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marzo 14, 2022
Sección de Libros.
El dirigible británico R.101 era el más grande y más costoso jamás construido... y presumiblemente el más seguro. Los que tenían algún recelo acerca del buen éxito de su primer viaje, guardaron silencio ante las palabras del ministro del Aire, que dijo: Es tan seguro como una casa... sólo hay una posibilidad de accidente en un millón.
Condensado del libro de James Leasor ("The Millionth Chance", © 1957).
TODO EL día había estado llegando gente al aeródromo de Cardington a ver salir el dirigible, a pesar de que su partida no tendría lugar hasta la caída de la tarde. A eso de las seis de aquel helado sábado, 4 de octubre de 1930, las carreteras estaban bloqueadas por el tráfico y unas 6000 personas aguardaban en medio de gran excitación.
Sobre la multitud se cernía la enorme mole del dirigible más grande del mundo, brillante y etéreo como un torpedo de plata bajo el destello de los reflectores, tan largo y tan costoso como un trasatlántico: el R.101, listo a emprender su primer viaje a Egipto y de allí a la India. Si el viaje tenía éxito, con él se iniciaría un servicio regular aéreo que pondría a Ismailia, en Egipto, a dos días y medio de Londres, y a Bombay a cinco. A una velocidad de crucero de 80 kilómetros por hora, el R.101 circundaría finalmente el Imperio efectuando vuelos regulares entre las Islas Británicas, Australia y el Canadá.
La torre de amarre era una complicada estructura de vigas entrecruzadas, construida a la manera de la torre Eiffel. La dotación de tierra subía y bajaba los 200 peldaños de la escalerilla de caracol haciendo resonar sus botas sobre los estribos de metal. Otros pasajeros más distinguidos subían cómodamente en el ascens
A bordo, encontraban que no se había ahorrado esfuerzo alguno para proporcionarles alojamientos tan cómodos como los camarotes de un vapor. El pasillo de entrada conducía a un gran salón blanco y dorado con capacidad para cien personas. Al fondo del salón, cuyas esquinas se adornaban con grandes palmas en tiestos, había tres escalones para subir a la cubierta de paseo donde los pasajeros podían sentarse en sillas de extensión a contemplar el panorama a través de amplias ventanillas de celuloide.
Por añadidura, el R.101 era excepcional por tener un salón de fumar. Allí, rodeados por 155.000 etros cúbicos de hidrógeno inflamable, y solamente separados de él por delgados sacos de gas y mamparos metálicos, oficiales y pasajeros podían arrellanarse en sillas de brazos a disfrutar de sus pipas, cigarros y cigarrillos con toda seguridad. No obstante, a todo el que entraba a bordo se le registraba en busca de fósforos, que estaban absolutamente prohibidos. En el salón de fumar había encendedores y ceniceros, mas estaban sujetos con cadenas a las mesas, para evitar que algún olvidadizo se los llevara al camarote para encender el último cigarrillo en la cama.
DUDAS Y DESACUERDOS
AUNQUE el R.101 tenía capacidad para cien pasajeros, en su primer viaje llevaría sólo 12, además de cinco oficiales y 37 tripulantes. Entre los primeros figuraban seis funcionarios del Royal Airship Works de Cardington, constructores del dirigible, y entre los más notables de los seis pasajeros restantes estaban lord Thomson, ministro del Aire en el gabinete laborista de Ramsay MacDonald, que llevaba consigo a su criado, y sir Sefton Brancker, director de Aviación Civil.
Sir Sefton llegó a Cardington de muy buen humor. Varios oficiales llevaban cascos de corcho como precaución contra el sol de Egipto, y él se burló de la incongruencia de esos "kiplinescos atavíos" en una tarde otoñal de Inglaterra. Mas a pesar de su buen humor, Brancker abrigaba ciertas dudas acerca de la cordura de emprender este viaje.
Durante el pasado mes, mientras se trabajaba de día y de noche en Cardington alistando al R.101 para su travesía al Oriente, tanto Brancker como el comandante Colmore, director de Airship Development (la constructora oficial), habían estado muy intranquilos; en su opinión el dirigible no estaba en las mejores condiciones para afrontar una larga navegación aérea y querían que se hicieran más pruebas antes de emprender un viaje tan extenso por encima de los Alpes nevados y las ardientes arenas del desierto egipcio.
El jueves anterior a la salida del dirigible, Brancker fue a ver a lord Thomson al Ministerio del Aire y le confió sus temores. Thomson los recusó diciendo que se había comprometido a ir y a volver a tiempo para asistir a una conferencia imperial el 20 de octubre.
