EL CORONEL (Jeffrey Archer)
Publicado en
marzo 11, 2022
En Inglaterra hay una catedral que nunca ha considerado necesario organizar una cuestación nacional.
Al volver en sí, el coronel descubrió que estaba atado a un poste, en el lugar donde les habían tendido la emboscada. Notaba una sensación de entumecimiento en la pierna. Lo último que recordaba era la bayoneta clavándosele en el muslo. Ahora sólo era consciente de la procesión de hormigas que le subía por la pierna hacia la herida.
Pensó que le habría valido más seguir inconsciente.
Entonces, alguien le desató y cayó de bruces en el barro. Llegó a la conclusión de que hubiera sido preferible morir. El coronel consiguió a duras penas ponerse de rodillas y arrastrarse hasta el poste más próximo. Atado a él estaba un cabo que debía de llevar varias horas muerto. Las hormigas le entraban por la boca. Le arrancó una tira de la camisa, la lavó en un charco próximo, se limpió la herida de la pierna lo mejor que pudo, y luego se la vendó bien prieta.
Todo eso sucedió el 17 de febrero de 1943, fecha que quedaría bien grabada en la memoria del coronel para toda su vida.
Aquella misma mañana, los japoneses recibieron órdenes de trasladar, al amanecer, a los prisioneros aliados recién capturados. Muchos de ellos morirían durante la marcha, y un número aún mayor había perecido ya antes de iniciar el viaje. El coronel Richard Moore estaba firmemente decidido a no ser uno de ellos.
Veintinueve días después, ciento diecisiete de los setecientos treinta y dos soldados aliados llegaban a Tonchan. Ningún individuo cuyos viajes anteriores le hubieran llevado como máximo hasta Roma, podía estar preparado para una experiencia como Tonchan. Este campamento de prisioneros de guerra, férreamente vigilado, a unos cuatrocientos kilómetros al norte de Singapur, oculto en lo más recóndito de la selva ecuatorial, no ofrecía ninguna posibilidad de libertad. El que tuviera intención de escapar no podría contar con sobrevivir en la selva más de unos cuantos días, y los que se quedaran comprobarían que sus posibilidades de supervivencia no eran mayores.
Cuando llegó el coronel, el comandante Sakata, jefe del campamento, le informó de que era el oficial de máximo rango y que, por tanto, sería el responsable del bienestar de todos los prisioneros aliados.
El coronel Moore había bajado la vista ante el oficial japonés. Sakata debía de ser unos treinta centímetros más bajo que él, pero después de la marcha de veintiocho días, el soldado británico no pesaría mucho más que el pequeño comandante.
El primer acto de Moore cuando salió del despacho del comandante fue convocar a todos los oficiales aliados. Descubrió que había una buena muestra representativa de Gran Bretaña, Australia, Nueva Zelanda y Estados Unidos, pero pocos de aquellos oficiales estaban realmente en forma. Todos los días morían hombres de malaria, disentería y desnutrición. El coronel comprendió entonces lo que significaba la expresión «morir como moscas».
Supo por sus oficiales que en los dos años anteriores les habían obligado a construir cabañas de bambú para los oficiales japoneses. Hasta que las acabaron, no les permitieron empezar a construir un hospital para sus propios hombres, y hacía muy poco que les habían autorizado a levantar cabañas para ellos mismos. Durante aquellos dos años habían muerto muchos prisioneros, no por enfermedad sino por las atrocidades que algunos japoneses perpetraban a diario. Aun así, no consideraban un canalla al comandante Sakata, al que llamaban Palillos, por sus brazos escuálidos. El segundo al mando, el teniente Takasaki (el Funerario) y el sargento Ayut (el Cerdo) estaban cortados por otro patrón y había que evitarlos a toda costa, le advirtieron sus hombres.
El coronel tardó sólo unos días en averiguar por qué.
