Publicado en
febrero 01, 2022
¡No los necesitamos! "Una mujer inteligente no debe olvidar que para ser una mujer completa no es necesario que exista un hombre en su vida; basta con un buen perro para cuidar la casa, un buen masajista y un buen peluquero"
Por Elizabeth Subercaseaux.
Mi abuela se empeñó con mucha tenacidad para que a sus hijas no les ocurriera en la vida lo que a ella. "Ustedes mismas deben ser quienes modelen sus destinos, les recalcaba, y no el macho que les toque al lado".
—¿Y cómo se hace eso? —preguntaban mis tías, ansiosas por saberlo.
Entonces mi abuela les explicaba que la meta de toda mujer moderna debía ser llegar a superwoman, es decir una mujer capaz de contentar al marido en la cama, ganarse el sueldo, educar a los chiquillos, postular a la presidencia del país, saber filosofía, dictar conferencias y traspasar sus conocimientos a sus nietas, todo al mismo tiempo, sin chistar, sin caer en la demencia y sin suicidarse.
—¡Pero eso es imposible! —exclamaban mis tías asombradas.
No. No era nada de imposible. Es más, aseveraba mi dulce abuela, sabia por naturaleza, convertirse en superwoman era la única manera de salir adelante en este mundo plagado de horrores machistas, de realizarse al gusto de una y no al gusto de papá, el marido o el hermano mayor.
Y así, como a los 13 años comenzaba a adoctrinarlas para ser superwoman, para librarlas de las garras del machismo y brindarles la oportunidad de ser felices. Cuando alcanzaban los niveles del "entendimiento y la sabiduría", mi abuela las encerraba en una pieza y comenzaba a aleccionarlas:
Lección número uno: Hay que saber reconocer entre un potencial marido y un potencial desastre. Lección número dos: Si no se ha aprendido del todo la lección número uno, lo más sabio es no casarse. Lección número tres: Es mentira que el machismo ha terminado, porque sigue vivito y coleando, por lo tanto, se debe salir al mundo de lanza en ristre, estar preparadas y si aparece... ¡asesinarlo! (En este punto mis tías la miraban francamente horrorizadas y mi abuelo amenazaba con internarla en un manicomio si continuaba indisponiendo a sus hijas contra los hombres). Lección número cuatro: Toda mujer necesita un hombre al lado, lo cual no quiere decir que haya que desesperarse, si aparece el compañero conveniente, bueno, si no aparece, mejor. Una mujer inteligente nunca debe olvidar que para ser una mujer completa no es necesario que exista un hombre en su vida, ni siquiera en su cama. Basta con un buen perro que cuide la casa, un buen masajista y un buen peluquero. Lección número cinco: Para ser una verdadera superwoman es preciso ser resuelta, inteligente y ambiciosa. Se debe dejar que la inteligencia controle nuestras emociones y no al revés. Lección número seis: Hay que confiar más en los valores que en las hormonas. Lección número siete: Si el marido se va con la flaca de la esquina, no hay que matar al marido, mucho menos a la flaca, sino hacerse amiga suya y compartir al pobre bruto, porque la generosidad es parte fundamental en el desarrollo de la superwoman. Total, un marido compartido con una flaca dura mucho más y se mantiene mucho más contento que un marido a secas. Lección número ocho: Un amante es bueno para el cutis, para la autoestima, para los músculos del estómago, para enflaquecer las piernas, para la brillantez del pelo, para la lozanía de los ojos y para el matrimonio. Lección número nueve: Haga una lo que haga con los hijos, siempre estará mal hecho, así que lo único que debe hacerse es hacer las cosas bien y no esperar nada a cambio. Lección número diez: La superwoman no se deja servir, se hace ella misma las cosas y de esa forma sirve a la sociedad.
Y así las iba adentrando en el mundo que llamaba "de la felicidad femenina" y que todas mis tías, con la sola excepción de mi tía Cloti, terminaron odiando.
Bien adoctrinadas por mi abuela, mis tías fueron a la universidad, sacaron sus títulos y emprendieron el camino profesional, orgullosas de sus logros. Hasta mi tía Eulogia, con lo bruta que era, salió de la universidad con un cartón que la declaraba contadora... una carrera que nunca siguió del todo, pero que le sirvió para llevar las cuentas de su casa. Unas se recibieron de periodistas, otras de enfermeras, otra de abogada, otra de política, etc. Y se casaron con hombres que a su juicio les hacían el peso, sobre todo el peso intelectual.