Brancker arguyó que si la aeronave no estaba en condiciones de salir, Thomson debía hacerse cargo y diferir el viaje.
—Muy bien —replicó Thomson—, si usted tiene miedo, no vaya. Hay muchos otros que agarrarían esta ocasión por los cabellos.
Esto disgustó a Brancker profundamente, pues era hombre que miraba el peligro personal con indiferencia fatalista. Seis años antes, durante una visita a París en el verano de 1924, le había preguntado intempestivamente a un compañero que almorzaba con él si le habían sacado el horóscopo.
—Y a usted, ¿le han sacado su horóscopo? —respondió el compañero, sorprendido.
—Sí; en él se dice que no me pasará nada en seis años.
—¿Y de allí en adelante?
—De allí en adelante —respondió sir Sefton limpiando calmadamente su monóculo—, oh, de allí en adelante ya no se sabe nada.
Lord Thomson, la única persona fuera del Primer Ministro que hubiera podido postergar o suspender el vuelo, se presentó temprano en Cardington, muy tranquilo.
—El dirigible es tan seguro como una casa —dijo—; sólo hay una posibilidad de accidente en un millón.
No obstante, apenas el día anterior había escrito su testamento en una hoja de papel de esquela que tomó de su escritorio en el Ministerio: "En caso de que ocurra mi muerte durante el viaje del R.101 a la India, en la ida o al regreso, o como consecuencia de él, dejo todo cuanto poseo a mi hermano".
Con sus modales corteses y su figura distinguida, lord Thomson descollaba entre los reporteros que lo acosaban en el aeródromo.
—¿Hará usted todo el viaje? —le preguntó uno.
—¿Por qué no? —respondió el lord sonriendo confiadamente—. He recibido órdenes de regresar a Londres el 20 de octubre y no tengo intención de cambiar mis planes.
No le pareció necesario añadir que las órdenes las había dado a él mismo. No tenía ningún motivo urgente para hacer el vuelo a la India, pero estaba encantado con la oportunidad. Su nombre sonaba ya como el del nuevo virrey y ¡qué mejor que llegar a la India por aire y demostrar que la madre patria no sólo dominaba los mares sino también el espacio sobre ellos!
Cuando regresara a Londres, en ese mismo mes de octubre, esperaba salir de la aeronave directamente para la Conferencia Imperial. Los primeros ministros de Australia y Nueva Zelandia tardarían seis o siete semanas en llegar a Londres por mar a la conferencia; él, en la mitad de ese tiempo, habría alcanzado a ir a la India y volver a dirigirles la palabra. Esto sería mucho más eficaz que los discursos y los planes para fomentar el empleo de dirigibles en la nueva ruta que vincularía los países del Imperio. Eso representaba iniciativa y resolución, dos cualidades que él apreciaba inmensamente.
PREPARATIVOS DE VIAJE
AL LLEGAR al pie de la torre de amarre, lord Thomson entró en el ascensor y el operario lo subió en un periquete. Fue preciso hacer dos viajes para subir su equipaje, que era excesivamente pesado. Todo aquel día el ascensor había trabajado continuamente izando provisiones, pasajeros y equipajes. Los ingenieros, que sabían que con el exceso de peso disminuía el margen de seguridad de la nave aérea, se inquietaban al ver todo lo que estaban subiendo a bordo.
Habíase convenido que en Egipto se daría un banquete a bordo del R.101, y para el caso no se había omitido ningún pomposo detalle: vajilla especial de plata, cajas de champaña, barriles de cerveza; una pesada alfombra Axminster de 180 metros de largo se había extendido en el corredor. Se habían cargado nueve toneladas adicionales de combustible para no tener que reabastecerse en Egipto e interrumpir las ceremonias.
Sin embargo, a fin de aligerar el peso, se ordenó a la tripulación que no llevara los paracaídas.
A las seis y media ya había oscurecido y hacía Más frío. Cuatro luces rojas comenzaron a destellar en la punta del mástil para advertir a los aviones que no lo supieran que el Ministerio del Aire había prohibido acercarse. Dentro de las cinco barquillas donde iban las máquinas, suspendidas debajo de la armazón, aguardaban los maquinistas, listos a poner en marcha los pequeños motores de arranque que harían andar las grandes máquinas diésel.
El telégrafo les dio la señal y en breve todos los motores funcionaban acompasadamente, entrando en calor, y emitiendo por las válvulas de escape un rugido que ensordecía a los que estaban debajo. En la barquilla de dirección, semejante a un tranvía colgado del centro de la nave, el capitán "Bird" Irwin, al frente de los mandos, esperaba el momento de soltar.
