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febrero 21, 2022
Ir a la Parte 1
Capítulo 42
Estaba claro que el afroamericano que guiaba a Langdon por el laberinto subterráneo del Capitolio era un hombre de poder. Además de conocer todos los corredores y cuartos del lugar, el elegante desconocido llevaba un llavero cuyas llaves abrían todas las puertas cerradas que bloqueaban su camino.
Langdon lo siguió a toda velocidad por una escalera desconocida. Mientras la subían, sintió cómo la correa de piel de su bolsa se le clavaba en el hombro. La pirámide era tan pesada que Langdon temía que se rompiera.
Los últimos minutos habían desafiado toda lógica, y ahora Langdon actuaba únicamente por instinto. Algo le decía que confiara en ese desconocido. Además de salvarlo del arresto de Sato, el hombre había tomado un gran riesgo para proteger la misteriosa pirámide de Peter Solomon. «Sea lo que sea ésta». Si bien la motivación del hombre seguía siendo un misterio, Langdon había vislumbrado un resplandor dorado en su mano: el anillo masónico con el fénix bicéfalo y el número 33. Ese hombre y Peter Solomon eran algo más que amigos. Eran hermanos masónicos del grado superior.
Langdon lo siguió hasta lo alto de la escalera. Una vez ahí, atravesaron otro corredor y luego, tras cruzar una puerta sin señalizar, se metieron en un pasillo de servicio. Corrieron por entre cajas de suministros y bolsas de basura, y salieron finalmente por una puerta que los condujo a un lugar absolutamente inesperado, una especie de lujosa sala de cine. El hombre mayor subió por el pasillo lateral y salió por la puerta principal a un amplio atrio iluminado. Langdon se dio cuenta de que estaban en el centro de visitantes por el que había entrado hacía unas horas.
Desafortunadamente, allí también había un agente del cuerpo de seguridad del Capitolio.
Cuando llegaron a su altura, los tres hombres se detuvieron y se miraron entre sí. Langdon reconoció al joven agente hispano que le había atendido en el control de rayos X.
—Agente Núñez —dijo el hombre afroamericano—. Ni una palabra. Sígame.
El guardia parecía intranquilo, pero obedeció sin rechistar.
«¿Quién es este tipo?»
Los tres se dirigieron a toda prisa hacia el rincón sureste del centro de visitantes, donde había un pequeño vestíbulo con una serie de gruesas puertas bloqueadas por unos postes de color naranja. Las puertas estaban selladas con cinta aislante para que no entrara el polvo de lo que fuera que estuvieran haciendo en el exterior del centro de visitantes. El hombre estiró el brazo y arrancó la cinta de la puerta. Luego cogió su llavero y, mientras buscaba una llave, le dijo al guardia:
—Nuestro amigo el jefe Anderson está en el subsótano. Puede que esté herido. Será mejor que vaya a ver cómo se encuentra.
—Sí, señor. —Núñez pareció sentise tan perplejo como alarmado.
—Y, sobre todo, no nos ha visto.
El hombre encontró la llave, la sacó del llavero y la utilizó para abrir el cerrojo. Tras abrir la puerta de acero, le lanzó la llave al guardia.
—Cierre esta puerta y vuelva a poner la cinta lo mejor que pueda. Métase la llave en el bolsillo y no diga nada. A nadie. Ni siquiera al jefe. ¿Le ha quedado claro, agente Núñez?
El guardia se quedó mirando la llave como si le hubieran confiado una valiosa gema.
—Sí, señor.
El afroamericano se apresuró a cruzar la puerta y Langdon lo hizo detrás de él. El guardia volvió a cerrar el cerrojo, y Langdon pudo oír que volvía a pegar la cinta aislante.
—Profesor Langdon —dijo el hombre mientras avanzaban rápidamente por un pasillo de aspecto moderno que se encontraba en construcción—. Me llamo Warren Bellamy. Peter Solomon es un querido amigo mío.
Sorprendido, Langdon le lanzó una mirada al imponente hombre. «¿Usted es Warren Bellamy?» Era la primera vez que veía al Arquitecto del Capitolio, pero su nombre sí lo conocía.
—Peter me ha hablado muy bien de usted —dijo Bellamy—. Siento que nos hayamos conocido en estas lamentables circunstancias.
—Peter se encuentra en grave peligro. Su mano...
—Lo sé. —El tono de Bellamy era sombrío—. Y me temo que eso no es ni la mitad.
Llegaron al final de la sección iluminada del pasillo, momento en el que éste giraba abruptamente hacia la izquierda. El resto del corredor, allá donde condujera, estaba completamente a oscuras.
—Espere un momento —dijo Bellamy, y se metió en un cuarto eléctrico cercano del que salía una maraña de cables alargadores de color naranja.
Langdon esperó mientras Bellamy rebuscaba en el interior de la habitación. En un momento dado, el Arquitecto debió de encontrar el interruptor de esos cables alargadores, porque de repente se iluminó el camino que tenían ante sí.
Inmóvil, Langdon se lo quedó mirando fijamente.
Washington —al igual que Roma— era una ciudad repleta de pasadizos secretos y túneles subterráneos. A Langdon, el pasillo que tenían delante le recordó al passetto que conectaba el Vaticano con Castel Sant’Angelo. «Largo. Oscuro. Estrecho». A diferencia del antiguo passetto, sin embargo, ese pasadizo era moderno y todavía no estaba terminado. Era una estrecha zona en obras, tan larga que su lejano extremo parecía desembocar en la nada. La única iluminación era una serie de bombillas intermitentes que no hacían sino acentuar la increíble extensión del túnel.
Bellamy ya estaba recorriendo el pasillo.
—Sígame. Vigile con el escalón.
Langdon empezó a caminar detrás del Arquitecto, preguntándose adónde diablos debía de conducir ese túnel.
En ese mismo momento, Mal’akh salía de la nave 3 y recorría a toda prisa el desierto pasillo principal del SMSC en dirección a la nave 5. Llevaba la tarjeta de acceso de Trish en la mano e iba susurrando para sí: «Cero, ocho, cero, cuatro».
Otra cosa ocupaba asimismo sus pensamientos. Acababa de recibir un mensaje urgente del Capitolio. «Mi contacto se ha encontrado con dificultades inesperadas». Aun así, las noticias seguían siendo alentadoras: ahora Robert Langdon ya poseía la pirámide y el vértice. A pesar de la inesperada forma en la que habían sucedido, los acontecimientos se iban desarrollando según lo previsto. Era como si el destino mismo estuviera guiando los hechos de esa noche para asegurarse de la victoria de Mal’akh.
Capítulo 43
Langdon aceleró el paso para mantener el rápido ritmo de Warren Bellamy mientras recorrían en silencio el largo túnel. Hasta el momento, el Arquitecto del Capitolio se había preocupado más de poner distancia entre Sato y la pirámide que de explicarle a Langdon qué estaba sucediendo. Éste sentía la creciente aprensión de que las cosas eran más complejas de lo que podría haber imaginado.
«¿La CIA? ¿El Arquitecto del Capitolio? ¿Dos masones del trigésimo tercer grado?»
De repente sonó el estridente timbre del teléfono móvil de Langdon. Éste lo cogió y, vacilante, contestó.
—¿Hola?
Le respondió un inquietante y familiar susurro.
—Parece que ha tenido un encuentro inesperado, profesor.
Langdon sintió un escalofrío glacial.
—¡¿Dónde diablos está Peter?! —inquirió. Sus palabras reverberaron en el estrecho túnel. Warren Bellamy se volvió hacia él con preocupación y le indicó que no se detuviera.
—No se preocupe —dijo la voz—. Como le he dicho antes, Peter está en un lugar seguro.
—¡Por el amor de Dios, le ha cortado la mano! ¡Necesita un médico!
—Lo que necesita es un sacerdote —respondió el hombre—. Pero usted puede salvarlo. Si hace lo que le digo, Peter vivirá. Le doy mi palabra.
—La palabra de un loco no significa nada para mí.
—¿Loco? Pensaba que usted apreciaría la reverencia con la que esta noche he seguido los antiguos protocolos, profesor. La mano de los misterios lo ha guiado a un portal: la pirámide que promete desvelar la antigua sabiduría. Sé que está en su poder.
—¿Cree que ésta es la pirámide masónica? —inquirió Langdon—. No es más que un trozo de piedra.
Hubo un silencio al otro lado de la línea.
—Señor Langdon, es usted demasiado inteligente para intentar hacerse pasar por tonto. Sabe muy bien lo que ha descubierto esta noche. ¿Una pirámide de piedra... que un poderoso masón... ocultó en el corazón de Washington...?
—¡Anda usted detrás de un mito! Sea lo que sea lo que Peter le haya contado, lo ha hecho coaccionado. La leyenda de la pirámide masónica es ficción. Los masones jamás construyeron ninguna pirámide para proteger un saber secreto. Y aunque lo hubieran hecho, esta pirámide es demasiado pequeña para ser lo que usted piensa que es.
El hombre dejó escapar una risa ahogada.
—Ya veo que Peter no le ha contado demasiado. En cualquier caso, señor Langdon, quiera o no aceptar qué tiene usted en su posesión, hará lo que yo le diga. Sé que la pirámide tiene una inscripción. Usted la descifrará para mí. Entonces, y sólo entonces, le devolveré a Peter.
—No sé qué cree usted que revela esa inscripción —dijo Langdon—, pero no será los antiguos misterios.
—Claro que no —repuso el hombre—. Los misterios son demasiado vastos para estar escritos en la cara de una pequeña pirámide.
Esa respuesta cogió desprevenido a Langdon.
—Pero si lo que contiene esa inscripción no son los antiguos misterios, entonces esa pirámide no es la pirámide masónica. La leyenda indica claramente que la pirámide masónica fue construida para proteger los antiguos misterios.
El hombre le respondió en un tono condescendiente.
—Señor Langdon, la pirámide masónica fue construida para preservar los antiguos misterios, pero de un modo que al parecer usted todavía desconoce. ¿No se lo llegó a contar Peter? El poder de la pirámide masónica no es que revele los misterios mismos..., sino que revela el paradero secreto en el que esos misterios están enterrados.
Langdon tardó un segundo en reaccionar.
—Descifre la inscripción —continuó la voz—, y ésta le indicará el lugar en el que se esconde el mayor tesoro de la humanidad. —Se rio—. Peter no le confió el tesoro mismo, profesor.
Langdon se detuvo de golpe.
—Un momento. ¿Me está diciendo que esa pirámide es... un mapa?
Bellamy también se detuvo. Parecía alarmado. Estaba claro que ese interlocutor telefónico había dado en el clavo. «La pirámide es un mapa».
—Ese mapa —susurró la voz—, pirámide, portal, o como quiera usted llamarlo, fue creado hace mucho tiempo para garantizar que el escondite de los antiguos misterios no caía en el olvido..., que no se perdería en la historia.
—Una cuadrícula de dieciséis símbolos no parece un mapa.
—Las apariencias engañan, profesor. En cualquier caso, sólo usted puede leer esa inscripción.
—Se equivoca —le respondió Langdon mientras visualizaba mentalmente la sencilla clave—. Cualquiera puede descifrarla. Es muy simple.
—Sospecho que la pirámide esconde más cosas de las que se ven a simple vista. Y, en todo caso, sólo usted tiene la cúspide.
Langdon pensó en el pequeño vértice que llevaba en la bolsa. «¿Orden del caos?» Ya no sabía qué pensar, pero la pirámide de piedra parecía cada vez más pesada.
Mal’akh presionó el teléfono móvil contra su oreja para oír mejor el sonido de la inquieta respiración de Langdon al otro lado de la línea.
—Ahora mismo tengo cosas que atender, profesor, y usted también. Llámeme en cuanto haya descifrado el mapa. Iremos juntos al escondite y ahí haremos el intercambio. La vida de Peter..., por la sabiduría de todos los tiempos.
—No pienso hacer nada —declaró Langdon—. Especialmente sin pruebas de que Peter está vivo.
—Le recomiendo que no me desafíe. Usted no es más que una pequeña pieza de un gran mecanismo. Si me desobedece, o intenta encontrarme, Peter morirá. Eso se lo juro.
—Que yo sepa, Peter podría estar ya muerto.
—Está vivo, profesor, pero necesita desesperadamente su ayuda.
—¿Qué es lo que quiere? —exclamó Langdon por teléfono.
Mal’akh hizo una breve pausa antes de contestar.
—Mucha gente ha buscado los antiguos misterios y ha debatido sobre su poder. Esta noche, demostraré que los misterios son reales.
Langdon se quedó callado.
—Le sugiero que se ponga a trabajar en el mapa inmediatamente —dijo Mal’akh—. Necesito esa información hoy.
—¡¿Hoy?! ¡Pero si son más de las nueve!
—Exacto. Tempus fugit.
Capítulo 44
El editor neoyorquino Jonas Faukman estaba apagando las luces de su oficina de Manhattan cuando sonó el teléfono. No tenía intención alguna de cogerlo a esas horas, hasta que vio el identificador de llamadas. «Espero que sea algo bueno», pensó mientras cogía el auricular.
—¿Todavía te publicamos? —preguntó Faukman, medio en serio.
—¡Jonas! —La voz de Robert Langdon parecía inquieta—. Gracias a Dios que todavía estás ahí. Necesito tu ayuda.
Jonas se animó.
—¿Tienes páginas para editar, Robert? ¿Al fin?
—No, necesito información. El año pasado te puse en contacto con una científica llamada Katherine Solomon, la hermana de Peter Solomon.
Faukman frunció el ceño. «No hay páginas».
—Buscaba una editorial para un libro sobre ciencia noética. ¿La recuerdas?
Faukman puso los ojos en blanco.
—Sí, claro. La recuerdo. Y mil gracias por eso. No sólo no me dejó leer los resultados de su investigación, sino que decidió que no quería publicar nada hasta no sé qué fecha mágica en el futuro.
—Jonas, escúchame, no tengo tiempo. Necesito el teléfono de Katherine ahora mismo. ¿Lo tienes?
—He de advertirte que pareces un poco desesperado... Es guapa, pero no vas a impresionarla si...
—Esto no es ninguna broma, Jonas, necesito su número de teléfono ahora.
—Está bien..., espera un momento.
Hacía muchos años que eran amigos íntimos. Faukman sabía cuándo Langdon iba en serio. El editor tecleó el nombre de Katherine Solomon en una ventana de búsqueda y empezó a repasar el servidor de correo electrónico de la compañía.
—Lo estoy buscando —dijo Faukman—. Y por si te sirve de algo, cuando la llames, no lo hagas desde la piscina de Harvard. Parece que estés en un asilo.
—No estoy en la piscina. Estoy en un túnel debajo del Capitolio.
Faukman notó por su tono de voz que Langdon no bromeaba. «Pero ¿qué le pasa a ese tipo?»
—¿Por qué no puedes quedarte en casa escribiendo, Robert? —Su ordenador emitió un pitido—. Muy bien, espera..., ya lo tengo. —Rebuscó por el viejo hilo de correos electrónicos—. Parece que lo único que tengo es su móvil.
—Me vale.
Faukman le dio el número.
—Gracias, Jonas —dijo Langdon, agradecido—. Te debo una.
—Me debes un manuscrito, Robert. ¿Tienes idea de cuándo...?
La línea se cortó.
Faukman se quedó mirando el auricular y meneó con la cabeza. Publicar libros sería mucho más sencillo sin los autores.
Capítulo 45
Katherine Solomon tardó un segundo en reaccionar cuando vio el nombre en el identificador de llamadas de su móvil. Había creído que la llamada entrante sería de Trish, para explicarle por qué ella y Christopher Abaddon tardaban tanto. Pero no era Trish.
Para nada.
Katherine sintió que una sonrojada sonrisa se le dibujaba en los labios. «¿Puede esta noche llegar a ser todavía más extraña?» Descolgó el teléfono.
—Deja que lo adivine —bromeó—. ¿Soltero académico busca científica noética soltera?
—¡Katherine! —dijo la profunda voz de Robert Langdon—. Gracias a Dios que estás bien.
—Claro que estoy bien —respondió ella, desconcertada—. Dejando de lado que no me llamaras después de aquella fiesta en casa de Peter el verano pasado.
—Ha sucedido algo. Por favor, escucha. —Su tono de voz, habitualmente suave, sonaba rugoso—. Lamento tener que decirte esto..., pero Peter se encuentra en grave peligro.
La sonrisa de Katherine se desvaneció.
—¿De qué estás hablando?
—Peter... —Langdon vaciló, como si estuviera buscando las palabras adecuadas—. No sé cómo decirlo, pero está... retenido. No estoy seguro de cómo ni por qué, pero...
—¿Retenido? —inquirió Katherine—. Robert, me estás asustando. Retenido..., ¿dónde?
—Por un secuestrador. —La voz de Langdon sonaba quebrada, como si se sintiera apesadumbrado—. Debe de haber pasado hoy a primera hora o quizá ayer.
—Esto no tiene ninguna gracia —dijo ella enfadada—. Mi hermano está bien. ¡He hablado con él hace quince minutos!
—¡¿Ah, sí?! —Langdon parecía extrañado.
—¡Sí! Me acaba de enviar un mensaje para decirme que venía al laboratorio.
—Te ha enviado un mensaje... —dijo Langdon, pensando en voz alta—. Pero ¿no has llegado a oír su voz?
—No, pero...
—Escúchame. El mensaje que has recibido no era de tu hermano. Alguien tiene el teléfono de Peter. Es peligroso. Quienquiera que sea, me ha engañado para que viniera a Washington esta noche.
—¿Engañarte? ¡Nada de lo que dices tiene ningún sentido!
—Ya lo sé, lo siento. —Langdon parecía desorientado—. Katherine, puede que estés en peligro.
Katherine Solomon estaba segura de que Langdon nunca bromearía sobre algo así, y sin embargo parecía que hubiera perdido el juicio.
—Estoy bien —dijo ella—. ¡Estoy encerrada dentro de un edificio protegido!
—Léeme el mensaje que te ha enviado Peter. Por favor.
Desconcertada, Katherine le leyó el mensaje a Langdon. Cuando llegó a la parte final en la que se hacía referencia al doctor Abaddon, sintió un escalofrío.
—«Si puede, que venga también el doctor Abaddon. Confío plenamente en él».
—Oh, Dios... —En la voz de Langdon se podía advertir el miedo—. ¿Has invitado a ese hombre al laboratorio?
—¡Sí! Mi asistente acaba de ir a buscarlo al vestíbulo. Regresarán en cualquier...
—¡Katherine, sal de ahí! —gritó Langdon—. ¡Ahora!
En el otro extremo del SMSC, dentro de la sala de seguridad, empezó a sonar un teléfono, ahogando las voces que retransmitían el partido de los Redskins. A regañadientes, el guardia volvió a quitarse los auriculares.
—Vestíbulo —respondió—. Soy Kyle.
—¡Kyle, soy Katherine Solomon! —Sonaba inquieta y jadeante.
—Señora, su hermano todavía no...
—¡¿Dónde está Trish?! —inquirió—. ¿Puedes verla en los monitores?
El guardia volvió la silla giratoria para mirar las pantallas.
—¿Todavía no ha llegado al Cubo?
—¡No! —gritó Katherine, alarmada.
El guardia se dio cuenta de que Katherine estaba casi sin aliento, como si estuviera corriendo. «¿Qué está pasando aquí?»
Accionó rápidamente el joystick, pasando los fotogramas del vídeo digital a cámara rápida.
—Muy bien, un momento, estoy revisando la grabación de la cámara... Veo a Trish con su invitado saliendo del vestíbulo..., van por la Calle..., avanzo..., van a entrar a la nave húmeda... Trish utiliza su tarjeta para abrir la puerta..., los dos entran en la nave... Avanzo... Los veo salir de la nave, hace apenas un minuto... —Negó con la cabeza, ralentizando la reproducción—. Un momento... Qué extraño.
—¿Qué?
—El caballero ha salido solo de la nave húmeda.
—¿Trish se ha quedado dentro?
—Sí, eso parece. Estoy viendo ahora mismo a su invitado..., va por el pasillo a solas.
—¿Y dónde está Trish? —preguntó Katherine, cada vez más alterada.
—No la veo en las cámaras —contestó el guardia en un tono que delataba su creciente inquietud.
Volvió a mirar la pantalla y se dio cuenta de que las mangas de la americana del hombre parecían estar mojadas..., hasta los codos. «¿Qué diablos ha hecho en la nave húmeda?» El guardia observó cómo el hombre se dirigía por el pasillo principal hacia la nave 5. En la mano parecía llevar... una tarjeta de acceso.
El guardia sintió cómo se le erizaban los pelos del cogote.
—Señora Solomon, tenemos un grave problema.
Ésa estaba siendo una noche de primeras veces para Katherine Solomon.
En dos años no había utilizado nunca su teléfono móvil en el vacío, ni tampoco lo había cruzado a la carrera. Ahora, sin embargo, Katherine iba con el móvil pegado a la oreja mientras corría por la interminable extensión de la alfombra. Cada vez que se le salía un pie, corregía el rumbo rápidamente en la más absoluta oscuridad.
—¿Por dónde va ahora? —preguntó Katherine al guardia.
—Lo estoy mirando —respondió él—. Avanzo..., está recorriendo el pasillo... en dirección a la nave 5...
Katherine aceleró con la esperanza de llegar a la salida antes de quedarse atrapada allí dentro.
—¿Cuánto falta para que llegue a la entrada de la nave 5?
El guardia se quedó un momento callado.
—No lo ha entendido, señora. Todavía estoy avanzando la cinta. Esto es una grabación. Esto ya ha pasado. —Se quedó otra vez callado—. Un momento, déjeme comprobar el registro de las tarjetas de acceso —dijo, y luego añadió—: Señora, según el registro, la de la señora Dunne se ha utilizado en la nave 5 hace un minuto.
Katherine se detuvo en seco en medio del abismo.
—¿Ya ha entrado en la nave 5? —le susurró al teléfono.
El guardia se puso a teclear frenéticamente.
—Sí, parece que ha entrado..., hace noventa segundos.
Katherine se puso tensa. Contuvo la respiración. De repente la oscuridad que la rodeaba parecía haber cobrado vida.
«Está aquí dentro».
Al instante, Katherine se dio cuenta de que la única luz del lugar provenía de su teléfono móvil, que le iluminaba un lado de la cara.
—Envíe ayuda —le susurró al guardia—. Y vaya a la nave húmeda a socorrer a Trish. —Luego colgó el teléfono, apagando la luz.
Todo a su alrededor se sumió en la oscuridad.
Katherine se quedó completamente inmóvil, procurando hacer el menor ruido posible al respirar. Al cabo de unos segundos percibió una acre vaharada de etanol. El olor era cada vez más intenso. Advirtió una presencia a unos metros. El silencio era tal que los fuertes latidos del corazón de Katherine parecía que la fueran a delatar. Sin hacer ruido, se quitó los zapatos y se hizo a un lado, apartándose de la alfombra. Pudo notar el frío cemento bajo sus pies. Dio otro paso para alejarse todavía más de la alfombra.
Uno de sus pies crujió.
En la quietud, se oyó como si de un disparo se tratara.
A unos pocos metros, Katherine oyó de repente un susurro de ropas que se abalanzaba hacia ella. Tardó demasiado en apartarse y un poderoso brazo la alcanzó. A tientas, unas manos intentaron agarrarla. Ella forcejeó pero una potente garra consiguió aferrarse a su bata de laboratorio, tiró de ella y la hizo tambalearse.
Katherine echó los brazos hacia atrás, quitándose la bata y zafándose del hombre. Sin saber en qué dirección se encontraba la salida, Katherine Solomon echó a correr, completamente a ciegas, hacia el interminable abismo negro.
Capítulo 46
A pesar de contener lo que para muchos es «la habitación más bonita del mundo», la biblioteca del Congreso no es conocida tanto por su impresionante esplendor como por su vasta colección de libros. Con más de ciento cincuenta kilómetros de estantes —que en línea recta podrían unir Washington y Boston—, posee el título de la biblioteca más grande del mundo. A pesar de ello, sigue expandiéndose a un ritmo de más de diez mil artículos diarios.
La biblioteca del Congreso —inicialmente depósito de la colección personal de libros sobre ciencia y filosofía de Thomas Jefferson— se erigió ya desde el principio como símbolo del compromiso de Norteamérica con la propagación del saber. Fue uno de los primeros edificios de Washington en tener luz eléctrica, ejerciendo literalmente de faro en medio de la oscuridad del Nuevo Mundo.
Como su mismo nombre indica, la biblioteca se fundó para servir al Congreso, cuyos venerables miembros trabajaban al otro lado de la calle, en el edificio del Capitolio. Ese antiguo vínculo entre biblioteca y Capitolio había sido reforzado recientemente con la construcción de una conexión física: un largo túnel bajo Independence Avenue que unía ambos edificios.
Esa noche, en el interior del tenuemente iluminado túnel, Robert Langdon seguía a Warren Bellamy por una zona de obras, mientras intentaba apaciguar la preocupación que sentía por Katherine. «¡¿Ese lunático está en su laboratorio?!» Langdon no quería siquiera imaginar por qué. Al llamar para advertirle, Langdon le había dicho a Katherine dónde podría encontrarlo. «¿Cuándo llegaremos al final de este maldito túnel?» Un turbio torrente de pensamientos interconectados le bullía en la cabeza: Katherine, Peter, los masones, Bellamy, pirámides, antiguas profecías... y un mapa.
Langdon apartó todos esos pensamientos de su cabeza y siguió adelante. «Bellamy me ha prometido respuestas».
Cuando los dos hombres llegaron al final del pasadizo, Bellamy guio a Langdon por una serie de puertas dobles que estaban todavía en construcción. Al no poder cerrarlas tras de sí, Bellamy cogió una escalera de aluminio de las obras y la apoyó precariamente contra la puerta. Luego colocó encima un cubo de metal. Si alguien abría la puerta, el cubo caería ruidosamente al suelo.
«¿Éste es nuestro sistema de alarma?» Langdon se quedó mirando el cubo. Esperaba que Bellamy contara con un plan más elaborado para ponerse a salvo. Todo había pasado tan de prisa que hasta ahora Langdon no había empezado a pensar en las repercusiones de su huida con Bellamy. «Soy un fugitivo de la CIA».
Bellamy dobló una esquina y los dos hombres comenzaron a subir una amplia escalera que había sido acordonada con unos postes de color naranja. Langdon podía notar el peso de la pirámide dentro de su bolsa.
—La pirámide —dijo—, todavía no entiendo...
—Aquí no —lo interrumpió Bellamy—. La examinaremos a la luz. Conozco un lugar seguro.
Langdon dudaba de que un lugar así existiera para alguien que acababa de asaltar físicamente a la directora de la Oficina de Seguridad de la CIA.
Al llegar a lo alto de la escalera, los dos hombres accedieron a un amplio vestíbulo decorado con mármol italiano, estuco y pan de oro. Rodeaban el vestíbulo ocho pares de estatuas, todas de la diosa Minerva. Bellamy siguió adelante, guiando a Langdon por un corredor abovedado, hasta llegar a una sala mucho más grande.
Incluso con la tenue iluminación nocturna, el gran vestíbulo de la biblioteca poseía el esplendor clásico de un palacio europeo. A unos veinte metros de altura se podía admirar una serie de vitrales soportados por vigas adornadas con «pan de aluminio», un metal antaño considerado más valioso que el oro. Por debajo, una majestuosa arcada de pilares dobles descendía hasta el balcón del segundo piso, accesible mediante dos magníficas escaleras cuyos postes soportaban unas gigantescas figuras femeninas de bronce que portaban las antorchas de la iluminación.
En un extraño intento de reproducir el tema de la ilustración moderna y al mismo tiempo mantenerse dentro del registro decorativo de la arquitectura renacentista, los pasamanos de la escalera habían sido tallados con putti que representaban a científicos modernos. «¿Un electricista angelical sosteniendo un teléfono? ¿Un entomólogo querúbico con una caja de especímenes?» Langdon se preguntó qué hubiera pensado Bernini de todo eso.
—Hablaremos aquí —dijo Bellamy, conduciendo a Langdon por delante de las vitrinas a prueba de balas que contenían los dos libros más valiosos de la biblioteca: la Biblia gigante de Maguncia, escrita a mano en la década de 1450, y una copia norteamericana de la Biblia de Gutenberg, uno de los tres únicos ejemplares en buen estado que quedaban en el mundo. A juego, en el abovedado techo se podían ver los seis paneles de la pintura de John White Alexander titulada La evolución del libro.
Bellamy se dirigió a una elegante puerta doble que había en el centro del muro trasero del corredor este. Langdon sabía qué sala había detrás de esa puerta, y le pareció una extraña elección para mantener una conversación. A pesar de la ironía que suponía hablar en un espacio plagado de letreros que pedían «Silencio, por favor», esa sala no parecía exactamente un «lugar seguro». Situada en el centro mismo del trazado cruciforme de la biblioteca, esa cámara venía a ser el corazón del edificio. Ocultarse allí era como entrar en una catedral y esconderse en el altar.
Aun así, Bellamy abrió las puertas, penetró en la oscura sala y buscó a tientas el interruptor. Al encender la luz, una de las mayores obras maestras de la arquitectura norteamericana surgió ante él como por arte de magia.
La famosa sala de lectura era un festín para los sentidos. Un voluminoso octágono se alzaba casi cincuenta metros en su centro, y cada una de sus ocho caras estaba hecha de mármol marrón de Tennessee, mármol crema de Siena y mármol rojizo de Argelia. Al estar iluminado desde los ocho ángulos, no había sombra alguna en la estancia, lo que provocaba la sensación de que la sala misma brillaba.
—Algunos dicen que se trata de la sala más impresionante de Washington —dijo Bellamy mientras hacía entrar a Langdon.
«Puede que de todo el mundo», pensó él al cruzar el umbral. Como siempre, su vista se dirigió primero al encabiado central, del que rayos de arabescos artesonados descendían enroscándose por la cúpula hasta llegar al balcón superior. Rodeando la sala, dieciséis efigies de bronce observaban desde la balaustrada. Por debajo, una serie de arcadas conformaban el balcón inferior. En la planta baja, tres círculos concéntricos de madera pulida rodeaban el enorme y octogonal mostrador de préstamos de madera.
Langdon volvió su atención a Bellamy, que había dejado completamente abiertas las puertas de la sala.
—Pensaba que nos estábamos escondiendo —dijo Langdon, confundido.
—Si alguien entra en el edificio —repuso Bellamy—, quiero oírlo.
—Pero ¿no nos encontrarán si nos quedamos aquí?
—Tanto da dónde nos escondamos. Nos encontrarán. Pero si nos acorralan en este edificio, se alegrará de que estemos en esta sala.
Langdon no tenía ni idea de la razón, pero tampoco parecía que Bellamy se lo fuera a explicar. El hombre ya se encontraba en el centro de la sala, donde había seleccionado una de las mesas de lectura disponibles. Cogió un par de sillas y encendió la luz. Luego señaló la bolsa de Langdon.
—Muy bien, profesor, echémosle un vistazo.
Langdon no quiso arriesgarse a rayar la pulida superficie de la mesa con la pieza de granito, así que levantó la bolsa y la depositó encima. Abrió la cremallera y bajó los lados hasta dejar completamente a la vista la pirámide que había dentro. Warren Bellamy ajustó la lámpara de lectura y estudió atentamente la pirámide, pasando los dedos por la inusual inscripción.
—Imagino que habrá reconocido este lenguaje —dijo.
—Por supuesto —respondió Langdon mientras observaba los dieciséis símbolos.
Conocido como cifrado francmasón, ese lenguaje codificado lo habían utilizado los primeros hermanos masones para sus comunicaciones. El método de encriptado había sido desechado hacía mucho por una razón muy simple: era excesivamente sencillo de descifrar. La mayoría de los alumnos del seminario de simbología de Langdon podían hacerlo en unos cinco minutos. Langdon, con un lápiz y un papel, antes de sesenta segundos.
La conocida facilidad de ese antiguo sistema de encriptado planteaba un par de paradojas. Para empezar, la afirmación de que Langdon era la única persona del mundo que podía descifrarlo resultaba absurda. Además, que Sato sugiriera que un cifrado masónico era un asunto de seguridad nacional era como si hubiera dicho que los códigos de las cabezas nucleares estaban encriptados con un anillo descodificador de juguete. A Langdon le costaba creer ambas cosas. «¿Esta pirámide es un mapa? ¿Indica la ubicación de la sabiduría perdida de los tiempos?»
—Robert —dijo Bellamy en tono grave—, ¿le ha dicho la directora Sato por qué estaba tan interesada en esto?
Langdon negó con la cabeza.
—No específicamente. No dejaba de repetir que se trataba de un asunto de seguridad nacional. Supongo que mentía.
—Quizá —dijo Bellamy, rascándose el cogote, como cavilando algo—. Aunque también hay otra posibilidad mucho más preocupante. —Se volvió y miró a Langdon directamente a los ojos—. Es posible que la directora Sato haya descubierto el auténtico potencial de la pirámide.
Capítulo 47
La negrura que rodeaba a Katherine Solomon era absoluta.
Tras dejar la familiar seguridad de la alfombra, ahora avanzaba a tientas, con los brazos extendidos mientras se internaba más profundamente en el desolador vacío. Bajo los calcetines de sus pies, la interminable extensión de frío cemento le parecía un lago congelado..., un entorno hostil del que necesitaba escapar.
Cuando dejó de oler a etanol se detuvo y esperó en la oscuridad. Absolutamente inmóvil, intentó escuchar algo, deseando que su corazón dejara de latir con tanta fuerza. Las pisadas que la seguían parecían haberse detenido. «¿Lo he esquivado?» Katherine cerró los ojos e intentó imaginar dónde podía estar. «¿En qué dirección he corrido? ¿Dónde está la puerta?» Era inútil. Estaba tan desorientada que la salida podía estar en cualquier sitio.
El miedo, había oído decir Katherine, actuaba como estimulante, agudizando la capacidad de la mente para pensar. Ahora mismo, sin embargo, el miedo que sentía había convertido su mente en un torrente de pánico y confusión. «Incluso si encontrara la salida, no podría salir». Había perdido la tarjeta al desprenderse de la bata de laboratorio. Su única esperanza parecía ser el hecho de que era como una aguja en un pajar; un solo punto en una cuadrícula de casi tres mil metros cuadrados. A pesar del irresistible impulso de salir corriendo, la mente analítica de Katherine la instó a hacer lo más lógico: no moverse en absoluto. «Quédate quieta. No hagas ningún ruido». El guardia de seguridad estaba de camino, y por alguna razón desconocida su atacante olía a etanol. «Si se acerca demasiado, lo notaré».
Mientras Katherine permanecía de pie en silencio, su mente volvió a lo que le había dicho Langdon. «Tu hermano... está retenido». Sintió cómo una gota de sudor frío le recorría el brazo en dirección al teléfono móvil que todavía sostenía en la mano derecha. Era un peligro que había olvidado considerar. Si el teléfono sonaba, delataría su posición, y no podía apagarlo sin abrirlo y que se iluminara.
«Deja el teléfono en el suelo... y aléjate de él».
Pero fue demasiado tarde. Por la derecha advirtió una vaharada de etanol. Y el olor fue en aumento. Katherine intentó permanecer en calma, y se obligó a no hacer caso del impulso de salir corriendo. Cuidadosa, lentamente, dio un paso a la izquierda, pero el leve susurro de su ropa fue lo único que necesitó su atacante. Katherine oyó cómo se abalanzaba hacia ella, y de repente una mano la cogió con fuerza del hombro. El pánico hizo presa en ella, que se retorció para zafarse. La probabilidad matemática se vino abajo y Katherine echó a correr a ciegas. Giró a la izquierda para cambiar el rumbo y cruzó el vacío.
La pared apareció de la nada.
El choque fue violento y por un instante Katherine se quedó sin aliento. Sintió un tremendo dolor en el brazo y el hombro, pero consiguió mantenerse en pie. Haber chocado en un ángulo oblicuo había atenuado la fuerza del golpe, pero de poco consuelo servía eso ahora. El choque había resonado por todas partes. «Sabe dónde estoy». Retorciéndose de dolor, volvió la cabeza y se quedó mirando fijamente la negrura de la nave. De repente notó que él le devolvía la mirada.
«Cambia de sitio. ¡Ahora!»
Todavía esforzándose por recobrar el aliento, empezó a moverse pared abajo, palpando con la mano izquierda las tachuelas de acero que iba encontrando en la pared. «Mantente pegada a la pared. Huye antes de que te acorrale». En la mano derecha todavía sostenía el teléfono móvil, que pensaba utilizar como proyectil si era necesario.
Katherine no estaba preparada para el sonido que oyó a continuación: un susurro de ropa justo enfrente..., contra la pared. Se quedó inmóvil y contuvo la respiración. «¿Cómo puede haber llegado ya a la pared? —Sintió una leve ráfaga de aire, seguida del hedor a etanol—. ¡Viene hacia mí!»
Katherine retrocedió varios pasos. Luego, volviéndose 180 grados, empezó a avanzar a toda velocidad en la dirección opuesta. Había recorrido unos seis metros cuando sucedió algo imposible. De nuevo, directamente enfrente de ella, junto a la pared, oyó un susurro de ropa. Luego, la misma ráfaga de aire y el olor a etanol. Katherine Solomon volvió a detenerse en seco.
«¡Dios mío, está en todas partes!»
Con el pecho desnudo, Mal’akh escrutó la oscuridad.
El olor a etanol de sus mangas había resultado ser un problema, así que decidió convertirlo en una ventaja quitándose la camisa y la americana y utilizándolas para acorralar a su presa. Al lanzar su americana contra la pared de la derecha, oyó cómo Katherine se detenía y cambiaba de dirección. Luego, al arrojar la camisa a la izquierda, Mal’akh volvió a oír cómo se quedaba otra vez quieta. Estableciendo unos puntos por los cuales ella no se atrevería a pasar, había acorralado a Katherine contra la pared.
Ahora permanecía a la espera, intentando oír algo en el silencio. «Sólo se puede mover en una dirección: derecha hacia mí». Pero Mal’akh no oyó nada. O bien Katherine estaba paralizada de miedo, o había decidido quedarse quieta y esperar a que llegara ayuda. «No tiene nada que hacer en ninguno de los dos casos». Nadie iba a entrar en la nave 5; Mal’akh había inutilizado el teclado numérico exterior con una técnica algo rudimentaria pero efectiva. Tras utilizar la tarjeta de acceso de Trish, había insertado una moneda de diez centavos en la ranura para evitar que se pudiera emplear ninguna otra tarjeta sin desmontar primero todo el mecanismo.
«Estamos tú y yo a solas, Katherine..., todo el tiempo que sea necesario».
Mal’akh avanzó lenta y silenciosamente hacia adelante, pendiente de cualquier movimiento. Katherine Solomon moriría esa noche en la oscuridad del museo de su hermano. Un poético final. Mal’akh se moría de ganas de compartir la noticia de la muerte de Katherine con el hermano de ésta. La aflicción de Peter sería una venganza largamente esperada.
De repente, para su sorpresa, Mal’akh vio en la distancia un pequeño resplandor y se dio cuenta de que Katherine acababa de cometer un gran error. «¡¿Está llamando para pedir ayuda?!» A la altura de la cintura, a unos veinte metros de distancia, se había encendido el dispositivo electrónico cual brillante faro en un vasto océano negro. Mal’akh había pensado que tendría que esperar a Katherine, pero ahora ya no haría falta.
Se puso en marcha y empezó a correr hacia la luz, consciente de que tenía que alcanzarla antes de que pudiera completar la llamada. Llegó al cabo de unos segundos y se abalanzó sobre ella, extendiendo los brazos a cada lado del resplandeciente teléfono móvil para evitar que se le escapara.
Lo que encontraron sus dedos, sin embargo, fue la pared, y a punto estuvo de rompérselos al doblárselos. A continuación, se golpeó la cabeza contra una viga de acero. Mal’akh dejó escapar un grito de dolor y cayó al suelo. Renegando, se puso en pie otra vez apoyándose en el puntal horizontal sobre el que Katherine había tenido la inteligencia de dejar su móvil.
Katherine se puso a correr de nuevo, esta vez sin preocuparse por el ruido que pudiera hacer su mano al rebotar rítmicamente contra las tachuelas metálicas que sobresalían en la pared de la nave 5. «¡Corre!» Sabía que, si seguía la pared, tarde o temprano se toparía con la puerta de salida.
«¿Dónde diablos está el guardia?»
Con la mano izquierda iba siguiendo el regular espaciado de las tachuelas, mientras con la derecha, que mantenía extendida hacia adelante, procuraba no toparse con nada. «¿Cuándo llegaré a la esquina?» La pared parecía no terminarse nunca, pero de repente el espaciado de las tachuelas se interrumpió. Durante varios pasos, la mano izquierda palpó la pared desnuda hasta que las tachuelas volvieron a aparecer. Katherine se detuvo en seco y dio media vuelta para regresar al suave panel metálico. «¿Por qué ahí no hay tachuelas?»
Pudo oír cómo su atacante caminaba pesada y ruidosamente hacia ella, avanzando a tientas por la pared en su dirección. Otro ruido, sin embargo, asustó todavía más a Katherine: el lejano golpeteo de la linterna de un guardia contra la puerta de la nave 5.
«¿El guardia no puede entrar?»
Aunque la idea era aterradora, el lugar del que provenían esos golpes —a su derecha en diagonal— permitió que, al instante, Katherine se pudiera orientar. Visualizó cuál era su situación exacta, y esa imagen mental supuso asimismo una inesperada revelación. Ahora sabía en qué consistía ese panel plano de la pared.
Todas las naves estaban equipadas con una compuerta, una pared móvil gigante que se podía retirar para entrar o sacar especímenes de gran tamaño. Al igual que las de los hangares de aviación, esa compuerta era gigantesca, y ni en sueños habría imaginado Katherine verse en la necesidad de abrirla. En ese momento, sin embargo, parecía ser su única esperanza.
«¿Funcionará?»
En la oscuridad, buscó a ciegas la compuerta hasta que encontró la manilla metálica. Tras agarrarse a ella, se echó hacia atrás para intentar abrirla. Nada. Volvió a intentarlo. No se movía.
Katherine pudo oír que su atacante estaba cada vez más cerca. «¡La puerta está atrancada!» Aterrada, deslizó las palmas de las manos por la puerta, buscando algún pasador o palanca. De repente notó lo que parecía una barra vertical. Arrodillándose, la palpó hasta llegar al suelo, y confirmó que estaba insertada en el cemento. «¡Una barra de seguridad!» Se puso otra vez en pie, agarró y tiró de la barra hasta sacarla del agujero.
«¡Ya casi está!»
Katherine buscó a tientas la manilla, volvió a encontrarla y tiró de ella con todas sus fuerzas. El enorme panel casi ni se movió, pero un fino haz de luz de luna se coló en la nave 5. Katherine volvió a tirar. El rayo de luz proveniente del exterior se hizo mayor. «¡Un poco más!» Tiró una última vez, consciente de que su atacante estaba a tan sólo unos metros.
A continuación introdujo su delgado cuerpo por la abertura, precipitándose hacia la luz. Una mano surgió entonces de la oscuridad, intentando agarrarla y llevarla dentro otra vez. Ella se deslizó y salió al exterior mientras el enorme brazo desnudo y cubierto por escamas tatuadas se retorcía como una serpiente furiosa.
Katherine dio media vuelta y huyó por la larga y pálida pared exterior de la nave 5. Las piedras del lecho que rodeaba el perímetro del SMSC se le clavaban en las plantas de los pies, pero no se detuvo y siguió corriendo en dirección a la entrada principal. La noche era oscura, pero a causa de la absoluta oscuridad de la nave 5, tenía las pupilas completamente dilatadas y podía ver perfectamente el camino, casi como si fuera de día. A su espalda, la pesada compuerta se abrió y Katherine oyó cómo el hombre se ponía a correr tras ella. Parecía ir increíblemente rápido.
«No llegaré a la entrada principal. —Sabía que su Volvo estaba más cerca, pero tampoco creía que pudiera llegar a él—. No lo conseguiré».
Entonces se dio cuenta de que todavía le quedaba un as en la manga.
Al acercarse a la esquina de la nave 5, advirtió que el hombre estaba a punto de darle alcance. «Ahora o nunca». En vez de doblar la esquina, Katherine torció de pronto a la izquierda, alejándose del edificio y dirigiéndose hacia la hierba. Al hacerlo, cerró fuertemente los ojos, se tapó la cara con ambas manos y empezó a correr por el césped totalmente a ciegas.
Los sensores de movimiento se activaron y el alumbrado de seguridad de la nave 5 se encendió de golpe, transformando instantáneamente la noche en día. Katherine oyó un grito de dolor a su espalda cuando los brillantes focos del suelo abrasaron las pupilas hiperdilatadas de su asaltante con más de veinticinco millones de bujías de luz. Pudo oír cómo se tambaleaba por el lecho de piedras.
Katherine mantuvo los ojos cerrados mientras corría por el césped. Cuando creyó estar suficientemente lejos del edificio y las luces, los abrió, corrigió el rumbo y corrió como una loca a través de la oscuridad.
Las llaves de su Volvo estaban donde siempre las dejaba, en la consola central. Sin aliento, cogió las llaves con manos temblorosas y arrancó el motor. Los faros del coche se encendieron, ofreciéndole una aterradora visión.
Una horrenda figura se acercaba corriendo a ella.
Katherine se quedó momentáneamente paralizada.
La criatura que habían iluminado sus faros era un animal calvo con el pecho desnudo, la piel cubierta de escamas, símbolos y textos. Corría hacia ella rugiendo y tapándose los ojos con las manos como un animal subterráneo que viera la luz del sol por primera vez. Katherine accionó la palanca de cambios, pero de repente apareció el atacante y estampó su codo contra la ventanilla lateral, enviando múltiples fragmentos del cristal de seguridad sobre su regazo.
El hombre introdujo su enorme brazo cubierto de escamas por la ventanilla y buscó medio a tientas el cuello de Katherine. Ella metió la marcha atrás, pero el atacante se había aferrado a su garganta y la apretaba con una fuerza inimaginable. Volvió la cabeza intentando escapar de la presión y de repente vio su rostro. Cuatro oscuras rayas en el maquillaje, parecidas a arañazos, dejaban a la vista los tatuajes que llevaba debajo. Su mirada era salvaje y despiadada.
—Debería haberte matado hace diez años —gruñó—. La noche en la que maté a tu madre.
Al oír sus palabras, un horrendo recuerdo volvió a la mente de Katherine: había visto antes esa salvaje mirada. «Es él». Hubiera gritado de no ser por la presión que hacía alrededor de su cuello.
Pisó a fondo el acelerador y a bandazos el coche arrancó hacia atrás, arrastrando a su atacante, que seguía aferrado a ella. El Volvo se escoró a un lado, y Katherine sintió que su cuello estaba a punto de ceder por el peso del hombre. De repente, unas ramas golpearon el lateral del coche y las ventanillas, y la presión desapareció.
El vehículo pasó entre los árboles y llegó al aparcamiento superior, donde Katherine frenó en seco. Abajo pudo ver que el hombre medio desnudo se ponía en pie y se quedaba mirando fijamente los faros del coche. Con una calma aterradora, levantó el amenazador brazo cubierto de escamas y lo apuntó directamente a ella.
Katherine sintió que una oleada de terror y de odio recorría su cuerpo mientras giraba el volante y aceleraba. Segundos después, el coche cogía Silver Hill Road con un derrape.
Capítulo 48
En el calor del momento, el agente Núñez no había visto otra opción que ayudar a escapar al Arquitecto del Capitolio y a Robert Langdon. Ahora, sin embargo, ya de vuelta en el cuartel subterráneo, Núñez podía ver cómo se cernían sobre él nubes de tormenta.
El jefe Trent Anderson sostenía una bolsa de hielo contra su cabeza mientras otro agente atendía las heridas de Sato. Ambos estaban junto al equipo de videovigilancia, revisando grabaciones para intentar localizar a Langdon y a Bellamy.
—Comprueben las grabaciones de todos los pasillos y salidas —exigió Sato—. ¡Quiero saber adónde han ido!
Núñez sentía náuseas. Sabía que en cuestión de minutos encontrarían la grabación y descubrirían la verdad. «Yo los he ayudado a escapar». Para empeorar las cosas, había llegado un cuarto agente de la CIA, que ahora estaba preparándose para ir a por Langdon y Bellamy. Esos tipos no tenían nada que ver con el cuerpo de seguridad del Capitolio. Esos tipos eran auténticos soldados: camuflaje negro, cascos de visión nocturna, pistolas de aspecto futurista.
Núñez tenía la sensación de que estaba a punto de vomitar. Finalmente tomó una decisión y se acercó discretamente a Anderson.
—¿Puedo hablar un momento con usted, jefe?
—¿Qué sucede? —Anderson acompañó a Núñez hasta el pasillo.
—Jefe, he cometido un grave error —dijo Núñez, rompiendo a sudar—. Lo siento, presento mi dimisión.
«De todos modos, me va a echar dentro de unos minutos».
—¿Cómo dice?
Núñez tragó saliva.
—Antes he visto a Langdon y al Arquitecto Bellamy en el centro de visitantes, cuando salían del edificio.
—¡¿Cómo?! —bramó Anderson—. ¡¿Por qué no ha dicho nada?!
—El Arquitecto me ha pedido que no lo hiciera.