A poco andar, varias de ellas se habían convertido en verdaderas superwomen. Sin embargo, hacia los cuarenta y tantos años, todas se encontraron con que, aun siendo superwomen, profesionales exitosas, con buenos trabajos y puestos de poder, les seguían ocurriendo exactamente las mismas cosas que a mi abuela, y a su abuela y a la suya. ¡Pero cómo! Se agarraban la cabeza a dos manos. ¿No decían que los tiempos habían cambiado tanto, que la suerte de la superwoman era otra suerte, que la mujer moderna ya no tenía que lidiar con las minucias de la casa, que el hogar no era un reino femenino, sino unisex, que las mujeres ya no padecían la discriminación, que ya no vivían como la escopeta, cargada y en el rincón, que ya no les ocurrían las cosas tremendas por las que tuvieron que atravesar sus abuelas, sus bisabuelas, sus tatarabuelas y Eva?
¿Cómo era que ninguna de ellas se había librado de los rollos en la cintura, las várices en las piernas, las pechugas caídas, las canas tempranas, la suegra que se metía, los chiquillos que se agarraban de las mechas, el marido jubilado, la flaca de la esquina, las cuentas que se amontonaban, los jefes que las gritoneaban, el príncipe azul que no aparecía por ninguna parte, el marido que desaparecía por todas partes, las grandes depresiones que hacían de las suyas, esos sábados a la espera de que sonara el teléfono...
Todas se vieron instaladas en el sillón de un siquiatra, una o más veces, o aprendiendo el tarot, la meditación trascendentral, las runas, el sicodrama, las cartas astrales, la pirámide energética. Para conocerse o entender algo de cuanto les ocurría... Todas hicieron la dieta del repollo, la de la luna, la del astronauta, la de Atkins, la de Scarsdale, la de Okinawa, la de Suzanne Somers y bajaron los kilos de rigor para volver a subirlos... Todas padecieron los celos, las bajas de autoestima, la angustia, la desvalorización, los embates de la envidia. Y al llegar a la menopausia, casi todas encontraron que el marido tenía olor a arbusto y empezaron a mirarlo como quien mira a un membrillo.
—¿De qué me ha servido ser superwoman? —se preguntaba mi tía Amanda—. He tenido un trabajo muy interesante, es cierto, pero he debido trabajar el doble, no he podido tomar vacaciones aparte que unas miserables semanas; me he pasado la vida encerrada en unos cuartuchos de dos por dos, iluminados con luces de neón, frente a una computadora, con los nervios crespos y el corazón desarticulado; me he enfermado del estómago con las pizzas de los almuerzos rápidos; se me han perforado dos úlceras; he asistido a 2.789 reuniones de la gerencia y mi marido se fue con una cabaretera diciendo que estaba hasta el moño de mujeres inteligentes, y lo único que ansiaba era una tonta como puerta y buena para la cama.
Una sola de mis tías, mi tía Cloti, se rebeló y no quiso seguir los designios de mi abuela ni fue a sus clases de superwoman. Le importaba poco ser inteligente, profesional o poderosa.
—Yo no pienso en ser superwoman, sino mujer a secas —dijo y ante el estupor de sus hermanas, sacó un título universitario sólo para contentar a mi abuela; se buscó un marido que le viniera como anillo al dedo; tuvo los hijos que quiso tener; se hizo servir por su marido, un par de amantes y un chofer; llegó a los 50 años luciendo bastante bien; no supo lo que era un siquiatra; se levantó toda su vida a las nueve de la mañana; tomó vacaciones cada vez que se sintió cansada, y revoloteó en la cama con su marido y los amantes hasta el día en que la muerte se la llevó... a los 98 años.
Poco después de que mi abuela muriera, la dulce vieja cumplió con su promesa de venir desde el más allá a visitar a sus hijas. A la primera que se le apareció fue a mi tía Filomena.
—Vine para decirte que me equivoqué —le dijo con una voz de fantasma y una eterna dulzura en sus pupilas.
—¿En qué, mamá? —preguntó entre asustada y sorprendia.
—En lo de la superwoman. Lo he conversado largamente con Cleopatra y con Eva Perón, y todas concuerdan en que no vale la pena. Es mucho mejor dejarse servir que ser la servidora... Díselo a tus hermanas.
Y se esfumó.
ILUSTRACIÓN: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, AGOSTO 07 DEL 2001