Irwin no tenía confianza en el buen éxito del viaje. Había habido muchas incógnitas, muchas decisiones apresuradas, muchos cambios. Fuera de esto, los últimos pronósticos del tiempo anunciaban viento y lluvia. La sensatez y la experiencia aconsejaban que se aplazara el viaje, pues el dirigible no había hecho aún un vuelo de ensayo a toda marcha; en realidad solamente había recorrido trayectos cortos en condiciones ideales.
Cuando Irwin dio la orden de aumentar la velocidad de las máquinas, hasta sentir que el globo tiraba del cono que sostenía la proa en el mástil, los pasajeros alcanzaron a oír tenuemente los vítores que lanzaba abajo la multitud.
—Listos a largar —ordenó la cabina de mando—. ¡Larguen!
Y el dirigible se desprendió de la torre de amarre.
Al quedar libre del cono que la sujetaba al mástil, la proa del R.101 debió elevarse pero, en cambio, debido a que estaba cargado en exceso, se inclinó un poco hacia abajo. Aun esa pequeña inclinación era peligrosa porque se hallaba apenas a 55 metros sobre las cabezas de la multitud.
Irwin no podía perder un segundo, tenía que hacerle levantar la proa inmediatamente. La única forma de lograrlo era descargando lastre... lo que lo dejaría en situación muy precaria en caso de que tuviera que aligerar otra vez el globo durante el viaje. Pero no había más remedio: si no deslastraba inmediatamente tal vez nunca se realizaría el vuelo; y dio la orden.
El lastre, que era de agua, salió en borbollones, y al partirse en millones de lágrimas irisadas por la luz de los reflectores semejaba un fantástico surtidor de cuento de hadas. El remolino de las hélices la pulverizaba y soplaba esa extraña llovizna helada sobre los rostros de los espectadores, vueltos hacia arriba.
—¡Ya sale, ya se va! —gritó alguien.
Y así era; con movimiento pesado y perezoso, como si estuviera cansado antes de comenzar la jornada.
Al ver avanzar lentamente la nave entre la oscuridad, el público aplaudía y hubo quienes elogiaron la cautela del capitán. Pensaban que sólo se proponía mantener su estabilidad contra el viento que arreciaba. Muy pocos de los que presenciaron su salida del aeropuerto se dieron cuenta de que iba despacio sencillamente porque no podía ir a más velocidad.
Arriba, desde la barquilla de mando, el timonel Hunt hizo destellar su linterna sobre la multitud. Era una señal convenida. Su hijita Gwendoline gritó entonces:' "¡Adiós papaíto!" Su voz se ahogó entre el trueno de los motores.
Parpadearon luces rojas y verdes de navegación a medida que el dirigible daba la vuelta y al fin se deslizó entre las tinieblas de la noche, fuera del alcance de los reflectores. Sólo se percibía ya el mortecino rumor de las máquinas y un acre olor a aceite en el aire húmedo. Pasado algún tiempo, la lluvia, tan largamente esperada, comenzó a caer; menuda al principio, con más fuerza después. Arreció el viento. Iba a ser una noche borrascosa.
En su hangar, en Cardington, el R.101 comienza a tomar forma. Los tanques de combustible ya están en su lugar y se está llenando un saco de gas.
TRAVESÍA TORMENTOSA
DESDE su comienzo seis años antes, en 1924, el R.101 parecía predestinado a encontrar mal tiempo. Como en aquel entonces los aeroplanos se consideraban poco prácticos para efectuar vuelos largos con carga o pasajeros, el gobierno había decidido construir un gran dirigible que compitiera con los de Alemania. Los socialistas del gobierno laborista deseaban que el mismo gobierno tomara a su cargo la construcción; otros querían que fuera construido por empresas particulares. Mediante una transacción se mandaron hacer, dos: el R.100, que fabricaría una empresa subsidiaria de la Vickers Aircraft Company, y el R.101, que saldría de los talleres nacionales de Cardington. Ambos debían tener capacidad para 100 pasajeros, servicio de comedor y camarotes de primera clase, una velocidad de crucero de 101 k.p.h., y las más altas normas de seguridad.
Cuando Hugo Eckener, el proyectista del Zeppelin alemán vio los planos del R.101, se quedó mirándolos pensativo y luego dijo con su peculiar laconismo teutónico:
—Muy bonito... pero ¿no será muy grande?