—¡Usted trabaja para mí, maldita sea! —La voz de Anderson resonó por todo el corredor—. ¡Bellamy me ha empotrado la cabeza contra una pared, por el amor de Dios!
Núñez le entregó a Anderson la llave que el Arquitecto le había dado.
—¿Qué es esto? —preguntó Anderson.
—Una llave del nuevo túnel que pasa por debajo de Independence Avenue. El Arquitecto Bellamy la tenía. Así es como han escapado.
Anderson se quedó mirando la llave sin decir nada.
Sato asomó la cabeza por el pasillo con mirada escrutadora.
—¿Qué sucede aquí?
Núñez sintió que empalidecía. Anderson todavía sostenía la llave, y Sato la había visto. Mientras la espantosa mujer se acercaba, Núñez improvisó lo mejor que pudo para intentar proteger a su jefe.
—He encontrado una llave en el suelo del subsótano. Le estaba preguntando al jefe Anderson si sabía de dónde era.
Sato llegó a su lado, con los ojos puestos en la llave.
—¿Y el jefe lo sabe?
Núñez se volvió hacia Anderson, quien claramente estaba considerando sus opciones antes de decir nada. Finalmente, negó con la cabeza.
—A bote pronto, no. Tendría que comprobar...
—No se moleste —replicó Sato—. Esa llave abre un túnel que sale del centro de visitantes.
—¿De veras? —dijo Anderson—. ¿Cómo lo sabe?
—Acabamos de encontrar la grabación. El agente Núñez ha ayudado a escapar a Langdon y a Bellamy y luego ha vuelto a cerrar la puerta del túnel. Ha sido Bellamy quien le ha dado la llave a Núñez.
Anderson se volvió hacia él, furioso.
—¡¿Es eso cierto?!
Núñez asintió vigorosamente, siguiéndole la corriente lo mejor que podía.
—Lo siento, señor. ¡El Arquitecto me ha dicho que no se lo dijera a nadie!
—¡No me importa lo más mínimo lo que le haya dicho el Arquitecto! —gritó Anderson—. Espero...
—Cállese, Trent —espetó Sato—. Son ambos unos pésimos mentirosos. Resérvense para la investigación de la CIA. —Le arrebató la llave del túnel a Anderson—. Aquí están ambos acabados.
Capítulo 49
Robert Langdon colgó su teléfono. Estaba cada vez más preocupado. «Katherine no contesta». Había prometido llamarlo en cuanto hubiera conseguido salir sana y salva del laboratorio y estuviera ya de camino a la biblioteca, pero todavía no lo había hecho.
Bellamy estaba sentado junto a Langdon en la mesa de la sala de lectura. También él había hecho una llamada; en su caso, a un individuo que supuestamente podría ofrecerles santuario, un lugar seguro en el que esconderse. Desafortunadamente, esa persona tampoco cogía el teléfono, de modo que le había dejado un mensaje urgente en el contestador, indicándole que llamara cuanto antes al móvil de Langdon.
—Lo seguiré intentando —le dijo a Langdon—, pero por el momento dependemos de nosotros mismos. Y tenemos que pensar un plan para esta pirámide.
«La pirámide». Langdon ya no prestaba atención al espectacular decorado de la sala de lectura; ahora su mundo consistía únicamente en lo que tenía ante sí: una pirámide de piedra, un paquete sellado con un vértice, y un elegante hombre afroamericano que había aparecido de la nada y lo había rescatado de un interrogatorio de la CIA.
Langdon esperaba un mínimo de cordura del Arquitecto del Capitolio, pero en realidad Warren Bellamy no parecía ser mucho más racional que el loco que aseguraba que Peter se encontraba en el purgatorio. Bellamy insistía en que esa pirámide efectivamente se trataba de la pirámide masónica de la leyenda. «¿Un antiguo mapa? ¿Que nos guiará hasta un poderoso saber?»
—Señor Bellamy —dijo educadamente Langdon—, esa idea de que existe una especie de saber secreto que puede otorgar un gran poder al ser humano..., me cuesta tomármela en serio.
Bellamy lo miró decepcionado y muy seriamente a la vez, haciendo que a Langdon su escepticismo le resultara todavía más incómodo.
—Sí, profesor, ya imaginaba que se sentiría usted así, aunque tampoco debería sorprenderme. Ve las cosas desde fuera. Existen ciertas realidades masónicas que percibe como mitos porque no está debidamente iniciado y preparado para comprenderlas.
Langdon sintió que lo trataba con condescendencia. «Tampoco era miembro de la tripulación de Odiseo, pero estoy seguro de que el cíclope es un mito».
—Señor Bellamy, incluso en el caso de que la leyenda fuera cierta..., esta pirámide no podría ser la masónica.
—¿Ah, no? —Bellamy pasó un dedo por el cifrado masónico de la piedra—. A mí me parece que encaja perfectamente con la descripción. Una pirámide de piedra con un reluciente vértice de metal, que, según la imagen de rayos X de Sato, se corresponde exactamente con lo que Peter le confió. —Bellamy cogió el pequeño paquete con forma de cubo y lo sopesó en su mano.
—Esta pirámide mide menos de medio metro —rebatió Langdon—. Todas las versiones que he oído de la historia coinciden en que la pirámide masónica es enorme.
Bellamy esperaba ese comentario.
—Como sabe, la leyenda habla de una pirámide tan alta que el mismo Dios podría tocarla con sólo extender el brazo.
—Exactamente.
—Comprendo su dilema, profesor. Sin embargo, tanto los antiguos misterios como la filosofía masónica celebran la potencialidad de un Dios a nuestro alcance. Simbólicamente hablando, uno podría decir que todo aquello al alcance de un hombre ilustrado... está al alcance de Dios.
Langdon no reaccionó ante el juego de palabras.
—Incluso la Biblia está de acuerdo —dijo Bellamy—. Si, tal y como nos dice el Génesis, aceptamos que «Dios creó al hombre a su imagen y semejanza», entonces también debemos aceptar lo que eso implica: que la humanidad no fue creada inferior a Dios. En Lucas 17, 20 se nos dice: «El reino de Dios está en tu interior».
—Lo siento, pero no conozco a ningún cristiano que se considere igual que Dios.
—Claro que no —dijo Bellamy endureciendo el tono—. Porque la mayoría de los cristianos quieren ambas cosas. Quieren poder decir con orgullo que creen en la Biblia pero al mismo tiempo prefieren ignorar las partes que resultan demasiado difíciles o inconvenientes de creer.
A eso Langdon no contestó nada.
—En cualquier caso —dijo Bellamy—, la antigua descripción de una pirámide masónica suficientemente alta para alcanzar a Dios... siempre ha dado pie a malinterpretaciones sobre su tamaño. Algo que, convenientemente, ha supuesto que académicos como usted insistan en que la pirámide es una leyenda, y nadie se ponga a buscarla.
Langdon bajó la mirada hacia el objeto que descansaba sobre la mesa.
—Lamento decepcionarlo —dijo—. Siempre he creído que la pirámide masónica es un mito.
—¿No le parece perfectamente lógico que un mapa creado por los masones esté grabado en piedra? A lo largo de la historia, ha sido así con nuestros referentes morales más importantes, como las tablas que Dios entregó a Moisés, los diez mandamientos que debían guiar el comportamiento humano.
—Lo comprendo, y sin embargo siempre se hace referencia a ella como la leyenda de la pirámide masónica. «Leyenda» implica que se trata de algo de naturaleza mítica.
—Sí, leyenda. —Bellamy soltó una risa ahogada—. Me temo que usted sufre el mismo problema que tuvo Moisés.
—¿Cómo dice?
Bellamy se volvió en su asiento y levantó la mirada hacia el balcón del segundo piso, desde donde los observaban dieciséis esculturas de bronce.
—¿Ve a Moisés?
Langdon echó un vistazo a la celebrada estatua de Moisés que había en la biblioteca.
—Sí.
—Tiene cuernos.
—Ya lo veo.
—¿Y sabe por qué tiene cuernos?
Al igual que la mayoría de los profesores, a Langdon no le gustaba que le sermonearan. El Moisés de la biblioteca tenía cuernos por la misma razón que miles de reproducciones cristianas de Moisés los tenían: un error en la traducción del libro del Éxodo. El texto hebreo original decía que Moisés tenía «karan ‘ohr panav» («un rostro del que emanaban rayos de luz»), pero cuando la Iglesia católica romana redactó la traducción al latín oficial de la Biblia, el traductor metió la pata en la descripción de Moisés al traducirla como «cornuta esset facies sua», lo que significa que «su rostro era cornudo». A partir de entonces, artistas y escultores, temiendo represalias si no se ajustaban a los Evangelios, empezaron a representar a Moisés con cuernos.
—Fue un simple error —respondió Langdon—. Un error de traducción que cometió san Jerónimo alrededor del año 400.
Bellamy parecía impresionado.
—Exacto. Un error de traducción. Y su consecuencia ha sido que... Moisés ha quedado deformado para el resto de la historia.
«Deformado» era un modo amable de decirlo. De pequeño, Langdon sintió pánico al ver el diabólico «Moisés cornudo» de Miguel Ángel. La obra principal de la basílica de San Pedro Encadenado, en Roma.
—Menciono al Moisés cornudo —dijo Bellamy—, para ilustrar cómo la mala interpretación de una única palabra puede alterar la historia.
«Está predicando al coro —pensó Langdon, que había aprendido la lección de primera mano hacía unos años en París—. SanGreal: Santo Grial. SangReal: Sangre Real».
—En el caso de la pirámide masónica —prosiguió Bellamy—, la gente oyó rumores acerca de una «leyenda». Y la idea cuajó. La leyenda de la pirámide masónica sonaba a mito. Pero la palabra «leyenda» se refería a otra cosa. Había sido malinterpretada. Más o menos como la palabra «talismán» —sonrió—. El lenguaje puede llegar a camuflar la verdad.
—Eso es cierto, pero me he perdido.
—Robert, la pirámide masónica es un mapa. Y como todos los mapas, tiene una leyenda, una clave que nos indica cómo leerlo. —Bellamy tomó el paquete con forma de cubo y lo sostuvo en alto—. ¿No lo ve? Este vértice es la leyenda de la pirámide. Es la clave que indica cómo debe leerse el objeto más poderoso que hay sobre la Tierra..., un mapa que revela el paradero del mayor tesoro de la humanidad: el saber perdido de los tiempos.
Langdon se quedó callado.
—Humildemente sostengo —añadió Bellamy— que su gran pirámide masónica es sólo esto..., una modesta piedra cuyo vértice de oro alcanza la suficiente altura para ser tocado por Dios. Suficiente altura para que un hombre ilustrado pueda extender el brazo y tocarlo.
Se hizo un silencio entre ambos hombres durante varios segundos.
Langdon sintió una inesperada oleada de excitación al bajar la mirada hacia la pirámide, que ahora veía con una nueva luz. Volvió a posar sus ojos sobre el código masónico.
—Pero este código... parece tan...
—¿Sencillo?
Langdon asintió.
—Prácticamente cualquiera podría descifrar esto.
Bellamy sonrió y le dio a Langdon un lápiz y un papel.
—Entonces quizá nos podría ilustrar.
A Langdon le seguía incomodando la idea de descifrar el código. A pesar de las circunstancias, no dejaba de parecerle que estaba traicionando la confianza de Peter. Es más, le costaba imaginar que esa inscripción desvelara el paradero de nada..., y mucho menos de uno de los mayores tesoros de la historia.
Langdon aceptó el lápiz que le ofrecía Bellamy y, mientras lo hacía tamborilear contra su barbilla, empezó a estudiar el código. Era tan simple que casi no necesitaba lápiz y papel. Aun así, quiso asegurarse de que no cometía ningún error, de modo que puso el lápiz sobre el papel y dibujó la descripción más común de un cifrado masónico. La clave consistía en cuatro cuadrículas —dos simples y otras dos con puntos—, dentro de las cuales se escribía el alfabeto. Cada carácter se posicionaba dentro de un «espacio» o «celda». La forma de la celda de cada letra pasaba a ser el símbolo de esa letra.
La idea era tan simple que parecía casi infantil.
Langdon verificó dos veces el resultado. Cuando estuvo seguro de que la clave de desencriptado era correcta, volvió a centrar su atención en el código inscrito en la pirámide. Para descifrarlo, lo único que tenía que hacer era encontrar la forma correspondiente en la clave de desencriptado y tomar nota de la letra.
El primer carácter de la pirámide parecía una flecha invertida o un cáliz. Langdon encontró rápidamente el segmento con forma de cáliz en la clave de desencriptado. Estaba localizado en la esquina inferior izquierda y en ella aparecía la letra «S».
Langdon anotó la «S».
El siguiente símbolo de la pirámide era un cuadrado con un punto al que le faltaba el lado derecho. Esa forma se correspondía en la cuadrícula de desencriptado con la letra «O».
Langdon anotó la letra «O».
El tercer símbolo era un cuadrado simple, y se correspondía con la letra «E».
Langdon anotó la letra «E».
«S O E...»
A medida que avanzaba fue ganando velocidad, hasta que finalmente hubo completado toda la cuadrícula.
Al mirar la traducción resultante, sin embargo, dejó escapar un suspiro de desconcierto. «Esto no es lo que yo llamaría un momento eureka».
En el rostro de Bellamy se podía adivinar un atisbo de sonrisa.
—Como sabe, profesor, los antiguos misterios están reservados sólo para aquellos que están verdaderamente ilustrados.
—Cierto —dijo Langdon con el ceño fruncido.
«Al parecer, yo no lo estoy».
Capítulo 50
En una oficina del sótano del cuartel general de la CIA en Langley, Virginia, los mismos dieciséis caracteres del cifrado masónico relucían en un monitor de ordenador de alta definición.
La analista de seguridad de sistemas de la OS Nola Kaye estudiaba a solas la imagen que le había enviado diez minutos antes su jefa, la directora Inoue Sato.
«¿Es esto algún tipo de broma?» Nola sabía que no, claro; la directora Inoue Sato no tenía sentido del humor, y los acontecimientos de esa noche eran cualquier cosa menos asunto de broma. Su acceso a documentos altamente restringidos dentro de la todopoderosa Oficina de Seguridad de la CIA le había abierto los ojos a las tinieblas del poder. Pero lo que Nola había presenciado en las últimas veinticuatro horas había cambiado para siempre su idea sobre los secretos que ocultaban los hombres poderosos.
—Sí, directora —dijo ahora Nola, sosteniendo el teléfono con el hombro mientras hablaba con Sato—. Efectivamente, el código de la inscripción es el cifrado masónico. Sin embargo, el texto resultante no tiene sentido. Parece ser una cuadrícula de letras al azar.
Bajó la mirada hacia el texto desencriptado.
—Ha de significar algo —insistió Sato.
—No, a no ser que haya un segundo encriptado que desconozcamos.
—¿Alguna suposición? —preguntó Sato.
—Es una matriz cuadriculada, de modo que podría probar con los típicos, vigenère, grille, trellis y demás, pero no prometo nada, especialmente si se trata de una libreta de un solo uso.
—Haz lo que puedas. Pero hazlo de prisa. ¿Y qué hay acerca de los rayos X?
Nola hizo girar la silla hacia un segundo monitor que mostraba una imagen de rayos X de la bolsa de alguien. Sato había solicitado información sobre lo que parecía ser una pequeña pirámide que estaba dentro de una caja con forma de cubo. Normalmente, un objeto de cinco centímetros no sería un asunto de seguridad nacional a no ser que estuviera hecho de plutonio enriquecido. Éste no lo estaba. El material del que estaba hecho, sin embargo, resultaba asimismo sorprendente.
—El análisis de la densidad de imagen es conclusivo —dijo Nola—. 19,3 gramos por centímetro cúbico. Es oro puro. Muy, muy valioso.
—¿Algo más?
—Pues sí. El escaneado de densidad ha encontrado unas pequeñas irregularidades en la superficie de la pirámide de oro. Resulta que hay un texto grabado.
—¿De verdad? —dijo Sato, esperanzada—. ¿Qué dice?
—Todavía no lo sé. La inscripción es extremadamente débil. Estoy intentando mejorar la imagen con filtros, pero la resolución de los rayos X no es demasiado buena.
—Está bien. Sigue intentándolo. Llámame cuando tengas algo.
—Sí, señora.
—Y una cosa, Nola —Sato ensombreció el tono de voz—. Al igual que todas las demás cosas que has averiguado en las últimas veinticuatro horas, las imágenes de la pirámide de piedra y el vértice de oro están clasificadas. No debes consultar a nadie. Me informarás directamente a mí. Quiero asegurarme de que esto está claro.
—Por supuesto, señora.
—Muy bien. Mantenme al tanto. —Sato colgó.
Nola se frotó los ojos y volvió la mirada a las pantallas de ordenador. No había dormido en las últimas treinta y seis horas, y sabía muy bien que no lo haría hasta que esa crisis hubiera llegado a su conclusión.
«Cualquiera que sea ésta».
En el centro de visitantes del Capitolio, cuatro especialistas en operaciones de campo de la CIA totalmente vestidos de negro permanecían en la entrada del túnel, observando con avidez el pasadizo tenuemente iluminado como una jauría de perros a punto de iniciar la caza.
Tras colgar el teléfono, Sato se acercó a ellos.
—Muchachos —dijo, todavía con la llave del Arquitecto en la mano—, ¿están claros los parámetros de vuestra misión?
—Afirmativo —contestó el jefe de equipo—. Tenemos dos objetivos. El primero es una pirámide de apenas treinta centímetros de alto, con una inscripción. El segundo es un paquete con forma de cubo, de aproximadamente cinco centímetros. Ambos fueron vistos por última vez en la bolsa de Robert Langdon.
—Correcto —dijo Sato—. Esos dos objetos deben ser recuperados intactos a la mayor brevedad. ¿Tenéis alguna pregunta?
—¿Parámetros para el uso de la fuerza?
A Sato todavía le dolía el hombro que Bellamy le había golpeado con el hueso.
—Como he dicho, es de vital importancia que esos objetos sean recuperados.
—Comprendido.
Los cuatro hombres se volvieron y se internaron en la oscuridad del túnel.
Sato se encendió un cigarrillo y observó cómo desaparecían.
Capítulo 51
Katherine Solomon siempre había sido una conductora prudente, pero ahora circulaba con su Volvo por Suitland Park a más de 140 kilómetros por hora. El pánico no había comenzado a remitir hasta que hubo recorrido casi dos kilómetros con el trémulo pie pegado al acelerador. Ahora se daba cuenta de que su incontrolable tiritera no se debía únicamente al miedo.
«Estoy congelada».
El aire nocturno e invernal que entraba por la ventanilla rota zarandeaba su cuerpo como si de un viento ártico se tratara. Tenía los pies entumecidos, así que cogió el par de zapatos de repuesto que solía guardar bajo el asiento del acompañante. Mientras lo hacía sintió una punzada de dolor en la magulladura que tenía en el cuello, donde la poderosa mano se había aferrado.
El hombre que había hecho añicos la ventanilla no se parecía al rubio caballero que Katherine había conocido como doctor Christopher Abaddon. La espesa cabellera y la suave y bronceada tez habían desaparecido. La cabeza afeitada, el pecho desnudo y el rostro con el maquillaje corrido habían resultado ser un aterrador tapiz de tatuajes.
Volvió a oír otra vez el susurro de su voz en el aullido del viento que entraba por la ventanilla rota: «Katherine, debería haberte matado hace años..., la noche en la que maté a tu madre».
Katherine se estremeció. No tenía duda alguna. «Era él». Nunca había llegado a olvidar la diabólica violencia de su mirada. Ni el sonido del único disparo de su hermano, que había matado a ese hombre y le había hecho caer al río helado, cuyo hielo atravesó y de donde ya nunca volvió a salir. Los investigadores lo estuvieron buscando durante semanas, pero jamás encontraron su cuerpo, y finalmente decidieron que la corriente lo debía de haber arrastrado a la bahía de Chesapeake.
«Se equivocaron —ahora ella lo sabía—. Todavía está vivo.
»Y ha regresado».
Katherine sintió cómo crecía su angustia al recordar la escena. Había ocurrido hacía casi diez años. El día de Navidad. Katherine, Peter y la madre de ambos —toda su familia— se reunieron en su gran mansión de piedra en Potomac, situada en un terreno forestal de ochenta hectáreas de extensión por los que pasaba su propio río.
Como era tradición, la madre estaba en la cocina disfrutando de la costumbre vacacional de cocinar para sus dos hijos. A pesar de sus setenta y cinco años, Isabel Solomon era una cocinera excelente, y esa noche los deliciosos olores del asado de ciervo con salsa de chirivía y puré de patatas con ajo inundaban la casa. Mientras su madre preparaba el festín, Katherine y su hermano se relajaban en el invernadero charlando sobre la última afición de ella, un nuevo campo llamado ciencia noética. Esa improbable fusión entre la moderna física de partículas y el antiguo misticismo había cautivado por completo la imaginación de la joven.
«Una mezcla de física y filosofía».
Katherine le contó a Peter algunos de los experimentos que soñaba hacer, y pudo ver en sus ojos que se sentía intrigado. A ella le alegraba especialmente poder darle a su hermano algo positivo en que pensar esas navidades, pues las fiestas también se habían convertido en un doloroso recordatorio de una terrible tragedia.
«El hijo de Peter, Zachary».
El veintiún cumpleaños del sobrino de Katherine también fue el último que celebró. La familia había pasado por una auténtica pesadilla, y ahora parecía que su hermano por fin volvía a reír.
Zachary había sido un niño frágil y torpe que tardó mucho en desarrollarse y, más adelante, un adolescente rebelde y airado. A pesar de su educación privilegiada y del profundo cariño que le profesaban, el muchacho parecía determinado a alejarse del «entorno» de los Solomon. Hizo que lo echaran del instituto, empezó a salir de noche con celebridades, y rechazó los firmes y cariñosos intentos de sus padres para enderezarlo.
«Rompió el corazón de Peter».
Poco después de su dieciocho cumpleaños, Katherine se sentó con su madre y su hermano y los escuchó debatir sobre si retener o no la herencia de Zachary hasta que madurara más. Esa herencia era una tradición centenaria en la familia; los Solomon legaban una porción increíblemente generosa de la fortuna familiar a cada descendiente cuando cumplía dieciocho años. Creían que las herencias eran más útiles al principio de la vida de uno que al final. Y, de hecho, dejar grandes cantidades de la fortuna familiar en manos de sus jóvenes descendientes había sido la clave del crecimiento de la riqueza dinástica de la familia.
En ese caso, sin embargo, la madre de Katherine consideraba que era peligroso darle al problemático hijo de Peter una cantidad de dinero tan grande. Peter no estaba de acuerdo.
—La herencia de los Solomon —dijo su hermano— es una tradición familiar que no se debe interrumpir. Ese dinero podría hacer que Zachary se volviera más responsable.
Lamentablemente, Peter se equivocaba.
En cuanto recibió el dinero, Zachary rompió con su familia y se fue de casa sin llevarse siquiera sus pertenencias. Reapareció meses después en los tabloides: PLAYBOY DISFRUTA DE LA BUENA VIDA EN EUROPA.
Los tabloides se recreaban en la disipada y libertina vida de Zachary. A los Solomon les resultaban difíciles de asumir todas esas fotos de fiestas salvajes en yates y borracheras en discotecas. Las fotos de su díscolo descendiente pasaron de trágicas a aterradoras cuando los periódicos informaron de que Zachary había sido detenido con cocaína en la frontera de un país euroasiático: MILLONARIO SOLOMON EN PRISIÓN TURCA.
La prisión, descubrieron, se llamaba Soganlik, y era un brutal centro de detención de clase F situado en el distrito de Kartal, a las afueras de Estambul. Temiendo por la seguridad de su hijo, Peter Solomon fue a buscarlo a Turquía. Al consternado hermano de Katherine le prohibieron incluso ver a Zachary y regresó con las manos vacías. La única noticia alentadora fue que los influyentes contactos de Solomon en el Departamento de Estado estaban intentando conseguir su extradición cuanto antes.
Dos días después, sin embargo, Peter recibió una espantosa llamada telefónica. A la mañana siguiente, la noticia llegó a los titulares: HEREDERO DE LOS SOLOMON ASESINADO EN PRISIÓN.
Las fotografías de la cárcel eran atroces, y los medios de comunicación las publicaron todas, incluso tiempo después de la ceremonia de entierro privada de los Solomon. La esposa de Peter nunca le perdonó que no hubiera conseguido liberar a Zachary, y su matrimonio se rompió seis meses más tarde. Desde entonces, Peter había estado solo.
Años después, Katherine, Peter y la madre de ambos, Isabel, se habían reunido para pasar una tranquila Navidad juntos. El dolor todavía estaba presente, pero afortunadamente con el tiempo había ido disminuyendo. Desde el otro lado de la puerta de la cocina se podía oír el agradable ruido de tarros y cacerolas que hacía su madre mientras preparaba el tradicional festín. En el invernadero, Peter y Katherine disfrutaban de un brie horneado y una relajada conversación vacacional.
Hasta que oyeron un ruido inesperado.
—Hola, familia Solomon —dijo alegremente alguien a su espalda.
Katherine y su hermano se volvieron sobresaltados y vieron a un enorme y musculado tipo que entraba en el invernadero. Llevaba un pasamontañas negro que le tapaba toda la cara salvo los ojos, que relucían con salvaje intensidad.
Peter se puso inmediatamente en pie.
—¡¿Quién es usted?! ¡¿Cómo ha entrado aquí?!
—Conocí a su hijito, Zachary, en prisión. Me contó dónde estaba escondida esta llave. —El desconocido mostró una vieja llave y sonrió como un animal—. Justo antes de matarlo de una paliza.
Peter se quedó boquiabierto.
El desconocido sacó una pistola y la apuntó directamente a su pecho.
—Siéntese.
Peter volvió a sentarse en su silla.
Katherine permaneció inmóvil mientras el hombre cruzaba la habitación. Bajo el pasamontañas, los ojos de ese tipo eran salvajes como los de un animal rabioso.
—¡Eh! —exclamó Peter, como si quisiera advertir a su madre, que seguía en la cocina—. ¡Quienquiera que sea, coja lo que quiera y váyase!
El hombre volvió a levantar su pistola hacia el pecho de Peter.
—¿Y qué cree usted que quiero?
—Dígame cuánto —dijo Solomon—. No tenemos dinero en la casa, pero puedo...
El monstruo se rio.
—No me insulte. No estoy interesado en su dinero. He venido en busca del otro patrimonio de Zachary. —Sonrió—. En prisión me habló de una pirámide.
«Pirámide —pensó desconcertada Katherine—. ¿Qué pirámide?»
Su hermano se mostró desafiante.
—No sé de qué está hablando.
—¡No se haga el tonto conmigo! Zachary me contó lo que esconde en la caja fuerte de su estudio. Lo quiero. Ahora.
—Fuera lo que fuese lo que le contara Zachary, se confundió —dijo Peter—. ¡No sé de qué me está hablando!
—¿Ah, no? —El intruso se volvió y apuntó la pistola al rostro de Katherine—. ¿Y ahora?
Los ojos de Peter se llenaron de terror.
—¡Lo digo en serio! ¡No sé de lo que me está hablando!
—Miéntame una vez más —advirtió el tipo, sin dejar de apuntar a Katherine— y prometo que la mataré. —Sonrió—. Y por lo que me dijo Zachary, su hermanita es mucho más valiosa para usted que todo su...
—¡¿Qué está pasando aquí?! —exclamó la madre de Katherine al tiempo que entraba en la habitación con la escopeta Browning Citori de Peter en las manos, apuntándola directamente al pecho del hombre.
El intruso se volvió hacia ella, pero la enérgica mujer de setenta y cinco años no perdió más tiempo y le disparó una ensordecedora ráfaga de perdigones. El intruso se tambaleó hacia atrás, y empezó a disparar su arma en todas direcciones, rompiendo unas cuantas ventanas mientras él atravesaba y hacía añicos la puerta de cristal, soltando su pistola al caer.
Peter no vaciló un momento y fue corriendo a recoger la pistola. Durante el tiroteo, Katherine había caído al suelo, y la señora Solomon se arrodilló junto a ella.
—¡Dios mío!, ¿estás herida?
Katherine negó con la cabeza, todavía enmudecida por el shock. Fuera, al otro lado de la puerta de cristal rota, el hombre del pasamontañas se había puesto en pie y huía corriendo hacia el bosque con la mano en un costado. Peter Solomon se volvió un momento para asegurarse de que su madre y su hermana estaban a salvo, y en cuanto comprobó que se encontraban bien, salió corriendo a por el intruso con la pistola en la mano.
Temblorosa, la madre de Katherine cogió a su hija de la mano.
—Gracias a Dios que estás bien. —Pero de repente se apartó—. ¿Katherine? ¡Estás sangrando! ¡Estás herida!
Katherine vio la sangre. Mucha sangre. Estaba por todas partes. Pero no sentía dolor alguno.
Su madre se puso a buscar frenéticamente la herida en su cuerpo.
—¿Dónde te duele?
—¡No lo sé, mamá, no siento nada!
Entonces Katherine vio el origen de toda aquella sangre y se quedó petrificada.
—Mamá, no soy yo... —señaló el costado de la blusa de satén blanco de su madre, de donde manaba profusamente la sangre y un pequeño agujero era visible.
La señora Solomon bajó la mirada, más confusa que otra cosa. Hizo una mueca de dolor y se encogió, como si ahora notara por fin el dolor.
—¿Katherine? —Su voz era tranquila, pero de repente se podía advertir en ella el peso de sus setenta y cinco años—. Necesito que llames a una ambulancia.
Katherine se apresuró hacia el teléfono que había en el vestíbulo y pidió ayuda. Cuando regresó al invernadero, encontró a su madre inmóvil sobre un charco de sangre. Corrió hacia ella y se arrodilló a su lado para cogerla entre sus brazos.
Katherine no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado cuando oyó el lejano disparo en el bosque. Al cabo de un rato, la puerta del invernadero se abrió y Peter entró a toda prisa, con los ojos desorbitados y la pistola todavía en la mano. Cuando vio que su hermana lloraba y sostenía a su madre sin vida entre sus brazos, su rostro se contrajo de dolor. El grito que resonó en el invernadero era un sonido que Katherine Solomon no olvidaría nunca.
Capítulo 52
Mal’akh podía sentir los tatuados músculos de su espalda en tensión mientras volvía a rodear corriendo el edificio en dirección a la compuerta de la nave 5.
«He de conseguir entrar en su laboratorio».
La huida de Katherine había supuesto un imprevisto... problemático. No sólo sabía dónde vivía Mal’akh, sino que ahora conocía su verdadera identidad..., y que era él quien una década atrás había asaltado la casa de su familia.
Mal’akh tampoco se había olvidado de aquella noche. Había estado a punto de conseguir la pirámide, pero el destino se lo había impedido. «Todavía no estaba preparado». Ahora sí lo estaba. Era más poderoso. Más influyente. Tras pasar por penalidades inconcebibles preparándose para su regreso, esa noche Mal’akh estaba listo para cumplir finalmente con su destino. Estaba seguro de que antes de que la noche hubiera terminado, podría contemplar los ojos moribundos de Katherine Solomon.
Al llegar a la compuerta se convenció de que en realidad Katherine no se había escapado; tan sólo había prolongado lo inevitable. Cruzó la entrada y avanzó con confianza por la oscuridad hasta que sus pies encontraron la alfombra. Entonces giró a la derecha y se dirigió hacia el Cubo. El golpeteo en la puerta de la nave 5 ya no se oía, y Mal’akh sospechó que el guardia debía de estar intentando retirar la moneda de diez centavos que Mal’akh había insertado en la ranura del teclado numérico para inutilizarlo.
Al llegar a la puerta del Cubo, localizó el teclado e insertó la tarjeta de acceso de Trish. El panel se encendió. Introdujo el número identificativo de la chica y entró. Estaban todas las luces encendidas, y mientras cruzaba el estéril espacio, observó asombrado el equipo del que disponían. Mal’akh no era ajeno al poder de la tecnología; él mismo había llevado a cabo su propia ciencia en el sótano de su casa, y la noche anterior parte de esa ciencia había dado sus frutos.
«La verdad».
La especial reclusión de Peter Solomon —atrapado a solas en la zona intermedia— había dejado al descubierto todos sus secretos. «Puedo ver su alma». Mal’akh descubrió ciertos aspectos que había anticipado y otros que no, como por ejemplo todo lo relativo al laboratorio de Katherine y sus sorprendentes hallazgos. «La ciencia se está acercando —se dio cuenta Mal’akh—. Pero yo no permitiré que ilumine el camino a quienes no son dignos de ello».
Katherine había comenzado a utilizar la ciencia moderna para dar respuesta a antiguas preguntas filosóficas. «¿Oye alguien nuestras oraciones? ¿Hay vida después de la muerte? ¿Tiene alma el ser humano?» Aunque pudiera parecer increíble, Katherine había respondido a todas esas preguntas, y a muchas más. Científicamente. Conclusivamente. Los métodos que había utilizado eran irrefutables. Incluso a los más escépticos los convencerían los resultados de sus experimentos. Si esa información se publicaba y salía a la luz, habría un cambio fundamental en la conciencia del ser humano. «Empezará a encontrar el camino». La última tarea que Mal’akh tenía esa noche, antes de su transformación, era asegurarse de que eso no sucedía.
Una vez dentro del laboratorio, localizó la sala de datos de la que Peter le había hablado. Miró a través de las gruesas paredes de cristal las dos unidades de almacenamiento de datos holográficos. «Exactamente donde ha dicho que estarían». A Mal’akh le costaba creer que el contenido de esas dos pequeñas cajas pudiera cambiar el curso del desarrollo humano, y sin embargo la Verdad siempre había sido el más potente de los catalizadores.
Con los ojos puestos en las unidades de almacenamiento de datos holográficos, Mal’akh extrajo la tarjeta de Trish y la insertó en el panel de seguridad de la puerta. Para su sorpresa, el panel no se encendió. Al parecer, el acceso a esa sala era un privilegio que no se extendía a Trish Dunne. Buscó la tarjeta que había encontrado en la bata de laboratorio de Katherine. Cuando insertó ésta, el panel sí se encendió.
Pero ahora Mal’akh tenía un problema. «No he llegado a averiguar el número identificativo de Katherine». Probó con el de Trish, pero no funcionó. Acariciándose la barbilla, retrocedió unos pasos y examinó la puerta de plexiglás, de unos ocho centímetros de grosor. Sabía que ni siquiera con un hacha sería capaz de romperla para llegar a las unidades que necesitaba destruir.
Mal’akh había previsto esa contingencia.
Dentro del cuarto de suministro eléctrico, exactamente tal y como Peter le había dicho, localizó el anaquel sobre el que descansaban varios cilindros de metal parecidos a botellas de buceo. En los cilindros se podían leer las letras «HL», el número 2 y el símbolo de inflamable. Una de las bombonas estaba conectada a la batería de hidrógeno del laboratorio.
Mal’akh dejó una bombona conectada y con mucho cuidado sacó uno de los cilindros de reserva y lo depositó sobre una carretilla que había junto al estante. Se llevó el cilindro fuera del cuarto de suministro eléctrico y cruzó el laboratorio hasta llegar a la puerta de la sala de almacenamiento de datos. Aunque sin duda ya estaba suficientemente cerca, había advertido un punto débil en la gruesa puerta de plexiglás: el pequeño espacio entre la parte inferior y la jamba.
En el umbral, dejó con mucho cuidado la bombona en el suelo y deslizó el flexible tubo de goma por debajo de la puerta. Le llevó un momento retirar los precintos de seguridad y acceder a la válvula del cilindro, pero cuando por fin lo hizo, abrió esta última. A través del plexiglás pudo ver cómo un transparente y burbujeante líquido empezaba a salir del tubo y se propagaba por el suelo de la sala de almacenamiento. El efervescente y humeante charco se fue haciendo cada vez más grande. Mientras estaba frío, el hidrógeno permanecía en forma líquida. Al calentarse, empezaba a hervir. El gas resultante era incluso más inflamable que el líquido.
«Recordemos el Hindenburg».
Mal’akh regresó corriendo al laboratorio y cogió la jarra Pyrex llena con combustible para el mechero Bunsen, un aceite viscoso altamente inflamable. Lo llevó hasta la puerta de plexiglás, donde el hidrógeno líquido seguía extendiéndose: el charco de líquido hirviente dentro de la sala de almacenamiento de datos cubría ahora todo el suelo, rodeando los pedestales sobre los que descansaban las unidades holográficas. Al convertirse en gas, el charco emanaba una neblina blancuzca que lo cubría todo.
Mal’akh alzó la jarra con el combustible del mechero Bunsen y vertió una buena cantidad sobre la bombona de hidrógeno, el tubo, y en la pequeña ranura bajo la puerta. Luego, cuidadosamente, empezó a retroceder hasta el laboratorio, dejando tras de sí un reguero de combustible en el suelo.
La noche de la operadora de la centralita que se encargaba de las llamadas al 911 en Washington había sido más movida de lo habitual. «Fútbol, cerveza y luna llena», pensó mientras otra llamada de emergencia más aparecía en su monitor, ésta proveniente de la cabina de una gasolinera situada en Suitland Parkway, en Anacostia. «Un accidente de coche, seguramente».
—Nueve, uno, uno —contestó—. ¿Cuál es su emergencia?
—¡Acaban de atacarme en los depósitos del museo Smithsonian! —dijo la voz de una alterada mujer—. ¡Envíe a la policía, por favor! ¡4210 de Silver Hill Road!
—Un momento, tranquilícese —le pidió la operadora—. Tiene que...
—¡También necesito que envíe unos agentes a una mansión de Kalorama Heights donde puede que mi hermano esté cautivo!
Capítulo 53
—Como he intentado explicarle —le dijo Bellamy a Langdon—, la pirámide esconde más cosas de las que se ven a simple vista.
«Eso parece». Langdon tenía que admitir que la pirámide de piedra que contemplaban en su bolsa abierta ahora le parecía más misteriosa. Al desencriptar el cifrado masónico había obtenido una cuadrícula de letras aparentemente sin sentido.
«Caos».
Langdon examinó la cuadrícula durante largo rato, en busca de algo que le indicara el significado oculto de esas letras —palabras ocultas, anagramas, cualquier pista—, pero no encontró nada.
—La pirámide masónica —explicó Bellamy— esconde sus secretos bajo muchos velos. Cada vez que se retira una cortina, aparece otra. Ha descubierto estas letras, pero no le dirán nada hasta que retire otra capa. El modo de hacer esto, claro está, sólo lo conoce quien posee el vértice. En este vértice, sospecho, hay también una inscripción que indica cómo descifrar la pirámide.
Langdon le echó un vistazo al paquete con forma de cubo que descansaba sobre el escritorio. A partir de lo que Bellamy acababa de decirle, Langdon dedujo que el vértice y la pirámide eran un «cifrado segmentado», es decir, un código dividido en varias partes. Los criptólogos modernos utilizaban cifrados segmentados continuamente, si bien ese sistema de seguridad provenía de la antigua Grecia. Cuando querían almacenar información secreta, los griegos la inscribían en una tablilla de barro que luego dividían en varias piezas, cada una de las cuales guardaban por separado. Sólo al unir todas las piezas se podían leer sus secretos. De hecho, ese tipo de tablilla de arcilla —llamada symbolon— era el origen de la palabra moderna «símbolo».
—Robert —dijo Bellamy—, la pirámide y su vértice han permanecido separadas durante generaciones para salvaguardar su secreto. —Su tono se ensombreció—. Esta noche, sin embargo, las piezas se han acercado peligrosamente. Estoy seguro de que no hace falta que se lo diga..., pero es nuestro deber asegurarnos de que esta pirámide no llegue a ser montada.
A Langdon el dramatismo de Bellamy le pareció algo exagerado. «¿Está describiendo el vértice y la pirámide... o un detonador y una bomba nuclear?» Seguía sin aceptar las afirmaciones de Bellamy, pero a éste no parecía importarle.
—Aunque ésta fuera la pirámide masónica, y aunque su inscripción efectivamente revelara el paradero de un antiguo saber, ¿cómo podría ese saber conferir el tipo de poder que, se supone, confiere?
—Peter siempre me dijo que era usted un hombre difícil de convencer. Un académico que prefiere las pruebas a la especulación.
—¿Me está diciendo que usted sí lo cree? —inquirió Langdon con impaciencia—. Con todo mi respeto..., es usted un hombre moderno y culto. ¿Cómo puede creer algo así?
Bellamy le sonrió pacientemente.
—El ejercicio de la masonería me ha imbuido de un profundo respeto por aquello que trasciende el entendimiento humano. He aprendido a no cerrar nunca mi mente a una idea sólo porque parezca milagrosa.
Capítulo 54
El guardia que patrullaba el perímetro del SMSC se puso a correr frenéticamente por el sendero de gravilla que rodeaba el edificio. Acababa de recibir una llamada de un agente del interior informándole de que el teclado numérico de la nave 5 había sido saboteado, y la luz de seguridad indicaba que la compuerta de la nave había sido abierta.
«¿Qué diablos está pasando?»
Al llegar a la compuerta comprobó que efectivamente estaba abierta medio metro. «Qué raro —pensó—. Sólo se puede abrir desde dentro». Cogió la linterna de su cinturón e iluminó la negra oscuridad de la nave. Nada. No sentía deseo alguno de internarse en lo desconocido, así que se quedó en el umbral y desde ahí enfocó su linterna primero a la izquierda y luego a la...
Unas poderosas manos lo agarraron de la cintura y lo empujaron hacia la oscuridad. El guardia sintió cómo una fuerza invisible lo zarandeaba. Olía a etanol. La linterna salió volando, y antes de que pudiera llegar a procesar lo que estaba ocurriendo, sintió un fuerte puñetazo en el esternón. Tras soltar un grito de dolor, el guardia cayó al suelo de cemento... mientras veía cómo una oscura silueta se alejaba de él.
El guardia quedó tirado de costado, jadeando y respirando con dificultad. La linterna no había quedado lejos y su haz de luz iluminaba lo que parecía ser una especie de lata de metal. En la etiqueta pudo leer que se trataba de combustible para mecheros Bunsen.
De repente se encendió un mechero, y la llama anaranjada iluminó una figura que apenas parecía humana. «¡Dios mío!» Antes de que el guardia pudiera siquiera procesar lo que veía, la criatura con el pecho descubierto se arrodilló y acercó la llama al suelo.
Al instante, prendió una franja de fuego que se alejó de ellos en dirección al vacío. Perplejo, el guardia se volvió, pero la criatura ya estaba saliendo por la compuerta hacia la noche.
El guardia consiguió incorporarse, retorciéndose de dolor mientras sus ojos seguían la delgada veta de fuego. «¿Qué diablos...?» La llama parecía demasiado pequeña para ser realmente peligrosa, hasta que vio algo aterrador. El fuego ya no iluminaba únicamente la vacía oscuridad. Había llegado hasta la pared del fondo, donde ahora alumbraba una gran estructura de hormigón. El guardia nunca había tenido acceso a la nave 5, pero sabía muy bien lo que era esa estructura.
«El Cubo.
»El laboratorio de Katherine Solomon».
La llama se dirigía a toda velocidad hacia la puerta exterior del laboratorio. El guardia consiguió ponerse en pie, consciente de que la franja de combustible seguramente seguía bajo la puerta del laboratorio..., y pronto provocaría un incendio dentro. Al volverse para pedir ayuda, sin embargo, sintió que lo golpeaba una inesperada ráfaga de aire.
Por un breve instante, toda la nave 5 quedó bañada en luz.
El guardia no llegó a ver cómo la bola de fuego de hidrógeno ascendía a los cielos, arrancando el tejado de la nave 5 y elevándose decenas de metros. Tampoco la lluvia de fragmentos de piezas de titanio, restos de equipos electrónicos y gotitas de silicio fundida proveniente de las unidades de almacenamiento de datos holográficos.
Katherine Solomon se dirigía en coche hacia el norte cuando vio un repentino destello de luz en el espejo retrovisor. Un potente estruendo retumbó en medio de la noche, sobresaltándola.
«¿Fuegos artificiales? —se preguntó—. ¿Han organizado los Redskins un espectáculo para la media parte?»
Volvió su atención a la carretera al tiempo que sus pensamientos regresaban a la llamada al 911 que había hecho desde la cabina de una solitaria gasolinera.
Había conseguido convencer a la operadora de que enviara a la policía al SMSC para capturar al intruso tatuado y —esperaba Katherine— encontrar a su asistente, Trish. También instó a la operadora para que enviara a alguien a la dirección del doctor Abaddon en Kalorama Heights, donde creía que Peter podía estar retenido.
Desafortunadamente, Katherine no había podido obtener el número de teléfono de Robert Langdon, pues no figuraba en el listín telefónico. No tenía otro modo de ponerse en contacto con él, así que ahora se dirigía a toda velocidad hacia la biblioteca del Congreso, donde Langdon le había dicho que estaría.
La aterradora revelación de la verdadera identidad del doctor Abaddon lo había cambiado todo. Katherine ya no sabía qué creer. Lo único de lo que estaba segura era de que ese hombre era el mismo que años atrás había asesinado a su madre y a su sobrino, y que asimismo ahora había capturado a su hermano y quería matarla a ella. «¿Quién es ese perturbado? ¿Qué es lo que quiere?» La única respuesta que se le ocurría carecía de sentido. «¿Una pirámide?» Igualmente confusa era la razón por la que ese hombre había ido esa noche a su laboratorio. Si quería hacerle daño, ¿por qué no lo había hecho en la privacidad de su propia casa? ¿Por qué molestarse en enviar un mensaje de texto y arriesgarse a entrar en su laboratorio?
Inesperadamente, los fuegos artificiales que veía por el retrovisor se hicieron todavía más brillantes. Al destello inicial lo siguió una sobrecogedora imagen: una gigantesca bola de fuego naranja se elevó por encima de los árboles. «¿Qué demonios...?» A la bola de fuego la acompañaba un oscuro humo negro..., y entonces se percató de que en realidad el estadio FedEx de los Redskins no quedaba cerca. Desconcertada, intentó determinar qué fábrica estaba situada al otro lado de esos árboles..., justo al sureste de la carretera.
Entonces, como si algo la golpeara fuertemente en la cabeza, cayó en la cuenta.
Capítulo 55
Warren Bellamy pulsó con urgencia las teclas de su teléfono móvil, intentando de nuevo ponerse en contacto con alguien que pudiera ayudarlos, quienquiera que fuera éste.
Langdon observaba a Bellamy, pero sus pensamientos los ocupaba Peter, a quien quería encontrar cuanto antes. «Descifre la inscripción —le había ordenado el captor de Peter—, y ésta le indicará el lugar en el que se esconde el mayor tesoro de la humanidad... Iremos juntos... y haremos el intercambio».
Bellamy colgó, frunciendo el ceño. Seguía sin localizarlo.
—Hay algo que no entiendo —dijo Langdon—. Aunque pueda aceptar que esa sabiduría secreta existe..., y que de algún modo esa pirámide señala su paradero subterráneo..., ¿qué estoy buscando? ¿Una cripta? ¿Un búnker?
Bellamy permaneció largo rato en silencio. Luego dejó escapar un suspiro y cautelosamente contestó:
—Robert, según lo que he oído a lo largo de los años, al parecer la pirámide conduce a una escalera de caracol.
—¿Una escalera?
—Eso es. Una escalera que desciende bajo tierra... decenas de metros.
Langdon no se podía creer lo que estaba oyendo. Se inclinó un poco más hacia Bellamy.
—Según se dice, el saber antiguo está enterrado en el fondo.
Robert Langdon se puso en pie y empezó a deambular de un lado para otro. «Una escalera de caracol que desciende decenas de metros bajo tierra... en Washington».
—¿Y nadie ha visto nunca esa escalera?
—Supuestamente, la entrada está oculta bajo una enorme piedra.
Langdon suspiró. La idea de una tumba oculta bajo una enorme piedra parecía salida directamente de las descripciones bíblicas sobre la tumba de Jesús. Ese híbrido arquetípico era el abuelo de todos los demás.
—Warren, ¿de veras crees que esa secreta escalera mística existe?
—Yo nunca la he visto personalmente, pero algunos de los masones más viejos juran que así es. Ahora mismo estaba intentando llamar a uno.
Langdon continuó dando vueltas, sin saber muy bien qué contestar.
—Robert, me dejas en una difícil posición respecto a esta pirámide. —Warren Bellamy endureció su mirada bajo el suave resplandor de la lámpara de lectura—. No conozco ningún modo de obligar a un hombre a creer lo que no quiere creer. Y, sin embargo, espero que comprendas tu deber para con Peter Solomon.
«Sí, tengo el deber de ayudarlo», pensó Langdon.
—No necesito que creas en el poder que esta pirámide puede revelar, ni en la escalera que supuestamente conduce a él. Pero sí necesito que creas que estás moralmente obligado a proteger este secreto..., sea cual sea. —Bellamy señaló el pequeño paquete—. Peter te confió el vértice a ti porque tenía fe en que obedecerías sus deseos y lo mantendrías en secreto. Y ahora debes hacer exactamente eso, aunque ello suponga sacrificar la vida de Peter.
Langdon se detuvo en seco y se volvió.
—¡¿Qué?!
Bellamy permanecía sentado, con expresión afligida pero decidida.