Decidió que su primera tarea era intentar levantar la aplastada moral de sus hombres. Como entre sus oficiales no había sido capturado ningún sacerdote, iniciaba siempre el día dirigiendo unas breves oraciones. Una vez concluidas, los hombres empezaban a trabajar en la vía férrea que recorría el campamento. En cada ardua jornada tenían que ir tendiendo vías que ayudaran a los soldados japoneses a llegar antes al frente, para que pudieran matar y capturar a más tropas aliadas. Todo prisionero sospechoso de boicotear el trabajo era considerado culpable de sabotaje y se le ejecutaba sin juicio. El teniente Takasaki consideraba sabotaje un descanso imprevisto de cinco minutos.
A la hora de comer daban a los prisioneros veinte minutos para compartir un cuenco de arroz (normalmente con gusanos) y, si había suerte, un vaso de agua. Aunque los hombres volvían todas las noches agotados al campamento, el coronel organizó grupos encargados de la limpieza de los barracones y las letrinas.
A los pocos meses, el coronel había conseguido organizar un equipo de fútbol entre los británicos y los americanos, y tras este éxito, creó una liga del campamento. Pero le complació aún más que los hombres dieran clase de kárate con el sargento Hawke, un australiano rechoncho que era cinturón negro y además tocaba la armónica. El diminuto instrumento había sobrevivido a la marcha por la selva, pero todos suponían que pronto sería descubierto y confiscado.
Moore renovaba todos los días su decisión de no permitir a los japoneses creer ni por un momento que los aliados estaban vencidos..., pese a que en Tonchan perdió otros nueve kilos y al menos uno de sus hombres por día.
Para sorpresa del coronel, el comandante del campamento, pese a la creencia nacional japonesa de que el soldado que se deja capturar debe ser tratado como un desertor, no le puso demasiados obstáculos inútiles en su camino.
—Es usted animoso y obstinado; un auténtico hijo del Imperio Británico —comentó una tarde el comandante Sakata al ver al coronel hacer palos de criquet con cañas de bambú.
Fue una de las raras ocasiones en que el coronel logró sonreír. Los verdaderos problemas seguían planteándoselos el teniente Takasaki y sus secuaces, que consideraban a los prisioneros aliados traidores a sus respectivos países. Takasaki procuraba tratar bien al coronel personalmente, pero no tenía el menor miramiento con los demás, y así los soldados aliados solían acabar con sus magras raciones confiscadas, el cañón de un fusil en el vientre o atados a un árbol durante días y días.
Siempre que el coronel presentaba una queja oficial al comandante Sakata, éste le escuchaba atentamente y hasta procuraba que trasladaran a los principales responsables. El momento más feliz de Moore en Tonchan fue cuando vio al Funerario y al Cerdo subir al tren rumbo al frente. Nadie intentó sabotear aquel viaje. El comandante del campo de prisioneros los reemplazó con el sargento Akida y el cabo Sushi, a quienes los prisioneros llamaban casi afectuosamente Cerdo Agridulce. No obstante, el alto mando japonés envió a un nuevo subcomandante al campamento, el teniente Osawa, que pronto se ganó el apodo de el Diablo, puesto que perpetraba atrocidades que, comparadas con las de el Funerario y el Cerdo, hacían parecer a éstos organizadores de festejos parroquiales.
El respeto mutuo entre el coronel y el comandante crecía a medida que iban pasando los meses. Sakata llegó a confiar a su prisionero inglés que había solicitado que le enviaran al frente, para unirse a la verdadera guerra. Y añadió:
—Y si el alto mando atiende mi solicitud, sólo me gustaría que me acompañaran dos oficiales.
El coronel Moore sabía que el comandante pensaba en el Cerdo Agridulce, y temía lo que pudiese pasar si destinaban al servicio activo a los tres únicos japoneses con los que se podía entender, y quedaba al mando del campamento el teniente Osawa.
