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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • CON RELLENO

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  • SIN RELLENO

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  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

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  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

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  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

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  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

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    H
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


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    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


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    T 10 (20 seg)


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    T 12 (40 seg)


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    EL CEREBRO SUPREMO DE MARTE (Edgar Rice Burroughs)

    Publicado en marzo 18, 2012

    ÍNDICE

    PRÓLOGO
    CAPITULO I : LA CASA DE LA MUERTE
    CAPITULO II: SIMPATÍAS
    CAPÍTULO III: VALLA DIA
    CAPÍTULO IV: EL CONVENIO
    CAPITULO V: PELIGRO
    CAPITULO VI: SOSPECHAS
    CAPÍTULO VII: LA FUGA
    CAPITULO VIII: ¡MANOS ARRIBA!
    CAPITULO IX: EL PALACIO DE MU TEL
    CAPÍTULO X: FUNDAL
    CAPÍTULO XI: XAXA
    CAPÍTULO XII: EL GRAN TUR
    CAPITULO XIII: DE VUELTA EN THAVAS
    CAPITULO XIV: JHON CARTER


    PROLOGO


    El Cerebro Supremo de Marte (The Master Mind of Mars) es una novela muy interesante por varias razones, entre ellas están las circuns­tancias de su publicación inicial. Apareció en forma completa en el ejemplar de Amazing Stories Annual de 1.927, con una sorprendente ilustración en la portada y numerosos dibujos en blanco y negro, debi­dos a Frank R. Paul, sobresaliendo del resto de la revista, y convirtién­dola en un momento en un ejemplar altamente cotizado por parte de los coleccionistas de Burroughs en los años sucesivos.



    La de 1927 fue también la única edición del anual que se publicó. No porque fuera un fracaso, al contrario, fue tan bien recibida que su editor, Gernsback, rápidamente la canceló en favor de Amazing Stories Quarterly (trimestral). Todo ello aparte de las ediciones mensuales de la revista, allá por aquellos florecientes días de los pulps.

    Como ya se ha sugerido en otros artículos, la publicación de las cin­co primeras novelas marcianas en revistas pulps corrientes, les evitó cualquier etiquetado particular en categorías. De esta forma, la poco frecuente mezcla de fantasía ensoñadora, aventura a diestro y siniestro y romance científico que Burroughs perfeccionó, no la inventó, pues ya existía hacía varias décadas, pudiendo ser usada con escaso riesgo de violar los tabúes o los requisitos de la categoría; consideración con la que los autores del género luchan inútilmente hasta hoy día.

    Las tres primeras novelas marcianas estaban ideadas como una sola pieza, incluso la cuarta y la quinta seguían muy de cerca, sin alejar mucho la atención de Dejah Thoris y John Carter. Se llegó a desplazar sólo a sus hijos, Carthoris y Tara de Helium, a sus respectivos enamorados y a sus aventuras.

    En El Cerebro Supremo de Marte, escrita a instancias de Hugo Gernsback que ya antes había comprado los derechos para reimprimir la novela de Burroughs “The Land That Time Forgot”, en forma de serial en la revista mensual Amazing Stories, Burroughs hizo un significativo avance sobre sus cinco libros anteriores.

    Para el papel de héroe inventó un personaje completamente nuevo, uno que no poseía en absoluto relación alguna con anteriores partici­pantes en el mundo Barsoomiano. Este fue Ulysses Paxton, capitán del Ejército de los Estados Unidos.

    Antes de examinar El Cerebro Supremo de Marte, es apropiado con­siderar la paradójica proposición, de que aunque Burroughs había escri­to ya un número bastante grande de novelas de Ciencia Ficción, no sabía nada acerca de ella. Es decir, había seguido su propio camino. Estaba familiarizado con la temprana tradición de los romances cientí­ficos, y se sabe que había leído revistas pulps; pero su propio estilo había brotado de las fantasías creadas para su propia diversión y para distraerle del aburrimiento y la depresión. Había conseguido un éxito comercial abrumador.

    Por esa época había escrito las primeras novelas de los ciclos de Marte y del mundo interior, así como dos trilogías menores, The Land That Time Forgot y The Moon Maid. Había producido, por lo tanto, una considerable cantidad de ciencia ficción, pero nunca había escrito nada para publicarlo en una revista de ciencia ficción, y no había in­tentado nunca acomodar su habilidad a los especiales requisitos de una revista. En 1927 Amazing Stories, que ya contaba con un año, era única en el mundo.

    Desafortunadamente no existe registro de un encuentro entre Burroughs y Gernsback, si es que tal encuentro tuvo lugar, ni de lo que se hubieran dicho el uno al otro. Hubiera sido una confrontación fascinante.

    Gernsback era el correcto, puntilloso, orgulloso y singular editor prusiano (era en realidad nativo de Luxemburgo). Burroughs era un hombre rudo, robusto, sereno y grande como un oso. Gernsback mante­nía un gran respeto por el rigor científico. Burroughs sentía un benevo­lente desdén por cualquier cosa que pudiera interponerse en el camino de una animada historieta.

    Ya fuera debido a influencia personal o de cualquier otra manera, Burroughs fue inducido a aproximarse hacia la ficción orientada al laboratorio y al taller repleto de maquinaria de Gernesback, pero trajo consigo su acostumbrado colorido y vigor. El Cerebro Supremo de Marte presenta como característica la concentración más grande de escenas de laboratorio y el mayor énfasis en la ciencia de cualquier historia de Burroughs hasta esa fecha: ¡incluía incluso un genuino cien­tífico loco!

    Burroughs presentó a Paxton con una de las formas estándar que usaba para dar conexión: situó la historia entera en el formato del diario de Paxton. El capitán narra su temprana inclinación hacia el escenario marciano, tal como se le presentó a Carter en La Princesa de Marte. Describe sus propias experiencias en La Primera Guerra Mundial, las terribles heridas recibidas en las trincheras de Francia en 1917 y la expectativa de su muerte. Para su gran asombro, se encuentra a sí mis­mo reviviendo las sensaciones del primer viaje de John Carter a Martes: “Me sentí arrastrado con la velocidad del pensamiento a través de las intransitables inmensidades del espacio interplanetario. Hubo un ins­tante de sumo frío y extrema obscuridad, entonces...»

    Burroughs hace que Ulysses Paxton sea descubierto por el cientí­fico marciano Ras Thavas que, puntual y arbitrariamente, le bautiza con el nombre de estilo marciano de Vad Varo. Ya como Vas Varo, Paxton se convierte en asistente de laboratorio médico en el Santua­rio de Ras Thavas.

    Muy tempranamente en su carrera como asistente de Ras Thavas, Vad Varo presencia una operación completa de transplante de cerebro, que Buroughs describe con considerable extensión. Una anciana, decré­pita y marchita, es colocada en una mesa de operaciones; el cuerpo de una bella joven es atado con correas a otra; cada una es inyectada con un fluido anestésico, se extrae la sangre de ambas y se reemplaza por un líquido especial, transparente.

    Se separan los dos cueros cabelludos, se abren los cráneos con una sierra, se extraen los cerebros y se intercambian.

    Como es típico de los héroes de Burroughs, Ulysses Paston/Vad Varo no es muy agudo. El catálogo estándar de las virtudes heroicas en los pulp no incluía la inteligencia, quizás debido al propósito de dar a los lectores la satisfacción extra de sentirse superiores intelectualmente a los aventureros que seguían. Paxton manifiesta perplejidad ante el aparentemente inexplicable acto, de la anciana, de pagar a mi anfitrión lo que evidentemente era una suma considerable por matarla y transplantar, al interior de su cráneo, el cerebro de un cadáver.

    Naturalmente esto no era, ni mucho menos, todo por lo que Ras Thavas había sido pagado, como Vad Varo eventualmente llega a saber. El ca­dáver era el anestesiado cuerpo viviente de una hermosa, pero desven­turada, joven mujer roja, 4296–E–263–1H, mas propiamente conocida como Valla Dia. El personaje de la marchita vejestoria era nada menos que la Jeddara de Phundal, la despótica Xaxa, que había pagado a Ras Thavas una fortuna para que transplantara su cerebro al juvenil y volup­tuoso cuerpo de Valla Dia.

    A partir de este episodio el libro se desenvuelve en otras direcciones; muy singularmente el derrocamiento de una teocracia corrupta y explotante, tema éste repetidamente utilizado en los trabajos de Burroughs.

    El Cerebro Supremo de Marte es, en conjunto, una novela bastante buena, muy divertida, sin duda y, en el presente contexto, significante por su revelación del avanzado estado de la ciencia marciana


    Helium, 8 de Junio de 1926.


    Querido señor Burroughs:
    A finales de 1917, en un campamento de instrucción de ofi­ciales, conocí a John Carter, el Guerrero de Barsoom, leyendo ávidamente su novela Una Princesa de Marte. Tan profunda im­presión me causó el relato que, a pesar de que en sentido común me aseguraba que era una narración completamente imaginaria, una vaga sugestión de realidad se adueñó de mi mente hasta el punto de que empecé a pensar en Marte y John Carter, en Djah Thoris, Tars Tarkas y Woola, como si se tratara de entidades vi­vientes en vez de ser personajes de la imaginación de usted.
    Aunque en aquella época había poco tiempo para dormir, disponía de unos breves momentos antes de cerrar los ojos por la noche, que aprovechaba para soñar despierto. ¡Y qué sueños! Siempre Marte constituía su tema y, en las noches que me tocaba guardia, buscaba sobre el horizonte al planeta rojo en busca de la solución del indescifrable enigma que durante siglos había constituido para los terrestres.
    Quizás aquellos pensamientos llegaron a convertirse en obsesión. Recuerdo que no me dejaban un momento en el cam­pamento de instrucción y en el puente del buque transporte; me pasaba horas y horas contemplando el ojo sangriento del dios de la guerra, ¡mi dios!, y anhelando, como John Carter, poder cruzar el gran vacío y subir al cielo de mi deseo.
    Fueron luego los días y las noches horribles pasadas en las trincheras, ratas, sapos, barro, cuya monotonía sólo cortada de vez en cuando por algún episodio glorioso. Me entusiasmaban las batallas y las granadas que estallaban a mí alrededor; pero ¡Dios mío, cómo detestaba las ratas, los sapos y el fango! Esto parecerá jactancia, pero es la verdad, y un dato que hay que te­ner en cuenta para comprender lo que me sucedio.
    Por fin me llegó el turno, como a tanto otros en aquellos campos sangrientos. Fue en la misma semana de mi ascenso a capitán, grado que me llenaba de orgullo, pero también me pre­ocupaba por mi juventud, las grandes responsabilidades que aca­rreaba y las oportunidades que me ofrecía; no sólo para el servicio de mi patria, sino para el de los hombres a mis órdenes. Había­mos avanzado cosa de dos kilómetros y, con un pequeño destaca­mento, me había instalado en una posición no muy segura, cuando recibí la orden de retroceder a la nueva línea. Es lo último que recuerdo hasta que recobré el conocimiento. Por lo visto había explotado una granada entre nosotros. Nunca supe lo que había sido de mis hombres. Al despertar sentí frío y me hallé en la obs­curidad; por un momento me encontré a gusto: creo que aún no había recobrado del todo el conocimiento, y luego empecé a sen­tir dolor en las piernas; un dolor que creció hasta hacerse inso­portable. Alargué el brazo, pero mi mano retrocedio y, al intentar mover las piernas, me di cuenta de que estaba muerto de cintura para abajo. Por detrás de una nube apareció la luna, y pude ver que me hallaba en el agujero abierto por la granada, pero no estaba solo: los muertos me rodeaban.
    Al cabo de mucho tiempo adquirí el necesario valor moral y la fuerza física para levantarme sobre el codo y contemplar la desolación que la bomba produjo. Me bastó una mirada que me arrojó a un abismo de agonía mental y angustia física: mis pier­nas estaban cortadas a la altura de los muslos. Por alguna razón desconocida, no sangraba mucho, pero comprendí que había per­dido una buena cantidad de sangre y que estaba gradualmente perdiendo toda la que me quedaba. Si no me encontraban pronto, el final vendría en seguida y, apoyado sobre la espalda y tortura­do de dolor, deseaba ardientemente que no viniera el socorro, pues prefería la muerte a vivir mutilado para siempre; y entonces mis ojos percibieron el ojo encendido de Marte, y esta visión me envolvió en una oleada de esperanza. Levanté los brazos hacia el planeta sin dudar un instante que el dios de mi vocación escucha­ría mi súplica. Mi fe era absoluta, pero tan grande fue el esfuerzo mental que tuve que hacer para librarme de las odiosas ligaduras de mi carne mutilada, que sentí una especie de vértigo y luego un clic como el que produce al saltar una varilla de acero. En segui­da me encontré desnudo y apoyado sobre dos piernas sanas mi­rando el objeto disforme y sangriento que había sido. Al instante siguiente volví los ojos a la estrella de mi destino, alcé los brazos hacia ella y permanecí esperando en la fría noche de Francia.
    De pronto me sentí arrastrado con velocidad inconcebible a través de los espacios interplanetarios. Un momento de frío extremo y de obscuridad profunda y luego...
    El resto de mi historia está referido en el manuscrito que con esta carta le envío gracias a la ayuda de uno más grande que todos nosotros. Usted y unos cuantos elegidos creerán mi relato; de los demás no me preocupo por ahora. Todo llegará...; ¿pero para qué voy a decirle cosas que usted ya sabe?
    Reciba mi cariñoso saludo y mi felicitación por su buena suerte al ser elegido como intermediario de los terrestres y los barsoomianos hasta que llegue el tiempo en que todos puedan cruzar el espacio tan fácilmente como John Carter y como lo he hecho yo.
    Su sincero amigo.
    Ulysses Paxton
    Capitán que fue del...°Reg. de Infantería del Ejército nor­teamericano.



    CAPÍTULO I
    La Casa de la Muerte


    Debí cerrar los ojos involuntariamente durante la transición, y al abrir­los me encontré acostado de espaldas y mirando al cielo brillante y ba­ñado de sol. A pocos pasos de mí, contemplándome estupefacto, estaba el ser más raro que he visto en mi vida. Parecía un hombre viejísimo, pues estaba seco y arrugado de un modo indescriptible; sus miembros eran delgadísimos; del pecho le sobresalía todas las costillas, y su crá­neo enorme y bien desarrollado le daba el aspecto de un trompo por la desproporción que guardaba con el resto del cuerpo.



    Mientras me examinaba a través de sus anteojos de múltiples lentes, tuve tiempo de observarle a mi vez. Tendría un metro sesenta de estatu­ra, aunque en su juventud debió haber sido más alto, pues ahora estaba algo encorvado; por toda vestimenta llevaba un cinturón de cuero, del que pendían sus armas y bolsas, y un gran adorno, especie de collar incrustado de pedrería que le rodeaba el descarnado cuello. Tenía la piel de color rojo y unos escasos mechones de pelo gris en las sienes.

    Mientras me miraba crecía su asombro. Con los dedos de la mano izquierda se acarició la mejilla y, levantando la derecha, se rascó la fren­te con indecisión. Luego me habló en un idioma que no comprendí.

    Al oír sus primeras palabras me senté en el suelo y sacudí la cabeza. Después miré alrededor: estaba sentado en un césped carmesí dentro de un recinto vallado con altos muros, de los cuales dos, por lo menos, y acaso tres, eran las paredes exteriores de una construcción que se pare­cía más a un castillo feudal de Europa que a cualquier otra forma arqui­tectónica. La fachada que vi estaba adornada con un dibujo artístico de lo más irregular, la línea del tejado se quebraba tan a menudo que pare­cía arruinada y, sin embargo, el conjunto parecía armonioso y no exento de belleza. En el recinto crecían los árboles y arbustos más extraños y grotescos, todos ellos cubiertos de flores. Entre ellos serpeaban aveni­das de guijarros multicolores que brillaban como raras piedras precio­sas por efecto de los rayos de sol que jugueteaban con ellos.

    De nuevo habló el viejo, y esta vez en tono perentorio, como si me repitiera una orden de la que no hubiera hecho caso; nuevamente moví la cabeza. Entonces llevó su mano a una de las dos espadas; pero en el momento en que sacaba el arma me puse en pie rápidamente con un resultado tal que no puedo decir quién de los dos quedó más sorpren­dido. Debí subir a una altura de tres metros por lo menos, y fui a caer a unos siete del lugar donde había estado sentado; entonces me con­vencí de que estaba en Marte, aunque ni por un momento lo había dudado, pues los efectos de la menor gravedad, el color del césped y el de la piel de los marcianos rojos que conocía por las descripciones de John Carter, esos maravillosos y hasta ahora inapreciados documentos de la literatura científica de un mundo, no me permitían albergar duda alguna. Estaba en el suelo del planeta rojo, había llegado al mundo de mis sueños, a Barsoom.

    Tan espantado se quedó el viejo ante mi agilidad, que él mismo dio un salto involuntario que hizo que los lentes se le desprendieron de la nariz, cayendo a la hierba, y entonces me di cuenta de que el pobre diablo, privado de aquellas ayudas artificiales, era prácticamente ciego, pues cayó de rodillas y comenzó a golpear el suelo con las manos bus­cando frenéticamente los objetos perdidos, como si toda su vida depen­diera de encontrarlos en seguida. Probablemente pensó que yo me aprovecharía de su inferioridad para atacarle. Aunque los lentes eran enormes y yacían a medio metro de él, no pudo encontrarlos, y las ma­nos que recorrían ansiosas el terreno a su alrededor no entraron en con­tacto con ellos.

    Mientras contemplaba sus inútiles esfuerzos pensando si sería pru­dente devolverle los medios que le permitirían atravesarme el cora­zón con su espada, me di cuenta de que se presentaba en escena un tercer personaje, y al mirar al edificio vi un hombre rojo que venía corriendo al sitio donde se hallaba el viejo. Estaba completamente desnudo, llevaba una maza en la mano y su expresión no pronosticaba nada bueno hacia el miserable resto de humanidad que buscaba ansio­samente sus lentes.

    Mi primer impulso fue permanecer neutral en un asunto que de nin­gún modo me podía afectar y del que no tenía conocimiento alguno sobre el que basar una predilección hacia una u otra de las partes; pero al mirar de nuevo al hombre de la maza me pregunté si de veras no me afectaba el asunto, pues la expresión del individuo era tan salvaje y vesánica que me hizo pensar si no caería sobre mí después de despachar a su primera víctima que, al menos en apariencia, era un individuo cuer­do y relativamente inofensivo. Es verdad que su acción de sacar la espa­da contra mí no indicaba una disposición muy amistosa pero, puesto a elegir entre los dos, me pareció el menos malo.

    Aún continuaba arrastrándose y buscando los anteojos y el hombre desnudo estaba casi sobre él, cuando me decidí a ponerme de parte del viejo. Me hallaba a siete metros de distancia, desnudo y desarmado pero para mis músculos terrestres fue cuestión de un momento llegar al lado del viejo y coger la espada que había dejado caer al verme saltar. Así me encontré frente al agresor en el instante en que caía sobre su víctima y casi a tiempo de recibir el golpe destinado a ella. Logré esquivarlo y entonces comprendí que la mayor agilidad de mis músculos terrestres tenía también sus desventajas y que tenía que aprender a luchar con un arma nueva contra un loco armado con una porra; nada tiene de extraño que le tomara por loco, pues no otra cosa indicaban sus movimientos rabiosos y la terrible expresión de su rostro.

    Tambaleándome y tratando de acomodarme a las nuevas condiciones, no tardé en darme cuenta de que, lejos de constituir un obstáculo serio para mi antagonista, me costaba mucho trabajo no dejar mi vida entre sus manos a causa de mis tropezones y caídas en la hierba, de modo que el combate se convirtió en una serie de esfuerzos: él trataba de asestarme el golpe definitivo; yo sólo tenía tiempo para eludir sus ataques. Por mortificante que sea, confieso la verdad. Pero esta situación no duró mucho tiempo, pues la urgencia del momento me enseñó a dominar mis músculos y a defender el terreno y, en una ocasión, después de librarme de un golpe formidable, conseguí tocarle con la punta de mi espada y hacerle sangre, arrancándole un salvaje aullido de dolor. Desde entonces fue más prudente y, aprovechándome del cambio de la situación, le hostigué de tal modo que cayó de espaldas. Esto me infundio nueva confianza, y caí sobre él pinchándole y cortándole hasta hacerle sangrar por media docena de heridas, teniendo buen cuidado de evitar sus golpes, cualquiera de los cuales hubiera derribado a un buey.

    Mientras no podía hacer más que defenderme de sus ataques, al co­mienzo de la pelea, habíamos cruzado el recinto, y ahora estábamos luchando a una distancia considerable del sitio donde nos encontramos, en cuya dirección miraba yo cuando vi al viejo encontrar los anteojos, que se puso inmediatamente. En seguida nos descubrió y empezó a au­llar, excitado, mientras corría hacia nosotros enarbolando su segunda espada. El hombre rojo me asediaba, pero no había recobrado la calma y, temiendo encontrarme frente a dos enemigos, le ataqué con redoblada intensidad. Por una fracción de centímetro me libré de un golpe tremen­do, pero aproveché la ocasión para atravesarle el corazón con mi espa­da. Así lo creí en el primer momento, porque había olvidado lo que dijo John Carter en uno de sus manuscritos: que los órganos internos no están dispuestos en los marcianos lo mismo que en los terrestres. Sin embargo, el resultado inmediato fue tan satisfactorio como si le hubiera alcanzado en el corazón, pues la herida era lo suficientemente grave para ponerle fuera de combate, y en aquel momento llegó el viejo. Me preparé a recibirle, pero estaba equivocado respecto a sus intenciones: no hizo gestos hostiles con su arma; al contrario, trató de convencerme de que no venía a mí en son de guerra. Estaba muy excitado y, al pare­cer, molesto porque yo no le entendía y muy perplejo. Me hablaba a voces, en tono que pasaba de la orden perentoria al insulto y a la cólera impotente. Lo más significativo fue que volvió su espada a la vaina, y cuando terminó de chillar empezó una especie de pantomima más inte­ligible, que tomé por ofrecimientos de paz, si no de amistad, en vista de lo cual bajé mi arma al suelo y me incliné. Fue todo lo que se me ocurrió hacer para demostrarle que no tenía intención de luchar con él por el momento.

    Esto pareció satisfacerle, y entonces dedicó su atención al hombre caído. Le tomó el pulso y le auscultó; luego se levantó, moviendo la cabeza, y sacando un silbato de su bolsillo pendiente del cinturón, lanzó un silbido que hizo salir del edificio próximo a una veintena de hombres rojos desnudos, que vinieron corriendo hacia nosotros. Ninguno estaba armado. El viejo les dio unas órdenes breves, en obediencia de las cua­les cargaron con el cuerpo caído y se organizó una caravana. Me pareció lo mejor seguirle, como me ordenaba por gestos. Fuera cualquiera el lugar de Marte donde me encontraba, había un millón de probabilidades contra una de que estuviera entre enemigos; tan bien me hallaba allí como en cualquier otra parte, y sólo podía fiarme de mi inteligencia y agilidad para abrirme camino en el planeta rojo.

    El viejo me guió hasta una habitación en la que se abrían numerosas puertas, a través de una de las cuales los hombres transportaban a mi antiguo enemigo. Entramos en una cámara más grande y brillantemente iluminada, donde mis ojos, estupefactos, presenciaron una escena horri­ble. La cámara estaba ocupada por hileras de mesas que formaban lí­neas paralelas; con muy pocas excepciones, cada mesa soportaba un cargamento espantoso: un cadáver humano, desmembrado o mutilado de diversas formas. Sobre cada una de las mesas había un anaquel lleno de recipientes de todas formas y tamaños, y del cual colgaban numero­sos instrumentos quirúrgicos, que me hicieron pensar que estaba en una gigantesca Facultad de Medicina.

    A una palabra del viejo, los que llevaban al herido o muerto lo deja­ron sobre una mesa vacía y salieron de la cámara, tras de lo cual mi huésped, si así puedo llamarle, pues hasta entonces no era mi captor, se inclinó sobre el cuerpo exánime y, una en una vena y otra en una arteria, y sin dejar de hablar, practicó en él dos incisiones a las que aplicó los extremos de dos tubos, uno conectado a un recipiente vacío de cristal y el otro en comunicación con un receptáculo lleno de un liquido incoloro y transparente que parecía agua clara. Hechas las conexiones, el viejo oprimió un botón que puso en marcha un motorcito, con lo cual la san­gre de la víctima fue aspirada entrando en el frasco vacío, mientras el contenido del otro iba a llenar las venas y arterias.

    El tono y los gestos del viejo al dirigirse a mí durante la operación, me hicieron ver que me estaba explicando detalladamente el sistema y el objeto de la transfusión; pero, como no comprendí una sola palabra de su discurso, me quede tan en blanco como al principio, aunque lo que había visto me hizo pensar que estaba asistiendo a una especie de em­balsamamiento barsoomiano. Una vez quitados los tubos, el viejo cerró las incisiones aplicando sobre ellas una cosa parecida a la cinta aislante que usan los electricistas, y luego me invitó a seguirle. Recorrimos un grupo de naves llenas de vitrinas parecidas, en muchas de las cuales se detuvo el viejo para examinar ligeramente los cuerpos extendidos sobre ellas, o dar una ojeada a lo que debía ser la hoja explicativa de cada uno, que pendía de un clavo a la cabecera de cada mesa.

    Desde la última cámara que visitamos, mi huésped me condujo, por un pasillo en pendiente, al segundo piso, con habitaciones similares a las de abajo. Sobre las mesas había cuerpos horriblemente mutilados, todos remendados en diversos sitios con la cinta adhesiva. Al pasar por entre los cuerpos de una de estas habitaciones entró una muchacha barsoomiana, que me pareció una criada o esclava, y que se dirigió al viejo diciéndole algo; éste me hizo señas de que le siguiera, y juntos descendimos por otro pasillo al primer piso de otro edificio.

    En una habitación espaciosa, alegremente decorada y amueblada con suntuosidad, estaba esperándonos una mujer roja bastante vieja. Tenía el rostro desfigurado de un modo atroz a causa de una herida. Sus vesti­duras eran magníficas, y detrás de ella se agrupaban unas veinte muje­res y guerreros armados; indudablemente se trataba de una persona importante, pero el viejo la trató con brusquedad, ante el horror no con­tenido de sus asistentes.

    Al terminar la larga conversación la mujer hizo una señal, y de su escolta masculina se destacó un hombre que sacó del bolsillo un puñado de lo que me parecieron monedas marcianas. Después de contar una cantidad determinada, que entregó al viejo, éste invitó a la mujer a se­guirle, incluyéndome a mí en el gesto. Algunos guerreros y mujeres se dispusieron a acompañarla, pero el viejo les detuvo con un movimiento, del que nació una discusión muy excitada a la que puso término el viejo devolviendo a la mujer el dinero que le había entregado: éste fue el argumento decisivo, porque ella se negó a aceptar las monedas, habló unas palabras con su gente, y vino sola con el viejo y conmigo.

    Subimos al segundo piso y entramos en una habitación que yo no conocía. Sólo se diferenciaba de las otras en que los cuerpos que conte­nía eran de mujeres jóvenes, algunas muy bellas. Pisándole los talones al viejo, la mujer examinaba los cuerpos inmóviles con una minuciosi­dad que llegaba a ser nauseabunda. Por tres veces pasó entre las mesas, parándose cada vez más tiempo delante del cuerpo de mujer más her­moso que he visto en mi vida. Terminada la última visita volvió a parar­se ante la criatura muerta. Contemplando ávidamente su rostro de cera, y haciendo al viejo innumerables preguntas, que él contestaba con mo­nosílabos rudos y secos. Luego señaló al cuerpo yacente haciendo sig­nos afirmativos.

    Inmediatamente el vejete tocó el silbato, a cuya llamada acudieron numerosos subalternos que recibieron del jefe diversas instrucciones, tras de lo cual éste nos condujo a una habitación más pequeña, donde había varias mesas vacías semejantes a las que soportaban los cadáve­res que habíamos visto. A una señal del viejo, dos esclavas o sirvien­tes despojaron a la mujer de sus vestiduras, le soltaron el pelo y la tendieron sobre una de las mesas, rociándola con un líquido que juz­gué antiséptico. Después de frotarla bien y secarla, la transportaron a una segunda mesa, a unos cuarenta centímetros de la cual había otra paralela.

    Se abrió la puerta y aparecieron otras dos auxiliares que traían el cuerpo de la hermosa muchacha designada por la vieja, que depositaron en la mesa que ésta acababa de dejar. Aquí sufrió la misma rociada antiséptica, y luego fue trasladado a la mesa inmediata a la de la vieja. El cirujano, o lo que fuera, practicó dos incisiones en el cuerpo de ésta, lo mismo que hizo con el hombre rojo que cayó ante mi espada. La sangre de la mujer fue absorbida y en sus venas inyectado el líquido claro, quedando extendida sobre la losa pulimentada que formaba la mesa, tan muerta como la hermosa criatura colocada a su lado.

    El viejo, que se había despojado de su cinturón y de su collar para someterse también a la desinfección, tomó un afilado bisturí, con el que desprendió todo el cuero cabelludo de la mujer inerte, siguiendo el límite del pelo alrededor de la cabeza. De un modo semejante trabajó el cadáver de la muchacha, y después, con la ayuda de una sierra circular muy delgada aplicada al extremo de una varilla flexible, aserró los cráneos de los dos cadáveres por la línea que dejó al descubierto la extirpación del cuero cabelludo. Esta operación y las que siguieron fueron realizadas tan magistralmente que no cabe descripción. Baste decir que al cabo de cuatro horas había trasladado el cerebro de cada una de las mujeres al cráneo de la otra, conectado con destreza sin igual los diversos nervios y ganglios, vuelto a colocar las tapas craneales y los cueros cabelludos, y.,,~ errado las heridas con aquella cinta adhesiva, que era no sólo antiséptica y curativa, sino también anestésica local.

    Volvió a calentar la sangre extraída del cuerpo de la vieja, añadiendo unas gotas de una solución química, y aspiró el líquido que llenaba las venas del hermoso cadáver, reemplazándolo con la sangre de la vieja, al tiempo que le administraba una inyección hipodérmica.

    Durante toda la operación no articuló palabra. Al llegar a este mo­mento dio unas breves instrucciones a sus ayudantes, me invitó a se­guirle y salimos de la habitación. Fuimos a parar a un sitio del edifico bastante alejado, a una habitación cómodamente amueblada, una de cuyas puertas dejaba ver un baño barsoomiano, y me dejó en manos de los criados. Refrescado y descansado, salí del baño al cabo de una hora, encontrando en la habitación adjunta un magnífico equipo de correajes guerreros. Aunque sencillos eran de excelente material, pero no tenían arma alguna.

    Naturalmente, estaba interesadísimo por todo lo que había visto des­de mi llegada a Marte; pero lo que más me intrigaba era el acto, inexpli­cable al parecer, realizado por la vieja al pagar a mi huésped una cantidad que debía de ser considerable por asesinarla y trasladar su cerebro al cráneo de un cadáver. ¿Era el rito de algún horrible fanatismo religioso, o tenía alguna explicación que mi mente terrestre no podía concebir?

    Aún no había llegado a una solución satisfactoria, cuando un esclavo vino a buscarme para conducirme a otra cámara vecina, donde encontré a mi huésped que me estaba esperando ante una mesa cubierta de man­jares deliciosos, de los que inútil es decir que di buena cuenta después de mi largo ayuno y las anteriores semanas de espartana vida guerrera.

    Durante la comida mi huésped intentó de nuevo conversar conmigo pero, naturalmente, sus esfuerzos fueron vanos. A veces se excitaba, y en tres ocasiones llegó al extremo de apoyar la mano en su espada al ver que yo no entendía lo que me estaba diciendo, acto que me convenció de que estaba medio loco; pero en las tres ocasiones encontró el sufi­ciente dominio de si mismo para evitar una catástrofe fatal para alguno de los dos.

    Terminada la comida permaneció mucho tiempo sentado y sumido en profundas meditaciones; luego pareció que adoptaba una resolución súbita: se volvió hacia mí con una especie de sonrisa, y se enfrascó en una larga explicación que parecía un curso intensivo de idioma barsoomiano. Era ya de noche cuando me permitió retirarme a mi habi­tación, que resultó ser la misma en que había encontrado los correajes marciales. El vejete me señaló una pila de almohadones de seda y cuero, me dirigió un saludo barsoomiano y salió, cerrando tras de sí la puerta y dejándome adivinar si yo era un huésped o un prisionero.


    CAPÍTULO II
    Simpatías


    Transcurrieron tres semanas, durante las cuales llegué a dominar el lenguaje barsoomiano lo suficiente para conversar con mi huésped de un modo satisfactoriamente razonable al mismo tiempo que progresaba en la escritura del país, que era diferente del lenguaje escrito de las demás naciones de Barsoom, aunque el idioma hablado en todas ellas es idéntico. Durante estas tres semanas también aprendí muchas cosas re­lacionadas con la extraña mansión en que era medio huésped y medio prisionero. Supe que el viejo se llamaba Ras Thavas, y era cirujano de Toonol. Constantemente le acompañaba, y poco a poco fui descubrien­do, estupefacto, los fines de la institución que gobernaba y en la que trabajaba prácticamente solo, pues los esclavos y ayudantes únicamente servían para traerle los objetos necesarios.



    Ras Thavas era tan interesante en sí como las cosas que realizaba. Nunca llegaba a ser intencionadamente cruel o malvado y, sin embargo, tenía en su activo las más diabólicas crueldades y los crímenes más enormes, a renglón seguido de los cuales llevaba a cabo hazañas que en la Tierra hubieran elevado a su autor al pináculo de la admiración popular. Lo cierto es que no realizaba actos crueles o perversos por motivos bajos, del mismo modo que algún alto motivo tenía que guiarle para efectuar alguna acción humanitaria. Era un cerebro puramente científico, libre en absoluto de las influencias del sentimiento, que no poseía; era una inteligencia práctica, que ponían de manifiesto los honorarios elevados que exigía por sus servicios profesionales, a pesar de lo cual yo tenía la certeza de que no operaba únicamente por dinero, pues le había visto dedicar días y días al estudio de un problema científico cuya solución en nada acrecentaba su fortuna, al mismo tiempo que sus ricos clientes esperaban con paciencia que llegara el momento de vaciar sus bolsas en los cofres de Ras Thavas.

    A mí me trataba bajo un punto de vista científico. Yo constituía para él un problema: no era barsoomiano o, por lo menos, pertenecía a una especie cuya existencia él ignoraba. Convenía pues, al objeto de la cien­cia, que yo fuera conservado y estudiado. Ras Thavas se complacía en mirarme como promesa de solución de uno de los más dificultosos enig­mas barsoomianos, pero se vio forzado a confesar que en este respecto yo era una pérdida total, no sólo por mi absoluta ignorancia en asuntos científicos, sino porque la ciencia de la Tierra está en mantillas compa­rada con los notables progresos realizados en Marte. Sin embargo, me conservaba a su lado enseñándome muchas de las tareas secundarias de su inmenso laboratorio. Me confió la fórmula del fluido embalsamador, y me instruyó en el medio de extraer la sangre de una persona reempla­zándola con aquel líquido maravilloso que impedía la descomposición del cuerpo sin alterar lo más mínimo la estructura de los nervios y teji­dos. También aprendí el secreto de las gotas que, añadidas a la sangre recalentada antes de volverla a inyectar en las venas del sujeto, la revitalizan y devuelven la actividad a cada órgano del cuerpo.

    En cierta ocasión me explicó por qué había consentido en que yo aprendiera todas aquellas cosas que constituían un secreto para todo el mundo, por qué me daba la preferencia entre los numerosos individuos de su raza que le servían.