—Es lo que él querría. Tienes que olvidarte de Peter. Él ya no está. Peter ha cumplido con su deber y ha hecho todo lo que ha podido para proteger la pirámide. Ahora es nuestro deber asegurarnos de que sus esfuerzos no han sido en vano.
—¡No me puedo creer que estés diciendo eso! —exclamó Langdon, explotando—. Aunque esta pirámide sea lo que dices que es, Peter es tu hermano masón. ¡Has jurado protegerlo por encima de cualquier otra cosa, incluso de tu país!
—No, Robert. Un masón debe proteger a otro masón por encima de todas las cosas... excepto una: el gran secreto que nuestra hermandad protege para toda la humanidad. Más allá de que yo crea que ese saber perdido tiene el potencial que la historia sugiere, he jurado mantenerlo fuera del alcance de los que no son dignos de él. Y no se lo entregaría a nadie..., ni siquiera a cambio de la vida de Peter.
—Conozco a muchos masones —dijo Langdon, furioso—, entre ellos, algunos avanzados, y estoy seguro de que esos hombres no han jurado sacrificar sus vidas por una pirámide de piedra. Y también estoy seguro de que ninguno de ellos cree en una escalera secreta que desciende a un tesoro enterrado bajo tierra.
—Hay círculos dentro de círculos, Robert. No todo el mundo lo sabe todo.
Langdon dio un resoplido e intentó controlar sus emociones. Él, como todo el mundo, había oído los rumores acerca de círculos de élite dentro de los masones. Si era o no verdad parecía irrelevante a la vista de la situación.
—Warren, si esta pirámide y su vértice realmente pueden revelar el secreto masón, ¿por qué Peter me querría implicar a mí? Ni siquiera soy un hermano..., y mucho menos parte de ningún círculo interior.
—Lo sé, y sospecho que ésa es precisamente la razón por la que Peter te escogió a ti para custodiarlo. En el pasado, algunas personas ya han intentado hacerse con la pirámide, incluso algunos se han llegado a infiltrar en nuestra hermandad con motivos indignos. La decisión de Peter de esconderlo fuera de la hermandad fue inteligente.
—¿Tú sabías que yo tenía el vértice? —preguntó Langdon.
—No. Y si Peter se lo hubiera dicho a alguien, habría sido únicamente a un hombre. —Bellamy cogió su teléfono móvil y pulsó el botón de rellamada—. Y hasta el momento, no he podido localizarlo. —Escuchó el mensaje del contestador automático y volvió a colgar—. Bueno, Robert, parece que de momento estamos tú y yo solos. Y tenemos que tomar una decisión.
Langdon miró la hora en su reloj de Mickey Mouse: las 21.42.
—¿Eres consciente de que el captor de Peter está esperando a que le descifre esta pirámide esta misma noche y le diga qué mensaje oculta?
Bellamy frunció el ceño.
—Grandes hombres a lo largo de la historia han realizado grandes sacrificios personales para proteger los antiguos misterios. Tú y yo debemos hacer lo mismo. —Se puso en pie—. Debemos ponernos en marcha. Tarde o temprano Sato averiguará dónde estamos.
—¡¿Y qué hay de Katherine?! —inquirió Langdon, que no quería marcharse—. No puedo localizarla, y no me ha llamado.
—Está claro que le ha pasado algo.
—¡Pero no podemos abandonarla!
—¡Olvídate de Katherine! —dijo Bellamy, ahora en un tono autoritario—. ¡Olvídate de Peter! ¡Olvídate de todo el mundo! ¿Es que no entiendes, Robert, que la responsabilidad que se te ha confiado es más grande que todos nosotros..., que tú, Peter, Katherine o yo mismo? —Miró fijamente a los ojos de Langdon—. Hemos de encontrar un lugar seguro para esconder esta pirámide y su vértice lejos de...
De repente, un estruendo metálico resonó en el gran vestíbulo.
Bellamy se volvió con los ojos llenos de terror.
Langdon se volvió a su vez hacia la puerta. El ruido debía de haberlo causado el cubo de metal que Bellamy había colocado encima de la escalera que bloqueaba las puertas del túnel. «Vienen a por nosotros».
Entonces, inesperadamente, el estruendo se volvió a oír.
Y luego otra vez.
Y otra.
El vagabundo que estaba sentado en el banco enfrente de la biblioteca del Congreso se frotó los ojos y observó la extraña escena que se desarrollaba ante él.
Un Volvo blanco acababa de subirse al bordillo, se había abierto paso a bandazos por la acera desierta y finalmente se había detenido a los pies de la entrada principal de la biblioteca. Del coche había salido una atractiva mujer de pelo negro que, tras inspeccionar con inquietud la zona y ver al vagabundo, le había gritado:
—¿Tiene un teléfono?
«Señorita, no tengo siquiera un zapato izquierdo».
Dándose cuenta de ello, la mujer subió corriendo la escalinata en dirección a las puertas de la biblioteca. Al llegar a lo alto, cogió el tirador e intentó desesperadamente abrir cada una de las tres gigantescas puertas.
«La biblioteca está cerrada, señorita».
Pero a la mujer parecía no importarle. Agarró uno de los pesados picaportes de forma circular, tiró de él hacia atrás y lo dejó caer con fuerza contra la puerta. Luego lo volvió a hacer. Y luego otra vez. Y otra.
«Caray —pensó el vagabundo—, realmente debe de necesitar un libro».
Capítulo 56
Al ver que las enormes puertas de bronce de la biblioteca se abrían ante ella, Katherine Solomon sintió como si una compuerta emocional se reventara. Todo el miedo y la confusión que había ido acumulando durante la noche salieron finalmente a la superficie.
La persona que le había abierto la puerta era Warren Bellamy, amigo y confidente de su hermano. Pero era el hombre que permanecía detrás de Bellamy, en las sombras, a quien Katherine más se alegraba de ver. Y, al parecer, el sentimiento era mutuo. Una oleada de alivio recorrió el cuerpo de Robert Langdon cuando ella entró por la puerta... directamente a sus brazos.
Mientras Katherine se fundía en un reconfortante abrazo con su viejo amigo, Bellamy cerró la puerta principal. Al oír cómo echaba el cerrojo, se sintió por fin a salvo. Tenía ganas de llorar, pero contuvo las lágrimas.
Langdon la estrechó contra sí.
—Tranquila —le susurró—. Estás bien.
«Porque tú me has salvado —quería decirle Katherine—. Ha destruido mi laboratorio..., todo mi trabajo. Años de investigación... convertidos en humo». Quería contárselo todo, pero apenas podía respirar.
—Encontraremos a Peter. —La profunda voz de Robert resonó contra su pecho, algo que de algún modo le pareció consolador—. Lo prometo.
«¡Sé quién ha hecho eso! —quería gritar Katherine—. ¡El mismo hombre que asesinó a mi madre y a mi sobrino!» Antes de poder explicar nada, sin embargo, un inesperado ruido rompió el silencio de la biblioteca.
El estruendo provenía de un piso inferior; parecía que un objeto de metal hubiera caído al suelo embaldosado. Katherine sintió cómo los músculos de Langdon se ponían tensos al instante.
Bellamy dio un paso adelante y, con expresión grave, dijo:
—Hemos de irnos. Ahora.
Desconcertada, Katherine se puso en marcha y cruzó el gran vestíbulo detrás del Arquitecto y de Langdon, en dirección a la afamada sala de lectura de la biblioteca, cuyas luces estaban todas encendidas. Bellamy cerró detrás de ellos los dos juegos de puertas, primero las exteriores, luego las interiores.
Después los llevó a empujones hasta el centro de la sala. El trío llegó finalmente a una mesa de lectura en la que había una bolsa de piel bajo una luz. Al lado de la bolsa había un pequeño paquete con forma de cubo, que Bellamy recogió y metió en la bolsa junto a...
Katherine se quedó estupefacta. «¿Una pirámide?»
Aunque era la primera vez que veía esa pirámide de piedra, tuvo la sensación de que la reconocía. De algún modo instintivo sabía la verdad. Katherine Solomon acababa de encontrarse cara a cara con el objeto que tan profundamente había perjudicado su vida. «La pirámide».
Bellamy cerró la cremallera de la bolsa y se la dio a Langdon.
—No pierdas esto de vista.
Una explosión hizo que las puertas exteriores de la sala se estremecieran, y luego siguió un ruido de cristales haciéndose añicos.
—¡Por aquí!
Asustado, Bellamy dio media vuelta y los condujo a toda prisa hacia el mostrador de préstamos: ocho mesas dispuestas alrededor de un enorme armario octogonal. Los hizo pasar detrás de las mesas y luego señaló una abertura en el armario.
—¡Meteos ahí!
—¿Ahí dentro? —inquirió Langdon—. ¡Seguro que nos encuentran!
—Confía en mí —dijo Bellamy—. No es lo que piensas.
Capítulo 57
Mal’akh conducía su limusina hacia el norte, en dirección a Kalorama Heights. La explosión del laboratorio de Katherine había sido mayor de lo que había esperado, y había tenido suerte de escapar ileso.
«He de salir de la carretera», pensó. Incluso en el caso de que Katherine no hubiera telefoneado aún a la policía, sin duda la explosión los habría alertado. «Y un hombre con el pecho descubierto conduciendo una limusina es algo que llama la atención».
Tras años de preparación, Mal’akh no podía apenas creer que esa noche al fin hubiera llegado. El viaje hasta alcanzar ese momento había sido largo y difícil. «Lo que empezó hace años en la adversidad... terminará esta noche en la gloria».
La noche en que todo empezó él todavía no se llamaba Mal’akh. De hecho, la noche en que todo empezó, él aún no tenía nombre. «Recluso 37». Como la mayoría de los prisioneros de la brutal prisión de Soganlik, en las afueras de Estambul, el Recluso 37 estaba encerrado por un asunto de drogas.
Estaba echado en su litera de la celda de cemento, hambriento y aterido en la oscuridad, preguntándose cuánto tiempo más seguiría encarcelado. Su nuevo compañero de celda, a quien había conocido apenas veinticuatro horas antes, dormía en la litera de arriba. El alcaide de la prisión, un obeso alcohólico que odiaba su trabajo y la tomaba por ello con los reclusos, acababa de apagar las luces.
Eran casi las diez cuando el Recluso 37 oyó una conversación por el conducto de ventilación. Identificó nítidamente la primera voz, tenía el penetrante y beligerante acento del alcaide, quien obviamente no apreciaba que lo despertara un visitante de última hora.
—Sí, sí, ya veo que viene de muy lejos —estaba diciendo—, pero el primer mes no están permitidas las visitas. Es el reglamento. Sin excepciones.
La voz que le contestó era suave y refinada, llena de dolor.
—¿Está bien mi hijo?
—Es un drogadicto.
—¿Lo están tratando bien?
—Suficientemente bien —contestó el alcaide—. Esto no es un hotel.
Hubo una pausa.
—¿Es usted consciente de que el Departamento de Estado norteamericano solicitará la extradición?
—Sí, sí, siempre lo hacen. Se concederá, aunque el papeleo puede que nos lleve un par de semanas..., o un mes..., depende.
—¿Depende de qué?
—Bueno —dijo el alcaide—, andamos cortos de personal. —Hizo una pausa—. Aunque, claro, a veces partes interesadas como usted realizan donaciones al personal de la prisión para ayudarnos a acelerar las cosas.
El visitante no contestó.
—Señor Solomon —prosiguió el alcaide de la prisión, bajando el tono de su voz—, para un hombre como usted, el dinero no es ningún obstáculo y siempre hay opciones. Conozco a algunas personas en el gobierno. Si usted y yo trabajamos juntos, quizá podríamos sacar a su hijo de aquí... mañana, y retirar todos los cargos. No tendría siquiera que afrontar un juicio en casa.
La respuesta fue inmediata.
—Dejando de lado las ramificaciones legales de su sugerencia, me niego a enseñarle a mi hijo que el dinero resuelve todos los problemas o que en la vida uno no es responsable de sus actos, especialmente en un asunto tan serio como éste.
—¿Prefiere dejarlo aquí?
—Me gustaría hablar con él. Ahora.
—Como he dicho, tenemos reglas. No puede visitar a su hijo..., a no ser que quiera negociar su inmediata liberación.
Se hizo un silencio entre ambos durante varios segundos.
—El Departamento de Estado se pondrá en contacto con usted. Asegúrese de que a Zachary no le pasa nada malo. Confío en que la semana que viene esté en un avión de vuelta a casa. Buenas noches.
Y se marchó con un portazo.
El Recluso 37 no podía creer lo que acababa de oír. «¿Qué tipo de padre deja a su propio hijo en este agujero para enseñarle una lección?» Peter Solomon había rechazado incluso limpiar los antecedentes de Zachary.
Esa misma noche, mientras permanecía echado en su litera, al Recluso 37 se le ocurrió cómo podía salir libre. Si el dinero era lo único que separaba a un prisionero de la libertad, se podía decir que él ya estaba prácticamente libre. Puede que Peter Solomon no tuviera intención de echar mano de su bolsillo, pero como sabía cualquiera que leyera los tabloides, su hijo Zachary también tenía mucho dinero. Al día siguiente, el Recluso 37 habló en privado con el alcaide y le sugirió un plan, una atrevida e ingeniosa estratagema que les proporcionaría a ambos exactamente lo que querían.
—Para que esto funcione, Zachary Solomon tendrá que morir —le explicó el Recluso 37 al alcaide—. Pero ambos podríamos desaparecer inmediatamente. Usted podría retirarse a las islas griegas. Nunca volvería a ver este lugar.
Tras comentar los detalles un poco más, los dos hombres llegaron a un acuerdo.
«Pronto Zachary Solomon estará muerto», pensó el Recluso 37, sonriendo al imaginar lo fácil que resultaría todo.
Dos días después, el Departamento de Estado se puso en contacto con la familia Solomon para darles la terrible noticia. Las instantáneas de la prisión mostraban el cuerpo brutalmente apaleado de su hijo, que yacía hecho un ovillo y sin vida en el suelo de su celda. Le habían golpeado la cabeza con una barra de acero, y el resto de su cuerpo había sido linchado y retorcido más allá de lo humanamente imaginable. Lo habían torturado y finalmente asesinado. El principal sospechoso era el mismo alcaide de la prisión, que había desaparecido, seguramente con todo el dinero del muchacho. Zachary había trasladado su vasta fortuna a una cuenta privada que había sido vaciada inmediatamente después de su muerte. No había forma de saber dónde estaba el dinero ahora.
Peter Solomon viajó a Turquía en un avión privado y regresó con el ataúd de su hijo, que fue enterrado en el cementerio familiar de los Solomon. Al alcaide de la prisión no lo encontraron nunca. Ni lo encontrarían, sabía el Recluso 37. El voluminoso cuerpo del turco descansaba ahora en el fondo del mar de Mármara, alimentando a los cangrejos azules que migraban a través del estrecho del Bósforo. La vasta fortuna de Zachary Solomon había sido trasladada por completo a una cuenta irrastreable. El Recluso 37 volvía a ser un hombre libre; un hombre libre con muchísimo dinero.
Las islas griegas era un paraíso. La luz, el agua, las mujeres...
No había nada que el dinero no pudiera comprar; nuevas identidades, nuevos pasaportes, nueva esperanza. Escogió un nombre griego, Andros Dareios: Andros significaba «guerrero», y Dareios, «rico». Durante las oscuras noches en prisión lo había pasado muy mal, y Andros se juró que nunca volvería a ellas. Se afeitó su greñudo pelo y se apartó por completo del mundo de la droga. Empezó una nueva vida, explorando placeres nunca antes imaginados. La serenidad de navegar a solas por el azulado mar Egeo se convirtió en su nuevo colocón de heroína; la sensualidad de rechupetear un húmedo arni souvlakia directamente de la brocheta, en su nuevo éxtasis; y el subidón de lanzarse a la espumosa agua desde los escarpados acantilados de Mykonos, en su nueva cocaína.
«He vuelto a nacer».
Andros se compró una enorme villa en la isla de Syros y empezó a codearse con la bella gente del exclusivo pueblo de Posidonia. La comunidad de ese nuevo mundo no sólo era rica, sino también perfecta cultural y físicamente. Sus vecinos se enorgullecían de sus cuerpos y de sus mentes, lo que resultó contagioso. Al poco, el recién llegado empezó a hacer footing por la playa, a broncear su pálido cuerpo y a leer libros. Andros leyó la Odisea, de Homero, cautivado por las imágenes de poderosos y bronceados hombres que luchaban en esas islas. Al día siguiente empezó a levantar pesas, y le sorprendió comprobar lo rápidamente que crecían sus pectorales y sus brazos. Poco a poco, comenzó a advertir que las mujeres lo miraban, y esa admiración resultaba embriagadora. Sintió el deseo de hacerse todavía más fuerte. Y lo hizo. Con la ayuda de largos ciclos de esteroides mezclados con hormonas de crecimiento compradas en el mercado negro e interminables horas levantando pesas, Andros se transformó en algo que nunca hubiera imaginado que podría llegar a ser: un perfecto espécimen masculino. Aumentó tanto la altura como la musculatura, desarrollando unos pectorales perfectos y unas enormes y poderosas piernas, que él mantenía perfectamente bronceadas.
Para entonces, todo el mundo lo miraba.
Tal y como le habían advertido, el gran consumo de esteroides y hormonas le cambió no sólo el cuerpo, sino también la voz, que se volvió un inquietante susurro, lo que lo hacía todavía más misterioso. Esa suave y enigmática voz, combinada con su nuevo cuerpo, su riqueza y la negativa a hablar de su misterioso pasado, terminaba por conquistar a las mujeres que conocía. Se entregaban a él sin reservas, y él las satisfacía a todas: de las modelos de visita a las islas para una sesión fotográfica, a núbiles universitarias norteamericanas de vacaciones, pasando por las solitarias esposas de sus vecinos, o incluso algún joven ocasional.
«Soy una obra maestra».
Al pasar de los años, sin embargo, las aventuras sexuales de Andros empezaron a perder emoción. Y lo mismo sucedía con todo lo demás. La suntuosa cocina de la isla perdió su sabor, los libros su interés, e incluso las deslumbrantes puestas de sol que podía ver desde su villa comenzaron a parecerle insulsas. ¿A qué se debía? No había cumplido los treinta y ya se sentía viejo. ¿Qué más le quedaba por hacer? Había esculpido su cuerpo hasta convertirlo en una obra maestra; se había educado a sí mismo y había nutrido su mente con cultura; vivía en el paraíso, y tenía el amor de todo aquel que deseaba.
Y, sin embargo, por increíble que pareciera, se sentía tan vacío como cuando estaba en la prisión turca.
«¿Qué es lo que me falta?»
Obtuvo la respuesta unos meses después. Andros estaba solo en su villa, cambiando distraídamente de canal en medio de la noche, cuando de repente dio con un programa acerca de los secretos de la francmasonería. No era un documental muy bueno, y ofrecía más preguntas que respuestas, pero Andros no pudo evitar sentirse intrigado por la plétora de teorías conspiratorias que rodeaban la hermandad. El narrador iba describiendo leyenda tras leyenda.
«Los francmasones y el Nuevo Orden Mundial...»
«El Gran Sello masónico de Estados Unidos...»
«La logia masónica P2...»
«El secreto perdido de la francmasonería...»
«La pirámide masónica...»
Andros se incorporó, sobresaltado. «Pirámide». El narrador empezó a contar la historia de una misteriosa pirámide de piedra cuya inscripción encriptada prometía otorgar un saber perdido y un inconmensurable poder. A pesar de su aparente inverosimilitud, la historia trajo a su mente un lejano recuerdo... de una época mucho más oscura. Andros recordó lo que Zachary Solomon había oído de su padre acerca de una misteriosa pirámide.
«¿Es posible?» Andros se esforzó para recordar los detalles.
Cuando el programa terminó, salió al balcón para dejar que el aire fresco le aclarara las ideas. Empezó a recordar más cosas, y a medida que todo iba volviendo a él, tuvo la sensación de que quizá detrás de la leyenda se ocultaba una verdad. Y si ése era el caso, Zachary Solomon —aunque muerto hacía mucho— todavía tenía algo que ofrecerle.
«¿Qué tengo que perder?»
Tan sólo tres semanas después, tras planear cuidadosamente el momento oportuno, Andros se encontraba delante del invernadero de la finca que los Solomon tenían en Potomac. A través del cristal pudo ver a Peter Solomon charlando y riendo con su hermana, Katherine. «No parece que les haya costado demasiado olvidarse de Zachary», pensó.
Antes de ponerse un pasamontañas en la cabeza, Andros tomó un poco de cocaína. Era la primera que probaba desde hacía mucho. Sintió el familiar subidón y la ausencia de miedo. Sacó una pistola, abrió la puerta con una vieja llave y entró.
—Hola, familia Solomon.
Lamentablemente, la noche no fue como Andros había planeado. En vez de obtener la pirámide a por la que había ido, le dispararon una perdigonada y tuvo que huir por el césped cubierto de nieve en dirección al bosque. Para su sorpresa, tras él fue Peter Solomon, en cuya mano pudo vislumbrar además el brillo de una pistola. Andros corrió hacia los árboles y cogió un sendero que seguía el borde de un profundo barranco. Abajo, el ruido de una cascada resonaba en el límpido aire invernal. Pasó por delante de un grupo de robles y dobló un recodo hacia la izquierda. Segundos después, el repentino final del sendero hizo que tuviera que detenerse en seco, escapando por poco de la muerte.
«¡Dios mío!»
A unos pocos metros tenía la pendiente del barranco, bajo la cual se podía ver el río congelado. En la roca que había a un lado del camino, una torpe mano infantil había tallado una inscripción:
Al otro lado del barranco el sendero continuaba. «¡¿Dónde está el puente?! —El efecto de la cocaína se le había pasado—. ¡Estoy atrapado!» Dejándose llevar por el pánico, Andros se volvió para recorrer de vuelta el sendero, pero se encontró de cara con Peter Solomon, que permanecía de pie ante él, sin aliento y con una pistola.
Andros miró el arma y retrocedió un paso. La caída que tenía detrás era de al menos quince metros y daba a un río cubierto de hielo. La neblina de la cascada que los rodeaba le había helado hasta los huesos.
—El puente de Zach se pudrió hace mucho —dijo Solomon, jadeante—. Él era el único que venía hasta aquí. —Solomon mantenía la pistola sorprendentemente firme—. ¿Por qué mató a mi hijo?
—No era nadie —respondió Andros—. Un drogadicto. Le hice un favor.
Solomon se acercó, apuntando la pistola directamente al pecho de Andros.
—Quizá yo debería hacerle a usted el mismo favor. —Su tono era especialmente virulento—. Mató a mi hijo de una paliza..., ¿cómo puede un hombre hacer algo así?
—Los hombres hacen cosas impensables cuando están al límite.
—¡Asesinó a mi hijo!
—No —respondió Andros, acalorándose—. Usted asesinó a su hijo. ¿Qué tipo de hombre deja a su hijo en prisión cuando tiene la opción de sacarlo de ahí? ¡Usted asesinó a su hijo! No yo.
—¡No sabe nada! —exclamó Solomon, con dolor en la voz.
«Está equivocado —pensó Andros—. Lo sé todo».
Peter Solomon se acercó todavía más, estaba apenas a cinco metros, con la pistola en alto. A Andros le ardía el pecho, y podía notar que estaba sangrando profusamente. La calidez se extendía hasta su estómago. Miró la caída por encima del hombro. Imposible. Se volvió hacia Solomon.
—Sé mucho más de lo que piensa —susurró—. Sé que no es usted el tipo de persona que asesina a sangre fría.
Solomon dio un paso adelante y lo apuntó con el arma.
—Se lo advierto —dijo Andros—, si aprieta ese gatillo, lo atormentaré el resto de su vida.
—Ya lo hace.
Y tras decir eso, Solomon disparó.
Mientras conducía a toda velocidad de vuelta a Kalorama Heights, el que se llamaba a sí mismo Mal’akh reflexionó acerca de los milagrosos acontecimientos que lo salvaron de una muerte segura en lo alto de aquel barranco helado. Lo transformaron para siempre. El disparo apenas resonó un instante, pero sus efectos reverberarían durante décadas. Su cuerpo, antaño bronceado y perfecto, estaba ahora lleno de cicatrices de aquella noche..., cicatrices que ocultaba bajo los símbolos tatuados de su nueva identidad.
«Soy Mal’akh.
»Ése fue siempre mi destino».
Había atravesado el fuego, había sido reducido a cenizas, para finalmente volver a emerger, transformado una vez más. Esa noche daría el último paso de su largo y magnífico viaje.
Capítulo 58
El explosivo Key 4 había sido desarrollado por las fuerzas especiales para abrir puertas cerradas con el mínimo daño colateral. Consistente básicamente en ciclotrimetilenetrinitramina con plastificante dietilhexil, se trataba en realidad de un pedazo de C—4 comprimido hasta formar láminas del grosor de un papel para poder así insertarlo en las jambas de una puerta. En el caso de las de la sala de lectura de la biblioteca, el explosivo había funcionado a la perfección.
El agente Turner Simkins, jefe de la operación, pasó por entre los escombros de las puertas y examinó la enorme sala octogonal en busca de algún movimiento. Nada.
—Apaga las luces —dijo Simkins.
Un segundo agente encontró el panel de interruptores y sumió la sala en la oscuridad. Al mismo tiempo, los cuatro hombres se pusieron sus cascos de visión nocturna y se ajustaron los visores a los ojos. Permanecieron inmóviles, inspeccionando la sala de lectura, que ahora veían en luminiscentes formas verdes.
La escena siguió siendo la misma.
Nadie se movió en la oscuridad.
Seguramente los fugitivos iban desarmados, y sin embargo el equipo había entrado en la sala con sus fusiles en alto. En la oscuridad, sus armas de fuego proyectaban cuatro amenazadores haces de luz láser. Los hombres los apuntaban en todas direcciones, buscando en la negrura: el suelo, lo más alto de las paredes, los balcones. A menudo, la mera visión de un arma con punto de mira láser en la oscuridad era suficiente para provocar una rendición inmediata.
«Al parecer, esta noche no».
El agente Simkins levantó la mano y les hizo un gesto a sus hombres. Silenciosamente, éstos se dispersaron. Mientras avanzaba con cautela por el pasillo central, Simkins se llevó la mano al visor y activó la última adición al arsenal de la CIA. Hacía años que existían los visores termales, pero recientes avances en miniaturización, sensibilidad diferencial e integración dual habían facilitado la aparición de una nueva generación de equipos que proporcionaban a los agentes una visión que rayaba lo sobrehumano.
«Podemos ver en la oscuridad. Podemos ver a través de las paredes. Y ahora... podemos ver además el pasado».
Los equipos de visualización termal se habían vuelto tan sensibles a los cambios térmicos que no sólo podían detectar la ubicación actual de una persona, sino también sus ubicaciones anteriores. Con frecuencia, la capacidad de ver el pasado había demostrado ser la más valiosa de todas. Y esa noche, una vez más, estaba demostrando su valía. El agente Simkins examinó las señales térmicas que había en una de las mesas de lectura. Las dos sillas de madera aparecían en su visor con un color rojizo—purpúreo, lo que le indicaba que esas sillas estaban más calientes que las otras de la sala. La lámpara de la mesa emitía un color naranja. Estaba claro que los dos hombres habían estado sentados a esa mesa, pero la pregunta ahora era saber qué dirección habían tomado.
Encontró la respuesta en el mostrador central que rodeaba la gran consola de madera del centro de la sala. En ella podía ver el brillo de una fantasmal huella carmesí.
Con el arma en alto, Simkins se dirigió hacia el armario octogonal, apuntando su punto de mira láser a su superficie. Lo rodeó hasta que vio una abertura a un lado. «¿De verdad se han encerrado dentro de un armario?» El agente examinó el reborde que había alrededor de la abertura y vio otra huella brillante. Alguien se había cogido a la jamba mientras se metía en la consola.
El silencio había terminado.
—¡Señal térmica! —exclamó Simkins, apuntando hacia la abertura—. ¡Convergencia de flancos!
Sus dos flancos se acercaron por lados opuestos, rodeando la consola octogonal.
Simkins se acercó a la abertura. A tres metros de distancia pudo ver que dentro había una fuente de luz.
—¡Hay luz en la consola! —gritó, esperando que el sonido de su voz convenciera al señor Bellamy y al señor Langdon de que salieran del armario con los brazos en alto.
No pasó nada.
«Está bien, lo haremos del otro modo».
Al acercarse a la abertura, oyó un inesperado zumbido que provenía de su interior. Parecía una maquinaria. Se detuvo, intentando imaginar qué podía hacer un ruido semejante dentro de un espacio tan pequeño. Se acercó más y pudo oír unas voces por encima del ruido de la maquinaria. Entonces, justo cuando llegó a la abertura, las luces del interior desaparecieron.
«Gracias —pensó, ajustándose el casco de visión nocturna—. La ventaja es nuestra».
Ya en el umbral, Simkins miró por la abertura. Lo que vio dentro no se lo esperaba. La consola no era tanto un armario como el techo elevado de una empinada escalera que descendía a una habitación inferior. El agente apuntó su arma hacia la escalera y empezó a bajarla. El zumbido de la maquinaria se iba haciendo más fuerte a cada peldaño que descendía.
«¿Qué diablos es este sitio?»
La habitación que había debajo de la sala de lectura era un espacio pequeño y de aspecto industrial. El zumbido que oía provenía efectivamente de una maquinaria, pero no estaba seguro de si estaba encendida porque Bellamy y Langdon la habían activado o porque permanecía siempre en funcionamiento. En cualquier caso, no importaba. Los fugitivos habían dejado sus reveladoras señales térmicas en la única salida de la habitación: una gruesa puerta de acero en cuyo teclado numérico se podían ver claramente cuatro marcas relucientes sobre las teclas. Una franja anaranjada brillaba alrededor de la puerta, indicando que al otro lado las luces estaban encendidas.
—Echad la puerta abajo —dijo Simkins—. Es por donde han escapado.
A sus hombres les llevó ocho segundos insertar y detonar una lámina de Key 4. Cuando el humo se hubo disipado, los agentes se encontraron ante un extraño mundo subterráneo conocido allí como «las estanterías».
La biblioteca del Congreso tenía kilómetros y kilómetros de estantes, la mayoría de ellos bajo tierra. Las interminables hileras daban la impresión de ser una especie de ilusión óptica «infinita» creada con espejos.
Un letrero indicaba:
ENTORNO DE TEMPERATURA CONTROLADA MANTENGAN ESTA PUERTA CERRADA EN TODO MOMENTO
Al cruzar las puertas destrozadas, Simkins notó aire fresco. No pudo evitar sonreír. «¿Puede ponerse más fácil la cosa?» Las señales térmicas en los entornos de temperatura controlada se veían cual erupciones solares. Efectivamente, en su visor apareció un brillante manchón rojo sobre un pasamanos que había más adelante y al que Bellamy o Langdon debían de haberse cogido al pasar.
—Podéis correr —susurró para sí—, pero no podéis ocultaros.
Mientras Simkins y su equipo avanzaban por el laberinto de estanterías, se dio cuenta de que la balanza estaba tan inclinada a su favor que ni siquiera necesitaba el visor para seguir a su presa. Bajo circunstancias normales, ese laberinto de estanterías hubiera sido un digno escondite, pero para ahorrar energía, las luces de la biblioteca del Congreso funcionaban con sensores de movimiento, y la ruta de huida de los fugitivos estaba iluminada como si de una pista de aterrizaje se tratara. Una estrecha y serpenteante guirnalda de luces se perdía en la distancia.
Todos los hombres se quitaron los visores y el equipo se puso a seguir el rastro de luz, que iba de un lado a otro por un laberinto de libros aparentemente interminable. Pronto Simkins empezó a ver luces parpadeantes ante sí. «Nos estamos acercando». Apretó todavía más el ritmo, hasta que de repente oyó pasos y una respiración jadeante. Entonces vio a uno de los objetivos.
—¡Contacto visual! —exclamó.
La desgarbada figura de Warren Bellamy debía de ir a la cola. El atildado afroamericano avanzaba tambaleante junto a las estanterías, obviamente ya sin aliento. «De nada sirve, señor».
—¡Deténgase, señor Bellamy! —exclamó Simkins.
Bellamy siguió corriendo, doblando esquinas y zigzagueando por entre las hileras de libros. A cada giro, las luces se iban encendiendo.
—¡Derríbenlo! —ordenó Simkins.
El agente que portaba el rifle no letal apuntó y disparó. Al proyectil que salió volando por el pasillo y se envolvió alrededor de las piernas de Bellamy se lo apodaba «cuerda boba», pero de boba no tenía nada. Ese «incapacitante» no letal era una tecnología inventada en los laboratorios nacionales Sandia, y consistía en una pegajosa hebra de poliuretano que se volvía sólida al entrar en contacto con el blanco, creando una rígida red de plástico que se enroscaba en las rodillas del fugitivo. El efecto en un objetivo móvil era el mismo que el de insertar un palo en los radios de una bicicleta en movimiento. Las piernas del hombre quedaban inmovilizadas a media zancada, salía despedido hacia adelante y caía finalmente al suelo. Bellamy resbaló otros tres metros por un pasillo a oscuras antes de detenerse del todo.
—Yo me encargo de Bellamy —gritó Simkins—. ¡Id a por Langdon! Debe de andar por delante de... —El jefe de equipo se interrumpió al ver que las estanterías de libros que tenía enfrente permanecían a oscuras. Estaba claro que nadie más iba corriendo por delante de Bellamy. «¿Está solo?»
El Arquitecto seguía boca abajo, respirando con dificultad, con las piernas y los tobillos envueltos en un plástico endurecido. Simkins se acercó y le dio media vuelta con el pie.
—¡¿Dónde está?! —inquirió el agente.
A Bellamy le sangraba el labio por culpa de la caída.
—¿Dónde está quién?
El agente Simkins levantó el pie y colocó su bota encima de la inmaculada corbata de seda de Bellamy. Luego se inclinó, aplicando una ligera presión.
—Créame, señor Bellamy: no quiere jugar a esto conmigo.
Capítulo 59
Langdon se sentía como un cadáver.
Yacía echado en posición supina con las manos sobre el pecho, en la más absoluta oscuridad, encerrado en el más reducido de los espacios. Aunque Katherine estaba por encima de su cabeza en una posición similar, Langdon no podía verla. Mantenía los ojos cerrados para así no comprobar, siquiera fugazmente, la aterradora situación en la que se encontraba.
El espacio en el que se hallaba era pequeño.
Muy pequeño.
Sesenta segundos antes, mientras las puertas dobles de la sala de lectura se venían abajo, él y Katherine habían seguido a Bellamy dentro de la consola octogonal y habían descendido un tramo de escaleras por el que se accedía a la inesperada habitación que había debajo.
Langdon se dio cuenta inmediatamente de dónde estaban. «El corazón del sistema circulatorio de la biblioteca». De un modo parecido a la sala de equipajes de un aeropuerto, la sala de distribución contaba con numerosas cintas transportadoras que tomaban distintas direcciones. Como la biblioteca del Congreso estaba repartida en tres edificios distintos, muchos de los libros que la gente solicitaba en la sala de lectura tenían que ser trasladados de uno a otro. Y eso se hacía mediante un sistema de cintas transportadoras que formaban una red subterránea de túneles.
Bellamy cruzó la habitación en dirección a una puerta de acero. Insertó su tarjeta de acceso, pulsó una serie de botones y la abrió. El espacio que había detrás estaba a oscuras, pero al abrirse la puerta, se activaron los sensores de movimiento y las luces se encendieron con un parpadeo.
Cuando Langdon vio lo que había más allá, se dio cuenta de que se encontraba ante algo que muy poca gente llegaba a ver nunca. «Las estanterías de la biblioteca del Congreso». De repente se sintió animado por el plan de Bellamy. «¿Qué mejor lugar para ocultarse que un laberinto gigante?»
Pero Bellamy no los llevó hacia las estanterías. En vez de eso, apoyó un libro en la puerta para mantenerla abierta y se volvió hacia ellos.
—Me hubiera gustado poder explicarte muchas más cosas, pero no tenemos tiempo. —Le dio a Langdon su tarjeta de acceso—. Necesitarás esto.
—¿No vienes con nosotros? —preguntó Robert.
Bellamy negó con la cabeza.
—Nunca conseguiréis escapar a no ser que nos separemos. Lo más importante es mantener la pirámide y el vértice a salvo.
Langdon no veía otra salida aparte de la escalera que subía a la sala de lectura.
—¿Y adónde vas a ir tú?
—Yo haré que me sigan hacia las estanterías, así los alejaré de vosotros —dijo Bellamy—. Es lo único que puedo hacer para ayudaros a escapar.
Antes de que Langdon pudiera preguntar adónde se suponía que irían él y Katherine, Bellamy empezó a retirar una caja de libros que había encima de una de las cintas transportadoras.
—Tumbaos en la cinta —dijo—. Mantened las manos pegadas al cuerpo.
Langdon se lo quedó mirando fijamente. «¡No lo dirás en serio!» La cinta transportadora recorría una corta distancia en la habitación y luego desaparecía por un oscuro agujero que había en la pared. La abertura parecía suficientemente grande para una caja de libros, pero no mucho más. Langdon volvió la cabeza hacia las estanterías.
—Olvídalo —dijo Bellamy—. Las luces se activan con sensores de movimiento. Es imposible esconderse ahí.
—¡Señal térmica! —oyeron que gritaba alguien arriba—. ¡Convergencia de flancos!
Katherine tuvo más que suficiente. Se subió inmediatamente a la cinta transportadora. La cabeza le quedó a apenas unos centímetros de la abertura en la pared. Cruzó los brazos sobre el cuerpo, como si fuera una momia dentro de un sarcófago.
Langdon estaba paralizado.
—Robert —lo instó Bellamy—, si no lo quieres hacer por mí, hazlo por Peter.
Las voces del piso de arriba se oían cada vez más cerca.
Moviéndose como si estuviera en un sueño, Langdon se acercó finalmente a la cinta transportadora. Dejó la bolsa encima y luego se subió él, colocando la cabeza bajo los pies de Katherine. Notó en la parte posterior de la cabeza la fría y dura goma de la cinta. Se quedó mirando el techo y se sintió como un paciente de un hospital preparándose para una resonancia magnética.
—Mantén tu móvil encendido —dijo Bellamy—. Alguien te llamará dentro de poco... y te ofrecerá ayuda. Confía en él.
«¿Alguien me llamará?» Langdon sabía que antes Bellamy había estado intentando localizar en vano a alguien y que le había dejado un mensaje en el contestador. Y que hacía apenas unos minutos, mientras bajaban por la escalera de caracol, Bellamy finalmente lo había localizado y habían hablado brevemente y en voz baja.
—Seguid la cinta hasta el final —dijo Bellamy—. Y saltad rápidamente antes de que dé la vuelta. Utiliza mi tarjeta de acceso para salir.
—¡¿Salir de dónde?! —inquirió Langdon.
Pero Bellamy ya estaba accionando las palancas. De repente, todas las cintas transportadoras cobraron vida y, tras una leve sacudida, Langdon advirtió que el techo que tenía encima comenzaba a moverse.
«Que Dios se apiade de mí».
Antes de internarse por la abertura de la pared, Langdon volvió un momento la cabeza y pudo ver cómo Warren Bellamy se dirigía a toda prisa hacia las estanterías y cerraba la puerta tras de sí. Un instante después, la biblioteca engulló a Langdon y todo quedó en total oscuridad..., justo cuando un pequeño y brillante láser rojo empezaba a bajar la escalera.
Capítulo 60
La mal pagada guardia de seguridad de la compañía Preferred Security volvió a comprobar la dirección de Kalorama Heights en su hoja de llamadas. «¿Es aquí?» El camino de entrada con verja que tenía delante pertenecía a una de las fincas más grandes y tranquilas del barrio, y le parecía extraño que el 911 hubiera recibido una llamada urgente para que acudiera alguien.
Tal y como era habitual con las llamadas sin confirmar, el 911 se había puesto en contacto con la compañía de seguridad local antes de molestar a la policía. La guardia solía pensar que el lema de la compañía —«Tu primera línea de defensa»— bien podría cambiarse por «Falsas alarmas, bromas, mascotas perdidas y quejas de vecinos pirados».
Esa noche, como siempre, la guardia había llegado sin más información acerca del supuesto problema. «Por encima de mi salario». Su trabajo era simplemente aparecer con la luz de la sirena amarilla encendida, evaluar la propiedad e informar de cualquier cosa inusual que viera. Normalmente, algo inocuo había hecho saltar la alarma y ella utilizaba su llave maestra para volver a apagarla. Esa casa, sin embargo, estaba en silencio. No sonaba ninguna alarma. Desde la carretera todo parecía oscuro y tranquilo.
La guardia llamó al interfono de la puerta de la verja, pero no obtuvo respuesta. Tecleó su código maestro para abrirla y aparcó en el camino de entrada. Dejando el motor en marcha y la luz de la sirena encendida, se dirigió a la puerta principal y llamó al timbre. Nadie le contestó. No veía ninguna luz ni movimiento alguno.
Siguiendo a regañadientes el procedimiento habitual, encendió su linterna para inspeccionar el perímetro de la casa y comprobar que no hubieran forzado alguna puerta o ventana. Al doblar la esquina, una larga limusina negra pasó por delante de la casa, aminorando la marcha antes de proseguir su camino. «Vecinos fisgones».
Poco a poco, fue revisando la casa, pero no vio nada fuera de lugar. Era más grande de lo que había imaginado, y para cuando llegó al patio trasero, estaba temblando de frío. Obviamente no había nadie dentro.
—¿Central? —llamó desde su radio—. Estoy en Kalorama Heights. No parece haber ningún problema. He terminado de inspeccionar el perímetro. Ninguna señal de intrusos. Falsa alarma.
—Conforme —contestó el operador—. Que tengas una buena noche.
La guardia se volvió a sujetar la radio en el cinturón y empezó a deshacer el camino, impaciente por volver a entrar en calor en su vehículo. Mientras regresaba, sin embargo, divisó algo que antes no había advertido: un pequeño punto de luz azulada en la parte trasera de la casa.
Extrañada, se acercó y vio de dónde provenía: una ventana baja, seguramente del sótano. El cristal de la ventana estaba tintado por la parte interior con una pintura opaca. «¿Alguna especie de cuarto oscuro, quizá?» El resplandor azulado que había visto salía por un pequeño punto de la ventana en el que la pintura había saltado.
Se arrodilló para intentar ver algo por el agujero, pero por esa diminuta abertura no se veía demasiado. Dio unos golpecitos al cristal, preguntándose si habría alguien trabajando ahí abajo.
—¿Hola? —gritó.
No contestó nadie, pero al volver a llamar a la ventana, un pedacito de la capa de pintura cayó, permitiéndole ver mejor. Se inclinó, pegando casi la cara a la ventana mientras examinaba el sótano. Al instante, deseó no haberlo hecho.
«¡¿Qué diablos...?!»
Paralizada, la mujer permaneció un momento allí de rodillas, mirando fijamente la escena que tenía ante sí. Finalmente, temblando, intentó volver a coger la radio de su cinturón.
Nunca llegó a hacerlo.
Los chisporroteantes dardos de un arma de electrochoque impactaron en la parte posterior de su cuello, provocándole un abrasador dolor por todo el cuerpo. Se le agarrotaron los músculos y cayó hacia adelante sin poder siquiera cerrar los ojos antes de que su cara golpeara contra el frío suelo.
Capítulo 61
Ésa no era la primera vez que a Warren Bellamy le vendaban los ojos. Al igual que todos sus hermanos masones, había llevado la «venda de terciopelo» ritual durante su ascenso a los escalones más altos de la masonería. Eso, sin embargo, había tenido lugar entre amigos de confianza. Lo de esa noche era distinto. Esos bruscos tipos le habían atado, luego le habían colocado una bolsa en la cabeza y ahora se lo llevaban preso por entre las estanterías de la biblioteca.
Los agentes habían amenazado físicamente al Arquitecto para que les desvelara el paradero de Robert Langdon. Consciente de que su envejecido cuerpo no aguantaría demasiado sus maltratos, Bellamy les dijo rápidamente la mentira que tenía preparada.
—¡Langdon no ha llegado a bajar aquí conmigo! —les contó, todavía jadeante—. ¡Le he dicho que subiera al balcón y se escondiera detrás de la estatua de Moisés, pero ahora no sé dónde está!
Al parecer, la historia había resultado convincente, porque dos de los agentes habían salido corriendo en su busca. Los dos hombres restantes lo escoltaban en silencio.
El único consuelo de Bellamy era saber que Langdon y Katherine pondrían la pirámide a salvo. Pronto Langdon recibiría la llamada de un hombre que podría ofrecerle santuario. «Confía en él». El hombre a quien Bellamy había llamado sabía mucho acerca de la pirámide masónica y el secreto que contenía: el paradero de una escalera de caracol oculta que conducía bajo tierra, al lugar en el que una potente sabiduría antigua permanecía enterrada desde hacía mucho tiempo. Finalmente Bellamy había conseguido ponerse en contacto con ese hombre mientras escapaban de la sala de lectura, y estaba seguro de que había entendido su breve mensaje a la perfección.
Ahora, mientras avanzaba por la biblioteca en total oscuridad, Bellamy visualizó mentalmente la pirámide de piedra y el vértice de oro que Langdon llevaba en la bolsa. «Hacía muchos años que esas dos piezas no estaban juntas».
El Arquitecto nunca olvidaría aquella fatídica noche. «La primera de muchas para Peter». Lo habían invitado a la finca de los Solomon en Potomac para la celebración del dieciocho cumpleaños de Zachary. A pesar de ser un muchacho problemático, era un Solomon, lo que quería decir que esa noche, siguiendo la tradición familiar, recibiría su herencia. Bellamy era uno de los mejores amigos de Peter y también un hermano masón, razón por la cual le había pedido que ejerciera de testigo. No era únicamente la entrega del dinero lo que debía presenciar. Esa noche había mucho más que dinero en juego.
Bellamy llegó pronto y Peter le pidió que esperara en su estudio privado. La maravillosa y vieja habitación olía a piel, a leña y a hojas de té. Warren ya estaba sentado, cuando Peter condujo a su hijo Zachary a la habitación. Al ver a Bellamy, el escuálido adolescente frunció el ceño.
—¿Y usted qué hace aquí?
—Levantar testimonio —le respondió Bellamy—. Feliz cumpleaños, Zachary.
El muchacho masculló algo y apartó la mirada.
—Siéntate, Zach —dijo Peter.
Zachary se sentó en la solitaria silla que había delante del enorme escritorio de madera de su padre. Solomon echó el pestillo de la puerta del estudio. Bellamy permaneció sentado en un lateral de la habitación.
Solomon se dirigió a su hijo en un tono solemne:
—¿Sabes por qué estás aquí?
—Creo que sí —respondió Zachary.
Solomon dejó escapar un profundo suspiro.
—Sé que hace tiempo que tú y yo no nos llevamos demasiado bien, Zach. He hecho todo lo posible para ser un buen padre y prepararte para este momento.
Zachary no dijo nada.
—Como sabes, al llegar a la mayoría de edad, a todos los descendientes de los Solomon se les hace entrega de su patrimonio (una parte de la fortuna familiar) con la intención de que sea una semilla..., una semilla para que la cultives, la hagas crecer y la utilices para alimentar a la humanidad.
Solomon se acercó a una caja fuerte que había en la pared, la abrió y extrajo una carpeta negra.
—Hijo, este portafolio contiene todo lo que necesitas para que esta herencia pase legalmente a tu nombre. —La dejó sobre el escritorio—. La idea es que utilices este dinero para construir una vida de productividad, prosperidad y filantropía.
Zachary extendió el brazo para coger la carpeta.
—Gracias.
—Un momento —dijo su padre, colocando una mano sobre el portafolio—. Hay otra cosa que debo explicarte.
Zachary le lanzó a su padre una mirada despectiva y volvió a sentarse en su silla.
—Hay aspectos de la herencia de los Solomon que todavía desconoces. —Ahora Peter miraba directamente a los ojos de su hijo—. Eres mi primogénito, Zachary, lo que significa que tienes derecho a realizar una elección.
Intrigado, el adolescente se enderezó en la silla.
—Es una elección que puede determinar el rumbo que tome tu futuro, de modo que te recomiendo que la sopeses con detenimiento.
—¿Qué elección?
Su padre respiró profundamente.
—La elección... entre la riqueza o la sabiduría.
Zachary se lo quedó mirando sin expresión.
—¿La riqueza o la sabiduría? No lo entiendo.
Solomon se puso en pie, volvió a acercarse a su caja fuerte y extrajo una pirámide de piedra con símbolos masónicos grabados en ella. La depositó en el escritorio junto al portafolio.
—Esta pirámide fue creada hace mucho tiempo y le fue confiada a nuestra familia hace generaciones.
—¿Una pirámide? —Zachary no parecía muy emocionado.
—Hijo, esta pirámide es un mapa..., un mapa que revela la ubicación de uno de los mayores tesoros de la humanidad. Este mapa fue creado para que el tesoro pudiera ser redescubierto algún día —dijo Peter con la voz llena de orgullo—. Y esta noche, siguiendo la tradición, te la ofrezco a ti..., bajo ciertas condiciones.
Zachary contemplaba la pirámide con recelo.
—¿Cuál es el tesoro?
Bellamy sabía que esa impertinente pregunta no era lo que Peter esperaba. Aun así, éste mantuvo la calma.