El coronel Moore comprendió que debía de haber sucedido algo realmente insólito para que el comandante Sakata fuera a su barracón, ya que nunca lo había hecho antes. Moore dejó en la mesa el cuenco de arroz, y pidió a los tres oficiales aliados que compartían su desayuno que esperaran fuera.
El comandante se cuadró y saludó. El coronel incorporó su metro ochenta de estatura, correspondió al saludo, y bajó la vista hacia los ojos de Sakata.
—La guerra ha terminado —anunció el comandante. Por un instante, Moore había temido lo peor—. El Japón se ha rendido sin condiciones. Ahora el campamento está bajo su mando, señor —añadió Sakata con calma.
El coronel ordenó inmediatamente poner bajo arresto en las dependencias del comandante a todos los oficiales japoneses. Mientras se cumplían sus órdenes, él fue a buscar personalmente al Diablo. Cruzó el patio de instrucción y se dirigió a las dependencias de los oficiales. Localizó el barracón del subcomandante, subió las escaleras y abrió la puerta de Osawa. Jamás olvidaría el coronel el espectáculo que se ofreció a su vista. Él había leído sobre el ritual del hara—kiri, pero sin llegar a comprender realmente en qué consistía. El teniente Osawa debía de haberse inferido un centenar de heridas antes de morir. La sangre, el hedor y la visión del cuerpo mutilado habrían hecho marearse a un gurja. Sólo la cabeza continuaba allí para confirmar que aquellos restos habían pertenecido a un ser humano.
El coronel ordenó que enterraran a Osawa fuera del campamento.
A través de la única radio de que disponían en el campamento de prisioneros de guerra de Tonchan, todos escucharon la ceremonia de la firma de la rendición del Japón a bordo del buque estadounidense Missouri, fondeado en la bahía de Tokio. Después, el coronel Moore mandó formar en el patio del campamento. Por primera vez en dos años y medio se puso el uniforme, que le hacía parecer un payaso. Aceptó la rendición de la bandera japonesa del comandante Sakata en nombre de los aliados, y luego mandó al enemigo vencido izar las banderas británica y estadounidense al son de los dos himnos nacionales interpretados por el sargento Hawke con su armónica.
El coronel celebró después un breve servicio de acción de gracias en presencia de todos los soldados, aliados y japoneses.
Cuando el mando cambió de manos, el coronel Moore esperó, mientras las semanas se sucedían inútilmente, el comunicado de su regreso a casa. Muchos de sus hombres habían recibido orden de iniciar el viaje de siete mil kilómetros de vuelta a Inglaterra vía Bangkok y Calcuta, y él aún seguía aguardando en vano sus documentos de repatriación.
En enero de 1946, llegó al campamento un joven oficial de la guardia, elegantemente uniformado, con órdenes de ver al coronel. Le llevaron al despacho del comandante y se saludaron, poniéndose firmes, antes de estrecharse las manos. Richard Moore contempló al joven capitán, cuya saludable tez revelaba que había llegado al Extremo Oriente mucho después de la rendición japonesa. El capitán entregó al coronel una carta.
—Al fin a casa —comentó animosamente el destinatario, abriendo el sobre.
Pero resultó que pasarían años antes de que pudiera cambiar los arrozales de Tonchan por los verdes campos de Lincolnshire. En efecto, se ordenaba al coronel viajar a Tokio y representar a Gran Bretaña en el próximo consejo de guerra que iba a celebrarse en la capital japonesa. El capitán Ross, del regimiento Coldstream, ocuparía su puesto en Tonchan.
Formarían el tribunal doce oficiales, bajo la presidencia del general Matthew Tomkins. Moore sería el único representante británico que informaría directamente al general «en cuanto lo juzgue usted oportuno». A su llegada a Tokio, se le facilitarían más detalles. La carta terminaba así: «En caso de que, por cualquier razón, precisara usted mi ayuda en sus deliberaciones, no dude en ponerse personalmente en contacto conmigo». Y estaba firmada por Clement Attlee.