    – Vad Varo –me dijo, utilizando el nombre barsoomiano que me había aplicado en substitución del mío propio, que le resultaba poco práctico y desprovisto de significación–. Hace muchos años que nece­sito un ayudante, pero hasta ahora ninguno he descubierto que quiera trabajar para mí de un modo lo suficientemente desinteresado para que no piense en marcharse o divulgar mis secretos. Tú eres único en todo Barsoom, porque no tienes más amigo ni conocido que yo. Si me deja­ras, adondequiera que fueras te encontrarías en país enemigo, pues un extranjero siempre despierta sospechas. Antes de diez días te encontra­rías helado, hambriento y miserable; serías un proscrito en un mundo hostil. Aquí encuentras todas las comodidades que puedes ansiar, y es­tás ocupado en un trabajo tan interesante que el tiempo se te pasa sin sentir. No tienes, por tanto, motivos para dejarme y, por el contrario, hay muchas razones que te obligan a permanecer conmigo. No creo en leal­tades que no estén inspiradas por el egoísmo. Tú eres para mí el ayudan­te ideal, no sólo por las razones que acabo de darte, sino por tu inteligencia y comprensión rápida, y he decidido, después de haberte observado du­rante todo este tiempo, asignarte otra tarea que puedes desempeñar con suficiente capacidad: serás mi cuerpo de guardia.

    “Habrás notado que, de todos los que viven en el laboratorio, sólo yo estoy armado. Esto es muy raro en Barsoom, donde las personas de todas condiciones, sexo y edad llevan siempre armas. Pero yo no pue­do responder de que, una vez armados algunos de los que aquí habi­tan, no quisieran asesinarme, pues ni uno solo de ellos piensan en otra cosa que en salir de aquí para marchar a su país. Sólo tú, Vad Varo, no tienes sitio donde ir, y por eso he decidido darte armas. En cierta oca­sión me salvaste la vida: el caso puede repetirse de un momento a otro. Se que eres una criatura razonable y no me matarás, pues con mi muerte nada ganarías, perdiéndolo todo en cambio, ya que te encon­trarías sin amigos y abandonado en un mundo extraño donde el asesi­nato está a la orden del día y la muerte natural es uno de los fenómenos más raros. Aquí tienes tus armas.

    Y conduciéndome a una habitación, cuya puerta abrió, me enseñó un verdadero arsenal, del que eligió una espada larga, otra corta, una pisto­la y un puñal.

    – Mucho parece que confías en mi lealtad, Ras Thavas –le dije.

    El se encogió de hombros.

    – Sólo confío en que sé perfectamente dónde está tu interés. Los sentimentales poseen palabras propias: amor, lealtad, amistad, odio, celos y mil más. Una sola palabra las resume todas: egoísmo. Todo hombre inteligente debe reconocerlo. Analizadas las predilecciones y las nece­sidades de un individuo puede clasificársele como amigo o enemigo, dejando que los idiotas pobres de espíritu se dejen arrastrar a su ruina por el sentimiento.

    Sonriendo coloqué las armas en mi correaje, pero no quise replicar: nada conseguiría discutiendo con el individuo. Además comprendí que en una controversia académica yo llevaría la peor parte; pero había ha­blado de muchas cosas que despertaron mi curiosidad, y una de ellas me recordó un asunto en el que había pensado con mucha frecuencia. Aun­que explicada en parte por sus observaciones, no comprendía yo la ra­zón que pudo tener aquel hombre rojo para atacarle con tanta saña el día de mi llegada a Barsoom. En la sobremesa que siguió a la comida hablé del asunto a Ras Thavas.

    – ¡Bah! –respondio–. Un sentimental del tipo más pronunciado. Aquel individuo me odiaba de un modo increíble para un cerebro edu­cado y analítico como el mío. Considera los hechos: Era un joven gue­rrero en la plenitud de la vida, de la hermosura y de la fortaleza, que murió víctima de un asesinato. Uno de mis agentes pagó a su familia una cantidad satisfactoria por el cadáver y me lo trajo. Así es como obtengo yo todo mi material. Le sometí al procedimiento que conoces. Durante un año el cuerpo estuvo en mi laboratorio, pues no hubo oca­sión de utilizarle, pero al cabo de este tiempo llegó un cliente rico carga­do de años. Estaba locamente enamorado de una muchacha a quien pretendían muchos rivales. Mi cliente tenía más dinero, mas cerebro y más experiencia que todos ellos, pero les era inferior en lo único que pesa sobre la mente irrazonable, embotada y sentimentalizada de las hembras jóvenes: en el aspecto físico.

    “378–J–493.8–11P tenía lo que mi cliente necesitaba y podía permitirse el lujo de pagar. Rápidamente llegamos a un acuerdo en la cuestión del precio, y trasladé el cerebro de mi rico cliente a la cabeza del 378–J–493.81 –1P. Mi cliente se marchó, y tengo noticias de que conquistó la mano de la hermosa. 378–J–493.8–11P hubiera queda­do indefinidamente en su mesa de piedra hasta que yo hubiera necesita­do algún miembro de su cuerpo, a no haberle yo elegido, sólo por casualidad, para concederle la resurrección, pues me hacía falta otro esclavo.

    “Fíjate en que el individuo había sido asesinado. Yo compré y pagué, al contado, el cadáver y todo lo que contenía. Podía haber permanecido muerto para siempre sobre la losa si no se me hubiera ocurrido infundir­le una vida nueva. ¿Crees que su cerebro fue capaz de comprender la transacción de un modo inteligente y desapasionado? No hubo tal. Su sentimentalismo le hizo reprocharme haberle dado otro cuerpo, aunque me parece que, desde un punto de vista sentimental, debía considerarme como un bienhechor por haberle devuelto la vida en un cuerpo que, a pesar de estar algo usado, disfrutaba de perfecta salud.

    “Muchas veces me habló del asunto pidiéndome que le devolviera su antiguo cuerpo, cosa que, como es natural, no podía discutirse, pues seria rarísimo que la casualidad me trajera el cadáver del cliente a quien se lo había entregado; contingencia lejana, dada la riqueza del cliente en cues­tión. El individuo llegó hasta el extremo de pedirme que le permitiera salir para matarle y traerme el cadáver, para que yo realizara la operación. Me negué a darle el nombre del actual poseedor de su cuerpo, y entonces cayó en profunda depresión; pero hasta el día de tu llegada no creía que el odio llegara la punto de atacarme. No cabe duda de que el sentimiento es un obstáculo para el progreso. Nosotros, los ciudadanos de Toonol, esta­mos acaso menos sujetos a sus extravagancias que los demás barsoomianos, pero mis paisanos las sufren en menor grado. Claro que tiene sus preocu­paciones . Sin ellas no podríamos sostener una forma de gobierno estable, y los fundalianos o cualquier otro pueblo nos invadiría y nos conquistaría gracias a que en nuestras clases inferiores existe el suficiente sentimenta­lismo para hacerles leales al Jeddak de Toonol, y las clases dirigentes son lo suficientemente cultas para comprender que en su propio interés está el agruparse alrededor del trono.

    “Los fundalianos son grandes sentimentales, ahogados en estupide­ces y supersticiones, esclavos de fantasías y chifladuras. El solo hecho de que conserven en el trono a la vieja arpía Xaxa demuestra su incura­ble idiotez. Es una bruja ignorante, orgullosa, estúpida, cruel, un mari­macho, una maldición de los dioses y, a pesar de todo esto, los fundalianos lucharán y morirán por ella a causa de que su padre fue Jeddak de Fundal. Ella les ahoga con impuestos cuya carga apenas pueden soportar, les engaña, les explota, les traiciona y ellos caen ante sus pies y la adoran. ¿Por qué? Porque su padre fue Jeddak de Fundal, y antes que su padre, su abuelo, y así sucesivamente; porque les guía el sentimiento, que no la razón; porque sus malvados gobernantes explotan el sentimiento. Nada tiene ella que la haga parecer una persona normal: ni siquiera es hermo­sa. Bueno, tú ya la has visto.

    – ¿Que la he visto? –pregunté.
    – ¿No me auxiliaste el día en que llegaste de ese mundo que llamas la Tierra? ¿No te acuerdas de que dimos a su viejo cerebro un cráneo nuevo?
    – ¿Pero aquella vieja era la Jeddara de Fundal?
    – Sí, aquélla era Xaxa.
    – Como no la diste el trato que en la Tierra otorgamos a un gobernan­te, creí que se trataría de una mujer rica nada más.
    – Yo soy Ras Thavas. ¿Por que voy a inclinar la cabeza ante el próji­mo? En mi mundo solo impera la inteligencia y puedo decir sin vanidad que en este aspecto no reconozco superior alguno.
    – Entonces no estás libre del sentimiento –dije sonriendo–, puesto que te sientes orgulloso de tu cerebro.
    – No es orgullo –replicó él con paciencia–. Es solo el reconoci­miento de un hecho. Un hecho que puedo probar muy sencillamente. Según todas las probabilidades, tengo el cerebro más desarrollado y que mejor funciona entre todos los que me rodean, y la razón dice que este hecho supone que poseo el cerebro supremo de Barsoom. Por lo que conozco de tu Tierra y lo que he visto en ti, estoy convencido de que no hay en tu planeta mente alguna cuyo poder pueda aproximarse al que he desarrollado durante mil años de estudio y experiencia. Puede que Rasoom (Mercurio) o Cosoom (Venus) alberguen inteligencias iguales que la mía y aún más grandes. Aunque hemos estudiado algo sus ondas mentales, nuestros instrumentos no están aún suficientemente perfec­cionados: sólo podemos inferir que los habitantes de esos planetas son extremadamente refinados.
    – ¿Y que hay de la muchacha cuyo cuerpo diste a la Jeddara? – pregunté con una brusquedad de lo más irreverente, pues no podía apar­tar de mi memoria la imagen de aquel cuerpo delicioso que indudablemente debió poseer una inteligencia dulce y fina.
    – ¡Bah! ¡Un sujeto sin importancia! –contestó alzando los hombros desdeñosamente.
    – ¿Qué la ocurrirá? –insistí.
    – ¿Y eso que importa? La compré con una hornada de prisioneros de guerra. Ni siquiera recuerdo el país donde la adquirió mi agente o el sitio de donde era. Esas minucias no me preocupan.
    – ¿Estaba viva cuando la compraste?
    – Sí. ¿Por qué?
    – ¿De manera que... tú... la mataste después de comprarla?
    – Hará de eso diez años. ¿Por qué había de permitirla que envejecie­ra y se estropeara? ¿No comprendes que con ello perdería precio? Cuando Xaxa la compró estaba tan joven y fresca como el día en que llegó aquí. La he guardado durante mucho tiempo. Son infinitas las mujeres que la han visto y deseado, pero tuvo que llévasela una Jeddara. He cobrado por ella la cantidad más elevada de las que me han pagado en mi vida. Sí, la conservé durante mucho tiempo porque sabía que algún día me la pagarían a peso de oro. Era extraordinariamente hermosa y he ahí una de las pocas ventajas del sentimiento; si no fuera por él no habría imbé­ciles que soportaran este trabajo que estoy haciendo, y yo no podría llevar a cabo investigaciones del más alto valor. Sin duda te sorprende­rás cuando te diga que estoy a punto de poder reproducir seres humanos racionales por la acción que sobre cierta combinación química ejerce un grupo de rayos totalmente desconocidos por nuestros sabios.
    – No me sorprenderé –le respondí con firmeza–. Nada de lo que tu mente realice puede sorprenderme.


    CAPITULO III
    Valla Día


    Aquella noche no pude dormirme hasta muy tarde pensando en 4.296–E–2.63–1H, la hermosa muchacha cuyo cuerpo perfecto ha­bía sido robado para servir de adorno al cruel cerebro de una tirana. Me parecía un crimen horrible que no podía borrar de la imaginación. Creo que el recuerdo fue la primera semilla de mi odio hacia Ras Thavas. No podía imaginarme que existiera una criatura tan desprovista de la más elemental compasión que se apoderara de aquel cuerpo encantador, ni aun con el más santo de los propósitos, mucho menos guiado por el inmundo deseo de lucro.



    Tanto pensé en la muchacha durante la noche, que su imagen fue lo primero que me vino a la memoria al despertarme, ya de día. Como después del almuerzo no vi a Ras Thavas, me dirigí al almacén donde estaba el pobre objeto. Allí yacía, identificado tan solo por un número 4.296–E–2.63–1H. Era el cuerpo de una vieja con un rostro desfigurado y, sin embargo, a mi me pareció una visión radiante que aprisionaba un alma dormida. Aquella criatura, que tenía el cuerpo y la cara de Xaxa no era Xaxa, pues todo el ser de la otra había sido transferido a este cadáver helado. ¡Que espantoso debía ser su despertar, si es que algún día llegaba! Me estremecí al pensar en el horror que se apoderaría de la muchacha al ver el crimen perpetrado sobre ella. ¿Quién era? ¿Qué historia se encerraba en aquel cerebro muerto y silencioso? ¿Cómo había amado aquel ser de belleza tan sin igual y de rostro tan gracioso? ¿Le sacaría alguna vez Ras Thavas de su muerte aparente, mucho más feliz que cualquier despertar? La idea de este despertar me ponía frenético y, sin embargo, estaba deseando oírla hablar, ver cómo revivía su cerebro, oír su nombre, escuchar la historia de su vida feliz tan bárbaramente truncada por la mano del Destino. ¿Y si se despertara? ¿Y si se despertara y yo...?

    Una mano se apoyó sobre mi hombro. Al volverme vi la cara de Ras Thavas.

    – Parece que te interesa este sujeto –me dijo.
    – Si, me interesa. Estaba tratando de imaginarme la reacción de este joven cerebro si se despertara al ver que la hermosa muchacha se había convertido en una mujer vieja y desfigurada.

    Ras Thavas, pensativo, se pellizcó la barbilla.

    – Una experiencia muy curiosa –dijo–. Veo con gusto que te intere­sas científicamente por los trabajos que realizo. Debo confesar que desde hace unos cien años he desdeñado las fases psicológicas de mi labor, aun­que al principio las concedí una gran atención. Será muy interesante ob­servar y estudiar algunos de estos casos. Este, en particular, tendría mucho valor para ti como estudio inicial, pues es sencillo y normal. Más tarde podrás estudiar el caso de un cerebro de hombre injertado en un cráneo de mujer, y el inverso; también hay casos interesantes de cerebros en que se han reemplazado las partes enfermas o heridas con trozos del cerebro de otro sujeto y, solamente con un propósito experimental, el de cerebros humanos trasplantados a cráneos de animales, y viceversa. Todos ellos ofrecen inmensas oportunidades para el observador. Recuerdo que en cierta ocasión injerté en la mitad de un cerebro humano la mitad de otro de mono. Hace de esto varios años y ya es tiempo de que vea cómo anda la cosa: recuerdo perfectamente que ambos están en la bóveda L–42–X, debajo del edificio 4–J–21. Ya los veremos un día de éstos. Ahora va­mos a resucitar al 4.296–E–2.63–1H.
    – ¡No! –exclamé apoyando una mano en su brazo– ¡Sería dema­siado horrible!

    Ras Thavas se volvió sorprendido, y una sonrisa burlona y cruel se dibujó en sus labios.

    – ¡Majadero! ¡Idiota sentimental! –gritó–. ¿Cómo te atreves a de­cirme que no?

    Llevé la mano al puño de mi espada larga y contesté mirándole fijamente:

    – Ras Thavas: en tu casa eres el amo, pero mientras yo sea tu hués­ped me has de tratar con cortesía.

    Durante un momento me sostuvo la mirada; luego parpadeó.

    – No te fijes en minucias –dijo.

    Tomé esta respuesta por una excusa. En realidad era más de lo que yo esperaba. Pero el incidente no tuvo consecuencias desagradables: al contrario, creo que desde entonces me trató con más consideración. No obstante volvió inmediatamente a la losa que soportaba los restos mor­tales del 4.296–E–2.63–1H.

    – Prepara el cuerpo para la resurección –me dijo– y estudia con el mayor cuidado todos los procesos de la reacción.

    Diciendo estas palabras me dejó solo.

    Comprendí que debía obedecerle mientras formara parte de sus sé­quito. Estaba ya bastante familiarizado con el trabajo y, sin embargo, lo realicé con algún temor. La sangre que en otros tiempos había corrido por las venas del cuerpo encantador que Ras Thavas había vendido a Xaxa, estaba en un recipiente herméticamente cerrado sobre el anaquel colocado encima de la losa. Por primera vez hice solo lo que tantas veces había llevado a cabo bajo la mirada vigilante del viejo cirujano. Calenté la sangre, practiqué las incisiones, apliqué los tubos y añadí unas gotas de la solución que había de devolver la vida a aquel cerebro delicado, muerto desde hacía diez años. Al oprimir el botón que puso en marcha el motor destinado a enviar el líquido vivificante a las venas de la muerta, experimenté una sensación que ningún mortal había sufrido hasta entonces. Me había convertido en el dueño de la vida y de la muer­te; pero en el instante en que iba a resucitar mi primer muerto, me juz­gué un asesino más que un salvador. Quise ver el asunto con el ojo indiferente de la ciencia, pero fracasé del modo más lamentable. Sólo pude ver una muchacha destrozada que lloraba su hermosura perdida.

    Lanzando un juramento entre dientes quise dar media vuelta, pero no pude. Y entonces, como sujeto por una fuerza externa, mi dedo se diri­gió sin vacilar al botón y le oprimió. No encuentro la razón de ello, a menos de recurrir a la teoría de la doble mentalidad, que explica mu­chas cosas. Quizá fue mi mente subconsciente la que dirigió el acto. No sé. Lo cierto es que el motor se puso en marcha y en el recipiente de cristal empezó a bajar gradualmente el nivel de la sangre.

    Sin aliento esperé al final. Pronto se vació. Detuve el motor, separé los tubos y cerré las heridas con la cinta adhesiva. El cuerpo purpúreo empezó a adquirir el tinte rosado de la vida, el pecho comenzó a subir y bajar, la cabeza se movió ligeramente y los párpados se entreabrieron. Un débil suspiro salió de sus labios crispados. Durante mucho tiempo ningún otro signo de vida se manifestó y luego, casi de repente, se abrie­ron los ojos que, brumosos al principio, comenzaron a expresar la más grande admiración. Se detuvieron sobre mí, luego se volvieron a la par­te de la habitación que podía ver y, por fin, volvieron a fijarse en mí, examinándome atentamente desde la cabeza a los pies. Aún expresaban la mayor sorpresa, pero sin sombra de miedo.

    – ¿Dónde estoy? –Preguntó una voz chillona y áspera, la voz de una mujer vieja–. ¿Qué me ocurre en la voz? ¿Qué ha pasado? Apoyé la mano en su frente.
    – Ahora no te preocupes por ello. Espera y yo te lo explicaré todo cuando estés más fuerte.

    Se incorporó quedando sentada y entonces su vista recorrió la parte infe­rior de su cuerpo y una expresión de horror supremo crispó sus facciones.

    – ¿Qué me ha ocurrido? En nombre de mi primer antepasado, ¿qué me ha ocurrido?

    Su voz chillona me arañaba el corazón. Era la voz de Xaxa, que aho­ra poseería la garganta más dulce que sólo podía armonizar con el rostro bellísimo que había robado. Me esforcé por substraerme del hechizo de aquel acento estridente para no pensar más que en el envoltorio carnal, albergue en otros tiempos del alma que ahora habitaba aquel cuerpo viejo y arrugado.

    Ella extendió la mano y la apoyó con suavidad sobre la mía. La ac­ción era hermosa y los movimientos graciosos. El cerebro de la niña dirigía los músculos; pero la ronca garganta de Xaxa no podía articular notas dulces.

    – ¡Dime, dime, por favor! –imploró. Por primera vez en muchos años había lágrimas en los ojos viejos–. ¡Dime! Tú debes estar entera­do.

    La dije todo lo que quería saber. Me escuchó atentamente, y cuando hube terminado suspiró.

    – Después de todo –dijo–, ahora que ya lo sé no me parece tan horrible. Por lo menos, es preferible a la muerte.

    Me alegré de haber oprimido el botón. Estaba satisfecha con vivir aunque fuera en la horrible envoltura de Xaxa. Pero no pude menos de exclamar:

    – ¡Eras tan hermosa!
    – ¿Y ahora soy muy fea? ¿Que importa eso? Este cuerpo no puede cambiarme ni hacerme distinta de como he sido siempre. En mí perma­necen todas mis cualidades, buenas o malas, y puedo ser feliz en esta segunda vida y quizás hacer algún bien. Al principio me asusté porque ignoraba lo que me había sucedido: creí que había contraído alguna terrible enfermedad que me hubiera desfigurado, pero ahora que ya sé a qué atenerme, ¿qué me importa esto?
    – Eres admirable. Cualquier mujer se hubiera vuelto loca de horror al perder una hermosura tan adorable como la tuya... y a ti no te preocupa.
    – Si, amigo mío, me preocupa; pero no hasta el punto de arruinar mi vida por causa de ello o de ensombrecer la vida de los que me rodean. Yo he disfrutado de mi belleza y te confieso que no ha sido una felicidad del todo pura. Por causa de ella se mataron muchos hombres y por causa de ella dos grandes naciones entraron en guerra. Quizá mi padre perdió su trono y su vida. Lo ignoro porque me capturaron los enemigos cuan­do la guerra estaba en su apogeo. Puede que todavía continúe y los hom­bres se maten entre sí porque yo era demasiado hermosa. Pero ahora ninguno lucharía por mí.
    – ¿Sabes cuánto tiempo llevas aquí?
    – Sí. Me trajeron anteayer.
    – Anteayer, no. Hace diez años.
    – ¡Diez años! Imposible.

    Señalé a los cadáveres que nos rodeaban.

    – Has estado como esos durante diez años –la expliqué–. Hay cuer­pos que llevan aquí más de cincuenta, según me ha dicho Ras Thavas.
    – ¡Diez años! ¡Diez años! ¡Qué no puede haber ocurrido en diez años! Es mejor que así sea. Ahora no me atrevería a volver. No quiero saber qué ha sido de mi padre y de mi madre. ¿Vas a dormirme otra vez?
    – Eso depende de Ras Thavas. Por ahora mi obligación se reduce a observarte.
    – ¿A observarme?
    – A observar tus... reacciones.
    – ¡Ah! ¿Y para qué puede servir eso?
    – Puede hacer algún bien al mundo.
    – ¿Proporcionando a ese horrible Ras Thavas nuevas ideas para su cámara de tortura... sugiriéndole nuevos proyectos para extraer más di­nero de los sufrimientos de sus víctimas?
    – El trabajo que realiza tiene su lado bueno. El dinero que gana le permite sostener este maravilloso establecimiento donde constantemente está llevando a cabo innumerables experimentos. Muchas de sus opera­ciones son buenas. Ayer mismo le trajeron un guerrero con el brazo hecho astillas. Ras Thavas le proporcionó uno nuevo. También trajeron un niño loco al que Ras Thavas dio un cerebro nuevo. El brazo y el cerebro provenían de dos sujetos que murieron violentamente. Gracias a Ras Thavas estos dos cadáveres, después de morir, dieron vida y feli­cidad a dos desgraciados.
    – Bien –dijo ella después de reflexionar un momento–. Espero que siempre serás mi observador.

    Ras Thavas entró y la examinó. Miró la tarjeta donde yo había hecho un breve resumen de la historia del caso número 4.296–E–2.63–1H. Se comprende que esta cifra es una traducción de su número particular. Los barsoomianos no tienen un alfabeto como el nuestro y su sistema de numeración es muy diferente. Los diez caracteres arriba mencionados estaban representados por cuatro signos tooholianos, pero la expresión era la misma: indicaban en forma abreviada el número, la habitación, la mesa y el edificio.

    – Llevaremos a este sujeto cerca de ti para que puedas observarle con regularidad –dijo Ras Thavas–. Hay una cámara adyacente a la tuya: daré orden de que la abran y la habiliten. Cuando no esté bajo tu obser­vación, déjalo encerrado.

    Para Ras Thavas aquello no era más que un caso.

    Conduje a la muchacha, si así puedo llamarla, hacia la habitación designada, y en el camino la pregunté su nombre, pues me parecía una descortesía hablarla siempre mencionando el número, como la expliqué.

    – Es una consideración por parte tuya –me contestó–, pero real­mente eso es lo que yo soy aquí: un número, un sujeto más para la vivi­sección.
    – Para mí representas más: estás sin amigos y desamparada. Quiero servirte en lo que pueda y hacerte algo agradable tu vida aquí. – Te doy las gracias nuevamente. Me llamo Valla Dia. ¿Y tú?
    – Ras Thavas me llarna Vad Varo.
    – ¿Y no es ése tu nombre?
    – Mi nombre es Ulysses Paxton.
    – Es muy extraño: en mi vida he oído nada parecido en los hombres que me han rodeado. No pareces barsoomiano. Tienes un color distinto del de nuestra raza.
    – No soy de Barsoom, sino de la Tierra, el planeta que vosotros lla­máis Jasoom. Por eso me diferencio tanto de vosotros.
    – ¿Jasoom? Hay aquí otro jasoomiano cuya fama ha llegado a todos los rincones de Barsoom, pero yo nunca le he visto.
    – ¿John Carter?
    – Sí, el Señor de la Guerra. Siempre ha vivido en Helium y mi país no conservaba con Helium relaciones muy cordiales. Nunca he podido comprender cómo llegó aquí. Y ahora que veo ante mí otro jasoomiano, ¿puedo satisfacer mi curiosidad? ¿Cómo has cruzado el espacio?

    Moví la cabeza.

    – Ni siquiera puedo adivinarlo –contesté.
    – En Jasoom debe haber hombres maravillosos.

    A este cumplido había que oponer otro, por lo que respondí:

    – Del mismo modo que en Barsoom hay mujeres bellísimas.

    Valla Dia contempló tristemente su cuerpo viejo y arrugado.

    – Yo he visto cómo eras –le dije afablemente.
    – No quiero ver mi rostro: debe de ser una cosa horrible.
    – Cuando lo veas recuerda que no es el tuyo.
    – ¿Tan feo es?

    No contesté.

    – ¿Que importa? –añadio–. Si mi alma no fuera bella, no tendría belleza alguna, por muy perfectas que fueran las facciones; si, por el contrario, poseo la belleza del alma, soy bella y puedo pensar cosas hermosas y realizar tareas hermosas. Creo que, a fin de cuentas, en esto reside la verdadera belleza.
    – Y además hay esperanza –añadí imperceptiblemente.
    – ¿Esperanza? Si te refieres a la posibilidad de que algún día pueda recobrar mi verdadero cuerpo, no hay esperanza. Ya me has dicho lo bastante para convencerme de que esto no puede ser.
    – De acuerdo. No hablemos, pero pensemos en ello, porque a veces pensando intensamente se encuentran los medios de realizar nuestro pensamiento.
    – No quiero albergar esperanzas, pues sé que me espera una triste desilusión. Seré feliz en el estado en que me encuentro. Si me dedico a pensar, seré desgraciada.

    Después de que la trajeron los alimentos que yo había encargado para ella, Ras Thavas me mandó llamar y dejé a Valla Dia encerrada, como me había ordenado el viejo cirujano. Lo encontré en su despacho, en una pequeña habitación adosada en la cual había una cámara espa­ciosa donde infinidad de empleados arreglaban y clasificaban los infor­mes de las diversas dependencias del gran laboratorio. Al entrar en el despacho, Ras Thavas se levantó.

    – Ven conmigo, Vad Varo; tenemos que ver los casos de L–42–X, los dos de que te he hablado.
    – ¿El hombre con medio cerebro simio y el mono con medio cerebro humano?

    Asintió y, precediéndome, se encaminó hacia las bóvedas subterrá­neas del edificio. A medida que descendíamos, me fijaba en el aban­dono de los corredores y pasadizos. Los suelos estaban cubiertos de polvo impalpable; las lámparas de radio, que iluminaban débilmente aquellas profundidades, estaban envueltas en la misma substancia. En el camino nos encontramos con muchas puertas a derecha e izquierda, en cuya parte superior campeaba un jeroglífico. Varias de ellas esta­ban tapiadas con cemento. ¿Qué horribles secretos escondían? Por fin llegamos a L–42. Aquí los cuerpos estaban alineados en estanterías que formando varios pisos llenaban el espacio desde el suelo hasta el techo, dejando un vacío rectangular en el centro de la cámara, ocupa­do por una mesa de piedra con sus motores y todos los instrumentos precisos para las operaciones.

    Ras Thavas buscó el sujeto de su curiosa experiencia; juntos trans­portamos el cuerpo humano a la mesa y, mientras Ras Thavas conectaba los tubos yo me encargué del recipiente de la sangre colocado sobre una cornisa al lado del cadáver. Pronto quedó verificada la resurección y ambos esperamos las reacciones de la vuelta a la consciencia de aquel sujeto tan particular.

    El hombre se incorporó y nos miró; luego paseó la vista por la habi­tación con un destello de salvajismo en los ojos. Se deslizó hasta el suelo dejando la mesa entre nosotros y él.

    – No te haremos daño –le dijo Ras Thavas.

    El hombre quiso hablar, pero sus palabras formaban un guirigay incomprensible; luego sacudió la cabeza y gruñó: Ras Thavas avanzó un paso hacia él, que se puso en cuatro patas y retrocedió sin dejar de gruñir.

    – ¡Ven! –gritó Ras Thava–. No te vamos a hacer daño.

    Prosiguió su avance, pero el hombre se echó a un lado gruñendo con más furia y, de pronto, dio un salto hasta el último de los anaqueles, donde se arrodilló al lado de un cadáver y farfulló algo ininteligible.

    – Tendremos que pedir ayuda –dijo Ras Thavas, y acercándose a la puerta hizo sonar el silbato.
    – ¿Por qué silbas? –preguntó repentinamente el hombre–. ¿Quié­nes sois vosotros? ¿Dónde estoy? ¿Qué me ha ocurrido?
    – Baja de ahí –contestó Ras Thavas–. Somos amigos.

    El hombre bajó, utilizando los estantes a modo de escalones, y se acercó a nosotros, pero andando aún a cuatro patas. Miraba los cadáve­res con una expresión nueva en sus ojos.

    – ¡Tengo hambre! –gritó–. ¡Quiero comer!

    Y diciendo esto, cogió el cadáver más próximo y le hizo caer al suelo.

    – ¡Quieto! –aulló Ras Thavas saltando hacia él–. Vas a destrozar­me a ese sujeto.

    El hombre se desvió nuevamente arrastrando el cadáver por el suelo. Entonces llegaron los subalternos y con su ayuda pudo dominarse a la pobre criatura, que quedó sólidamente amarrada.

    Ras Thavas les ordenó luego que bajaran el cuerpo del mono y se quedaran en la cámara, pues podía necesitarles otra vez.

    Este segundo sujeto era un ejemplar enorme de mono blanco barsoomiano, una de las más feroces y temidas especies que pueblan el planeta rojo. Teniendo en cuenta la enorme potencia y ferocidad de la bestia, Ras Thavas tomó la precaución de atarle bien antes de hacerle resucitar.

    Al recobrar el conocimiento el animal nos miró asombrado. Varias veces intentó hablar, pero su garganta sólo emitía sonidos inarticulados. Luego dejó caer la cabeza.

    Ras Thavas le habló.

    – Si entiendes mis palabras, mueve la cabeza.

    El mono asintió.

    – ¿Te gustaría que te quitaran las cuerdas?

    El animal movió nuevamente la cabeza.

    – Temo que quieras escapar o herirnos.

    El mono hizo un esfuerzo y de sus labios salió un sonido inconfundi­ble. Era la palabra no.

    – ¿No nos hará daño o intentarás escapar? –Repitió Ras Thavas.
    – No –contestó el mono, y esta vez su pronunciación fue casi co­rrecta.
    – Veremos; pero ten presente que si nos atacas te mataremos en el acto con nuestras armas.

    El mono movió la cabeza y dijo con visible esfuerzo: – No os atacaré.

    A una señal de Ras Thavas, los subalternos le quitaron las ligaduras y el mono se sentó; luego extendió los miembros y se deslizó al suelo, donde permaneció en dos pies. Esto nada tenía de sorprendente, pues los monos blancos anda en dos pies con más frecuencia que en cuatro; aunque yo entonces ignoraba este hecho, que Ras Thavas me explicó más tarde al comentar la actitud cuadrúpeda que había tomado el hombre. Ras Thavas examinó minuciosamente al sujeto y luego volvió al hombre, que continuaba manifestando características más simiescas que humanas, aunque hablaba con más facilidad que el mono, debido quizás a sus órganos vocales mejor desarrollados. Para comprender lo que decía él mono era precisa una extremada atención.

    – Nada ofrecen de particular estos sujetos –dijo Ras Thavas, des­pués de dedicarles medio día–. Vienen a corroborar lo que ya deduje hace varios años, al transplantar cerebros íntegros: que el injerto esti­mula el crecimiento y actividad de las células cerebrales. Observa que, en cada uno de los sujetos, la más activa es la porción de cerebro injer­tada, que llega casi a dominar a la otra. Por eso el sujeto humano exhibe características simiescas muy bien determinadas, mientras el mono se comporta de un modo casi humano, aunque si les dedicaras una conti­nua atención observarías que a veces vuelven a sus propios instintos, pero no vale la pena de perder el tiempo en eso. Ya he dedicado dema­siado a un asunto tan poco provechoso. Voy a los laboratorios de arriba, mientras tú te encargas de volver a anestesiar a los sujetos. Si te hacen falta los subalternos, permanecerán aquí.

    El mono, que había escuchado atentamente este discurso, avanzó un paso.

    – ¡Oh, por favor! –masculló–. No me condenes de nuevo a esas horribles estanterías. Recuerdo el día en que me trajeron aquí amarrado y, aunque ignoro lo que ha ocurrido desde entonces, me basta con ver el aspecto de mi piel y la de esos cadáveres polvorientos, para comprender que he estado aquí mucho tiempo. Te suplico que me permitas vivir para reunirme con mis semejantes o para servirte en lo que pueda dentro de este establecimiento, que conozco en parte de la época en que me trajeron, atado e indefenso, a tus frías mesas de operaciones.

    Ras Thavas hizo un gesto de impaciencia.

    – ¿Qué tonterías dices? En interés de la ciencia, vale más que vuel­vas al estado inconsciente.
    – Accede a su ruego –intervine–. Yo respondo por él, pues quiero dedicarme a estudiarle.
    – Haz lo que te mando –replicó secamente Ras Thavas, saliendo de la habitación.

    Me encogí de hombros.

    – Ya ves que no hay otro remedio –dije al mono.
    – Podría atacaros a todos y huir –contestó éste–, pero tú has inter­venido por mí y yo no puedo matar a quien ha querido auxiliarme. Sin embargo, me estremezco de pensar en una segunda muerte. ¿Cuánto tiempo he permanecido aquí? –preguntó súbitamente.

    Consulté la historia de su caso, escrita en la tablilla de la cabecera.

    – Doce años –le respondí.
    – ¿Por qué no? –murmuró como hablando consigo mismo–. Este hombre sería capaz de matarme. ¿Por qué no adelantarme yo matándole a él primero?
    – Nada conseguirías –le contesté–. No podrías escapar; al contra­rio, te matarían definitivamente, y si me matas a mí perderías la posibi­lidad de poder resucitar algún día.

    Le hablaba en voz baja, acercando mi boca a su oído para que los subalternos no pudieran oírme. El mono me escuchó con atención.

    – ¿Cómo? –preguntó–. ¿Quieres decir que...?
    – Sí, en la primera oportunidad que se presente.
    – Muy bien –asintió–. Confío en ti y me entrego en tus manos.

    Media hora después ambos sujetos reposaban de nuevo en sus tumbas.