Así era en verdad. La gigantesca armazón del R.101 que construía el gobierno requería un cobertizo más grande que la abadía de Westminster, y fue tomando forma entre desconsoladores contratiempos y un monstruoso gasto de dinero. Aunque nada se ahorró para hacer la mejor aeronave del mundo, la rigidez de los métodos gubernamentales creaba dificultades. En ambos dirigibles se ensayaron los motores diésel, y cuando se vio que eran demasiado pesados, la empresa particular vendió los suyos e instaló motores de aviación Rolls Royce. Pero el R.101 se quedó con los diésel... cinco motores que pesaban en conjunto 17 toneladas, casi el doble de los del R.100.
Cuando el R.101 hizo sus primeros vuelos de prueba, en 1929, resultó tan pesado que, en vez de tener la capacidad útil de 60 toneladas que se esperaba, sólo podía levantar 35. Con un tonelaje tan reducido, los viajes a la India quedaban descartados; se apeló entonces a un expediente desesperado para dar al globo más fuerza ascensional. En julio de 1930 se cortó en dos mitades la armazón y se le insertó una nueva sección en el centro para sostener otro saco de gas. Con esto se aumentó el largo de la nave de 223 a 237 metros.
El 2 de octubre, a pesar de no haberse hecho las pruebas adecuadas después de su alargamiento, el R.101 recibió un certificado oficial de idoneidad para surcar los aires. Se canceló un vuelo de prueba final que debía efectuarse el 3 de octubre, por razón de que la nave debía limpiarse y prepararse para el viaje a la India.
¿Por qué tanta prisa? Porque el R.100 había volado ya al Canadá y había vuelto... y la prensa y el Parlamento hacían preguntas embarazosas acerca de los progresos del R.101 que fabricaba el gobierno...
LENTAMENTE el dirigible hacía rumbo al sur; siseaba el gas por las válvulas en sus forcejeos por tomar altura y el viento tamborileaba sobre la tela de su enorme envoltura. El tiempo empeoraba minuto a minuto y la tripulación advertía que la nave se balanceaba como no lo había hecho antes. En verdad que nunca había volado en medio de una tormenta o cosa que se le pareciera.
A poca distancia al norte de Londres la presión del aceite comenzó a bajar en el motor de la barquilla de popa y fue preciso pararlo mientras encontraban el desperfecto. Arthur Bell y John Binks, los dos maquinistas que lo atendían, se acurrucaron cerca del motor diésel, caliente y silencioso, mientras la tormenta azotaba la tenue cobertura de la barquilla. La única manera de volver al interior del globo era trepando por una escalerilla exterior y deslizándose luego por un escotillón, tarea difícil en un día sereno para quien tuviera tendencia a marearse y doblemente peligrosa en medio de una tormenta, con el cabeceo del globo y los peldaños resbaladizos a causa de la lluvia.
A las 9:35 de la noche el radio-telegrafista anunció: "Vamos cruzando la costa en la vecindad de Hastings. Llueve fuertemente y tenemos un recio viento del sudoeste. La base de las nubes está a 450 metros. La nave se porta bien, en general".
En realidad, la nave estaba muy lejos de portarse bien. Se balanceaba y cabeceaba como un esquife en la mar picada. Al pasar sobre Pett Level, cerca de Hastings, un observador —Reginald Cook— pensó seriamente en avisar al barco salvavidas de Dungeness que estuviera a la mira por si ocurría un accidente sobre el mar. Calculaba que el R.101 no estaba a más de 150 metros sobre la superficie y que volaba de costado.
Llovía aún con más fuerza cuando perdió de vista las luces de Inglaterra. El motor de popa no registraba todavía la presión del aceite, pero posiblemente no estaba marcando bien. Los maquinistas Harry Leech y William Gent se descolgaron hasta la barquilla de popa para cambiarlo. Leech miró por la ventanilla y se sorprendió al ver las olas que se rompían en blancas nubes de espuma a menos de cien metros.
—Estamos bastante bajos —dijo a su compañero—. Obsérvalo tú mismo.
Gent se apretujó por detrás de él para mirar. La inmensidad del mar, más negra que la noche, se extendía hasta más allá de donde la vista alcanzaba, cortada por las blancas cabrillas de las olas. Varias veces, mientras estuvieron contemplando ese paisaje frío y desolado, el dirigible dio súbitos tumbos hacia abajo, que los hizo tropezar uno contra otro, y volvió a levantar la proa en su lucha contra la tormenta.