Los oficiales de estado mayor no tienen la costumbre de desobedecer a los primeros ministros, así que el coronel se resignó a una estancia prolongada en el Japón.
Llevó varios meses formar el tribunal, y durante este tiempo el coronel Moore siguió supervisando el regreso de los soldados británicos a su tierra natal. El papeleo era interminable, y algunos de sus hombres estaban tan débiles que consideraba necesario animarles espiritual y físicamente antes de embarcarlos rumbo a sus diversos destinos. Algunos murieron mucho antes de que la rendición fuera ratificada.
Durante aquel tiempo de espera, el coronel Moore utilizó al comandante Sakata y a los dos suboficiales en los que tanto había confiado, el sargento Akida y el cabo Sushi, como sus oficiales de enlace. El súbito cambio de mando no influyó en la relación entre los dos oficiales veteranos, aunque Sakata confesó al coronel que habría deseado que le hubieran matado defendiendo su país antes que verse obligado a presenciar su humillación. El coronel pensaba que los japoneses mantenían muy bien la disciplina mientras esperaban que se decidiera su destino, y que la mayoría de ellos consideraba la muerte una consecuencia natural de la derrota.
El consejo de guerra celebró su primera sesión plenaria en Tokio el 19 de abril de 1946. El general Tomkins ocupó la quinta planta del antiguo Palacio de Justicia Imperial de Tokio, uno de los pocos edificios que habían sobrevivido intactos a la guerra. Tomkins, un individuo achaparrado y de mal genio, a quien sus propios oficiales de estado mayor consideraban un «chupatintas del Pentágono», no llegó a Tokio hasta una semana antes de que se iniciaran las deliberaciones. El único rat—tata—tatat que había oído el general, según le confesó al coronel Moore, era el de la máquina de escribir de su oficina. Sin embargo, en cuanto a los hombres que iban a ser juzgados, el general no tenía la menor duda respecto a dónde residía la culpa y cómo debían ser castigados los culpables.
«Hay que colgar a todos esos cabrones amarillos de ojos rasgados», era una de las expresiones favoritas de Tomkins.
Los doce miembros del tribunal celebraron sus deliberaciones sentados en torno a la mesa de una antigua sala de juicios. Quedó muy claro desde la primera sesión que el general no tenía la menor intención de tomar en cuenta «circunstancias atenuantes», «historial» ni siquiera «consideraciones humanitarias».
Escuchando las opiniones de Tomkins, el coronel empezó a temer por la vida de todos los miembros inocentes de las fuerzas armadas que comparecieran ante el general.
El coronel reconoció a cuatro estadounidenses del tribunal que, como él mismo, no siempre coincidían con los criterios radicales del general. Dos de ellos eran abogados, y los otros dos habían sido combatientes hasta no hacía mucho. Los cinco hombres empezaron a trabajar juntos para bloquear las decisiones más discutibles del general. En las semanas que siguieron, lograron convencer a uno o dos de los integrantes del tribunal de que se conmutara la pena de muerte en la horca por cadena perpetua a varios japoneses condenados por delitos que, probablemente, no habían cometido.
En los debates sobre cada uno de estos casos, el general Tomkins demostró claramente a aquellos cinco hombres su absoluto desprecio por sus opiniones. Solía soltar con frecuencia, y no siempre en voz baja: «¡Malditos simpatizantes de los nipones!». Como el general seguía dominando el tribunal de doce miembros, los éxitos del coronel resultaron escasos en número.