    CAPÍTULO IV
    El Convenio


    Los días, las semanas y los meses transcurrieron, y continué traba­jando al lado de Ras Thavas, ganando cada vez más la confianza del viejo cirujano y descubriendo los secretos de su profesión. Gradual­mente, fue permitiéndome realizar funciones más importantes en el in­menso laboratorio. Empecé por injertar miembros de un sujeto en otro; luego me consintió llevar a cabo varias operaciones en clientes ricos. Extraje los riñones enfermos de un viejo, reemplazándolos con los de un sujeto joven y sano; al día siguiente di una glándula tiroides nueva a un niño raquítico y enclenque. Unas semanas más tarde cambié dos co­razones y, por fin, llegó el gran día en que, sin asistencia alguna y con Ras Thavas a mí lado, extirpé el cerebro de un viejo colocándolo en el cráneo de un joven.



    Terminada la operación, Ras Thavas me puso la mano en el hombro.

    – Yo mismo no lo hubiera hecho mejor –me dijo.

    Estaba entusiasmado, y no comprendí su emoción después de haberle oído proclamar, orgulloso, su falta de sentimientos. Muchas veces me había preguntado a mí mismo qué propósitos guiaban a Ras Thavas a dedicar tanto tiempo a mi educación; pero nunca había encontrado más explicación que la poco satisfactoria de que necesitaba un ayudante distinguido. Esta razón no me convencía, pues al consultar los índices de los informes, que ahora tenía a mi completa disposición, vi que el número de sus operaciones no había aumentado desde hacia muchos años, y además no me explicaba la preferencia que pudiera darme sobre los marcianos rojos, pues su confianza ciega en mi lealtad no acababa de convencerme.

    No debía tardar mucho tiempo en comprender la verdadera razón que le obligaba a obrar así. Todos los actos de Ras Thavas iban siempre guiados por un motivo. Una noche, al terminar la cena, se me quedó mirando fijamente, según costumbre, como si quisiera leer en mi pensa­miento; cosa que, con gran sorpresa y desagrado por su parte, no podía conseguir. A menos de que un marciano esté siempre alerta, otro marciano puede siempre adivinar sus pensamientos, pero Ras Thavas era incapaz de adivinar los míos y lo achacaba a que yo no era barsoomiano. No obstante, yo podía a menudo leer en el pensamiento de mis auxiliares cuando éstos estaban distraídos, pero jamás pude hacer la experiencia en Ras Thavas, ni creo que hubiera alguien que pudiera hacerlo, pues conservaba su cerebro tan sellado como los recipientes que contenían la sangre de nuestros sujetos.

    Aquella noche se me quedó mirando, como digo, y aunque permane­ció así mucho tiempo no me molestó lo más mínimo, pues ya estaba acostumbrado a sus extravagancias.

    – Probablemente –dijo–, una de las razones por las que yo confío en ti, es debida al hecho de que ni por un instante puedo sondear tu mente, con lo cual ignoro si albergas pensamientos traidores respecto a mí, al paso que en lo más recóndito de las almas de todos los que me rodean descubro odio, envidias y celos. Así, sé que no puedo fiarme de ellos y, por consiguiente, acepto el riesgo de abandonarme a ti, y la razón me dice que la elección no es equivocada. No puedes perjudicar­me sin perjudicarte a ti mismo, ni hay motivos para que experimentes resentimiento hacia mí. Claro está que eres un sentimental, y sin duda te horrorizan algunos actos de una mente sana, racional y científica pero, al mismo tiempo, posees una elevada inteligencia y puedes apreciar los motivos que me guían al realizar esos actos que tu sentimentalismo des­aprueba. Algunas veces te habrás enfadado, pero no puedes decir que he sido injusto contigo o con alguna criatura que te inspire eso que llamas amor o amistad. ¿Digo la verdad y razono con lógica?

    Asentí con un movimiento de cabeza.

    – Muy bien. Ahora voy a explicarte las razones que me han impulsa­do a darte una educación tan perfecta como ningún ser humano ha reci­bido, excepto yo. No estoy dispuesto a utilizarte todavía o, mejor dicho, no estás preparado aún; pero, cuando conozcas mi propósito, compren­derás la necesidad de orientar todas tus energías para el fin a que te destino, y te aplicarás con más ardor a perfeccionarte en la ciencia altí­sima que te estoy enseñando.

    “Soy un, hombre muy viejo, aun medido con los patrones de Barsoom. Tengo más de mil años. He llegado a la decrepitud física, pero no he agotado el trabajo que mi vida puede producir; en realidad apenas lo he iniciado. Barsoom no puede prescindir de mi cerebro supremo ni de mi elevadísima inteligencia. Hace mucho tiempo que pienso en un plan para contrarrestar la muerte, pero me hace falta una inteligencia igual a la mía. Estas dos vivirían eternamente. Esta segunda inteligencia eres tú. Ya te he explicado las razones que me han guiado en esta elección, totalmente libres de sentimentalismo. No te he elegido porque te quiera o porque sienta amistad hacia ti, ni porque crea que me quieres o te soy simpático. No; te he elegido porque sé que, de todos los habitantes de este mundo, eres el único que no me puede fallar. Durante cierto tiempo vas a tener mi vida entre tus manos. Ahora comprenderás por qué mi elección ha tenido que ser muy meditada.

    “El plan que he forjado es la sencillez misma, con tal de que no me falten los dos factores esenciales: inteligencia y lealtad egoísta en mi ayudante. Mi cuerpo está casi destrozado: necesito uno nuevo. En mi laboratorio abundan los cuerpos jóvenes, llenos de salud y fortaleza. No tengo que hacer más que escoger uno de ellos y mi hábil ayudante saca­rá mi cerebro de esta vieja envoltura para colocarlo en la nueva.

    – Ahora comprendo por qué me has enseñado –contesté–. ¡Cómo me ha intrigado siempre este problema!
    – Sólo así podré continuar mi trabajo, y Barsoom disfrutará indefini­damente de los beneficios de mi cerebro. Viviré eternamente siempre que tenga un buen ayudante, para lo cual me preocuparé de que nunca muera, reemplazando su cuerpo, cuando llegue a viejo, por cualquiera de los jóvenes de mi almacén. Así seremos inmortales, pues tengo razo­nes para pensar que el cerebro nunca muere, a menos que sea herido o atacado de una enfermedad. Aún no estás preparado para realizar un acto tan transcendental. Debes transferir más cerebros, para adquirir práctica y conocimiento de todas las pequeñas irregularidades que im­piden haya dos operaciones idénticas. Cuando estés lo suficientemente preparado, cosa que yo seré el primero en saber, no perderemos más tiempo para asegurar el eterno bienestar de Barsoom.

    El plan me pareció excelente, lo mismo para él que para mí. Nos aseguraba la inmortalidad: podríamos vivir eternamente y siempre ten­dríamos cuerpos jóvenes, robustos y sanos. ¡En qué magnífica posición me colocaría! Si el viejo confiaba en mi egoísta lealtad, del mismo modo podría yo fiarme de él, pues no se atrevería a indisponerme con la única criatura del mundo capaz de asegurarle la inmortalidad. Por primera vez, desde que entré en el establecimiento, respiré a gusto.

    En cuanto se separó de mí marché directamente a la habitación de Valla Dia, pues quería comunicarle la estupenda noticia. Durante los meses transcurridos desde su resurrección había ido conociendo las ad­mirables bellezas de su alma, hasta terminar por no ver en ella la horri­ble y desfigurada cara de Xaxa, sino los encantos interiores de Valla Dia. Había llegado a ser mi confidente, como yo lo era suyo, y esta asociación constituyó uno de los mayores placeres de mi existencia en Barsoom.

    Cuando hube terminado de referir la historia me felicitó sincera y calurosamente, diciéndome que confiaba en que usaría de mi gran po­der para sembrar el bien por el mundo, a lo que contesté que, una de mis primeras cosas que iba a pedir a Ras Thavas, era que proporcionara a Valla Dia un cuerpo joven y hermoso.

    – No, amigo mío –me contestó, moviendo la cabeza–. De no tener el mío propio, lo mismo me da éste de Xaxa que cualquier otro. Sin el mío propio no me atreveré a volver a mi patria. Además, fuera cualquiera el cuerpo hermoso que Ras Thavas me diera, siempre tendría que temer la codicia de sus clientes, y estaría expuesta a que una de ellas lo quisiera para sí, dejándome su armazón vieja, enferma o desfigurada. No, amigo; de no recobrar el mío, estoy satisfecha con el de Xaxa que, aunque feo, está sano y correoso. Por otra parte, ¿a quién intereso yo? Sólo tú eres mi amigo, y yo tengo bastante con tu amistad: tú me aprecias por lo que soy, no por lo que parezco. Dejemos las cosas tal como están.
    – ¿Te gustaría recobrar tu cuerpo y volver a tu patria?
    – ¡Oh, no digas eso! –gritó–. Sólo el pensarlo me vuelve loca de deseo. No debo alimentar una esperanza tan ilusoria que es un suplicio intolerable.
    – No desespero –insistí–. Solo la muerte acaba con la esperanza.
    – Quieres ser bueno conmigo y no consigues más que hacerme sufrir. No puede haber esperanza.
    – Entonces yo esperaré por ti, ya que veo un camino, aunque confie­so que con pocas probabilidades de éxito.
    – No existe ese camino –repitió ella, moviendo la cabeza–; ni Duhor volverá a verme.
    – ¿Duhor? ¿Es el... hombre que te interesaba?
    – Me interesaba y me intereso por él –contestó Valla Dia sonriendo­pero Duhor no es una persona: es mi hogar, el país de mis antepasados.
    – ¿Por qué saliste de Duhor? Nunca me lo has dicho, Valla Dia.
    – A causa de la crueldad de Jal Had, príncipe de Amhor. Desde tiem­po inmemorial ha existido enemistad entre Duhor y Amhor, pero un día llegó Jal Had disfrazado a la ciudad de Duhor, atraído, según cuentan, por la gran belleza de la única hija de Kor San, Jeddak de Duhor. En cuanto el intruso la vio, decidió apoderarse de ella y, apenas llegado a Amhor, mandó embajadores a la corte de Kor San pidiendo la mano de la princesa de Duhor. Kor San, que no tenía hijos varones, había pensa­do casar a su hija con uno de los Jeds de Duhor, a fin de que el hijo de esta unión, con sangre de Kor San en las venas, reinase sobre el pueblo de Duhor. Por consiguiente, la pretensión de Jal Had fue denegada.

    “Tanto irritó al amhoriano esta repulsa, que organizó una flota aérea formidable para sojuzgar a Duhor, y conseguir por la fuerza lo que no pudo por medios honrados. En aquella época, Duhor estaba en guerra con Helium y tenía todo su ejército en el lejano Sur, con excepción de un pequeño destacamento de guarnición que se quedó en la ciudad Jal Had no pudo encontrar ocasión más propicia para atacar. Duhor cayó y, mientras los amhorianos saqueaban la ciudad, Jal Had, con un batallón, recorrió el palacio buscando a la princesa; pero ésta no tenía deseo algu­no de convertirse en Jeddara consorte de Amhor.

    «En cuanto vió por el cielo la vanguardia de la flota amhoriana, comprendió el objeto que la guiaba, y se dispuso a burlar la captura. En su séquito había un cosmetólogo, cuyo único deber consistía en preservar la belleza del cutis y el pelo de la princesa, preparándola para las audiencias públicas y recepciones cortesanas. Era un maestro en su arte, y podía hacer que un rostro feo pareciera agradable, otro corriente encantador, y otro encantador radiante. La princesa le llamó con toda urgencia, y le ordenó que le transformara el rostro convirtiéndoselo en feo; cuando hubo terminado su trabajo, nadie hubiera sospechado que, bajo aquella cara bien poco agraciada, se ocultaba la princesa de Duhor.

    «Cuando llegó Jal Had y no pudo encontrar lo que buscaba, ni aun torturando a algunos de los fieles súbditos, ordenó la captura y conduc­ción a Amhor de todas las mujeres del palacio, que quedarían prisione­ras hasta que la princesa de Duhor le fuera entregada en matrimonio. En consecuencia, me condujeron, en compañía de otras muchas, a un navío aéreo amhoriano, que se dirigió a la capital enemiga una vez terminado el saqueo de Duhor, donde permaneció el grueso de la escuadra.

    «Cuando el buque llevaba recorridos los cuatro o cinco mil haads que separan a Duhor de Amhor, apareció una escuadra de Fundal que nos atacó inmediatamente. Las naves que nos escoltaban fueron destrui­das o derribadas, y la que nos llevaba a bordo cayó en manos de los fundalianos. Nos condujeron a Fundal, donde nos vendieron en pública subasta, y a mí me compró uno de los agentes de Ras Thavas. Lo demás ya lo sabes. La princesa de Duhor jamás volverá a su patria.

    – ¡Debes volver! –grité, porque había combinado un plan–. ¿Dón­de está Duhor?
    – ¿Vas a ir allí? –preguntó, riendo.
    – Sí.
    – Estás loco, amigo mío. Duhor se encuentra a más de 7.800 haads de Toonol, detrás de las colinas artolianas, cubiertas de nieves perpe­tuas. Tú, solo y extranjero, no podrías llegar allí, pues tendrías que atra­vesar las marismas toonolianas, llenas de hordas feroces, animales salvajes y ciudades guerreras. Morirías tristemente en cuanto hubieras recorrido los primeros cincuenta haads, suponiendo que pudieras salir de la isla donde está edificado el laboratorio de Ras Thavas. ¿Qué moti­vos tienes para realizar tan inútil sacrificio?.

    No tuve valor para contestarle. No podía mirar aquella figura sarmentosa y aquel rostro feo y deforme, y decirle: La razón es que te amo, Valla Dia, y, sin embargo, ésa era la verdad. A medida que fuí conociendo las maravillosas bellezas de su alma y de su espíritu, había ido sintiendo cómo en mi corazón nacía un amor irresistible, que no podía expresar a aquella bruja repugnante. Yo amaba el espíritu hermo­so de la verdadera Valla Dia, pero no podía amar el cuerpo de Xaxa. Al mismo tiempo me angustiaban otras emociones, nacidas de una gran duda: ¿podría Valla Dia corresponder a mi amor? En su situación ac­tual, habitando el cadáver de Xaxa, sin más amigo que yo para dulcifi­car su soledad, podía sentir hacia mí un sentimiento de gratitud; pero si alguna vez llegaba a ser de nuevo la hermosa Valla Dia para volver al palacio de su padre, rodeada por los nobles de Duhor, ¿se acordaría del triste desterrado de otro mundo? Pero esta duda no me impediría reali­zar, en tanto me lo permitiera el destino, el plan descabellado que había empezado a idear.

    – No has contestado a mi pregunta, Vad Varo –dijo ella, interrum­piendo mis pensamientos–. ¿Por qué quieres hacer eso?
    – Para reparar el mal que te han hecho, Valla Dia.
    – No lo intentes. Con ello yo perdería mi único amigo, cuya compa­ñía es la única fuente de felicidad que me queda. Aprecio tu generosi­dad y lealtad, tu noble deseo de servirme hasta ese extremo suicida; pero no lo intentes... no debes hacerlo.
    – Si te molesta, no hablemos más de ello; pero ten en cuenta que nunca dejaré de pensarlo. Algún día encontraré el medio de llevarlo a la práctica.

    A medida que transcurría el tiempo, Ras Thavas dedicaba más inte­rés a la dirección de mi trabajo en la transferencia de cerebros: se acer­caba el día en que mi viejo maestro abandonaría en mis manos su vida y su porvenir. El sabía que estaría completamente bajo mi poder: yo po­dría matarle, o conservarle eternamente anestesiado, o jugarle la mala partida de hacerle revivir en el cuerpo de un calot; o darle la mitad del cerebro de un mono; pero tenía que aceptar estos riesgos, porque iba decayendo con gran rapidez. Ya estaba completamente ciego, y sólo veía gracias a los maravillosos anteojos que él mismo había inventado; también estaba sordo como una tapia, y tenía que recurrir a medios arti­ficiales para oír. Y ahora su corazón empezaba a mostrar síntomas de fatiga, que él no podía menos de percibir.

    Una mañana me mandó llamar por un esclavo. Encontré al viejo ci­rujano acostado e impotente: era un miserable paquete de piel y huesos.

    – Hay que darse prisa, Vad Varo –dijo con voz que era apenas un soplo. Hace pocos tais creo que se me ha parado el corazón. Por eso he enviado a buscarte.

    Señaló la puerta que comunicaba con la habitación vecina.

    – Ahí encontrarás el cuerpo que he elegido. Ahí, en mi laboratorio privado, que he construido hace mucho tiempo para este objeto, lleva­rás a cabo la más grande operación quirúrgica que vió el Universo, tras­ladando el cerebro supremo al cuerpo más hermoso y perfecto que puede imaginarse. Verás que la cabeza está ya preparada para recibir mi cere­bro; el del sujeto ha sido extirpado y destruido por el fuego, aniquilado totalmente, para que no haya la más mínima probabilidad de que exista un cerebro deseoso de recuperar ese cuerpo magnífico. Llama a los es­clavos y haz que me transporten a la mesa de operaciones.
    – No hace falta –le dije.

    Y levantándole con mis brazos como si fuera un niño, le llevé a la habitación contigua, en la que estaba montado un laboratorio completo y perfectamente alumbrado, una de cuyas mesas de operaciones estaba ocupada por el cuerpo de un hombre roj o. Sobre la otra que estaba vacia deposité el cuerpo de Ras Thavas, y luego me volví para contemplar la nueva envoltura que había elegido. Creo que nunca he visto cuerpo tan perfecto ni rostro tan encantador. Ras Thavas había elegido bien. Des­pués de un momento me incliné sobre mi maestro, hice las dos incisio­nes y apliqué los tubos. Toqué con el dedo al botón que había de poner en marcha el motor absorbiendo su sangre y reemplazándola por el lí­quido maravilloso. Entonces hablé.

    – Ras Thavas, has empleado mucho tiempo en prepararme para este instante. He trabajado a tu lado con ardor y entusiasmo. Tú me has ense­ñado que todos los actos humanos deben ir guiados únicamente por el interés propio, y no he desaprovechado la lección. Puedes estar conven­cido de que yo no hago esto porque te quiera o porque sienta amistad hacia ti; pero crees que me has ofrecido bastante al concederme única­mente la inmortalidad. Por desgracia, conservo algún resto de senti­mentalismo, odio el mal y soy capaz de sentir amistad y amor. El precio que me ofreces no me parece bastante. Si la operación tiene éxito, ¿es­tás dispuesto a pagarme más?

    Ras Thavas me miró durante un minuto y pude ver que temblaba de rabia, pero no levantó la voz al replicar:

    – ¿Qué más quieres?
    – ¿Te acuerdas del 4.296–E–2.63–1H?
    – ¿El sujeto que tiene el cuerpo de Xaxa? Sí, me acuerdo. ¿Qué pasa?
    – Quiero que se le devuelva su propio cuerpo. Este es el precio que me pagarás por la operación.

    Ras Thavas me miró fijamente.

    – Es imposible. Lo tiene Xaxa. Aun cuando me atreviera, nunca po­dría recobrarlo. ¡Empieza la operación!
    – Cuando me hayas concedido lo que te pido.
    – No puedo prometer un imposible. Pídeme cualquier otra cosa; no me opongo a una demanda razonable.
    – Y yo no quiero más que eso; pero no insisto en que rescates tú el cuerpo. Si yo traigo aquí a Xaxa, ¿querrás tú hacer la transferencia?
    – Eso traería consigo la guerra entre Toonol y Fundal.
    – Me importa muy poco. ¡Pronto, decídete! Dentro de cinco tais opri­miré el botón. Si me concedes lo que te pido, tendrás un cuerpo nuevo y hermoso. Si rehusas, quedarás para siempre en la inconsciencia. RasThavas contestó, silabeando las palabras:
    – Prometo que, cuando me traigas el cuerpo de Xaxa, trasladaré a ese cuerpo el cerebro que elijas entre todos mis sujetos.
    – ¡Está bien! –exclamé, apretando el botón.


    CAPÍTULO V
    Peligro


    Ras Thavas despertó convertido en una nueva y espléndida criatura, un joven de tan exquisita belleza que más parecía celestial que humana; pero aquella hermosa cabeza albergaba el cerebro milenario del sabio cirujano. Al abrir los ojos me miró fríamente.



    – Has trabajado bien.
    –Lo he hecho por amistad, quizás por amor–le repliqué–; de modo que puedes agradecer al sentimiento el éxito de la empresa.

    No contestó.

    – Y ahora –continué–, espero que cumplirás la promesa que me has hecho.
    – Cuando traigas el cuerpo de Xaxa le injertaré el cerebro que quie­ras; pero, en tu lugar, yo no arriesgaría mi vida en una aventura tan descabellada. ¿Por qué no eliges otro cuerpo, entre los muchos hermo­sos que tengo, para albergar el cerebro de 4.296–E–2.63–1H?
    – Tu promesa se refiere sólo al cuerpo que ahora detenta la Jeddara Xaxa.

    Se encogió de hombros, y por sus labios encantadores vagó una son­risa irónica.

    – Muy bien; pues dedícate a buscar a Xaxa. ¿Cuándo piensas empezar?
    – Todavía no estoy preparado. Ya te avisaré a tiempo.
    – ¡Pues ahora vete...! Pero espera. Ve primero al despacho y entérate si hay algún caso que no requiera mi atención personal y que puedas desempeñar tú, para ponerte en seguida a la tarea.

    Al salir noté en él una ladina sonrisa de satisfacción. ¿A qué obede­cía? No me gustó lo más mínimo, y mientras me dirigía al despacho, traté de imaginarme qué podía haber pasado en aquel admirable cere­bro, para hacerle sonreír de un modo tan desagradable en aquel preciso momento.

    Cuando salí al pasillo, le oí llamar a su esclavo favorito, un gigante llamado Yamdor, cuya lealtad había conquistado con innumerables fa­vores. Tan grande era la influencia del individuo, que una palabra dirigi­da a él por el amo podía mandar a cualquiera de los subalternos a reposar eternamente en una de las mesas de piedra. Se rumoreaba que Yamdor era el resultado de un experimento antinatural, en que Ras Thavas había combinado el cerebro de una mujer y el cuerpo de un hombre, y muchas de sus acciones y maneras confirmaban esta creencia general. Cuando trabajaba al lado de su amo, era ágil y suave y se movía con gracia, pero su mente era celosa, vengativa e inexorable.

    Creo que me detestaba por la autoridad y preponderancia que yo ha­bía adquirido en el establecimiento de Ras Thavas, pues no podía dudarse de que yo era el lugarteniente, mientras él no pasaba de esclavo. No obstante, me trataba siempre con el máximo respeto. Pero como al fin y al cabo no era más que una simple ruedecilla de la maquinaria que pre­sidía la mente soberana de Ras Thavas, nunca le había concedido más que una ligera atención, como hice entonces mientras bajaba al despa­cho del jefe.

    Llevaba recorrida una pequeña distancia cuando recordé un asunto bastante importante, para el que precisaba con urgencia instrucciones de Ras Thavas, por lo cual retrocedí volviendo a su laboratorio privado, por cuya puerta abierta oí la nueva voz del cirujano. Siempre había ha­blado en voz baja, quizás a causa de su sordera; pero ahora que poseía unas cuerdas vocales jóvenes y frescas, sus palabras resonaban claras y distintas en el pasillo que conducía a la habitación.

    – Por tanto, Yamdor –estaba diciendo–, vas a elegir inmediatamente dos esclavos de cuya discreción puedas fiarte, y entre los tres destruiremos por completo al sujeto que hay en las habitaciones de Vad Varo, sin dejar vestigios del cuerpo ni del cerebro. En seguida me llevarás los dos esclavos al laboratorio F–30–L, y yo les reduciré al silencio y al olvido por toda la eternidad.

    “Vad Varo descubrirá la ausencia del sujeto, y vendrá en seguida a comunicármelo. Tú confesarás que ayudaste a 4.296–E–2.63–1H a huir, pero que no tienes idea del sitio donde pueda haber ido. Yo te condenaré a muerte, pero a última hora explicaré que necesito tus servi­cios y que te perdonaré la vida bajo tu solemne promesa de no volver a delinquir. ¿Has comprendido bien todo el plan?

    – Sí –contestó Yamdor.
    – Pues marcha y busca a los dos esclavos.

    Rápida y silenciosamente, me deslicé por el corredor hasta la prime­ra bifurcación que me permitía esconderme de cualquiera que saliera de las habitaciones de Ras Thavas, y luego me dirigí a la habitación que ocupaba Valla Dia. Abrí la puerta y la llamé.

    – Date prisa. No hay tiempo que perder. Al intentar salvarte he atraí­do sobre ti la destrucción. Hay que buscar en seguida un escondite para ti; luego ya veremos lo que se puede hacer.

    Lo primero que se me ocurrió como escondite fueron las bóvedas medio olvidadas en los subterráneos del laboratorio y hacia ellas me dirigí con Valla Dia. En el camino la referí lo que había ocurrido y ella, en vez de reprochármelo, me expresó su gratitud por lo que se empeña­ba en llamar amistad desinteresada, e insistió en que prefería morir sa­biendo que poseía tal amigo a vivir sola y sin alguien que se interesara por ella.

    Llegamos por fin a la bóveda que yo buscaba, L–42–X, en el edi­ficio 4–J–21, donde reposaban los cuerpos del hombre y del mono, cada uno de los cuales poseía la mitad del cerebro del otro. Aquí me vi obligado a dejar a Valla Dia para tener tiempo de llegar al despacho y cumplir lo que me había ordenado Ras Thavas, antes de que Yamdor le llevara la noticia de que había encontrado vacías mis habitaciones.

    Sin que me descubrieran, llegué al despacho y, con gran satisfacción, vi que no había casos que esperaran. Luego me dirigí a mis habitaciones adoptando un continente despreocupado, y tarareando, según costum­bre que irritaba grandemente a Ras Thavas, estribillos de los más popu­lares en la Tierra cuando la dejé. En esta ocasión era ¡Oh, Frenchy!

    En el pasillo me encontré a Yamdor, que venía de la dirección de mi cuarto, acompañado de dos esclavos. Le saludé según tenía por costumbre, y me contestó mirándome con miedo y sospecha. Seguí hasta mis habitaciones, abrí la puerta de la que había ocupado Valla Dia y corrí inmediatamente a las de Ras Thavas, donde lo encontré conversando con Yamdor. Entré en la cámara sin aliento y simulando una gran excitación.

    –Ras Thavas –grité–, ¿qué has hecho con 4.296–E–2.601­H? Ha desaparecido, y cuando me dirigía a su cuarto me encontré con Yamdor y otros dos esclavos que venían en dirección opuesta.

    Me volví al favorito y extendí un índice acusador.

    – ¡Yamdor! –exclamé–. ¿Qué has hecho con esa mujer?

    Ras Thavas y Yamdor expresaron la más completa estupefacción, lo que me convenció de que les había despistado. El cirujano declaró que inmediatamente iba a hacer una investigación ordenando la busca de Valla Dia por toda la isla. Yamdor negó que conociera siquiera a la mujer y, aunque yo estaba convencido de la sinceridad de su protesta, no así Ras Thavas; y pude ver un punto de suspicacia en su mirada al interrogar a su esclavo favorito; pero, naturalmente, no encontraba motivo que justificara tan traicionero acto por parte de Yamdor, como era el rapto de aquella mujer y la consiguiente desobediencia a las órdenes de su amo.

    La investigación que ordenó Ras Thavas no dio resultado alguno, y creo que empezó a albergar la sospecha de que yo sabía de la desapari­ción de Valla Dia más de lo que mi actitud indicaba, pues pronto me dí cuenta de que estaba sometido a un espionaje agradablemente disimula­do. Hasta entonces, había conseguido alimentar secretamente a Valla Dia todas las noches después de que Ras Thavas se había retirado pero, de pronto, en una ocasión, tuve el presentimiento subconsciente de que me seguían y, en vez de continuar hasta los subterráneos, volví al despa­cho, donde añadí algunas notas al informe de un caso que me había tenido ocupado aquel día. De vuelta en mi habitación, tarareé algunos cuplés de allá arriba fingiendo una despreocupación que estaba muy lejos de sentir. Desde que salí de mis habitaciones hasta que volví a ellas, estoy seguro de que hubo muchos ojos que acecharon hasta mi menor movimiento. ¡Qué hacer? Valla Dia necesitaba alimento, sin el cual moriría, pero del mismo modo moriría; si al llevárselo me seguían hasta su escondite. No pude dormirme hasta muy tarde, estrujando mi cerebro para encontrar un solución al dilema. No veía más que un cami­no: burlar el espionaje despistando a los esclavos de Ras Thavas. Con que lo consiguiera una sola vez, podría poner en práctica un plan que se me había ocurrido, y que me parecía el único seguro para lograr la resu­rrección de Valla Dia en su propio cuerpo. El camino era largo y los riesgos innumerables, pero yo me sentía joven, fuerte y enamorado, y capaz de aceptar la eventualidad, aun arriesgando la vida.

    Formulado el plan, permanecí despierto en mi cama de sedas y pie­les, esperando que llegara el momento de ponerlo en ejecución. La ven­tana de mi habitación, situada en el tercer piso, dominaba el recinto amurallado por donde yo había caído en Barsoom. Con la ventana abierta esperé la puesta de Clorus, la luna más lejana; no tardaría en seguirla su inquieta hermana Thuria. Al cabo de cinco xats (unos quince minutos), ambas traspusieron el horizonte. Era aproximamente la hora que en la Tierra llamaríamos cuatro menos cuarto y, excepto por la luz de las estrellas, la obscuridad era lo suficientemente profunda para poder rea­lizar lo que yo proyectaba.

    Seguramente, en el corredor acechaban los ojos implacables; pedí a Dios que no se movieran de allí, al subir a la ventana sosteniendo una larga cuerda que había fabricado yo mismo con las pieles y sedas de mí lecho, mientras esperaba la desaparición de las dos lunas. Había atado uno de los extremos a la pata de un diván de sorapus, que acerqué a la ventana. Comencé el descenso. Como no tenía acostumbrados mis mús­culos terrestres a tales acrobacias, no quise dar un salto hasta el suelo; claro que me hubieran servido, pero no quise comprometer el éxito de la empresa con alguna innecesaria probabilidad de fracaso. En consecuen­cia, me deslicé silenciosamente por la cuerda.

    No sabía si me espiaban o no; pero no tenía tiempo que perder. Antes de cuatro horas volvería a salir Thuria, casi al mismo tiempo que la repentina aurora barsoomiana, y yo tenía que llegar hasta Valla Dia, convencerla de la necesidad de mi plan, llevarle a cabo con todos sus detalles, y volver a mi habitación antes de que la luz me delatara a cual­quier vigilante incidental. Llevaba mis armas e iba decidido a matar al primero que se atravesara en mi camino y me reconociera, por inocentes que fueran sus intenciones hacia mí.

    El silencio de la noche solo era turbado por los familiares sonidos lejanos que ya había oído todas las noches transcurridas desde mi llega­da; sonidos que yo interpretaba como gritos de fieras salvajes. En cierta ocasión había interrogado a Ras Thavas sobre ellos, pero le sorprendí de mal humor y no me quiso contestar.

    Rápidamente llegué al suelo y sin vacilar me dirigí a la entrada más próxima del edificio. No ví ser viviente alguno y, cuando llegué a las bóvedas subterráneas, me convencí de que nadie me había visto. Valla Dia expresó al verme una gran felicidad.

    –Temí que te hubiera ocurrido algo –me dijo–, pues sabía que por tu voluntad no permanecerías tanto tiempo ausente.

    La comuniqué mi convicción de que me espiaban, y que, en lo suce­sivo, no podría volver a traerla alimentos sin exponerme a que la descu­brieran, lo cual significaba su muerte segura.

    – No hay más que una solución que apenas me atrevo a proponerte. Tienes que permanecer oculta durante mucho tiempo para que se desva­nezcan las sospechas de Ras Thavas, pues mientras dure este espionaje no puedo realizar los planes encaminados a conseguir la devolución de tu cuerpo y tu viaje a Duhor.
    – Tus deseos son órdenes para mí. Vad Varo.
    – Es que lo que voy a proponerte es más duro de lo que te imaginas. – Veamos.

    Señalé con el dedo la mesa de operaciones.

    – Debes pasar de nuevo por esta prueba para que yo pueda esconder­te en la bóveda hasta que llegue el momento de poner en ejecución de mi plan. ¿Te encuentras con fuerzas...?
    – ¿Por qué no? –me interrumpió sonriendo–. Sólo se trata de dor­mir. Y aunque fuera el sueño eterno...

    Me quedé sorprendido de la tranquilidad con que aceptaba la idea pero, al mismo tiempo, muy satisfecho, pues era lo único que podía hacerse. Sin esperar mi ayuda, ella misma se acomodó en la mesa de piedra.

    – Estoy lista, Vad Varo –me dijo–; pero, ante todo, tienes que ase­gurarme que no te arriesgarás en esta aventura insensata. No puedes triunfar. Si mi resurrección depende del éxito de esa loca empresa, sé que ésta será la última vez que cierre los ojos y, sin embargo, soy dicho­sa, porque veo que me procesas la más grande amistad a que puede aspirar una mujer.

    Mientras hablaba, yo había estado ajustando los tubos, y luego per­manecí quieto, con el dedo apoyado en el interruptor del motor.

    – Adios, Vad Varo –susurró ella.
    – No, Valla Dia. Vas a dormir un sueño dulce, que para ti tendrá una duración infinitesimal. Te parecerá que cierras los ojos y los vuelves a abrir en seguida. Tal como me ves ahora, me veras a tu lado al despertar como si no me hubiera movido de aquí. Y, así como seré para ti la última visión de este momento, seré la primera cuando despiertes al nuevo y hermoso día; pero entonces no me mirarás a través de los ojos de Xaxa, sino desde las límpidas profundidades de los tuyos hermosísimos.

    Valla Dia sonrió y movió la cabeza; dos lágrimas se escaparon de sus párpados. La estreché la mano y luego oprimí el botón.


    CAPÍTULO VI
    Sospechas


    Sin ser descubierto llegué a mi habitación y escondí la cuerda donde sabía que no la encontrarían. Recogí mis pieles y sedas restantes, y no tardé en dormirme.



    Al salir de mis dominios la mañana siguiente tuve tiempo de ver como una figura que corría doblaba el ángulo del pasillo y entonces no me quedó duda de que Ras Thavas me tenía vigilado. Me dirigí a sus habitaciones como ya tenía por costumbre. Parecía inquieto, pero no vi en sus maneras algo que indicara que me hacia responsable de la des­aparición de Valla Dia; más bien su actitud parecía obedecer al hecho de que no era la única persona que podía oponérsele en aquel asunto parti­cular, y me vigilaba para ver si su sospecha resultaba cierta o equivoca­da. El mismo me explicó la causa de su inquietud.

    – He estudiado con frecuencia las reacciones de los que han sufrido la transferencia del cerebro, y por eso no me sorprenden mucho las mías. No sólo encuentro estimulada mi energía cerebral, como consecuencia de mayor producción de energía nerviosa, sino que también siento los efectos de la sangre joven y de los tejidos jóvenes de mi nuevo cuerpo, que afectan a mi consciencia de un modo que yo sospechaba vagamen­te, pero que, según veo ahora hay que experimentar para comprenderlo del todo. La transferencia ha cambiado o, al menos, modificado en parte mis pensamientos, mis inclinaciones, hasta mis ambiciones. Necesito algún tiempo para estudiarme.

    Aunque no me interesaba lo que decía, escuché cortésmente, y cuan­do hubo agotado el tema, cambie de conversación.

    – ¿Has encontrado a la mujer perdida? –pregunté.