En el cuarto de fumar, lord Thompson y sir Sefton Brancker descansaban cómodamente en sus sillones de mimbre, en compañía de los comandantes de escuadrilla aérea W.H.L. O'Neill, que iba a la India a encargarse de su nuevo puesto de subdirector de Aviación Civil, y W. Palstra, representante del gobierno australiano. Sin que ellos lo supieran, en derredor del salón de fumar, detrás de los mamparos y los pasillos de cuerda que formaban una especie de panal en todo el interior del globo, la tripulación examinaba los sacos de gas. Llevaban gruesos suéteres de lana para protegerse del frío y zapatos de lona con suelas de goma para evitar el riesgo de producir alguna chispa en el metal desnudo. Estos zapatos no eran muy de su gusto por el peligro de un resbalón al pisar un barrote metálico untado de aceite.
Por todas partes crujían los alambres y las cadenas que sostenían los sacos de gas y luego se ponían tensos con gran estridencia de eslabones al cabecear el globo. El silbido del gas que se escapaba por el cuello de las válvulas imitaba la respiración de una manada de elefantes en la oscuridad.
Los gigantescos sacos de gas se movían continuamente como seres vivos al cambiar la presión del aire. Semejaban grandes balones que fosforecían con misteriosa luminosidad contra el opaco techo abovedado, de modo que un hombre podía pasar por debajo de ellos y verlos suspendidos como enormes peras. Luego, un cambio de presión los hacía bajar, fofos y abotagados, de modo que tenían que abrirse paso entre ellos, y sus forros húmedos y hediondos, unidos con cuerdas de tripa de buey, les azotaban la cara como una niebla. Las entrañas de la aeronave no eran lugar para un claustrófobo ni para un hombre imaginativo.
Dos horas duró la travesía del Canal; cuando se apartaron del mar volando hacia el sur sobre los campos llanos del norte de Francia, enviaron otro despacho radial a Cardington: "Estamos cruzando la costa francesa sobre Pointe de St. Quentin". El viento arreciaba, presagio siniestro que apenas compensaba un poco la noticia de que, después de tres horas de trabajo, la maquinaria de la barquilla de popa había vuelto a funcionar.
Lord Thomson, ministro del Aire en el gabinete del gobierno laborista.
GUARDIA NOCTURNA
LA TRIPULACIÓN prestaba servicio de guardia en turnos de tres horas; a las once de la noche se cambió la guardia y los pasajeros fueron desfilando a sus camarotes apoyándose en las paredes del corredor para mantener el equilibrio. Por debajo zumbaban los motores con ruido monótono y tranquilizador y rutilaban las hélices como discos de plata heridos por los chorros de luz que salían de las ventanillas.
Tras su larga brega con el motor mientras volaban sobre el Canal, Harry Leech volvió a subir a la nave. Se lavó, comió rápidamente y en seguida fue a buscar a William Gent al salón de fumar; eran viejos amigos.
—¿Por qué no duermes un poco? —dijo Leech—. Yo haré la guardia nocturna. Has pasado un día de mucho ajetreo.
Sin saberlo, esta amabilidad con su amigo le iba a salvar la vida. Cuando comenzó su guardia, Harry Leech se recostó contra la barandilla de la cubierta de paseo y miró a través de las ventanillas de celuloide rociadas de lluvia; buscaba algún punto culminante que le sirviera de guía entre el oscuro bosque allá abajo. No había nada; aquí y allá parpadeaba una lucecilla como una estrella fugaz. Se levantó y comenzó la inspección de las barquillas de las máquinas.
Suspendidos en ruidoso aislamiento sobre la campiña y aprisionados con sus motores entre aquellas pequeñas cápsulas metálicas, los maquinistas volvían a él los ojos para tranquilizarse, contentos de verlo, las caras pálidas a la luz palpitante de las dinamos, en medio de una atmósfera cargada de aceite. Como el constante mugido de los tubos de escape hacía la conversación imposible, el procedimiento para entenderse era el mismo en cada barquilla: el arqueo de las cejas, la seña afirmativa con la cabeza, la sonrisa.
—¿Va todo bien? ¿La presión del aceite qué tal?
—Sí, señor, todo marcha bien.
Aunque los maquinistas viajaban aislados, su barquilla no daba esa sensación angustiosa de claustrofobia que se experimentaba dentro de la nave propiamente dicha. Por lujoso y amplio que fuera el salón, muchos no podían desechar la perturbadora sensación de encierro. Aparte de las escotillas por donde se bajaba a las máquinas y de la entrada principal de proa, no había otras salidas. Pasajeros y tripulantes quedaban aprisionados dentro del cuerpo del dirigible mientras no se abriera la puerta de proa.