Cuando llegó el momento de decidir el destino de los que habían estado al mando del campo de prisioneros de Tonchan, el general pidió pena de muerte para todos los oficiales japoneses implicados, sin molestarse siquiera en un simulacro de juicio justo. No se extrañó de que los cinco miembros de siempre manifestaran sus protestas más enérgicas. El coronel Moore explicó con elocuencia que había sido prisionero en Tonchan y habló en favor del comandante Sakata, del sargento Akida y del cabo Sushi. Intentó explicar que ahorcarles sería un acto tan salvaje como cualquiera de las atrocidades perpetradas por los japoneses. Insistió en que se les conmutara la pena por cadena perpetua. Mientras hablaba el coronel, el general bostezaba sin parar, y en cuanto concluyó su exposición, no intentó siquiera justificar su postura, limitándose a pedir que se llevara a cabo la votación. Para su sorpresa, el resultado fue de empate: uno de los abogados estadounidenses que anteriormente se había alineado con el general, alzó la mano para unir su voto a los cinco que respaldaban al coronel. Sin la menor vacilación, el general dio su voto decisivo a favor de la horca. Luego miró de soslayo a Moore y dijo:
—Creo que es hora de comer, caballeros. No sé ustedes, pero yo estoy hambriento. Y nadie puede decir que esta vez no hemos concedido a los pequeños cabrones amarillos un juicio justo.
El coronel Moore se levantó y salió de la sala sin hacer ningún comentario.
Bajó corriendo las escaleras del juzgado y pidió a su chofer que le llevara al cuartel general británico, situado en el centro de la ciudad, lo más de prisa posible. Tardaron bastante en el breve recorrido por la aglomeración de gentes que atestaba noche y día las calles. Nada más llegar a su despacho pidió a su secretaria que le pusiera una conferencia con Inglaterra. Y mientras ella lo hacia, Moore se acercó al archivador y pasó varias carpetas hasta que encontró una con el rótulo «Personal». La abrió y buscó la carta. Quería asegurarse de que recordaba la frase con precisión...
«En caso de que, por cualquier razón, precisara usted mi ayuda en sus deliberaciones, no dude en ponerse personalmente en contacto conmigo.»
—Va a ponerse al teléfono —anunció, nerviosa, la secretaria.
El coronel fue hasta el teléfono y esperó. Le sorprendió darse cuenta de que se ponía firme al oír la voz suave y delicada que preguntaba:
—¿Es usted, coronel?
Richard Moore no tardó más de diez minutos en explicar el dilema en que se hallaba, y obtener la autorización que precisaba. En cuanto colgó el teléfono volvió al juzgado. Entró en la sala en el preciso momento en que el general Tomkins se acomodaba en su silla para reanudar los debates.
El coronel fue el primero que se levantó de su asiento cuando el general declaró abierta la sesión.
—Solicito permiso para iniciar la sesión con una declaración.
—Escuchamos —dijo Tomkins—. Pero sea breve. Aún nos quedan muchísimos japoneses por despachar.
El coronel Moore miró a los otros once hombres sentados en torno a la mesa.
—Caballeros, presento desde este momento mi dimisión como representante británico en esta comisión.
El general Tomkins fue incapaz de reprimir una sonrisa.
—Y lo hago a disgusto —prosiguió el coronel—, pero con el apoyo de mi primer ministro, con quien he hablado hace sólo unos minutos.
Ante este dato, la sonrisa de Tomkins dejó paso a un gesto de preocupación.
—Volveré a Inglaterra para presentar un informe completo al señor Attlee y al Gobierno británico sobre la forma de actuar de este tribunal.
—¡Vamos, por favor, hijito! — empezó el general—. Analicémoslo todo antes de que haga usted algo de lo que pueda arrepentirse después.
No hubo más interrupciones durante el resto del día, y a media tarde las sentencias del comandante Sakata, del sargento Akida y del cabo Sushi habían sido conmutadas por cadena perpetua.
En el plazo de un mes, el Pentágono llamó al general Tomkins, sustituyéndolo por un marino estadounidense condecorado por su conducta en combate en la primera guerra mundial.
Durante las semanas siguientes al nombramiento del nuevo presidente, se conmutó la pena de muerte a doscientos veintinueve prisioneros de guerra japoneses.
El 11 de noviembre de 1948, el coronel Moore regresó a Lincolnshire, bastante hastiado de las realidades de la guerra y de las hipocresías de la paz.