    El negó con la cabeza.

    – Comprenderás, Ras Thavas, que no se me oculta tu intervención en el asunto. La desaparición o destrucción de la mujer era lo único que frustraría por completo mi plan. Tú eres aquí el amo absoluto, y nada puede ocurrir sin que te enteres.
    – ¿Es decir, que me haces responsable de la desaparición?
    – Naturalmente. La cosa no puede estar más clara, y vengo a pedirte que me la devuelvas.

    Ras Thavas perdio la paciencia.

    – ¿Y quién eres tú para venirme con pretensiones? –gritó–. No eres más que un vil esclavo. Repórtate o te suprimiré. Tal como suena: te suprimiré. Será como si nunca hubieras existido.

    Solté la carcajada.

    – La cólera es el más despreciable atributo de los sentimentales –le recordé–. No me suprimirás porque soy el lazo que te une con la in­mortalidad.
    – Puedo educar a otro.
    – Pero no confiarías en él al terminar su educación.
    – Pues tú hiciste un negocio cuando tuviste mi vida en tu poder – gritó.
    – Lo que te pedí pudiste habérmelo concedido muy gustoso. Ade­más, no era para mí. En otra ocasión volverás a otorgarme tu confianza, por la sencilla razón de que te verás forzado a confiarte a mí. ¿Y por qué no conquistar mi gratitud y mi lealtad devolviéndome la mujer, y cum­pliendo material y espiritualmente las cláusulas de nuestro convenio?
    – Vad Varo –me dijo clavando con firmeza sus ojos en los míos–, te doy mi palabra de honor de noble barsoomiano de que ignoro absoluta­mente todo lo que se refiere al paradero del caso 4.296–E–2.63–1H.
    – Quizás Yamdor...
    – También Yamdor lo ignora. Y puedo asegurarte que ninguna per­sona de las que me rodean sabe lo que ha sido de ese sujeto. Ha dicho la verdad.

    La conversación no fue tan inútil como pudiera parecer, pues me dejó casi convencido de que Ras Thavas me creía tan ignorante de la suerte de Valla Dia como él. Que no estaba del todo convencido lo evi­denciaba el hecho de que, durante algún tiempo, continuó el espionaje, lo que me obligó a utilizar en mi defensa los mismos métodos de Ras Thavas. Yo tenía a mi servicio cierto número de esclavos a los que con­quisté con amabilidad hasta que pude fiarme ciegamente de su lealtad. No tenían motivo alguno para querer a Ras Thavas, y sí muchos para odiarle; por otra parte, no había razón que les aconsejara odiarme, y había en cambio pléyade de ellas que les incitaban a quererme. El resul­tado fue que no hallé dificultad en utilizar los servicios de una pareja de ellos, que se dedicaron a espiar a los espías de Ras Thavas, con lo que pronto comprendí que mis sospechas eran bien fundadas; estaba cons­tantemente acechado durante todo el tiempo que me hallaba fuera de mi dormitorio, pero la vigilancia se detenía ante sus paredes. Por eso había podido llegar tan fácilmente a las bóvedas subterráneas, pues los espías no suponían que yo saliera de mi cuarto más que por el camino natural, y se habían contentado con vigilar la puerta.

    Al cabo de dos meses, la persecución cesó por completo. Pasé todo este tiempo en un estado vecino al frenesí, pues no podía desarrollar mi plan mientras estuvieran vigilados todos mis movimientos. Me dediqué a estudiar la geografía de la parte nordeste de Marte, donde me habían de llevar mis actividades pero, en cuanto me supe libre de enemigos comencé a planear el desarrollo de mis operaciones.

    Decidí aprovechar los conocimientos adquiridos en compañía de Ras Thavas para encaminar mis acciones a la resurrección de Valla Dia. Estudié la historia de gran número de casos para descubrir sujetos que pudieran ayudarme en mi aventura. Entre los que merecían mi atención estaba el caso 378–J–493.8–11P, el hombre rojo de cuyo maligno ataque salvé a Ras Thavas el día de mi llegada a Marte, y el hombre cuyo cerebro había sido compartido con un mono. 378–J–493.81 1­P había sido un indígena de Fundal, un joven guerrero adscrito a la guar­dia de Xaxa, la Jeddara, que murió víctima de un asesinato. Un noble fundaliano había adquirido el cuerpo, según me refirió Ras Thavas, con objeto de conquistar los favores de una hermosa. Me pareció que podía contar con sus servicios, aunque ello dependía de su lealtad hacia Xaxa, lo cual sólo podía averiguarse haciéndole revivir e interrogándole.

    El otro, que tenía la mitad del cerebro de un mono, era oriundo de Ptarth, que estaba a una distancia considerable al oeste de Fundal, y aproximadamente a la misma distancia de Duhor, que quedaba al Norte. Reflexioné que un habitante de Ptarth debía conocer bien la comarca comprendida en el triángulo Fundal–Ptarth–Duhor. La fortaleza y fe­rocidad del gran mono serían de un valor inestimable al cruzar las ex­tensiones infestadas de animales. El tercer sujeto en que pensé había sido un famoso asesino toonoliano, cuya audacia, bravura y maestría en el manejo de la espada le habían conquistado una reputación que se extendía a mucha distancia de su país. Ras Thavas, toonoliano también, me había referido parte de la historia de aquel hombre, cuya horrible profesión no es deshonrosa en Barsoom. El mismo Gor Hajus, que así se llamaba el asesino, se había encargado de ennoblecerla más, debido al hecho de que nunca mataba a una mujer o a un hombre bueno, y jamás atacaba por la espalda. Sus crímenes eran siempre el desenlace de duelos honrados, en los que la víctima tenía ocasiones de defenderse y atacar a su enemigo, que era famoso por su lealtad con los amigos. Esta lealtad fue uno de los factores que contribuyeron a su caída, pues se había conquistado la enemistad de Vobis Ken, Jeddak de Toonol, por negarse a asesinar a un hombre que en otros tiempos le había hecho pequeños favores. Vobis Kan empezó a sospechar que Gor Hajus le te­nía designado a él mismo para asesinarle. El resultado era inevitable: Gor Hajus fue detenido y condenado a muerte e, inmediatamente des­pués de la ejecución, un agente de Ras Thavas compró el cadáver.

    Estos eran los tres hombres que yo había elegido como compañeros de mi gran aventura. Claro está que no había hablado del asunto con ninguno de ellos, pero me parecía que no encontraría dificultad en ad­quirir sus servicios y su lealtad, a cambio de su total resurrección.

    Mi primera tarea estribaba en renovar los órganos de 378–J­493.8–11P y de Gor Hajus dañados por las heridas que les habían producido la muerte: el primero requería un pulmón nuevo y el otro un corazón, pues el verdugo le había atravesado el suyo con su espada corta. No me atreví a pedir permiso a Ras Thavas para hacer experimentos en aquellos sujetos, por miedo de despertar sus sospechas, en el que, lo más probable sería que los aniquilara; me vi, pues, obligado a proceder con subterfugios. A este efecto, empecé a tomar la costumbre de prolongar mis trabajos de laboratorio hasta altas horas de la noche, requiriendo a veces los servicios de varios esclavos, para que todos se habituaran a verme trabajando a horas tan intempestivas. En la selección de auxiliares escogí a dos de los espías que Ras Thavas me había puesto antiguamente. Aunque no les empleaba en este menester, yo confiaba en que harían partícipe a su amo de mis nuevas actividades. Por el más sencillo procedimiento de sugestión les imbuí la idea de que procedía de aquel modo sólo por amor al trabajo, y por el tremendo interés que Ras Thavas había despertado en mi mente. Algunas noches trabajé con los auxiliares, otras completamente solo, pero tuve cuidado de asegurarme, al día siguiente, de que todo el mundo sabía que había estado operando durante la noche.

    Una vez arrojada esta semilla, me dediqué despreocupadamente a trabajar en el cuerpo del guerrero de Fundal y en el del asesino de Toonol. Empecé por el primero: tenía en el pulmón una herida mortal producida por la hoja de mi espada; pero del laboratorio, donde había toda clase de cuerpos fraccionados, saqué un magnífico pulmón, que coloqué en lu­gar del que yo había matado. El trabajo me ocupó la mitad de la noche y, tan ansioso estaba de terminar mi tarea que, inmediatamente, abrí el pecho de Gor Hajus, para el que había elegido un corazón extraordina­riamente fuerte y poderoso; y, trabajando como un forzado, conseguí completar la transferencia antes del amanecer. Había empleado varias semanas en realizar operaciones semejantes, con el fin de especializar­me en este trabajo y llevarlo a cabo con rapidez. Por fin estaba ultimada la parte que temí sería la más dificultosa de mi empresa y, después de borrar en lo posible todo rastro de operaciones, excepto la cinta terapéu­tica que cerraba las incisiones, volví a mi alcoba para poder disfrutar siquiera de unos minutos de descanso, que bien ganados tenía, pidiendo a Dios que no se le ocurriera a Ras Thavas examinar alguno de los suje­tos que yo había operado; aunque contaba en que mi aparente franqueza borraría todas las sospechas que pudiera concebir.

    Me levanté a la hora de costumbre, y fuí en seguida a las habitacio­nes de Ras Thavas, quién me recibió de un modo que casi me descon­certó. Durante un minuto me miró fijamente, y luego dijo:

    – Anoche trabajaste hasta muy tarde, Vad Varo.
    – Sí, alguna noches me pasa lo mismo –contesté en tono indiferente.
    – ¿Y qué era lo que tan interesado te tenía?

    Me sentí como el ratón con quien el gato juega antes de devorarlo.

    – He hecho las transferencias de un pulmón y de un corazón. Tan interesado estaba en mi trabajo que el tiempo se me pasó sin sentir.
    – Sé que trabajaste casi hasta el amanecer. ¿Te parece prudente?

    En aquel momento comprendí que había sido una gran imprudencia, pero le contesté lo contrario.

    – Estaba inquieto –continué Ras Thavas–; no podía dormir y por eso me dirigí a tus habitaciones después de la media noche, sorpren­diéndome de no encontrarte. Necesitaba alguien con quien hablar: tus esclavos ignoraban dónde pudieras encontrarte, y por eso mandé que te buscaran.

    El corazón me dio un vuelco.

    – Suponiendo que estarías en alguno de los laboratorios, yo mismo los visité, pero no te vi. Desde que encarne en esta envoltura nueva padezco de insomnio y de inquietud continua, tanto que a veces deseo volver a la antigua. La juventud de mi cuerpo no se compadece con la vejez de mi cerebro. Experimento sensaciones y deseos indignos de la seriedad de mi mente.
    –Lo que tu cuerpo necesita es ejercicio –contesté, Es joven, fuerte y viril. Hazle trabajar y verás cómo tu cerebro descansa por la noche.
    – Creo que tienes razón –replicó–. He llegado a la misma conclu­sión que tú. En realidad, al no encontrarte, me dediqué a vagar por los jardines durante una hora o más antes de acostarme, y luego dormí pro­fundamente. Pienso dar el mismo paseo todas las noches en que me acometa el insomnio; también será de buen resultado trabajar como tú en los laboratorios.

    Estas noticias no podían ser más inquietantes. La única solución para evitar que me sorprendiera sería permanecer con él.

    – Manda a buscarme cuando estés intranquilo –le dije–, y paseare­mos y trabajaremos juntos. No debes corretear solo por las noches.
    – Bien –contestó–. Así lo haré alguna vez.

    Yo deseaba ardientemente que lo hiciera siempre, porque cuando no me buscara sería señal de que estaría en sus habitaciones y me dejaría tranquilo; pero en lo sucesivo tendría que contar con el peligro de que me descubrieran, por lo que decidí apresurar la realización de mis pla­nes, aun arriesgándolo todo.

    Aquella noche no tuve ocasión, pues Ras Thavas me mandó llamar a primera hora para pasear por los jardines hasta que el cansancio le rin­diera. Como para completar mi trabajo necesitaba una noche entera y el paseo con Ras Thavas duró hasta la media noche, tuve que renunciar a todo por el momento; pero a la tarde siguiente le propuse adelantar la hora del paseo nocturno, con el pretexto de que me gustaría llegar más allá de la muralla para ver de Barsoom algo más que el laboratorio y sus jardines. No tenía muchas esperanzas de que accediera a mí ruego, pero asintió en seguida. Estoy seguro de que en otros tiempos no hubiera consentido en ello, pero la sangre joven de su nuevo cuerpo le había transformado en muchos aspectos.

    Nunca había yo traspasado los edificios, ni sabía lo que más allá de ellos se extendía, porque los muros exteriores no tenían ventanas, y por el lado del Jardín habían crecido tanto los árboles, que cerraban por comple­to el horizonte. Durante algún tiempo recorrimos el jardín exterior, y por fin pregunté a Ras Thavas si no podríamos trasponer la muralla.

    – No. Sería una imprudencia.
    – ¿Por qué?
    – Voy a demostrártelo, y de paso te proporcionare una vista del mun­do exterior mucho más amplia que la que obtendrías traspasando la mu­ralla. Sígueme.

    Me condujo hacia una torre muy alta, que se alzaba al extremo del pabellón mayor del grupo que comprendía el inmenso establecimiento. En el interior de la torre había un pasadizo en espiral, que conducía no sólo hacia arriba, sino también hacia abajo. Por él empezamos a subir pasando ante las puertas de cada piso, hasta que llegamos a la cúspide. A nuestro alrededor se extendía el primer paisaje barsoomiano de algu­na importancia que contemplaba desde mi llegada al planeta rojo. Lle­vaba casi un año terrestre encerrado entre los muros del sangriento laboratorio de Ras Thavas, y aquella vida horrible había llegado a pare­cerme la cosa más natural del mundo; pero aquella primera visión de un espacio abierto, me despertó unas ansias de libertad que, comprendí había que satisfacer pronto.

    Debajo de mí se extendía un macizo rocoso irregular, elevado a unos cuatro metros sobre el nivel del terreno circundante. Su extensión sería de unas cuarenta hectáreas. Sobre este macizo se asentaban las edifica­ciones del laboratorio, rodeadas por una muralla altísima. La torre que nos servía de atalaya estaba situada aproximadamente en el centro del macizo. Al otro lado de las murallas había una zona de tierra rocosa, en la que crecía un bosque raquítico de árboles de gran tamaño, entre los que se veían mechones de selva, y más allá se extendía algo que parecía un pantano cenagoso, por el que serpenteaban hilos de agua que unían pequeñas lagunas, la mayor de las cuales no llegaba a medir una hectárea. Este paisaje se prolongaba hasta el horizonte, interrumpido a trechos por alguna que otra isla como la que nos albergaba; a corta distancia se dibu­jaba la silueta de una gran ciudad, cuyas torres, cúpulas y minaretes brilla­ban a los rayos del sol como si tuvieran incrustadas piedras preciosas.

    Aquello era Toonol, y los grandes pantanos toonolianos, que se ex­tendían al Este y al Oeste en una longitud de 3.500 kilómetros terrestres, con anchura de 500 en algunas comarcas. Esta región es poco conocida en el resto de Barsoom, pues sirve de guarida a animales salvajes; no tiene sitios de aterrizaje para los aeroplanos, y es dominio de Fundal por el Oeste y de Toonol por el Este, ambos reinos inhospitalarios, que no se prestan al intercambio con el mundo exterior, y cuya inaccesibilidad les permite conservar su independencia y aislamiento salvajes.

    Al volver la vista a la isla que habitábamos, vi cómo de una de las selvas cercanas a las murallas se destacaba una forma gigante, seguida al poco tiempo de otras dos. Ras Thavas vió que me habían llamado la atención.

    – Ahí tienes tres de las muchas razones que nos aconsejan no salir del recinto amurallado.

    Eran los grandes monos blancos de Barsoom, animales tan salvajes que hasta el feroz león barsoomiano, el banth, tiene buen cuidado de no ponerse en su camino.

    – Cumplen dos misiones –continuó Ras Thavas–. Desaniman a quienes aprovecharían la noche para venir aquí desde Toonol, donde tengo muchos enemigos, e impiden la deserción de mis esclavos y auxi­liares.
    – Entonces, ¿cómo llegan tus clientes? ¿Cómo te aprovisionas?

    Ras Thavas se volvió y señaló a la parte más alta del techo irregular del edificio, que se proyectaba debajo de nosotros formando una espe­cie de anaquel.

    – Ahí tengo tres pequeñas aeronaves. Una de ellas hace un viaje dia­rio a Toonol.

    No atreviéndome a despertar sospechas, dominé mi ansiedad por sa­ber algo más de aquellas naves, que me parecieron indispensables para realizar la fuga de la isla. Mientras descendíamos, mostré interés por la construcción de la torre, que daba la evidencia de ser mucho más vieja que los edificios colindantes.

    – Esta torre fue construida hará unos veintitrés mil años, por uno de mis antecesores a quien el Jeddak de Toonol expulsó de la ciudad. Aquí reunió a una porción de secuaces, que dominaron los pantanos y se de­fendieron con éxito durante cientos de años. Aunque hace mucho tiem­po que mi familia fue autorizada para volver a Toonol, prefirió quedarse aquí y, en el transcurso de las generaciones, fueron adicionando los di­versos edificios que has visto alrededor de la torre, cada uno de cuyos pisos comunica con el correspondiente pabellón, desde el techo hasta el último subterráneo.

    También me agradó mucho esta información por las facilidades que con ella adquiría mi proyecto, y con este propósito animé a Ras Thavas para que me diera mas detalles de la construcción de la torre, su relación con los otros edificios y, sobre todo, el acceso a ella desde los subterrá­neos. Continuamos nuestro paseo por el jardín y era ya casi de noche cuando volvimos a las habitaciones de Ras Thavas, que se hallaba con­siderablemente fatigado.

    – Creo que esta noche voy a dormir de un tirón –me dijo al despedirnos.
    – Lo mismo creo, Ras Thavas –contesté.


    CAPITULO VII
    La Fuga


    Las actividades del laboratorio cesaban por completo a las tres horas de servida la cena y, como era mucha la labor que había que realizar antes del alba no quise esperar más y, en consecuencia, apenas se retira­ron a dormir los ocupantes del edificio, donde tenía que desarrollar mi trabajo, abandoné mis habitaciones y me dirigí al laboratorio donde re­posaban los cuerpos de Gor Hajus, el asesino de Toonol, y 378–J­493.81 –1P. En pocos minutos les transporté a la mesa adyacente y les amarré sólidamente, previendo la contingencia de que uno de ellos, o ambos, se negaran a aceptar mi proposición, en cuyo caso les volvería al estado de inconsciencia. Hice las incisiones, adapté los tubos y puse en marcha los motores. 378–J–493.8–11P, a quien en lo sucesivo lla­maré por su propio nombre, Dar Tarus, fue el primero que abrió los ojos; pero no había recobrado por completo el conocimiento cuando Gor Hajus empezó a mostrar señales de vida.



    Esperé hasta que ambos estuvieron bien despiertos. Dar Tarus me miró, reconociéndome, y su rostro se contorsionó en una terrible expre­sión de odio. Gor Hajus estaba completamente aturdido: lo último que recordaba era la escena en la cámara de la muerte, en el momento en que el verdugo le había atravesado el corazón con su espada. Yo fuí el primero que rompió el silencio.

    – Ante todo voy a deciros donde estáis, si es que no lo sabéis.
    – Yo lo sé muy bien –gruñó Dar Tarus.
    – ¡Ah! –exclamó Gor Hajus, que había estado examinando con la mirada la habitación–. Yo creo que lo he adivinado. ¿Qué toonoliano desconocerá el nombre de Ras Thavas? ¿De modo que compró mi cadá­ver? ¿Acabo de llegar?
    – Hace seis años que estás aquí, y así permanecerás eternamente, a menos que los tres lleguemos a un acuerdo rápido; como ves, Dar Tarus, también a ti te afecta.
    – ¡Seis años! –murmuró Gor Hajus–. Bien, amigo; veamos ese convenio. Si se trata de matar a Ras Thavas, no cuentes conmigo: me ha salvado de la muerte definitiva. Pero propónme asesinar a cualquier otro, por ejemplo a Vobis Kan, Jeddak de Toonol; proporcióname una espada y le mataré con tal de salvar la vida.
    – No se trata de quitársela a nadie, a menos que se oponga a la reali­zación de mi deseo. Escuchad. Ras Thavas tenía aquí a una duhorina hermosísima, cuyo cuerpo vendio a Xaxa, Jeddara de Fundal, transplantando el cerebro de la muchacha al cuerpo horrible de la Jeddara. Me proponía rescatar el cuerpo vendido, injertarle su propio cerebro y devolver la muchacha a Duhor.
    – Tu empresa es muy peligrosa –dijo Gor Hajus–, pero veo que eres un hombre decidido, y puedes contar conmigo, porque me propor­cionarás libertad y lucha. Todo lo que te pido es una oportunidad de matar a Vobis Kan.
    – Te prometo la vida, pero con la condición de que me servirás fiel­mente y no tendrás iniciativas propias hasta que se haya realizado mi proyecto.
    – Eso quiere decir que te serviré toda la vida, pues lo que intentas es de imposible realización. Sin embargo, la perspectiva me parece prefe­rible a yacer en estas losas, en espera de que Ras Thavas quiera sacarme los intestinos. Soy tuyo. Deja que me levante para que me asiente en un buen par de piernas.
    – ¿Y tu? –pregunté volviéndome a Dar Tarus, después de liberar a Gor Hajus.

    Por primera vez noté que la horrible expresión de su rostro había sido substituida por otra de ansiedad.

    – Quítame estas ataduras –gritó– y te seguiré hasta los confines de Barsoom, si es que tu proyecto te lleva hasta allí. Pero no: te llevaré hasta Fundal y la cámara de la perversa Xaxa, donde, gracias sean dadas a mis antepasados, tendré la oportunidad de vengar el mal que esa odio­sa criatura me hizo. Para auxiliarte en tu misión no podías haber elegido un hombre mejor que Dar Tarus, antiguo soldado de la guardia de la Jeddara, quién me mató para que uno de sus nobles corrompidos pudie­ra conquistar con mi cuerpo a la muchacha que yo amaba.

    Un momento después, los dos hombres estaban a mi lado y sin perder más tiempo les conduje a los subterráneos, hablándoles de la extraña cria­tura que había escogido como tercer auxiliar en mi empresa. Gor Hajus opinó que el mono llamaría mucho la atención, pero Dar Tarus creía que sería un auxiliar precioso en muchas circunstancias, ya que lo más proba­ble sería que tuviéramos que pasar algún tiempo en las islas de los panta­nos, infestadas de aquellos animales, sin contar con, que una vez en Funda], podríamos utilizarle para empresas difíciles sin llamar mucho la atención, y a que allí no era raro ver animales de aquella especie, sujetos a la escla­vitud y utilizados en la construcción de edificios.

    Al llegar a la bóveda donde yacía el mono, y donde yo tenía oculto el cuerpo inerte de Valla Dia, hice revivir al gran antropoide, descubrien­do con inmensa satisfacción que aún predominaba la mitad humana de su cerebro. En cuatro palabras le expliqué mi proyecto, y obtuve de él la promesa cordial de apoyarme con todas sus fuerzas, comprometiéndo­me a mi vez a restaurar su cerebro cuando el éxito hubiera coronado nuestra empresa.

    Para salir de la isla, que ahora era lo más urgente, yo tenía esbozados dos planes. Uno de ellos consistía en robar una aeronave de Ras Thavas y encaminarnos directamente a Fundal; el otro, en escondernos a bordo de él, con la esperanza de poder dominar a la tripulación y apoderarnos de la nave después de salir de la isla, o llegar escondidos hasta Toonol. Dar Tarus prefería el primer plan; el mono, a quien ya dábamos el nom­bre de Hovas Du, el ser humano cuyo cerebro compartía, se inclinaba por la primera alternativa del segundo plan, y Gor Hajus por la segunda.

    Dar Tarus fundaba su opinión en que, siendo Funda] nuestro princi­pal objetivo, cuanto antes llegáramos mejor sería. Hovan Du decía que apoderándonos del buque en pleno vuelo ganaríamos tiempo, ya que no se le echaría de menos hasta mucho después, mientras que cogiéndole en el laboratorio su ausencia se notaría a las pocas horas. Gor Hajus pensaba que sería mejor llegar subrepticiamente hasta Toonol, donde él tendría oportunidad de encontrar armas y un nave aérea para llegar a Fundal. Insistió en que sin armas no podríamos llegar hasta esta ciudad, pues en el momento en que Ras Thavas descubriera mi des­aparición, y se enterara de que igualmente habían desaparecido Dar Tarus y Gor Hajus, se apresurarían a avisar a Vobis Kan, Jeddak de Toonol, el cual enviaría en persecución del asesino los mejores naves de su escuadra.

    Encontré muy razonables los argumentos de Gor Hajus, sobre todo al recordar que Ras Thavas me había dicho que sus tres naves eran de marcha lenta, por lo que, si robábamos uno de ellos, nuestra libertad sería de muy corta duración.

    Discutiendo el asunto, nos encaminamos por los subterráneos hasta encontrar el acceso a la torre. En silencio subimos por el pasadizo y salimos por la puerta de la plataforma de aterrizaje. Las dos lunas des­cendían hacia el horizonte, y la escena estaba tan alumbrada como du­rante el día. Si había alguien por allí era seguro que nos descubrirían. Corrimos hacia el hangar y, cuando llegamos a él, respiré más a gusto que bajo las dos brillantes lunas que nos inundaron de luz al pasar por la plataforma.

    Las aeronaves tenían un aspecto bastante raro: eran bajas y chatas, con la proa y la popa redondeadas y los puentes cubiertos: todas sus líneas proclamaban que eran transportes construidos para cualquier cosa menos para volar con rapidez. Una de ellas era mucho más pequeña que las otras dos, y otra estaba, evidentemente, en reparación. Penetré en la tercera, que examiné con minuciosidad. Gor Hajus me acompañó, seña­lándome varios sitios donde podríamos escondernos con pocas probabi­lidades de que nos descubrieran, a menos que sospecharan nuestra intención de escondernos a bordo, lo cual constituiría un verdadero pe­ligro; tanto que, ya me había decidido por arriesgarlo todo apoderándo­nos de la nave más pequeña que, según Gor Hajus, era la más rápida de las tres, cuando Dar Tarus trepó por la borda y se acercó rápidamente a nosotros.

    – Hay alguien por ahí –me dijo.
    – ¿Donde? –pregunté.
    – Ven.

    Me condujo a la parte posterior del hangar, que estaba al mismo ni­vel que el muro del edificio inmediato, y por una de las ventanas me señaló el jardín interior, donde con gran consternación vi a Ras Thavas, que paseaba lentamente. Por un instante me quedé aterrorizado, pues sabía que ninguna nave podía abandonar la plataforma sin ser visto mien­tras hubiera alguien en el jardín, sobre todo si se trataba de Ras Thavas; pero, de pronto se me ocurrió un gran idea, que comuniqué a mis tres compañeros. En el acto me comprendieron, y en seguida sacamos del hangar al pequeño volador y le colocamos apuntando al Este. Luego Gor Hajus entró en él, manejó los diversos registros según habíamos convenido, abrió la válvula y se deslizó de nuevo a la plataforma. Los cuatro corrimos a la ventana y vimos al navío aéreo moviéndose suave y graciosamente sobre el jardín. Ras Thavas debió percibir en seguida el débil zumbido del motor porque, cuando llegamos a la ventana, estaba ya mirando hacia arriba. En el acto lanzó un grito. Yo me separé del marco para que no me viera, y le grité:

    – Adios, Ras Thavas. Soy yo, Vad Varo, que voy a emprender un viaje para ver cómo es este mundo extraño. Ya volveré. Hasta entonces, que te guarden los espíritus de tus antepasados.

    Había leído esta frase en uno de los libros de Ras Thavas y la em­pleaba muy a menudo, muy orgulloso de ella.

    – Vuelve inmediatamente –me contestó a voces–, o te encontrarás con los espíritus de tus antepasados antes de que transcurra un día.

    No contesté porque la nave estaba ya muy alejado de la ventana y tuve miedo de que Ras Thavas descubriera que no le hablaba desde él. Sin entretenernos más tiempo nos escondimos a bordo del vehículo sin averiar, y entonces empezó un período de espera largo e insoportable.

    Había perdido ya la esperanza de zarpar antes de que amaneciera, cuando oí voces en el hangar, seguidas de ruidos de pasos en el puente de la nave. Un momento después sonaron órdenes y casi inmediatamen­te el buque se encontró flotando en el vacío.

    Estábamos apelotonados en un pequeño departamento construido entre los tanques de flotación de estribor. Era un lugar obscuro y mal ventilado, con signos que demostraban su cualidad de almacén. No nos atrevíamos a hablar por miedo a llamar la atención y nos movíamos lo menos posible. Estábamos incomodísimos pero, como la distancia hasta Toonol no era muy grande, esperábamos que nuestra situación cambiara pronto, por lo menos si Toonol era realmente el destino de la nave; no tardamos en comprobar esta hipótesis, pues al poco tiempo oímos una llamada, los motores se pararon y el buque se detuvo.

    – ¿Qué nave? –preguntó una voz.
    – La Vosar, de la Torre de Thavas, con rumbo a Toonol –contesta­ron desde a bordo.

    Oímos un chasquido cuando el otro vehículo tocó al nuestro.

    – Vamos a hacer un registro por orden de Vobis Kan, Jeddak de Toonol. ¡Abrid paso! –gritaron desde la nave toonoliano.

    Nuestras esperanzas habían durado bien poco. Oímos ruido de pasos y Gor Hajus murmuró en mi oído:

    – ¿Qué hacemos?
    – Luchar –contesté, entregándole mi espada corta.
    – Bien, Vad Varo.

    Entregué la pistola a Dar Tarus. Las voces se aproximaban.

    – ¡Hola! –gritó uno–. ¡Pero si es mi gran amigo Bal Zak!
    – Naturalmente –contestó una voz grave–. ¿Cómo podías suponer que mandara el Vosar otro que no fuera Bal Zak?
    – ¡Qué demonios! Podría ser Vad Varo en persona o el mismo Gor Hajus, y tenemos orden de registrar todos las naves.
    – Ojalá estuvieran aquí –replicó Bal Zak–, pues la recompensa sería grande; pero ¿cómo podrían estar aquí si el mismo Ras Thavas les vio escaparse en el Pinsar y desaparecer por el Este antes del amanecer?
    – Tienes razón, Bal Zak, y sería una tontería perder el tiempo regis­trando tu nave. ¡Abordo, muchachos!

    Respiré profundamente cuando oí alejarse los pasos de los guerreros de Vobis Kan, y dí nuevamente albergue a la esperanza cuando el ruido de nuestro motor nos indicó que el Vosar proseguía su rumbo. Gor Hajus acercó sus labios a mi oído.

    – Los espíritus de nuestros antepasados nos protegen. Es de noche y la obscuridad nos ayudará a escapar de la nave y de la plataforma de aterrizaje.
    – ¿Por qué crees que es de noche?
    – Porque la nave de Vobis Kan no llamó al nuestro hasta que estuvo a su lado. Si hubiera sido de día, hubiera visto de qué buque se trataba. Gor Hajus tenía razón: llevábamos encerrados en aquel chamizo desde el amanecer, y aunque a mí me había parecido un tiempo interminable, recordé que la obscuridad, la inacción y la tensión nerviosa parecen alargar la duración de una espera.

    Como la distancia entre la Torre de Thavas y Toonol era relativa­mente corta, poco después del encuentro con la nave de Vobis Kan nos detuvimos en la plataforma de aterrizaje de nuestro punto de destino. Allí aguardamos mucho tiempo, espiando el movimiento de a bordo y preguntándonos, al menos yo, cuáles podrían ser las intenciones del ca­pitán. Era posible que Bal Zak pensara volver a Thavas aquella misma noche, sobre todo si había ido a Toonol a buscar a un paciente rico o poderoso; pero si había hecho el viaje para aprovisionarse, probable­mente permanecería allí hasta el otro día. Todo esto me lo dijo Gor Hajus, pues los conocimientos que yo tenía de los viajes aéreos del la­boratorio eran prácticamente nulos: a pesar de llevar tantos meses con Ras Thavas, hasta el día anterior no me había enterado de la existencia de la pequeña flotilla, ya que los muros exteriores del edificio que mira­ban a Toonol no tenían ventanas y hasta la víspera nunca había tenido ocasión de subir a las terrazas superiores.

    Esperamos pacientemente hasta que se hubieron extinguido todos los ruidos de la nave, y entonces, tras un breve cambio de impresiones con Gor Hajus, decidimos escapar de la aeronave con intención de bus­car un escondite en la torre de la plataforma, desde donde pudiéramos ver la ciudad.

    Abrí con cautela la puerta del almacén y eché una ojeada a la cabina adyacente, que estaba sumida en la más completa obscuridad. Salimos en silencio. Una quietud de tumba imperaba en el buque, pero hasta nosotros llegaban los ruidos apagados de la ciudad. Y de pronto, sin un ruido, brotó un torrente de luz que iluminó brillantemente el interior de la cabina. Miré alrededor y llevé la mano a la espada.

    Justamente enfrente de nosotros, apoyado en la puerta de la cabina opuesta, había un hombre alto cuyos correajes le diferenciaban de un guerrero vulgar. En cada mano sostenía una pesada pistola barsoomiana cuyos cañones, apuntados hacia nosotros, atrajeron inmediatamente mi mirada.


    CAPÍTULO VIII
    ¡Manos Arriba!


    Pronunció con voz tranquila las palabras barsoomianas que equiva­len a nuestra expresión terrestre ¡Manos arriba! Una sonrisa irónica se dibujo en sus labios y, como titubeáramos en obedecerle, habló nueva­mente:



    – Haced lo que os digo y os irá mejor. Guardad silencio. Una palabra más alta que otra puede ser vuestra ruina, probablemente en forma de una bala.

    Gor Hajus levantó las manos por encima de la cabeza y los demás seguimos su ejemplo.

    – Yo soy Bal Zak –dijo el desconocido.

    El corazón me dio un vuelco.

    – Entonces puedes disparar–dijo Gor Hajus–, porque no nos co­gerás vivos, y además somos cuatro.
    – No tan de prisa, Gor Hajus –replicó el capitán del Vosar–. Tengo que hablar con vosotros.
    – Ya sé lo que tienes que decirnos –interrumpió el asesino de Toonol–, pues te hemos oído hablar de la recompensa ofrecida al que capture a Vad Varo y a Gor Hajus.
    – Si tanto la hubiera deseado bien sencillo hubiera sido para mí entregaros al dwar de Vobis Kan cuando nos encontramos con él.
    – No sabíais que estábamos a bordo del Vosar –le dije.
    – Si lo sabía.

    Gor Hajus expresó su incredulidad desdeñosa.

