un bebé y que Lily suspira por uno. Javier y Dick las adoran.
¿Y qué más? Acabo de dejar a mis hijos en sus alcobas. Los he besado muy fuerte. Siento alegría y pena al mismo tiempo porque nos hemos quedado solos. Pero tengo a Fernando y a mis tres cariños. Me ocuparé de hacer una mujer sensata y buena de mi querida Liza y buenos hombres de mis dos hijos. Siento a Fernando tras mí. Me rodea con sus brazos, yo ladeo un poco la cabeza y él me besa fugazmente en los ojos. Siento de súbito el ardor de la juventud y dejo la pluma para entregarme a mi marido. Él me sonríe invitador y yo le guiño un ojo. Y él me dice muy bajo, como un contenido murmullo:
—No quiero que porque ellas estén casadas y en sus hogares, te creas tú una vieja.
—Me siento más joven que nunca —le dije con el mismo tono de voz.
Se echó a reír y vi brillar sus serios ojos. Yo también reía y sentí sus besos en mi garganta.
—No seas loco.
—Deja eso, ven junto a mí.
Lo dejo. Estoy deseando estar junto a él. Me siento joven y feliz, creo que más feliz que nunca.
Pero sigo pensando que la vida es una cadena y que en cada uno de sus eslabones dejamos parte de nuestro ser.
F I N
Título original: Diario de una madre
Corín Tellado, 1958