Poco menos de dos años después, Richard Moore se ordenó sacerdote e inició su labor como párroco de la tranquila aldea de Weddlebeach, en Suffolk. Le gustaba su ministerio, y aunque casi nunca hablaba a sus feligreses de sus experiencias durante la guerra, pensaba a menudo en los días pasados en el Japón.
—Bienaventurados los pacíficos porque ellos... —así inició el párroco su sermón la mañana de un domingo de Ramos a principios de los años sesenta, pero no consiguió terminar la frase.
Los feligreses alzaron la vista hacia él, nerviosos, y vieron la amplia sonrisa que iluminaba el rostro del párroco, que miraba fijamente a alguien sentado en la tercera fila.
El individuo al que miraba bajó la cabeza desconcertado, y el celebrante se apresuró a continuar con su sermón.
Cuando terminó el oficio religioso, Richard Moore esperó en la puerta Este para asegurarse de que sus ojos no le habían engañado. Cuando se encontraron frente a frente después de quince años, ambos se saludaron con una inclinación y se dieron la mano.
Mucho complació al sacerdote oír aquel día, mientras comían en la vicaría, que Sakata Palillos había sido puesto en libertad sólo cinco años después del tratado suscrito entre los aliados y el nuevo gobierno japonés para amnistiar a todos los presos que no hubieran cometido delitos mayores. Cuando el coronel preguntó por el Cerdo Agridulce, el mayor reconoció que había perdido el contacto con el sargento Akida (Dulce), pero que el cabo Sushi (Agri) y él trabajaban en la misma empresa de electrónica.
—Y siempre que nos vemos hablamos del valiente y honorable británico que nos salvó la vida.
El sacerdote y su amigo japonés progresaron a lo largo de los años en sus respectivas profesiones, y se escribían con regularidad. En 1971, Ari Sakata fue elegido para dirigir una importante fábrica de electrónica de Osaka, y año y medio más tarde Richard Moore se convertiría en el muy reverendo Richard Moore, deán de la catedral de Lincoln.
«He leído en el Times de Londres que su catedral hace una colecta para un tejado nuevo», escribía Sakata desde su tierra en 1975.
«Eso no tiene nada de extraño —explicaba el deán en su carta de contestación—. No hay una sola catedral en Inglaterra que no padezca los efectos de la madera podrida o de los bombardeos. Me temo que el primer caso es incurable; el segundo, al menos, tiene una solución.»
A las pocas semanas, el deán recibía un cheque de diez mil libras de una conocida empresa japonesa.
Cuando en 1979 el muy reverendo Richard Moore fue nombrado obispo de Taunton, el nuevo director gerente de la mayor empresa japonesa de electrónica hizo el viaje en avión para asistir a su investidura.
—Veo que tiene usted otro problema de tejado —comentó Ari Sakata mirando fijamente el andamiaje que rodeaba el pulpito—. ¿Cuánto costará esta vez?
—Por lo menos veinticinco mil libras al año. Sólo para asegurarnos de que el tejado no se caiga sobre la congregación durante mis sermones más severos —contestó sin pensarlo el obispo. Suspiró, recorriendo con la mirada las pruebas de la reconstrucción que le rodeaban—. En cuanto me estabilice en mi nuevo puesto organizaré una cuestación para evitarle a mi sucesor la preocupación por el tejado.
El director gerente asintió con un cabeceo comprensivo. Al cabo de una semana, llegaba al despacho del obispo un cheque por valor de veinticinco mil libras.
El prelado se esforzó por expresar su más profundo agradecimiento. Bajo ningún concepto podía dar a entender a Palillos que se excedía en su generosidad, pues le ofendería, con la consiguiente ruptura de su amistad. Redactó un borrador tras otro, hasta asegurarse de que la versión definitiva de la larga carta manuscrita hubiera pasado la inspección del funcionario de Asuntos Exteriores encargado de las relaciones con el Japón. Al fin, echó la carta al correo.