Hacía media hora que, terminada su correría, Leech había vuelto a subir por la escalerilla hasta el salón de fumar que estaba desierto. Sentíase fatigado con todos los afanes del día y se sentó.
Dieron las dos, hora de cambiar la guardia. El maquinista Binks, que dormía en su litera, bostezó, estiró brazos y piernas para desperezarse, buscó a tientas los pantalones y los zapatos de lona, y se deslizó por el pasillo de cuerdas desde el dormitorio de la tripulación hacia la escotilla por la cual se descolgaría hasta su máquina.
Rugía la tormenta y sobre su cabeza los grandes sacos de gas se agitaban como un oleaje, subían y bajaban chasqueando furiosamente al frotarse uno contra otro en la oscuridad como si quisieran libertarse de sus amarras.
"Nunca olvidaré esa noche", contó Binks más tarde. "Tenía puesto un gabán de lana con pasadores de madera y presillas y el viento era tan fuerte que me arrancó los pasadores". El viento le cortó la respiración y la lluvia torrencial lo cegaba, y aunque no acertaba a hacer otra cosa que agarrarse con todas sus fuerzas de la escalerilla, mecánicamente seguía bajando hasta la barquilla donde lo esperaba el otro maquinista, Arthur Bell.
—Te has retrasado, John —le reclamó Bell, señalando con un gesto el reloj.
Eran las dos y cuatro minutos.
—Lo siento, Arthur, me dormí —replicó Binks.
Sir Sefton Brancker, director de Aviación Civil.
UN GRITO DE ALARMA
LEECH se asomó a la ventanilla. No pudo contener un grito. Había visto, sólo a pocos metros de distancia, el techo de una iglesia que sobresalía entre la niebla y la lluvia. Era la cúpula de la catedral de Beauvais, una de las más altas y más bellas de Europa.
"Nos vamos a estrellar contra ella", pensó, y buscó un punto de apoyo en espera de la próxima sacudida. Mientras aguardaba intranquilo, un nuevo cabeceo de la nave lo arrojó de bruces sobre el sofá y contra el mamparo. Oyó sonar el timbre del telégrafo del cuarto de máquinas, y sintió luego una gran conmoción cuando el globo chocó contra el suelo.
En el momento del impacto se apagaron las luces y se abrió de par en par la puerta del salón de fumar dejando ver el destello de llamas blancas que se produjo al inflamarse los 150.000 metros cúbicos de hidrógeno. Leech trató de incorporarse, pero la cubierta superior se había desplomado sobre el sofá dejando apenas un espacio de algo más de un metro. Casi arrastrándose llegó al mamparo buscando desesperadamente una salida. Ahogándose entre la humareda lo atacó a puntapiés y se lanzó de hombros contra el metal. Harry Leech estaba cautivo en el hogar de una caldera.
TESTIGOS OCULARES
EUGENE RABOUILLE armaba sus trampas para coger conejos en un campo de las afueras de Beauvais cuando vio por primera vez el dirigible. El R.101 avanzaba muy lentamente sobre el bosque de Coutumes, a no más de 145 metros de altura. El viento lo empujaba hacia el oriente.
"Distinguí claramente los camarotes de los pasajeros, bien iluminados, y las luces verdes y rojas a derecha e izquierda del globo", contó Rabouille más tarde. "De pronto se desató un chubasco. El aeróstato dio varias testaradas hacia abajo y se fue de cabeza contra el bosque. En ese momento se produjo una explosión tremenda que me derribó por el suelo".
"A poco se levantaron las llamas hacia el cielo a una gran altura... quizá a unos 200 metros. Todo quedó envuelto en llamas. Vi seres humanos que corrían como locos entre los despojos. Entoncer perdí la cabeza y me alejé a todo correr por el bosque".
Mientras el hombre corría como un ciervo, oyó dos explosiones más que acabaron de aterrorizarlo, y no paró hasta llegar a su casa. Se metió en ella, trancó la puerta para no ver ni oír más, se persignó y se metió en la cama.