—Zachary, es difícil de explicar sin entrar en detalles. Pero este tesoro..., en esencia, es algo que llamamos los antiguos misterios.
Creyendo al parecer que su padre le estaba gastando una broma, Zachary se rio.
Bellamy advirtió cómo la mirada de Peter se iba volviendo más melancólica.
—Me resulta muy difícil de describir, Zach. Tradicionalmente, cuando un Solomon cumple los dieciocho, está a punto de iniciar sus años de educación superior en...
—¡Ya te lo he dicho! —prorrumpió Zachary—. ¡No estoy interesado en ir a la universidad!
—No me refiero a la universidad —dijo su padre, manteniendo su tono de voz tranquilo—. Me refiero a la hermandad de la francmasonería. Me refiero a una educación en los misterios de la ciencia humana. Si tuvieras intención de unirte a mí en sus filas, estarías en disposición de recibir la educación necesaria para comprender la importancia de la decisión que tomes esta noche.
Zachary puso los ojos en blanco.
—Te puedes ahorrar la charla masónica. Ya sé que soy el primer Solomon que no quiere unirse. ¿Y qué? ¿Es que no lo entiendes? ¡No tengo ningún interés en jugar a los disfraces con un montón de vejestorios!
Su padre se quedó largo rato callado, y Bellamy advirtió que habían empezado a aparecer finas arrugas alrededor de sus todavía juveniles ojos.
—Sí, lo entiendo —dijo finalmente Peter—. Ahora las cosas son distintas. Comprendo que la masonería te pueda parecer una cosa extraña, o quizá incluso aburrida. Pero quiero que sepas que la puerta siempre estará abierta para ti en caso de que cambies de opinión.
—No cuentes con ello —refunfuñó Zach.
—¡Ya basta! —dijo bruscamente Peter, poniéndose en pie—. Soy consciente de que no has tenido una vida fácil, Zachary, pero yo no soy tu único guía. Hay hombres buenos esperándote, hombres que te recibirán con los brazos abiertos dentro del redil masónico y te mostrarán tu verdadero potencial.
Zachary soltó una risa ahogada y se volvió hacia Bellamy.
—¿Por eso está usted aquí, señor Bellamy? ¿Para que los dos puedan unirse en mi contra en nombre de la masonería?
Warren no dijo nada. Se limitó a dirigirle una respetuosa mirada a Peter Solomon, un recordatorio a Zachary de quién era la máxima autoridad en esa habitación.
El chico se volvió hacia su padre.
—Zach —dijo Peter—, no estamos llegando a ninguna parte, de modo que deja que te diga esto. Comprendas o no la responsabilidad que se te ofrece esta noche, es mi obligación familiar planteártela. —Señaló la pirámide—. Proteger esta pirámide es un raro privilegio. Te recomiendo que consideres esta oportunidad durante unos días antes de tomar tu decisión.
—¿Oportunidad? —replicó Zachary—. ¿Hacer de niñera de una piedra?
—Hay grandes misterios en este mundo, Zach —dijo Peter con un suspiro—. Secretos que van más allá de lo que te puedas imaginar. Esta pirámide protege esos secretos. Y lo que es más importante, llegará un día, seguramente a lo largo de tu vida, en el que esta pirámide será al fin interpretada y sus secretos desvelados. Será el momento de una gran transformación humana..., y tú tienes la posibilidad de desempeñar un papel en ese momento. Quiero que lo consideres cuidadosamente. La riqueza es algo común y corriente; la sabiduría, en cambio, es rara. —Señaló el portafolio y luego la pirámide—. Te suplico que recuerdes que con frecuencia la riqueza sin sabiduría puede terminar en desastre.
Zachary miró a su padre como si estuviera loco.
—Lo que tú digas, papá, pero no tengo la menor intención de renunciar a mi herencia por esto —dijo, haciendo un gesto con la mano hacia la pirámide.
Peter se cruzó de brazos.
—Si optas por aceptar la responsabilidad, te guardaré el dinero y la pirámide hasta que hayas completado exitosamente tu educación con los masones. Te llevará años, pero alcanzarás la madurez suficiente para recibir tanto el dinero como esta pirámide. Riqueza y sabiduría. Una poderosa combinación.
Zachary se puso bruscamente en pie.
—¡Por el amor de Dios, papá! No te rindes, ¿eh? ¿Es que no te das cuenta de que no me interesan lo más mínimo la masonería o las pirámides de piedra y sus antiguos misterios? —Estiró el brazo, cogió el portafolio negro y lo agitó delante de la cara de su padre—. ¡Éste es mi patrimonio! ¡El mismo patrimonio de los Solomon que me han precedido! ¡No puedo creer que pretendas escamotearme la herencia con lamentables historias sobre antiguos mapas del tesoro! —Se metió el portafolio debajo del brazo y, pasando por delante de Bellamy, se dirigió hacia la puerta del estudio que daba al patio.
—¡Zachary, espera! —Su padre fue corriendo tras él mientras el chico salía a la noche—. ¡Hagas lo que hagas, no le hables nunca a nadie acerca de la pirámide que acabas de ver! —La voz de Peter se quebró—. ¡A nadie! ¡Nunca!
Pero Zachary lo ignoró y desapareció en la noche.
Peter Solomon regresó a su escritorio y se sentó en su sillón de piel con los ojos llenos de dolor. Tras un largo silencio, levantó la mirada hacia Bellamy y forzó una triste sonrisa.
—No ha ido tan mal.
Bellamy suspiró, sintiendo propio el dolor de su amigo.
—Peter, no quiero parecer insensible, pero... ¿confías en él?
Solomon permanecía con la mirada perdida.
—Quiero decir... —insistió Bellamy—, ¿crees que no dirá nada a nadie sobre la pirámide?
Su rostro seguía carente de expresión.
—No sé qué decir, Warren. No estoy seguro de conocerlo.
Bellamy se puso en pie y empezó a dar vueltas de acá para allá por delante del gran escritorio.
—Peter, has cumplido con tus obligaciones familiares, pero ahora, teniendo en cuenta lo que acaba de pasar, creo que debemos tomar precauciones. Debería devolverte el vértice para que le encuentres un nuevo hogar. Es mejor que lo cuide alguna otra persona.
—¿Por qué? —preguntó Solomon.
—Si Zachary le habla a alguien acerca de la pirámide y menciona que yo estaba presente esta noche...
—Pero no sabe nada acerca del vértice, y es demasiado inmaduro para entender la significación de la pirámide. No necesitamos cambiar de sitio. Guardaré la pirámide en mi caja fuerte. Y tú el vértice donde siempre lo guardes. Como siempre hemos hecho.
Tres años después, en Navidad, cuando la familia todavía se recuperaba de la muerte de Zachary, el hombre que decía haberlo asesinado en prisión asaltó la finca de los Solomon. El intruso iba en busca de la pirámide, pero lo único que se llevó consigo fue la vida de Isabel Solomon.
Días después, Peter convocó a Bellamy a su oficina. Cerró la puerta y, tras extraer la pirámide de su caja fuerte, la depositó en el escritorio.
—Debería haberte escuchado.
Bellamy sabía que a Peter lo atormentaba la culpa.
—Eso no hubiera cambiado las cosas.
Solomon dejó escapar un cansino suspiro.
—¿Has traído el vértice?
Bellamy sacó del bolsillo un pequeño paquete con forma de cubo. El desvaído papel marrón estaba atado con un cordel, y éste sujeto con el sello del anillo de Solomon. Bellamy dejó el paquete en el escritorio, consciente de que las dos mitades de la pirámide masónica estaban más cerca de lo que deberían.
—Busca a alguien que cuide de esto. No me digas de quién se trata.
Solomon asintió.
—Y yo sé dónde puedes esconder la pirámide —dijo Bellamy. A continuación le habló a Solomon del subsótano del edificio del Capitolio—. No hay lugar más seguro en Washington.
Bellamy recordaba que Solomon inmediatamente estuvo de acuerdo con la idea porque le parecía simbólicamente adecuado esconder la pirámide en el corazón simbólico de la nación. «Típico de Peter —pensó Bellamy—. Idealista incluso durante las crisis».
Ahora, diez años después, mientras lo trasladaban a empujones y a ciegas por la biblioteca del Congreso, Bellamy supo que la crisis de esa noche no había hecho más que empezar. Se había enterado, además, de quién había sido la persona elegida por Solomon para guardar el vértice..., y le pidió a Dios que Robert Langdon estuviera a la altura de la tarea encomendada.
Capítulo 62
«Estoy debajo de Second Street».
Langdon seguía con los ojos completamente cerrados mientras la cinta transportadora retumbaba en la oscuridad en dirección al edificio Adams. Intentaba no pensar en las toneladas de tierra que tenía encima y el estrecho tubo por el que viajaba. Podía oír la respiración de Katherine unos metros más allá, pero hasta el momento ella no había pronunciado una sola palabra.
«Está en shock». Langdon no tenía demasiadas ganas de contarle lo de la mano cercenada de su hermano. «Tienes que hacerlo, Robert. Necesita saberlo».
—¿Katherine? —dijo finalmente Langdon sin abrir los ojos—. ¿Estás bien?
Le respondió una voz trémula e incorpórea.
—Robert, esa pirámide que llevas... es de Peter, ¿verdad?
—Sí —respondió Langdon.
Hubo un largo silencio.
—Creo... que esa pirámide es la razón por la que asesinaron a mi madre.
Langdon sabía que Isabel Solomon había sido asesinada diez años antes, pero no conocía los detalles, y Peter nunca había mencionado nada acerca de una pirámide en relación con el suceso.
—¿De qué estás hablando?
Afligida, Katherine le contó los horrendos acontecimientos de aquella noche, cuando el hombre tatuado los atacó en su finca.
—Sucedió hace mucho tiempo, pero nunca olvidaré que venía en busca de una pirámide. Nos dijo que mi sobrino, Zachary, le había hablado de ella en prisión, justo antes de morir asesinado.
Langdon la escuchó asombrado. La tragedia de la familia Solomon era desgarradora. Katherine prosiguió su historia, y le contó a Langdon que ella siempre había creído que el intruso había sido asesinado aquella noche..., hasta su reaparición ese mismo día haciéndose pasar por el psiquiatra de Peter y consiguiendo que ella fuera a su casa.
—Sabía cosas privadas sobre mi hermano, la muerte de mi madre, e incluso de mi trabajo —dijo con inquietud—; cosas que sólo podría haberle contado Peter. De modo que confié en él..., y así es como ha conseguido entrar en los depósitos del museo Smithsonian.
Katherine respiró profundamente y le dijo a Langdon que estaba prácticamente segura de que el hombre había destrozado su laboratorio.
Él la escuchó completamente horrorizado. Durante unos instantes, ambos permanecieron en silencio en la cinta transportadora. Langdon sabía que tenía la obligación de contarle a Katherine el resto de los terribles acontecimientos de esa noche. Tan delicadamente como pudo le contó que años antes su hermano le había confiado un pequeño paquete, y que esa noche le habían engañado para que lo llevara a Washington. Finalmente le explicó que habían encontrado la mano cercenada de su hermano en la Rotonda del Capitolio.
Katherine reaccionó con un estremecedor silencio.
Langdon sabía que estaba asimilando los hechos, y deseó poder abrazarla y consolarla, pero estar echados en esa estrecha oscuridad lo hacía imposible.
—Peter está bien —susurró—. Está vivo y lo encontraremos. —Langdon intentó darle esperanzas—. Katherine, su captor me ha prometido que tu hermano viviría... siempre que le descifrara la pirámide.
Ella siguió sin decir nada.
Langdon continuó hablando. Le contó lo de la pirámide de piedra, su cifrado masónico, el paquete con el vértice y, por supuesto, la creencia de Bellamy de que esa pirámide era la masónica de la leyenda, un mapa que revelaba la ubicación de una larga escalera de caracol que conducía a un antiguo tesoro místico que había sido escondido hacía mucho tiempo decenas de metros bajo tierra, allí, en Washington.
Cuando Katherine finalmente habló, lo hizo con voz apagada y fría.
—Robert, abre los ojos.
«¿Que abra los ojos?» Langdon no sentía deseo alguno de ver lo estrecho que era ese espacio.
—¡Robert! —insistió Katherine, ahora ya con urgencia—. ¡Abre los ojos! ¡Ya hemos llegado!
Langdon los abrió justo cuando su cuerpo salía por una abertura parecida al hueco por el que se habían internado en el túnel. Katherine bajó inmediatamente de la cinta. Una vez en el suelo cogió la bolsa de Langdon mientras éste se volvía y saltaba justo a tiempo, antes de que la cinta diera media vuelta y deshiciera el camino en dirección al lugar del que venían. El lugar en el que se encontraban era una sala muy parecida a la del edificio del que procedían. En un pequeño letrero se podía leer: EDIFICIO ADAMS: SALA DE DISTRIBUCIÓN 3.
Langdon se sentía como si acabara de salir de una especie de conducto de nacimiento subterráneo. «He vuelto a nacer». Se volvió inmediatamente hacia Katherine.
—¿Estás bien?
Ella tenía los ojos rojos. Estaba claro que había estado llorando, pero asintió con resoluto estoicismo. Agarró la bolsa de Langdon y cruzó con ella la habitación sin decir una palabra. La dejó encima de un desordenado escritorio, encendió la lámpara halógena que había encima, abrió la cremallera y dejó la pirámide al descubierto.
La pirámide de granito se veía casi austera bajo la luz halógena. Katherine pasó los dedos por la inscripción masónica y Langdon advirtió la agitación que sentía ella en su interior. Moviéndose con lentitud, metió el brazo en la bolsa y extrajo el pequeño paquete. Lo sostuvo bajo la luz, examinándolo atentamente.
—Como puedes ver —dijo Langdon en voz baja—, el sello de cera es el relieve del anillo masónico de Peter. Él mismo me contó que su anillo había sido utilizado para sellar el paquete hacía más de un siglo.
Katherine no dijo nada.
—Cuando tu hermano me confió este paquete —le contó Langdon—, me dijo que con él se podía obtener orden del caos. No estoy muy seguro de qué quería decir con eso, pero asumo que este vértice revela algo importante, porque Peter insistió en lo peligroso que podía ser en las manos equivocadas. Y Warren me acaba de decir lo mismo, instándome a que escondiera la pirámide y no dejara abrir a nadie el paquete.
Katherine se volvió; parecía enfadada.
—¿Bellamy te ha dicho que no abras el paquete?
—Sí. Ha sido muy insistente.
Katherine respondió con incredulidad.
—Pero tú me acabas de decir que este vértice es el único modo mediante el cual podemos descifrar la pirámide, ¿no?
—Seguramente, sí.
Katherine fue levantando la voz.
—Y me has dicho que descrifrar la pirámide es lo que te han pedido que hagas. Es el único modo de recuperar a Peter, ¿no?
Langdon asintió.
—Entonces, Robert, ¡¿por qué razón no deberíamos abrir el paquete y descifrar esta cosa ahora mismo?!
Langdon no supo qué responder.
—Katherine, mi reacción ha sido exactamente la misma, pero Bellamy me ha dicho que mantener el secreto de esta pirámide era más importante que ninguna otra cosa..., incluida la vida de tu hermano.
Los hermosos rasgos de Katherine se endurecieron, y se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. Cuando finalmente habló, lo hizo con resolución.
—Sea lo que sea, esta pirámide de piedra me ha costado toda la familia. Primero mi sobrino, Zachary, luego mi madre, y ahora mi hermano. Y afrontémoslo, Robert, si no me hubieras llamado para avisarme...
Langdon se sentía atrapado entre la lógica de Katherine y la firme insistencia de Bellamy.
—Puede que sea una científica —dijo ella—, pero también provengo de una familia de conocidos masones. Créeme, he oído todas las historias sobre la pirámide masónica y su promesa de un gran tesoro que iluminará a la humanidad. Honestamente, me cuesta creer que algo así exista. Sin embargo, en caso de que sea cierto, quizá haya llegado el momento de desvelarlo.
Katherine metió un dedo por debajo del viejo cordel del paquete.
—¡Katherine, no! ¡Espera!
Ella se detuvo, manteniendo sin embargo el dedo debajo del cordel.
—Robert, no voy a permitir que mi hermano muera por esto. Lo que este vértice diga..., los tesoros perdidos que revele su inscripción..., esos secretos dejarán de serlo esta noche.
Tras decir eso, Katherine tiró desafiantemente del cordel, haciendo añicos el quebradizo sello de cera.
Capítulo 63
En un tranquilo vecindario al oeste de Embassy Row, en Washington, existe un jardín tapiado de estilo medieval cuyas rosas, se dice, nacen de plantas que datan del siglo XII. El cenador del jardín, conocido como Shadow House, se yergue con elegancia en medio de meándricos senderos de piedra extraída de la cantera privada de George Washington.
De repente, el silencio de los jardines se vio roto por un joven que atravesó corriendo la puerta de madera.
—¿Hola? —exclamó, intentando ver algo a la luz de la luna—. ¿Está usted ahí?
La voz que contestó era frágil, apenas audible.
—En el cenador..., tomando un poco el fresco.
El joven encontró a su debilitado superior sentado en el banco de piedra, bajo una manta. El encorvado anciano era pequeño y de facciones élficas. Los años lo habían doblado por la mitad y robado la vista, pero su alma seguía siendo una fuerza con la que se podía contar.
Todavía jadeante, el joven se dirigió a él:
—Acabo... de recibir una llamada... de su amigo... Warren Bellamy.
—¿Ah, sí? —El anciano se animó—. ¿Qué quería?
—No lo ha dicho, pero parecía estar muy apurado. Me ha dicho que le ha dejado un mensaje en el contestador, y que debía usted escucharlo cuanto antes.
—¿Eso es todo?
—No... —El joven se quedó un momento callado—. Me ha pedido que le hiciera una pregunta. —«Una pregunta muy extraña»—. Y ha dicho que necesitaba su respuesta inmediatamente.
El anciano se inclinó hacia el joven.
—¿Cuál era la pregunta?
Al repetirle la cuestión del señor Bellamy, la turbada expresión del anciano fue visible incluso a la luz de la luna. Inmediatamente, éste se quitó la manta de encima y, con dificultad, se puso en pie.
—Ayúdame a entrar. Ahora.
Capítulo 64
«Basta de secretos», pensó Katherine Solomon.
En la mesa que tenía ante sí se podían ver restos del sello de cera que había permanecido intacto durante generaciones. Terminó de retirar el desvaído papel marrón que envolvía el valioso paquete de su hermano. A su lado estaba Langdon, visiblemente inquieto.
Del envoltorio, Katherine extrajo una pequeña caja de piedra gris. Parecía un cubo de granito pulido: la caja no tenía bisagras, ni cierre, ni modo alguno visible de abrirla. A Katherine le recordaba un puzzle chino.
—Parece un bloque sólido —dijo mientras pasaba los dedos por los bordes—. ¿Estás seguro de que en los rayos X se veía hueco? ¿Con un vértice dentro?
—Sí —repuso Langdon, acercándose a ella y examinando la misteriosa caja.
Tanto él como Katherine la observaron desde distintos ángulos, en busca de alguna forma de abrirla.
—Aquí —dijo Katherine al localizar con la uña la ranura oculta que había en uno de los bordes superiores.
Dejó la caja en la mesa y con mucho cuidado abrió la tapa, que se deslizó suavemente, como si fuera la parte superior de un buen joyero.
Al retirar la tapa, tanto Langdon como Katherine dejaron escapar un grito ahogado. El interior brillaba. Su refulgencia parecía casi sobrenatural. Katherine nunca había visto una pieza de oro de ese tamaño, y le llevó un instante darse cuenta de que el metal precioso simplemente reflejaba la luz de la lámpara.
—Es espectacular —susurró.
A pesar de haber estado sellado en un oscuro cubo de piedra desde hacía más de un siglo, el vértice no se había descolorido ni deslustrado lo más mínimo. «El oro resiste las leyes entrópicas de la descomposición; ésa es una de las razones por las que en la antigüedad se consideraba mágico». Katherine pudo sentir cómo se le aceleraba el pulso al inclinarse hacia adelante y observar desde arriba la pequeña punta de oro.
—Hay una inscripción.
Robert se acercó. Los hombros de ambos se tocaban. Un destello de curiosidad iluminó los ojos de Langdon. Le había hablado a Katherine acerca de la antigua práctica griega de los symbola —códigos divididos en varias partes—, y de que ese vértice, tanto tiempo separado de la pirámide, sería la clave para descifrar la pirámide. Supuestamente, lo que pusiera en esa inscripción traería orden del caos.
Katherine acercó la pequeña caja a la luz y observó detenidamente el vértice.
Aunque pequeña, la inscripción era perfectamente visible: un breve texto grabado en una de las caras. Katherine leyó las siete palabras.
Luego las volvió a leer.
—¡No! —se lamentó—. ¡No puede ser eso lo que dice!
Al otro lado de la calle, la directora Sato cruzó a toda velocidad la extensa acera frente al Capitolio en dirección a su punto de encuentro en First Street. Las noticias que había recibido de sus hombres eran inaceptables. Ni Langdon. Ni pirámide. Ni vértice. Bellamy estaba retenido, pero no les había dicho la verdad. De momento.
«Yo le haré hablar».
Miró por encima del hombro una de las nuevas vistas de Washington: la cúpula del Capitolio por encima del centro de visitantes. La cúpula iluminada no hacía sino acentuar la importancia de lo que estaba en juego esa noche. «Ésta es una época peligrosa».
Sato se sintió aliviada al oír que la llamaban al móvil y ver en el identificador de llamadas que se trataba de su analista.
—Nola —contestó Sato—. ¿Qué tienes?
Nola Kaye le dio las malas noticias. Los rayos X de la inscripción del vértice eran demasiado borrosos, y los filtros de mejora de imagen no habían funcionado.
«Mierda». Sato se mordió el labio.
—¿Y la cuadrícula de dieciséis caracteres?
—Todavía estoy en ello —dijo Nola—, pero de momento no he encontrado ningún sistema secundario de encriptado. Tengo un ordenador reorganizando las letras de la cuadrícula en busca de algo identificable, pero hay más de veinte billones de posibilidades.
—Sigue en ello. Y mantenme informada. —Sato colgó; tenía el ceño fruncido.
Las esperanzas que tenía de descifrar la pirámide utilizando únicamente una fotografía y rayos X se desvanecían rápidamente. «Necesito la pirámide y el vértice..., y se agota el tiempo».
Sato llegó a First Street justo cuando un todoterreno Escalade negro con las ventanillas tintadas se detenía delante de ella con un derrape. Del coche salió un único agente.
—¿Alguna novedad sobre Langdon? —inquirió Sato.
—La confianza es alta —dijo el hombre con frialdad—. Acabamos de recibir refuerzos. Todas las salidas de la biblioteca están rodeadas. Y en breve llegará apoyo aéreo. Lanzaremos gas lacrimógeno y no tendrá dónde ocultarse.
—¿Y Bellamy?
—Atado en el asiento de atrás.
«Bien». El hombro todavía le escocía.
El agente le dio a Sato una bolsita transparente de plástico con un teléfono móvil, unas llaves y una cartera dentro.
—Los efectos personales de Bellamy.
—¿Nada más?
—No, señora. La pirámide y el paquete debe de tenerlos todavía Langdon.
—Está bien —dijo Sato—. Bellamy sabe cosas que no nos está contando. Me gustaría interrogarlo personalmente.
—Sí, señora. ¿Vamos a Langley, entonces?
Sato respiró profundamente y se puso a dar vueltas de acá para allá por delante del todoterreno. Los interrogatorios de civiles norteamericanos estaban regidos por estrictos protocolos, e interrogar a Bellamy era altamente ilegal a no ser que lo hiciera en Langley con testigos, abogados, lo grabara en vídeo, bla, bla, bla...
—No —repuso, intentando pensar en algún lugar cercano.
«Y más privado».
El agente no dijo nada, permanecía en posición de firmes junto al todoterreno, a la espera de órdenes.
Sato se encendió un cigarrillo, le dio una larga calada y bajó la mirada hacia la bolsita de plástico transparente con los objetos de Bellamy. En su llavero, advirtió, había una llave electrónica adornada con cuatro letras: USBG. Sato sabía, claro está, qué edificio gubernamental abría esa llave. El lugar estaba muy cerca y, a esas horas, sería muy privado.
Sonrió y se metió la llave en el bolsillo. «Perfecto».
Cuando le dijo adónde quería llevar a Bellamy, esperaba que el agente se sorprendiera, pero se limitó a asentir y a abrirle la puerta del asiento del acompañante; su fría mirada no revelaba ninguna emoción.
A Sato le encantaban los profesionales.
En el sótano del edificio Adams, Langdon observaba con incredulidad la elegante inscripción de una de las caras del vértice.
«¿Eso es todo lo que dice?»
A su lado, Katherine sostenía el vértice bajo la luz y negaba con la cabeza.
—Ha de haber algo más —insistió, sintiéndose engañada—. ¿Esto es lo que mi hermano ha estado protegiendo todos estos años?
Langdon tenía que admitir que se sentía desconcertado. Según lo que le habían dicho Peter y Bellamy, se suponía que ese vértice iba a ayudarlos a descifrar la pirámide de piedra. A la luz de tales afirmaciones, Langdon esperaba algo iluminador y útil. «En vez de obvio e inútil». Leyó una vez más las siete palabras delicadamente inscritas en la cara del vértice.
El
secreto está
dentro de Su Orden
«¿El secreto está dentro de Su Orden?»
A simple vista, la inscripción parecía afirmar una obviedad: que las letras de la pirámide no estaban en «orden», y que su secreto estaba en dar con la secuencia adecuada. Esa lectura, sin embargo, además de ser manifiesta, parecía improbable por otra razón.
—Las iniciales de las palabras «Su» y «Orden» están escritas en mayúscula.
Katherine asintió, mirando sin expresión.
—Ya lo veo.
«El secreto está dentro de Su Orden». A Langdon sólo se le ocurría una explicación lógica.
—«Orden» debe de hacer referencia a la orden masónica.
—Estoy de acuerdo —dijo Katherine—, pero sigue sin ser de ayuda. No nos dice nada nuevo.
Langdon pensaba igual. Al fin y al cabo, toda la historia de la pirámide masónica giraba alrededor de un secreto oculto dentro del orden masónico.
—Robert, ¿no te dijo mi hermano que este vértice te daría el poder de ver orden donde los demás sólo veían caos?
Él asintió, frustrado. Por segunda vez esa noche, Robert Langdon sentía que no era digno.
Capítulo 65
Cuando Mal’akh hubo terminado con la inesperada visita —una guardia de seguridad de Preferred Security—, reparó los desperfectos de la ventana por la que la mujer había vislumbrado su sagrada zona de trabajo.
A continuación dejó atrás la tenue luz azulada del sótano y salió al salón por una puerta oculta. Una vez allí se detuvo a admirar su impresionante cuadro de Las tres Gracias y a recrearse con los familiares olores y sonidos de su hogar.
«Pronto me iré para siempre». Mal’akh sabía que después de esa noche no podría volver allí. «Después de esta noche —pensó, risueño—, no me hará falta este lugar».
Se preguntó si Robert Langdon comprendería ya el verdadero poder de la pirámide..., o la importancia que desempeñaba el papel para el que el destino lo había escogido. «Langdon todavía no me ha llamado —consideró Mal’akh tras comprobar de nuevo si había algún mensaje en su teléfono de usar y tirar. Ya eran las 22.02—. Le quedan menos de dos horas».
Subió al cuarto de baño de mármol italiano y accionó el mando de la ducha para que fuera calentándose. Después se fue quitando metódicamente la ropa, deseoso de comenzar su ritual purificador.
Bebió dos vasos de agua para acallar su hambriento estómago y a continuación se acercó hasta el espejo de cuerpo entero para examinar su desnudo cuerpo. Los dos días de ayuno habían acentuado su musculatura, y no pudo evitar admirar aquello en lo que se había convertido. «Antes de que amanezca seré mucho más».
Capítulo 66
—Deberíamos salir de aquí —propuso Langdon a Katherine—. Sólo es cuestión de tiempo que averigüen dónde estamos.
Esperaba que Bellamy hubiese logrado escapar.
Katherine aún parecía obsesionada con el vértice de oro, incapaz de creer que la inscripción fuese de tan poca ayuda. Había sacado el vértice para examinar cada uno de los lados y ahora lo devolvía a la caja con sumo cuidado.
«El secreto está dentro de Su Orden —pensó Langdon—. Menuda ayuda».
Se sorprendió preguntándose si Peter no estaría equivocado acerca del contenido de la caja. La pirámide y el vértice habían sido creados mucho antes de que su amigo naciera, y éste no hacía sino lo que sus antepasados le habían pedido: guardar un secreto que probablemente fuese un misterio para él, como lo era para Langdon y Katherine.
«¿Qué esperaba?», se dijo Langdon. Cuanto más aprendía esa noche sobre la leyenda de la pirámide masónica, menos plausible se le antojaba todo. «¿Estoy buscando una escalera de caracol oculta situada bajo una piedra enorme?» Algo le decía que perseguía sombras. No obstante, descifrar la pirámide parecía la mejor opción para salvar a Peter.
—Robert, ¿te dice algo el año 1514?
«¿Mil quinientos catorce?» La pregunta no venía mucho al caso. Él se encogió de hombros.
—No. ¿Por qué?
Katherine le entregó la caja de piedra.
—Mira: la caja tiene una fecha. Échale un vistazo a la luz.
Langdon se sentó a la mesa y escrutó el cubo bajo la lámpara. Katherine le puso una mano en el hombro con suavidad y se inclinó para señalar la pequeña inscripción que había descubierto en el exterior de la caja, cerca de la esquina inferior de uno de los lados.
—Mil quinientos catorce A. D. —leyó, al tiempo que señalaba la caja.
No cabía duda de que se trataba del número 1514 seguido de las letras «A» y «D» representadas de un modo poco común.
—Esta fecha —dijo Katherine, de repente con voz esperanzada— tal vez sea el nexo que nos faltaba, ¿no? El cubo se parece mucho a una piedra angular masónica, así que quizá nos indique el camino hasta una piedra angular real. O hasta un edificio construido en 1514 Anno Domini.
Langdon apenas la oía.
«Mil quinientos catorce A.D. no es una fecha».
El símbolo
, como cualquier experto en arte medieval reconocería, era una conocida rúbrica: un símbolo utilizado en lugar de una firma. Muchos de los primeros filósofos, artistas y escritores firmaban su obra con un símbolo único o monograma en lugar de con su nombre, práctica esta que añadía un halo de misterio a su creación y además evitaba que fuesen perseguidos en caso de que sus escritos u obras de arte fueran considerados subversivos.
En esa rúbrica en concreto, las letras «A» y «D» no querían decir Anno Domini..., sino que eran alemanas y correspondían a algo totalmente distinto.
Langdon vio en el acto que las piezas encajaban. En tan sólo unos segundos tuvo claro que sabía cómo descifrar la pirámide a ciencia cierta.
—Bien hecho, Katherine —alabó al tiempo que cogía sus cosas—. Eso es todo lo que necesitábamos. Vamos, te lo explicaré por el camino.
Ella no daba crédito.
—Entonces esta fecha, 1514 A. D., ¿te dice algo?
Él le guiñó un ojo y se dirigió a la puerta.
—A. D. no es una fecha, Katherine. Es una persona.
Capítulo 67
Al oeste de Embassy Row volvía a reinar el silencio en el interior del jardín tapiado con sus rosas del siglo XII y su cenador de piedra, el Shadow House. Al otro lado del camino de entrada, el joven ayudaba a su encorvado superior a recorrer la amplia extensión de césped.
«¿Me deja que lo guíe?»
Por regla general, el anciano, ciego, se negaba a aceptar ayuda, prefería caminar solo por el santuario, valiéndose de su memoria. Sin embargo, esa noche por lo visto tenía prisa por entrar y devolver la llamada de Warren Bellamy.
—Gracias —dijo el anciano cuando entraron en la construcción que albergaba su despacho—. Desde aquí ya puedo solo.
—Señor, si me necesita no me importa...
—Es todo por hoy —lo interrumpió su superior. Y, tras zafarse del brazo de su acompañante, se sumió en la oscuridad arrastrando los pies a buen ritmo—. Buenas noches.
El joven salió del edificio y enfiló el gran jardín hacia la humilde morada que tenía en el recinto. Una vez allí se dio cuenta de que lo carcomía la curiosidad. Era evidente que el anciano se había alterado con la pregunta que le había planteado el señor Bellamy..., y sin embargo la pregunta era rara, casi no tenía sentido: «¿No hay ayuda para el hijo de la viuda?»
Por más vueltas que le dio, fue incapaz de adivinar a qué se refería. Perplejo, encendió el ordenador y se puso a buscar la frase.
Para su sorpresa, ante sí vio página tras página de referencias, todas ellas con esa misma frase. Leyó la información asombrado. Al parecer, Warren Bellamy no era el primero a lo largo de la historia en hacer tan extraña pregunta. Esas mismas palabras habían sido pronunciadas siglos atrás... por el rey Salomón, cuando lloraba la muerte de un amigo. Supuestamente dicha pregunta todavía la formulaban los masones y era una especie de grito de socorro en clave. Por lo visto, Warren Bellamy pedía ayuda a un hermano masón.
Capítulo 68
«¿Alberto Durero?»
Katherine intentaba hacer encajar las piezas mientras recorría a toda prisa con Langdon el sótano del edificio Adams. «¿A. D. significa Alberto Durero?» El famoso grabador y pintor alemán del siglo XVI era uno de los artistas preferidos de su hermano, y a Katherine su obra le resultaba ligeramente familiar. Así y todo, no acertaba a imaginar cómo podía serles de ayuda Durero en el caso que los ocupaba. «Para empezar, porque lleva muerto más de cuatrocientos años».
—Desde el punto de vista simbólico, Durero es perfecto —explicaba Langdon mientras seguían la estela de letreros iluminados que indicaban «Salida»—. Fue el hombre renacentista por excelencia: artista, filósofo, alquimista y estudioso durante toda su vida de los antiguos misterios. A día de hoy nadie entiende del todo los mensajes que se ocultan en las manifestaciones artísticas de Durero.
—Puede que sea cierto —objetó ella—, pero ¿cómo explica «1514 Alberto Durero» la forma de descifrar la pirámide?
Llegaron a una puerta cerrada, y Langdon utilizó la tarjeta de acceso de Bellamy para franquearla.
—El número 1514 nos lleva hasta un cuadro muy concreto de Durero —aclaró él mientras subían corriendo la escalera, que desembocaba en un gran pasillo. Langdon echó una ojeada y señaló a la izquierda—. Por aquí. —Echaron a andar de nuevo a buen paso—. Lo cierto es que Alberto Durero ocultó el número 1514 en su obra de arte más misteriosa, Melancolía I, que completó en 1514 y es considerada la pieza más influyente del Renacimiento del norte de Europa.
En una ocasión Peter le enseñó a Katherine Melancolía I en un viejo libro sobre misticismo antiguo, pero ella no recordaba haber visto escondido el número 1514.
—Como tal vez sepas —prosiguió Langdon con nerviosismo—, Melancolía I representa los esfuerzos de la humanidad para comprender los antiguos misterios. El simbolismo de esta obra es tan complejo que hace que Leonardo da Vinci parezca asequible.
Katherine se detuvo en seco y miró a Langdon.
—Robert, Melancolía I está aquí, en Washington, en la Galería Nacional.
—Sí —replicó él con una sonrisa—, y algo me dice que no se trata de una coincidencia. El museo está cerrado a esta hora, pero conozco al director y...
—Olvídalo, Robert, ya sé lo que pasa cuando vas a un museo.
Katherine se dirigió hacia una sala cercana, donde vio una mesa con un ordenador.
Él la siguió con cara de pena.
—Hagamos esto de la forma más sencilla. —Por lo visto, al profesor Langdon, el experto en arte, se le planteaba el dilema ético de utilizar Internet cuando tenía el original tan cerca. Katherine se situó tras la mesa y encendió el ordenador. Cuando el aparato por fin cobró vida ella se dio cuenta de que tenía otro problema—. No veo el icono del navegador.
—Es una red interna. —Langdon le señaló un icono del escritorio—. Prueba ahí.
Katherine hizo clic en el icono COLECCIONES DIGITALES y el ordenador accedió a otra pantalla. A instancias de Langdon, pinchó en otro icono: COLECCIÓN GRABADOS. Ante sus ojos surgió una pantalla nueva. GRABADOS: BUSCAR.
—Teclea Alberto Durero.
Escribió el nombre y a continuación inició la búsqueda. Al cabo de unos segundos la pantalla les ofreció una serie de pequeñas imágenes, todas ellas de estilo parecido: intrincados grabados en blanco y negro. Por lo visto, Durero había realizado docenas de grabados similares.
Katherine recorrió el listado alfabético de obras:
√ Adán y Eva.
√ El prendimiento de Cristo.
√ La gran pasión.
√ La última cena.
√ Los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Al ver todos esos títulos bíblicos Katherine recordó que Durero practicaba algo denominado cristianismo místico, una fusión de cristianismo primitivo, alquimia, astrología y ciencia.
«Ciencia...»
Le vino a la cabeza la imagen de su laboratorio en llamas. Difícilmente podía concebir cuáles serían las repercusiones a largo plazo, pero por el momento sus pensamientos se centraron en su ayudante, Trish. «Espero que lograra escapar».
Langdon estaba diciendo algo sobre la versión de Durero de La última cena, pero Katherine casi no escuchaba. Acababa de ver el link de Melancolía I.
Hizo clic con el ratón y se cargó una página con información general:
Melancolía I, 1514
Alberto Durero
(grabado en papel verjurado)
Colección Rosenwald
Galería Nacional de Arte
Washington
Cuando hubo terminado de cargarse, apareció en todo su esplendor una imagen digital en alta resolución de la obra maestra de Durero.
Katherine la miró desconcertada, había olvidado lo extraña que era, y Langdon soltó una risita comprensiva.
—Ya te dije que era críptica.
En Melancolía I, una figura pensativa provista de enormes alas estaba sentada ante una construcción de piedra, rodeada de la más dispar y extraña colección de objetos imaginable: una balanza, un perro famélico, instrumentos de carpintero, un reloj de arena, varios cuerpos geométricos, una campana, un angelote, un cuchillo, una escalera.
Katherine recordaba vagamente que su hermano le había dicho que el personaje alado era una representación del genio humano: un gran pensador con la mano apoyada en el mentón, abatido, que aún no es capaz de alcanzar la iluminación. Está rodeado de todos los símbolos del intelecto humano —objetos pertenecientes a los campos de la ciencia, las matemáticas, la filosofía, la naturaleza, la geometría, e incluso la carpintería—, y sin embargo todavía no puede subir la escalera que lo conducirá a la verdadera iluminación. «Hasta al genio humano le cuesta entender los antiguos misterios».
—Simbólicamente esto representa el intento fallido por parte del hombre de transformar el intelecto humano en poder divino —explicó Langdon—. En términos alquímicos, plasma nuestra incapacidad de convertir el plomo en oro.
—No es que sea un mensaje muy alentador —convino Katherine—. Así que, ¿cómo va a ayudarnos?
No veía el 1514, el número escondido del que hablaba Langdon.
—Orden del caos —repuso él, esbozando una media sonrisa—. Justo lo que prometió tu hermano. —Introdujo la mano en el bolsillo y sacó la cuadrícula de letras que había escrito antes a partir de la clave masónica—. Ahora mismo esta cuadrícula no tiene sentido.
Extendió el papel en la mesa.
Katherine le echó un vistazo. «Ningún sentido».
—Pero Durero obrará el milagro.
—Y ¿cómo va a hacerlo?
—Alquimia lingüística. —Langdon señaló la pantalla del ordenador—. Mira atentamente: oculto en esta obra de arte hay algo que dotará de sentido estas dieciséis letras. —Permaneció a la espera—. ¿Es que no lo ves? Busca el número 1514.
Katherine no estaba de humor para juegos.
—Robert, no veo nada. Una esfera, una escalera, un cuchillo, un poliedro, una balanza... Me rindo.
—Mira ahí, al fondo. Grabado en la construcción, detrás del ángel, bajo la campana. Durero grabó un cuadrado repleto de números.
Katherine reparó en el cuadrado y los números, entre los cuales se encontraba el 1514.
—Ese cuadrado es la clave para descifrar la pirámide.
Ella lo miró sorprendida.
—No es un cuadrado cualquiera —añadió él, risueño—. Ése, señora Solomon, es un cuadrado mágico.
Capítulo 69
«¿Adónde demonios me llevan?»
Bellamy seguía con los ojos vendados en la parte trasera del Escalade negro. Tras una breve pausa en algún lugar próximo a la biblioteca del Congreso, el vehículo continuó avanzando..., si bien durante sólo un minuto. El coche se detuvo de nuevo, después de recorrer una manzana aproximadamente.
Bellamy oyó voces apagadas.
—Lo siento..., imposible —decía una voz autoritaria—... cerrado a esta hora...
El conductor del todoterreno replicó con idéntica autoridad:
—Investigación de la CIA..., seguridad nacional...
Al parecer, el intercambio de palabras y credenciales surtió efecto, ya que el tono cambió de inmediato.
—Sí, naturalmente..., por la entrada de servicio... —Se oyó el chirrido estridente de lo que parecía la puerta de un garaje y, cuando ésta se abrió, la voz añadió—: ¿Quieren que los acompañe? Una vez dentro no podrán pasar...
—No. Tenemos acceso.
Si el guardia se sorprendió, fue demasiado tarde: el vehículo volvía a moverse. Avanzó unos cincuenta metros y paró. La pesada puerta se cerró tras ellos con gran estruendo.
Silencio.
Bellamy se dio cuenta de que temblaba.
La portezuela trasera del todoterreno se abrió ruidosamente. Bellamy notó un dolor intenso en los hombros cuando alguien tiró de él por los brazos y después lo obligó a ponerse de pie. Sin mediar palabra, una poderosa fuerza lo condujo a través de una amplia zona pavimentada. Había un extraño olor a tierra que él no era capaz de ubicar. Se oían las pisadas de alguien más, pero quienquiera que fuese aún no había abierto la boca.
Se detuvieron ante una puerta y Bellamy oyó un pitido electrónico. La puerta se abrió con un clic. Llevaron a Bellamy de malos modos por varios corredores, y éste no pudo evitar percatarse de que el aire era más cálido y húmedo. «¿Una piscina climatizada? No». No olía a cloro..., sino a algo mucho más térreo y primario.
«¿Dónde demonios estamos?» Bellamy sabía que no podía encontrarse a más de una manzana o dos del Capitolio. Se detuvieron de nuevo y volvió a oírse el pitido electrónico de una puerta de seguridad, que se deslizó con un siseo. Cuando lo hicieron entrar de un empujón, el olor que lo recibió le resultó inconfundible.
Bellamy ahora sabía dónde se hallaban. «¡Dios mío!» Acudía allí a menudo, aunque nunca por la entrada de servicio. El espléndido edificio de cristal sólo estaba a unos trescientos metros del Capitolio, y técnicamente formaba parte del complejo del mismo. «¡Yo dirijo este sitio!» Bellamy cayó en la cuenta de que el acceso se lo estaba proporcionando su propia llave electrónica.
Unos brazos fuertes lo obligaron a cruzar el umbral y lo guiaron por un familiar sendero serpenteante. El calor pesado y húmedo de ese sitio solía proporcionarle consuelo. Esa noche, en cambio, estaba sudando.
«¿Qué hacemos aquí?»
De pronto su avance se vio interrumpido y lo sentaron en un banco. El hombre musculoso le quitó las esposas sólo lo bastante para volver a afianzarlas al banco, a la espalda.
—¿Qué quieren de mí? —exigió Bellamy, el corazón desbocado.
Por toda respuesta recibió el sonido de unas botas que se alejaban y la puerta de cristal que se cerraba.
Luego se hizo el silencio.
Un silencio absoluto.
«¿Es que van a dejarme aquí? —El Arquitecto del Capitolio sudaba más profusamente ahora mientras forcejeaba para desasirse—. ¿Ni siquiera puedo quitarme la venda?»
—¡Ayuda! —exclamó—. ¡Que alguien me ayude!
Aunque gritaba presa del pánico, sabía que nadie lo oiría. La ingente habitación de cristal —conocida como «la Jungla»— era completamente hermética cuando se cerraban las puertas.
«Me han dejado en la Jungla —pensó—. No me encontrarán hasta mañana». Entonces lo oyó.
Algo apenas perceptible, pero que aterrorizó a Bellamy más que cualquier otra cosa que hubiese oído en su vida. «Algo respira. Muy cerca».
No estaba solo en el banco.
Notó tan cerca del rostro el repentino siseo de una cerilla que hasta sintió el calor. Bellamy se echó hacia atrás, tirando instintivamente de las cadenas con todas sus fuerzas.
Entonces, sin previo aviso, una mano le quitó la venda.
La llama que tenía delante se reflejó en los negros ojos de Inoue Sato cuando ésta acercó el fósforo al cigarrillo que le colgaba de los labios, a escasos centímetros del rostro de Bellamy.
La mujer lo fulminó con la mirada bajo la luz de la luna que se colaba por el techo de cristal. Parecía encantada de verlo aterrorizado.
—Bueno, señor Bellamy —dijo Sato mientras sacudía la cerilla para apagarla—. ¿Por dónde empezamos?
Capítulo 70
«Un cuadrado mágico». Katherine asintió mientras observaba el recuadro numérico del grabado de Durero. La mayoría de la gente hubiera pensado que Langdon había perdido el juicio, pero ella no tardó en darse cuenta de que tenía razón.
La locución «cuadrado mágico» no hacía referencia a algo místico, sino a algo matemático: era el nombre que recibía una cuadrícula de números consecutivos dispuestos de tal forma que la suma de todas las filas, las columnas y las diagonales arrojaba el mismo resultado. Creados hacía unos cuatro mil años por matemáticos egipcios e indios, hay quien todavía pensaba que los cuadrados mágicos poseían poderes. Katherine había leído que incluso en la actualidad indios devotos dibujaban cuadrados mágicos de tres por tres llamados kubera kolam en los altares de sus casas. Aunque, básicamente, el hombre moderno había relegado los cuadrados mágicos a la categoría de matemática recreativa, y a algunos todavía les satisfacía buscar nuevas configuraciones mágicas. «Sudokus para genios».
Katherine analizó a toda prisa el cuadrado de Durero y sumó los números de varias filas y columnas.
—Treinta y cuatro —dijo—. Todas las sumas dan treinta y cuatro.
—Exacto —apuntó Langdon—. Pero ¿sabías que este cuadrado mágico es famoso porque Durero consiguió lo que parecía imposible? —Sin pérdida de tiempo le demostró a Katherine que, además de lograr que las filas, las columnas y las diagonales sumasen treinta y cuatro, Durero también dio con el modo de hacer que los cuatro cuadrantes, el cuadrado central e incluso las cuatro esquinas dieran ese mismo número—. Sin embargo, lo más asombroso es que Durero fue capaz de situar los números 15 y 14 juntos en la fila inferior para dejar constancia del año en que consiguió tan increíble proeza.
Katherine revisó los números y se quedó atónita al confirmar todas aquellas combinaciones.
El nerviosismo de Langdon iba en aumento.
—Lo increíble de Melancolía I es que es la primera vez en la historia que aparecía un cuadrado mágico en el arte europeo. Algunos historiadores creen que así fue como Durero expresó, de forma codificada, que los antiguos misterios habían salido de las escuelas de misterios de Egipto y se hallaban en poder de las sociedades secretas europeas. —Langdon hizo una pausa—. Lo que nos trae de vuelta a... esto.
Señaló el papel con la cuadrícula de letras de la pirámide.
—Supongo que ahora te resultará familiar, ¿no? —inquirió él.
—Un cuadrado de cuatro por cuatro.
Langdon cogió el lápiz y trasladó con cuidado el cuadrado mágico de Durero al papel, justo al lado de las letras. Katherine observaba; aquello iba a ser muy fácil. Él estaba sereno, el lápiz en la mano, y sin embargo..., por extraño que pareciese, tras todo aquel entusiasmo dio la impresión de vacilar.
—¿Robert?
Él se volvió hacia ella, la preocupación reflejada en su rostro.
—¿Estás segura de que queremos hacer esto? Peter pidió expresamente...
—Robert, si no quieres descifrar la inscripción, lo haré yo. —Extendió la mano para que él le diese el lápiz.
Langdon supo que no habría forma de detenerla, de modo que se dio por vencido y volvió a centrar su atención en la pirámide. Con suma cautela, colocó el cuadrado mágico sobre la cuadrícula de letras de la pirámide y asignó a cada uno de los caracteres un número. Después trazó otra cuadrícula y dispuso las letras de la clave masónica en el orden que definía la secuencia del cuadrado mágico de Durero.
Cuando terminó, ambos observaron el resultado.
El desconcierto de Katherine fue inmediato.
—Sigue siendo un galimatías.
Langdon permaneció callado largo rato.
—Lo cierto es que no. —Sus ojos brillaron de nuevo con la emoción del descubrimiento—. Es... latín.
En un largo y oscuro pasillo, un anciano ciego se dirigía a su despacho todo lo rápido que podía. Cuando por fin llegó se desplomó en su silla, los viejos huesos agradeciendo el alivio. El contestador automático emitía un pitido. Pulsó un botón y escuchó el mensaje.