Con el paso de los años, a Richard Moore empezó a darle miedo escribir a su amigo más de una vez al año, ya que cada una de sus cartas provocaba el envío de un cheque cada vez más cuantioso. Y cuando le escribió hacia finales de 1986, no mencionó para nada la decisión del deán y el capítulo de designar 1988 como el año de cuestación de la catedral. Ni hizo alusión alguna a su precaria salud, por temor a que el anciano caballero japonés se sintiera responsable de algún modo, pues el médico le había advertido que no esperara recuperarse totalmente de las penalidades sufridas en Tonchan.
El obispo se dispuso a constituir su comité de cuestación en enero de 1987. El príncipe de Gales sería el patrocinador, y el representante de la Corona en el condado, el presidente. En su discurso a los miembros del comité, el obispo les explicó que tenían la obligación de conseguir tres millones de libras como mínimo durante 1988. Asomaron a los rostros de los presentes algunas miradas recelosas.
El 11 de agosto de 1987, el obispo de Taunton cayó fulminado por un ataque al corazón mientras arbitraba un partido de criquet.
—Procuren que los folletos de la cuestación estén impresos a tiempo para la siguiente asamblea —fueron sus últimas palabras al capitán del equipo local.
El funeral del obispo Moore se celebró en la catedral de Taunton y lo presidió el arzobispo de Canterbury. No quedaba aquel día un asiento libre en la catedral, y había tantas personas apretujadas en cada banco que fue preciso abrir la puerta Oeste. Los que llegaron tarde tuvieron que escuchar la homilía del arzobispo por los altavoces instalados en la plaza.
Los asistentes no habituales debieron de extrañarse de la presencia de varios ancianos japoneses entre la congregación.
Cuando terminó, el arzobispo celebró una reunión privada en la sacristía de la catedral con el presidente de la mayor empresa electrónica del mundo.
—Debe de ser usted el señor Sakata —dijo el arzobispo, estrechando muy cordialmente la mano a un individuo que se adelantó del pequeño grupo de japoneses presentes—. Gracias por tomarse la molestia de escribirme y comunicarme que vendrían ustedes. Estoy encantado de conocerle al fin. El obispo hablaba siempre de usted con mucho cariño y como de un amigo íntimo... Palillos, si no recuerdo mal.
El señor Sakata hizo una profunda reverencia.
—Y sé que se consideró siempre en deuda con usted por su gran generosidad a lo largo de muchos años.
—No, no, no; conmigo, no —repuso el excomandante—. Yo, como mi querido amigo el difunto obispo, representaba a autoridades más altas.
El arzobispo parecía confuso.
—Verá, señor —prosiguió Sakata—. Yo sólo soy el presidente de la empresa. ¿Puedo tener el honor de presentarle al presidente de mi país?
El señor Sakata dio un paso atrás para permitir que se adelantara un individuo aún más menudo que él, a quien en principio el arzobispo había considerado un miembro del séquito del señor Sakata.
Entonces, el presidente se inclinó y, sin pronunciar palabra, entregó un sobre al arzobispo.
—¿Me permiten que lo abra? — preguntó, ajeno a la costumbre japonesa de esperar que el donante se haya marchado.
El hombrecillo hizo otra inclinación.
De inmediato el arzobispo abrió el sobre y sacó un cheque por valor de tres millones de libras.
—El difunto obispo tenía que ser un amigo muy íntimo —fue lo único que se le ocurrió decir.
—No, señor —replicó el presidente—. No gocé de ese privilegio.
—Entonces tuvo que haber hecho algo insólito para merecer este rasgo de generosidad.
—Realizó un acto honroso hace más de cuarenta años, que yo, torpemente, ahora intento pagar.
—Entonces seguramente él le recordaría...
—Es posible que me hubiera recordado, pero sólo como la parte amarga del Cerdo Agridulce.
Hay en Inglaterra una catedral que nunca ha necesitado hacer una cuestación nacional.
Fin