    – Entonces, ¿cómo os explicáis que me hallara en este sitio esperan­do que salierais incautamente de vuestra madriguera? Yo sabía que es­tabais a bordo.
    – ¿Pero cómo lo sabíais? –preguntó Dar Tarus.
    – Para satisfacer vuestra natural curiosidad, os diré que duermo en una pequeña habitación de la Torre de Thavas, y que mi ventana da a la plataforma y al hangar. Los años pasados en las aeronaves me han agu­zado el oído extraordinariamente: aun el cambio de velocidad en los motores me despierta instantáneamente del sueño más profundo. Com­prenderéis que el ruido de los motores del Pinsar, al ponerse en marcha, me hizo dar un bote en la cama. Al asomarme vi a tres de vosotros en la plataforma y al cuarto saltando de la aeronave cuando ésta arrancaba, y deduje que por alguna razón desconocida la habíais abandonado sin mando en la atmósfera. Como ya era tarde para evitarlo, esperé en silen­cio, atento a lo que sucediera: os vi correr al hangar y escuché la conver­sación que sostuvisteis con Ras Thavas antes de embarcaros en el Vosar. Inmediatamente bajé a la plataforma, y sin que os dierais cuenta os vi entrar en la cabina, y comprendí que tomabais pasaje para Toonol. En vista de que habíais encontrado un escondite, me volví a ¡ni habitación como si nada hubiera ocurrido.
    – ¿Y no avisaste a Ras Thavas? –pregunté.
    – No avisé a nadie. Hace muchos años que tengo uso de razón, y he aprendido a verlo y oírlo todo, y no decir nada, a menos que me conven­ga hacerlo.
    – Sin embargo, te oí decir que la recompensa para el que nos descubriera era bastante aceptable –replicó Gor Hajus–. ¿Tampoco te convenía?
    – En el corazón de los hombres honrados hay fuerza capaces de con­trarrestar a la avaricia y al egoísmo; y aunque los toonolianos tenemos fama de no rendirnos fácilmente a los dictados del sentimiento, yo no puedo permanecer sordo a las llamadas de la gratitud. Gor Hajus: hace seis años que te negaste a asesinar a mi padre que, según tú, era un hombre bueno y digno de vivir, y te había hecho algunos pequeños favo­res. Hoy recoges el fruto de tu buena acción y, en cierto modo, quedas indemnizado del castigo que te aplicó Vobis Kan por tu negativa a matar al jefe de la familia Bal Zak. He mandado a la ciudad a toda la tripulación para que nadie, excepto yo, se entere de vuestra permanencia aquí. Comunicadme vuestros planes y decidme si os puedo servir en hago más.
    – Queremos llegar a las calles sin que nos descubran –contestó Gor Hajus–. Si nos ayudas en esto no queremos complicarte más en nuestra fuga. Te quedamos muy agradecidos, y no necesito recordarte que hasta el Jeddak de Toonol ha deseado tener la gratitud de Gor Hajus.

    Bal Zak reflexionó unos instantes.

    – Vuestro deseo es bastante peligroso por los individuos que compo­nen vuestra partida. El mono llamaría inmediatamente la atención y despertaría sospechas. Como conozco muchos de los experimentos de Ras Thavas, he comprendido, después de observaros esta mañana, que tiene el cerebro de un hombre, y este detalle, precisamente, atraería so­bre él con más intensidad la atención del público.
    – No tienen por qué saberlo –gruñó Hovan Du con acento salvaje–. Para ellos no seré más que un mono cautivo. ¿Es que no los hay en Toonol?
    – Sí, hay algunos, aunque pocos; pero además hay que contar con la piel blanca de Vad Varo. Creo que Ras Tahavas ignora la presencia del mono entre vosotros, pero conoce perfectamente la filiación de Vad Varo, que se ha encargado de propalar por todos los medios a su alcance: el primer toonoliano que te viera te reconocería en el acto. Además está Gor Hajus. Aunque ha estado seis años muerto, me atrevo a asegurar que no hay toonoliano que haya roto su cascarón hace más de diez años, para quien el rostro de Gor Hajus no sea tan familiar como el de su propia madre. El mismo Jeddak no es tan popular como Gor Hajus. En resumen, sólo uno de vosotros puede andar por las calles de Toonol sin inspirar sospechas.
    –Si pudiéramos encontrar armas –sugerí–, conseguiríamos llegar hasta la casa del amigo de Gor Hajus, a pesar de todos esos obstáculos.
    – ¿Cómo? ¿Abriéndonos paso a viva fuerza por la ciudad de Toonol?
    – Si no hay otro remedio...
    – Admiro tu valor –dijo el comandante del Vosar–; pero no creo que vuestros músculos respondan. ¡Esperad! Creo que veo un camino. En el piso inmediato de este edificio hay un depósito público donde se alquilan motores individuales para volar. Si conseguimos obtener cuatro de estos aparatos, sólo tendríais que evitar el peligro de la policía aérea y acaso pudierais llegar a la casa del amigo de Gor Hajus. La torre se cierra durante la noche, pero hay varios vigilantes distribuidos a diversos niveles. Uno de ellos está encargado del depósito de motores individuales, y sé que es un entusiasta del jetan, por cuyo juego es capaz de descuidar su servicio. Yo acostumbro a quedarme alguna noche en el Vosar y frecuentemente jugamos algunas partidas. Esta noche le diré que suba, y mientras estamos enfrascados en el juego, vosotros iréis al depósito, cogeréis vuestros aparatos, y pedireis a vuestros antepasados que no os sorprenda la policía aérea al volar sobre la ciudad. ¿Qué te parece el plan, Gor Hajus?
    – Magnífico –contestó el asesino–. Y tú, ¿qué opinas, Vad Varo?
    – Necesito saber lo que es un motor individual para volar, pero me fío de Gor Hajus. Recibe, Bal Zak, todo nuestro agradecimiento, y como Gor Hajus ha aprobado el proyecto, sólo me resta pedirte que te des prisa, a fin de que podamos realizarlo lo antes posible.
    – Bien –contestó Bal Zak–. Venid conmigo y os esconderé hasta que el vigilante y yo estemos absortos en el juego. Luego tendréis vues­tro destino en vuestras propias manos.

    Marchamos tras él por la plataforma de aterrizaje, y nos agazapa­mos al lado opuesto del Vosar. Por el otro debía llegar el vigilante y entrar en la nave. Luego, deseándonos buena suerte, Bal Zak se despidio de nosotros.

    Desde la plataforma disfruté de mi primera vista de una ciudad marciana. A unos doscientos metros debajo de nosotros se extendían las avenidas de Toonol, anchas y bien iluminadas, muchas de ellas rebosan­tes de gente. En el distrito central se elevaban, a trechos, grandes cons­trucciones metálicas en forma de cilindros, y más allá, donde predominaban las viviendas particulares, la ciudad tomaba el aspecto de un bosque grotesco y colosal. En los grandes palacios solamente so­bresalían del nivel común de los edificios uno o dos pisos, destinados a alojamiento de la servidumbre o de los huéspedes; pero los pequeños hogares estaban elevados en su totalidad, precaución indispensable por la actividad constante de los compañeros de Gor Hajus, que hacía que ningún hombre estuviera libre del peligro de morir asesinado. En la par­te central de la ciudad abundaban las torres altísimas constituidas por plataformas de aterrizaje a diversos niveles; pero, como más tarde supe, éstas eran relativamente poco numerosas, pues Toonol no sostiene tan enormes flotas de naves mercantes y buques de guerra como, por ejem­plo, las ciudades gemelas de Helium o la gran capital de Ptarth.

    Mientras observaba la ciudad esperando la vuelta de Bal Zak con el vigilante, noté un aspecto curioso del alumbrado público de Toonol, que más tarde vi en todas las ciudades barsoomianas que visité, y era que la luz parecía circunscrita exclusivamente al área que había de iluminar; no existía luz difusa que se desbordara por arriba o por los lados de la zona alumbrada. Más tarde me dijeron que esto se conseguía por medio de lámparas construidas según las enseñanzas de muchos siglos de ex­perimentación con las ondas luminosas, que los sabios barsoomianos habían conseguido dominar y aislar como hacemos los terrestres con la materia. Las ondas de luz emergen de la lámpara, recorren un circuito determinado y vuelven a su manantial. No hay derroche de luz ni som­bras densas, por extraño que parezca, cuando las luces estén bien insta­ladas, porque las ondas, al rodear los objetos para volver a la lámpara, iluminan todos sus lados.

    El efecto de este alumbrado, contemplado desde las alturas, era de lo más notable. La noche estaba obscura, pues a aquella hora no había lunas, y la sensación era la misma que la que se experimentaría contem­plando un escenario teatral brillantemente iluminado desde un patio de butacas sumido en absoluta obscuridad. Aún estaba entusiasmado con el espectáculo, cuando oí los pasos de Bal Zak, que se acercaba, e indu­dablemente había conseguido lo que quería, pues venía conversando con otro hombre.

    Cinco minutos después nos deslizábamos silenciosamente de nuestro escondite y descendíamos hasta el piso de abajo, donde estaba el depósito de voladores individuales. En Barsoom el robo es prácticamente desconocido, excepto cuando le guían propósitos ajenos a la idea de lucro, por cuya razón encontramos abiertas todas las puertas del depósito. En un momento Gor Hajus y Dar Tarus eligieron cuatro aparatos y cada uno de nosotros se ajustó el suyo. Consistían en un cinturón ancho, parecido a los salvavidas que llevan los trasatlánticos terrestres, cargado con el octavo rayo barsoomiano, o sea, el rayo propulsor, a una tensión suficiente para neutralizar la gravedad, y mantener a una persona en equilibrio entre esta fuerza y la ejercida por el octavo rayo. En la parte posterior del cinturón hay un pequeño motor de radio, cuyas palancas de mando se encuentran delante, al alcance de la mano. Unidos al anillo superior del cinturón, y proyectándose una a cada lado, hay dos alas fuertes y ligeras provistas de manivelas, que sirven para alterar rápidamente su posición.

    Gor Hajus nos explicó brevemente el funcionamiento del aparato; pero me pareció que me esperaba un largo período de molestias antes de domi­nar por completo el arte de volar con uno de aquellos mecanismos. Me enseñó el modo de inclinar las alas hacia abajo al andar con el fin de no perder pie a cada paso, y así me condujo hasta el borde de la plataforma.

    – Desde aquí vamos a levantar el vuelo y protegiéndonos con la som­bra de los altos edificios trataremos de llegar a la casa de mi amigo sin que nos descubran. En el caso de que la policía aérea nos persiga, debe­mos separamos para reunirnos más tarde en la parte oeste de las mura­llas de la ciudad, en un sitio donde hay una laguna y una torre abandonada. Esta torre será nuestro punto de cita si surge alguna contingencia. ¡Seguidme!

    Y poniendo en marcha su motor se elevó graciosamente por el aire. Hovan Du se lanzó tras él, y luego me tocó el turno. Subí unos seis metros, floté sobre la ciudad, que hormigueaba a centenares de ellos por debajo de mí, y luego, repentinamente, dí la vuelta de campana y me quedé boca abajo. Había cometido alguna torpeza, estaba seguro de ello. Era la sensación más pavorosa, la de flotar con la cabeza abajo y los pies arriba contemplando impotente las calles de la gran ciudad, no más blan­das que las de Los Angeles o París. El motor continuaba marchando y al manipular las palancas de las alas empecé a describir unas preciosas espirales, girando como una peonza y rizando el rizo de la manera más inverosímil; y entonces Dar Tarus acudio en mi socorro. Primero me dijo que me quedara quieto y luego me ordenó diversas maniobras con las palancas hasta que recobré la posición normal. Después de este inci­dente me las compuse bastante bien, y al poco tiempo volaba con segu­ridad detrás de Gor Hajus y Hovan Du.

    No describiré las horas de vuelo que siguieron. Gor Hajus nos hizo subir a una altura considerable desde donde nos dejamos caer entre la obscuridad que cubría 1 a ciudad hacia un distrito de casas magníficas, y cuando planeábamos sobre un gran palacio nos quedamos helados al oír una seca interpelación que nos llegaba de encima.

    – ¿Quién vuela de noche?
    – Amigos de Mu Tel, príncipe de la casa Kan –contestó rápidamen­te Gor Hajus.
    – Enseñadme vuestro permiso para volar de noche y la licencia de vuestros voladores –ordenó la voz, al tiempo que su dueño descendía hasta nuestro nivel.

    Entonces vi por primera vez un policía marciano. Estaba equipado con un volador mucho más rápido y manejable que los nuestros, según supe más tarde. Creo que se prevalió de esta superioridad acorralándo­nos para demostrar que era inútil todo intento de fuga, pues hubiera podido darnos diez minutos de ventaja y alcanzarnos en otros diez mi­nutos, fuera cualquiera la dirección en que hubiésemos huido. El indivi­duo era más guerrero que policía, pues la vigilancia aérea de Toonol estaba en manos de los guerreros del ejército de Vobis Kan.

    Se acercó rápidamente al asesino de Toonol y volvió a pedirle los documentos al mismo tiempo que proyectaba sobre nuestro camarada la luz deslumbrante de su linterna. Instantáneamente lanzó una exclama­ción de sorpresa y satisfacción.

    – ¡Por la espada del Jeddak! –gritó–. La fortuna me favorece. ¿Quién me hubiera dicho hace una hora que sería para mí la recompen­sa por la captura de Gor Hajus?
    – Otro idiota tan fatuo y envanecido como tú –replicó Gor Hajus golpeándole con la espada corta que yo le había prestado.

    El golpe fue amortiguado por el ala del policía, que quedó destroza­da; pero el individuo resultó con una seria herida en el hombro. Intentó retroceder, pero su ala averiada sólo le permitió describir círculos. En­tonces echó mano del silbato, y aunque Gor Hajus le asestó otro golpe que le partió la cabeza, llegó tarde para impedir que silbara.

    – ¡Pronto! –gritó el asesino–. Tenemos que refugiarnos en los jardines de Mu Tel antes de que acuda a la llamada un enjambre de policías.

    Vi que mis compañeros descendían rápidamente a tierra; pero de nuevo me hice un lío. Por mucho que me esforcé en abatir mis alas, sólo conseguí descender tan suavemente como una pluma, y con un movi­miento diagonal que me haría aterrizar a considerable distancia de los jardines de Mu Tel. Me acercaba a una de las partes altas del palacio, que parecía una torre que levantaba sobre el suelo su armadura de metal brillante. Oí en todas direcciones los silbidos de las patrullas aéreas que contestaban al último llamamiento de su camarada, cuyo cadáver flota­ba precisamente encima de mí indicando el camino que debían seguir los demás para encontrarnos. Seguramente acabarían por descubrirle, y entonces me verían a mí y mi suerte quedaría decidida.

    Pero acaso podría entrar en las habitaciones de la torre próxima, donde lograría esconderme hasta que hubiera pasado el peligro. Dirigí mi vue­lo hacia la estructura negra: vi una ventana abierta y tropecé con una red de alambre fino. Había ido a chocar contra una cortina de las utilizadas para protegerse de los asesinos del aire. Me creí perdido. Si pudiera llegar al suelo, encontraría refugio entre los árboles y la maleza que había percibido confusamente en los jardines de aquel príncipe barsoomiano; pero no conseguí atinar con el ángulo preciso de inclina­ción, y me encontré describiendo espirales. Pensé rasgar el cinturón y dejar escapar el octavo rayo pero, como no estaba familiarizado con aquella fuerza extraña, temí verme precipitado contra el suelo, aunque en último extremo estaba decidido a todo.

    En mi última tentativa para descender empece a subir con rapidez y, con los pies para adelante, choqué repentinamente con un objeto. Luché frenéticamente para enderezarme, esperando que me detuvieran en el acto, cuando me encontré cara a cara con el cadáver del guerrero asesi­nado por Gor Hajus. Los silbidos de las patrullas continuaban aproxi­mándose; probablemente me descubrirían antes de unos segundos, y, de pronto, encontré la solución del problema que me intrigaba.

    Sujetando fuertemente con la mano izquierda los correajes del toonoliano muerto, saqué mi puñal y desgarré su cinturón flotador. En cuanto los rayos se escaparon, el cadáver empezó a caer arrastrándome hacia abajo. Aunque rápido, el descenso no fue precipitado, y a los po­cos instantes nos posábamos con suavidad en el césped escarlata de los jardines de Mu Tel al lado de un amontonamiento de maleza. Por enci­ma de mí sonaron silbatos, cuando arrastré el cadáver del guerrero a la sombra protectora del follaje. Un segundo después hubiera sido dema­siado tarde porque en el acto, se encendieron los focos de una pequeña nave policíaca, que iluminaron brillantemente el jardín. Miré temerosamente a todas partes y, no viendo rastros de mis compañeros, deduje que también ellos habían podido esconderse.

    Los chorros de luz recorrieron todo el ámbito del jardín, y luego se alejaron, así como los silbidos de la policía, indicando que no sospecha­ban de nuestros escondites.

    Sumido en completa obscuridad, me despojé del volador que al prin­cipio pensé destruir, pero que acabé por colgar de una rama previendo la contingencia de que me volviera a hacer falta. Luego cogí las armas del guerrero muerto y, en la confianza de que había pasado el peligro, salí de mi escondite en busca de mis compañeros.

    Protegiéndome bajo los árboles y malezas, me dirigí al edificio cre­yendo que en esa dirección habría conducido Gor Hajus a los demás, ya que el destino de nuestro viaje era el palacio de Mu Tel. Mientras me deslizaba con la mayor cautela, Thuria, la luna más próxima, emergió repentinamente del horizonte, alumbrando la noche con su claridad bri­llante. En aquel momento me hallaba al lado de la pared ornamentada del palacio; a la derecha había un angosto nicho, cuyo interior parecía de obscuridad maciza en contraste con los rayos de Thuria; a la izquier­da había un claro, en el que vi en todos sus detalles la criatura más espantosa que mis ojos terrestres habían contemplado. Era un animal del tamaño de un potro de Shetland, con diez patas cortas y una cabeza terrorífica, vagamente parecida a la de una rana, sólo que las mandíbu­las estaban provistas de tres filas de colmillos largos y afilados.

    Aquel ser tenía la nariz levantada como olfateando una presa y sus ojos saltones giraban rápidamente en las órbitas, indicando sin sombra de duda que buscaba a alguien. No soy presumido, pero no pude menos que albergar la convicción de que era a mí a quién buscaba. Era mi primer encuentro con un perro marciano, y al refugiarme en la densa negrura del nicho inmediato, los ojos de la criatura me vieron, oí un gruñido y le vi cargar sobre mí, pensando que aquélla sería mi última aventura.

    Saqué mi espada larga y entré de espaldas en el nicho, comprendien­do cuán inadecuada era el arma contra aquellos dos quintales de feroci­dad encarnada. Lentamente, fui retrocediendo en la sombra, y cuando el animal penetró a su vez en el recinto, mi espalda tropezó con un obstá­culo sólido que ponía punto final a mi retirada.


    CAPÍTULO IX
    El Palacio de Mu Tel


    Cuando el calot entró en el nicho, experimenté todas las reacciones que debe sentir un ratón acorralado, y me dispuse a vender cara mi vida. La bestia se hallaba ya casi sobre mí, y empece a jurar y maldecir por no haberme quedado en el exterior donde, al menos, había árboles altos a los que trepar, cuando, de pronto el obstáculo que me inmovilizaba cedio el sitio a una mano que salió de la obscuridad, empuñó mis correajes y me levantó con suavidad arrastrándome hacia atrás. Se cerró de golpe una puerta, y la silueta del calot, recortándose en la luz de la luna a la entrada del nicho, desapareció de mi vista.



    Una voz malhumorada resonó en mi oído: ¡Ven conmigo!; una mano se apoderó de la mía, y me vi conducido en absoluta obscuridad a través de lo que me pareció un corredor estrecho, a juzgar por los choques frecuentes contra el lado derecho y el izquierdo.

    En suave pendiente, el corredor tenía bruscas revueltas, y empecé a distinguir, por delante de mi guía, una claridad confusa, que aumento gradualmente hasta que nos encontramos en el umbral de una cámara brillantemente iluminada, una habitación magnífica, suntuosamente amueblada y decorada, para cuya descripción apenas sirven los pobres vocablos de mi idioma. Oro, marfil, piedras preciosas, maderas maravillosas, pieles espléndidas, arquitecturas sorprendentes; todo esto se combinaba para deslumbrarme, como un cuadro que jamás hubiera pensado soñar. En el centro de aquella cámara, rodeados por un grupo de marcianos, se hallaban mis tres compañeros.

    Mi guía me condujo hasta ellos, y se detuvo ante un barsoormiano alto que resplandecía de joyas incrustadas en sus correajes. Todos los presentes se volvieron hacia nosotros.

    – Príncipe, un tal más y hubiera sido demasiado tarde. Al abrir la puerta para salir en busca de él, como ordenaste, le encontré casi en las garras de uno de los calots.
    – Bien –contestó el llamado príncipe.

    Y luego, volviéndose a Gor Hajus:

    – Amigo mío –preguntó–, ¿es éste el hombre de quien me habla­bas?
    – Este es Vad Varo, que pretende haber nacido en el planeta Jasoom –contestó Gor Hajus–. Vad Varo, estás en presencia de Mu Tel, prín­cipe de la casa de Kan.

    Me incliné a tiempo que el príncipe se adelantaba y me ponía la mano derecha sobre mi hombro izquierdo, según la costumbre de las presentaciones barsoomianas; para terminar la ceremonia yo hice lo mismo. ¡Qué diferencia de los estúpidos “Encantado de conocerle”, “¿Cómo está usted?” y “Tengo mucho gusto”!

    Ante el requerimiento de Mu Tel, referí brevemente lo ocurrido des­de que me encontré separado de mis compañeros hasta que uno de los oficiales de palacio me salvó de una muerte segura. Mu Tel dio las órde­nes necesarias para que, antes del alba, quedaran borrados todos los rastros del policía muerto, a fin de no exacerbar las sospechas de su tío Vobis Kan, Jeddak de Toonol, que cada vez estaba más celoso de la creciente popularidad de su sobrino y temía que abrigara la aspiración de arrebatarle el trono.

    Pasada ya la media noche, al final de uno de esos refinados banque­tes que tanta fama proporcionan a los príncipes de Marte, y mientras saboreábamos los exquisitos vinos con que nos regaló nuestro huésped, Mu Tel habló de su tío imperial con menos comedimiento.

    – Hace mucho tiempo que la nobleza está cansada de soportar a Vobis Kan, y el pueblo no puede sufrirle más. Es un tirano sin conciencia, pero como se trata de nuestro gobernante hereditario, vacilamos en derribar­le. Somos un pueblo práctico, poco influido por el sentimiento, pero algo queda de éste para conservar la lealtad de las masas a su Jeddak, aún cuando ya no la merece, mientras que el miedo a las masas hace que también los nobles sean leales. Por otra parte, existe la sospecha natural de que el heredero más cercano sea un jeddak no menos tirano que Vobis Kan, puesto que, siendo mucho más joven que él, puedo desarrollar actividades más crueles y nefastas.

    “Por lo que a mi respecta, no vacilaría en destruir a mi tío y apode­rarme del trono, si estuviera seguro del apoyo del ejército, ya que, con los guerreros de Vobis Kan a mi lado, la balanza se inclinaría a mi favor. Previendo esto, ofrecí hace mucho tiempo mi amistad a Gor Hajus, no para que matara a mi tío, sino para que, cuando yo lo hubiera hecho en lucha noble, Gor Hajus me conquistara la lealtad de los guerreros del Jeddak, pues es muy popular entre ellos, quienes siempre le considera­ron como un excelente luchador, otorgándole su reverencia y devoción. He ofrecido a Gor Hajus un puesto importante en los asuntos de Toonol, pero me dice que ante todo tiene que cumplir sus compromisos contigo, Vad Varo, para cuya consecución me ha pedido ayuda. Yo se la ofrezco muy gustoso, puramente por motivos egoístas, puesto que el logro de tus aspiraciones apresurará el de las mías. Por eso pongo a tu disposi­ción una aeronave fuerte y segura que os conducirá a Fundal.

    Como es natural, acepté esta oferta encantado, e inmediatamente empezamos a discutir los planes de la partida, que quedó señalada para la primera hora de la noche siguiente, cuando ninguna de las dos lunas estuvieran en el cielo; y después de un debate final sobre nuestro equi­po, pedí que nos permitieran retirarnos, pues yo llevaba treinta y seis horas sin dormir, y mis compañeros veinticuatro.

    Unos esclavos nos condujeron a nuestras habitaciones suntuosas, y dispusieron unos magníficos lechos de sedas y pieles. Cuando se retira­ron, Gor Hajus oprimió un botín que había en la pared, y la habitación se levantó como un ascensor entre la armadura metálica, hasta una altu­ra de doce o quince metros; la red de alambre nos envolvió automáticamente y quedamos en seguridad para toda la noche.

    Al día siguiente, después de bajar nuestra habitación hasta un nivel normal, y antes de que pudiera salir, vino un esclavo con órdenes de Mu Tel de pintarme todo el cuerpo con el hermoso color rojo de cobre de mis amigos barsoomianos, proporcionándome así un disfraz indispensable para el éxito de nuestra aventura, pues mi piel blanca hubiera inspirado sospechas en cualquier ciudad de Barsoom. Otro esclavo trajo armas para nosotros tres y un collar y una cadena para Hovan Du, el hombre mono. Nuestros correajes, aunque de material pesado y lujosa elaboración, eran muy sencillos y libres de toda insignia, como los que acostumbran a llevar los panthans, o soldados de fortuna, cuando no están al servicio de una nación o de un personaje determinado. Estos panthans son realmente hombres sin patria, mercenarios que venden su espada al mejor postor. Aunque no están organizados, se rigen por un severo Código de Ética y, mientras están al servicio de un amo, le sirven con lealtad. Se supone que son hombres que han huido de la cólera de su jeddak o de la justicia de su país, pero abundan entre ellos los aventureros que han elegido esta profesión por amor a las emociones. Cuando están bien pagados, son jugadores y derrochadores y, naturalmente, se encuentran casi siempre sin dinero y se ven reducidos a ganarse la vida del modo más inverosímil, razón que justificaba con exceso nuestra posesión de un mono domesticado, que en Marte no es más chocante que un loro en la tierra.

    Pasé la mayor parte del día en compañía del príncipe, que no se cansa­ba de preguntarme sobre las costumbres, civilización y geografía de la Tierra, extrañándome sobremanera cuán familiarizado estaba con casi todos estos detalles. Me explicó que sus conocimientos terrestres se debían a los maravillosos adelantos marcianos en instrumentos astronómicos, fotografía y telefonía inalámbricas; esta última llevada a tal grado de perfección, que muchos sabios barsoomianos habían conseguido aprender algunos de los idiomas de la Tierra, sobre todo el inglés y el ruso. Unos cuantos sabían también el chino. Indudablemente, estos idiomas fueron los pri­meros que llamaron su atención, a causa de la numerosa población que los hablaba y las grandes extensiones que ocupaban.

    Mu Tel me llevó a un salón de su palacio que me recordó los cinema­tógrafos de la Tierra, con la diferencia de que era más pequeño, pues tendría capacidad para doscientas personas a lo sumo. Estaba construi­do como una gran cámara obscura, cuyo interior ocupara la asamblea, volviendo la espalda hacia la lente, y teniendo delante una gran pantalla de cristal en que se proyectaba la imagen que se iba a observar.

    Mu Tel se sentó ante una mesa en la que había extendido un mapa del cielo. Sobre este mapa se movía un brazo articulado que sostenía una especie de puntero. El príncipe lo movió hasta colocarlo sobre el planeta Tierra, luego apagó la luz, e inmediatamente apareció en la pantalla un panorama semejante al que se observa desde un aeroplano a 300 metros de altura. Aquella escena tenía para mí algo de familiar; era un país arruinado y desolado. Vi unos muchones de trecho en trecho, que indicaban la existencia en otros tiempos de un huerto floreciente y fructífero. En el suelo había agujeros grandes y deformes, y por todas partes alambradas erizadas de púas. Mu Tel encendio una lamparita de radio que había sobre la mesa, y vi entonces un globo terrestre con un punzón fijo en un punto determinado.

    – El lado que este globo nos presenta ahora coincide con el hemisfe­rio que la Tierra tiene vuelto hacia nosotros. Observa cómo el globo gira lentamente. Coloca el punzón en el punto que quieras y se te revelará la parte elegida de Jasoom.

    Moví lentamente el índice, y el espectáculo cambió. Una aldea en ruinas se presentó ante nuestra vista. Un poco más allá aparecieron trin­cheras y cuevas y, siguiendo esta línea, moví el punzón rápidamente hacia el Norte y el Sur. Aquí y allá había soldados en los pueblos, pero todos franceses y ninguno en las trincheras. No había soldados alema­nes ni escenas de lucha. ¡De modo que la guerra había terminado! Moví el punzón hacia el Rhin y crucé el río; Alemania estaba llena de solda­dos: soldados franceses, ingleses y americanos. ¡Habíamos ganado la guerra! Me alegré, pero todo aquello me parecía tan lejano e irreal como si no existiera tal mundo ni hubieran guerreado tales gentes; era como si contemplara las ilustraciones de una novela leída hacia mucho tiempo.

    – Parece que te interesa mucho ese país devastado por la guerra – observó Mu Tel.
    – Sí; yo luché en esa guerra. Probablemente me mataron: no lo sé.
    – ¿Y habéis vencido?
    – Sí, mi pueblo ha ganado. Luchábamos por un gran principio y por la paz y felicidad del mundo. Ojalá no hayamos luchado en vano.
    – Si lo que deseas es el triunfo de vuestro principio, por el que lu­chasteis y vencisteis, y la venida de la paz, tus esperanzas son ilusorias. La guerra nunca trae la paz: trae más y mayores guerras. La guerra es el estado normal de la naturaleza; es una locura combatirla. La paz debe sólo considerarse como un periodo de preparación para el principal ob­jeto de la existencia del hombre. Si no fuera por la guerra continua entre unas y otras formas de la vida, los planetas llegarían a encontrarse tan superpoblados que se asfixiarían. En Barrosos, los grandes periodos de paz han traído plagas y enfermedades que hicieron muchas más vícti­mas que las guerras, y de un modo más cruento y odioso. El que muere en su cama no encuentra placer, ni se estremece de júbilo al pensar en la recompensa que le espera. Ya que todos debemos morir, muramos al menos en medio de un juego noble y excitante para dejar sitio a los millones de hombres que nos sucederán. La experiencia de la paz nos ha hecho comprender la necesidad de la guerra.

    Muchas más cosas me dijo aquel día Mu Tel, que me documentaron sobre la curiosa filosofía de los toonolianos. Estos creen que no debe realizarse ninguna acción buena mientras no haya un motivo egoísta; no tienen dios ni religión; creen, como todos los barsoomianos cultos, que el hombre desciende del Árbol de la Vida, pero se apartan de los demás marcianos al negar la existencia de un ser omnipotente que creó este Árbol. Sostienen que el único pecado es el fracaso; consideran muy digno el triunfo y, sin embargo, se da la paradoja de que nunca quebran­tan su palabra de honor. Mu Tel me explicó que habían extirpado los dañinos resultados de esa debilidad vergonzosa que se llama el senti­miento: sólo el egoísmo sostenía la lealtad de un toonoliano hacia otro, y eso únicamente durante un período determinado.

    Cuando llegué a conocerles más a fondo, sobre todo a Gor Hajus, empecé a sospechar que su desdén ostensivo hacia el sentimentalismo era natural. Es cierto que muchas generaciones de inhibición les habían atrofiado las características de alma y espíritu que tanto se aprecian en­tre nosotros; que los lazos de la amistad eran flojos y que el llamamien­to de la sangre no despertaba una alta sensación de responsabilidad y amor, ni aún entre padres e hijos; y, sin embargo, Gor Hajus era, en esencia, un hombre sentimental, aunque se hubiera apresurado a atrave­sar el corazón del atrevido que se lo dijera, demostrando así palpable­mente la verdad de la acusación. El orgullo que le producía su reputación de hombre íntegro y leal, demostraba que tenía corazón, así como la satisfacción de su fama de hombre cruel e inhumano probaba que era un sentimental. Era el prototipo de los toonolianos: éstos negaban la exis­tencia de la deidad y adoraban al fetiche de la ciencia, que les gobernaba como cualquier dios imaginario a los fanáticos religiosos.

    Al anochecer empezó a entrarme la comezón de la partida. Allí lejos, al Oeste, después de leguas y leguas de pantanos desolados, estaba Fundal, y en Fundal el hermoso cuerpo de la muchacha que amaba, y a quien había jurado devolvérselo. Terminada la cena, Mu Tel, en perso­na, nos condujo a un hangar oculto en una de las torres del palacio. Allí estaba dispuesta una nave aérea, a la que habían quitado todas las insig­nias reales y hasta alterado ligeramente su estructura, a fin de que, en caso de captura, no se viera mezclado en el asunto el nombre de Mu Tel. La nave fue aprovisionada con gran cantidad de vituallas, sin olvidar la carne cruda para Hovan Du; y cuando la luna más lejana se ocultó bajo el horizonte, se deslizó una puerta corredera, Mu Tel nos deseó buena suerte y la nave flotó suavemente en la noche oscura. Como muchas de las de su tipo, no tenía cabina; una baranda baja la rodeaba por la borda; en el puente iban fijos grandes anillos de hierro, a los que debían suje­tarse los miembros de la tripulación por medio de sus correajes, que para este objeto iban provistos de ganchos; una especie de parabrisas muy inclinado protegía contra el viento; el motor y las palancas de man­do iban al exterior, pues todo el espacio debajo del puente estaba ocupa­do por los tanques de flotación. En esta clase de embarcaciones todo se sacrifica a la velocidad: no existe a bordo el menor confort. Cuando la aeronave marcha a toda velocidad, la tripulación se tiende sobre el puente, cada cual en su sitio designado y agarrándose a su anillo con todas sus fuerzas. Sin embargo, según me dijeron, estos navíos toonolianos, aun­que muy veloces, quedan eclipsados por los de otras naciones como Helium y Ptarth, que han dedicado siglos y siglos a perfeccionar sus máquinas aéreas; pero aquella embarcación convenía perfectamente a nuestro propósito y, sobre todo comparada con el Vosar, me parecía tan veloz como una flecha.

    Sin perder tiempo en tomar precauciones, apenas salimos al campo nos dirigimos a toda velocidad hacia Fundal, y al poco tiempo corrimos la primera aventura. Chocamos con una figura flotante, y en el mismo momento oímos el silbido de un policía aéreo, una bala pasó rozando a nuestra nave y, a los pocos segundos, se proyectaron desde arriba los rayos de una linterna que exploraron la atmósfera en todas direcciones.

    – ¡Una nave policía! –gritó Gor Hajus.

    Hovan Du lanzó un gruñido y sacudio la cadena que sujetaba su collar. Nos encogimos todo lo posible, pidiendo a los espíritus de nuestros ante­pasados que no nos encontraran aquellos inquietos ojos luminosos. Pero, por desgracia, un chorro de luz cayó sobre el puente, y allí quedó fijo mientras la nave policía descendía rápidamente, avanzando a la misma velocidad que la nuestra. Luego nos quedamos consternados al ver que abrían fuego con balas explosivas. Estos proyectiles contienen una subs­tancia que estalla al ser influida por los rayos luminosos, una vez que la cubierta opaca de la bala se ha roto al contacto con el blanco. No es preci­so, por consiguiente, atinar con éste para que el disparo sea eficaz. Si el proyectil cae al suelo, o al puente de un navío, o en otra substancia sólida cerca del blanco, hace infinitamente más daño que si, disparado sobre un grupo de hombres, hiere a uno de ellos, pues estallará cuando se rompa su cubierta protectora y matará o herirá a varios, mientras que dentro de un cuerpo humano los rayos luminosos no podrán alcanzarle, y no causan más perjuicio que el de un balazo corriente. La luz de la luna no ejerce acción sobre ellos y, por eso, los proyectiles disparados de noche, a menos que sean alcanzados por la luz de ciertas linternas especiales, no explotan hasta que sale el sol al día siguiente, convirtiendo el campo de batalla en un lugar muy peligroso, aunque no se encuentren allí ya los combatientes y, del mismo modo, la extracción del cuerpo humano de una bala que no haya explotado es una operación delicadísima, que a veces termina con la muerte del herido y del cirujano.