—«Soy Warren Bellamy —dijo su amigo y hermano masón en un susurro—. Me temo que tengo muy malas noticias...»
Los ojos de Katherine Solomon volvieron a clavarse en la cuadrícula de letras, analizando de nuevo el texto. Sí, sin duda, allí había una palabra en latín: «Jeova».
Katherine no había estudiado latín, pero esa palabra le resultaba familiar por sus lecturas de antiguos textos hebreos: Jeova, Jehová. Al seguir la cuadrícula con la vista como si de la página de un libro se tratara, le sorprendió darse cuenta de que era capaz de leer todo el texto de la pirámide.
«Jeova Sanctus Unus».
Supo de inmediato lo que significaba: la locución era omnipresente en las traducciones modernas de las Escrituras hebreas. En la Torá, el Dios de los hebreos recibía muchos nombres —Jeova, Jehová, Joshua, Yavé, la Fuente, Elohim—, pero numerosas traducciones latinas habían fundido la confusa nomenclatura en una única locución latina: «Jeova Sanctus Unus».
—¿Un único Dios? —musitó ella para sí. Sin duda no daba la impresión de que eso les fuese a ayudar a encontrar a su hermano—. ¿Éste es el mensaje secreto de la pirámide? ¿Un único Dios? Yo creía que se trataba de un mapa.
Langdon parecía igualmente perplejo, la emoción de sus ojos desvaneciéndose.
—A todas luces, la decodificación es correcta, pero...
—El hombre que tiene a mi hermano quiere un lugar. —Se colocó el pelo tras la oreja—. Esto no le va a hacer ninguna gracia.
—Katherine —dijo él, lanzando un suspiro—. Ya me lo temía. Llevo toda la noche con la sensación de que estamos tratando como reales una serie de mitos y alegorías. Puede que esta inscripción nos remita a un lugar metafórico; es posible que nos esté diciendo que el verdadero potencial del hombre sólo se puede alcanzar a través de un único Dios.
—Pero no tiene sentido —objetó ella, la mandíbula apretada en señal de frustración—. Mi familia ha protegido esta pirámide durante generaciones. ¿Un único Dios? ¿Ése es el secreto? ¿Y la CIA considera que este asunto es de seguridad nacional? O ellos mienten o a nosotros se nos escapa algo.
Langdon, de acuerdo con ella, se encogió de hombros.
Justo entonces sonó el teléfono.
En un despacho desordenado y lleno de libros antiguos, el anciano se encorvó sobre la mesa, sosteniendo un teléfono en la artrítica mano.
El aparato sonó y sonó.
Finalmente una voz vacilante repuso:
—¿Sí?
La voz era grave, pero insegura.
El anciano musitó:
—Me han dicho que solicita usted asilo.
Al otro lado de la línea, el hombre pareció sobresaltarse.
—¿Quién es usted? ¿Lo ha llamado Warren Bell...?
—Nada de nombres, por favor —pidió el anciano—. Dígame, ¿ha logrado proteger el mapa que le fue confiado?
A la sorpresa inicial siguió una pausa.
—Sí..., pero creo que da igual: no dice gran cosa. Si es un mapa, parece más metafórico que...
—No, el mapa es real, se lo aseguro. Y apunta a un lugar muy real. Ha de mantenerlo a salvo. No sé cómo decirle lo importante que es. Lo están siguiendo, pero si es capaz de llegar hasta aquí sin que nadie lo vea yo le daré asilo... y respuestas.
El hombre titubeó, al parecer indeciso.
—Amigo mío —empezó el anciano, escogiendo las palabras con cuidado—. Existe un refugio en Roma, al norte del Tíber, que alberga diez piedras del monte Sinaí, una del mismísimo cielo y una que tiene el rostro del siniestro padre de Luke. ¿Sabe dónde me encuentro?
Tras una larga pausa, el hombre contestó:
—Sí, lo sé.
El anciano sonrió. «Eso creía, profesor».
—Venga inmediatamente. Y asegúrese de que no lo siguen.
Capítulo 71
Mal’akh estaba desnudo en medio del calor de la ducha. Volvía a sentirse puro, tras haberse desprendido del olor a etanol. A medida que el vapor de eucalipto iba impregnando su piel, sentía que sus poros se abrían. Entonces comenzó el ritual.
En primer lugar se extendió una crema depilatoria por el tatuado cuerpo y el cuero cabelludo, eliminando cualquier rastro de pelo. «Los dioses de las siete islas de las Helíades no tenían vello». A continuación se masajeó la ablandada y receptiva piel con aceite de Abramelín. «El Abramelín es el aceite sagrado de los grandes magos». Después giró el mando de la ducha hacia la izquierda y el agua salió fría. Permaneció bajo la congelada agua un minuto entero para cerrar los poros y retener el calor y la energía en su interior. El frío le servía para recordar el río helado donde comenzó su transformación.
Cuando salió de la ducha tiritaba, pero al cabo de unos segundos el calor acumulado fue atravesando las capas de su cuerpo hasta reconfortarlo. Era como si tuviese un horno dentro. Mal’akh se plantó desnudo delante del espejo y admiró sus formas..., tal vez fuera la última vez que se vería siendo un simple mortal.
Sus pies eran las garras de un halcón; sus piernas —Boaz y Jachin—, los antiguos pilares de la sabiduría; sus caderas y su abdomen, el arco del poder místico, y, colgando debajo de éste, su enorme órgano sexual lucía los símbolos tatuados de su destino. En otra vida esa poderosa verga había sido su fuente de placer carnal, pero ya no era así.
«Me he purificado».
Al igual que los monjes eunucos místicos cátaros, Mal’akh se había extirpado los testículos. Había sacrificado la potencia física por una más encomiable. «Los dioses no tienen sexo». Tras despojarse de la imperfección humana del sexo, así como del furor terrenal que iba unido a la tentación carnal, Mal’akh había pasado a ser como Urano, Atis, Esporo y los grandes magos castrados de la leyenda artúrica. «Toda metamorfosis espiritual va precedida de una física». Ésa era la lección aprendida de todos los grandes dioses..., de Osiris a Tamuz, Jesús, Shiva o al propio Buda.
«He de despojarme del hombre que me viste».
De repente miró hacia arriba, más allá del fénix bicéfalo del pecho, del collage de antiguos sigilos que ornaba su rostro, directamente a la parte superior de su anatomía. Bajó la cabeza en dirección al espejo, apenas capaz de ver el círculo de piel lisa que aguardaba justo en la coronilla. Ese lugar del cuerpo era sagrado. Se lo conocía como fontanela, y era el único espacio del cráneo humano que permanecía abierto al nacer. «El ojo del cerebro». Aunque este portal fisiológico se cierra en cuestión de meses, sigue siendo un vestigio simbólico de la conexión perdida entre los mundos exterior e interior.
Mal’akh examinó el sagrado redondel de piel virginal, que estaba circundado, a modo de corona, por un uróboros, una serpiente mística que engulle su propia cola. La carne desnuda parecía devolverle la mirada..., una mirada radiante, cargada de promesas.
Robert Langdon no tardaría en descubrir el gran tesoro que necesitaba Mal’akh. Y una vez fuera suyo, ese vacío que se abría en lo alto de su cabeza sería cubierto y él finalmente estaría preparado para la transformación definitiva.
Mal’akh cruzó el dormitorio y sacó una larga tira de seda blanca del cajón inferior. Como tantas otras veces, cubrió con ella las ingles y las nalgas y fue abajo.
Ya en el despacho vio en el ordenador que acababa de recibir un correo electrónico.
Era de su contacto.
LO QUE NECESITA ESTÁ CERCA.
ME PONDRÉ EN CONTACTO CON USTED ANTES DE UNA HORA. PACIENCIA.
Mal’akh sonrió: había llegado el momento de hacer los últimos preparativos.
Capítulo 72
El agente de la CIA estaba de un humor de perros cuando bajó del balcón de la sala de lectura. «Bellamy nos ha mentido». El agente no había visto ni una sola señal térmica en la parte de arriba, cerca de la estatua de Moisés, ni ahí ni en ningún otro sitio.
«Entonces, ¿adónde diablos ha ido Langdon?»
El agente volvió sobre sus pasos hasta el único sitio en que habían detectado señales térmicas: la consola de la biblioteca. Descendió de nuevo la escalera, situándose bajo el eje octogonal. El ruido sordo de las cintas transportadoras resultaba enervante. Mientras avanzaba por el lugar se colocó las gafas de visión térmica y escudriñó la habitación. Nada. Miró hacia las estanterías, donde la malparada puerta todavía reflejaba calor debido a la explosión. Aparte de eso no vio...
«¡Joder!»
El agente dio un salto atrás cuando una luminiscencia inesperada entró en su campo de visión. Como si de un par de fantasmas se tratase, de la pared, en una cinta transportadora, acababan de aparecer las huellas tenuemente brillantes de dos humanoides. «Señales térmicas».
Pasmado, el agente vio que las dos apariciones daban la vuelta a la estancia en la cinta y desaparecían cabeza arriba por un angosto orificio que se abría en la pared. «¿Han salido por la cinta? Menuda locura».
Además de caer en la cuenta de que acababan de perder a Robert Langdon por un agujero practicado en la pared, el agente comprendió que ahora tenía otro problema. «¿Langdon no está solo?»
Iba a encender el transmisor para avisar al jefe de equipo, pero éste se le adelantó.
—A todas las unidades, tenemos un Volvo abandonado en la plaza, delante de la biblioteca. A nombre de una tal Katherine Solomon. Un testigo ocular dice que la mujer ha entrado en la biblioteca no hace mucho. Sospechamos que está con Robert Langdon. La directora Sato ha ordenado que demos con ellos inmediatamente.
—¡Tengo señales térmicas de los dos! —gritó el agente en la sala de distribución. Y acto seguido explicó cómo estaban las cosas.
—Por el amor de Dios —replicó el jefe de equipo—. ¿Adónde demonios va la cinta?
El agente ya estaba consultando el plano de referencia para los empleados que figuraba en el tablón de anuncios.
—Al edificio Adams —contestó—. A una manzana de aquí.
—A todas las unidades: diríjanse al edificio Adams. ¡Inmediatamente!
Capítulo 73
«Asilo. Respuestas».
Las palabras resonaban en la cabeza de Langdon cuando Katherine y él salieron del edificio Adams por una puerta lateral para ser recibidos por la fría noche invernal. El autor de la misteriosa llamada había revelado su ubicación enigmáticamente, pero Langdon lo había entendido. La reacción de Katherine al saber adónde se dirigían había sido de lo más optimista: «¿Qué mejor sitio para encontrar a un único Dios?»
Ahora la cuestión era cómo llegar hasta allí.
Langdon giró sobre sus talones para intentar orientarse. Reinaba la oscuridad, pero por suerte el cielo se había despejado. Se encontraban en un pequeño patio. A lo lejos, la cúpula del Capitolio parecía asombrosamente distante, y Langdon se percató de que era la primera vez que salía al exterior desde que llegó al Capitolio hacía varias horas.
«Pues vaya con la conferencia».
—Robert, mira —Katherine señaló la silueta del edificio Jefferson.
Al verlo, la primera reacción de Langdon fue de asombro por haber llegado tan lejos bajo tierra en una cinta transportadora. La segunda, sin embargo, fue de alarma: el edificio Jefferson bullía de actividad, con furgonetas y coches que entraban, hombres que gritaban. «¿Es eso un reflector?»
Langdon cogió de la mano a Katherine.
—Vamos.
Cruzaron el patio a la carrera en dirección nordeste, ocultándose rápidamente tras una elegante construcción en forma de U que Langdon reconoció: la biblioteca Folger Shakespeare. Esa noche el edificio en cuestión parecía el escondite perfecto para ellos, ya que albergaba el manuscrito original en latín de Nueva Atlántida, de Francis Bacon, la visión utópica según la cual los padres de la nación supuestamente forjaron un nuevo mundo basándose en los conocimientos de la antigüedad. Así y todo, Langdon no tenía intención de detenerse.
«Necesitamos un taxi».
Llegaron a la esquina de Third Street con East Capitol. El tráfico era escaso, y Langdon sintió que sus esperanzas se desvanecían cuando se puso a buscar un taxi. Echaron a correr hacia el norte por Third Street, alejándose de la biblioteca del Congreso. Por fin, después de recorrer una manzana entera, Langdon divisó un taxi que daba la vuelta a la esquina. Lo llamó y el vehículo se detuvo a su lado.
En la radio sonaba música de Oriente Próximo, y el joven taxista árabe les dedicó una sonrisa amistosa.
—¿Adónde los llevo? —inquirió éste cuando ellos se subieron al coche.
—Vamos a...
—Al noroeste —intervino Katherine al tiempo que señalaba a Third Street en dirección contraria al edificio Jefferson—. Vaya hacia Union Station y gire a la izquierda en Massachusetts Avenue. Allí ya le indicaremos.
El taxista se encogió de hombros, cerró la mampara de plexiglás y volvió a poner música.
Katherine lanzó una mirada reprobadora a Langdon, como diciendo: «No dejes pistas». A continuación indicó la ventanilla, haciendo que Langdon reparara en un helicóptero negro que volaba bajo, aproximándose a la zona. «Mierda». Por lo visto, Sato iba muy en serio en lo que respectaba a recuperar la pirámide de Solomon.
Mientras observaban cómo el helicóptero tomaba tierra entre los edificios Jefferson y Adams, Katherine se volvió hacia él, cada vez más preocupada.
—¿Me dejas un segundo el móvil?
Él se lo dio.
—Peter me dijo que tienes memoria eidética, ¿es cierto? —quiso saber ella mientras bajaba la ventanilla—. Y que recuerdas cada número de teléfono que marcas.
—Es verdad, pero...
Katherine lanzó el teléfono a la noche, y Langdon volvió la cabeza a tiempo de ver cómo el móvil salía rodando para romperse en mil pedazos en medio de la calzada.
—¿Por qué has hecho eso?
—Para desaparecer del mapa —replicó ella, la mirada grave—. Esa pirámide es nuestra única esperanza de dar con mi hermano, y no tengo intención de dejar que la CIA nos la quite.
En el asiento delantero, Omar Amirana meneaba la cabeza y canturreaba. La noche había sido muy tranquila, y daba gracias por tener al fin pasajeros. Justo cuando pasaba por Stanton Park oyó por radio el crepitar de la familiar voz de la operadora de su compañía.
—Aquí central. A todos los vehículos que se encuentren en las proximidades del National Mall. Acabamos de recibir un comunicado de las autoridades en el que se informa de la presencia de dos fugitivos en el área del edificio Adams...
Omar escuchó asombrado mientras la central describía precisamente a la pareja que iba en su taxi. Echó una ojeada intranquila por el retrovisor y hubo de reconocer que aquel tipo alto le sonaba. «¿Lo habré visto en la tele, en el programa ese de los delincuentes más buscados?»
Omar agarró la radio con cautela.
—¿Central? —dijo, hablando en voz baja—. Aquí uno, tres, cuatro. Las dos personas de las que habla están en mi taxi... ahora mismo.
La operadora se apresuró a decirle lo que tenía que hacer, y a Omar le temblaban las manos cuando marcó el número de teléfono que le había proporcionado la central. La voz que contestó era tensa y eficiente, como la de un soldado.
—Le habla el agente Turner Simkins, de la CIA. ¿Quién es usted?
—Esto... ¿el taxista? —replicó Omar—. Me han dicho que llamara por las dos...
—¿Están los fugitivos en su vehículo en este momento? Responda únicamente sí o no.
—Sí.
—¿Pueden oír esta conversación? ¿Sí o no?
—No, la mampara...
—¿Adónde los lleva?
—Al noroeste, por Massachusetts Avenue.
—¿La dirección concreta?
—No me la han dicho.
El agente vaciló.
—¿Lleva el hombre una bolsa de piel?
Omar miró por el espejo retrovisor y abrió unos ojos como platos.
—¡Sí! Esa bolsa, ¿no tendrá explosivos o...?
—Escuche con atención —ordenó el agente—. Usted no correrá ningún peligro siempre y cuando siga mis instrucciones al pie de la letra, ¿está claro?
—Sí, señor.
—¿Cómo se llama?
—Omar —contestó el taxista, rompiendo a sudar.
—Escuche, Omar —dijo el agente con calma—. Lo está haciendo muy bien. Quiero que conduzca lo más despacio posible mientras sitúo a mi equipo delante de usted, ¿entendido?
—Sí, señor.
—¿Lleva el taxi un intercomunicador para hablar con ellos en el asiento trasero?
—Sí, señor.
—Bien. Esto es lo que quiero que haga.
Capítulo 74
La Jungla, tal y como se la conoce, constituye el eje del Jardín Botánico de Washington (USBG) —el museo vivo de América—, situado junto al Capitolio. Estrictamente hablando una selva tropical, la Jungla se integra en un imponente invernadero del que forman parte altísimos cauchos, higuerones y una pasarela elevada para los turistas más osados.
Por lo general, Warren Bellamy se sentía reconfortado con los olores a tierra de la Jungla y el sol que se colaba a través de la bruma que generaban los inyectores de vapor instalados en el techo de cristal. Esa noche, sin embargo, iluminada únicamente por la luna, la Jungla se le antojaba aterradora. Sudaba a mares y se retorcía para combatir los calambres que sentía en los brazos, todavía sujetos dolorosamente a la espalda.
La directora Sato caminaba ante él dando tranquilas caladas al cigarrillo, algo que en ese entorno tan mimado equivalía a un acto de ecoterrorismo. Su rostro casi parecía demoníaco bajo la luz ahumada de la luna, que entraba por el techo de cristal que se alzaba sobre sus cabezas.
—Entonces —prosiguió Sato—, cuando llegó usted al Capitolio esta noche y descubrió que yo ya estaba allí... tomó una decisión. En lugar de advertirme de su presencia, bajó al subsótano sin hacer ruido y, corriendo un gran riesgo, atacó al jefe Anderson y a mí y ayudó a escapar a Langdon con la pirámide y el vértice. —Se frotó el hombro—. Una decisión interesante.
«Una decisión que volvería a tomar», pensó Bellamy.
—¿Dónde está Peter? —preguntó él, enfadado.
—¿Cómo voy a saberlo yo? —repuso Sato.
—Parece saberlo todo —espetó Bellamy, sin preocuparse lo más mínimo por ocultar sus sospechas de que, de alguna manera, ella estaba detrás de aquel enredo—. Supo que debía ir al Capitolio, supo dar con Robert Langdon, e incluso supo que tenía que pasar la bolsa de Langdon por el control de rayos X para encontrar el vértice. Es evidente que alguien le está proporcionando mucha información confidencial.
Sato soltó una fría risotada y se acercó a él.
—Señor Bellamy, ¿por eso me atacó usted? ¿Cree que soy el enemigo? ¿Cree que estoy intentando robarle la pirámide de marras? —Sato dio una calada al pitillo y expulsó el humo por la nariz—. Escúcheme bien: nadie entiende mejor que yo la importancia de guardar secretos. Creo, igual que usted, que existe cierta información de la que no debería hacerse partícipe a las masas. Esta noche, sin embargo, han entrado en juego unos factores que me temo usted todavía no ha entendido. El hombre que secuestró a Peter Solomon posee un enorme poder..., un poder del que por lo visto usted aún no es consciente. Créame, es una bomba de relojería andante..., capaz de desencadenar una serie de acontecimientos que cambiarán profundamente el mundo tal y como usted lo conoce.
—No comprendo.
Bellamy se revolvió en el banco, los brazos doloridos por culpa de las esposas.
—No es preciso que comprenda. Es preciso que obedezca. Ahora mismo mi única esperanza de evitar una catástrofe de proporciones colosales reside en cooperar con ese tipo..., y en darle exactamente lo que quiere. Lo que significa que va usted a llamar al señor Langdon para pedirle que se entregue, junto con la pirámide y su vértice. Cuando Langdon esté bajo mi custodia descifrará la inscripción de la pirámide, obtendrá la información que exige ese hombre y le facilitará exactamente lo que desea.
«¿La ubicación de la escalera de caracol que conduce a los antiguos misterios?»
—No puedo hacerlo. He jurado guardar el secreto.
Sato estalló.
—¡Me importa una mierda lo que haya jurado! Lo meteré en la cárcel en menos que canta...
—Amenáceme cuanto quiera —replicó Bellamy en un tono desafiante—. No pienso ayudarla.
Sato respiró hondo y dijo en un susurro intimidatorio:
—Señor Bellamy, no tiene ni la más remota idea de lo que está pasando esta noche, ¿no es así?
El tenso silencio se prolongó varios segundos, interrumpido finalmente por el sonido del teléfono de Sato. Ella metió la mano en el bolsillo y lo sacó con impaciencia.
—Habla —repuso, escuchando atentamente la respuesta—. ¿Dónde está ahora el taxi? ¿Cuánto tiempo? Vale, bien. Tráelos al Jardín Botánico. Por la entrada de servicio. Y asegúrate de que tienes la puñetera pirámide y el vértice.
Sato colgó y se dirigió a Bellamy con una sonrisa de suficiencia en los labios.
—Vaya..., me parece que ya no me es usted de ninguna utilidad.
Capítulo 75
Robert Langdon miraba al vacío con cara inexpresiva, demasiado cansado para instar al lento taxista a que acelerara. A su lado, Katherine también había caído en el mutismo, frustrada al no poder entender qué tenía de tan especial la pirámide. Habían vuelto a repasar todo cuanto sabían de la pirámide, el vértice y los extraños acontecimientos que habían sucedido a lo largo de la noche, y seguían sin tener idea de cómo esa pirámide podía considerarse un mapa que llevase a ninguna parte.
«¿"Jeova Sanctus Unus"? ¿El secreto está dentro de Su Orden?»
Su misterioso contacto les había prometido respuestas si lograban reunirse con él en un lugar concreto. «Un refugio en Roma, al norte del Tíber». Langdon sabía que la «nueva Roma» de los padres fundadores había sido rebautizada Washington en una etapa temprana de su historia, y sin embargo aún se conservaban vestigios de aquel sueño inicial: las aguas del Tíber seguían afluyendo al Potomac, los senadores todavía se reunían bajo una réplica de la cúpula de la basílica de San Pedro, y Vulcano y Minerva aún velaban por la llama de la Rotonda, extinguida hacía tiempo.
Supuestamente, las respuestas que buscaban Langdon y Katherine los aguardaban tan sólo unos kilómetros más adelante. «Noroeste por Massachusetts Avenue». Su destino ciertamente era un refugio... al norte del Tíber, el riachuelo que discurría por Washington. A Langdon le habría gustado que el conductor fuese a mayor velocidad.
De pronto Katherine se irguió en el asiento, como si hubiera caído en algo de repente.
—¡Dios mío, Robert! —Se volvió hacia él, palideciendo. Titubeó un instante y a continuación afirmó con contundencia—: ¡Vamos mal!
—No, vamos bien —aseguró él—. Está al noroeste por Massachu...
—¡No! Me refiero a que no vamos al sitio adecuado.
Langdon se quedó perplejo. Ya le había explicado cómo sabía cuál era el lugar descrito por el autor de la misteriosa llamada. «Alberga diez piedras del monte Sinaí, una del mismísimo cielo y una que tiene el rostro del siniestro padre de Luke». Sólo había un edificio en el mundo que respondiera a esa descripción. Y allí era exactamente adonde se dirigía el taxi.
—Katherine, estoy seguro de que el lugar es ése.
—¡No! —exclamó ella—. Ya no hace falta que vayamos hasta allí. He descifrado la pirámide y el vértice. Sé de qué va todo esto.
Langdon estaba asombrado.
—¿Lo has desentrañado?
—¡Sí! Y tenemos que ir a Freedom Plaza.
Ahora sí que estaba perdido. La Freedom Plaza, aunque cercana, no parecía venir al caso.
—«Jeova Sanctus Unus» —insistió Katherine—. El único Dios de los hebreos. El símbolo sagrado de los hebreos es la estrella de David, el sello de Salomón, un símbolo importante para los masones. —Sacó un billete de un dólar del bolsillo—. Déjame tu pluma.
Perplejo, Langdon se sacó una estilográfica de la chaqueta.
—Mira. —Ella extendió el billete en el muslo, cogió la pluma y señaló el Gran Sello del dorso—. Si superpones el sello de Salomón al Gran Sello de Estados Unidos... —Dibujó una estrella de David justo sobre la pirámide—. ¡Mira lo que sale!
Él miró el billete y luego a Katherine como si se hubiese vuelto loca.
—Robert, mira bien. ¿Es que no ves lo que estoy señalando?
Él observó de nuevo el dibujo.
«¿Adónde demonios quiere llegar?» Langdon ya había visto esa imagen. Gozaba de popularidad entre los teóricos de la conspiración como prueba de que los masones influían secretamente en su joven nación. Cuando la estrella de seis puntas coincidió con el Gran Sello de Estados Unidos, el vértice superior de la estrella encajaba perfectamente en el ojo que todo lo ve masónico... y, de manera bastante inquietante, los otros cinco vértices claramente apuntaban a las letras M—A—S—O—N.
—Katherine, no es más que una coincidencia, y sigo sin entender qué tiene que ver con Freedom Plaza.
—¡Vuelve a mirar! —urgió ella, ahora casi enfadada—. No estás mirando a donde señalo. Justo ahí. ¿Es que no lo ves?
Lo vio un segundo después.
Turner Simkins, el agente de la CIA, se hallaba a la puerta del edificio Adams, el móvil pegado a la oreja en un esfuerzo por escuchar la conversación que se había entablado en la parte posterior del taxi. «Ha pasado algo». Su equipo estaba a punto de subirse al helicóptero Sikorsky UH—60 modificado para dirigirse al noroeste y montar un control, pero por lo visto la situación había cambiado de pronto.
Hacía unos segundos, Katherine Solomon había empezado a insistir en que iban mal. Su explicación —algo relacionado con el billete de un dólar y la estrella de David— no tenía ningún sentido para el jefe de equipo, como al parecer tampoco lo tenía para Robert Langdon. Por lo menos al principio. Ahora, sin embargo, éste parecía haber entendido a qué se refería ella.
—¡Dios mío, es cierto! —exclamó—. ¿Cómo no lo he visto antes?
De pronto Simkins oyó que alguien golpeaba la mampara del taxi y ésta se descorría.
—Cambio de planes —informó Katherine al taxista—. Llévenos a Freedom Plaza.
—¿A Freedom Plaza? —repitió el hombre, sonando nervioso—. ¿No al noroeste por Massachusetts Avenue?
—¡Olvídelo! —chilló Katherine—. A Freedom Plaza. Gire a la izquierda aquí. ¡Aquí! ¡AQUÍ!
El agente Simkins oyó el chirriar de las ruedas al tomar la curva. Katherine hablaba de nuevo con Langdon, presa de los nervios; decía algo sobre el famoso Gran Sello de bronce que había incrustado en la plaza.
—Señora, sólo para confirmar —interrumpió el taxista, la voz tensa—. Vamos a Freedom Plaza, en la esquina de Pennsylvania Avenue y Thirteenth Street, ¿no?
—Sí —repuso ella—. Dese prisa.
—Está muy cerca. A dos minutos.
Simkins sonrió. «Bien hecho, Omar». Mientras salía disparado hacia el ocioso helicóptero, gritó a su equipo:
—¡Ya son nuestros! ¡A Freedom Plaza! ¡Moveos!
Capítulo 76
Freedom Plaza es un mapa.
Ubicada en la esquina de Pennsylvania Avenue con Thirteenth Street, la plaza de la libertad refleja en su vasta superficie de piedra las calles de Washington según fueron concebidas en su día por Pierre l’Enfant. La plaza es un popular destino turístico no sólo porque es divertido caminar sobre el gigantesco mapa, sino también porque Martin Luther King, por quien recibe el nombre el lugar, escribió gran parte de su discurso «Tengo un sueño» en el cercano Willard Hotel.
El taxista Omar Amirana no paraba de llevar turistas allí, pero esa noche estaba claro que sus dos pasajeros no eran visitantes normales y corrientes. «¿Los persigue la CIA?» Omar apenas se había detenido junto a la acera cuando el hombre y la mujer se bajaron de un salto.
—No se vaya —pidió el hombre de la americana de tweed a Omar—. Ahora mismo volvemos.
El taxista vio que los dos se lanzaban a los abiertos espacios del enorme mapa, señalando con el dedo y hablando a voces mientras escudriñaban la geometría de las distintas calles. Omar cogió el móvil del salpicadero.
—Señor, ¿sigue ahí?
—¡Sí, Omar! —vociferó el aludido al otro lado de la línea por encima de un estruendo que hacía que apenas se lo oyera—. ¿Dónde están ahora?
—Fuera, en el mapa. Es como si buscaran algo.
—No los pierda de vista —ordenó el agente—. Ya casi estoy ahí.
Omar vio que los dos fugitivos daban de prisa con el famoso Gran Sello de la plaza, uno de los medallones de bronce de mayor tamaño del mundo. Permanecieron allí un instante y después empezaron a señalar al suroeste. Acto seguido, el de la americana de tweed volvió al taxi a la carrera. Omar se apresuró a dejar el móvil en el salpicadero cuando el hombre llegó, sin aliento.
—¿Por dónde queda Alexandria, Virginia? —preguntó.
—¿Alexandria?
Omar señaló en dirección suroeste, justo hacia donde ellos acababan de apuntar.
—Lo sabía —susurró, jadeante, el hombre. Dio media vuelta y le chilló a la mujer—: Tienes razón. ¡Alexandria!
Entonces ella hizo que su acompañante fijara su atención en el otro lado de la plaza, en un letrero iluminado que decía «Metro» y no estaba muy lejos de allí.
—La línea azul va directa. Es la estación de King Street.
A Omar le entró el pánico. «Oh, no».
El hombre se volvió hacia el taxista y le dio unos billetes, demasiados, por la carrera.
—Gracias. Es todo.
Cogió la bolsa y salió pitando.
—Esperen. ¡Puedo llevarlos! Sé dónde es.
Pero era demasiado tarde. El hombre y la mujer ya cruzaban la plaza a toda velocidad. Desaparecieron por la escalera que bajaba a la estación de Metro Center.
Omar echó mano del móvil.
—¡Señor! Han bajado corriendo al metro. No he podido impedírselo. Van a coger la línea azul en dirección a Alexandria.
—No se mueva de ahí —chilló el agente—. Llegaré dentro de quince segundos.
Omar miró el fajo de billetes que le había entregado el hombre. Por lo visto, el que quedaba encima era el que habían utilizado: se veía una estrella de David sobre el Gran Sello de Estados Unidos. En efecto, las puntas de la estrella señalaban unas letras: MASON.
Sin previo aviso, Omar sintió a su alrededor una vibración ensordecedora, como si un volquete estuviese a punto de chocar contra su taxi. Alzó la vista, pero la calle estaba desierta. El ruido fue en aumento y, de pronto, un helicóptero negro de líneas depuradas salió de la noche y aterrizó con contundencia en mitad del mapa de la plaza.
De él se bajó un grupo de hombres vestidos de negro, la mayoría de los cuales echaron a correr hacia la estación de metro. Sin embargo, uno fue disparado al taxi de Omar. Abrió la puerta con brusquedad.
—¿Omar? ¿Es usted?
El aludido asintió, atónito.
—¿Han dicho adónde se dirigían? —inquirió el agente.
—A Alexandria, a la estación de King Street —respondió el taxista—. Me ofrecí a llevarlos, pero...
—¿Han dicho a qué lugar de Alexandria?
—No. Estuvieron mirando el medallón del Gran Sello de la plaza, preguntaron dónde quedaba Alexandria y me pagaron con esto. —Le entregó al agente el billete de un dólar con el extraño dibujo. Mientras éste estudiaba el billete, Omar cayó en la cuenta. «¡Los masones! ¡Alexandria!» Uno de los edificios masónicos más famosos de Norteamérica se encontraba en Alexandria—. ¡Lo tengo! —espetó—. El George Washington Masonic Memorial. Está justo enfrente de la estación de King Street.
—Es verdad —convino el agente, que al parecer había llegado a la misma conclusión cuando el resto de sus hombres regresaba de la estación a toda marcha.
—Los hemos perdido —informó uno de ellos—. El tren de la línea azul acaba de salir. No están abajo.
El agente Simkins consultó el reloj y se dirigió de nuevo a Omar.
—¿Cuánto tarda en llegar el metro a Alexandria?
—Por lo menos, diez minutos. Probablemente más.
—Omar, ha hecho un trabajo excelente. Gracias.
—Claro. ¿De qué va todo esto?
Pero el agente Simkins ya corría hacia el helicóptero, gritando por el camino.
—¡Estación de King Street! Llegaremos antes que ellos.
Desconcertado, Omar vio cómo levantaba el vuelo el gran aparato negro, que se ladeó para enfilar hacia el sur por Pennsylvania Avenue y acto seguido se perdió en la noche.
Bajo los pies del taxista, un tren subterráneo cobraba velocidad a medida que se alejaba de Freedom Plaza. A bordo iban Robert Langdon y Katherine Solomon, resoplando, sin decir palabra mientras el tren los acercaba a su destino.
Capítulo 77
El recuerdo siempre empezaba de la misma manera.
Caía..., se precipitaba de espaldas hacia un río helado que corría por el cauce de un profundo barranco. En lo alto, los crueles ojos grises de Peter Solomon miraban más allá del cañón de la pistola de Andros. Mientras caía, el mundo se iba alejando, todo desaparecía a medida que a él lo iba envolviendo la nube neblinosa formada por la cascada que se derramaba río arriba.
Durante un instante todo fue blanco, como el cielo.
Entonces impactó contra el hielo.
Frío. Negrura. Dolor.
Caía en picado, arrastrado por una fuerza poderosa que lo estrellaba sin piedad contra las piedras en un vacío de una frialdad insoportable. Sus pulmones necesitaban aire, y sin embargo los músculos del pecho se habían contraído de tal forma con el frío que él ni siquiera era capaz de respirar.
«Estoy debajo del hielo».
Cerca del salto de agua, al parecer, el hielo era fino debido a las turbulencias, y Andros lo había atravesado. Ahora era barrido corriente abajo, atrapado bajo un techo transparente. Arañó el hielo por debajo para intentar romperlo, pero carecía de punto de apoyo. El agudo dolor que le producía el orificio de bala que se abría en su hombro empezaba a desvanecerse, al igual que el de las perdigonadas; ambos eran anulados por el paralizante cosquilleo del entumecimiento.
La corriente era cada vez más veloz, lo empujaba hacia un recodo del río. Su cuerpo pedía oxígeno a gritos. De pronto se enredó en unas ramas y quedó encajado en un árbol que había caído al agua. «¡Piensa!» Palpó una rama con desesperación hasta llegar a la superficie y dar con el punto en que la rama perforaba el hielo. Sus dedos hallaron el minúsculo espacio abierto que rodeaba la rama y él tiró de los bordes tratando de agrandar el orificio; una vez, dos, la abertura se ensanchaba, ahora medía varios centímetros de lado a lado.
Tras apoyarse en la rama, echó atrás la cabeza y pegó la boca a la abertura. El invernal aire que entró en sus pulmones se le antojó caliente. La repentina irrupción de oxígeno alimentó sus esperanzas. Plantó los pies en el tronco e hizo fuerza hacia arriba con la espalda y los hombros. El hielo que rodeaba el árbol caído, atravesado por ramas y rocalla, ya estaba debilitado, y cuando él clavó las poderosas piernas en el tronco, su cabeza y sus hombros rompieron el hielo y emergieron a la noche de invierno. El aire inundó sus pulmones. Todavía sumergido en su mayor parte, se retorció con vehemencia, impulsándose con las piernas, tirando con los brazos, hasta que finalmente salió del agua y se vio tumbado en el desnudo hielo, jadeante.
Andros se quitó el empapado pasamontañas y se lo guardó en el bolsillo. Acto seguido volvió la cabeza hacia donde suponía que se encontraba Peter Solomon, pero el recodo del río le impedía ver nada. El pecho le ardía de nuevo. Sin hacer ruido, acercó una rama pequeña y la tendió sobre el orificio para ocultarlo. La abertura volvería a estar congelada por la mañana.
Mientras Andros se adentraba en el bosque, comenzó a nevar. No tenía la menor idea de lo que llevaba andando cuando salió del arbolado y se vio ante un terraplén contiguo a una carretera estrecha. Deliraba y presentaba señales de hipotermia. La nieve caía con más ganas, y a lo lejos distinguió unos faros que se aproximaban. Andros se puso a hacer señales como un loco, y la solitaria camioneta se detuvo en el acto. La matrícula era de Vermont. Del vehículo salió un anciano con una camisa de cuadros roja.
Andros se acercó a él tambaleándose, las manos en el ensangrentado pecho.
—Un cazador... me ha disparado. Necesito un... hospital.
Sin vacilar, el anciano de Vermont ayudó a Andros a entrar en la camioneta y subió la calefacción.
—¿Dónde está el hospital más cercano?
Andros lo desconocía, pero señaló en dirección sur.
—La próxima salida.
«No vamos a ningún hospital».
Al día siguiente se denunció la desaparición del anciano de Vermont, pero nadie sabía en qué punto del viaje había podido producirse la desaparición con aquella tormenta de nieve cegadora. Tampoco se relacionó dicha desaparición con la otra noticia que salió en primera plana al día siguiente: el sobrecogedor asesinato de Isabel Solomon.
Cuando Andros despertó, estaba tendido en la desolada habitación de un motel barato que estaba cerrado y entablado durante la temporada. Recordaba haber entrado, haberse vendado las heridas con unas tiras de sábana y haberse acurrucado en una endeble cama bajo un montón de mantas que olían a humedad. Estaba muerto de hambre.
Fue al cuarto de baño como pudo y vio en el lavabo los perdigones llenos de sangre. Se acordaba vagamente de habérselos sacado del pecho. Tras alzar la vista al sucio espejo, se retiró de mala gana los sanguinolentos vendajes para calibrar los daños. Los endurecidos músculos del pecho y el abdomen habían impedido que los perdigones penetraran demasiado, y sin embargo su cuerpo, antes perfecto, parecía un colador. La única bala disparada por Peter Solomon al parecer le había atravesado el hombro limpiamente, dejando un cráter ensangrentado.
Para colmo, Andros no había logrado obtener aquello para lo que se había desplazado hasta allí: la pirámide. Las tripas le sonaban, y se acercó con dificultad hasta la camioneta con la esperanza de encontrar algo de comida. El vehículo estaba cubierto de una gruesa capa de nieve, y Andros se preguntó cuánto tiempo habría estado durmiendo en el viejo motel. «Menos mal que me he despertado». En el asiento delantero no encontró nada que comer, pero sí unos analgésicos para la artritis en la guantera. Se tomó un puñado, que tragó con ayuda de varios montones de nieve.
«Necesito comer».
Unas horas después, la camioneta que salió de detrás del viejo motel no se parecía en nada a la que había entrado en él dos días antes. Le faltaban la capota, los tapacubos, las pegatinas del parachoques y toda la demás parafernalia. La matrícula de Vermont también había desaparecido, sustituida por la de una vieja camioneta de mantenimiento que Andros encontró aparcada junto al contenedor del motel, en el que se deshizo de las sábanas ensangrentadas, los perdigones y todo lo que apuntaba a su presencia allí.
No había renunciado a la pirámide, pero por el momento tendría que esperar. Debía esconderse, curarse y, sobre todo, comer. Dio con un restaurante de carretera en el que se dio un atracón de huevos, beicon, patatas fritas y tres vasos de zumo de naranja. Cuando hubo terminado pidió más comida para llevar. De nuevo en la carretera, Andros estuvo escuchando la vieja radio de la camioneta. Llevaba sin ver la televisión y leer un periódico desde que sufrió aquella dura prueba, y cuando finalmente oyó una emisora local, las noticias lo dejaron pasmado.
—«Investigadores del FBI continúan la búsqueda del intruso armado que asesinó a Isabel Solomon en su casa de Potomac hace dos días —informaba el locutor—. Se cree que el asesino atravesó el hielo y fue arrastrado hasta el mar».
Andros se quedó helado. «¿Que asesinó a Isabel Solomon?» Continuó conduciendo callado, perplejo, escuchando la noticia entera.
Era hora de alejarse, y mucho, de ese lugar.
El apartamento del Upper West Side ofrecía unas vistas imponentes de Central Park. Andros se había decidido por él porque el mar de verdura que se extendía bajo su ventana le recordaba a las vistas del Adriático a las que había renunciado. Aunque sabía que debía alegrarse de estar vivo, no era ése el caso. El vacío no lo había abandonado, y se dio cuenta de que estaba obsesionado con el fallido intento de robarle la pirámide a Peter Solomon.
Había pasado muchas horas investigando la leyenda de la pirámide masónica, y aunque nadie parecía ponerse de acuerdo en si la pirámide era o no real, todo el mundo coincidía en la famosa promesa de sabiduría y poder inmensos. «La pirámide masónica es real —se dijo Andros—. La información privilegiada de que dispongo es irrefutable».
El destino había situado la pirámide al alcance de Andros, y él sabía que cerrar los ojos ante ese hecho era como tener un billete de lotería premiado y no cobrarlo. «Soy el único no masón vivo que sabe que la pirámide es real... y que conoce la identidad de su custodio».
Habían transcurrido meses, y aunque su cuerpo había sanado, Andros ya no era el gallito que había sido en Grecia. Había dejado de hacer ejercicio y de admirarse desnudo ante el espejo. Tenía la sensación de que su cuerpo empezaba a mostrar los estragos de la edad. Su piel, otrora perfecta, era un mosaico de cicatrices, lo que no hacía sino aumentar su abatimiento. Seguía dependiendo de los analgésicos que lo habían acompañado a lo largo de su recuperación, y sentía que volvía al estilo de vida que lo había llevado hasta la prisión de Soganlik. Le daba lo mismo. «El cuerpo quiere lo que quiere».
Una noche estaba en Greenwich Village comprándole drogas a un hombre que exhibía en el antebrazo un largo rayo dentado. Andros se interesó por él, y el tipo le dijo que el tatuaje tapaba una gran cicatriz que le había dejado un accidente de coche. «Ver la cicatriz todos los días me recordaba el accidente —explicó el camello—, así que me tatué encima un símbolo de poder personal. Recuperé el control».
Esa noche, colocado con la nueva remesa de drogas, Andros entró haciendo eses en el local de un tatuador y se quitó la camiseta.
—Quiero tapar las cicatrices —informó.
«Quiero recuperar el control».
—¿Taparlas? —El hombre le echó un vistazo al pecho—. ¿Con qué?
—Con tatuajes.
—Ya..., me refiero a qué tatuajes.
Andros se encogió de hombros, sólo quería esconder aquellos desagradables recuerdos del pasado.
—No sé. Elígelos tú.
El artista sacudió la cabeza y le entregó un folleto sobre la antigua y sagrada tradición del tatuaje.
—Vuelve cuando estés listo.
Andros descubrió que en la biblioteca pública de Nueva York había cincuenta y tres libros sobre el arte del tatuaje, y en unas pocas semanas ya los había leído todos. Tras redescubrir su pasión por la lectura, empezó a sacar mochilas enteras de libros de la biblioteca, que se llevaba a casa y devoraba con voracidad en su apartamento con vistas a Central Park.
Los libros de tatuajes le abrieron una puerta a un mundo extraño cuya existencia Andros desconocía: un mundo de símbolos, misticismo, mitología y magia. Cuanto más leía, más cuenta se daba de lo ciego que había estado. Empezó a llevar libretas con sus ideas, sus bocetos y sus peculiares sueños. Cuando ya no fue capaz de encontrar lo que quería en la biblioteca, pagó a libreros especializados para que adquirieran algunos de los textos más esotéricos del planeta para él.
De Praestigiis Daemonum, Lemegeton, Ars Almadel, Grimorium Verum, Ars Notoria... Los leyó todos, y fue convenciéndose cada vez más de que el mundo todavía tenía muchos tesoros que ofrecerle. «Ahí fuera hay secretos que van más allá de la comprensión humana».
Entonces descubrió los textos de Aleister Crowley, un místico visionario de principios de la década de 1900 al que la Iglesia consideró «el hombre más malvado del mundo». «Los grandes cerebros siempre son temidos por los inferiores». Andros estudió el poder del ritual y el conjuro. Aprendió que las palabras sagradas, si se pronunciaban correctamente, funcionaban como llaves que abrían puertas a otros mundos. «Hay un universo en las sombras más allá de éste..., un mundo que puede proporcionarme poder». Y aunque Andros deseaba aprovechar ese poder, sabía que existían reglas y cometidos que había que desempeñar primero.
«Santifícate —escribió Crowley—. Hazte sagrado».
En su día, el antiguo rito de «hacerse sagrado» había sido la ley imperante. Desde los primeros hebreos, que ofrecían holocaustos en el templo, hasta los mayas, que decapitaban humanos en la cúspide de las pirámides de Chichén Itzá, y hasta Jesucristo, que ofreció su cuerpo en la cruz, los antiguos entendían la necesidad de sacrificio de su dios. El sacrificio era el ritual primitivo mediante el cual los seres humanos recibían el favor de los dioses y se santificaban.
Sacra: sagrado.
Face: hacer.
Aunque el rito del sacrificio había sido abandonado hacía una eternidad, su poder persistía. En su día existió un puñado de místicos modernos, incluido Aleister Crowley, que practicaban ese Arte, que lo habían ido perfeccionando a lo largo del tiempo y que poco a poco se habían transformado en algo más. Andros anhelaba transformarse igual que ellos. Y, sin embargo, para hacerlo sabía que tendría que cruzar un puente peligroso.
«La sangre es lo único que separa la luz de la oscuridad».
Una noche, un cuervo entró por la ventana abierta de su cuarto de baño y se quedó atrapado en el apartamento. Andros vio que el pájaro estuvo aleteando durante un tiempo y finalmente se detuvo, al parecer aceptando que no podía escapar. Él había aprendido lo bastante para reconocer una señal. «Se me insta a avanzar».
Con el ave en una mano, se situó ante el improvisado altar de la cocina y alzó un cuchillo afilado mientras pronunciaba en voz alta el conjuro que había memorizado: «Camiach, Eomiahe, Emial, Macbal, Emoii, Zazean..., por estos santos nombres y los otros nombres de ángeles que están escritos en el libro Assamaian, te conjuro a que me asistas en esta operación, por Dios el verdadero, Dios el santo».
A continuación, Andros bajó el cuchillo y pinchó con cuidado la gran vena del ala derecha del aterrorizado pájaro. El cuervo empezó a sangrar, y mientras él contemplaba el reguero de líquido rojo que caía en la copa de metal que había dispuesto como receptáculo, notó una repentina ráfaga de aire frío. Así y todo, continuó.
«Poderoso Adonai, Arathron, Ashai, Elohim, Elohi, Elión, Asher Eheieh, Shaddai..., sean de mi ayuda para que esta sangre tenga poder y eficacia en todo lo que desee y en todo lo que demande».
Esa noche soñó con aves..., con un fénix gigantesco que surgía de un fuego humeante. A la mañana siguiente despertó con una energía que no sentía desde la infancia. Salió a correr al parque, más rápidamente y durante más tiempo de lo que nunca creyó posible. Cuando ya no pudo más, se detuvo para hacer flexiones y abdominales. Un sinfín de repeticiones. Y seguía teniendo energía.
Esa noche, de nuevo, soñó con el fénix.
El otoño había vuelto a llegar a Central Park, y los animales iban de un lado a otro en busca de alimento para el invierno. Andros despreciaba el frío, y sin embargo sus trampas, ocultas con sumo cuidado, ahora rebosaban de ratas y ardillas vivas. Él las llevaba a casa en la mochila y realizaba rituales cada vez más complejos.
«Emanuel, Messiach, Yod, He, Vaud..., estimadme digno».
Los rituales de sangre le insuflaban vitalidad. Andros se sentía cada día más joven. Seguía leyendo a todas horas —textos antiguos místicos, poemas épicos medievales, los primeros filósofos—, y cuanto más estudiaba la verdadera naturaleza de las cosas, más consciente era de que no había esperanza posible para la humanidad. «Están ciegos..., deambulan sin rumbo por un mundo que jamás comprenderán».
Andros todavía era un hombre, pero tenía la sensación de que se estaba convirtiendo en algo más. En algo mayor. «En algo sagrado». Su imponente físico había salido de su letargo, era más poderoso que nunca. Finalmente comprendió cuál era su verdadero propósito. «Mi cuerpo no es más que el receptáculo de mi tesoro más valioso: mi cerebro».
Andros sabía que aún no había desarrollado su verdadero potencial, y continuó profundizando. «¿Cuál es mi destino?» Todos los textos antiguos hablaban del bien y el mal, y de la necesidad del hombre de escoger entre ambos. «Yo elegí hace tiempo», lo sabía, y sin embargo no sentía remordimientos. «¿Qué es el mal, sino una ley natural?» La luz seguía a la oscuridad. El orden seguía al caos. La entropía era esencial. Todo decaía. El cristal, cuya estructura era ordenada, acababa convirtiéndose en partículas de polvo aleatorias.
«Están los que crean... y los que destruyen».
Hasta que leyó El paraíso perdido de John Milton no vio materializarse su destino ante sus ojos. Supo del gran ángel caído..., el demonio guerrero que combatía la luz..., el valiente..., el ángel llamado Moloc.
«Moloc caminó por la tierra como un dios». El nombre del ángel, según averiguó Andros después, traducido a la lengua antigua pasaba a ser Mal’akh.