EN LA aldea de Allonne, M. Louis Petit, que iba a acostarse después de un día de mucho trabajo en su tienda, cuenta lo siguiente: "Oí un ruido como el de un trueno muy largo. Salí corriendo a la calle, miré al cielo y vi, bastante bajo sobre la iglesia del frente, algo que parecía un pueblo iluminado. Sabía que la nave aérea iba a pasar sobre nosotros y me di cuenta de que algo malo le pasaba. Volaba de costado. De golpe se apagaron todas las luces y un momento después volvieron a encenderse. Tornaron a apagarse, a encenderse y a apagarse otra vez. Le hice notar a mi mujer que cada vez que se encendían las luces, el globo bajaba un poco más. Luego, estando iluminado, dio una zambullida de cabeza; siguió una horrible explosión... ¡buuum... un estampido atroz, como si hubiera reventado el mundo! Llamé por teléfono a la policía e informé que el dirigible se había estrellado en el bosque"...
Minutos después el aeropuerto de Le Bourget, 65 kilómetros al sur de París, daba la noticia: "El R.101 está ardiendo".
El achicharrado esqueleto del R.I01, cerca de Beauvais. Milagrosamente la bandera escapó a las llamas.
SE SALVAN LOS MAQUINISTAS
AL OÍR gritar a Hunt "Estamos cayendo, muchachos", Binks alzó la vista desde la barquilla y en lugar del casco plateado vio la desnuda armazón del dirigible que resplandecía como el esqueleto candente de un pez gigantesco; apenas unos jirones de tela le quedaban en el costillaje, el resto había desaparecido devorado por las llamas que siseaban y rugían bajo la lluvia.
Bell también se había asomado y contemplaba perplejo aquella visión de pesadilla.
—Es mejor que salgamos de aquí —dijo, metiendo la cabeza y cerrando mecánicamente las llaves del combustible.
Binks le tiró del brazo.
—No; esperemos.
Tenían el viento en contra; soplaba arrastrando las llamas desde la proa hacia la cola. No había esperanza de salvarse en ese infierno. Las ropas y la piel se les hubieran achicharrado antes de acabar de salir de la barquilla. La alternativa de esperar era apenas un poco menos aterradora, pues tenían consigo varios cuñetes de metal con 115 litros de gasolina para hacer funcionar el motor de arranque.
Las llamas comenzaban a colarse por entre las rendijas del piso, chamuscándoles las suelas de los zapatos. Quizá sólo les quedaban pocos momentos antes de que explotara la gasolina.
Entonces les cayó encima un líquido. Binks se relamió la cara mojada y lanzó un grito de gozosa sorpresa.
—¡Agua!
Se habían reventado los tanques de lastre dentro del globo y les caía encima esta lluvia que, indudablemente, fue lo que les salvó la vida.
Agarraron los trapos de limpiar las máquinas, los empaparon con el agua que caía, los arrojaron al suelo y pisaron sobre ellos para apagar las llamas. Luego, dando la espalda al viento, saltaron por la portilla de babor... y aterrizaron de pies y manos sobre la tierra blanda, en una suave pendiente.
"Al salir dando la espalda a las llamas salvamos los ojos", comentó Binks más tarde. "Aunque sufrimos quemaduras en la cara y en las manos no nos dimos cuenta de ello hasta después".
Arrastrándose penosamente se alejaron del ardiente escombro, jadeantes, sin resuello, pues parecía haberse acabado para ellos todo el aire respirable.
Los 150.000 metros cúbicos de hidrógeno inflamado habían consumido una gran masa de oxígeno ambiente, de modo que los sobrevivientes se encontraron rodeados por todas partes de aire que no podían respirar.
Seguían agazapados en el suelo, luchando contra la asfixia, cuando se les acercó otro hombre que andaba pesadamente con las manos extendidas como queriendo apartar una horrible visión.
—¿Hay alguien por allí? —gritó.
—Sí, aquí estamos... Binks y Bell.
El hombre corrió hacia ellos. Tenía la cara horriblemente quemada y el pelo chamuscado desde la frente. Al resplandor del esqueleto del dirigible, todavía candente, lo reconocieron: era Leech.
EL MEJOR TRAGO DE MI VIDA
CUANDO se apagaron las luces y se desplomó el cielo raso en el salón de fumar, Leech cayó en la cuenta de que si no abría en el mamparo un boquete que diera al aire libre, se quedaría encerrado dentro de una tumba aérea.
Alzó una mesa por las patas y con ella arremetió contra el tabique. La mesa se desintegró en fragmentos esponjosos, pues a pesar de su sólida apariencia que imitaba caoba, estaba hecha de palo de balsa. Buscó otra mesa, una silla, un cenicero, y los descargó uno a uno contra el mamparo. Y uno tras otro se fueron haciendo añicos, hasta que se quedó con un trozo de mimbre en la mano, solo e impotente en la oscuridad.