    Dar Tarus manejó las palancas de mando, dirigiendo el espolón de nuestra nave hacia el de la policía, gritándonos que concentráramos el fuego sobre sus propulsores. Por mi parte nada vi fuera del deslumbran­te rayo de luz, y en esa dirección disparé el arma extraña que poco tiem­po antes me había entregado Mu Tel. Aquel ojo luminoso representaba para nosotros la máxima amenaza y, en cuanto lo hubiéramos cegado, ninguna superioridad tendría sobre nosotros la nave policía. Por eso apunté cuidadosamente con mi rifle y oprimí el disparador. Gor Hajus se arrodilló a mi lado, enviando a la nave enemiga una rociada de balas. Dar Tarus tenía bastante con ocuparse de las palancas, y Hovan Du, acurrucado en la proa, se contentaba con gruñir. De pronto, Dar Tarus lanzó una exclamación:

    – ¡Las palancas están dañada! No podemos cambiar la dirección. La nave no nos sirve ya.

    Casi en el mismo instante, se extinguió el proyector, alcanzado, sin duda, por uno de mis disparos. Estábamos casi al lado de ellos y oíamos sus gritos de rabia. Nuestra nave, a la deriva, corría hacia la otra, y si no chocábamos pasaríamos casi rozando su quilla. Pregunté a Dar Tarus si la avería tenía arreglo.

    – Si dispusiéramos de tiempo la podríamos arreglar, pero harían falta muchas horas y, mientras tanto, caerán sobre nosotros todas las fuerzas aéreas de Toonol.
    – Entonces necesitamos otra nave –repliqué.

    Dar Tarus sonrió.

    – Tienes razón, Vad Varo; pero ¡donde le encontraremos?
    – No tenemos que ir muy lejos –contesté, señalando al vehículo policía.
    – ¿Por que no? –exclamó Dar Tarus, encogiéndose de hombros–. Sería una lucha gloriosa y una muerte digna.

    Gor Hajus me dio una palmada en el hombro.

    – ¡Hasta la muerte, mi capitán!

    Hovan Du sacudio la cabeza y gruñó.

    Las naves se acercaban con rapidez. Ya no disparábamos por mie­do de averiar la embarcación que pensábamos conquistar y, por alguna razón desconocida, la tripulación de la nave policía también había sus­pendido el tiroteo. Nunca supe el porqué. Nos movíamos en una direc­ción que nos llevaba justamente debajo de la otra nave, y decidí abordarle a toda costa. En su quilla vi el aparejo de ganchos dispues­tos a coger su presa. Sin duda los policías se preparaban para hacerlo y, tan pronto como estuviéramos debajo de ellos, sus tentáculos de acero se apoderarían de nosotros, mientras su tripulación invadía nues­tro puente.

    Llamé a Hovan Du y le dí instrucciones en voz baja. Cuando ter­miné, asintió con la cabeza. Luego saqué de los anillos los ganchos de nuestros correajes y me dirigí a proa después de cambiar unas palabras con Gor Hajus y Dar Tarus. Estábamos precisamente deba­jo de la embarcación enemiga y pude ver los anzuelos gigantescos que se preparaban a bajar. Nuestra proa pasó debajo del timón, y entonces llegó el momento que yo esperaba. Los del puente no po­dían vernos a Hovan Du ni a mí; la armazón de ganchos estaba a unos cinco metros sobre nuestras cabezas; hice una señal al mono y, simultáneamente, los dos dimos un salto. Seguramente esto parecerá una locura, pues el fracaso significaba la muerte segura, pero yo ha­bía pensado que si dos de nosotros conseguían abordar al vehículo policía mientras la tripulación se encargaba de sujetar al nuestro, bien valía la pena de arriesgar algo.

    Según Gor Hajus, a bordo del navío enemigo no habría más que seis hombres y, de estos uno, por lo menos, no podría abandonar las palan­cas de mando, mientras los restantes manejaban el aparejo de pesca. La ocasión no podía ser más oportuna para invadir la nave.

    Hovan Du y yo saltamos, y la fortuna se mostró propicia, aunque el mono consiguió a duras penas agarrarse a uno de los anzuelos gigantes, mientras que mis músculos terrestres me llevaron fácilmente adonde que­ría. Juntos nos dirigimos rápidamente a la proa de la embarcación y, sin un momento de duda, según teníamos ya convenido, él se encaramó por la banda de estribor y yo por la de babor. Si yo era el más ágil saltarín, Hovan Du me ganaba en escalo, por lo que ya había llegado a la baranda cuando mis ojos estaban aún al nivel del puente; acontecimiento afortu­nado, pues yo había elegido la banda donde estaba reunida la tripulación dela nave para hacer la maniobra. Si no hubieran vuelto la cabeza, al oír a uno de sus compañeros dar un grito al ver la cara salvaje de Hovan Du aparecer sobre la barandilla, me hubieran despachado con un solo golpe antes de que hubiera logrado poner el pie en el puente. El mono había surgido ante un guerrero toonoliano, que lanzó un grito de sorpresa e in­tentó sacar su espada; pero el animal no le dio tiempo y, cuando saltó la barandilla, vi cómo el gigantesco antropoide cogía al desgraciado por el correaje y le precipitaba al vacío. En seguida estuvimos los dos en el puente, mientras el resto de la tripulación abandonaba su tarea y corría hacia nosotros. Creo que la vista de la enorme y salvaje bestia les causó un efecto desmoralizador, pues vacilaron y cada cual pareció ceder a su vecino el honor de ser el primero en atacar. Esta vacilación favorecía mis planes, pues de ella dependía el éxito que podía esperarse de los esfuerzos de Gor Hajus y Dar Tarus, cuando la otra embarcación hubiera subido lo suficiente para permitirles llegar hasta donde estábamos nosotros.

    Gor Hajus me había dicho que despachara cuanto antes al hombre encargado de la dirección de la nave, pues en cuanto comprendiera que teníamos probabilidades de triunfar, su primer acto sería sabotear la maquinaria, y por eso me dirigí rápidamente a él y le puse fuera de combate. Quedaban ya solamente cuatro, y esperamos a que avanzaran para dar tiempo a que llegaran mis compañeros.

    Lentamente se dirigieron a nosotros, y estaban casi a nuestro alcance cuando vi que, por la popa, asomaba la cabeza de Gor Hajus, seguida instantáneamente por la de Dar Tarus.

    – ¡Mirad! –grité a los enemigos–. Estáis rodeados.

    Uno de ellos volvió la cabeza y lanzó una exclamación:

    – ¡Pero si es Gor Hajus!

    Y luego añadio dirigiéndose a mí:

    – ¿Qué pensáis hacer con nosotros si nos rendimos?
    – No tenemos querella pendiente con vosotros –contesté–. Sólo queremos salir de Toonol en paz. No queremos causaros daño.

    El guerrero se volvió a sus compañeros y durante unos minutos los cuatro cuchichearon en voz baja. Luego el primero me habló nuevamente.

    – Hay pocos toonolianos que no se alegren de servir a Gor Hajus, a quién creíamos muerto hace mucho tiempo; pero entregaros la nave sig­nificaría para nosotros la muerte cuando la superioridad se enterara de nuestra derrota. Por otra parte, de continuar la defensa moriríamos pro­bablemente en esta misma nave. Si nos aseguráis que vuestros planes no atentan a la seguridad de Toonol, creo que veo una salida para todos nosotros.
    – Resalto que sólo queremos salir de Toonol –contesté–. La em­presa que nos guía en nada perjudica a Toonol.
    – Bien, ¿y dónde pensáis ir?
    – No puedo decírtelo.
    – Si aceptas mi proposición puedes confiar en nosotros. Hela aquí: os escoltamos hasta vuestro punto de destino y luego volveremos a Toonol diciendo que os teníamos ya cogidos; pero que después de una lucha en la que perecieron dos de los nuestros, lograsteis escapar aprovechándoos de la obscuridad.
    – ¿Podemos fiarnos de estos hombres, Gor Hajus?

    Mi compañero me aseguró que sí, en vista de lo cual fue aceptada la proposición y nos encontramos volando hacia Funda] en una aeronave del propio Vobis Kan, Jeddak de Toonol.


    CAPÍTULO X
    Fundal


    A la noche siguiente, la tripulación toonoliana hacía trasponer a nues­tra nave las murallas de la ciudad de Fundal, siguiendo las instrucciones de Dar Tarus, que era súbdito fundaliano y antiguo guerrero de la guar­dia de la Jeddara, y había servido en la escuadra fundaliana. Estaba familiarizado con todos los detalles de las defensas de Fundal y su siste­ma de protección aérea. Sus conocimientos utilísimos nos permitieron aterrizar sin ser vistos, después de lo cual la nave toonoliano se levantó y emprendio su vuelo hacía Toonol con el mismo secreto.



    Habíamos descendido en el techo de un edificio bajo, construido dentro de las murallas de la ciudad, en las que se apoyaba. Dar Tarus nos condujo por una rampa inclinada hasta la calle, que en aquel lugar estaba desierta. Era estrecha y obscura, y flanqueada a la izquierda por edificios bajos apoyados en la muralla, y a la derecha por elevadas cons­trucciones, la mayoría de ellas sin ventanas. Dar Tarus nos explicó que había elegido aquel sitio por ser el distrito de los almacenes que, aunque convertido en una colmena durante el día, estaba totalmente desierto durante la noche, pues la completa ausencia del robo en Barsoom hacia superflua la vigilancia.

    Por caminos tortuosos nos llevó a una sección de tiendas de segundo orden, donde había hoteles y casas de comidas frecuentados por solda­dos, obreros y esclavos, entre los que llamamos la atención solamente por la presencia de Hovan Du. Como no habíamos probado bocado des­de que salimos del palacio de Mu Tel, nuestra preocupación era encon­trar alimento. Gor Hajus había recibido del príncipe dinero suficiente, y así nos dirigimos a una tienda, donde nuestro amigo compró dos o tres kilos de carne de thoat para Hovan Du y luego nos encaminamos a una casa de comidas que Dar Tarus conocía. Al principio el dueño se opuso a que penetráramos con Hovan Du, pero después de una discusión muy prolongada nos permitió encerrar al gran mono en una habitación inte­rior, mientras nosotros nos sentábamos a comer. Debo decir que Hovan Du desempeñó muy bien su papel, pues mientras duró la discusión ni el dueño ni ninguno de los presentes sospechó que el cuerpo de aquel ani­mal salvaje estaba regido por un cerebro humano. Sólo cuando comía o luchaba se revelaba la parte simiesca del cerebro de Hovan Du, domi­nando por completo a la otra mitad; en realidad, esta última no parecía ejercer sobre él mucha influencia, pues siempre estaba taciturno y pro­penso a la cólera; nunca le vi reír ni apreciar el humorismo de alguna situación. Sin embargo, en cierta ocasión, él mismo me aseguró que la mitad humana de su cerebro le permitía no sólo apreciar, sino hasta disfrutar de los episodios alegres y ocurrencias de nuestra aventura, y de las anécdotas y relatos satíricos y agudos de Gor Hajus; pero su anato­mía simiesca no contaba con los músculos que pusieran de manifiesto la expresión de sus reacciones mentales.

    Comimos alegremente, aunque las viandas eran bastante inferiores, satisfechos de vernos libres de la curiosidad del vulgo, y de las pregun­tas del dueño sobre nuestros antecedentes y futuros planes, a las que Dar Tarus contestó del modo más satisfactorio posible. De nuevo nos encon­tramos en la calle siguiendo a Dar Tarus, que nos conducía a una casa de viajeros. En el camino nos acercamos a un gran edificio de exuberante belleza, en el que entraba y del que salía una continua corriente de pú­blico: cuando llegamos a él, Dar Tarus nos pidio que le esperásemos fuera mientras él entraba, diciéndonos que era el templo de Tur, el dios que adora el pueblo de Fundal.

    – He estado ausente mucho tiempo y no he tenido ocasión de honrar a mi dios. No os haré esperar mucho. Gor Hajus, ¿quieres prestarme unas monedas de oro?

    Gor Hajus sacó silenciosamente, de una de sus bolsas, unas cuantas monedas, y se las entregó a Dar Tarus disimulando una expresión de desdén, pues los toonolianos son ateos.

    Quise acompañar a Dar Tarus al templo, lo cual le causó gran ale­gría, y juntos nos incorporamos al torrente humano que se acercaba al inmenso portal. Dar Tarus me dio dos de las monedas de oro que le prestó Gor Hajus, diciéndome que marchara detrás de él e imitara to­das sus acciones. Apenas traspuesto el umbral, vi dos hileras de sacer­dotes cubiertos, de pies a cabeza, con una capa de tela blanca. Entre ambas hileras pasaban los fieles al entrar en el templo uno a uno. Ante cada sacerdote había un pedestal, y en él una bandeja llena de dinero. Nos acercamos a uno de ellos y entregamos al religioso una pieza de oro que nos cambió por otras monedas de menor valor, una de las cuales depositamos en otra cajita que había en el pedestal. El sacerdo­te extendio las manos sobre nuestras cabezas, metió los dedos en un recipiente de agua sucia que tenía al lado, nos frotó con ellos la punta de la nariz, murmuró unas palabras que no comprendí, y se volvió al siguiente en la fila, mientras nosotros penetrábamos en el interior del templo. Nunca he visto un derroche de lujo como el que presencié en el templo de Tur. Una sola columna, de tamaño colosal, interrumpía la inmensa extensión del suelo de piedra y, grabadas sobre ella a interva­los regulares, había muchas estatuas, cada una de las cuales se apoya­ba en un pedestal. Había imágenes muy hermosas de hombres y de mujeres, otras de animales y otras de criaturas grotescas y extrañas, la mayoría horribles. La primera a que nos acercamos era una preciosa figura de mujer, alrededor de cuyo pedestal estaban postrados cierto número de hombres y mujeres, que golpeaban siete veces el suelo con la cabeza, luego se levantaban, depositaban una moneda en un recep­táculo dispuesto ad hoc y pasaban a la imagen vecina. Esta represen­taba un hombre con cuerpo de siliano, ante cuyo pedestal había cierto número de fieles arrodillados que repetían. una y otra vez, un ritmo monótono, algo que me sonaba como bible–bable–blup.

    Dar Tarus y yo nos arrodillamos, murmurando aquella letanía durante un minuto, luego nos levantamos, introdujimos una moneda en la caja, y seguimos adelante. Pregunté a Dar Tarus qué significaban aquellas palabras, pero me contestó que lo ignoraba. Insistí en saber si alguien conocía el significado, pero se extrañó mucho, y me dijo que la pregunta era sacrílega y revelaba una total carencia de fe. Ante la imagen contigua, la gente, apoyada en las manos y las rodillas, se arrastraba formando un círculo por delante del pedestal. Siete veces dieron la vuelta los fieles, luego se levantaron, pagaron su óbolo y continuaron sus devociones, revolcándose delante de la figura siguiente y diciendo: Tur es Tur, Tur esTur, Tur es Tur.

    – ¿Qué dios era ése? –pregunté en voz baja a Dar Tarus cuando nos separamos de la última imagen, que no tenía cabeza, y cuyos ojos, nariz y boca, estaban colocados en el centro del vientre.
    – No hay más que un dios –contestó solemnemente Dar Tarus–. Sólo Tur es dios.
    – Entonces, ¿era ese Tur?
    – ¡Calla, desgraciado! –susurró Dar Tarus–. Si te oyen decir tal herejía, serán capaces de destrozarte.
    – No he querido causar ofensa a nadie. Ya veo que se trata de uno de vuestros ídolos.
    – ¡Silencio! Nosotros no adoramos ídolos. No hay más que un dios y ése es Tur.
    – Entonces, ¿qué son ésos? –insistí señalando con la cabeza las imágenes ante las que se reunían los miles adoradores.
    – No se deben hacer preguntas. Basta con que tengamos fe en la justicia de Tur en todas sus obras. Ven.

    Me condujo ante una estatua que representaba una monstruosidad con una boca que la hendía toda la cabeza. Tenía una cola muy larga y pechos de mujer. Alrededor de esta imagen los fieles se mantenían rígi­dos sobre su cabeza, repitiendo sin cesar Tur es Tur, Tur es Tur, Tur es Tur. Durante un tiempo que me pareció interminable, tuve que mante­ner este ridículo equilibrio, luego pagamos y nos alejamos de allí.

    – Tenemos que irnos –dijo Dar Tarus–. Ya he cumplido mis debe­res para con Tur.
    – He observado que ante esta figura la gente repetía el mismo estribi­llo: Tur es Tur...
    – ¡Oh, no! Decían precisamente lo contrario. Ante la otra rezaban Tur es Tur y ante ésta dicen: Tur es Tur o sea una expresión completa­mente opuesta. ¿No ves la gran diferencia?
    – A mí me parecen dos frases exactamente iguales.
    – Lo cual se dehe a que no tienes fe –dijo con tristeza Tarus.

    Encontramos a Gor Hajus y Hovan Du esperándonos impacientes en el centro de un inmenso corro de gente, entre la que abundaban guerre­ros que llevaban las insignias de Xaxa. Jeddara de Fundal. Querían que Hovan Du luciera sus habilidades; pero Dar Tarus les dijo que estaba cansado y de mal humor.

    – Mañana, cuando esté descansado, le traeré por las avenidas para que os divierta.

    Con dificultad pudimos escabullirnos de la multitud de curiosos, y por una calle extraviada llegamos a la pensión, donde Hovan Du quedó encerrado en una habitación mientras los esclavos nos conducían a los demás a una cámara espaciosa, rodeada por una cornisa elevada sobre el suelo, donde nos acomodamos sobre lechos de pieles y sedas. La cornisa, que sólo se interrumpía en la unica puerta de la cámara, estaba ocupada por un considerable número de durmientes. Dos esclavos ar­mados hacían la ronda por el interior del recinto, para proteger a los huéspedes contra los asesinos.

    Como era temprano, algunos de aquéllos hablaban entre sí en voz baja, y yo entablé conversación con Dar Tarus sobre su religión, que debo confesar que había despertado mi curiosidad.

    – Siempre me han fascinado los misterios de las religiones, Dar Tarus. – ¡Pero si la belleza del culto de Tur estriba en lo contrario! Es una religión sin misterios: sencilla, natural, científica. Todas sus palabras y obras tienen su explicación en las páginas del Turgan, el gran libro que escribió el mismo Tur.

    “Tur vive en el sol. Allí, hace cien mil años, creó a Barsoom, le arrojó al espacio, y luego se entretuvo en crear al hombre y a los anima­les que habían de alimentar al hombre y alimentarse entre sí. Después hizo aparecer el agua y la vegetación, para que el hombre y los animales pudieran vivir. ¿Ves cuán sencillo y científico es todo ello?

    Pero fue Gor Hajus quien me explicó la religión de Tur, un día en que Dar Tarus estaba ausente. Según me dijo, los fundalianos sostienen que Tur continúa creando todas las cosas con sus propias manos. Niegan que el hombre tenga el poder de reproducir su especie; dicen a la juven­tud que esta creencia es vil y sacrílega, ocultan toda evidencia de pro­creación, y tienen un cuidado exquisito de que jamás trasciendan aun las cosas que ven con sus propios ojos y experimentan en sus propios cuerpos al procrear un hijo.

    El Turgan le asegura que Barsoom es una superficie plana, y ellos cierran su mente ante toda prueba de lo contrario. Nunca salen de Fundal por miedo de llegar al borde del mundo, y no consienten el desarrollo de la navegación aérea, pues, si una de sus naves diera la vuelta a Barsoom, se cometería un horrible sacrilegio contra Tur, que hizo plano el mundo.

    No toleran el uso de telescopios, porque Tur les enseñó que no hay más mundos que Barsoom y mirar a otro sería una herejía. Tampoco permiten que, en las, escuelas se enseñe historia alguna de Barsoom que retrotraiga la fecha de la creación del planeta por Tur, a pesar de que Barsoom tiene una historia auténtica que abarca mucho más de cien mil años. Del mismo modo, persiguen toda geografia de Barsoom que no sea la que reproduce el Turan y toda investigación científica en la rama biológica. El Turgan es su único libro de texto; todo lo que no se halle en el Turgan es falso y sacrílego.

    Muchas más cosas por el estilo aprendí de diversas fuentes durante mi breve estancia en Fundal, cuyos naturales creo que son los más atra­sados de todas las naciones rojas de Barsoom. Su fanatismo religioso les ha convertido en ignorantes, tozudos y torpes de comprensión, sien­do tan exagerados en un extremo como los toonolianos en el otro.

    Pero como yo no había venido a Fundal para estudiar su cultura, sino para llevarme a su reina, ésta fue la idea que me obsesionó en cuanto desperté al día siguiente. Después de almorzar, nos dirigimos a palacio para practicar un reconocimiento. Como Dar Tarus no se atrevía a acom­pañarnos por miedo de ser reconocido, ya que llevaba el cuerpo que en otro tiempo perteneció a un noble palatino, quedó concertado que Gor Hajus actuaría de interlocutor. Después de recibir sus últimas instruc­ciones, nos despedimos de Dar Tarus, y embocamos una avenida grande y hermosa que conducía a las puertas del palacio, pensando en el desa­rrollo de nuestro plan, que calculábamos conseguiría abrirnos paso y llevarnos a presencia del Jeddara.

    Mientras caminábamos con aspecto despreocupado, tuve oportunidad de disfrutar del hermoso panorama que ofrecían las dos hileras de espléndidas mansiones. El sol alumbraba praderas de color escarlata y jardines con árboles variados; prestaban sombra a la avenida magníficos ejemplares de sorapus. Los dormitorios de las casas habían descendido a su nivel diurno, y centenares de balcones y ventanas exhibían suntuosas pieles y sedas que se aireaban al sol. En los jardines los esclavos se dedicaban a sus faenas matutinas, y en las terrazas almorzaban mujeres y niños. Entre los niños despertamos un entusiasmo considerable; mejor dicho, lo despertó Hovan Du, y hasta los adultos parecían interesados. Algunos nos hubieran detenido de muy buena gana para pedirnos una exhibición, pero nosotros continuamos decididos hacia el palacio, que era lo único que nos interesaba de Fundal.

    Alrededor de las puertas del palacio se conglomeraba una multi­tud de holgazanes y curiosos, pues la naturaleza humana es la misma entre seres negros y blancos, rojos, amarillos y morenos, terrestres y marcianos. El gentío que se hacinaba ante las puertas de Xaxa estaba integrado en su mayor parte por visitantes de las islas de los grandes pantanos toonolianos, que obedecían a la reina de Fundal y, como todos los provincianos del universo, acechaban cualquier destello de la realeza por fugaz que fuera, sin que esto fuese óbice para que les interesaran también los ejercicios de un mono, para lo cual teníamos ya público esperándonos. Al acercarnos, el miedo natural hacia el bruto gigante les hizo retroceder, de modo que nos encontramos con un claro abierto hasta las mismas puertas del palacio, donde hicimos alto, mientras la plebe se cerraba a nuestro alrededor formando un semicírculo. Entonces Gor Hajus tomó la palabra y habló con voz fuerte para que, a través de las puertas, le oyeran los guerreros y palatinos, pues en realidad la arenga se dirigía a ellos, no al vulgo, que nada nos importaba.

    – Hombres y mujeres de Fundal: contemplad a dos pobres panthans que, arriesgando la vida, han capturado y domesticado a uno de los más salvajes y feroces ejemplares de los grandes monos blancos de Barsoom que se han visto cautivos, trayéndole a Fundal a costa de los mayores sacrificios, para que os sirva de entretenimiento e instrucción. Amigos míos: este mono maravilloso está dotado de inteligencia humana; en­tiende todo lo que se le habla. Si prestáis atención, voy a tratar de demostraros la realidad de esta inteligencia en un animal feroz y antro­pófago, que ha servido de distracción a muchas testas coronadas de Barsoom, y ha desconcertado a los sabios más ilustres.

    Verdaderamente Gor Hajus poseía excepcionales cualidades, que hacían de él un perfecto artista de barraca de feria, y no pude contener una sonrisa al oír aquí, en Marte, las frases que le había enseñado aprovechando mi experiencia terrestre de cuentos de hadas y parques de atracciones, y que tan burlescamente sonaban al salir de los labios del asesino de Toonol. Aquellas palabras impresionaron enormemente a los espectadores, porque cada cual alargó el cuello y guardó profundo silencio esperando ver las habilidades de Hovan Du y, lo que era más satisfactorio, varios soldados de la guardia de palacio, y un oficial entre ellos, aguzaron los oídos y nos miraron con vivo interés.

    Gor Hajus ordenó a Hovan Du que se acostara y que se levantara. Luego le hizo sostenerse en equilibrio sobre una pata e indicar por medio de gruñidos el número de dedos que Gor Hajus le presentaba en su mano extendida, convenciendo al público de que sabía contar. Es­tas experiencias eran sólo una preparación para las siguientes, que esperábamos nos consiguieran una audiencia con la Jeddara. Gor Hajus pidio a un espectador que prestara sus armas a Hovan Du, y sostuvo con el mono un combate que arrancó a la multitud exclamaciones de espanto.

    Los guerreros y el oficial de Xaxa eran ya los espectadores más inte­resados, y entonces Gor Hajus se dispuso a dar el golpe final, la asom­brosa revelación de la inteligencia de Hovan Du.

    – Lo que habéis presenciado hasta ahora es una futesa –gritó–, porque este animal sabe leer y escribir. Fue capturado en una ciudad muerta cerca de Ptarth y conoce el idioma de ese país. ¿Hay entre voso­tros alguien que proceda de allá?
    – Yo soy de Ptarth –dijo un esclavo.
    – Bien. Escribe lo que quieras y dáselo al mono. Yo me volveré de espaldas para que veas que no tengo intervención.

    El esclavo sacó una tableta y escribió algunas palabras, dándosela luego a Hovan Du. El mono leyó el mensaje, y, sin vacilar, se dirigió a la puerta grande y entregó la tableta al oficial que estaba al otro lado. La puerta estaba formada por barrotes de hierro retorcido, entre dos de los cuales podía pasar un objeto pequeño. El oficial tomó el escrito y lo examinó.

    – ¿Qué quiere decir? –preguntó al esclavo de Ptarth.
    – Quiere decir. Entrega este mensaje al oficial que hay al otro lado de la puerta.

    De todas partes salieron exclamaciones de sorpresa, y Hovan Du se vió obligado a repetir el experimento varias veces, con diversos escritos que le ordenaban realizar otras habilidades que el oficial seguía con ojos ávidos.

    – Es maravilloso –dijo al fin–. La Jeddara se divertirá mucho con este animal tan inteligente. Esperad aquí hasta que yo os diga si se digna ordenaros que paséis a su presencia.

    Como no deseábamos otra cosa, esperamos muy complacidos que volviera el mensajero, mientras Hovan Du continuaba confundiendo a los espectadores con nuevas demostraciones de su gran inteligencia.


    CAPÍTULO XI
    Xaxa


    El oficial volvió, las puertas se abrieron, y recibimos orden de pasar al patio del palacio de Xaxa, Jeddara de Fundal. Después los aconteci­mientos se precipitaron; acontecimientos sorprendentes y totalmente inesperados. Nos condujeron por un laberinto de corredores y cámaras, hasta que empecé a sospechar que querían desorientarnos; pero, fuera verdad o no, lo cierto es que no hubiera podido desandar lo andado para volver al patio, del mismo modo que no hubiera podido volar sin alas. Habíamos concertado que, caso de entrar en el palacio, anotaríamos cuidadosamente todos los detalles que nos permitieran una huida rápi­da; pero cuando pregunté a Gor Hajus, en voz baja, si podría salir, me contestó que estaba tan confundido como yo.



    El palacio nada tenía de particular, ya que la arquitectura fundaliana es maciza y abrumadora, sin muestra alguna de genio. Las escenas que ornamentaban los muros eran principalmente de carácter religioso, pa­sajes ilustrados del Turgan, la Biblia fundaliana, y la mayoría eran va­riaciones sobre el mismo tema, que representaba a Tur creando un planeta en forma de disco y arrojándolo al espacio, lo que me daba la impresión de un cocinero volteando una tortilla en una sartén. También había nu­merosas pinturas de lo que parecían ser escenas palatinas, en las que aparecían miembros de la dinastía fundaliana y, en las más recientes, estaba representada Xaxa con el hermoso cuerpo de Valla Dia vestida con las galas de jeddara. El efecto que estas pinturas me causaron es indescriptible: ellas me recordaron que me acercaba a la persona que detentaba el cuerpo de la mujer que yo adoraba y a la que había consa­grado mi vida.

    Nos detuvimos, por último, ante una gran puerta, a cuyo alrededor se aglomeraba gran número de guerreros y nobles, lo que me indicó que pronto estaríamos en presencia de la Jeddara. Mientras esperábamos, los congregados nos miraron con ojos más hostiles que curiosos y, cuan­do se abrió la puerta, nos acompañaron a la cámara, dejando sólo en el umbral unos cuantos guerreros. La habitación era de regular tamaño, y detrás de una mesa maciza estaba sentada Xaxa, rodeada de nobles ar­mados hasta los dientes. Al mirarlos me pregunté cuál de ellos sería el que usurpaba el cuerpo de Dar Tarus, pues no olvidaba mi promesa de devolvérselo si las circunstancias eran favorables.

    Xaxa nos contempló con ojos fríos cuando nos detuvimos ante ella.

    – Veamos las habilidades de ese mono –dijo.

    Y, de pronto, gritó coléricamente:

    – ¿Cómo permitís que unos extraños comparezcan con armas ante mí? ¡Quítaselas, Sag Ort!

    ¡Sag Or! Este era el nombre que nos había dicho Dar Tarus. Ante mí estaba el noble por cuya causa mi amigo había perdido su libertad, su cuerpo y su amor. Gor Hajus y Hovan Du también recordaron el nom­bre, como lo demostró el modo con que miraron al individuo mientras se acercaba. Con voz áspera nos ordenó que entregáramos las armas a dos guerreros que avanzaron para recibirlas. Gor Hajus titubeó, y con­fieso que yo mismo no sabía que hacer. Todos los presentes parecían enemigos, pero su actitud hostil podía ser su modo habitual de recibir a los extranjeros. Si me negaba a desarmar y recurrían a la fuerza, sería­mos tres contra infinidad de ellos; si nos arrojaban del palacio, perdería­mos aquella magnífica oportunidad, y para volver ante Xaxa tendríamos que emplear la violencia. ¿Volveríamos a tener una ocasión semejante? Me pareció que lo mejor era correr el riesgo menor, y por eso saqué mis armas y se las entregué a uno de los guerreros; Gor Hajus siguió mi ejemplo, aunque imagino que de malísima gana.

    Xaxa repitió sus primeras palabras, pero aunque Hovan Du, dirigido por Gor Hajus, exhibió todo su repertorio, no prestó atención, y ninguna de las habilidades del mono despertó interés entre el grupo reunido alrededor de la Jeddara. A medida que avanzaba el espectáculo empecé a pensar que la cosa se iba poniendo fea. Me pareció que querían entretenernos para ganar tiempo. No pude comprender, por ejemplo, por qué Xaxa pidio que el mono repitiera varias veces un acto que no tenía importancia. Durante todo el tiempo la Jeddara estuvo jugueteando con un puñal largo y afilado, y acechándome a mí con más interés que a Hovan Du, mientras yo no podía apartar la vista de aquel rostro hermosísimo que ocultaba el cerebro de una tirana cruel y criminal.

    Por fin llegó la interrupción del espectáculo. La puerta se abrió, dan­do paso a un noble que avanzó directamente hacia la Jeddara y le dijo algo en voz baja. Ella le hizo varias preguntas, y pareció que la molesta­ban las respuestas. Luego le despidio con un gesto y se volvió hacia nosotros.

    – ¡Basta! –gritó.

    Me miró con fijeza mortificante y, apuntándome con el puñal, me preguntó:

    – ¿Dónde está el otro?
    – ¿Qué otro?
    – Ibais tres con el mono. De este último nada sé, como ignoro dónde le habéis adquirido. Pero sé todo lo que se relaciona contigo, Vad Varo; contigo, Gor Hajus, asesino de Toonol, y con Dar Tarus. ¿Dónde está Dar Tarus?

    Su voz tenía un acento musical dulcísimo, era la voz de Valla Dia. Pero tras ella se ocultaba la terrible personalidad de Xaxa, y comprendí que sería muy peligroso mentirla, porque debía haber recibido de Ras Thavas una información completa. ¡Cómo me reproché mi estupidez al no prever que Ras Thavas adivinaría el objeto de mi viaje y se apresura­ría a avisar a Xaxa! Como sería peor que inútil negar nuestra identidad, decidí explicar nuestra presencia allí, si podía.

    – ¿Dónde está Dar Tarus? –repitió la voz dulcísima.
    – ¿Y cómo puedo yo saberlo? Dar Tarus tenía poderosas razones para suponer que no estaría seguro en Fundal, y creo que procurará que nadie sepa su paradero, ni aún yo mismo. Me ayudó a escapar de la Isla de Thavas a condición de devolverle su libertad. Yo no pensé en que me acompañara a mis aventuras.

    Xaxa se quedó desarmada momentáneamente. Sin duda había su­puesto que yo negaría mi identidad.

    – Entonces, ¿confiesas que eres Vad Varo, el ayudante de Ras Thavas? – Nunca se me ocurrió negarlo.
    – ¿Y por qué te has disfrazado de marciano rojo?
    – ¿Cómo podría, si no, viajar por Barsoom, donde todos los hombres son enemigos del extranjero?
    – ¿Y por qué viajas por Barsoom?

    Con los ojos medio cerrados acechó mi respuesta.

    – Como Ras Thavas te habrá dicho, procedo del otro mundo. ¿Qué tiene de extraño que quiera conocer éste?
    – ¿Y viniste a Fundal para llegar a mi presencia acompañado del célebre asesino de Toonol?
    – Gor Hajus no volverá a Toonol. Busca el modo de ofrecer su espa­da a una corte distinta de la de Vobis Kan. Si Fundal no acepta sus servicios, continuará su camino. Quise que me acompañara sirviéndo­me de guía y mentor. Yo, solo y extranjero, lo hubiera pasado muy mal.
    – Peor lo vas a pasar. Has visto todo lo que debías ver de Barsoom; has llegado al fin de tus aventuras. Creíste que podías engañarme, ¿eh? ¿No sabes, insensato, que conozco todas tus relaciones con Valla Dia y estoy perfectamente enterada del objeto de tu visita a Fundal?

    Su mirada pasó de mi a los nobles.

    – ¡A los pozos con ellos! –gritó–. Más tarde veremos que muerte debemos darles.

    Instantáneamente nos vimos rodeados por dos docenas de espadas desnudas. Ni Gor Hajus ni yo teníamos salvación, pero me pareció que Hovan Du podría escapar. Desde que Xaxa tomó la palabra empecé a buscar un medio de fuga, al menos para uno de nosotros: nadie se había fijado en que las ventanas estaban abiertas, y por ellas se veían los gran­des árboles del patio. Hovan Du estaba a mi lado.

    – ¡Escápate! –le murmuré al oído–. Las ventanas están abiertas. Vete y di a Dar Tarus lo que ha ocurrido.

    Luego me eché hacia atrás arrastrando a Gor Hajus, como si intentá­ramos resistirnos, y mientras distraíamos así la atención de los presen­tes Hovan Du se dirigió a una ventana. A los pocos pasos un guerrero intentó detenerle, y entonces el cerebro feroz del antropoide se impuso a la gigantesca criatura. Lanzando un gruñido horrible saltó sobre el desgraciado fundaliano con la agilidad de un gato, le atenazó con sus garras y, utilizando su cuerpo, a manera de maza, derribó a todos los compañeros que acudieron a socorrerle y se abrió paso hacia la ventana.

    En el acto la escena se convirtió en un pandemonium. Toda la aten­ción se concentró en el gran mono, y hasta los que nos atacaban se vol­vieron a Hovan Du. En medio de la confusión vi a Xaxa que se levantaba, abría unas pesadas cortinas que había detrás de su mesa y desaparecía por ellas.