«Eso mismo haré yo».
Al igual que todas las grandes transformaciones, ésa tenía que empezar con un sacrificio..., pero no de ratas ni aves. No, esa transformación necesitaba un sacrificio de verdad.
«Sólo existe un sacrificio digno de llamarse así».
De pronto lo vio todo con una claridad que nunca antes había experimentado en su vida. Su destino se había materializado. Estuvo tres días seguidos dibujando en una enorme hoja de papel. Cuando hubo acabado, tenía una copia de aquello en lo que se convertiría.
Colgó de la pared aquel dibujo de tamaño natural y lo miró como si se tratara de un espejo.
«Soy una obra maestra».
Al día siguiente llevó el dibujo al tatuador.
Estaba listo.
Capítulo 78
El George Washington Masonic Memorial corona la colina de Shuter’s Hill, en Alexandria, Virginia. Construida en tres niveles distintos de creciente complejidad arquitectónica a medida que asciende —dórica, jónica y corintia—, su estructura es un símbolo físico del crecimiento intelectual del hombre. Inspirada en el antiguo faro de Alejandría, en Egipto, esta imponente torre está rematada por una pirámide egipcia con un pináculo flamígero.
En el espectacular vestíbulo de mármol se encuentra un enorme bronce de George Washington con todos los atributos masónicos, además de la llana que utilizó para colocar la piedra angular del Capitolio. Sobre el vestíbulo se alzan nueve plantas diferentes que reciben nombres como la Gruta, la Cripta o la Capilla de los Templarios. Entre los tesoros que albergan estos espacios se encuentran más de veinte mil volúmenes de textos masónicos, una deslumbrante réplica del Arca de la Alianza e incluso una maqueta de la sala del trono del templo del rey Salomón.
El agente de la CIA Simkins consultó el reloj cuando el helicóptero UH—60 modificado pasaba rozando el Potomac. «Seis minutos para que llegue el tren». Profirió un suspiro y miró por la ventanilla el radiante monumento, que se recortaba contra el horizonte. Había de admitir que la brillante torre era tan impresionante como cualquier edificio del National Mall. Simkins nunca había entrado en el monumento, un hecho que no cambiaría esa noche: si todo iba según lo previsto, Robert Langdon y Katherine Solomon no llegarían a salir de la estación de metro.
—¡Por allí! —le gritó al piloto mientras señalaba la estación de metro de King Street, frente al monumento. El piloto ladeó el aparato y aterrizó en una zona herbosa al pie de Shuter’s Hill.
Los transeúntes alzaron la vista sorprendidos al ver salir a Simkins y a su equipo, cruzar la calle a la carrera y bajar corriendo al metro. En la escalera, varios pasajeros que salían se apartaron de un salto, pegándose a la pared cuando el grupo de hombres armados vestidos de negro pasó metiendo ruido ante ellos.
La estación de King Street era mayor de lo que Simkins había previsto; al parecer, en ella confluían varias líneas distintas: la azul, la amarilla, y los ferrocarriles Amtrak. Se acercó hasta un mapa del metro que había en la pared y localizó la Freedom Plaza y la línea directa que llevaba hasta el lugar donde se hallaban.
—¡Línea azul, andén sur! —exclamó Simkins—. Bajad y sacad a todo el mundo.
Su equipo salió disparado.
Simkins se dirigió hacia la taquilla, mostró sus credenciales y le preguntó a voz en grito a la mujer que la ocupaba:
—El tren que viene de Metro Center, ¿a qué hora está prevista la llegada?
La aludida puso cara de susto.
—No estoy segura. La línea azul llega cada once minutos. No hay un horario fijo.
—¿Cuánto hace que pasó el último tren?
—Unos cinco..., seis minutos. No más.
Turner hizo sus cálculos. «Perfecto». El próximo tren tenía que ser el de Langdon.
Dentro del rápido tren, Katherine Solomon se removía con inquietud en el duro asiento de plástico. Los vivos fluorescentes del techo le hacían daño en los ojos, y ella luchaba contra el impulso de dejar que sus párpados se cerrasen, aunque sólo fuera un segundo. Langdon iba sentado a su lado en el desierto vagón, la vista fija en la bolsa de piel que descansaba a sus pies. También a él le pesaban los párpados, como si el rítmico balanceo del tren lo sumiera en un estado de trance.
A Katherine le vino a la cabeza el contenido de la bolsa de Langdon. «¿Por qué quiere la CIA esa pirámide?» Bellamy había dicho que quizá Sato deseara hacerse con ella porque conocía su verdadero potencial. Pero aunque la pirámide revelase de un modo u otro el lugar donde se escondían antiguos secretos, a Katherine le costaba creer que esa promesa de sabiduría mística primigenia le interesase a la CIA.
Por otra parte, hubo de recordarse, a la CIA la habían pillado en varias ocasiones poniendo en marcha programas parapsicológicos o relacionados con fenómenos paranormales que rayaban en la magia antigua y el misticismo. En 1995, el escándalo Stargate/Scannate sacó a la luz una tecnología clasificada de la CIA llamada «visión remota», una especie de viaje telepático que permitía a un observador trasladarse mentalmente a cualquier lugar del mundo y verlo sin estar físicamente presente. Claro estaba que esa tecnología no era nada nuevo. Los místicos la denominaban «proyección astral», y los yoguis, «experiencia extracorporal». Por desgracia, los horrorizados contribuyentes americanos la denominaron «absurdo», y el programa fue abandonado. Al menos, de cara al público.
Por paradójico que pudiera resultar, Katherine veía asombrosas conexiones entre los programas fallidos de la CIA y sus propios avances en ciencia noética.
A Katherine le entraron ganas de llamar a la policía para averiguar si habían descubierto algo en Kalorama Heights, pero ni ella ni Langdon tenían teléfono, y en cualquier caso ponerse en contacto con las autoridades probablemente fuera un error: no había manera de saber hasta dónde llegaban los tentáculos de Sato.
«Paciencia, Katherine». En el plazo de unos minutos se encontrarían a salvo, acogidos por un hombre que les había asegurado que podía facilitarles respuestas. Katherine esperaba que esas respuestas, fueran las que fuesen, la ayudasen a salvar a su hermano.
—¿Robert? —musitó, alzando la vista al mapa del metro—. La siguiente parada es la nuestra.
Langdon salió despacio de su ensueño.
—Ah, gracias. —Mientras el tren traqueteaba rumbo a la estación, cogió la bolsa y miró con incertidumbre a Katherine—. Esperemos que no haya ningún contratiempo.
Cuando Turner Simkins bajó para unirse a sus hombres, el andén estaba totalmente despejado y su equipo comenzaba a desplegarse en abanico, tomando posiciones tras los pilares de sustentación que discurrían a lo largo de la plataforma. Un retumbar lejano resonó en el túnel, por el otro extremo del andén, y a medida que fue cobrando intensidad Simkins sintió una bocanada de aire viciado y caliente a su alrededor.
«No hay escapatoria, señor Langdon».
Simkins se dirigió a los dos agentes a los que había ordenado que lo acompañaran en la plataforma.
—Sacad la credencial y el arma. Estos trenes son automatizados, pero en todos hay un revisor que abre las puertas. Localizadlo.
El faro del tren apareció en el túnel, y el chirrido de los frenos desgarró el aire. Cuando el vehículo entró en la estación y empezó a aminorar la velocidad, Simkins y sus dos hombres se asomaron a la vía mientras enseñaban su acreditación de la CIA y pugnaban por establecer contacto visual con el revisor antes de que éste abriese las puertas.
El tren se aproximaba de prisa. En el tercer vagón, Simkins por fin distinguió el rostro sorprendido del revisor, que al parecer intentaba dilucidar por qué tres tipos vestidos de negro le mostraban sus respectivas placas. Simkins corrió hacia el tren, que estaba a punto de detenerse por completo.
—¡CIA! —chilló, la identificación en alto—. ¡No abra las puertas! —Cuando el tren se deslizó despacio ante él, fue directo al vagón del revisor e insistió—: No abra las puertas, ¿lo ha entendido? ¡No abra las puertas!
El tren se detuvo, el asombrado revisor asintiendo sin cesar.
—¿Qué ocurre? —inquirió el hombre por una ventanilla.
—Que no se mueva el tren —ordenó Simkins—. Y no abra las puertas.
—De acuerdo.
—¿Puede dejarnos entrar en el primer vagón?
El aludido asintió con la cabeza. Se bajó del tren con cara de susto, cerrando la puerta tras él, y a continuación acompañó a Simkins y a sus hombres al primer vagón, donde abrió la puerta de forma manual.
—Ciérrela cuando hayamos entrado —pidió Simkins al tiempo que sacaba el arma. Él y sus hombres se vieron inmersos en la intensa luz del primer coche, y acto seguido el revisor afianzó la puerta.
En el vagón sólo iban cuatro pasajeros —tres adolescentes y una anciana—, los cuales, como era de esperar, se asustaron al ver entrar a tres hombres armados. Simkins mostró en alto su acreditación.
—No pasa nada. No se levanten.
Después los tres comenzaron el barrido, recorriendo el sellado tren vagón por vagón: «estrujar la pasta de dientes», como lo llamaban durante su período de entrenamiento en la Granja. No había muchos pasajeros en ese tren, y a mitad de camino los agentes aún no habían visto a nadie que se pareciera remotamente a Robert Langdon ni a Katherine Solomon. No obstante, Simkins no perdía la confianza. En un vagón de metro no había ningún lugar donde esconderse: ni cuarto de baño, ni espacio de almacenaje ni salidas alternativas. Aunque los objetivos los hubiesen visto subir al tren y hubiesen huido atrás del todo, no había escapatoria. Forzar la puerta resultaba prácticamente imposible, y Simkins tenía a hombres vigilando la plataforma y ambos lados del tren.
«Paciencia».
Sin embargo, cuando el jefe de equipo llegó al penúltimo vagón tenía los nervios de punta: en él sólo iba un pasajero, un chino. Simkins y sus agentes siguieron avanzando, sin descuidar cualquier posible escondrijo: no había ninguno.
—El último —observó el jefe, y alzó el arma mientras el trío se aproximaba a las puertas de la sección final del tren.
Cuando entraron en el vagón, los tres pararon en seco y se quedaron atónitos.
«¿Qué diablos...?» Simkins fue hasta el fondo del desierto coche, mirando tras todos los asientos. A continuación se volvió hacia sus hombres, haciéndose mala sangre.
—¿Adónde rayos han ido?
Capítulo 79
A unos doce kilómetros al norte de Alexandria, Virginia, Robert Langdon y Katherine Solomon cruzaban con parsimonia una gran extensión de césped cubierto de escarcha.
—Deberías ser actriz —sugirió él, todavía impresionado con la rapidez mental y la capacidad de improvisación de su amiga.
—Tú tampoco has estado nada mal —le sonrió.
Al principio Langdon se quedó desconcertado con la repentina pantomima que montó Katherine en el taxi. Exigió ir a Freedom Plaza sin más ni más, basándose en algo que se le había ocurrido sobre la estrella de David y el Gran Sello de Estados Unidos. Trazó una imagen de la conocida teoría de la conspiración en un billete de un dólar y después insistió en que Robert mirara atentamente adonde ella señalaba.
Langdon finalmente se dio cuenta de que Katherine no apuntaba al billete, sino a un minúsculo piloto situado en la trasera del asiento del taxista. El indicador estaba tan mugriento que ni siquiera había reparado en él. Sin embargo, al echarse hacia adelante vio que estaba iluminado, desprendía un tenue brillo rojo. También vio las dos desvaídas palabras que había justo debajo del piloto: «Intercomunicador encendido».
Miró con cara de sorpresa a Katherine, cuyos inquietos ojos le pedían que echase un vistazo al asiento delantero. Él obedeció y miró de reojo al otro lado de la mampara: el móvil del taxista descansaba en el salpicadero, bien abierto, iluminado, de cara al intercomunicador. Justo entonces Langdon comprendió lo que hacía Katherine.
«Saben que estamos en este taxi..., nos han estado escuchando».
Langdon no sabía de cuánto tiempo disponían antes de que detuvieran el coche y lo rodearan, pero sí sabía que tenían que actuar de prisa. Así que se puso a seguirle el juego en el acto, consciente de que el deseo de Katherine de ir a Freedom Plaza no tenía nada que ver con la pirámide, sino más bien con que en ella se hallaba una gran estación de metro —Metro Center— desde la cual podían tomar las líneas roja, azul o naranja en seis direcciones distintas.
Cuando se bajaron del taxi en Freedom Plaza, él se hizo cargo de la situación y se lanzó a improvisar, proporcionando pistas que llevasen hasta el monumento masónico de Alexandria antes de meterse en la estación de metro. Una vez allí, dejaron atrás los andenes de la línea azul y se dirigieron a la roja, donde tomaron un tren que iba en la dirección contraria.
Tras seis paradas al norte, hacia Tenleytown, se vieron a solas en un tranquilo vecindario de clase alta. Su destino, la estructura más elevada en kilómetros a la redonda, se hizo visible en el acto, cerca de Massachusetts Avenue, sobre un amplio y cuidado césped.
Una vez «desaparecidos del mapa», como había dicho Katherine, ambos echaron a andar por la mojada hierba. A su derecha había un jardín de estilo medieval, famoso por sus antiguos rosales y su cenador, el llamado Shadow House. Dejaron atrás el jardín y fueron directos al magnífico edificio al que habían sido convocados. «Un refugio que alberga diez piedras del monte Sinaí, una del mismísimo cielo y una que tiene el rostro del siniestro padre de Luke».
—No había estado aquí nunca de noche —aseguró ella mientras contemplaba las torres, vivamente iluminadas—. Es espectacular.
Eso mismo pensaba Langdon, que había olvidado cuán impresionante era el lugar. La obra maestra neogótica se erguía en el extremo septentrional de Embassy Row. Hacía años que no la visitaba, desde que escribió un artículo sobre ella para una revista infantil con la esperanza de despertar cierto entusiasmo entre los jóvenes norteamericanos para que se acercaran a ver el increíble monumento. El artículo —«Moisés, rocas lunares y La guerra de las galaxias»— formaba parte de los folletos turísticos desde hacía años.
«La catedral de Washington —pensó Langdon, sintiendo una ilusión inesperada al volver después de tanto tiempo—. ¿Qué mejor sitio para preguntar por un único Dios?»
—¿De verdad hay diez piedras del monte Sinaí? —inquirió Katherine, los ojos fijos en los campanarios gemelos.
Él asintió.
—Cerca del altar mayor. Simbolizan los diez mandamientos que le fueron entregados a Moisés en el Sinaí.
—¿Y una roca lunar?
«Una roca del mismísimo cielo».
—Sí. A una de las vidrieras se la llama el vitral del espacio, y en ella hay incrustada una roca lunar.
—Vale, pero lo último es broma, ¿no? —Katherine observó la construcción, el escepticismo escrito en sus bellos ojos—. ¿Una estatua de... Darth Vader?
Langdon soltó una risita.
—¿El siniestro padre de Luke Skywalker? No es ninguna broma. Vader es una de las rarezas más populares de la catedral. —Señaló la parte superior de las torres occidentales—. Cuesta verlo de noche, pero está ahí.
—¿Qué demonios hace Darth Vader en la catedral de Washington?
—Fue a raíz de un concurso infantil para tallar una gárgola que representara el rostro del mal. Ganó Darth.
Llegaron a la majestuosa escalera que conducía hasta la entrada principal, enmarcada por un arco de más de veinte metros bajo un imponente rosetón. Cuando iniciaron el ascenso a Langdon le vino a la cabeza el misterioso desconocido que lo había llamado. «Nada de nombres, por favor... Dígame, ¿ha logrado proteger el mapa que le fue confiado?» El hombro le dolía de cargar con la pesada pirámide de piedra, y se moría de ganas de soltarla. «Asilo y respuestas».
Al llegar arriba se toparon con dos regias puertas de madera.
—¿Llamamos sin más? —preguntó Katherine.
Eso mismo se preguntaba él, pero en ese instante una de las puertas se abrió.
—¿Quién hay ahí? —inquirió una frágil voz. Acto seguido, asomó el rostro de un anciano apergaminado. Iba vestido de sacerdote y su mirada era vacía, los ojos opacos y blancos, nublados por cataratas.
—Me llamo Robert Langdon —repuso él—. Katherine Solomon y yo venimos en busca de asilo.
El anciano ciego suspiró aliviado.
—Gracias a Dios. Los estaba esperando.
Capítulo 80
De pronto Warren Bellamy sintió un rayo de esperanza.
Dentro de la Jungla, la directora Sato acababa de recibir una llamada telefónica de un agente y se había puesto a despotricar. «¡Pues será mejor que los encuentres, maldita sea! —dijo a grito pelado por teléfono—. Se nos agota el tiempo». Luego había colgado y ahora se paseaba arriba y abajo por delante de Bellamy como si intentase decidir qué hacer a continuación.
Al cabo, se detuvo justo ante él y se volvió.
—Señor Bellamy, le voy a formular esta pregunta una vez, una sola vez. —Lo miró fijamente a los ojos—. Sí o no, ¿tiene alguna idea de adónde ha podido ir Robert Langdon?
Sí, sí que la tenía, pero negó con la cabeza.
—No.
La penetrante mirada de Sato seguía clavada en sus ojos.
—Por desgracia, parte de mi trabajo consiste en saber cuándo miente la gente.
Bellamy la rehuyó.
—Lo siento, no puedo ayudarla.
—Arquitecto Bellamy —empezó ella—, esta tarde, poco después de las siete, estaba usted cenando en un restaurante situado a las afueras de la ciudad cuando recibió una llamada de un hombre que aseguró haber secuestrado a Peter Solomon.
Bellamy sintió un repentino escalofrío y la miró de nuevo. «¿Cómo es que sabe eso?»
—El hombre en cuestión —prosiguió ella— le dijo que había enviado a Robert Langdon al Capitolio y le había confiado una tarea..., una tarea que precisaba su ayuda. Le advirtió que si Langdon no salía airoso, su amigo Peter Solomon moriría. Presa del pánico, llamó usted a Peter a todos sus números, pero no pudo dar con él. Después, lo cual es comprensible, fue usted corriendo al Capitolio.
Bellamy era incapaz de imaginar cómo sabía Sato lo de esa llamada.
—Cuando salió huyendo del Capitolio envió un mensaje de texto al secuestrador de Solomon en el que le aseguraba que usted y Langdon se hallaban en poder de la pirámide masónica —continuó Sato tras el cigarrillo, que se consumía poco a poco.
«¿De dónde saca la información? —se preguntó Bellamy—. Ni siquiera Langdon sabe que mandé ese mensaje». Justo después de entrar en el túnel que conducía a la biblioteca del Congreso, Bellamy se había metido en el cuarto de contadores para encender las luces. Aprovechando la privacidad que le brindaba el momento, decidió enviar un mensaje rápido al captor de Solomon en el que le mencionaba la participación de Sato, pero le garantizaba que él y Langdon tenían la pirámide masónica y estaban dispuestos a satisfacer sus exigencias. Era mentira, por supuesto, pero Bellamy esperaba ganar tiempo con ello, tanto por el bien de Peter Solomon como para esconder la pirámide.
—¿Quién le ha dicho que envié un mensaje? —inquirió Bellamy.
Sato arrojó el móvil del Arquitecto al banco, a su lado.
—No hace falta ser muy listo.
Bellamy recordó ahora que los agentes que lo capturaron le habían quitado el teléfono y las llaves.
—En cuanto al resto de la información que poseo —aclaró la directora—, la Ley Patriótica me da derecho a intervenir el teléfono de cualquiera a quien yo considere una amenaza para la seguridad nacional. Considero que Peter Solomon lo es, y la noche pasada tomé medidas.
Bellamy apenas entendía lo que estaba oyendo.
—¿Que intervino el teléfono de Peter Solomon?
—Sí. Así es como me enteré de que el secuestrador lo llamó a usted al restaurante. Usted llamó a Peter al móvil y le dejó un mensaje en el que le explicaba con nerviosismo lo que acababa de suceder.
Bellamy comprendió que la mujer tenía razón.
—También interceptamos una llamada de Robert Langdon, que se encontraba en el Capitolio, sin saber a qué atenerse al saber que lo habían engañado para que acudiese allí. Me desplacé hasta el edificio del Capitolio inmediatamente y llegué antes que usted porque estaba más cerca. En cuanto a cómo supe que había que comprobar el contenido de la bolsa de Langdon..., al darme cuenta de que él estaba involucrado hice que mis hombres examinaran de nuevo una llamada aparentemente inofensiva de primera hora de la mañana entre Langdon y Peter Solomon, en la que el secuestrador, haciéndose pasar por el ayudante de Solomon, convenció a Langdon para que viniera a dar una charla y de paso trajera un paquetito que Peter le había confiado. Cuando vi que Langdon no me hablaba del paquete que llevaba, pedí que pasaran la bolsa por rayos X.
A Bellamy le costaba ordenar sus ideas. Cierto, todo cuanto decía Sato era verosímil, y sin embargo había algo que no cuadraba.
—Pero... ¿cómo se le pudo pasar por la cabeza que Peter es una amenaza para la seguridad nacional?
—Créame, Peter Solomon es una seria amenaza para la seguridad nacional —aseveró ella—. Y francamente, señor Bellamy, usted también lo es.
El aludido dio un respingo, las esposas rozándole las muñecas.
—¿Cómo dice?
Ella esbozó una sonrisa forzada.
—Ustedes, los masones, practican un juego arriesgado. Guardan un secreto muy, pero que muy peligroso.
«¿Se referirá a los antiguos misterios?»
—Por suerte, siempre se les ha dado bien ocultar sus secretos, pero últimamente, por desgracia, no han sido muy prudentes, y esta noche el más peligroso de sus secretos está a punto de ser revelado al mundo. Y a menos que evitemos que eso suceda, le aseguro que las consecuencias serán catastróficas.
Bellamy la miró perplejo.
—Si no me hubiese atacado, se habría dado cuenta de que usted y yo estamos en el mismo equipo —afirmó ella.
«El mismo equipo». Las palabras hicieron que en su mente germinara una idea casi imposible de abrigar. «¿Será Sato miembro de la Estrella de Oriente?» La Orden de la Estrella de Oriente, con frecuencia considerada una organización afín a la masonería, abrazaba una filosofía mística similar de benevolencia, sabiduría secreta y apertura espiritual. «¿El mismo equipo? ¡Si estoy esposado! ¡Y ha pinchado el teléfono de Peter!»
—Me ayudará a detener a ese hombre —exigió ella—. Posee la capacidad de provocar un cataclismo del que tal vez no pueda recuperarse este país. —Su rostro era pétreo.
—Entonces, ¿por qué no le sigue la pista a él?
Sato lo miró con incredulidad.
—¿Acaso cree que no lo estoy intentando? La señal que emitía el móvil de Solomon se perdió antes de que pudiéramos localizarlo; su otro número parece ser de un teléfono de usar y tirar, lo que hace que rastrearlo sea prácticamente imposible; la compañía de jets privados nos dijo que el vuelo de Langdon fue reservado por el ayudante de Solomon, utilizando el móvil del propio Solomon y su tarjeta Marquis Jet. No tenemos ninguna pista. Bien es verdad que da igual: aunque averigüemos dónde está exactamente, no puedo arriesgarme a intervenir para intentar cogerlo.
—¿Por qué no?
—Preferiría no responder esa pregunta, se trata de información clasificada —contestó Sato, su paciencia agotándose claramente—. Le estoy pidiendo que confíe en mí.
—Pues lo siento, pero no.
Los ojos de Sato eran fríos como el hielo. De pronto dio media vuelta y gritó:
—¡Hartmann! El maletín, por favor.
Bellamy oyó el siseo de la puerta electrónica y a continuación un agente entró en la Jungla. Llevaba un elegante maletín de titanio, que depositó en el suelo, junto a la directora.
—Déjanos solos —ordenó ella.
Cuando el agente se hubo ido, volvió a oírse el siseo de la puerta y después reinó de nuevo el silencio.
Sato cogió el maletín, lo apoyó en el regazo y lo abrió. Luego miró despacio a Bellamy.
—No quería hacer esto, pero el tiempo se agota y no me deja usted otra elección.
El aludido observó el extraño maletín y sintió que el miedo se apoderaba de él. «¿Irá a torturarme?» Volvió a tirar de las esposas.
—¿Qué hay en el maletín?
Sato esbozó una sonrisa afectada.
—Algo que le hará ver las cosas como yo las veo. Se lo aseguro.
Capítulo 81
El espacio subterráneo donde Mal’akh cultivaba el Arte estaba ingeniosamente oculto. El sótano de su casa, para quienes entraban en él, tenía un aspecto de lo más normal: el típico sitio con su caldera, su caja de fusibles, su leña y sus trastos. Sin embargo, ese sótano visible no era más que una parte del espacio subterráneo. Una porción considerable había sido aislada para llevar a cabo sus prácticas clandestinas.
La zona de trabajo privada de Mal’akh se componía de una serie de pequeñas estancias, cada una de las cuales servía a un propósito concreto. La única entrada era una empinada rampa a la que se accedía secretamente por el salón, con lo cual era prácticamente imposible descubrir dicho espacio.
Esa noche, mientras bajaba por la rampa, los sigilos y símbolos tatuados en su carne parecieron cobrar vida con el brillo cerúleo de la iluminación especial del sótano. En su avance hacia la bruma azulada, pasó por delante de varias puertas cerradas y fue directo a la habitación de mayor tamaño, situada al fondo del pasillo.
El «sanctasanctórum», como gustaba llamarlo Mal’akh, era un cuadrado perfecto de doce pies por doce[2]. «Doce son los signos del zodíaco; doce, las horas del día; doce, las puertas del cielo». En el centro del cuarto había una mesa de piedra, un cuadrado de siete pies por siete[3]. «Siete son los sellos del Apocalipsis; siete, los escalones del Templo». Centrada sobre la mesa pendía una fuente luminosa cuidadosamente calibrada que emitía una gama de colores predeterminados, cuyo ciclo se completaba cada seis horas de conformidad con la sagrada tabla de horas planetarias. «Yanor es azul; Nasnia, roja; Salam, blanca».
Ahora era la hora de Cäerra, lo que significaba que la luz de la habitación había pasado a ser de un tenue púrpura. Ataviado únicamente con un taparrabos de seda que le cubría las nalgas y el castrado órgano sexual, Mal’akh comenzó sus preparativos.
Mezcló con cuidado las sustancias químicas de la sufumigación que más tarde encendería para santificar el aire. Acto seguido dobló la túnica de seda virgen que vestiría después en lugar del taparrabos y, por último, purificó un recipiente de agua para el ungimiento de su ofrenda. Cuando hubo terminado, lo colocó todo en una mesita auxiliar.
Luego se acercó a una estantería y echó mano de un pequeño estuche de marfil, que llevó hasta la mesita y depositó junto a las demás cosas. Aunque todavía no estaba preparado para utilizarlo, no pudo resistirse a abrir la tapa y admirar su tesoro.
«El cuchillo».
Dentro de la caja de marfil, sobre un lecho de terciopelo negro, brillaba el cuchillo ritual que Mal’akh había estado reservando para esa noche. Lo había adquirido el año anterior en el mercado negro de antigüedades de Oriente Próximo por 1,6 millones de dólares.
«El cuchillo más famoso de la historia».
Increíblemente antiguo y dado por perdido, el precioso utensilio tenía la hoja de hierro y el mango de asta. A lo largo de los siglos había estado en poder de un sinfín de individuos poderosos, aunque en décadas recientes había desaparecido, cayendo en el olvido de una colección privada secreta. A Mal’akh le había costado lo suyo conseguirlo. Sospechaba que el cuchillo no había derramado sangre en décadas..., posiblemente en siglos. Esa noche la hoja saborearía de nuevo el poder del sacrificio para el que había sido afilada.
Sacó el cuchillo con delicadeza de su mullida cama y limpió reverentemente la hoja con una seda humedecida en agua purificada. Su técnica había mejorado sobremanera desde que realizó los primeros experimentos rudimentarios en Nueva York. El oscuro Arte que practicaba Mal’akh era conocido por muchos nombres en muchas lenguas, pero, se le diera el nombre que se le diese, era una ciencia exacta. En su día, esa tecnología primitiva había sido la llave que abría los portales del poder, pero había sido desterrada hacía tiempo, relegada a las sombras del ocultismo y la magia. A los pocos que todavía practicaban ese Arte se les tenía por dementes, pero Mal’akh sabía que la realidad era otra. «Esto no es para los que tienen las facultades mermadas». El oscuro Arte antiguo, al igual que la ciencia moderna, era una disciplina que requería fórmulas precisas, ingredientes concretos y un sentido de la oportunidad escrupuloso.
Ese Arte no era la impotente magia negra del presente, a menudo practicada con desgana por almas curiosas. Ese Arte, al igual que la física nuclear, poseía el potencial de desatar un enorme poder. Las advertencias eran serias: «El practicante inexperto corre el riesgo de ser golpeado por el reflujo y aplastado».
Mal’akh terminó de admirar el sagrado cuchillo y centró su atención en una solitaria lámina de grueso pergamino que descansaba en la mesa que tenía delante. Lo había elaborado él mismo con la piel de un cordero. Siguiendo el protocolo, el animal era puro, todavía no había alcanzado la madurez sexual. Junto al papel había una péñola que había hecho a partir de la pluma de un cuervo, un platillo de plata y tres velas de trémula llama dispuestas en torno a un cuenco de latón macizo. El cuenco contenía unos dos centímetros de denso líquido carmesí.
El líquido era sangre de Peter Solomon.
«La sangre es la tinta de la eternidad».
Mal’akh cogió la péñola, apoyó la mano izquierda en el pergamino y, tras introducir la punta de la pluma en la sangre, trazó con sumo cuidado el contorno de la mano abierta. Cuando hubo finalizado, añadió los cinco símbolos de los antiguos misterios, uno en el extremo de cada uno de los dedos del dibujo.
«La corona... en representación del rey que voy a ser.
»La estrella... en representación del firmamento que ha decretado mi destino.
»El sol... en representación de la iluminación de mi alma.
»La linterna... en representación de la débil luz del entendimiento humano.
»Y la llave... en representación de la pieza que falta, la pieza que por fin conseguiré esta noche».
Mal’akh completó el dibujo de sangre y sostuvo en alto el pergamino, admirando su obra a la luz de las tres velas. Esperó a que la sangre estuviese seca y a continuación dobló en tres la gruesa piel. Mientras salmodiaba un antiguo conjuro etéreo, hizo que el papel rozara la tercera vela y se prendiese. Después depositó el pergamino en llamas en el platillo de plata y dejó que se consumiera. A medida que lo hacía, el carbono que contenía la piel del animal se fue convirtiendo en un polvo negro. Cuando la llama se extinguió, Mal’akh incorporó las cenizas con delicadeza al cuenco de latón con la sangre y removió la mezcla con la pluma de cuervo.
El líquido se tornó de un carmesí más subido, casi negro.
Sosteniendo el cuenco con ambas manos, Mal’akh lo elevó por encima de su cabeza y dio gracias entonando el eucharistos de los antiguos. A continuación vertió con tiento la ennegrecida mezcla en un frasquito de cristal que cerró con un tapón de corcho. Ésa sería la tinta con la que grabaría la carne sin tatuar de su cabeza y completaría su obra maestra.
Capítulo 82
La catedral de Washington es la sexta más grande del mundo y su altura supera la de un rascacielos de treinta pisos. Ornada con más de doscientas vidrieras, un carillón de cincuenta y tres campanas y un órgano con 10.647 tubos, esta obra maestra gótica puede acoger a más de tres mil fieles.
Esa noche, sin embargo, la gran catedral se hallaba desierta.
El reverendo Colin Galloway, deán de la catedral, daba la impresión de llevar vivo desde el principio de los tiempos. Encorvado y marchito, vestía una sencilla sotana negra y avanzaba ciegamente sin decir palabra. Langdon y Katherine lo seguían en silencio por la negrura del pasillo central de la nave, que medía más de cien metros de longitud y presentaba una ligera curvatura a la izquierda para crear una ilusión óptica de suavidad de líneas. Cuando llegaron al gran crucero, el deán los condujo al otro lado del cancel, la simbólica mampara que separaba la zona pública del presbiterio.
Un aroma a incienso flotaba en el aire. El sagrado espacio estaba a oscuras, iluminado únicamente por reflejos de luz indirecta en las bóvedas laminadas. Sobre el coro, ornamentado con varios retablos tallados que representaban escenas bíblicas, pendían banderas de los cincuenta estados. El deán Galloway continuó recorriendo un camino que al parecer conocía de memoria. Por un instante, Langdon pensó que iban directos al altar mayor, donde se hallaban las diez piedras del monte Sinaí, pero el anciano finalmente giró a la izquierda y avanzó a tientas hasta llegar a una puerta oculta discretamente que daba al anejo destinado a administración.
Enfilaron un pasillo corto que desembocaba en un despacho en cuya puerta se veía una placa de latón:
REVERENDO COLIN GALLOWAY DEÁN
Galloway abrió y encendió las luces, por lo visto acostumbrado a no saltarse dicha muestra de deferencia hacia sus invitados. Tras hacerlos pasar, cerró la puerta.
El despacho era pequeño pero elegante, con altas estanterías, un escritorio, un gran armario tallado y un cuarto de baño propio. De las paredes colgaban tapices del siglo XVI y varios cuadros de temática religiosa. El deán señaló las dos sillas de piel que había delante de la mesa. Langdon se sentó junto a Katherine, agradecido de poder dejar por fin en el suelo, a sus pies, la pesada bolsa.
«Asilo y respuestas», pensó Langdon mientras se arrellanaba en el confortable asiento.
El religioso rodeó la mesa y se acomodó en su silla de respaldo alto. Después, suspirando cansado, levantó la cabeza y les dirigió una mirada inexpresiva con sus nublados ojos. Cuando habló, su voz era inesperadamente clara y firme.
—Soy consciente de que es la primera vez que nos vemos —afirmó—, y sin embargo es como si los conociera a los dos. —Sacó un pañuelo y se limpió la boca—. Profesor Langdon, estoy familiarizado con sus escritos, incluido el ingenioso artículo que redactó sobre el simbolismo de esta catedral. En cuanto a usted, señora Solomon, su hermano, Peter, y yo somos hermanos masones desde hace ya muchos años.
—Peter tiene serios problemas —aseguró ella.
—Eso me han dicho. —El anciano lanzó un suspiro—. Y haré cuanto esté en mi mano para ayudarlos.
Langdon no vio el anillo masónico en el dedo del deán, y sin embargo sabía que muchos masones, sobre todo los que formaban parte del clero, preferían no anunciar su afiliación.
Cuando empezaron a hablar, se hizo patente que el deán Galloway ya estaba al tanto de parte de los acontecimientos de la noche gracias al mensaje telefónico de Warren Bellamy. Cuando Langdon y Katherine le contaron el resto, la preocupación fue en aumento en el rostro del anciano.
—Y ese hombre que se ha llevado a nuestro querido Peter, ¿insiste en que descifre usted la pirámide a cambio de su vida? —quiso saber el deán.
—Sí —contestó Langdon—. Cree que es un mapa que lo conducirá hasta el lugar donde se esconden los antiguos misterios.
El religioso volvió sus inquietantes y opacos ojos hacia él.
—Mis oídos me dicen que no cree usted en tales cosas.
Langdon no quería perder el tiempo siguiendo esos derroteros.
—Lo que yo crea o no carece de importancia. Tenemos que ayudar a Peter. Por desgracia, cuando desciframos la pirámide no llevaba a ninguna parte.
El anciano se irguió.
—¿Han descifrado la pirámide?
Katherine se apresuró a explicar que, a pesar de las advertencias de Bellamy y la petición de su hermano de que Langdon no abriera el paquete, ella lo había abierto, sintiendo que su prioridad era ayudar a Peter como fuera. Le habló al deán del vértice de oro, del cuadrado mágico de Alberto Durero y de cómo habían resuelto con él el código masónico de dieciséis letras, cuyo resultado había sido «Jeova Sanctus Unus».
—¿Eso es todo lo que dice? —preguntó el anciano—. ¿Un único Dios?
—Sí, señor —replicó Langdon—. Al parecer, la pirámide es un mapa más metafórico que geográfico.
El aludido extendió las manos.
—Déjeme tocarla.
Langdon abrió la bolsa y sacó la pirámide, que colocó con sumo cuidado en la mesa, justo delante del reverendo.
Langdon y Katherine vieron que las frágiles manos del anciano examinaban cada centímetro de la piedra: la cara grabada, la lisa base y la parte superior truncada. Cuando hubo terminado volvió a extender las manos.
—¿Y el vértice?
Langdon recuperó la cajita de piedra, la depositó en el escritorio y abrió la tapa. A continuación sacó el vértice y lo acomodó en las anhelantes manos del religioso, que realizó una operación similar, palpando cada centímetro, deteniéndose en la inscripción; al parecer, le costaba un tanto leer el breve y elegante texto.
—«El secreto está dentro de Su Orden» —lo ayudó Langdon—. Y las palabras «Su» y «Orden» comienzan con mayúscula.
El rostro del anciano era hermético cuando coronó la pirámide con el vértice y alineó ambas partes guiándose por el tacto. Pareció hacer una breve pausa, como si rezara, y después pasó las manos varias veces por la pirámide entera. Luego estiró el brazo y localizó el cubo, lo cogió y lo tocó con cuidado, sus dedos recorriéndolo por dentro y por fuera.
Al finalizar dejó la caja y se retrepó en su silla.
—Y, díganme, ¿por qué han acudido a mí? —inquirió, la voz repentinamente severa.
La pregunta pilló desprevenido a Langdon.
—Hemos venido, señor, porque usted nos lo dijo. Y el señor Bellamy nos aseguró que podíamos confiar en usted.
—Y, sin embargo, no se fiaron de él.
—¿Cómo dice?
Los blancos ojos del deán miraron la nada.
—El paquete que contenía el vértice estaba sellado. El señor Bellamy les pidió que no lo abrieran y, sin embargo, lo abrieron. Además, el propio Peter Solomon le dijo a usted que no lo abriera y, sin embargo, lo hizo.
—Señor —terció Katherine—, intentábamos ayudar a mi hermano. El hombre que lo tiene exigió que descifráramos...
—Eso lo entiendo —cortó el deán—, pero ¿qué han conseguido abriendo el paquete? Nada. El captor de Peter busca un lugar, y no quedará satisfecho con la respuesta «Jeova Sanctus Unus».
—Tiene razón —convino Langdon—, pero por desgracia es lo único que indica la pirámide. Como ya le he dicho, el mapa parece ser más metafórico que...
—Se equivoca usted, profesor —arguyó el anciano—. La pirámide masónica es un mapa real, que apunta a un lugar real. Es algo que no comprende porque aún no ha descifrado la pirámide en su totalidad. Ni siquiera una mínima parte.
Langdon y Katherine se miraron con cara de asombro.
El anciano volvió a tocar la pirámide, casi acariciándola.
—Este mapa, al igual que los antiguos misterios en sí, posee varias lecturas. Aún no han descubierto su verdadero secreto.
—Deán Galloway, hemos escrutado cada centímetro de la pirámide y el vértice y no hay nada más —repuso Langdon.
—No en su estado actual, no. Pero los objetos cambian.
—¿Señor?
—Profesor, como usted bien sabe, la pirámide promete un poder milagroso y transformador. Según la leyenda, esta pirámide puede modificar su aspecto..., alterar su forma física para revelar sus secretos. Al igual que la famosa piedra de la que el rey Arturo sacó a Excalibur, la pirámide masónica se puede transformar si así lo desea... para desvelar su secreto a quien sea digno de ello.
A Langdon le dio la sensación de que la provecta edad del religioso tal vez lo hubiese privado de sus facultades.
—Discúlpeme, señor, pero ¿está diciendo que esta pirámide puede experimentar una transformación física literal?
—Profesor, si extendiera la mano y cambiara la pirámide ante sus propios ojos, ¿creería lo que ha visto?
Langdon no sabía cómo responder.
—Supongo que no me quedaría más remedio.
—Muy bien. Lo haré dentro de un momento. —Volvió a secarse la boca con el pañuelo—. Permítame que le recuerde que hubo un tiempo en que hasta las mentes más brillantes creían que la Tierra era plana, ya que si era redonda los océanos se derramarían. Imagine cómo se habrían burlado de usted si hubiese anunciado a los cuatro vientos: el mundo no sólo es esférico, sino que además existe una fuerza mística, invisible, que hace que todo se mantenga en su superficie.
—Hay una diferencia entre la existencia de la fuerza de la gravedad... y la capacidad de transformar objetos tocándolos con la mano —objetó Langdon.
—¿Ah, sí? ¿No es posible que sigamos viviendo en la Edad Media, que sigamos mofándonos de la teoría de que existen unas fuerzas místicas que no podemos ver ni entender? Si algo nos ha enseñado la historia es que las ideas peregrinas que ridiculizamos hoy un día serán verdades célebres. Yo afirmo poder transformar esta pirámide con un dedo y usted pone en duda mi cordura. Esperaba más de un historiador. La historia está llena de grandes cerebros que proclamaron lo mismo..., mentes brillantes que insistieron en que el hombre es poseedor de capacidades místicas de las que no es consciente.
Langdon sabía que el anciano tenía razón. El famoso aforismo hermético —«¿Acaso no sabéis que sois dioses?»— era uno de los pilares de los antiguos misterios. «Como es arriba es abajo... Dios creó al hombre a su imagen y semejanza... Apoteosis». El mensaje, repetido hasta la saciedad, de la naturaleza divina del hombre —de su potencial oculto— era un tema recurrente en los textos antiguos de un sinfín de tradiciones. Hasta la Biblia proclamaba en Salmos 82, 6: «Sois dioses».
—Profesor —dijo Galloway—, me doy perfecta cuenta de que usted, al igual que mucha gente cultivada, vive atrapado entre dos mundos: un pie en el espiritual y otro en el físico. Su corazón anhela creer..., pero su intelecto se niega a permitirlo. Como docente que es, haría bien en aprender de los cerebros privilegiados de la historia. —Hizo una pausa y carraspeó—. Si mal no recuerdo, una de las mentes más lúcidas de todos los tiempos declaró: «Intente penetrar con nuestros medios limitados en los secretos de la naturaleza y encontrará que, más allá de todas las leyes discernibles y sus conexiones, permanece algo sutil, intangible, inexplicable. Venerar esa fuerza que está más allá de todo lo que podemos comprender es mi religión».
—¿Quién lo dijo? —se interesó Langdon—. ¿Gandhi?
—No —respondió Katherine—. Albert Einstein.
A Katherine Solomon, que había leído cada palabra que había escrito Einstein, le sorprendió el profundo respeto que sentía el científico por lo místico, así como su predicción de que llegaría el día en que las masas sintieran lo mismo. «La religión del futuro —vaticinó Einstein— será cósmica. Una religión basada en la experiencia y que rehúya los dogmatismos».
Robert Langdon parecía resistirse a esa idea. Katherine notaba su creciente frustración con el reverendo episcopaliano, y lo entendía. Después de todo, habían ido allí en busca de respuestas, y en lugar de ello habían encontrado a un hombre ciego que aseguraba poder transformar objetos con sus manos. Así y todo, a Katherine, la manifiesta pasión del sacerdote por las fuerzas místicas le recordó a su hermano.
—Padre Galloway —dijo ella—, Peter se encuentra en un aprieto, la CIA nos persigue y Warren Bellamy nos ha enviado a usted para que nos ayude. No sé qué dice esta pirámide ni a qué hace referencia, pero si descifrarla implica que podemos ayudar a Peter, hemos de hacerlo. Quizá el señor Bellamy hubiese preferido sacrificar la vida de mi hermano para esconder esta pirámide, pero mi familia no ha experimentado sino dolor debido a ella. Sea cual sea el secreto que encierra, terminará esta noche.
—Muy cierto —replicó el anciano con gravedad—. Todo terminará esta noche, gracias a ustedes. —Profirió un suspiro—. Señora Solomon, cuando rompió el sello de esa caja puso en marcha una serie de acontecimientos a partir de los cuales ya no habrá vuelta atrás. Esta noche se han desatado unas fuerzas que todavía no comprende. Hemos llegado a un punto sin retorno.
Katherine, muda de asombro, clavó la vista en el deán. Había algo apocalíptico en su tono, como si se estuviera refiriendo a los siete sellos del Apocalipsis o a la caja de Pandora.
—Con todos mis respetos, señor —dijo Langdon—, soy incapaz de imaginar cómo una pirámide de piedra ha podido poner en marcha nada.
—Naturalmente, profesor. —El anciano miró de nuevo al vacío—. Sus ojos aún no pueden ver.
Capítulo 83
En el húmedo aire de la Jungla, el Arquitecto del Capitolio notó que ahora el sudor le corría por la espalda. Las muñecas le dolían por culpa de las esposas, pero toda su atención permanecía centrada en el inquietante maletín de titanio que Sato acababa de abrir en el banco, entre ambos.
«El contenido de este maletín —le había asegurado ella— le hará ver las cosas como yo las veo. Se lo aseguro».
La menuda asiática había abierto la maleta metálica hacia sí, de forma que Bellamy todavía no había visto qué contenía, pero su imaginación se había desatado. Sato manipulaba algo en el interior del maletín, y a él no le habría extrañado nada que sacara una serie de relucientes instrumentos afilados.
De pronto parpadeó una luz en la maleta, cada vez más brillante, que iluminó el rostro de Sato desde abajo. Sus manos seguían moviéndose dentro, y la luz cambió de matiz. Al cabo de unos instantes la mujer sacó las manos, cogió el maletín y lo volvió hacia Bellamy para que éste pudiera ver su contenido.
El Arquitecto se sorprendió entornando los ojos para protegerse del brillo que despedía una especie de ordenador portátil futurista que incorporaba un teléfono de mano, dos antenas y un teclado doble. Su sensación inicial de alivio se tornó rápidamente perplejidad.
En la pantalla se veían el logotipo de la CIA y un texto:
CONEXIÓN SEGURA
USUARIO: INOUE SATO
SEGURIDAD: NIVEL 5
Bajo la ventana de inicio de sesión del ordenador, un icono de estado giraba:
UN MOMENTO, POR FAVOR...
DECODIFICANDO ARCHIVO...
Bellamy miró de nuevo a Sato, cuyos ojos seguían sin apartarse de él.
—No quería enseñarle esto —aseguró—, pero no tengo más remedio.
La pantalla volvió a parpadear, y Bellamy se centró en ella cuando se abría el archivo, su contenido llenando por completo la superficie.
Durante unos instantes el Arquitecto clavó la vista en el monitor intentando entender lo que tenía delante. Poco a poco, cuando empezó a caer en la cuenta, notó que se demudaba. Miraba horrorizado, incapaz de apartar la vista.
—Pero esto es... ¡imposible! —exclamó—. ¿Cómo... puede ser?
El semblante de Sato era adusto.
—Dígamelo usted, señor Bellamy. Dígamelo usted.
Cuando el Arquitecto del Capitolio comenzó a asimilar las repercusiones de lo que estaba viendo, sintió que todo su mundo se hallaba peligrosamente al borde del desastre.
«Dios mío..., he cometido un tremendo error, un tremendísimo error».
Capítulo 84
El deán Galloway se sentía vivo.
Como todos los mortales, sabía que se aproximaba el momento en que tendría que despojarse de su envoltorio terrenal, pero ésa no era la noche. Su corazón corpóreo latía con fuerza, de prisa..., y sentía su inteligencia aguda. «Hay cosas que hacer».
Mientras pasaba las artríticas manos por las pulidas superficies de la pirámide apenas podía creer lo que estaba tocando. «Nunca imaginé que viviría para ver este momento». Durante generaciones, las piezas del symbolon se habían mantenido separadas y a buen recaudo. Ahora por fin estaban juntas. Galloway se preguntó si ése sería el momento previsto.
Por extraño que pudiera resultar, el destino había escogido a dos no masones para unir la pirámide. De algún modo, parecía apropiado. «Los misterios salen de los círculos interiores..., de la oscuridad... a la luz».
—Profesor —empezó el anciano, volviendo la cabeza hacia donde notaba la respiración de Langdon—. ¿Le confió Peter por qué quería que cuidase usted del paquetito?
—Dijo que había gente poderosa que quería robárselo —repuso él.
El deán asintió.
—Sí, a mí me dijo eso mismo.
—¿Ah, sí? —inquirió de pronto Katherine, a su izquierda—. ¿Usted y mi hermano hablaron de la pirámide?
—Desde luego —contestó Galloway—. Su hermano y yo hemos hablado de muchas cosas. En su día fui el venerable maestro de la Casa del Templo, y a veces él acude a mí en busca de consejo. Hace alrededor de un año vino profundamente atribulado. Se sentó exactamente donde está usted ahora y me preguntó si creía en premoniciones sobrenaturales.
—¿Premoniciones? —repitió Katherine, inquieta—. ¿Se refiere a... visiones?
—No exactamente. Era más visceral. Peter dijo que notaba cada vez más la presencia de una fuerza oscura en su vida. Tenía la sensación de que algo lo vigilaba... acechante..., con la intención de inferirle un gran daño.
—Es evidente que estaba en lo cierto —apuntó Katherine—, teniendo en cuenta que el hombre que mató a nuestra madre y al hijo de Peter es el mismo que vino a Washington y se convirtió en hermano masón del propio Peter.