Pateó frenéticamente el tabique de metal con sus zapatos de suela de goma, y al convencerse de la inutilidad de estos golpes, se deslizó a lo largo de la pared metálica, palpando a tientas, hasta que encontró una superficie un poco más áspera, de asbesto. Después de golpearla en vano con los puños, agarró un pestillo medio desprendido de la pared, tiró de él y abrió un pequeño agujero que siguió desgarrando y ampliando hasta que pudo meterse por él. Por allí salió a la escalera de la cámara, entre vigas y travesaños desnudos, envuelto en humo y llamas y el nauseabundo olor a aceite quemado. Había escapado de la sartén para caer en las brasas.
Miró en rededor y al ver un claro se lanzó por él sin pensarlo. Años más tarde, Harry Leech recordaba todavía aquel salto en el vacío. "Yo no me daba cuenta de lo que ocurría. Sólo pensaba en que tenía que salir del globo mientras hubiera tiempo para hacerlo. Tuve suerte, porque caí sobre la copa de un árbol cuyo follaje amortiguó el golpe. Había llovido a cántaros y las hojas vertieron sobre mí toda el agua que habían recogido. Fue el mejor trago de mi vida. Me había estado asando y esa lluvia me refrescó".
Tres de los seis sobrevivientes, retratados en Boloña de regreso a su patria. Son, de izquierda a derecha: los maquinistas Binks y Bell y el maquinista jefe Leech.
OTRO SOBREVIVIENTE
ABAJO, en la pradera, los tres hombres recobraron el uso de la palabra. Ya los lugareños corrían por allí con linternas y antorchas, y ellos alcanzaron a oír los gritos con que trataban de orientarse mutuamente. Mas, olvidando sus propios padecimientos, volvieron al lado del dirigible a ver si encontraban algún otro sobreviviente. El viento soplaba el fuego contra ellos e iban con los ojos llorosos, respirando trabajosamente entre el humo negro del aceite. A poco encontraron tendido en el suelo a un hombre que, aunque en estado casi agónico, no había perdido el conocimiento y pudo reconocerlos.
Tan pronto como se arrodillaron junto a él les pidió que le quitaran la chaqueta, diciendo que allí tenía cigarrillos. Buscaron en los bolsillos y, efectivamente, encontraron una lata de 50. Cada uno tomó un cigarrillo gustosamente, pero luego advirtieron que ninguno de ellos tenía fósforos.
Por un momento se miraron sin saber qué hacer, pero al cabo todos tuvieron el mismo pensamiento. Binks dio dos pasos hacia los despojos del incendio y prendió su cigarrillo en un trozo de hierro candente. Ese encendedor fue el más caro que jamás se haya usado: había costado más de un millón de libras esterlinas.
CISNE Y FÉNIX
DE LOS 54 que iban a bordo sólo seis sobrevivieron: Leech, Bell y Binks, el radiotelegrafista Disley y los maquinistas Cook y Savory.
Lord Thomson y sir Sefton Brancker, el capitán Irwin, el diseñador, teniente coronel Richmond, los comandantes O'Neill y Palstra, Gent, Hunt y demás, debieron morir pronto en el incendio, atrapados en sus camarotes o en sus cuartos de trabajo. La mayoría de los cadáveres de las 48 víctimas no pudieron ser identificados.
Un año después un tribunal de investigación descubrió que lejos de haber existido "sólo una posibilidad de accidente entre un millón", el desastre había obedecido a un millón de cosas que salieron mal. El aeróstato era demasiado pesado. Dejaba escapar el precioso gas que lo mantenía en el aire. Sólo se había ensayado con buen tiempo y era incapaz de afrontar una tormenta. Sobre todo, se había apresurado innecesariamente su salida por razones políticas. La causa directa del accidente fue la pérdida repentina de gas en uno de los sacos delanteros, precisamente en el momento en que la proa de la nave se inclinaba hacia abajo presionada por una corriente de aire descendente.
Pasados los primeros sentimientos de duelo, sobrevino una gran reacción contra los dirigibles. Aquel desastre fue para ellos el canto del cisne. Hasta el R.100, que había costado 450.000 libras esterlinas, fue desmantelado y sus piezas vendidas como hierro viejo. Gran Bretaña se dedicó con renovado interés al perfeccionamiento del aeroplano, que se levantó como un fénix de las cenizas del R.101. Y estuvo bien que ocurriera esto cuando ocurrió, porque sólo pocos años después tuvo lugar la batalla de Inglaterra, en que la vida misma de la nación iba a depender de la calidad de sus aviones.