    Cogí por el brazo a Gor Hajus, y simulando que estábamos muy interesados en la lucha entre el mono y los soldados, nos dirigimos insensiblemente hacia la plataforma que Xaxa acababa de dejar. Hovan Du se estaba comportando magistralmente. Uno a uno iba cogiendo a todos los que caían en el radio de acción de sus potentes brazos, em­puñando a veces cuatro al mismo tiempo con sus cuatro manos delan­teras. Con el pelo erizado y los ojos chispeantes de rabia, dominando a sus enemigos con su gigantesca estatura, la fiera más temida y salva­je de Barsoom luchaba por su vida. Quizá su principal ventaja era el miedo natural que inspiraba a todos ellos, lo cual favorecía mis planes pues, con todas las miradas fijas en Hovan Du, Gor Hajus y yo conse­guimos llegar a retaguardia de la tribuna. Huyan Du debió compren­der mis intenciones, pues hizo lo que más podía llamar la atención sobre él, indicándome al propio tiempo que la parte humana de su cerebro estaba alerta para nuestra salvación.

    Hasta entonces los fundalianos le habían mirado como un notable ejemplar de mono, maravillosamente domesticado; pero, de pronto, les dejó paralizados de terror, pues sus gruñidos tomaron forma de palabras y habló en el idioma de los hombres. Ya estaba casi en la ventana. Varios nobles avanzaban valerosamente hacia él, entre ellos estaba Sag Or. Hovan Du se apoderó de él, le rompió las armas y gritó con voz de trueno:

    – Me voy; pero si a mis amigos les ocurre algún mal, volveré para arrancar el corazón de Xaxa. Decídselo así de parte del gran mono de Ptarth.

    Durante un momento, los nobles y los guerreros quedaron mudos de espanto. Todos contemplaban horrorizados a Hovan Du, que sacudía como un pingajo a Sag Or. Gor Hajus y yo quedamos olvidados. Hovan Du se volvió y de un salto llegó al antepecho, desde donde alcanzó las ramas del árbol más próximo sin soltar a Sag Or, el favorito de Xaxa. Al mismo tiempo Gor Hajus y yo separábamos las cortinas y nos encontrá­bamos en la boca de un corredor estrecho y obscuro.

    Sin saber dónde nos dirigía le seguimos a ciegas, acuciados por la necesidad de descubrir un escondite o un medio de escapar del palacio antes de que emprendieran nuestra persecución, cosa que no podía tar­dar. Cuando nuestros ojos se acostumbraron a la obscuridad avanzamos con más rapidez, y pronto llegamos a una rampa en espiral que se perdía hacia arriba y hacia abajo.

    – ¿Qué hacemos? –preguntó Gor Hajus.
    – Ellos creerán que hemos bajado para escapar del palacio.
    – Entonces, ¿subimos?
    – Claro. Lo que ahora nos interesa es encontrar un escondite hasta que llegue la noche, pues está visto que de día no podemos escapar.

    Apenas habíamos empezado a subir, oímos el ruido metálico que producían las armas de nuestros perseguidores en el corredor. A pesar de este acicate, nos veíamos obligados a avanzar con precaución, pues no sabíamos con qué podíamos tropezar. Al nivel del piso superior encontramos una puerta cerrada y, como no había dónde esconderse, continuamos la ascensión. En el tercer piso vimos un corredor sumido en completa obscuridad, y a la derecha una puerta abierta. Los ruidos de los que nos perseguían se iban acercando, y la necesidad de ocul­tarnos llegó a hacerse improrrogable, y a anular toda otra considera­ción, pues si nos descubrían entonces podía despedirme del débil rayo de esperanza que aún albergaba sobre la resurrección de Valla Dia en su propio cuerpo.

    No había tiempo que perder. El corredor estaba sumido en total obs­curidad. La puerta estaba entreabierta y la empujé suavemente. Una tu­farada de incienso nos sofocó, y por la rendija vi parte de una cámara decorada de un modo llamativo. Frente a nosotros, y obstruyendo la vista del resto de la habitación, había una estatua colosal que represen­taba a un hombre sentado. Oímos voces próximas, nuestros perseguido­res estaban ya subiendo la rampa. En unos segundos caerían sobre nosotros. En la cámara, al menos al alcance de nuestra vista, no se veía a nadie y, cogiendo a Gor Hajus del brazo y entrando en la habitación, dejé que la puerta se cerrara. Habíamos quemado nuestras naves. La cerradura produjo un clic metálico.

    – ¿Qué ha sido eso? –preguntó una voz que, al parecer, procedía del extremo más distante de la cámara.

    Gor Hajus me miró y se encogió de hombros resignado. Sin duda pensaba lo mismo que yo: que de los dos caminos habíamos elegido el equivocado; pero sonrió y no ví en sus ojos ni una sombra de reproche.

    – Parece que venía de la dirección del Gran Tur –contestó una segunda voz.
    – Acaso hay alguien en la puerta.

    Nos apretamos contra la estatua para retrasar todo lo posible nuestro hallazgo, inevitable si los que hablaban se disponían a averiguar el ori­gen del ruido que les había llamado la atención. Yo tenía la cara apoya­da contra la piedra y recorrí con las manos el dorso de la estatua, sintiendo bajo mis dedos los relieve de los adornos de su correaje: era unas protu­berancias formadas por gemas colosales entre mosaicos de filigrana de oro, pero entonces no tenía humor para fijarme en estas minucias. Los dos interlocutores se acercaron. Probablemente yo estaba muy nervio­so, no lo sé; estoy seguro de que nunca he rehuido un combate, pero en aquella ocasión el deber y la necesidad me obligaban a evitar la pelea y permanecer oculto. Probablemente mis dedos se movieron de un modo inconsciente por entre los correajes de la figura, cuando me dí vaga cuenta de que una de las joyas bailaba en su montura. No recuerdo que esto me impresionara gran cosa, pero mis dedos se entretuvieron subconscientemente enjugar con la joya.

    Las voces estaban ya tan cercanas, que el que nos sorprendieran sería cuestión de unos segundos. Con los músculos en tensión oprimí, sin darme cuenta, la joya, floja en su engaste, y en el acto una porción de la parte posterior de la figura cedio hacia adentro sin ruidos, reve­lándonos el interior de la estatua débilmente iluminado. No nos hici­mos repetir la invitación, y simultáneamente penetramos por aquella puerta que el destino nos abría, cerrando con suavidad el entrepaño detrás de nosotros. Creo que aquella operación no produjo sonido al­guno, y quedamos inmóviles sin atrevernos a respirar. La luz entraba en el recinto por numerosos orificios practicados en la estatua, que estaba completamente hueca; orificios que al mismo tiempo me per­mitían oír todo lo que ocurría fuera.

    Apenas habíamos cerrado la abertura oímos voces y golpes en la puerta por la que habíamos entrado en la cámara.

    – ¿Quién pretende entrar en el templo de Xaxa? –preguntó una de las voces del interior.
    – Soy yo, el dwar de la guardia de la Jeddara –contestaron desde fuera–. Vamos en busca de los que han venido a asesinar a Xaxa. – ¿Y han venido por aquí?
    – ¿Crees, sacerdote, que si así no fuera les buscaría en el templo? – ¿Cuánto tiempo hace?
    – Escasamente veinte tais.
    – Entonces no está aquí, porque desde hace más de una zoda nadie ha entrado en el templo. Buscad por las habitaciones de Xaxa, por la terra­za y los hangares, pues la rampa no tiene otras salidas.
    – Vigilad bien el templo hasta que yo vuelva –gritó el dwa, y oímos el ruido que producían al volver a la rampa de caracol.

    Los sacerdotes se acercaron a la estatua conversando.

    – ¿Qué diablos podía ser ese ruido que nos llamó antes la atención?
    – Acaso los fugitivos intentaron abrir la puerta.
    – Pero en tal caso no entraron, pues les hubiéramos visto al salir por detrás del Gran Tur, ya que en aquel momento le teníamos de frente, y desde entonces no hemos apartado la vista de este rincón del templo.
    – Entonces es seguro que no están aquí.
    – Y no nos importa dónde puedan estar.
    – Aunque lleguen a las habitaciones de Xaxa, con tal de que no pasen por el templo.
    – A lo mejor han llegado ya.
    – ¡Y eran asesinos!
    – Cosas peores ha padecido Fundal.
    – Calla, que los dioses oyen.
    – Con oídos de piedra.
    – Pero los de Xaxa no son de piedra, y oyen muchas cosas que no van dirigidas a ella.
    – ¡Inmunda tigresa!
    – Es la Jeddara y la Gran Sacerdotisa.
    – Sí, pero...

    Ya no oímos, más, porque los dos interlocutores habían llegado al otro extremo del templo; pero teníamos bastante con lo que habíamos escuchado. El clero temía y odiaba a Xaxa, y los mismos sacerdotes no demostraban mucho respeto a su deidad, como lo indicaba su alusión burlona a los oídos de piedra. También nos habían dado indicaciones preciosas durante su conversación con el dwar de la Jeddara.

    Comprendí que la suerte nos había proporcionado el escondite ideal, pues hasta los mismos guardianes del templo juraban que no estábamos allí, y ya habían lanzado a nuestros perseguidores por una pista falsa.

    Por primera vez tuvimos ocasión de examinar nuestra guarida. El interior de la estatua se hallaba totalmente hueco, y a unos doce metros de altura veíamos la luz que se filtraba por la boca, las orejas y las nari­ces; un poco más abajo había una plataforma circular, una especie de cornisa que correspondía al interior del cuello. De la base de la platafor­ma arrancaba una escalera de peldaños planos que terminaba en aque­llas alturas. El suelo que pisábamos tenía una espesa capa de polvo, que examinado cuidadosamente me convenció de que éramos los primeros que habían entrado en la estatua desde hacía mucho tiempo, probable­mente años, pues el polvo impalpable estaba perfectamente nivelado.

    Mientras lo observaba me llamó la atención algo que yacía al pie de la escalera. Al acercarme, vi que se trataba de un esqueleto humano, con el cráneo partido y varias costillas y un brazo rotos. A su alrededor e igualmente cubiertas de polvo había unas telas riquísimas. Su posición al pie de la escalera, el cráneo triturado y los huesos rotos, indicaban bien a las claras de qué modo había muerto: el hombre había caído de cabeza desde la plataforma a doce metros de altura, llevándose a la eter­nidad el secreto del interior del Gran Tur.

    Gor Hajus examinó con atención las vestiduras.

    – Era un sacerdote de Tur –murmuró en voz muy baja–, y proba­blemente un miembro de la familia real, y hasta puede que un Jeddak. Hace mucho tiempo que ha muerto.
    – Voy a subir allá. Probaré la escalera, y si es resistente, sígueme. Creo que por la boca de Tur conseguiremos ver el interior del templo.
    – Ten mucho cuidado, porque la escalera está muy vieja.

    Subí con precaución, probando la resistencia de cada escalón antes de cargar sobre él el peso del cuerpo; pero la madera de sorapus, de que estaba construida la escalera, parecía tan fuerte como el hierro. No com­prendo cómo cayó el sacerdote, pues la escalera y la cornisa circular hubieran soportado el peso de cien hombres.

    Desde la plataforma pude ver a través de la boca de Tur. Debajo de mí se extendía una cámara inmensa, alrededor de cuyas paredes se ali­neaban otros ídolos más pequeños. Eran aún más grotescos que los que había visto en el templo de la ciudad, y sus adornos sobrepasaban todo lo imaginable para un terrestre, pues las piedras preciosas de Barsoom fulguran con rayos desconocidos en la Tierra. Aquella magnificencia y aquella cegadora belleza eran indescriptibles. Justamente enfrente del gran Tur había un altar de palton, especie de jaspe de color rojo sangre, en el que la Naturaleza ha trazado en blanco los dibujos más fantásticos; aquella piedra, pulimentada por un habilísimo artista, tenía una belleza inenarrable.

    Gor Hajus se acercó, y juntos examinamos el interior del templo. Altísimos ventanales dejaban entrar torrentes de luz en él. En el rincón opuesto al que ocupaba el gran Tur, había dos puertas enormes que ce­rraban la entrada principal, y ante ellas conversaban los dos sacerdotes que habíamos oído. El resto del templo estaba vacío. El incienso ardía en menudos altares colocados ante cada uno de los ídolos menores, pero no pudimos ver si el Gran Tur recibía el mismo homenaje.

    Satisfecha nuestra curiosidad en lo referente al templo volvimos la atención al interior de la hueca cabeza de Tur, descubriendo otra escale­ra que conducía a otra cornisa superior y más pequeña, que, evidente­mente, correspondía a los ojos. Me faltó tiempo para explorarla, y en ella encontré una silla muy confortable colocada ante una palanca que ponía en movimiento los ojos de la estatua, haciéndolos virar a uno y otro lado, arriba o abajo, a voluntad del operador; también había un tubo acústico que iba a parar a la boca. Vuelto de nuevo a la plataforma inferior, descubrí un mecanismo debajo de la lengua de Tur: una cosa parecida a un amplificador, que estaba en conexión con el tubo que bajaba de arriba. No pude menos de sonreír al contemplar aquellos tes­tigos silenciosos de la perfidia del hombre, y recordé la criatura destro­zada al pie de la escalera. Hubiera jurado que Tu había permanecido mudo durante muchos años.

    Volvimos a la cornisa superior, y de nuevo hice otro descubrimiento: los ojos de Tur eran verdaderos periscopios. Haciéndolos girar podría­mos ver enormemente amplificada la parte del templo que quisiéramos. Nada escapaba a los ojos de Tur, y al poco tiempo, cuando los sacerdo­tes reanudaron su conversación, comprendimos que del mismo modo nada escapaba a los oídos de Tur, pues hasta el ruido más insignificante llegaba claramente hasta nosotros. ¡Qué precioso auxiliar debió haber sido el Gran Tur para el sacerdocio, en los tiempos en que aquel esque­leto roto era una criatura de carne y hueso!


    CAPÍTULO XII
    El Gran Tur


    Fue pesadísimo y muy aburrido el día. Observamos cómo diversos sacerdotes venían por parejas a relevar los que les habían precedido en la vigilancia del templo, y escuchamos su conversación, reducida casi exclusivamente a murmuraciones y chismes sobre los escándalos de la corte. Algunas veces hablaban de nosotros, y por ellos supimos que Hovan Du había escapado con Sag Or, ignorándose su paradero, lo mis­mo que el de Dar Tarus. Toda la corte estaba asombrada ante nuestra desaparición milagrosa. Tres mil hombres nos buscaban sin cesar. Se había registrado y vuelto a registrar el palacio entero, con todos sus rincones. Se habían explorado los pozos como nadie recordaba que se hubiera hecho alguna vez, y al parecer se habían encontrado cosas raras, cosas que ni la misma Xaxa sospechaba que existieran, y ya los sacerdo­tes no se recataban de decir que, a consecuencia del descubrimiento hecho por un dwar de la guardia de la Jeddara en un lejano distrito de los pozos, caería una casa grande y poderosa.



    Cuando el sol se ocultó tras el horizonte, el templo quedó iluminado brillantemente por una luz blanca y suave que no tenía el resplandor del alumbrado artificial terrestre. Entraron en el templo numerosos sacer­dotes y algunas sacerdotisas jóvenes y bellas, que se dispusieron a ado­rar a los ídolos recitando letanías incomprensibles. Poco a poco la cámara fue llenándose de fieles, nobles de la corte con sus mujeres y sirvientes, que se alinearon en dos filas ante los ídolos menores, dejando un claro que conducía desde la puerta principal hasta los pies del Gran Tur. To­dos volvieron la espalda a los ídolos y esperaron mirando a la puerta cerrada. También Gor Harjus y yo clavamos la mirada en ella, fascina­dos por la sugestión de que iba a abrirse de un momento a otro para revelarnos algún espectáculo asombroso.

    Pronto las puertas giraron lentamente, y vimos un rollo gigantesco y a ambos lados veinte esclavos desnudos que, al terminar de abrirse las dos hojas de la puerta, empujaron el enorme cilindro, que entonces com­prendimos era un gran tapiz, desenrollándole hasta que el claro abierto entre las dos filas de nobles quedó cubierto desde la puerta hasta el Gran Tur con un tapete espeso y suave bordado de oro, blanco y azul. Era el objeto más hermoso del templo y a su lado todo era charro, pesado y llamativo, o grotesco y horrible. Las puertas volvieron a cerrarse y hubo una nueva espera, que no fue larga. Se oyeron sonidos de clarines, que fueron aumentando al acercarse al umbral. De nuevo giraron las hojas y penetró en el templo una doble hilera de nobles magníficamente vesti­dos, tras de los cuales marchaba una carroza espléndidamente arrastra­da por dos banths, los feroces leones de Barsoom. Sobre la carroza iba una litera y, reclinada en ella, Xaxa. Cuando entró en el templo todo el mundo empezó a cantar letanías. Encadenado a la carroza, y siguiéndo­la a pie, iba un guerrero rojo. Cerraban la marcha cincuenta jóvenes e igual número de muchachas.

    Gor Hajus me cogió del brazo.

    – ¿Conoces al prisionero? –murmuró.
    – ¡Dar Tarus!

    Era nuestro infortunado compañero. Sin duda habían descubierto su escondite y le habían detenido; pero ¿qué sería de Hovan Du? ¿Le ha­brían cogido también? En este caso habían tenido que matarle antes, pues no eran capaces de cogerle vivo, ni él hubiera tolerado el cautive­rio. Busqué a Sag Or, pero no lo encontré, y esto me hizo pensar que Hovan Du debía de continuar en libertad.

    La carroza se detuvo ante el altar y Xaxa descendio. Los esclavos soltaron el candado que sujetaba al vehículo la cadena de Dar Tarus, y se llevaron los banths a un rincón del templo. Dar Tarus fue arrastrado cruelmente hacia el altar; Xaxa subió los escalones del pedestal, y con las manos extendidas miró al Gran Tur, que se alzaba ante ella. ¡Qué hermosa estaba! ¡Qué riqueza de atavíos! ¡Oh, Valla Dia! ¿Quién hubie­ra pensado que tu cuerpo bellísimo iba a servir los designios de la mente malvada que entonces le animaba?

    Xaxa clavó la mirada en el rostro del Gran Tur.

    – ¡Oh, Tur, padre de Barsoom! –gritó–. Contempla la ofrenda que colocamos ante ti, el Omnividente, el Omnisciente, el Todopoderoso, y no permanezcas mudo. Durante cien años no te has dignado hablar con tus fieles esclavos; desde que te llevaste a Hora San, el sumo sacerdote, en aquella noche misteriosa, tus labios están sellados para tu pueblo. ¡Habla, Gran Tur! Haznos una señal antes de que hunda mi puñal en el corazón de la víctima que te ofrezco. Dinos de algún modo que nuestras acciones son agradables a tus ojos. Dinos dónde están los que vinieron a asesinar a tu gran sacerdotisa. Revélanos el destino de Sag Or. Habla, Gran Tur, antes de que dé el golpe.

    Y así diciendo levantó el puñal sobre el corazón de Dar Tarus y miró fijamente a los ojos de Tur.

    Entonces tuve una gran inspiración. Empuñé la palanca que gober­naba los ojos de Tur y les hice girar, recorriendo todo el templo para volver a dejarlos fijos en Xaxa. El efecto fue mágico. Nunca he visto una gran multitud tan pasmada y aterrorizada como aquélla Desde hacía cien años el Gran Tur no había movido los ojos. Cuando éstos volvieron a mirar a Xaxa, la Jeddara quedó petrificada y su piel cobriza tomó un tinte ceniciento. Su puñal continuaba apuntando al corazón de Var Tarus. Entonces aproximé los labios al tubo acústico y la voz atronadora del Gran Tur conmovió toda la estancia. Al hablar la garganta gigantesca, todos lanzaron un gemido y cayeron de rodillas ocultando la cara entre las manos.

    – ¡Yo juzgaré! –grité–. No le mates, si no quieres correr la misma suerte. ¡El sacrificio pertenece a Tur!

    Callé, pensando en el mejor modo de aprovechar aquella ventaja tan inmensa. Uno tras otro se alzaron los rostros temerosos, y los ojos asus­tados contemplaron la faz de Tur. Otro estremecimiento corrió por la asamblea cuando hice que los ojos del dios vagaran lentamente sobre los fieles, mientras estrujaba mi cerebro buscando una inspiración. Lue­go cuchicheé con Gor Hajus, que sonrió y empezó a bajar por la escale­ra para realizar mi plan. De nuevo requerí el tubo acústico.

    – ¡Tur sacrificará! –aullé–. Tur matará con sus propias manos. Apagad todas las luces y que nadie se mueva hasta que Tur lo ordene, bajo pena de muerte instantánea. De rodillas todos y resguardad los ojos con las palmas de vuestra mano, porque el espíritu de Tur va a aletear por entre su pueblo, y cegará al primero que intente verle.

    Nuevamente se prosternaron todos, y un sacerdote se apresuró a apa­gar todas las luces, dejando el templo en absoluta obscuridad. Mientras Gor Hajus desempeñaba su cometido, volví a hablar para ahogar los ruidos que pudiera producir.

    – Xaxa, la gran sacerdotisa, pregunta qué ha sido de los dos hombres que vinieron a asesinarla. También Tur los tiene ya en su poder. ¡La venganza pertenece a Tur! Además tengo a Sag Or. En forma de mono blanco me apoderé de Sag Or, y nadie me conoció, aunque el más necio debía de haberlo adivinado, porque ¿cómo es posible que un mono ha­ble en el lenguaje de los hombres, a menos de estar animado por el espíritu de Tur?

    Creo que esto acabó de convencerles, si es que aún no lo estaban, porque se ajustaba a la lógica de su religión. ¿Que pensaría en aquel momento el sacerdote irrespetuoso que habló de los oídos de piedra de Tur?

    Me llamó la atención un ligero ruido en la escalera, y al volverme vi que alguien subía a la cornisa.

    – Todo va bien –susurró la voz de Gor Hajus–. Ya tengo a Dar Tarus.

    Volví a dirigirme a los adoradores.

    – ¡Encended las luces y mirad al altar! Podéis levantaros.

    El templo volvió a iluminarse y todos se pusieron en pie temblan­do, clavaron los ojos en el altar y empezaron a temblar como hojas. Algunas mujeres chillaron y se desmayaron. Todo esto me convenció de que hasta entonces nadie había tomado a su dios muy en serio y, al verse ahora ante la prueba de sus milagrosos poderes, sentían angus­tias mortales. Donde unos momentos antes habían visto una víctima viviente que esperaba la muerte de manos de la sacerdotisa, veían ahora una calavera cubierta de polvo. Todo el que no estuviera en el secreto no podía menos de creer en un milagro: tan rápidamente había Gor Hajus colocado en el altar el cráneo del sacerdote muerto, volviendo con Dar Tarus. Me preocupaba un poco la actitud que adoptaría éste que, como todos los fundalianos presentes, creía en una intervención milagrosa, pero en cuanto Gor Hajus murmuró en su oído Por Valla Dian, comprendio de que se trataba.

    – El Gran Tur –continué– está irritado contra su pueblo. Hace mucho que le ha negado en sus corazones, aunque practique ostensible­mente los ritos externos. El Gran Tur está irritado contra Xaxa. Sólo Xaxa puede salvar a Fundal de la cólera de su dios. Que todos se alejen del templo y del palacio. Que no quede más ser viviente que Xaxa, la gran sacerdotisa de Tur. Dejadla sola al lado del altar. Tur quiere hablar con ella.

    Vi que Xaxa se estremeció de espanto.

    – ¿Es que la Jeddara Xaxa, gran sacerdotisa de Tur, tiene miedo de quedarse sola con su dios y señor–pregunté.

    La mujer no pudo contestar, pues sus mandíbulas estaban temblando.

    – ¡Obedeced! –grité, desgañitándome–. ¡Obedeced, o Xaxa y su pueblo morirán instantáneamente!

    Como un rebaño de borregos, todos se precipitaron hacia la salida, y Xaxa, tambaleándose, pues las rodillas le temblaban violentamente, quiso unirse a ellos. Un noble se dio cuenta y la empujó cruelmente, pero ella lanzó un alarido y volvió a correr cuando estuvo libre. Enton­ces un grupo de ellos la llevó hasta los pies del altar, contra el que la arrojaron, amenazándola con sus espadas si intentaba escapar; pero yo les grité que no la hicieran daño, si no querían experimentar la cólera de Tur. Allí la dejaron tan asustada que no pudo ni levantarse. Un momen­to después el templo estaba vacío, pero durante un cuarto de zoda con­tinué vociferando para que desalojaran el palacio, pues mi plan requería un campo de acción completamente despejado.

    Al cabo descendimos de la cabeza de Tur y salimos al templo por detrás del ídolo. Corrí hacia el altar, sobre el que yacía Xaxa desmaya­da, la cogí en brazos y me dirigí a la puerta situada detrás de la estatua, por la que Gor Hajus y yo habíamos entrado el día anterior.

    Precedido por el asesino y seguido de Dar Tarus, subí por la rampa hacia las azoteas, donde, según habían dicho los sacerdotes, se hallaban los hangares regios. Si Hovan Du y Sag Or hubieran estado con nosotros mi felicidad hubiera sido completa, porque había bastado medio día para transformar el fracaso en éxito casi seguro. Nos detuvimos en las habitaciones de Xaxa, porque el largo viaje nocturno que nos esperaba sería muy desagradable y había que abrigar el cuerpo de Valla Dia aun­que estuviera habitado por el espíritu de Xaxa. No viendo ser viviente alguno entramos y, cuando estaba envolviendo en un amplio manto de piel de orluk el cuerpo de la Jeddara, ésta recobró el conocimiento. En el acto nos reconoció a los tres. Maquinalmente buscó su puñal, pero al no hallarlo y ver mi sonrisa burlona palideció de rabia. Al principio debió comprender que había sido víctima de una burla, pero luego pare­ció que dudaba, indudablemente recordaba algunas cosas ocurridas en el templo el Gran Tur, que ni ella ni mortal alguno podía explicar.

    – ¿Quién eres tú? –preguntó.
    – Yo soy Tur–contesté burlonamente.
    – ¿Qué te propones hacer conmigo?
    – Sacarte de Fundal.
    – No quiero salir. No eres Tur, eres Vad Varo. Llamaré a mi guardia, y vendrán y te matarán.
    – No hay nadie en el palacio. ¿No recuerdas que Tur les mandó que se fueran?
    – No iré contigo –repitió con firmeza–. Antes moriré.
    – Vendrás conmigo, Xaxa.

    Aunque luchó con energía y desesperación, la condujimos de nuevo a la rampa en espiral, mientras yo rogaba a los espíritus de todos mis antepasados que me enseñaran el camino de los hangares y las aeronaves regias. Al final de la rampa, sentí en el rostro el aire fresco de la noche de Marte, y vi enfrente de mí los hangares; pero también v i algo más: un grupo de fundalianos, guerreros de la guardia de la Jeddara, a quie­nes seguramente no les habían comunicado la orden de Tur. Al verlos Xaxa lanzó un suspiro y gritó:

    – ¡A mi! ¡A la Jeddara! ¡Salvadme de estos asesinos!

    Los guerreros eran tres, lo mismo que nosotros; pero estaban arma­dos, mientras que nosotros sólo teníamos el puñal de Xaxa, que llevaba Gor Hajus. La suerte nos volvía la espalda nuevamente. Los fundalianos se precipitaron, pero Gor Hajus contuvo su impulso, apoderándose de Xaxa y levantando el puñal sobre su corazón.

    – ¡Alto! –gritó. ¡Alto, o la mato!

    Los guerreros vacilaron; Xaxa se calló, aterrorizada. La partida terminaba en tablas, pero yo pensaba que la situación no podía prolongarse cuando, por detrás de los tres guerreros fundalianos, vi algo que se movía. En la semiobscuridad, aquello, que parecía una cabeza humana, se alzó del extremo de la plataforma, prolongándose en una masa gigantesca, y entonces reconocí a Hovan Du, el gran mono blanco. Inclinándome sobre Xaxa, la hablé en voz alta para que Hovan Du me oyera.

    – Diles que soy Tur y que vuelvo a tomar la forma de mono blanco. No quiero destruir a estos pobres guerreros. Que dejen sus armas y se vayan en paz.

    Los hombres se volvieron, quedándose espantados al ver detrás de ellos al gran mono blanco, materializado súbitamente.

    – ¿Quién es éste, Jeddara? –preguntó uno de ellos.
    – Es Tur –contestó Xaxa con voz débil–, pero libradme de él. ¡Libradme de él!
    – Arrojad al suelo vuestras armas y correajes, y escapad antes de que Tur os deje muertos en el sitio –les ordené –. ¿ No habéis oído cómo la gente huía del palacio, obedeciendo la orden de Tur? Idos mientras tenéis tiempo de hacedlo.

    Uno de ellos se despojó de sus correajes y emprendio veloz carrera hacia la rampa. Sus compañeros no vacilaron en imitarle. Entonces Hovan Du se acercó.

    – Bien jugado, Vad Varo –gruñó–, aunque no sé lo que significa esto.
    – Más tarde lo sabrás. Ahora lo que urge es encontrar una nave y partir en seguida. ¿Dónde está Sag Or? ¿Vive aúna?
    – Le tengo bien amarrado y oculto en una de las torres altas del pala­cio. Le cogeremos al vuelo con la mayor facilidad.

    Xaxa estaba lívida de rabia.

    – No eres Tur –grito–. El mono te ha descubierto.
    – Pero ya es demasiado tarde para ti, Jeddara, y no podrás convencer a ninguno de los que estuvieron esta noche en el templo de que no soy Tur. Ni tú misma estás segura de que no lo sea. Los designios del todo­poderoso Tur escapan a la comprensión de los mortales. Para ti, Jeddara, soy Tur; y ya verás cómo tengo poder para realizar mis propósitos.

    Creo que aún estaba perpleja cuando sacamos una aeronave, en la que embarcamos con rapidez, levantando el vuelo y dirigiéndonos a la torre que nos indicó Hovan Du.

    – Me gustará volver a verme –dijo Dar Tarus riendo.
    – Y recobrarás tu cuerpo, Dar Tarus, en cuanto lleguemos a los do­minios de Ras Thavas.
    – ¡Si pudiera reunirme con mi dulce Kara Vasas! –suspiró–. En ese caso, Vad Varo, mi gratitud hacia ti sería eterna, y podrías disponer de mi vida para siempre.
    – ¿Dónde podremos encontrarla?
    – Desgraciadamente lo ignoro. Los agentes de Xaxa me cogieron cuando andaba haciendo indagaciones. Había estado ya en el palacio de su padre, donde me enteré de que había sido asesinada y sus bienes confiscados. Los que me informaron no sabían o no querían divulgar su paradero; pero me retuvieron con diversos pretextos hasta que llegó un destacamento de la guardia de la Jeddara.
    – Preguntaremos a Sag Or.

    Nos detuvimos ante una ventana de la torre designada por Hovan Du. Éste y Dar Tarus saltaron al quicio y desaparecieron. Ahora todos estábamos armados a costa de los tres guerreros que vigilaban los hangares, disponíamos de una excelente embarcación, estábamos re­unidos y teníamos a Xaxa y Sag Or, de modo que nuestro humor era excelente.

    Al proseguir nuestro vuelo hacia el Este, pregunté a Sag Or si sabía la suerte de Kara Vasa, pero me aseguró muy formalmente que la ignoraba.

    – Recuerda bien, Sag Or, y estruja la memoria, porque quizás tu vida depende de tu respuesta.
    – Ya me he despedido de la vida –dijo Sag Or en tono despectivo, lanzando una mirada feroz a Dar Harus.
    – Mal hecho –repliqué–. En la palma de mi mano tengo tu vida: si me sirves bien será tuya, aunque en tu verdadero cuerpo, no en ése, que pertenece a Dar Tarus.
    – ¿No pensáis matarme?
    – Ni a ti ni a Xaxa. Xaxa vivirá en su propio cuerpo, como tú en el tuyo.
    – No quiero vivir en mi cuerpo –dijo la Jeddara con furia.

    Dar Tarus miró a Sag Or, y era la situación más absurda verle con­templando su propio cuerpo.

    – Dime, Sag Or. ¿Qué ha sido de Kara Vasa? Cuando yo tenga mi propio cuerpo y tú el tuyo, no seré ya tu enemigo, a menos que hayas atentado contra Kara Vasa o te niegues a decirme dónde está.
    – No puedo decírtelo porque lo ignoro. No se le hizo daño pero, al día siguiente a tu asesinato, desapareció de Fundal. Todos creímos que se lo había aconsejado su padre, pero nada pudimos sonsacar de él. En­tonces fue asesinado...

    Sag Or miró significativamente a Xaxa.

    –...y desde entonces no hemos sabido nada de ella. Un esclavo nos dijo que Kara Vasa, con algunos guerreros de su padre, había embarca­do para Helium, donde pensaba colocarse bajo la protección del gran guerrero de Barsoom; pero no hemos podido confirmar este extremo. He hablado la verdad.

    Era inútil, por tanto, buscar a Kara Vasa en Fundal, por lo que man­tuvimos nuestro rumbo al Este, hacia la Torre de Thavas.


    CAPÍTULO XIII
    De Vuelta en Thavas


    Volamos durante toda la noche bajo las brillantes lunas de Marte. Verdaderamente, al pensar en nuestra pequeña comitiva no podía me­nos de considerar lo absurdo de tal reunión. Dos hombres, cada uno de los cuales poseía el cuerpo del otro; una emperatriz vieja y malvada, cuyo hermoso cuerpo pertenecía a la criatura que yo amaba, otro miem­bro de la cuadrilla; un gran mono blanco que poseía la mitad del cerebro de un ser humano; Gor Hajus, el asesino de Toonol, y yo, un hombre de otro planeta. ¿Podía imaginarse una reunión más absurda?



    Yo no podía separar la vista del cuerpo perfecto y el rostro bellísimo de Xaxa, y gracias a esta circunstancia pude evitar que se arrojara por la borda, como intentó hacerlo al pensar lo horrible que sería volver a vivir en su antigua envoltura. Después de este incidente, la até con cuerdas y la sujete al puente, aunque oprimiéndoseme el corazón al ver las ligadu­ras en aquellos miembros delicados.

    Dar Tarus estaba igualmente fascinado por la contemplación de su propio cuerpo, que no había visto desde hacía muchos años.

    – ¡Por mi primer antepasado! –exclamó–. Indudablemente debí ser el menos presumido de los hombres, porque aseguro, bajo palabra de honor, que no sospechaba que fuera tan guapo. Y ahora no se me puede acusar de vanidad, puesto que estoy hablando de Sag Or –y rió su propia agudeza.

    Efectivamente, el cuerpo y el rostro de Dar Tarus eran hermosos, aunque la mirada tenía algo de la dureza del acero, y la forma de la mandíbula indicaba sangre de luchador. No es extraño que Sag Or hu­biera codiciado el cuerpo del joven guerrero, ya que el suyo llevaba los estigmas de la vida disoluta y la vejez.

    Poco antes de amanecer, descendimos sobre una de las numerosas islas que salpican los grandes pantanos toonolianos y, dejando la nave aérea oculta entre los troncos de los árboles, salimos a estirar las piernas por el suelo medio enterrado por la hierba alta de la selva, y bien ocultos de la vista de posibles perseguidores. Hovan Du encontró para nosotros frutas y nueces, que la parte simiesca de su cerebro proclamó inofensi­vas, y su instinto le hizo descubrir un manantial de agua deliciosa. Está­bamos medio muertos de hambre y muy fatigados, por lo que comimos y bebimos en abundancia, sin que Xaxa y Sag Or se negaran a imitarnos. Satisfecha el hambre y después de encadenar fuertemente a los prisio­neros, tres de nosotros nos tumbamos en el puente para dormir, mientras el cuarto montaba la guardia. Así, relevándonos periódicamente, dor­mimos todo el día, y cuando cayo la noche, descansados y satisfechos, pudimos reanudar el viaje.