—Cierto —convino Langdon—, pero ello no explica la participación de la CIA.
Galloway no estaba tan seguro.
—A quienes ejercen el poder siempre les interesa adquirir más poder.
—Pero... ¿la CIA? —insistió Langdon—. Y ¿secretos místicos? Hay algo que no cuadra.
—Sí que cuadra —terció ella—. La CIA progresa gracias a los avances tecnológicos y siempre ha experimentado con lo místico: percepción extrasensorial, visión remota, privación sensorial, estados mentales provocados mediante fármacos... Todo tiene que ver con lo mismo: explotar el potencial oculto del cerebro humano. Si hay algo que he aprendido de Peter es que ciencia y misticismo guardan una estrecha relación; tan sólo se diferencian por sus planteamientos. Los objetivos son idénticos..., los métodos, distintos.
—Peter me contó que su campo de estudio es una suerte de ciencia mística moderna —observó Galloway.
—La ciencia noética —repuso Katherine al tiempo que asentía—. Y está demostrando que el hombre posee poderes inimaginables. —Señaló una vidriera que representaba la conocida imagen del Jesús luminoso, la de Cristo irradiando luz de la cabeza y las manos—. A decir verdad, tan sólo utilicé un dispositivo electrónico superenfriado para fotografiar las manos de un curandero en acción. Las fotos se parecían mucho a esa imagen de Jesús de su vidriera..., energía a raudales que emanaba de la punta de los dedos del sanador.
«Las mentes educadas —pensó Galloway, reprimiendo una sonrisa—. ¿Cómo crees que curaba Jesús a los enfermos?»
—Soy consciente de que la medicina moderna ridiculiza a sanadores y chamanes, pero yo lo vi con mis propios ojos —añadió ella—. Mis cámaras CCD fotografiaron claramente a ese hombre mientras transmitía un campo energético inmenso desde la punta de sus dedos... y modificaba literalmente la estructura celular de su paciente. Si eso no es poder divino, a ver qué es.
El deán Galloway se permitió esbozar una sonrisa. Katherine era igual de fogosa que su hermano.
—En una ocasión, Peter comparó a los especialistas en ciencia noética con los primeros exploradores, que se convirtieron en blanco de burlas por abrazar la herética noción de que la Tierra era redonda. Prácticamente de la noche a la mañana, esos exploradores pasaron de ser necios a ser héroes, y descubrieron mundos desconocidos y ampliaron el horizonte de todos los seres del planeta. Peter piensa que usted hará eso mismo. Está muy esperanzado con su trabajo. Al fin y al cabo, todos los grandes cambios filosóficos de la historia nacieron de una idea osada.
Ni que decir tiene que Galloway sabía que no era preciso entrar en un laboratorio para ser testigo de esa idea osada, de esa propuesta del potencial sin explotar del hombre. Sin ir más lejos, en su catedral se reunían grupos de oración sanadora para los enfermos, y en repetidas ocasiones se habían visto resultados auténticamente milagrosos, transformaciones físicas refrendadas por la medicina. La cuestión no era si Dios había insuflado grandes poderes al hombre..., sino más bien cómo liberar esos poderes.
El anciano rodeó respetuosamente con las manos la pirámide masónica y habló en voz muy baja.
—Amigos míos, no sé a qué hace referencia exactamente esta pirámide..., pero sí sé esto: existe un tesoro de gran calado espiritual oculto en alguna parte..., un tesoro que ha aguardado pacientemente en la oscuridad durante generaciones. Creo que se trata de un catalizador capaz de transformar el mundo. —A continuación tocó la dorada punta del vértice—. Y ahora que la pirámide está completa..., la hora de la verdad se acerca a toda prisa. Y ¿por qué no iba a ser así? La promesa de una gran iluminación transformadora siempre ha estado presente en las profecías.
—Padre —dijo Langdon en tono desafiante—, todos estamos familiarizados con el Apocalipsis de san Juan, y con lo que éste significa literalmente, pero las profecías bíblicas difícilmente...
—Santo cielo, el Apocalipsis es un auténtico lío —aseveró el deán—. No hay quien lo interprete. Yo estoy hablando de mentes claras que escriben en un idioma claro: las predicciones de san Agustín, sir Francis Bacon, Newton, Einstein, y la lista sigue y sigue. Todos ellos anticiparon un momento de iluminación transformadora. El propio Jesús afirmó: «Nada hay oculto que no haya de descubrirse ni secreto que no haya de conocerse y salir a la luz».
—Es una predicción segura —convino Langdon—. El conocimiento crece de forma exponencial: cuanto más sabemos, mayor es nuestra capacidad de aprendizaje y con más rapidez ampliamos nuestra base de conocimientos.
—Sí —añadió Katherine—. Eso es algo que se ve continuamente en la ciencia. La nueva tecnología se convierte en una herramienta con la que desarrollar otras tecnologías..., y así sucesivamente. Por eso la ciencia ha avanzado más en los últimos cinco años que en los cinco mil anteriores. Crecimiento exponencial. Matemáticamente, con el tiempo la curva exponencial del progreso pasa a ser casi vertical, y los nuevos avances se producen a una velocidad vertiginosa.
El silencio se hizo en el despacho del deán, que presintió que sus dos invitados seguían sin tener la menor idea de cómo podía ayudarlos la pirámide a continuar adelante. «Ésa es la razón de que el destino os haya traído hasta mí —pensó—. Tengo un papel que desempeñar».
Durante muchos años, el reverendo Colin Galloway, junto con sus hermanos masones, había hecho las veces de guardián. Ahora todo estaba cambiando.
«Ya no soy guardián..., ahora soy guía».
—Profesor Langdon —dijo al tiempo que extendía el brazo—. Deme la mano, se lo ruego.
Robert Langdon titubeó mientras miraba fijamente la mano abierta del anciano.
«¿Vamos a rezar?»
Finalmente alargó el brazo con cortesía y posó su mano derecha en la apergaminada palma del deán. Éste la asió con fuerza, pero no se puso a rezar, sino que localizó el índice de Langdon y lo guio hacia el interior de la caja de piedra que antes albergaba el dorado vértice.
—Sus ojos no le han dejado ver —aseguró Galloway—. Si viera con los dedos, como yo, se daría cuenta de que esta caja todavía tiene algo que enseñarle.
Obediente, Langdon pasó el dedo por dentro de la caja, pero no notó nada: el interior era completamente liso.
—Siga buscando —instó el deán.
Al cabo, el dedo de Langdon dio con algo, un minúsculo círculo en relieve, un punto diminuto en el centro de la base de la caja. Sacó la mano y echó un vistazo: el pequeño círculo era prácticamente invisible al ojo humano. «¿Qué es esto?»
—¿Reconoce ese símbolo? —inquirió el religioso.
—¿Símbolo? —repitió Langdon—. Pero si casi no veo nada.
—Apriételo.
Langdon así lo hizo: presionó el punto con el dedo. «¿Qué cree que va a suceder?»
—No retire el dedo —advirtió el deán—. Haga fuerza.
Langdon miró a Katherine, que, perpleja, se acomodaba un mechón de cabello tras la oreja.
A los pocos segundos el anciano asintió.
—Muy bien, saque la mano. La alquimia ha surtido efecto.
«¿Alquimia?» Robert Langdon apartó la mano de la caja de piedra y permaneció sentado en silencio, desconcertado. No había cambiado nada. El cubo seguía en su sitio, sobre la mesa.
—Nada —afirmó.
—Mírese el dedo —pidió el anciano—. Debería ver una transformación.
Langdon obedeció, pero la única transformación que vio fue que ahora tenía en la piel la marca del círculo: un redondel minúsculo con un punto en el centro.
—Y ahora, ¿reconoce ese símbolo? —preguntó Galloway.
Aunque Langdon lo reconocía, estaba más impresionado por el hecho de que el deán hubiese podido notar el detalle. Por lo visto, ver con los dedos era todo un arte.
—Es alquímico —apuntó Katherine mientras acercaba la silla y escrutaba el dedo de su amigo—. El antiguo símbolo del oro.
—En efecto. —El religioso sonrió y le dio unos golpecitos a la caja—. Profesor, enhorabuena, acaba de lograr lo que perseguían todos los alquimistas de la historia: ha convertido en oro algo sin ningún valor.
El aludido frunció el ceño, nada convencido. El truquito de aficionado no parecía ser de ninguna ayuda.
—Una idea interesante, señor, pero me temo que este símbolo (un círculo con un punto en el medio) posee docenas de significados. Se denomina «circumpunto», y es uno de los símbolos más utilizados en la historia.
—¿De qué está hablando? —preguntó el deán, el escepticismo tiñendo su voz.
A Langdon le asombró que un masón no estuviese más familiarizado con la importancia espiritual de dicho símbolo.
—Señor, el circumpunto tiene un montón de significados. En el Antiguo Egipto era el símbolo de Ra, el dios del sol, y la astronomía moderna todavía lo utiliza para representar a ese astro. En la filosofía oriental encarna la visión espiritual del tercer ojo, la rosa divina y el signo de la iluminación. Los cabalistas lo utilizan para simbolizar la corona, Kether, la sefira superior y «el secreto de los secretos». Los primeros místicos lo llamaban el ojo de Dios, y es el origen del ojo que todo lo ve que aparece en el Gran Sello. Los pitagóricos lo usaban para representar la mónada, la divina verdad, la prisca sapientia, la unión de mente y alma y...
—Es suficiente. —Ahora el deán se reía—. Profesor, gracias. Tiene usted razón, naturalmente.
Langdon cayó en la cuenta de que se la había jugado. «Él ya sabía todo eso».
—El circumpunto es, básicamente, el símbolo de los antiguos misterios —resumió Galloway, todavía risueño—. Por ese motivo me atrevería a decir que su presencia en esta caja no es mera coincidencia. Según la leyenda, los secretos de este mapa se hallan ocultos en el más nimio de los detalles.
—Muy bien —accedió Katherine—, pero aunque ese símbolo fuera tallado ahí a propósito, no nos es de mucha ayuda a la hora de descifrar el mapa, ¿no es así?
—Antes ha mencionado usted que el sello de cera que rompió tenía grabado el anillo de Peter.
—Ajá.
—Y ha dicho que tiene consigo el anillo.
—Lo tengo. —Langdon se metió la mano en el bolsillo, lo encontró y, después de sacarlo de la bolsa de plástico, lo depositó en la mesa, delante del deán.
Éste cogió el anillo y comenzó a palparlo.
—Esta pieza única fue creada a la vez que la pirámide masónica, y tradicionalmente lo lleva el hermano encargado de proteger la pirámide. Esta noche, cuando he notado el pequeño círculo en el fondo de la caja, he comprendido que el anillo, de hecho, forma parte del symbolon.
—¿Sí?
—Estoy seguro. Peter es mi mejor amigo, y lució este anillo muchos años. Estoy bastante familiarizado con él. —Se lo entregó a Langdon—. Compruébelo usted mismo.
Él lo cogió y lo examinó, pasando los dedos por el fénix bicéfalo, el número 33, la leyenda «Ordo ab chao» y también las palabras «Todo será revelado en el trigésimo tercer grado». No reparó en nada útil. Luego, cuando sus dedos bajaban por la cara exterior del aro, se detuvo en seco. Sorprendido, le dio la vuelta al anillo y observó la parte de abajo.
—¿Lo ha encontrado? —quiso saber Galloway.
—Eso creo, sí —repuso él.
Katherine acercó más la silla.
—¿Qué?
—El signo del grado en la tira —contestó Langdon al tiempo que se lo enseñaba—. Es tan pequeño que no se ve, pero si lo tocas notas la marca, como una pequeña incisión circular.
El signo del grado se hallaba centrado en la parte inferior de la banda..., y había que reconocer que parecía del mismo tamaño que la marca en relieve del fondo de la caja.
—¿Tiene el mismo tamaño? —Katherine se pegó más todavía, la emoción reflejada en su voz.
—Sólo hay un modo de averiguarlo.
Langdon tomó el anillo y lo introdujo en el cubo, haciendo coincidir ambos círculos. Al presionar, la marca de la caja se acopló al corte del anillo y se oyó un tenue pero categórico clic.
Los tres dieron un salto.
Langdon esperó, pero no pasó nada.
—¿Qué ha sido eso? —se interesó el religioso.
—Nada —replicó Katherine—. El anillo se ha encajado..., pero no ha sucedido nada más.
—¿Ninguna gran transformación? —Galloway parecía confuso.
«No hemos terminado», comprendió Langdon mientras centraba su atención en la insignia de la joya: un fénix bicéfalo y el número 33. «Todo será revelado en el trigésimo tercer grado». Le vinieron a la cabeza Pitágoras, la geometría sagrada y ángulos, y se preguntó si los grados no serían matemáticos.
Despacio, el corazón latiendo más a prisa, metió la mano y agarró el anillo, que estaba sujeto a la base del cubo. Después, lentamente, comenzó a girar el anillo a la derecha. «Todo será revelado en el trigésimo tercer grado».
Hizo girar el anillo diez grados... veinte grados... treinta...
Lo que pasó a continuación pilló por sorpresa a Langdon.
Capítulo 85
«Transformación».
El deán Galloway lo oyó, de manera que no tuvo necesidad de verlo.
Frente a él, al otro lado de la mesa, Langdon y Katherine guardaban un silencio absoluto, sin duda con la vista clavada en mudo asombro en el cubo de piedra, que acababa de sufrir una ruidosa transformación ante sus propios ojos.
Galloway no pudo por menos de sonreír. Ya se lo olía, y aunque seguía sin saber de qué manera los ayudaría ese cambio a resolver el enigma de la pirámide, estaba disfrutando con la rara oportunidad de enseñarle algo sobre símbolos a un experto en simbología de Harvard.
—Profesor —dijo el anciano—, no son muchos los que saben que los masones veneran la forma del cubo (o sillar, como lo llamamos nosotros) por ser una representación tridimensional de otro símbolo..., un símbolo mucho más antiguo, bidimensional.
A Galloway no le hizo falta preguntar si el profesor reconocía el antiguo símbolo que ahora tenían delante en el escritorio. Se trataba de uno de los más famosos del mundo.
Robert Langdon se devanaba los sesos mientras miraba la caja transformada que tenía delante, en la mesa. «No tenía ni idea...»
Hacía unos instantes había metido la mano en el cubo de piedra para coger el anillo masónico y moverlo en sentido circular. Cuando lo hizo girar treinta y tres grados, la caja cambió de repente delante de sus narices. Los cuadrados que conformaban sus lados se soltaron cuando los goznes ocultos se abrieron. El cubo se deshizo de pronto, los laterales y la tapa cayeron ruidosamente en la mesa.
«El cubo se convierte en una cruz —pensó Langdon—. Alquimia simbólica».
Katherine puso cara de asombro al ver el cubo desmontado.
—La pirámide masónica está relacionada con... ¿el cristianismo?
Durante un momento, Langdon se planteó eso mismo. Después de todo, el crucifijo cristiano era un símbolo que gozaba de respeto entre los masones, y sin lugar a dudas eran muchos los masones cristianos. Sin embargo, también los había judíos, musulmanes, budistas, hinduistas y otros cuyo dios no tenía nombre. La presencia de un símbolo exclusivamente cristiano parecía restrictiva. Entonces cayó en cuál era el verdadero significado del símbolo.
—No es un crucifijo —aseguró, poniéndose de pie—. La cruz con el circumpunto en el centro es un símbolo binario: dos símbolos en uno.
—¿De qué estás hablando?
Los ojos de Katherine lo seguían mientras él caminaba arriba y abajo.
—La cruz —explicó él— no fue un símbolo cristiano hasta el siglo IV. Mucho antes era utilizada por los egipcios para representar la intersección de dos dimensiones: la humana y la celestial. Como es arriba es abajo. Era una representación visual de la unión entre el hombre y Dios.
—Entiendo.
—El circumpunto —prosiguió Langdon—, como ya sabemos, posee numerosos significados, y uno de los más esotéricos es la rosa, el símbolo alquímico de la perfección. Sin embargo, cuando se sitúa una rosa en el centro de una cruz, se crea otro símbolo: la rosacruz.
Galloway se echó hacia atrás en su silla, sonriendo.
—Vaya, vaya, esto ya es otra cosa.
Katherine también se levantó.
—¿Qué es lo que me estoy perdiendo?
—La rosacruz —se dispuso a aclarar su amigo— es un símbolo habitual en la masonería. De hecho, dentro del Rito Escocés, caballero rosacruz es un grado que honra a los primeros rosacruces, los cuales contribuyeron a crear la filosofía mística masónica. Puede que Peter te haya mencionado a los rosacruces; docenas de grandes científicos eran miembros de esa orden: John Dee, Elias Ashmole, Robert Fludd...
—Claro —repuso Katherine—. He leído todos los manifiestos de los rosacruces como parte de mi investigación.
«Todos los científicos deberían hacerlo», pensó Langdon. La orden rosacruz —o más formalmente, la Antigua y Mística Orden Rosae Crucis— tenía una enigmática historia que había ejercido una gran influencia en la ciencia y era muy similar a la leyenda de los antiguos misterios..., sabios de la antigüedad poseedores de una sabiduría secreta que fue transmitida a lo largo de los siglos y estudiada sólo por las mentes más brillantes. Había que admitir que la lista de rosacruces famosos en la historia era un quién es quién de las lumbreras renacentistas europeas: Paracelso, Bacon, Fludd, Descartes, Pascal, Spinoza, Newton, Leibniz.
De acuerdo con la doctrina de los rosacruces, la orden estaba «basada en verdades esotéricas del pasado», unas verdades que habían de ser «ocultadas al hombre de a pie» y que prometían un gran conocimiento del «mundo espiritual». Con los años, el símbolo de la hermandad había acabado siendo una rosa en flor sobre una cruz ornada, pero en un principio era más modesto: un círculo con un punto en el centro sobre una sobria cruz, la manifestación más simple de la rosa sobre la manifestación más simple de la cruz.
—Peter y yo solíamos hablar de la filosofía de los rosacruces —contó el deán a Katherine.
Cuando el anciano comenzó a explicar a grandes rasgos la relación existente entre los masones y los rosacruces, Langdon sintió que su atención volvía a centrarse en algo a lo que no había dejado de dar vueltas en toda la noche. «"Jeova Sanctus Unus." Estoy seguro de que guarda relación con la alquimia». Seguía sin poder recordar exactamente qué le había dicho Peter de esa locución, pero por algún motivo la mención de la rosacruz parecía haber reavivado esa idea. «Piensa, Robert».
—Supuestamente, el fundador de la orden —relataba Galloway— fue un místico alemán que se hacía llamar Christian Rosenkreuz, a todas luces un seudónimo; tal vez incluso se tratase de Francis Bacon, fundador de dicha organización según algunos historiadores, aunque no hay ninguna prueba de...
—¡Un seudónimo! —exclamó de repente Langdon, asustándose incluso él—. ¡Eso es! ¡«Jeova Sanctus Unus» es un seudónimo!
—¿De qué estás hablando? —inquirió ella.
Langdon estaba acelerado.
—Llevo toda la noche intentando acordarme de lo que me dijo Peter sobre «Jeova Sanctus Unus» y su relación con la alquimia. Y acabo de recordarlo, aunque no tiene que ver con la alquimia, sino más bien con un alquimista, uno muy famoso.
Galloway soltó una risita.
—Ya era hora, profesor. He mencionado su nombre dos veces y también la palabra seudónimo.
Langdon clavó la vista en el anciano.
—¿Usted lo sabía?
—Abrigué mis sospechas cuando me dijo usted que las letras decían «Jeova Sanctus Unus» y las habían descifrado con ayuda del cuadrado mágico alquímico de Durero, pero cuando encontró la rosacruz no me cupo ninguna duda. Como probablemente sepa, entre los papeles personales del científico en cuestión había una copia de los manifiestos rosacruces repleta de anotaciones.
—¿Quién es? —quiso saber Katherine.
—Uno de los mejores científicos del mundo —contestó Langdon—. Era alquimista, miembro de la Royal Society londinense y rosacruz, y firmó algunos de sus documentos científicos más herméticos con un seudónimo: «Jeova Sanctus Unus».
—¿Un único Dios? —dijo ella—. Un tipo modesto.
—Un tipo brillante, a decir verdad —corrigió Galloway—. Firmaba así porque, al igual que los antiguos maestros, se consideraba divino. Y, además, porque las dieciséis letras que componen «Jeova Sanctus Unus» se podían reordenar para formar su nombre en latín, lo que lo convertía en un seudónimo perfecto.
Katherine estaba perpleja.
—¿«Jeova Sanctus Unus» es el anagrama del nombre en latín de un famoso alquimista?
Langdon cogió papel y lápiz de la mesa del deán y se puso a escribir mientras hablaba.
—En latín, las letras «J» e «I» y «V» y «U» son intercambiables, lo que significa que con «Jeova Sanctus Unus» se puede formar el nombre de ese personaje.
Langdon reorganizó las dieciséis letras: Isaacus Neutonuus.
A continuación le entregó el papel a Katherine y observó:
—Creo que has oído hablar de él.
—¿Isaac Newton? —dijo ella sin apartar la vista del papel—. Así que eso es lo que la pirámide intentaba revelarnos.
Por un instante Langdon se vio en la abadía de Westminster, junto a la tumba piramidal de Newton, donde en su día experimentó una epifanía similar. «Y esta noche vuelvo a toparme con el gran científico». No era ninguna coincidencia, claro estaba... Las pirámides, los misterios, la ciencia, el conocimiento oculto..., todo estaba relacionado. El nombre de Newton siempre había sido una guía recurrente para quienes buscaban conocimientos secretos.
—Seguro que Isaac Newton tiene algo que ver con la forma de descifrar el significado de la pirámide —apuntó el anciano—. No acierto a imaginar qué, pero...
—¡Ingenio! —exclamó Katherine, los ojos muy abiertos—. Así es como transformaremos la pirámide.
—¿Lo has adivinado? —preguntó Langdon.
—Sí —aseguró ella—. No puedo creer que no lo hayamos visto antes. Lo hemos tenido delante de las mismísimas narices. Se trata de un sencillo proceso alquímico. Puedo transformar la pirámide por medio de la ciencia. ¡De la ciencia newtoniana!
Langdon pugnaba por comprender sus palabras.
—Deán Galloway —dijo ella—, en el anillo pone...
—¡Alto! —El anciano alzó de pronto un dedo en el aire para pedirles que guardaran silencio. Acto seguido ladeó la cabeza con suavidad, como si escuchara algo. Al cabo de un momento se puso de pie sin ceremonias—. Amigos míos, es evidente que esta pirámide aún tiene secretos que revelar. No sé adónde quiere llegar la señora Solomon, pero si sabe cuál es el siguiente paso que hay que dar, mi papel ha terminado. Cojan sus cosas y no me digan más. Déjenme a oscuras por ahora. Preferiría no tener ninguna información que me vea obligado a compartir con nuestros visitantes en caso de que intentasen forzarme a hacerlo.
—¿Visitantes? —repitió Katherine, aguzando el oído—. Yo no oigo nada.
—Lo oirá —aseveró el religioso mientras se dirigía a la puerta—. Dense prisa.
Al otro lado de la ciudad, una torre de telefonía intentaba establecer contacto con un móvil hecho trizas que estaba tirado en Massachusetts Avenue. Al no encontrar señal, redirigió la llamada al buzón de voz.
«¡Robert! —chilló la aterrorizada voz de Warren Bellamy—. ¿Dónde estás? Llámame. Está ocurriendo algo terrible».
Capítulo 86
Bañado por el brillo cerúleo de las luces del sótano, Mal’akh se hallaba junto a la mesa de piedra, inmerso en sus preparativos. Mientras trabajaba, oía los rugidos de su vacío estómago, pero no les prestaba atención. Sus días de servidumbre de los caprichos de la carne habían terminado.
«Toda transformación requiere sacrificio».
Al igual que muchos de los hombres más avanzados de la historia desde el punto de vista espiritual, Mal’akh se había comprometido a seguir su camino realizando el más noble de los sacrificios de la carne. La castración había resultado menos dolorosa de lo que imaginaba. Y, según había averiguado, era muy habitual. Cada año miles de hombres se sometían a la esterilización quirúrgica —u orquiectomía, como se denominaba el proceso—, ya fuera por cuestiones de cambio de sexo, para dominar adicciones sexuales o motivados por creencias espirituales profundamente arraigadas. En el caso de Mal’akh, las razones eran de lo más elevado. Como el ser mitológico Atis, cuya castración llevó a cabo él mismo, Mal’akh, sabía que alcanzar la inmortalidad requería romper por completo con el mundo material de lo masculino y lo femenino.
«El andrógino es uno».
En la actualidad, los eunucos eran rechazados, aunque los antiguos entendían el poder inherente a ese sacrificio transmutatorio. Hasta los primeros cristianos habían oído al propio Jesús ensalzar sus virtudes en Mateo 19, 12: «Y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del reino de los cielos. El que pueda entender, que entienda».
Peter Solomon había realizado un sacrificio de carne, aunque una mano era un pequeño precio que pagar dentro del ambicioso plan. No obstante, antes de que terminara esa noche, Solomon sacrificaría más, mucho más.
«Para crear, he de destruir».
Ésa era la naturaleza de la polaridad.
Peter Solomon, desde luego, merecía el destino que le aguardaba esa noche. Sería un final adecuado. Tiempo atrás había desempeñado un papel fundamental en la vida mortal de Mal’akh, motivo por el cual Peter había sido escogido para desempeñar el papel fundamental en su gran transformación. Ese hombre se había ganado todo el horror y el dolor que estaba a punto de sufrir. Peter Solomon no era la persona que el mundo creía.
«Sacrificó a su propio hijo».
En su día, Peter Solomon planteó a su hijo Zachary una elección imposible: riqueza o sabiduría. «Zachary escogió mal». La decisión que tomó desencadenó una serie de acontecimientos que acabaron arrastrándolo a las profundidades del infierno. «La prisión de Soganlik». Zachary Solomon murió en esa cárcel turca. El mundo entero conocía la historia..., pero lo que no sabía era que Peter Solomon pudo salvar a su hijo.
«Yo estaba allí —pensó Mal’akh—. Lo oí todo».
Mal’akh no había olvidado aquella noche. La brutal decisión de Solomon acarreó el final de su hijo Zach, pero supuso el nacimiento de Mal’akh.
«Unos han de morir para que otros puedan vivir».
Cuando la luz cenital empezó a cambiar de color de nuevo, Mal’akh supo que era tarde. Terminó sus preparativos y fue hacia la rampa. Era hora de ocuparse de asuntos del mundo mortal.
Capítulo 87
«Todo será revelado en el trigésimo tercer grado —pensó Katherine mientras corría—. Sé cómo transformar la pirámide». La respuesta la habían tenido delante toda la noche.
Katherine y Langdon ahora estaban solos, atravesaban de prisa el anejo de la catedral guiándose por los letreros en los que se leía «Claustro». Al poco, tal y como les había prometido el anciano, salieron de la catedral y se vieron en un inmenso patio tapiado.
El claustro de la catedral era un jardín pentagonal porticado en el que se alzaba una posmoderna fuente de bronce. A Katherine le sorprendió la intensidad con que parecía resonar en el patio el agua que manaba de la fuente, pero poco después cayó en la cuenta de que lo que oía no era la fuente.
—¡Un helicóptero! —chilló cuando un haz de luz hendió el cielo nocturno—. ¡Métete bajo ese pórtico!
La deslumbrante luz de un reflector inundó el patio justo cuando Langdon y ella llegaron al otro lado, poniéndose a cubierto bajo un arco gótico y enfilando un túnel que comunicaba con la explanada de fuera. Se mantuvieron a la espera, acurrucados en el túnel, mientras el helicóptero sobrevolaba el lugar y comenzaba a dar vueltas alrededor de la catedral describiendo amplios círculos.
—Creo que Galloway tenía razón con lo de los visitantes —reconoció Katherine, impresionada.
«La ceguera hace que se afinen los oídos». Ella ahora sentía en los suyos un martilleo que seguía el ritmo de su acelerado pulso.
—Por aquí —urgió Langdon al tiempo que asía con fuerza la bolsa y echaba a correr por el pasadizo.
El deán Galloway les había dado una única llave e instrucciones claras. Por desgracia, cuando llegaron al final del breve túnel se encontraron con que un espacio abierto de césped, que en ese momento bañaba la luz del helicóptero, los separaba de su destino.
—No podremos cruzar —comentó ella.
—Espera... mira. —Langdon señaló una sombra negra que empezaba a materializarse a su izquierda, en la hierba. En un principio era un manchón amorfo, pero aumentaba de tamaño rápidamente, avanzaba hacia ellos, cada vez más definido, más y más de prisa, se ensanchaba y finalmente se convertía en un enorme rectángulo negro coronado por dos agujas altísimas—. ¡La fachada de la catedral bloquea el reflector! —exclamó.
—Están aterrizando delante.
Langdon cogió a Katherine de la mano.
—¡Corre! ¡Ahora!
En el interior de la catedral, el deán Galloway sintió una ligereza al caminar que hacía años que no sentía. Dejó atrás el gran crucero y echó a andar por la nave hacia el nártex y las puertas principales.
Oía el helicóptero, que ahora se hallaba delante de la catedral, e imaginó que su luz inundaría el rosetón que se alzaba ante sí, tiñendo el santuario de espectaculares colores. Recordó los días en que veía los colores. Por irónico que pudiera parecer, el vacío de oscuridad que se había convertido en su mundo había arrojado luz sobre muchas cosas. «Ahora veo mejor que nunca».
Galloway había sentido la llamada del Señor cuando era joven, y durante toda su vida había amado la Iglesia tanto como el que más. Al igual que muchos de sus colegas que habían entregado su vida a Dios sin reservas, él estaba cansado. Había pasado sus días esforzándose para hacerse oír por encima del ruido de la ignorancia.
«¿Qué esperaba?»
Desde las cruzadas hasta la Inquisición o la política estadounidense, las gentes se habían apropiado del nombre de Jesús, llamándolo aliado en toda suerte de luchas por el poder. Desde el inicio de los tiempos, los ignorantes siempre habían sido los que más alto gritaban, aglutinando a las confiadas masas y obligándolas a hacer su voluntad. Defendían sus deseos mundanos citando unas Sagradas Escrituras que no comprendían, celebraban su intolerancia como prueba de sus convicciones. Ahora, después de tantos años, la humanidad finalmente había logrado socavar por completo todo lo bueno que había en Jesús.
Encontrar la rosacruz esa noche le había hecho concebir grandes esperanzas, le había traído a la memoria las profecías que figuraban en los manifiestos de los rosacruces, que Galloway había leído un sinfín de veces en el pasado y todavía recordaba.
Capítulo uno: «Jehová redimirá a la humanidad revelando los secretos que antes reservaba únicamente a los elegidos».
Capítulo cuatro: «El mundo entero se convertirá en un único libro, y asistiremos a la conciliación de todas las contradicciones de la ciencia y la teología».
Capítulo siete: «Antes de que llegue el fin del mundo, Dios inundará el planeta de luz espiritual para aliviar el sufrimiento de la humanidad».
Capítulo ocho: «Antes de que se produzca este apocalipsis, el mundo habrá de librarse de la intoxicación ocasionada por su envenenado cáliz, que se llenó con la falsa vida de la vid teológica».
Galloway sabía que la Iglesia había perdido el rumbo hacía mucho tiempo, y él había consagrado su vida a enderezarlo. Ahora, comprendió, se acercaba el momento, y de prisa.
«La mayor oscuridad siempre es la que precede al alba».
El agente de la CIA Turner Simkins se hallaba encaramado al patín del Sikorsky cuando éste tomó tierra en la helada hierba. Tras bajarse de un salto, seguido de sus hombres, Simkins le hizo señas al piloto del helicóptero para que alzara de nuevo el vuelo y vigilara las salidas del edificio.
«De aquí no sale nadie».
Cuando el aparato se hubo elevado en el cielo nocturno, el agente y su equipo subieron corriendo la escalera que llevaba a la entrada principal de la catedral. Antes de que pudiera decidir cuál de las seis puertas aporrear, una de ellas se abrió.
—¿Sí? —Se oyó una voz serena entre las sombras.
Simkins apenas podía distinguir la encorvada figura vestida de sacerdote.
—¿Es usted el deán Colin Galloway?
—Así es —confirmó el anciano.
—Busco a Robert Langdon. ¿Lo ha visto?
El religioso dio un paso adelante y miró al infinito con sus inquietantes ojos inexpresivos.
—Eso sería un milagro, la verdad.
Capítulo 88
«El tiempo se agota».
La analista de seguridad informática Nola Kaye tenía ya los nervios de punta, y el tercer café que se estaba tomando había empezado a circular por su cuerpo como una corriente eléctrica.
«Y sigo sin saber nada de Sato».
Al final, el teléfono sonó y Nola se apresuró a cogerlo.
—Oficina de Seguridad —respondió—. Soy Nola.
—Nola, soy Rick Parrish, de seguridad de sistemas.
Nola se vino abajo. «No es Sato».
—Hola, Rick. ¿En qué puedo ayudarte?
—Quería decirte que es posible que nuestro departamento tenga información relevante sobre lo que te traes entre manos esta noche.
Nola dejó la taza de café en la mesa. «¿Cómo demonios sabes tú lo que me traigo entre manos esta noche?»
—¿Cómo dices?
—Lo siento, se trata del nuevo programa de contraespionaje que estamos probando —explicó Parrish—. No para de señalar tu número.
Nola supo ahora a qué se refería. La CIA estaba ejecutando un nuevo programa informático de integración diseñado para avisar en tiempo real a distintos departamentos de la organización cuando en éstos se procesaban campos de datos afines. En una época de amenazas terroristas que había que atajar con rapidez, la clave para evitar el desastre a menudo residía en algo tan simple como saber que el tipo que trabajaba al final del pasillo estaba analizando precisamente los datos que uno necesitaba. En lo que a Nola respectaba, ese programa de CE había resultado ser más una distracción que una auténtica ayuda; «Continuo Engorro», lo llamaba ella.
—Claro, lo había olvidado —respondió—. ¿Qué tienes?
Estaba segura de que nadie más en el edificio estaba al tanto de esa crisis, y menos aún podía estar trabajando en ella. Lo único que Nola había hecho esa noche en el ordenador era una investigación histórica para Sato sobre temas masónicos esotéricos. Así y todo, tenía que seguirle el juego a su compañero.
—Bueno, probablemente no sea nada —replicó Parrish—, pero esta noche hemos interceptado a un pirata, y el programa de contraespionaje no para de sugerir que comparta la información contigo.
«¿Un pirata?» Nola bebió un sorbo de café.
—Soy toda oídos.
—Hace alrededor de una hora pillamos a un tipo llamado Zoubianis intentando acceder a un archivo de una de nuestras bases de datos internas —contó Parrish—. El tipo asegura que lo contrataron para hacer ese trabajo y que no tiene ni idea de por qué iban a pagarle para entrar en ese archivo en concreto ni de que éste se encontrara en un servidor de la CIA.
—Ajá.
—Hemos terminado de interrogarlo y está limpio, pero lo curioso del caso es que ese mismo archivo que él buscaba apareció señalado antes por un motor de búsqueda interno. Da la impresión de que alguien entró en nuestro sistema, inició una búsqueda específica con palabras clave y generó un documento censurado. La cosa es que las palabras clave que utilizaron son muy raras, y hay una en particular que el programa etiquetó de coincidencia de máxima prioridad, una palabra que es exclusiva de nuestros dos conjuntos de datos. —Hizo una pausa—. ¿Conoces la palabra... «symbolon»?
Nola pegó un salto, derramando el café en la mesa.
—Las otras palabras clave son igual de raritas —continuó Parrish—. «Pirámide», «portal»...
—Ven ahora mismo —ordenó Nola mientras limpiaba la mesa—. Y tráeme todo lo que tengas.
—Pero ¿te dicen algo esas palabras?
—¡Ahora!
Capítulo 89
El colegio catedralicio es una elegante construcción similar a un castillo contigua a la catedral. El College of Preachers, tal y como lo concibió originalmente el primer obispo episcopaliano de Washington, fue fundado para proporcionar educación continuada al clero tras su ordenación. Actualmente ofrece un amplio abanico de programas sobre teología, justicia global, sanación y espiritualidad.
Langdon y Katherine consiguieron cruzar la explanada y utilizaron la llave de Galloway para deslizarse en su interior justo cuando el helicóptero se cernía de nuevo sobre la catedral, sus focos convirtiendo la noche en día. Ya en el vestíbulo, sin aliento, echaron un vistazo al lugar. Por las ventanas entraba bastante claridad, de modo que Langdon no vio la necesidad de encender las luces y arriesgarse a anunciar su paradero al helicóptero. A medida que avanzaban por el pasillo central, iban dejando atrás salones de actos, aulas y salas de estar. El interior le recordó a Langdon a los edificios neogóticos de la Universidad de Yale: imponentes por fuera y sorprendentemente funcionales por dentro, su elegancia de época actualizada para resistir el intenso trasiego.
—Por aquí —propuso Katherine al tiempo que señalaba el extremo del pasillo.
Todavía no había compartido con Langdon lo que había descubierto con respecto a la pirámide, pero por lo visto la referencia a Isaacus Neutonuus había sido el detonante. Lo único que había dicho cuando corrían por el césped era que la pirámide se podía transformar por medio de un sencillo procedimiento científico. Todo lo que necesitaba, creía, probablemente se encontrase en ese edificio. Langdon no sabía qué necesitaba ni cómo tenía pensado transformar un bloque macizo de granito y oro, pero considerando que acababa de ver cómo se convertía un cubo en una cruz, estaba dispuesto a tener fe.
Llegaron al final del pasillo y Katherine frunció el ceño, ya que al parecer no veía lo que buscaba.
—Dijiste que este edificio cuenta con instalaciones, ¿no?
—Sí, para las conferencias que se celebran.
—Así que ha de haber una cocina en alguna parte, ¿no crees?
—¿Tienes hambre?
Ella lo miró, ceñuda.
—No. Necesito un laboratorio.
«Claro, cómo no he caído». En una escalera de bajada Langdon vio un símbolo prometedor. «El pictograma preferido de América».
La cocina del sótano tenía un aire industrial: montones de acero inoxidable y grandes recipientes, a todas luces diseñada para cocinar para grandes grupos. Carecía de ventanas. Katherine cerró la puerta y encendió las luces. Los extractores se pusieron en marcha automáticamente.
Ella comenzó a revolver en los armarios en busca de lo que fuera que necesitara.
—Robert, pon la pirámide en la isla, ¿quieres? —pidió.
Sintiéndose como el nuevo segundo de cocina que recibe órdenes del chef Daniel Boulud, Langdon obedeció: sacó la pirámide de la bolsa y le colocó encima el vértice. Cuando hubo terminado, vio que Katherine estaba en la pila, llenando una enorme cazuela de agua caliente.
—¿Te importaría ponerla al fuego?
Él cogió la cazuela con el turbulento líquido y la depositó en la cocina cuando Katherine abrió el gas y lo subió al máximo.
—¿Vamos a hacer langostas? —preguntó, esperanzado.
—Muy gracioso. No, vamos a hacer alquimia. Y, para que conste, ésta es una cazuela de pasta, no de langostas. —Le señaló el escurridor que traía incorporado, que había retirado y dejado en la isla, junto a la pirámide.
«Si seré tonto...»
—¿Y preparar pasta nos va a ayudar a descifrar la pirámide?
Katherine pasó por alto el comentario, su tono cobrando seriedad.
—Como sin duda sabrás, existe un motivo histórico y simbólico por el cual los masones escogieron el grado trigésimo tercero como el más elevado.
—Claro —respondió él.
En la época de Pitágoras, seis siglos antes de Cristo, la tradición de la numerología elevó el número 33 a la máxima categoría de los números maestros. Era la cifra más sagrada, simbolizaba la divina verdad. Esa tradición se perpetuó en el seno de los masones... y en otras partes. No era ninguna coincidencia que a los cristianos les enseñaran que Jesús fue crucificado a los treinta y tres años, a pesar de que no existen pruebas históricas reales de ello. Como tampoco lo era que José supuestamente se casara con la Virgen María a los treinta y tres años de edad, que Jesús realizara treinta y tres Milagros, que el nombre de Dios se mencionara treinta y tres veces en el Génesis o que, en el islam, todos los moradores del cielo siempre tuvieran treinta y tres años.
—El treinta y tres es un número sagrado en numerosas tradiciones místicas —contó Katherine.
—Cierto.
Él seguía sin tener idea de qué tenía que ver eso con una cazuela de pasta.
—Así que no debería sorprenderte que un alquimista, rosacruz y místico como Isaac Newton también creyera que ese número era especial.
—Estoy seguro de que era así —contestó su amigo—. Newton tenía profundos conocimientos de numerología, profecías y astrología, pero ¿qué tiene...?
—«Todo será revelado en el trigésimo tercer grado».
Langdon se sacó el anillo de Peter del bolsillo y leyó la inscripción. Después miró de nuevo la cacerola.
—Lo siento, me he perdido.
—Robert, antes todos pensamos que el «trigésimo tercer grado» hacía referencia al grado masónico y, sin embargo, cuando giramos el anillo treinta y tres grados, el cubo se convirtió en una cruz. En ese momento nos dimos cuenta de que la palabra «grado» se estaba empleando en otro sentido.
—Sí, en grados de circunferencia.
—Exacto. Pero la palabra «grado» también posee un tercer significado.
Él miró la cazuela con agua puesta al fuego.
—Temperatura.
—¡Bingo! —exclamó ella—. Ha estado toda la noche delante de nuestras narices. «Todo será revelado en el trigésimo tercer grado». Si elevamos la temperatura de la pirámide a treinta y tres grados... es posible que nos desvele algo.
Langdon sabía que Katherine Solomon era brillante, y sin embargo parecía pasar por alto algo bastante obvio.
—Si no me equivoco, treinta y tres grados Fahrenheit se acerca al punto de congelación. ¿No tendríamos que meter la pirámide en el congelador?
Ella sonrió.
—No, si queremos seguir la receta que escribió el gran alquimista y místico rosacruz que firmaba sus papeles como «Jeova Sanctus Unus».
«¿Que Isaacus Neutonuus escribía recetas?»
—Robert, la temperatura es el catalizador alquímico por excelencia, y no siempre se medía en grados Fahrenheit o Celsius. Hay escalas de temperatura mucho más antiguas, una de las cuales la inventó Isaac...
—¡La escala Newton! —dijo Langdon, comprendiendo que ella tenía razón.
—Sí. Isaac Newton inventó todo un sistema de medición de la temperatura basado exclusivamente en fenómenos naturales. Como referencia tomó la temperatura de fusión de hielo, a la que denominó grado cero. —Hizo una pausa—. Supongo que adivinarás qué grado asignó a la temperatura de ebullición del agua, la estrella de todos los procesos alquímicos, ¿no?
—Treinta y tres.
—Treinta y tres, sí. El trigésimo tercer grado. En la escala Newton, la temperatura de ebullición del agua es de treinta y tres grados. Recuerdo que una vez le pregunté a mi hermano por qué escogió Newton ese número, es decir, parecía tan aleatorio... ¿La ebullición del agua es el proceso alquímico por antonomasia y había escogido treinta y tres? ¿Por qué no cien? ¿Por qué no algo más elegante? Peter me explicó que para un místico como Isaac Newton no había un número más elegante que el treinta y tres.
«Todo será revelado en el trigésimo tercer grado». Langdon dirigió la vista a la cazuela y después a la pirámide.
—Katherine, la pirámide es de granito y oro macizo. ¿De verdad crees que el calor del agua hirviendo bastará para transformarla?
La sonrisa que afloró a su rostro le dijo a Langdon que su amiga sabía algo que él desconocía. Katherine se acercó a la isla con seguridad, levantó la pirámide de granito con su vértice de oro y la introdujo en el escurridor. Luego, con sumo cuidado, depositó el escurridor en la borboteante agua.
—Vamos a probar, ¿no?
Sobrevolando la catedral de Washington, el piloto de la CIA activó el modo estacionario y escudriñó el perímetro del edificio y los alrededores. «Ningún movimiento». Los infrarrojos no podían atravesar la piedra de la catedral, de forma que él ignoraba lo que hacía dentro el equipo, pero si alguien intentaba escabullirse, las cámaras lo detectarían.
Sesenta segundos después se oyó el pitido de un sensor térmico. Basado en los mismos principios que los sistemas de seguridad que se instalaban en los hogares, el detector había identificado una diferencia importante de temperaturas. Por regla general, eso correspondía a una forma humana moviéndose en un espacio frío, pero lo que aparecía en el monitor era más bien una nube térmica, una masa de aire caliente que se elevaba al otro lado del césped. El piloto localizó la fuente: un respiradero activo en un lateral del colegio catedralicio.
«Probablemente no sea nada —pensó. Estaba acostumbrado a ver esa clase de gradientes—. Alguien que cocina o hace la colada». Sin embargo, cuando estaba a punto de dejarlo, vio algo que no acababa de cuadrar: en el aparcamiento no había coches y en el edificio no se veía ninguna luz.
Tras estudiar el sistema de imágenes del UH—60 durante largo rato se puso en contacto con su jefe de equipo.
—Simkins, probablemente no sea nada, pero...
—¡Un indicador de incandescencia!
Langdon había de admitir que era bueno.
—No es más que ciencia —observó ella—. Las distintas sustancias presentan un estado incandescente a distintas temperaturas. Las llamamos marcadores térmicos. La ciencia los utiliza todo el tiempo.
Langdon miró la pirámide y el vértice sumergidos. La borboteante agua empezaba a desprender volutas de vapor, aunque él no se hacía muchas ilusiones. Consultó el reloj y el corazón se le aceleró: las 23.45.
—¿Crees que vamos a ver algo luminiscente cuando se caliente?
—Luminiscente no, Robert, incandescente. Son dos cosas muy diferentes. La incandescencia la produce el calor y se da a una temperatura concreta. Por ejemplo, cuando los fabricantes de acero templan vigas, pulverizan en ellas una plantilla dotada de un recubrimiento transparente que presenta un estado incandescente a una temperatura concreta para que sepan cuándo están listas las vigas. Piensa en uno de esos anillos del humor: te lo pones en el dedo y cambia de color con el calor corporal.
—Katherine, esta pirámide data del siglo XIX. Acepto que un artesano incluyera resortes ocultos en una caja de piedra, pero ¿aplicar un revestimiento térmico transparente?
—Es perfectamente factible —objetó ella, mirando esperanzada la pirámide sumergida—. Los primeros alquimistas utilizaban fósforos orgánicos como marcadores térmicos, los chinos fabricaban fuegos artificiales de colores, y hasta los egipcios... —Katherine dejó la frase a la mitad y clavó la vista en la agitada agua.
—¿Qué? —Langdon dirigió la mirada hacia el turbulento líquido, pero no vio nada.
Ella inclinó la cabeza y miró con más atención. De repente dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —le preguntó él.
Katherine se detuvo en seco junto al interruptor y lo accionó. Las luces y el extractor se apagaron, sumiendo la estancia en una oscuridad y un silencio absolutos. Langdon se centró en la pirámide y miró el sumergido vértice a través del vapor. Cuando Katherine se situó a su lado, estaba boquiabierto.
Tal y como ella había predicho, una pequeña sección del metálico vértice comenzaba a brillar bajo el agua. Comenzaban a formarse unas letras, el brillo aumentando de intensidad a medida que la temperatura del agua era mayor.
—¡Un texto! —susurró ella.
Langdon asintió, mudo de asombro. Las fosforescentes palabras se estaban materializando justo bajo la inscripción del vértice. Parecía que eran sólo tres, y aunque Langdon todavía no podía distinguirlas, se preguntó si darían a conocer todo lo que llevaban buscando esa noche. «La pirámide es un mapa real —les había dicho Galloway—, que apunta a un lugar real».
Cuando las letras brillaron con más fuerza, Katherine apagó el fuego y el agua dejó de hervir poco a poco. El vértice cobró nitidez bajo la calma superficie del líquido.
Tres palabras se leían con absoluta claridad.
Capítulo 90
En la tenue luz de la cocina del colegio catedralicio, Langdon y Katherine inclinaban la cabeza sobre la cazuela y miraban fijamente el transformado vértice bajo la superficie. En una cara del dorado remate brillaba un mensaje incandescente.
Langdon leyó el texto, casi sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Conocía el rumor según el cual la pirámide revelaría un lugar específico..., pero jamás imaginó que dicho lugar fuera tan específico.
Ocho de Franklin Square
—Una dirección —musitó, pasmado.
Katherine parecía igualmente atónita.
—No sé qué hay ahí, ¿y tú?
Él negó con la cabeza. Sabía que Franklin Square era una de las partes más antiguas de Washington, pero no conocía la dirección. Miró la punta del vértice y empezó a leer hacia abajo el texto entero.
El
secreto está
dentro de Su Orden
Ocho de Franklin Square
«¿Habrá alguna orden en Franklin Square?
»¿Habrá algún edificio que oculte el arranque de una larga escalera de caracol?»
Langdon ignoraba si habría o no algo enterrado en esa dirección. Lo importante en ese momento era que él y Katherine habían descifrado la pirámide y se hallaban en poder de la información necesaria para negociar la liberación de Peter.
«Y no muy sobrados de tiempo».
Las fosforescentes manecillas del reloj de Mickey Mouse de Langdon indicaban que les quedaban menos de diez minutos.