    Hicimos un gran rodeo por el Sur para evitar Toonol, y dos horas antes del alba estábamos ante la Torre de Thavas. Creo que todos había­mos llegado al colmo de la excitación, pues ninguno había a bordo cuya vida entera no dependiera del éxito o fracaso de nuestra aventura. Como primera precaución, amordazamos a Xaxa y Sag Or, y les atamos las manos a la espalda, para que no avisaran nuestra llegada.

    Cluros se había puesto hacía mucho tiempo, y Thuria descendía ha­cia el horizonte, cuando detuvimos el motor y aterrizamos a dos o tres kilómetros al sur de la torre, esperando impacientes la puesta de Thuria. Hacia el Noroeste, las luces de Toonol resplandecían contra el cielo, y estaban también iluminadas algunas de las ventanas del laboratorio; pero la torre estaba obscura desde la base a la cima.

    Cuando la luna desapareció, dejando en sombras el cielo, Dar Tarus puso en marcha el admirable y silencioso motor de Barsoom, y volamos despacio, casi al ras de tierra, hacia la isla de Ras Thavas, sin producir más ruido que el suave aleteo de nuestro propulsor, que no podía oírse a treinta metros, pues giraba muy lentamente. En un grupo de árboles gigantes nos detuvimos, al lado de la isla, y Hovan Du, inclinándose por la borda, emitió, unos gruñidos sordos. Esperamos en silencio. Hubo un rumor entre las malezas del suelo. Por segunda vez Hovan Du lanzó su llamada, y esta vez llegó la respuesta desde las negras sombras. Hovan Du habló en el lenguaje de los monos, sosteniendo un diálogo con un interlocutor invisible.

    Cinco minutos duró la conversación de los monos, a la que se unie­ron voces diversas, y luego Hovan Du se volvió hacia mí.

    – Todo esta arreglado. Nos permitirán esconder la nave bajo los ár­boles y consentirán que volvamos a bordo. Lo único que piden es que dejemos abierta la puerta del laboratorio que conduce al patio interior.
    – ¿Se han dado cuenta de que aunque entremos con un mono saldre­mos luego sin él?
    – Sí, pero no nos harán daño.
    – ¿Y por qué quieren que dejemos la puerta abierta?
    – No quieras saber mucho, Vad Varo. Debes darte por satisfecho con que los grandes monos blancos te ayuden a devolver a Valla Dia su propio cuerpo, y a escaparte con ella de este sitio terrible.
    – Bien. Me basta. ¿Podernos desembarcar?
    – Ahora mismo. Ellos nos ayudarán a arrastrar la nave bajo los árboles.
    – Pero antes tenemos que escalar la muralla exterior.
    – Es verdad. Había olvidado que no podemos abrir la puerta desde este lado.

    Nueva conversación con los monos, siempre invisibles, en la que quedó acordado que Hovan Du y Dar Tarus volverían con la nave des­pués de desembarcarnos dentro de las murallas.

    Emprendimos el vuelo y descendimos suavemente en el interior del recinto amurallado. La noche era singularmente obscura, pues luego de ponerse Thuria las nubes ocultaron las estrellas. Nadie podía haber vis­to la nave a más de quince metros de distancia, y nos movimos sin hacer ruido. Desembarcamos a nuestros prisioneros; Gor Hajus y yo nos que­damos con ellos, mientras Dar Tarus y Hovan Du gobernaban la aerona­ve para volverla al escondite bajo los árboles.

    Me dirigí a la puerta, la abrí y esperé. No se oía el menor ruido. Nunca he soportado un silencio semejante: silencioso el inmenso labo­ratorio detrás de mí, silenciosa la selva negra ante nosotros. Confusa­mente percibí las siluetas de Gor Hajus, Xaxa y Sag Or, de otro modo me hubiera creído en la obscuridad y el espacio inmenso.

    Esperé durante una eternidad, hasta que oí un rozamiento en la puer­ta. Dar Tarus y Hovan Du la traspusieron en silencio. Nadie habló. Todo había sido planeado cuidadosamente y sobraban las preguntas. Nos diri­gimos a la entrada de la torre, encontramos la rampa y bajamos a los subterráneos. Todo salió perfectamente. No encontramos criatura vi­viente alguna y con la mayor facilidad llegamos a las bóvedas que bus­cábamos: una vez en ella cerramos la puerta para vernos libres de interrupciones, y me dirigí al sarcófago, donde tras el cuerpo de un gue­rrero había escondido el de Valla Dia. El corazón me latía con violen­cia al sacar el cadáver que le ocultaba, pues siempre temí que Ras Thavas, conocedor de mi interés y adivinando el objeto de mi viaje, hubiera mandado registrar todas las cámaras y subterráneos, y examinar uno por uno todos los cadáveres hasta encontrar el que buscaba; pero mi temor resultó sin fundamento, porque allí estaba el cuerpo de Xaxa, la vieja y arrugada envoltura del adorado cerebro de Valla Dia. Lo saqué con sua­vidad y lo transporté a una de las dos mesas gemelas de operaciones. Xaxa, atada y amordazada, me lanzó una mirada de odio feroz al con­templar el feo cuerpo que pronto habitaría.

    Al levantarla para llevarla a la mesa se retorció como una lagartija y quiso tirarse al suelo, pero al poco tiempo estaba fuertemente amarrada a la mesa y sin conocimiento la transferencia comenzó. Gor Hajus, Sag Or y Hovan Du eran espectadores interesadísimos, pero Dar Tarus había presenciado muchas operaciones semejantes cuando trabajó en el labo­ratorio. No describiré aquélla, pues era una repetición de las que, para adquirir soltura, había realizado muchas veces.

    Cuando reemplacé el fluido embalsamado por la propia sangre de Valla Dia, el corazón dejó de latirme. Por fin todo estuvo terminado; sus mejillas se colorearon y su pecho empezó a subir y bajar al compás de su respiración. Entonces abrió los ojos y me miró.

    – ¿Qué ha sucedido, Vad Varo? ¿Ocurre algo para que me despiertes tan pronto? ¿Es que no respondo al fluido?

    Sus ojos pasaron a los rostros de los demás.

    – ¿Que significa esto? ¿Quiénes son ésos?

    La alcé suavemente en mis brazos y la mostré el cuerpo de Xaxa in­consciente en la otra mesa. Valla Dia abrió los ojos desmesuradamente.

    – ¿Entonces esta ya hecho? –gritó.

    Se llevó las manos al rostro y tocó los contornos delicados de su garganta; no quería creerlo y pidio un espejo. Saqué uno de los bolsillos de Xaxa y se lo presenté. Estuvo largo rato contemplándose y sus ojos se llenaron de lágrimas; luego me miró y con un movimiento espontá­neo me echó los brazos al cuello.

    – ¡Amo y señor mío! –susurró.

    Y esto fue todo. Pero era bastante: por aquellas palabras yo había arriesgado la vida, afrontando peligros desconocidos, y volvería a ha­cerlo para escucharlas de nuevo.

    Empleé todo el día en restaurar los cuerpos de Dar Tarus y Hovan Du y era ya casi de noche cuando dejé a Xaxa, Sag Or y el gran mono sumidos en el letargo que producía el maravilloso anestésico de Ras Thavas. No pensaba resucitar al gran mono, pero tenía que devolver los otros dos a Fundal aunque Dar Tarus, ahora resplandeciente con su pro­pio cuerpo y el lujoso atavío de Sag Or, quiso disuadirme de volver a llevar aquellas plagas a los fundalianos.

    – He dado mi palabra. Después... ya veremos.

    Se me acababa de ocurrir un plan atrevidísimo que no comuniqué a Dar Tarus, ni tuve tiempo para hacerlo porque, en aquel momento, al­guien trató de abrir la puerta, oímos voces al exterior y volvieron a for­cejear. Todos nos callamos. La puerta era muy resistente y cuando se convencieron de la inutilidad de sus esfuerzos desistieron de entrar y les oímos hablar, pero por breve tiempo. Parecía que se habían ido.

    – Debemos marcharnos inmediatamente –dije–, antes de que vuelvan.

    Colocamos nuevamente las mordazas a Xaxa y a Sag Or y les devol­ví la vida, cosa que no parecieron agradecerme mucho. Si las miradas pudieran matar, las que me lanzaron los dos me hubieran dejado muerto en el acto.

    Cuidadosamente, abrí la puerta con una espada en la mano derecha, y las de Dar Tarus, Gor Hajus y Hovan Du asomando por encima de mis hombros. En el corredor había dos hombres, dos esclavos de Ras Thavas, uno de ellos Yamdor, su favorito. Al vernos lanzaron un grito ronco y antes de que pudiéramos impedirlo habían dado la vuelta y corrían dis­parados por el pasillo.

    No había tiempo que perder: todo debía sacrificarse a la rapidez. Sin preocuparnos del ruido, nos precipitamos por los subterráneos hacia la espiral de la torre, y cuando salimos al patio interior vimos que era ya de noche cerrada, pero la luna más distante estaba aún en el cielo y no había nubes. El resultado fue que nos descubrió en seguida un centinela, que dio la voz de alarma a tiempo que corría a interceptamos el paso.

    ¿Qué diablos hacía un centinela en el patio de Ras Thavas? Aquello era una novedad. Una docena de guerreros irrumpieron en el patio.

    – Son toonolianos –dijo Gor Hajus–. Los guerreros de Vobis Kan, Jeddak de Toonol.

    Sin aliento corrimos hacia la puerta, pero nos estorbaban los prisio­neros, que se negaron a avanzar en cuanto nos supieron descubiertos. La consecuencia fue que nos encontramos con los guerreros en la misma puerta y, colocando a los prisioneros detrás de nosotros, Dar Tarus, Gor Hajus, Hovan Du y yo luchamos contra veinte guerreros de Toonol, en la proporción de uno contra cinco. Nos dio una gran ventaja la ferocidad de Gor Hajus, que valía por diez hombres, y el efecto terrible de su nombre entre los toonolianos.

    – ¡Gor Hajus! –exclamó el primero que le reconoció.
    – Si, soy Gor Hajus –contestó el asesino–. Prepárate para reunirte con tus antepasados.

    Y cayó sobre ellos volteando como un molino, mientras yo me ponía a su derecha y Hovan Du y Dar Tarus a su izquierda.

    Fue un combate interesantísimo, pero creo que hubiéramos salido de él bastante mal, abrumados por el numero, a no recordar yo que los monos nos esperaban al otro lado de la puerta. Me hice camino hacia ella y la abrí de par en par, viendo en el exterior una docena de grandes bestias atraídas por el ruido de la lucha. Grité a mis compañeros que se resguardaran detrás de la puerta y, cuando los monos entraron como un torrente, señalé a los guerreros de Toonol.

    Creo que los gigantescos animales no tendrían opción a distinguir entre amigos y enemigos, pero los toonolianos se volvieron contra ellos, mientras nosotros inclinábamos las espadas y nos manteníamos inmóvi­les. Cuando todos los monos hubieron penetrado en el patio, nos desli­zamos hacia la selva y buscamos nuestro navío aéreo. Durante algún tiempo oímos los gruñidos de las bestias y los gritos y maldiciones de los hombres; luego nuestra embarcación nos alejó de la carnicería.

    En cuanto estuvimos a salvo, les quité las mordazas a Xaxa y Sag Or; inmediatamente me arrepentí de ello, pues jamás me han tratado en mi vida de un modo tan desconsiderado, abrumándome de insultos tan terribles y soeces como los que salieron de los arrugados labios de la Jeddara; sólo cuando me vió decidido a amordazarla de nuevo cesó de arrojar sapos y culebras por la boca.

    Mis planes, perfectamente madurados ya, exigían mi vuelta a Fundal, pues no podía salir para Duhor, con Valla Dia, sin combustible y ali­mentos que sólo Fundal podía proporcionarme, ya que el miedo de Vobis Kan hacia Gor Hajus había armado contra nosotros a todo Toonol. Em­prendimos, por lo tanto, la vuelta a Fundal, tan subrepticiamente como habíamos venido, pues no entraba en mis cálculos que nos cogieran antes de llegar al palacio de Xaxa.

    De nuevo, nos detuvimos durante el día en la misma isla que a la venida nos había servido de refugio, y al anochecer partimos para cubrir la última etapa hasta Fundal. Nada nos indicó que nos hubieran perse­guido, aunque esto podía explicarse por la gran extensión de los panta­nos deshabitados y la ruta desviada hacia el Sur, que seguimos casi al ras de tierra.

    Al acercarnos a Fundal, volví a amordazar a Xaxa y a Sag Or, ven­dándoles además la cabeza a fin de que nadie les reconociera. Llegamos hasta los hangares regios sin ser descubiertos, y Hovan Du y Valla Dia, que tenían instrucciones concretas, nos ataron a Gor Hajus y a mi entrapajándonos la cabeza, pues habíamos visto las siluetas de la guar­dia imperial en la plataforma del palacio. Si esta plataforma hubiera estado desierta, nuestros amigos no nos hubieran atado. Al acercarnos, uno de los guerreros nos dio el alto:

    – ¿Qué nave es ésa?
    – La aeronave regia de la Jeddara de Fundal –contestó Dar Tarus–, que vuelve con Xaxa y Sag Or.

    Los guerreros cuchichearon entre si mientras descendíamos, y debo confesar que estaba un poco nervioso por el resultado de nuestra estra­tagema. Por fin nos permitieron desembarcar, y al ver a Valla Dia la saludaron a la manera barsoomiana, mientras ella, con la dignidad de una emperatriz, ponía el pie en la plataforma.

    – Llevad a los prisioneros a mis habitaciones –ordenó.

    Con ayuda de Hovan Du y Dar Tarus, los guerreros nos transportaron a los cuatro amordazados por la rampa en espiral hasta las habitaciones de la Jeddara. Una multitud de esclavos se desparramó por el palacio, y con velocidad increíble debió correr la noticia de la vuelta de Xaxa, porque casi inmediatamente comenzaron a anunciarse los altos funcio­narios de la corte; pero Valla Dia manifestó que, por el momento, no quería ver a nadie. Luego despidio a los esclavos y, por indicación mía, Dar Tarus recorrió las habitaciones en busca de un escondite seguro para mí, Gor Hajus y los dos prisioneros. Pronto nos encontramos en una pequeña habitación que comunicaba con la cámara regia, donde el asesino y yo nos vimos libres de ataduras, y Xaxa y Sag Or quedaron encerrados. La puerta, muy pesada, quedaba cubierta y completamente oculta por grandes cortinajes. Ordené a Hovan Du, el cual, como todos nosotros, llevaba los correajes fundalianos, que montara la guardia de­lante de las cortinas y no permitiera entrar más que a los miembros de nuestra cuadrilla, y Gor Hajus y yo nos instalamos detrás de ellas, en las que practicamos unos pequeños orificios que nos permitían ver todo lo que ocurría en la cámara, pues me interesaba mucho la seguridad de Valla Dia mientras desempeñaba el papel de Xaxa, ya que no ignoraba el odio que a ésta profesaban los fundalianos, por lo que siempre era de temer un asesinato.

    Valla Dia ordenó a los esclavos que llamaran a los oficiales de la corte y, apenas se abrieron las puertas, penetraron una veintena de no­bles. No parecía que respiraran muy a gusto, y creo que todos estaban recordando el episodio del templo, cuando abandonaron a su jeddara, empujándola brutalmente a los pies del Gran Tur. Pero Valla Dia les devolvió pronto la tranquilidad.

    – Os he reunido para que oigáis la palabra de Tur. He pasado con Tur tres días y tres noches. Grande es su cólera contra el pueblo de Fundal. He aquí lo que dice por mi boca: esta noche, después de cenar, todos los nobles y los sacerdotes, todos los comandantes y los dwars de la guar­dia, y todos los altos funcionarios que haya en el palacio, acudirán al templo, y allí el pueblo de Fundal oirá la palabra y la ley de Tur. Todos los que la cumplan vivirán, y todos los que la inflijan morirán, y ¡ay de aquel que, habiendo sido llamado, no esté en el templo esta noche! Yo, Xaxa, Jeddara de Fundal, he dicho. ¡Salid!

    Todos salieron de muy buena gana, y entonces Valla Dia llamó al odwar de la guardia, ordenándole que, desde una hora antes de la cena, no consintiera la permanencia de ningún ser viviente en el palacio desde el nivel del templo hasta las terrazas, ni permitiera que nadie pasara al templo o a los pies de Tur, excepto los que en aquel momento se encon­traban en las habitaciones de la Jeddara; todo ello, naturalmente, bajo pena de muerte.

    Por dos veces repitió sus instrucciones, y el odwar comprendio, creo que estremeciéndose ligeramente, pues Xaxa inspiraba un miedo cerval a todo el mundo. Luego Valla Dia despidio a los esclavos y nos queda­mos solos.


    CAPÍTULO XIV
    John Carter


    Media hora antes de la cena transportamos a Xaxa y a Sag Or por la rampa y les colocamos sobre el pedestal del Gran Tur en el templo. Gor Hajus y yo ocupamos nuestro sitio en la plataforma superior, detrás de los ojos del ídolo. Valla Dia, Dar Tarus y Hovan Du permanecieron en la cámara regia. Nuestro plan estaba perfectamente definido. La nave aé­rea quedó en la terraza dispuesto a lanzarse a la atmósfera si nuestros proyectos se estrellaban, y teníamos la seguridad de no encontrar alma viviente desde el Gran Tur hasta la aeronave.



    La hora se acercaba. Desde nuestro escondite en el interior del ídolo, oímos cómo se abrían las puertas y vimos el gran corredor brillantemente iluminado. No había más que dos sacerdotes, que se quedaron en la puerta nerviosos y vacilante; por fin, uno de ellos reunió el suficiente valor para entrar y encendio las luces del templo. Ya envalentonados, los dos avanzaron y se arrodillaron ante el altar del Gran Tur. Cuando se levantaron y miraron el rostro del ídolo no pude resistir la tentación de hacer girar los ojos colosales hasta que después de recorrer todo el templo volvieron a quedarse fijos en los sacerdotes; pero no hablé, y creo que el efecto del silencio absoluto fue más impresionante que lo hubieran sido las palabras. Los dos sacerdotes cayeron al suelo y allí quedaron temblando, gimiendo y suplicando a Tur que tuviera piedad de ellos, y no se levantaron hasta que vinieron los primeros sacerdotes.

    El templo se llenó rápidamente, y pude comprobar que se había dado a la orden de Tur la importancia que merecía. Llegaron como la última vez, pero en mayor número, formando la calle y mirando alter­nativamente a la puerta y al dios. Mientras esperaba el momento de representar mi papel, dejé vagar los ojos de Tur a través de la asam­blea, con objeto de que fueran preparando su ánimo para lo que iba a seguir. Como los sacerdotes, todos cayeron de rodillas, y así permane­cieron hasta que los clarines anunciaron la venida de la Jeddara. Ins­tantáneamente se pusieron en pie. Las grandes puertas giraron, apareció el tapiz colosal y, cuando los esclavos lo hubieron extendido, se dejó ver la vanguardia de la regia comitiva. El espectáculo fue espléndido: primero avanzó la doble hilera de nobles, seguida de la carroza arras­trada por los banths soportando la litera donde se reclinaba Valla Dia. Detrás caminaba Dar Tarus, pero toda la asamblea creyó que contem­plaba a Xaxa y a su favorito Sag Or. Hovan Du marchaba al lado de Dar Tarus, y cerraban la comitiva los cincuenta muchachos y las cin­cuenta jóvenes.

    La carroza se detuvo ante el altar, Valla Dia descendio y dobló una rodilla, y las voces que cantaban las alabanzas de Xaxa se apagaron cuando la hermosa criatura extendio los brazos hacia el Gran Tur y con­templó su rostro.

    – ¡Estamos dispuestos, dios y señor nuestro! –gritó–. ¡Habla! ¡Es­peramos la palabra de Tur!

    La muchedumbre lanzó un gemido, que terminó en sollozo. Me pa­reció que todo marchaba a pedir de boca y que el asunto se terminaría felizmente. Coloqué el tubo acústico delante de mis labios.

    – ¡Yo soy Tur! –grité con voz de trueno, que hizo estremecer al pueblo–. Voy a hablar a los hombres de Fundal. Como interpretéis mis palabras, así prosperaréis o moriréis. Los pecados de mi pueblo serán expiados por los dos que más han pecado.

    Hice que los ojos del ídolo se pasearan por la multitud, y luego se detuvieron en Valla Dia.

    – Xaxa, ¿estás dispuesta a expiar tus pecados y los pecados de tu pueblo?
    – ¡Tu deseo es ley, amo y señor! –contestó Valla Dia.
    – Sag Or –continué–, has prevaricado. ¿Estás dispuesto a sufrir el castigo?
    – Estoy dispuesto –respondio Dar Tarus.
    – He aquí mi voluntad: Xaxa y Sag Or devolverán a aquellos a quie­nes se los robaron los cuerpos hermosos de que ahora disfrutan, y aquel a quien Sag Or robó el suyo será proclamado Jeddak de Fundal y Gran Sacerdote de Tur, y aquella de quien Xaxa tomó el cuerpo será devuelta con todo esplendor a su país natal. Tur ha hablado. Aquel que no esté conforme con la palabra de Tur hable ahora o nunca.

    Nadie hizo la menor objeción, como yo suponía. Dudo que algún dios haya tenido ante si una multitud más dominada y castigada.

    – ¡Apagad las luces!

    Un sacerdote, trémulo, se apresuró a obedecer. Gor Hajus descendio hasta la base del ídolo y cortó las cuerdas que sujetaban los pies y las manos de Xaxa y Sag Or. Valla Dia y Dar Tarus trabajaron bien, porque al poco tiempo oí un silbido muy bajo, la señal convenida para cuando Gor Hajus hubiera terminado, y cuando ante mi mandato volvieron a encenderse las luces, Xaxa y Sag Or estaban en el lugar que antes ha­bían ocupado Valla Dia y Dar Tarus, que se habían evaporado. El efecto que esta transformación produjo en el pueblo no es para describrirlo. Xaxa y Sag Or no tenían restos de cuerdas ni mordazas, nada que indi­cara que habían sido llevados allí por la fuerza: nadie había a su lado de quien pudiera sospecharse. La ilusión era perfecta, era un acto de omni­potencia que hacía vacilar la razón. Pero aún no estaba todo.

    – Habéis oído como Xaxa renunciaba al trono –dije– y cómo Sag Or se sometía a la ley de Tur.
    – ¡No he renunciado al trono! –chilló Xaxa–. Todo esto es un...
    – ¡Silencio! –rugí–. ¡Preparaos para recibir a Dar Tarus, el nuevo Jeddak de Fundal!

    Volví los ojos hacia la gran puerta y la multitud me imitó. En el centro de ella estaba Dar Tarus, con las magníficas vestiduras de Hora San, el antiguo jeddak y gran sacerdote muerto, a cuyo esqueleto había­mos despojado de sus atavíos una hora antes. No comprendo cómo, en el corto tiempo durante el que permanecieron apagadas las luces pudo, Dar Tarus caracterizarse tan completamente, pero el efecto era fantásti­co. Al avanzar con digna lentitud por el tapiz blanco, azul y oro, parecía el prototipo de jeddaks. Xaxa se volvió hacia él ahogándose en rabia.

    – ¡Impostor! –chilló–. ¡Cogedle! ¡Matadle!

    Y corrió a su encuentro como si quisiera matarle con sus manos, pues habíamos tenido buen cuidado de que no se quedara con armas.

    – ¡Quitadle de en medio! –ordenó Dar Tarus con voz tranquila.

    Xaxa cayó al suelo babeando espuma. Durante un momento se retor­ció lanzando alaridos, y luego quedó inmóvil, muerta por un ataque de apoplejía. Cuando Sag Or la vió yacente y comprendio que había pasa­do a mejor vida y ya nadie le protegería de los odios que había sembrado durante su temporada de favorito, se quedó lívido y cayó de rodillas a los pies de Dar Tarus.

    – ¡Dijiste que me protegerías! –balbuceó.
    – Nadie te hará daño –dijo Dar Tarus–. Vete en paz.

    Luego volvió su mirada al rostro del Gran Tur.

    – ¿Cuál es tu voluntad, dios y señor mío? Dar Tarus, tu humilde esclavo, espera tus órdenes.

    Dejé que reinara un silencio impresionante antes de constestar.

    – Que los sacerdotes de Tur y los dwars de la guardia vayan a la ciudad y divulguen la buena nueva de que Tur sonríe de nuevo a Fundal, y de que ésta tiene un nuevo jeddak que disfruta del favor de Tur. Que los nobles vayan a las habitaciones que fueron de Xaxa y honren a Valla Dia, cuyo cuerpo perfecto habitó la Jeddara, y que hagan los preparativos necesarios para conducirla con gran pompa a Duhor, su ciudad natal. Qué se busque a dos hombres que han servi­do a Tur con lealtad, y que todo fundalano les otorgue hospitalidad y respeto; estos hombres son Gor Hajus de Toonol y Vad Varo de Jasoom. ¡Marchad! Y cuando haya salido el último, apagad las luces del templo. ¡Tur ha hablado!

    Valla Dia se encontraba ya en las habitaciones de la antigua Jeddara, y cuando las luces se apagaron y Gor Hajus y yo nos unimos a ella, no tuvo paciencia para oír el relato de nuestra artimaña, y cuando yo la aseguré que todo había marchado como sobre ruedas, sus ojos se llena­ron de lágrimas.

    – Has realizado lo imposible, amo y señor mío –murmuró–, y aho­ra puedo volver a ver las colinas de Duhor y las torres de mi ciudad natal. ¡Ah, Vad Varo! Nunca soñé que la vida pudiera ofrecerme pers­pectivas tan felices. Te debo mucho más que la existencia.

    Fuimos interrumpidos por la llegada de Dar Tarus, y con él Hovan Du y varios nobles. Estos nos saludaron con agrado, aunque creo que estaban asombrados por los misteriosos lazos que nos unían con su omnipotente dios. Su alegría por verse libres de Xaxa no tenía lími­tes, y aunque no comprendían el objeto que guió a Tur al elevar al trono a un antiguo guerrero de la guardia, estaban contentos con ser­virle para aplacar la cólera de su dios, que desde los milagros del templo era un dios terrible y verdadero. Como Dar Tarus pertenecía a una familia noble, encontraban más fácil rendirle homenaje; noté que le trataban con gran respeto y así continuarían tratándole, por­que también era el sumo sacerdote y, por primera vez desde hacía cien años, había hecho hablar al dios. Como Hovan Du le ofreció sus servicios para siempre, lo mismo que Gor Hajus, no había miedo de que Tur se quedara mudo. Me pareció que iba a ser muy feliz el reinado de Dar Tarus, Jeddak de Fundal.

    En la reunión que celebramos en la cámara de Xaxa, quedó conveni­do que Valla Dia descansaría en Fundal dos días, mientras se preparaba una flotilla para transportarla a Duhor. Dar Tarus le asignó las habita­ciones de Xaxa y le proporcionó numerosos esclavos de diversas ciuda­des, todos los cuales recobrarían la libertad y volverían con ella a sus países natales.

    Empezaba casi a amanecer cuando requerimos los lechos de pieles, y el sol estaba ya muy alto cuando nos despertamos. Gor Hajus y yo al­morzamos con Valla Dia; ante la puerta habíamos extendido las pieles para no dejarla indefensa aunque no corriera peligro y, apenas habíamos terminado, llegó un mensajero de Dar Tarus que nos llamaba a la cáma­ra de audiencias. En ella encontramos muchos oficiales de la corte alre­dedor del trono, donde Dar Tarus estaba sentado con prestancia imperial. Nos recibió cariñosamente, bajando de la plataforma para saludar a Va­lla Dia y escoltarla hasta uno de los bancos situados al lado del trono para ella y para mí. Luego me dijo en voz baja:

    – Durante la noche ha venido a Fundal una persona que ha pedido audiencia con el Jeddak, una persona que creo te gustará volver a ver.

    A una señal suya, uno de los oficiales abrió las puertas y vi a Ras Thavas. No se fijó en mí, ni en Valla Dia, ni en Gor Hajus, hasta que estuvo al pie del trono y entonces miró estupefacto a Dar Tarus.

    – Ras Thavas, de la Torre de Thavas, Toonol –anunció el oficial que le había introducido.
    – ¿Qué quiere Ras Thavas del Jeddak de Fundal? –preguntó Dar Tarus.
    – Vine anoche a pedir audiencia con Xaxa. Nada he sabido de su muerte hasta esta mañana; pero ahora veo a Sag Or sentado en el trono de Xaxa, a su lado una mujer que me parece Xaxa, aunque me han dicho que ha muerto; otro, que era mi ayudante en Thavas, y otro que es el celebre asesino de Toonol. Estoy confundido, Jeddal, y no sé si me hallo entre amigos o enemigos.
    – Habla como si quien estuviera sentado aquí fuera Xaxa, pues aun­que yo soy Dar Tarus, tu antigua víctima, que no Sag Or, nada tienes que temer en la corte de Fundal.
    – Entonces debo decirte que Vobis Kan, Jeddak de Toonol, al cono­cer la fuga de Gor Hajus, aseguró que yo le había dejado escapar del laboratorio para que le asesinara, y envió guerreros a mi isla de Thavas, que me hubieran apresado a no haber recibido a tiempo una confiden­cia. Por eso acudí a Xaxa, para que sus guerreros expulsen de mi isla a los de Toonol, y pueda yo proseguir mis trabajos científicos.

    Dar Tarus se volvió hacia mí.

    – Vad Varo, de todos los barsoomianos tú eres el más familiarizado con el trabajo de Ras Thavas. Juzga tú mismo: ¿debemos devolverle la isla y el laboratorio?
    – Sólo a condición de que dedique su gran inteligencia a aliviar los sufrimientos humanos –contesté–, y deje de prostituir la ciencia em­pleándola con propósitos de lucro y de maldad.

    Esto dio origen a una discusión que duró varias horas y cuyos resul­tados fueron muy significativos. Ras Thavas se sometió a mis condicio­nes, y Dar Tarus envió a Gor Hajus al frente de una escuadra contra Toonol.

    Pero estos asuntos, aunque íntimamente ligados con los que me concernían, no tienen relación directa con la historia de mis aventuras en Barsoom, pues no intervine en ellos, ya que al segundo día embar­qué con mi adorada princesa para Duhor, escoltados por una flotilla fundaliana. Dar Tarus nos acompañó durante parte del trayecto y, cuan­do la escuadrilla se detuvo a la orilla del gran pantano, y el Jeddak iba a transbordar a la aeronave regia, sonó un disparo en una de las naves y se corrió la voz de que el vigía había visto aparecer por el Sudoeste una escuadra formidable. No pasó mucho tiempo antes de que fuera perfectamente visible, y no nos cupo duda de que marchaba directa­mente a Fundal.

    Dar Tarus expresó su contrariedad diciendo que no había otro recur­so que volver en seguida a la capital con toda la flotilla, pues la superio­ridad del presunto enemigo era aplastante. Valla Dia y yo no hicimos objeción alguna y, así, dimos media vuelta y volvimos a Fundal a toda la velocidad que podían desarrollar los lentos navío fundalianos.

    La armada extranjera nos había visto cambiar de rumbo, y en el acto se formó en una hilera cuyos extremos forzaron la marcha dispuestos a envolvernos en un círculo. Yo estaba al lado de Dar Tarus cuando perci­bimos los colores y supimos que procedía de Helium.

    – ¡Preguntadles si vienen en paz! –ordenó Dar Tarus.
    – Queremos hablar con Xaxa, Jeddara de Fundal –contestaron–. De Xaxa depende que vengamos en paz o en guerra.
    – ¡Preguntadles si vienen en paz! –ordenó Dar Tarus, Jeddak de Fundal–. Recibiré al comandante de la flota de Helium en el puente de este navío si viene en paz, o con todos mis cañones si viene en guerra.

    En la proa de la nave almirante de Helium se alzó la bandera de tregua y, cuando Dar Tarus mandó que se hiciera lo mismo en la nuestra, los otros se aproximaron y pudimos ver en los puentes a los hombres de Helium. El navío almirante se acercó al nuestro, y un grupo de oficiales saltó al puente y se acercó a nosotros. Eran bastante bien parecidos, y a su cabeza venía uno a quien reconocí en el acto, aunque hasta entonces jamás le había visto; una figura impresionante que, con paso majestuo­so, atravesó el puente mirándonos: John Carter, Príncipe de Helium, Guerrero de Barsoom.

    – Dar Tarus –dijo–. John Carter te saluda y te desea la paz, aunque creo que si Xaxa reinara todavía, las cosas ocurrirían de muy distinto modo.
    – ¿Has venido a guerrear con Xaxa?
    – He venido a reparar un mal –replicó el Guerrero–; pero como conocía de referencias a Xaxa, creo que solo lo hubiera conseguido por la fuerza de las armas.
    – ¿Qué mal ha causado Fundal a Helium?
    – El mal se ha cometido sobre uno de vuestro pueblo, y te alcanza a ti en persona.
    – No comprendo.
    – En mi nave hay alguien que te lo puede explicar, Dar Tarus.

    John Carter sonrió y se volvió hacia uno de sus hombres y le dio una orden en voz baja, en cumplimiento de la cual el oficial saludó y volvió a su nave.

    – Lo verás con tus propios, ojos, Dar Tarus.

    De pronto frunció el ceño.

    – ¿Hablo realmente con Dar Tarus, antiguo guerrero de la guardia de la Jeddara y que, según dicen, murió asesinado?
    – Sí, ése soy yo.
    – ¿De veras?
    – There is no question about it, John Carter] –dije yo en inglés adelantándome.

    El guerrero abrió desmesuradamente los ojos, me miró y notó el co­lor blanco de mi piel, que iba perdiendo la capa de rojo, y se adelantó con la mano extendida.

    – ¿Un compatriota? –preguntó.
    – Si, americano –contesté sonriendo y estrechándole fuertemente la mano.
    – Me he quedado sorprendido y, sin embargo, veo que no hay motivo para ello. Si yo he pasado, ¿por qué no han de poder hacerlo los demás? De modo que usted... Tiene usted que venir conmigo a Helium y contár­melo todo.

    Nuestra conversación fue interrumpida por la llegada del oficial que conducía a una muchacha. Dar Tarus dejó escapar un grito de alegría y corrió a su encuentro. Inútil decir que se trataba de Kara Vasa.

    Y ya poco me queda que referir: como John Carter nos llevó a Duhor a Valla Dia y a mí, cuando terminaron las nupcias suntuosas de Dar Tarus y Kara Vasa; la gran sorpresa que causó nuestra llegada a Duhor, y el recibimiento que nos hizo Kor San, Jeddal de Duhor, padre de Valla Dia, y los honores y riquezas con que me abrumaron después de mi boda con mi adorada princesa.

    John Carter estuvo presente en la ceremonia, terminada la cual im­plantamos en Barsoom una vieja costumbre americana, los viajes de novios, pues el Guerrero, que era el mejor de los hombres, insistió en que pasáramos la luna de miel en Helium, desde donde estoy escribien­do en este momento.

    Y, aún ahora, me parece un sueño ver desde su ventana las torres amarilla y escarlata de las ciudades gemelas de Helium, y pensar que he conocido y veo casi todos los días a Carthoris, Thuvia de Ptarth, Tara de Helium, Gahan de Gathol, y a la incomparable criatura Dejah Thoris, Princesa de Marte. Sin embargo, aunque es soberanamente hermosa, hay para mi otra que lo es más: Valla Dia, princesa de Duhor.


    –Mrs. Ulysses Paxton.

    Fin

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