—Llama —pidió ella, y le mostró un teléfono que había en la pared de la cocina—. Ya.
La repentina llegada de ese momento sobresaltó a Langdon, que se vio titubeando.
—¿Estamos seguros de esto?
—Yo, desde luego, sí.
—No le diré nada hasta que sepamos que Peter está sano y salvo.
—Por supuesto. Recuerdas el número, ¿no?
Él asintió y echó a andar hacia el teléfono. Lo cogió y marcó el móvil del captor. Katherine se acercó y pegó la cabeza a la de él para poder escuchar la conversación. Cuando el teléfono empezó a sonar, Langdon se preparó para oír el inquietante susurro del hombre que lo había engañado antes.
Finalmente cogieron el teléfono.
Sin embargo, nadie dijo nada. No se oyó voz alguna, tan sólo la respiración de alguien al otro lado de la línea.
Langdon esperó un instante y finalmente dijo:
—Tengo la información que desea, pero si la quiere tendrá que entregarnos a Peter.
—¿Quién es usted? —respondió una voz de mujer.
Langdon pegó un salto.
—Robert Langdon —contestó sin pensarlo—. ¿Y usted? —Por un momento creyó que se había equivocado de número.
—¿Se llama usted Langdon? —La mujer parecía sorprendida—. Aquí hay alguien que pregunta por usted.
—¿Cómo? Lo siento, pero ¿quién es usted?
—Agente Paige Montgomery, de Preferred Security. —Su voz sonaba temblorosa—. Tal vez pueda usted ayudarnos. Hace alrededor de una hora mi compañera respondió a una llamada del 911 y acudió a Kalorama Heights por... una posible toma de rehenes. Perdí el contacto con ella, así que solicité refuerzos y vine a comprobar el lugar. Encontramos a mi compañera muerta en el jardín posterior. El propietario no estaba, de manera que forzamos la entrada. En la mesa del recibidor sonaba un móvil y...
—¿Está usted dentro? —inquirió él.
—Sí, y la llamada del 911... no era una falsa alarma —balbució la mujer—. Lo siento si parezco nerviosa, pero mi compañera está muerta y hemos hallado a un hombre retenido en contra de su voluntad. No se encuentra bien, y nos estamos ocupando de él. No para de preguntar por dos personas, una llamada Langdon y otra Katherine.
—¡Es mi hermano! —exclamó Katherine, pegando aún más la cabeza a la de Robert—. Fui yo quien llamó al 911. ¿Está bien?
—Lo cierto, señora, es que... —La voz de la mujer se quebró—. No se encuentra muy bien. Le falta la mano derecha...
—Por favor, déjeme hablar con él —urgió Katherine.
—En este momento lo están tratando. Vuelve en sí y se desmaya. Si no están muy lejos, deberían acercarse. Es evidente que él quiere verlos.
—Estamos a unos seis minutos —replicó ella.
—En ese caso, les sugiero que se den prisa. —Se oyó un ruido apagado de fondo y después, de nuevo, a la mujer—: Perdonen, creo que me necesitan. Ya hablaremos cuando lleguen.
La comunicación se cortó.
Capítulo 91
En el sótano del colegio catedralicio, Langdon y Katherine subieron corriendo la escalera y enfilaron un pasillo a oscuras en busca de una salida en la parte delantera. Ya no oían el rotor del helicóptero, y Langdon pensó que tal vez pudieran salir sin que los vieran y llegar hasta Kalorama Heights para reunirse con Peter.
«Lo han encontrado. Está vivo».
Treinta segundos antes, cuando dejaron de hablar con la guardia de seguridad, Katherine corrió a sacar del agua la humeante pirámide con su vértice. La pirámide todavía chorreaba cuando la introdujo en la bolsa de piel de Langdon, y ahora él notaba el calor que la traspasaba.
La emoción provocada por la buena noticia había hecho que dejaran de pensar en el fosforescente mensaje del vértice —«Ocho de Franklin Square»—, pero ya tendrían tiempo de hacerlo cuando llegaran hasta Peter.
Cuando torcieron al subir la escalera, Katherine se detuvo bruscamente y señaló una sala de estar al otro lado del pasillo. A través del mirador, Langdon distinguió un aerodinámico helicóptero negro que aguardaba silencioso en el césped. A su lado estaba el piloto, de espaldas a ellos, hablando por radio. También había un Escalade negro con los cristales tintados aparcado no muy lejos.
Sin abandonar las sombras, Langdon y Katherine avanzaron hacia la sala y miraron por la ventana para ver si andaba por allí el resto del equipo. Por suerte, la enorme extensión de césped de la catedral estaba desierta.
—Deben de estar en la catedral —aventuró él.
—Pues no —dijo una voz grave detrás de ellos.
Ambos giraron sobre sus talones para ver de quién se trataba. En la puerta de la sala de estar, dos figuras vestidas de negro los apuntaban con sendos fusiles con mira láser. Langdon vio un punto rojo que bailoteaba en su pecho.
—Me alegro de volver a verlo, profesor —saludó una ronca voz familiar. Los agentes se apartaron, y el menudo bulto de la directora Sato se abrió paso con facilidad, cruzó la estancia y se detuvo justo delante de Langdon—. Esta noche ha tomado unas decisiones muy poco afortunadas.
—La policía ha encontrado a Peter Solomon —repuso él con vehemencia—. No se encuentra bien, pero vivirá. Todo ha terminado.
Si a Sato le sorprendió que hubiesen dado con Peter, no se le notó. Su expresión era hierática cuando se acercó a Langdon y se detuvo a escasos centímetros de él.
—Profesor, le garantizo que esto no ha terminado. Y si ahora está involucrada la policía, el asunto reviste tanta mayor gravedad. Como ya le dije antes, se trata de una situación extremadamente delicada. No debería haber salido usted corriendo con esa pirámide.
—Señora —explotó Katherine—, necesito ver a mi hermano. Puede quedarse con la pirámide, pero tiene que dejarnos...
—¿Tengo? —espetó Sato, volviéndose hacia ella—. La señora Solomon, supongo. —Clavó la vista en ella, los ojos encendidos, y a continuación se dirigió nuevamente a Langdon—. Deje la bolsa en la mesa.
Langdon se miró los dos puntos rojos del pecho y obedeció. Un agente se aproximó con cautela, abrió la bolsa y la ahuecó. De ella salió una pequeña bocanada de vapor atrapado. Acto seguido la iluminó, miró perplejo largo rato y asintió con la cabeza en dirección a Sato.
Ésta fue a echar un vistazo. La mojada pirámide y su vértice resplandecían con la luz de la linterna. Sato se agachó e inspeccionó de cerca el dorado vértice, el cual, como cayó en la cuenta Langdon, no había visto más que por rayos X.
—La inscripción. ¿Les dice algo? —preguntó Sato—. «El secreto está dentro de Su Orden».
—No estamos seguros, señora.
—¿Por qué está caliente la pirámide?
—La hemos metido en agua hirviendo —respondió Katherine sin vacilar—. Formaba parte del proceso para descifrar el código. Se lo contaremos todo, pero, por favor, déjenos ir a ver a mi hermano. Lo ha pasado...
—¿Que han hervido la pirámide? —exigió saber la directora.
—Apague la linterna —pidió Katherine—. Mire el vértice. Probablemente se vea todavía.
El agente hizo caso, y Sato se arrodilló ante el vértice. Incluso desde donde se hallaba Langdon se veía que el texto seguía desprendiendo un leve brillo.
—«¿Ocho de Franklin Square?» —leyó Sato, el asombro patente en su voz.
—Sí, señora. Ese texto fue escrito con un barniz incandescente o algo por el estilo. El trigésimo tercer grado se...
—¿Y la dirección? —inquirió la mujer—. ¿Es esto lo que quiere ese tipo?
—Sí —contestó Langdon—. Cree que la pirámide es un mapa que lo llevará hasta un gran tesoro, que es la clave para descubrir los antiguos misterios.
Sato miró de nuevo el vértice con cara de incredulidad.
—Díganme —empezó, el miedo aflorando a su voz—, ¿se han puesto ya en contacto con el hombre en cuestión? ¿Le han dado ya esta dirección?
—Lo hemos intentado. —Langdon explicó lo que había sucedido cuando llamaron al móvil del tipo.
Sato escuchó, pasándose la lengua por los amarillos dientes mientras él hablaba. A pesar de que parecía a punto de montar en cólera debido a la situación, se volvió hacia uno de los agentes y susurró con comedimiento:
—Que entre. Está en el coche.
El aludido asintió y utilizó el transmisor.
—Que entre, ¿quién? —se interesó Langdon.
—La única persona que tiene la posibilidad de arreglar el puñetero lío que han armado.
—¿Qué lío? —soltó Langdon—. Ahora que Peter está a salvo, todo...
—¡Por el amor de Dios! —estalló Sato—. Esto no tiene nada que ver con Peter. Intenté decírselo en el Capitolio, profesor, pero usted decidió ir contra mí en lugar de trabajar conmigo y ha liado una buena. Cuando se cargó su teléfono móvil, cuya pista, dicho sea de paso, seguíamos nosotros, cortó la comunicación con ese tipo. Y esa dirección que han descubierto, sea lo que diablos quiera que sea..., esa dirección era nuestra única oportunidad de pillar a ese lunático. Necesitaba que le siguieran el juego, que le facilitasen esa dirección para que nosotros supiéramos dónde rayos cogerlo.
Antes de que Langdon pudiera replicar, Sato lanzó el resto de su ira contra Katherine.
—En cuanto a usted, señora Solomon, ¿sabía dónde vivía ese maníaco? ¿Por qué no me lo dijo? ¿Envió a un poli de alquiler a su casa? ¿Es que no ve que se ha cargado todas las posibilidades que teníamos de agarrarlo allí? Me alegro de que su hermano esté sano y salvo, pero deje que le diga una cosa: esta noche nos enfrentamos a una crisis cuyas repercusiones van mucho más allá de su familia. Se dejarán sentir en el mundo entero. El tipo que secuestró a su hermano posee un enorme poder, y hemos de cogerlo inmediatamente.
Cuando terminó la parrafada, la alta y elegante silueta de Warren Bellamy surgió de las sombras y entró en la sala de estar. Estaba despeinado, magullado y conmocionado..., como si hubiera pasado las de Caín.
—¡Warren! —Langdon se levantó—. ¿Estás bien?
—No —respondió él—. La verdad es que no.
—¿Te has enterado? Peter está a salvo.
Bellamy asintió, pero parecía aturdido, como si ya nada importase.
—Sí, acabo de oír vuestra conversación. Me alegro.
—Warren, ¿qué demonios está pasando?
Sato intervino.
—Ustedes dos ya se pondrán al corriente dentro de un minuto. Ahora mismo el señor Bellamy va a ponerse en contacto con ese lunático. Como lleva haciendo toda la noche.
Langdon estaba perdido.
—¡Bellamy no se ha puesto en contacto con ese tipo esta noche! Pero ¡si él ni siquiera sabe que Bellamy está en el ajo!
Sato se volvió hacia el Arquitecto y enarcó las cejas.
Bellamy suspiró.
—Robert, me temo que esta noche no he sido del todo franco contigo.
Langdon miraba estupefacto.
—Creía que hacía lo correcto... —se excusó Bellamy con cara de susto.
—Bueno, pues ahora hará lo correcto —espetó Sato—. Y será mejor que recemos para que funcione. —Como para corroborar la solemnidad de su tono, el reloj de la chimenea comenzó a dar la hora. La mujer sacó una bolsa de plástico con distintos artículos y se la lanzó a Bellamy—. Éstas son sus cosas. ¿Tiene cámara su móvil?
—Sí, señora.
—Bien. Fotografíe el vértice.
El mensaje que Mal’akh acababa de recibir era de su contacto —Warren Bellamy—, el masón que él había enviado antes al Capitolio para ayudar a Robert Langdon. Bellamy, igual que Langdon, quería recuperar a Peter Solomon con vida, y le había asegurado a Mal’akh que ayudaría a Langdon a apoderarse de la pirámide y descifrarla. A lo largo de la noche, Mal’akh había estado recibiendo correos electrónicos que le habían sido remitidos automáticamente a su móvil.
«Seguro que éste es interesante», pensó mientras abría el mensaje.
De: Warren Bellamy
Me separé de Langdon
pero ya tengo la
información que quería.
Adjunto la prueba.
Llame por lo que
falta. WB
archivo adjunto (.jpeg)
«¿"Llame por lo que falta"?», se preguntó. Abrió el archivo.
El archivo adjunto era una foto.
Al verla, Mal’akh profirió un grito ahogado y notó que el corazón comenzaba a latir con nerviosismo. Ante sus ojos tenía un primer plano de una minúscula pirámide dorada. «¡El legendario vértice!» La ornada inscripción en una de las caras transmitía un mensaje prometedor: «El secreto está dentro de Su Orden».
Debajo de la inscripción, Mal’akh vio algo que lo dejó anonadado. El vértice parecía relucir. Incrédulo, clavó la vista en el fosforescente texto y cayó en la cuenta de que la leyenda era cierta: «La pirámide masónica se transforma para desvelar su secreto a quien sea digno de ello».
Cómo se había producido la mágica conversión era algo que él ignoraba, y además le daba lo mismo. El luminoso texto apuntaba claramente a un lugar concreto de Washington, tal y como anunciaba la profecía. «Franklin Square». Por desgracia, en la foto del vértice también aparecía el dedo índice de Warren Bellamy, situado estratégicamente para tapar una parte esencial de la información:
El
secreto está
dentro de Su Orden
de Franklin Square
«"Llame por lo que falta."» Ahora entendía a qué se refería Bellamy.
El Arquitecto del Capitolio había estado colaborando toda la noche, pero ahora había decidido jugar a un juego muy peligroso.
Capítulo 92
Bajo la vigilante mirada de varios agentes armados de la CIA, Langdon, Katherine y Bellamy esperaban con Sato en la sala de estar del colegio catedralicio. En la mesa que tenían delante, la bolsa de piel de Langdon seguía abierta, el dorado vértice asomando por ella. Las palabras «Ocho de Franklin Square» ya se habían borrado, ahora era como si nunca hubiesen existido.
Katherine había suplicado a Sato que la dejara ir a ver a su hermano, pero la asiática se limitó a negar con la cabeza, los ojos fijos en el móvil de Bellamy, que descansaba en la mesa y todavía no había sonado.
«¿Por qué no me dijo Bellamy la verdad?», se preguntó Langdon. Por lo visto, el Arquitecto había estado toda la noche en contacto con el captor de Peter, asegurándole que Robert estaba haciendo progresos con la pirámide. Era un farol, un intento de ganar tiempo para Peter. Lo cierto es que Bellamy estaba haciendo todo lo posible por pararle los pies a cualquiera que amenazase con desvelar el secreto de la pirámide. Ahora, sin embargo, daba la impresión de que Bellamy había cambiado de opinión. Él y Sato estaban dispuestos a arriesgar el secreto con la esperanza de atrapar a ese hombre.
—¡Quíteme las manos de encima! —chilló una voz anciana en el pasillo—. Soy ciego, no inepto. Sé moverme por el colegio. —El deán Galloway seguía protestando a voz en grito cuando un agente de la CIA lo hizo entrar en la sala de estar y lo obligó a sentarse en una de las sillas—. ¿Quién hay aquí? —exigió saber, los inexpresivos ojos mirando al vacío—. Parecen muchos. ¿A cuántas personas necesitan para detener a un viejo? ¿A cuántas?
—Somos siete —respondió Sato—. Incluidos Robert Langdon, Katherine Solomon y su hermano masón Warren Bellamy.
Galloway se desinfló y dejó las bravatas de lado.
—Estamos bien —lo tranquilizó Langdon—. Y acabamos de enterarnos de que Peter se encuentra a salvo, aunque no demasiado bien. Pero la policía está con él.
—Gracias a Dios —musitó el anciano—. Y la...
Un ruidoso tamborileo hizo que todo el mundo se sobresaltara. Era el móvil del Arquitecto, que vibraba en la mesa. La habitación entera guardó silencio.
—Muy bien, señor Bellamy —dijo Sato—. No la fastidie. Ya sabe lo que está en juego.
Después de respirar profundamente y expulsar el aire, el aludido alargó el brazo y activó el altavoz.
—Soy Bellamy —dijo, gritando en dirección al teléfono, que seguía en la mesa.
La voz crepitante que devolvió el altavoz era familiar, un susurro displicente. Era como si el hombre llamara desde el manos libres de un coche.
—Es más de medianoche, señor Bellamy. Estaba a punto de poner fin al sufrimiento de Peter.
En la estancia flotaba un silencio incómodo.
—Déjeme hablar con él.
—Imposible —contestó el hombre—. Voy conduciendo; él está atado en el maletero.
Langdon y Katherine se miraron y empezaron a sacudir la cabeza. «Es un farol, ya no tiene a Peter».
Sato indicó a Bellamy que continuara presionando.
—Quiero que me demuestre que Peter sigue con vida —exigió—. No tengo la menor intención de darle el resto de...
—Su venerable maestro necesita un médico. No malgaste el tiempo con negociaciones. Dígame el número de Franklin Square y le llevaré a Peter allí.
—Ya se lo he dicho, quiero...
—¡Ahora! —lo interrumpió el otro—. O paro y Peter Solomon muere ahora mismo.
—Escúcheme bien —espetó un convincente Bellamy—, si quiere el resto de la dirección, tendrá que seguir mis reglas. Vaya a Franklin Square. Cuando me devuelva a Peter sano y salvo le diré el número del edificio.
—¿Cómo sé que no me echará encima a la policía?
—Porque no puedo arriesgarme a engañarlo. La vida de Peter no es el único as que guarda en la manga. Sé lo que hay en juego esta noche.
—¿Es consciente de que si tengo la más mínima sensación de que hay alguien con usted en Franklin Square seguiré adelante y usted no encontrará ni rastro de Peter Solomon? —inquirió el hombre por teléfono—. Y desde luego..., ésa será la menor de sus preocupaciones.
—Iré solo —aseguró Bellamy con gravedad—. Cuando usted entregue a Peter, le daré todo cuanto necesita.
—En el centro de la plaza —puntualizó el otro—. Tardaré al menos veinte minutos en llegar. Le sugiero que me espere lo que haga falta.
Y colgó.
Acto seguido, la habitación cobró vida. Sato empezó a dar órdenes a grito pelado, y varios agentes cogieron sus respectivas radios y se dirigieron a la puerta.
—¡Moveos! ¡Moveos!
En medio del caos reinante Langdon miró a Bellamy para que le explicara qué estaba pasando en realidad esa noche, pero el Arquitecto ya salía por la puerta a la fuerza.
—¡Tengo que ver a mi hermano! —chilló Katherine—. ¡Tiene que dejarnos marchar!
Sato se acercó a ella.
—Yo no tengo que hacer nada, señora Solomon. ¿Está claro?
Katherine se mantuvo firme y miró con desesperación a los pequeños ojos de la mujer.
—Señora Solomon, mi máxima prioridad es detener a ese hombre en Franklin Square, y usted se quedará aquí con uno de mis hombres hasta que yo lleve a cabo ese objetivo. Entonces, y sólo entonces, nos ocuparemos de su hermano.
—Me parece que no lo entiende —espetó Katherine—. Sé exactamente dónde vive ese hombre. Está a tan sólo cinco minutos, en Kalorama Heights, y allí seguro que hay pruebas que le sirvan de ayuda. Además, dijo que no quería que esto se aireara, pero a saber qué les dice Peter a las autoridades cuando se estabilice.
Sato frunció la boca, al parecer cayendo en la cuenta de lo que quería decir Katherine. Fuera, las palas del helicóptero empezaron a girar. La directora arrugó el entrecejo y le dijo a uno de sus hombres:
—Hartmann, coge el Escalade y lleva a la señora Solomon y al señor Langdon a Kalorama Heights. Que Peter Solomon no hable con nadie, ¿entendido?
—Sí, señora —repuso el agente.
—Llámame cuando llegues allí y dime qué hay. Y no pierdas a estos dos de vista.
El agente Hartmann asintió de prisa, sacó las llaves del todoterreno y echó a andar hacia la puerta.
Katherine iba justo detrás.
Sato se dirigió a Langdon.
—Lo veré dentro de un rato, profesor. Sé que piensa que soy el enemigo, pero le aseguro que no es así. Vayan a ver a Peter inmediatamente. Esto aún no ha terminado.
A un lado de Langdon, algo apartado, el deán Galloway permanecía sentado en silencio ante la mesa. Había encontrado la pirámide de piedra, que seguía en la bolsa abierta de Langdon, encima de la mesa, delante de él. El anciano pasaba las manos por la cálida superficie de granito.
—Padre, ¿viene usted a ver a Peter? —quiso saber Langdon.
—Sólo los retrasaría. —El religioso sacó las manos y cerró la bolsa—. Me quedaré aquí rezando por su recuperación. Ya hablaremos todos más tarde. Pero, cuando le enseñe la pirámide a Peter, ¿le importaría decirle algo de mi parte?
—Desde luego que no. —Langdon se echó la bolsa al hombro.
—Dígale esto —Galloway se aclaró la garganta—: la pirámide masónica siempre ha guardado su secreto... sinceramente.
—No comprendo.
El anciano le guiñó un ojo.
—Usted dígaselo. Él lo entenderá.
Acto seguido el deán bajó la cabeza y comenzó a rezar.
Perplejo, Langdon lo dejó allí y salió a la carrera. Katherine ya estaba en el asiento delantero del todoterreno, dándole indicaciones al agente. Él montó atrás y, apenas hubo cerrado la puerta, el enorme vehículo salió disparado por el césped en dirección norte, a Kalorama Heights.
Capítulo 93
Franklin Square se encuentra en el cuadrante noroeste del centro de Washington, flanqueada por K y Thirteenth Street. En la plaza hay numerosos edificios históricos, en particular la Franklin School, desde la cual Alexander Graham Bell envió el primer mensaje fotofónico del mundo en 1881.
Sobrevolando la plaza, un rápido helicóptero UH—60 se aproximó por el oeste tras haber cubierto el trayecto desde la catedral en cuestión de minutos. «Tenemos mucho tiempo —pensó Sato mientras oteaba el lugar. Sabía que era de vital importancia que sus hombres ocuparan sus respectivas posiciones sin que fueran descubiertos antes de que se presentase su objetivo—. Dijo que tardaría al menos veinte minutos en llegar».
Por orden de Sato, el piloto rozó el tejado de la construcción más elevada del lugar —el famoso One[4] Franklin Square—, un impresionante y prestigioso edificio de oficinas rematado por dos agujas doradas. La maniobra era ilegal, sin duda, pero el aparato sólo se detuvo unos segundos, los patines apenas tocando la gravilla de la azotea. Cuando todo el mundo hubo bajado, el piloto levantó el vuelo de inmediato, ladeándose hacia el este, donde se situaría a la altura necesaria para proporcionar apoyo invisible desde el aire.
Sato esperó a que su equipo recogiera sus cosas y preparó a Bellamy para lo que tenía que hacer. El Arquitecto todavía parecía aturdido tras haber visto el archivo del ordenador protegido de la directora. «Como ya le dije..., un asunto de seguridad nacional». Bellamy entendió de prisa a qué se refería Sato, y ahora se mostraba completamente dispuesto a ayudar.
—Todo listo, señora —informó el agente Simkins.
Obedeciendo la orden de Sato, los agentes cruzaron la azotea con Bellamy y desaparecieron escaleras abajo para tomar posiciones.
Sato se aproximó al borde del edificio y echó un vistazo. Abajo, el arbolado parque rectangular se extendía a lo largo de la manzana entera. «Hay muchos sitios para ponerse a cubierto». Su equipo entendía muy bien la importancia de cerrarle el paso a aquel hombre sin que se diera cuenta. Si éste presentía que había alguien y decidía poner pies en polvorosa... La directora no quería ni pensar en ello.
Allí arriba el viento era frío y racheado. Sato se rodeó el pecho con los brazos y plantó los pies con firmeza para no salir volando. Desde semejante atalaya, Franklin Square parecía más pequeña de lo que ella recordaba, con menos edificios. Se preguntó cuál sería el número ocho, una información que había solicitado a Nola, su analista de seguridad de sistemas, y que esperaba recibir de un momento a otro.
Bellamy y los agentes aparecieron abajo, cual hormigas desplegándose en abanico por la oscuridad de la zona arbolada. Simkins situó a Bellamy en un claro próximo al centro del desierto parque, y a continuación él y su equipo se fundieron con la vegetación y se perdieron de vista. Al cabo de unos segundos Bellamy se hallaba a solas, caminando arriba y abajo y tiritando bajo la luz de una farola cercana al corazón del parque.
A Sato no le daba ninguna pena.
Se encendió un cigarrillo y dio una profunda calada, saboreando la tibieza del humo a medida que entraba en sus pulmones. Satisfecha al comprobar que abajo todo iba bien, se apartó del borde a esperar las dos llamadas telefónicas que tenía pendientes: una de su analista y la otra del agente Hartmann, al que había enviado a Kalorama Heights.
Capítulo 94
«¡Más despacio!» Langdon se agarró al asiento del Escalade mientras éste cogía una curva a toda velocidad, amenazando con ponerse sobre dos ruedas. El agente de la CIA Hartmann o bien deseaba presumir de su destreza al volante ante Katherine o tenía órdenes de llegar hasta donde estaba Peter Solomon antes de que éste se hallara lo bastante recuperado para decir algo que no debiera a las autoridades.
Lo de ir a toda pastilla para no pillar los semáforos en rojo por Embassy Road ya había sido bastante preocupante, pero ahora cruzaban embalados el serpenteante barrio residencial de Kalorama Heights. Katherine no paraba de dar indicaciones, pues ya había estado en la casa del hombre esa misma tarde.
Con cada giro, la bolsa de piel, que Langdon había dejado a sus pies, se movía a un lado y a otro, y él podía oír el vaivén del vértice, que a todas luces se había separado de la pirámide y no paraba quieto en la bolsa. Temiendo que sufriera algún daño, se puso a hurgar con la mano hasta dar con él. Aún estaba caliente, pero el texto se había borrado, y lo único que quedaba era la inscripción original.
«El secreto está dentro de Su Orden».
Cuando Langdon estaba a punto de meterse el vértice en un bolsillo, reparó en que la elegante superficie se hallaba repleta de minúsculos pegotes blancos. Perplejo, trató de limpiarlos, pero se encontraban pegados y eran duros al tacto..., como si fuesen de plástico. «¿Qué demonios...?» Vio que la superficie de la pirámide de piedra también presentaba los mismos puntitos blancos. Langdon rascó con una uña uno de ellos y le dio vueltas entre los dedos.
—¿Cera? —dijo en voz alta.
Katherine volvió la cabeza.
—¿Qué?
—Hay trocitos de cera en la pirámide y el vértice. No lo entiendo. ¿De dónde han podido salir?
—¿Algo que tenías en la bolsa?
—No lo creo.
Al doblar una esquina, Katherine apuntó al otro lado del parabrisas e informó al agente Hartmann:
—¡Es ésa! Hemos llegado.
Langdon alzó la vista y vio las luces giratorias de un vehículo de seguridad estacionado en el camino de entrada. La verja estaba abierta de par en par, y el agente entró como una flecha en el recinto.
La casa era una mansión espectacular. Dentro estaban todas las luces dadas, y la puerta principal, abierta. En la entrada, aparcados de cualquier modo y desperdigados por el césped, había media docena de vehículos, que a todas luces habían llegado apresuradamente. Algunos seguían con el motor en marcha y los faros encendidos, la mayoría apuntando a la casa, salvo uno que estaba de lado y prácticamente los cegó al entrar.
El agente Hartmann paró en el césped, junto a un sedán blanco que exhibía un distintivo de vivos colores en el que se leía: PREFERRED SECURITY. Con las luces giratorias y las que les daban en plena cara costaba ver algo.
Katherine se bajó de un salto y corrió hacia la casa. Langdon se colgó la bolsa del hombro, pero no se detuvo a cerrarla. Cruzó el jardín al trote, detrás de Katherine, directo a la puerta. Dentro se oían voces. Detrás de él, el todoterreno emitió un pitido cuando el agente Hartmann lo cerró y salió corriendo.
Katherine subió la escalera del porche a toda prisa, entró y desapareció en la casa. Por su parte, Langdon cruzó el umbral poco después y la vio atravesando el recibidor y enfilando el pasillo principal en dirección a las voces. Más allá, al fondo del pasillo, se distinguía una mesa de comedor y una mujer de uniforme sentada de espaldas a ellos.
—¡Agente! —exclamó Katherine sin detenerse—. ¿Dónde está Peter Solomon?
Langdon fue tras ella, pero al hacerlo un movimiento inesperado llamó su atención. A su izquierda, por la ventana del salón, vio que la verja se estaba cerrando. «Qué extraño». También se fijó en algo más..., algo en lo que no había reparado debido a las deslumbrantes luces giratorias y a los cegadores haces que los recibieron: la media docena de vehículos aparcados sin orden ni concierto en la entrada no se parecían en nada a los coches patrulla y los vehículos de emergencia que él había supuesto que eran.
«¿Un Mercedes?... ¿Un Hummer?... ¿Un Tesla Roadster?»
En ese preciso instante Langdon también se dio cuenta de que las voces que se oían en la casa no eran sino un televisor que sonaba a todo volumen en dirección al comedor.
Entonces giró sobre sus talones a cámara lenta y gritó por el pasillo:
—¡Katherine, espera!
Sin embargo, al hacerlo, vio que Katherine Solomon ya no corría.
Estaba suspendida en el aire.
Capítulo 95
Katherine supo que estaba cayendo..., pero fue incapaz de entender la razón.
Momentos antes corría por el pasillo hacia la guardia de seguridad del salón cuando, de pronto, sus pies se enredaron en un obstáculo invisible y todo su cuerpo se inclinó hacia adelante y se elevó.
Ahora volvía a la tierra..., en este caso, a un suelo de dura madera.
Katherine aterrizó sobre el estómago, el aire saliendo violentamente de sus pulmones. Sobre su cabeza, un pesado perchero se tambaleó con precariedad y se vino abajo, muy cerca de donde ella se encontraba. Levantó la vista, aún sin aliento, y le sorprendió ver que la guardia de seguridad no había movido un músculo en la silla. Y, lo que era todavía más extraño, el perchero derribado tenía un fino alambre atado a la base, que alguien había tensado en el pasillo.
«¿Por qué demonios iba alguien a...?»
—¡Katherine! —Langdon la llamaba, y cuando ella se colocó de lado para mirarlo, sintió que la sangre se le helaba en las venas.
«¡Robert! Detrás de ti», intentó gritar, pero aún le costaba respirar. Lo único que pudo hacer fue ver con aterradora lentitud cómo Langdon corría por el pasillo para ayudarla sin darse cuenta de que, a su espalda, el agente Hartmann cruzaba el umbral tambaleándose, agarrándose el cuello. Sus dedos chorrearon sangre al palpar el mango de un gran destornillador que le salía del mismo.
Cuando el agente se inclinó hacia adelante, su atacante quedó al descubierto.
«¡Dios mío..., no!»
Desnudo a excepción de una extraña prenda interior que parecía un taparrabos, aquel ser enorme por lo visto había permanecido oculto en el recibidor. Tenía el musculoso cuerpo cubierto de extraños tatuajes de la cabeza a los pies. La puerta principal se estaba cerrando, y él avanzaba por el pasillo a la carrera detrás de Langdon.
El agente Hartmann se desplomó justo cuando la puerta se cerró de un portazo. Robert se sobresaltó y dio media vuelta, pero el tatuado ya se había abalanzado sobre él, hundiéndole algo en la espalda. Hubo un destello y un claro chisporroteo eléctrico y Katherine vio que Langdon se ponía rígido. Con los ojos muy abiertos, congelados, Robert se tambaleó y fue a parar al suelo, paralizado. Cayó encima de su bolsa, y la pirámide se salió.
Sin pararse siquiera a echar un vistazo a su víctima, el gigante pasó por encima de Langdon y fue directo a Katherine, que retrocedía a rastras hacia el comedor, donde chocó contra una silla. La guardia de seguridad, que antes ocupaba el asiento, se balanceó y cayó pesadamente, en el inerte rostro una expresión de terror. Tenía un trapo metido en la boca.
El hombre le dio alcance antes de que pudiera reaccionar. La levantó por los hombros con una fuerza hercúlea. Su cara, desprovista de maquillaje, era pavorosa. Sus músculos se contrajeron y ella sintió que la ponían boca abajo como una muñeca de trapo. Una pesada rodilla se hundió en su espalda, y por un instante creyó que se partiría en dos. Él le agarró los brazos y se los puso a la espalda.
Con la cabeza ladeada y la mejilla contra la alfombra, Katherine logró ver a Langdon, el cuerpo aún convulsionado, el rostro vuelto hacia el lado contrario. Tras él, el agente Hartmann yacía inmóvil en el recibidor.
Un metal frío se le clavó en las muñecas, y se dio cuenta de que la estaban atando con alambre. Aterrorizada, trató de zafarse, pero al hacerlo no hizo sino causarse un agudo dolor en las manos.
—Este alambre le cortará si se mueve —informó él mientras acababa con las muñecas y pasaba a los tobillos con una eficacia aterradora.
Katherine le dio una patada, y él respondió propinándole un tremendo puñetazo en el muslo derecho, paralizando su pierna. Al cabo de unos segundos, tenía los tobillos atados.
—¡Robert! —pudo exclamar al fin.
Él gemía en el suelo del pasillo, retorcido sobre la bolsa de piel, con la pirámide al lado, cerca de la cabeza. Katherine comprendió que esa pirámide era su última esperanza.
—Hemos descifrado la pirámide —informó a su agresor—. Se lo contaré todo.
—Ya lo creo que lo hará.
Diciendo eso, sacó el trapo de la boca de la mujer muerta y se lo introdujo con fuerza en la suya.
Sabía a mil demonios.
El cuerpo de Robert Langdon no era suyo. Se hallaba tendido, entumecido e inmóvil, la mejilla contra el duro piso de madera. Había oído lo suficiente sobre armas paralizantes para saber que inutilizaban a sus víctimas sobrecargando temporalmente el sistema nervioso. Su efecto —algo denominado incapacitación electromuscular— podría haber sido perfectamente el de un rayo. Fue como si el insoportable dolor se colara en cada molécula de su cuerpo. Ahora, a pesar de que su cerebro así lo quería, sus músculos se negaban a obedecer la orden que él les enviaba.
«¡Levanta!»
Boca abajo, paralizado en el suelo, su respiración era superficial, apenas le llegaba aire. Todavía no había visto al que lo había atacado, pero sí al agente Hartmann, tendido en medio de un charco de sangre cada vez mayor. Langdon había oído a Katherine forcejear y hablar, pero hacía un momento su voz se había ahogado, como si el hombre le hubiese metido algo en la boca.
«Levanta, Robert. Tienes que ayudarla».
Ahora las piernas le hormigueaban, la sensación ardiente, dolorosa, que anticipaba la recuperación, pero seguían negándose a colaborar. «¡Moveos!» Sus brazos se crisparon cuando empezó a notarlos de nuevo, al igual que el rostro y el cuello. Haciendo un gran esfuerzo consiguió volver la cabeza, arrastrando a duras penas la mejilla por la madera, para poder ver el comedor.
Sin embargo, se lo impidió la pirámide de piedra, que se había salido de la bolsa y descansaba de lado en el suelo, la base a escasos centímetros de su cara.
Por un instante Langdon no supo qué era lo que miraba. A todas luces, el cuadrado que tenía delante era la base de la pirámide, pero, de alguna manera, parecía distinto. Muy distinto. Seguía siendo cuadrado y de piedra..., pero ya no era liso y uniforme. La base de la pirámide estaba repleta de marcas. «¿Cómo es posible?» Clavó la vista en ella unos segundos, preguntándose si no sufriría alucinaciones. «La he mirado una docena de veces... ¡y no había nada!»
Entonces cayó en la cuenta.
Su respiración se activó involuntariamente y se volvió trabajosa al entender que la pirámide masónica aún guardaba secretos que compartir. «He sido testigo de otra transformación».
En un abrir y cerrar de ojos, Langdon supo a qué se refería Galloway con su última petición. «Dígale esto: la pirámide masónica siempre ha guardado su secreto... sinceramente». En su momento las palabras le resultaron extrañas, pero ahora comprendía que el deán le estaba enviando a Peter un mensaje en clave. Irónicamente, esa misma clave había sido la causante de que el argumento de una novela de suspense mediocre que él había leído hacía años diera un giro inesperado.
«Sin cera».
Desde los tiempos de Miguel Ángel, los escultores ocultaban las imperfecciones en sus obras introduciendo cera caliente en las grietas para después frotarla con polvo de piedra pómez. El método se consideraba tramposo y, por tanto, las esculturas sin cera —literalmente, sine cera— se tenían por una obra de arte sincera. La locución perduró, y a día de hoy continuamos utilizando el adverbio «sinceramente» para expresar que algo carece de artificio.
Las inscripciones que figuraban en la base de la pirámide habían sido ocultadas empleando ese mismo método. Cuando Katherine, siguiendo las instrucciones marcadas por el vértice, hirvió la pirámide, la cera se derritió, dejando al descubierto las inscripciones de la base. Galloway pasó las manos por la pirámide en la sala de estar, al parecer notando dichas incisiones.
Aunque sólo fuera por un instante, Langdon había olvidado el peligro que corrían Katherine y él. Observaba el increíble conjunto de símbolos que quedaba a la vista en la base de la pirámide. No sabía qué significaban... ni qué desvelarían en último término, pero había algo más que claro: «La pirámide masónica aún guarda secretos. Ocho de Franklin Square no es la respuesta definitiva».
Ya fuera por esa revelación, que le insufló una buena dosis de adrenalina, o sencillamente por los segundos de más que pasó allí tumbado, de pronto Langdon sintió que recuperaba el control de su cuerpo.
Movió como pudo un brazo hacia un lado, apartando la bolsa para poder ver el comedor.
Descubrió, horrorizado, que Katherine estaba atada y tenía un enorme trapo metido en la boca. Dobló las articulaciones, procurando ponerse de rodillas, pero acto seguido se quedó helado, sin dar crédito a lo que veía. En el umbral del comedor acababa de surgir una visión escalofriante: una forma humana que no se parecía a nada de lo que había visto en su vida.
«Pero ¿qué diablos...?»
Rodó sobre sí mismo, sacudiendo las piernas, tratando de retroceder, pero el gigante tatuado lo agarró, le dio media vuelta y se sentó a horcajadas sobre su pecho. A continuación le sujetó los bíceps con las rodillas, clavando su cuerpo contra el suelo. El torso del hombre lucía un ondulante fénix bicéfalo; el cuello, el rostro y la afeitada cabeza se hallaban cubiertos de un increíble despliegue de símbolos de lo más intrincado —Langdon sabía que eran sigilos— que se utilizaban en rituales de magia ceremonial negra.
Antes de que pudiera asimilar nada más, el gigante le agarró la cabeza con ambas manos, se la levantó y, con una fuerza increíble, se la estrelló contra el suelo.
Todo se volvió negro.
Capítulo 96
Mal’akh estaba en el pasillo examinando la carnicería. Su casa parecía un campo de batalla.
Robert Langdon yacía inconsciente a sus pies.
Katherine Solomon estaba maniatada y amordazada en el comedor.
El cadáver de una guardia de seguridad descansaba no muy lejos, tras caer de la silla que lo sustentaba. La mujer, deseosa de salvar la vida, había hecho exactamente lo que le había ordenado Mal’akh. Con un cuchillo contra el cuello, había cogido el teléfono de Mal’akh y había contado la mentira que había inducido a Langdon y a Katherine a acudir corriendo a su casa. «No tenía ninguna compañera, y desde luego Peter Solomon no se encontraba bien». En cuanto la mujer hubo representado su papel, Mal’akh la estranguló con toda tranquilidad.
Para reforzar la impresión de que Mal’akh no estaba en casa, él mismo había telefoneado a Bellamy desde el manos libres de uno de sus coches. «Voy conduciendo —le dijo a Bellamy y a quien quisiera que estuviese escuchando—. Llevo a Peter en el maletero». Lo cierto es que tan sólo había ido en coche del garaje al jardín delantero, donde había dejado sus numerosos coches estacionados al azar con los faros encendidos y el motor en marcha.
El engaño había salido a la perfección.
Casi.
La única pega era el ensangrentado bulto negro del recibidor con el destornillador clavado en el cuello. Mal’akh lo cacheó y soltó una risita al dar con un puntero transmisor y un móvil que exhibía el logotipo de la CIA. «Por lo visto, hasta ellos están al tanto de mi poder». Les sacó la batería y aplastó ambos dispositivos con un pesado tope de bronce.
Mal’akh sabía que ahora tenía que moverse de prisa, sobre todo si la CIA andaba por medio. Se acercó a Langdon. El profesor estaba inconsciente, y así seguiría durante un buen rato. Después los ojos de Mal’akh se centraron, inquietos, en la pirámide de piedra que reposaba en el suelo, junto a la bolsa abierta del profesor. Contuvo la respiración, el corazón desbocado.
«Llevo años esperando...»
Sus manos temblaron ligeramente cuando extendió los brazos para coger la pirámide masónica. Al pasar los dedos despacio por las marcas, se sintió sobrecogido por la promesa que encerraban. Antes de que el éxtasis se apoderara de él, metió la pirámide y el vértice de nuevo en la bolsa de Langdon y la cerró.
«La recompondré dentro de poco..., en un lugar mucho más seguro».
Se echó la bolsa al hombro y después trató de cargar con su dueño, pero el cuerpo en forma del profesor pesaba mucho más de lo que había supuesto, de manera que decidió cogerlo por las axilas y arrastrarlo por el suelo. «No le va a gustar nada a donde lo llevo», pensó Mal’akh.
Mientras tiraba de Langdon, el televisor de la cocina sonaba a todo volumen. Las voces televisivas habían formado parte del engaño, y Mal’akh aún no había tenido tiempo de apagar el aparato. La cadena mostraba ahora a un telepredicador que rezaba el padrenuestro con sus fieles. Mal’akh se preguntó si alguno de sus hipnotizados espectadores tendría idea de cuál era el verdadero origen de esa oración.
—«... así en el cielo como en la tierra...» —entonaba el grupo.
«Sí —pensó Mal’akh—, como es arriba es abajo».
—«... no nos dejes caer en la tentación...»
«Ayúdanos a dominar las debilidades de la carne».
—«... mas líbranos del mal...» —rogaban.
Mal’akh sonrió. «Eso podría ser difícil. La oscuridad va en aumento». Así y todo, había de reconocer que tenían mérito por intentarlo. Los humanos que hablaban con fuerzas invisibles y solicitaban ayuda eran una especie en extinción en este mundo moderno.
Mal’akh arrastraba a Langdon por el salón cuando los fieles corearon «amén».
«Amón —corrigió él—. Egipto es la cuna de vuestra religión». El dios Amón fue el prototipo de Zeus..., de Júpiter..., y de todos los rostros modernos de Dios. A día de hoy, todas las religiones del planeta pronunciaban variantes de ese nombre. «Amén, amin, aum».
El telepredicador comenzó a citar versículos de la Biblia que describían jerarquías de ángeles, demonios y espíritus que regían tanto en el cielo como en el infierno.
—«Proteged vuestra alma de las fuerzas del mal —les advertía—. Elevad vuestro corazón en oración. Dios y sus ángeles os oirán».
«Tiene razón. —Como bien sabía Mal’akh—. Pero también lo harán los demonios».
Mal’akh había aprendido hacía tiempo que si se aplicaba como era debido el Arte, un practicante podía abrir un portal al mundo espiritual. Las fuerzas invisibles que existían allí, más o menos como sucedía con el hombre, adoptaban numerosas formas, tanto buenas como malas. Las de la luz sanaban, protegían y tenían por objetivo instaurar el orden en el universo; las de la oscuridad funcionaban justo al revés..., sembrando la destrucción y el caos.
Si eran llamadas debidamente, se podía convencer a las fuerzas invisibles para que cumplieran las órdenes del practicante en la tierra..., infundiéndole un poder aparentemente sobrenatural. A cambio de ayudar al peticionario, dichas fuerzas exigían sacrificios: oraciones y alabanzas para las de la luz... y derramamiento de sangre para las de la oscuridad.
«Cuanto mayor el sacrificio, mayor el poder transferido». Mal’akh había comenzado su práctica vertiendo la sangre de animales sin importancia. Pero con el tiempo la elección de sus víctimas se había tornado más osada. «Esta noche daré el paso final».
—«¡Cuidado! —chilló el predicador, que advertía de la llegada del Apocalipsis—. La batalla final por el alma de los hombres se librará muy pronto».
«Ya lo creo —pensó él—. Y yo seré el mejor guerrero».
Esa batalla, naturalmente, había comenzado hacía mucho, mucho tiempo. En el Antiguo Egipto, quienes perfeccionaron el Arte se convirtieron en los grandes maestros de la historia, destacándose de las masas para ser auténticos practicantes en busca de la luz. Se movieron por la tierra como si fueran dioses y construyeron grandes templos de iniciación a los cuales acudían neófitos del mundo entero para beber de su sabiduría. Nació una raza de hombres excelsos. Durante un breve espacio de tiempo la humanidad pareció estar lista para elevarse y trascender de los límites terrenales.
«La época dorada de los antiguos misterios».
Y sin embargo el hombre, al ser de carne, era propenso a los pecados del orgullo desmedido, el odio, la impaciencia y la avaricia. Con el tiempo hubo quienes corrompieron el Arte, pervirtiéndolo y abusando de su poder en beneficio propio. Comenzaron a utilizar esa versión distorsionada para convocar a fuerzas de la oscuridad. Surgió un nuevo Arte..., una influencia más poderosa, inmediata y embriagadora.
«Así es mi Arte».
«Así es mi Gran Obra».
Los maestros iluminados y sus hermandades esotéricas fueron testigos de la creciente presencia del mal y vieron que el hombre no estaba empleando los recién adquiridos conocimientos en pro del bien de su especie, de manera que ocultaron su sabiduría para mantenerla fuera del alcance de quienes no eran dignos de ella. Al final se perdió en la historia.
Con ello llegó la gran caída del hombre.
Y una oscuridad eterna.
En la actualidad, los nobles descendientes de los maestros seguían al pie del cañón, buscando ciegamente la luz, intentando reconquistar el poder perdido del pasado, intentando mantener a raya la oscuridad. Eran los sacerdotes y las sacerdotisas de las iglesias, los templos y los santuarios de todas las religiones de la tierra. El tiempo había borrado los recuerdos..., los había separado del pasado. Ya no conocían la fuente de la que un día manó su poderosa sabiduría. Cuando se les preguntaba por los divinos misterios de sus antepasados, los nuevos custodios de la fe renegaban de ellos a voz en grito, tachándolos de herejía.
«¿De verdad lo han olvidado?», se preguntó Mal’akh.
Ecos del antiguo Arte resonaban aún en todos los rincones del universo, de los cabalistas místicos del judaísmo a los sufís esotéricos del islam. Se conservaban vestigios en los rituales arcanos del cristianismo; en el rito del Santísimo Sacramento, mediante el cual el pan se convertía en el cuerpo de Cristo; en sus jerarquías de santos, ángeles y demonios; en sus cantos y sus ensalmos; en los cimientos astrológicos de su santoral; en sus vestiduras consagradas y en su promesa de vida eterna. Incluso ahora sus sacerdotes ahuyentaban a los malos espíritus haciendo oscilar incensarios, tañendo campanas sagradas y asperjando agua bendita. Los cristianos todavía practicaban el sobrenatural arte del exorcismo, una práctica primigenia de su fe que requería la capacidad no sólo de expulsar demonios, sino también de convocarlos.
«Y, sin embargo, ¿no son capaces de ver su pasado?»
En ningún lugar era más palpable el pasado místico de la Iglesia que en su epicentro. En el Vaticano, en el corazón de la plaza de San Pedro, se alzaba el gran obelisco egipcio. Tallado mil trescientos años antes de que Cristo viniera al mundo, ese monolito pagano no tenía nada que hacer allí, no guardaba relación alguna con el cristianismo moderno. Y sin embargo allí estaba, en el centro de la Iglesia católica. Un faro de piedra que clamaba ser escuchado, una memoria para los pocos sabios que recordaban dónde empezó todo. Esa iglesia, nacida del seno de los antiguos misterios, todavía conservaba sus ritos y sus símbolos.
«Un símbolo sobre todo».
Adornando sus altares, vestimentas, chapiteles y Sagradas Escrituras, se hallaba la imagen por excelencia del cristianismo: la de un ser humano querido sacrificado. El cristianismo, más que cualquier otro credo, comprendía el poder transformador del sacrificio. Incluso en la actualidad, para honrar el sacrificio efectuado por Jesús, sus seguidores ofrecían sus pobres gestos de sacrificio personal: el ayuno, la vigilia de cuaresma, el diezmo...
«Todos esos sacrificios son impotentes, claro está. Sin sangre... no hay sacrificio que valga».
Los poderes de la oscuridad habían abrazado hacía tiempo los sacrificios de sangre, y al hacerlo habían cobrado tanta fuerza que los poderes del bien ahora pugnaban por contenerlos. Pronto la luz se extinguiría por completo, y los practicantes de la oscuridad se moverían a su antojo por la mente de los hombres.
Parte 1 /
Parte 3